En una década, los dreamers pasaron de ocupar un lugar en el backstage del movimiento proinmigrantes al spotlight político de Estados Unidos; de ser tema de discusión, a ser oradores en los debates; del sueño, a la acción.
Dianne Feinstein abandona la cámara del Senado luego de votar en el Capitolio el 1 de diciembre de 2017, en Washington D. C.
La noche del 19 de enero de 2018, apenas dos semanas después de la manifestación afuera de la oficina de la senadora Feinstein, el Congreso de Estados Unidos estaba de cabeza. Faltaban unas horas para cumplirse el primer aniversario de la toma de posesión de Trump y a la medianoche vencía el plazo para que el Senado aprobara el presupuesto de operación del gobierno para el siguiente año fiscal. La iniciativa presentada por Trump, y respaldada por los 51 miembros del Partido Republicano, debía ser aprobada con 60 votos, tres quintas partes del total de senadores. La decisión final estaba en manos de los demócratas que —Feinstein incluida— llegaron con una consigna clara: no habría aprobación presupuestaria si no se incluía en el debate la negociación de la ley Dream Act.
Meses atrás, en septiembre de 2017, Donald Trump anunció la derogación del programa conocido como DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals), una acción ejecutiva implementada en 2012 por el entonces presidente Barack Obama. La medida protegía de la deportación y otorgaba un permiso de trabajo temporal al más de millón y medio de chicos que habrían sido beneficiarios del Dream Act si se hubiera aprobado. El DACA estaba muy lejos de ser una solución a la situación migratoria de estos jóvenes, pero tenía la finalidad de ofrecerles cierta protección, mientras el Congreso legislaba en la materia. Ochocientos mil jóvenes solicitaron su ingreso al programa y, gracias a él, accedieron a financiamientos educativos, trabajos legales y licencias de conducir. El problema estaba en que, al tratarse de una acción ejecutiva, el siguiente presidente tendría el poder de derogarla. Así fue.
Cuando Trump anunció la revocación, lo hizo con un argumento válido: la iniciativa tenía la finalidad de dar protección temporal a estos jóvenes, mientras los congresistas llegaban a un acuerdo. ¿Cómo es que en cinco años no lo habían hecho? El presidente dio un plazo de seis meses a los legisladores para la aprobación de un Dream Act o de cualquier otra iniciativa de ley. Si para marzo de 2018 no se lograba, los jóvenes quedarían desprotegidos. Pero tan pronto se hizo el anuncio, las organizaciones de jóvenes indocumentados y sus aliados, entre ellos la poderosa Unión Americana de Derechos Civiles (ACLU), interpusieron un recurso legal para detener la revocación. A principios de enero una corte federal en California ordenó al presidente la reinstalación de la protección para los jóvenes. Un mes más tarde otro juez federal, ahora en Nueva York, ratificó la decisión.
Este pequeño triunfo de los dreamers reforzó su capacidad de ejercer presión, al punto de llevar las negociaciones presupuestarias a un cierre parcial de la administración durante tres días. El bando republicano exigía mayor seguridad en la frontera a cambio de algún tipo de protección para los chicos, quienes, encabezados por la red nacional United We Dream, iniciaron una campaña mediática con el eslogan “Clean Dream Act”. Los demócratas asumieron la consigna como propia: la aprobación de un Dream Act tendría que darse sin estar condicionada a una oleada de deportaciones —en la que podrían estar incluidos los padres de estos chicos— o a la asignación de recursos para la construcción del muro en la frontera.
Dreamers y activistas en el Capitolio de Washington D. C. Un día después, el 8 de febrero de 2018, visitarían las oficinas de 240 congresistas estadounidenses para hablar sobre el futuro de los jóvenes migrantes. Foto: Mark Abramson.
Finalmente, el liderazgo demócrata logró una negociación con el otro partido para reiniciar las operaciones del gobierno, con la condición de que la regularización migratoria de los jóvenes tendría que ser un tema en la agenda del 2018, el año en el que se renueva toda la Cámara Baja y 34 de los 100 escaños del Senado. Y cuando se trata de campañas electorales, los dreamers ya están más que curtidos.
Lizbeth Mateo tiene el pelo liso y obscuro, ojos alertas y sonrisa apacible. Es una de las activistas mejor conocidas del movimiento Dreamer. Una búsqueda simple en Google arroja cientos de fotografías de la joven de 33 años, quien desde hace más de diez ha sido activista por los derechos de los inmigrantes. Liz, como la llaman sus amigos, nació en Oaxaca y migró a California con su familia en 1988, cuando en México se empezaban a sentir los efectos económicos del Tratado de Libre Comercio (TLCAN). Tenía trece años y sabía muy poco inglés, pero ya estaba segura de que quería ser abogada.
Con el apoyo de su familia, Lizbeth logró ingresar a la Universidad Estatal de California en Northridge (CSUN), donde encontró la solidaridad de algunos profesores para crear, junto con otros alumnos, uno de los grupos de estudiantes indocumentados ahora más antiguos y activos al interior de una universidad: “Dreams to be Heard”. En su inicio, la intención del grupo era informar a los jóvenes indocumentados sobre alternativas de acceso a financiamientos para estudiar, pues los fondos federales para ello son inaccesibles para quienes carecen de documentos. Sin embargo, en cuestión de meses, los jóvenes se sumaron a otras organizaciones que hacían presión para aprobar el Dream Act y su área de trabajo creció.
Los años posteriores trajeron para Lizbeth, y para muchos otros jóvenes de su generación, una carrera de resistencia construida a base de ensayo y error. Aprendieron sobre desobediencia civil siguiendo los pasos de la comunidad afroamericana y el movimiento chicano y campesino de los años sesenta; sobre las técnicas de lobby y gestión política, de las organizaciones proinmigrantes formadas en los ochenta y los noventa, y se aliaron con abogados especializados en inmigración para encontrar alternativas legales al sistema. Aprendieron a “vender” su historia a los medios de comunicación y a utilizar las coyunturas políticas para enviar su mensaje. Cansados de la ineficiencia de los políticos, se volvieron expertos en estrategia política.
En 2013 Lizbeth hizo algo que muchos calificaron de suicida: sin contar con documentos que le permitieran volver legalmente al país, viajó a Oaxaca, México, a visitar a su abuela por primera vez en quince años.
“Sé que van a pensar que estoy loca por hacer esto, por salir de Estados Unidos”, dice Lizbeth en un video grabado desde Oaxaca en el que explica su decisión, “pero creo que es una locura mayor haber tenido que esperar quince años para ver a mi familia otra vez. No hago esto sólo por mi familia, sino por los 1.7 millones de personas que han sido deportados. Y no son los únicos afectados, sus familias son afectadas también”.
Activistas y jóvenes migrantes organizaron un rally a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México, en San Ysidro, California, en apoyo de la aprobación del Dream Act, el 7 de febrero de 2018.
Lizbeth viajó a México apenas unos meses después del anuncio de DACA. Durante su discurso, Obama dejó claro que las acciones de deportación de su gobierno debían tener como prioridad a quienes contaban con antecedentes criminales o representaban una amenaza para la seguridad de Estados Unidos, y no a los jóvenes que llegaron al país siendo menores de edad, que deseaban estudiar, trabajar y hacer su vida aquí. Apostando por ese discurso, unas semanas más tarde Liz volvió a Estados Unidos, junto con otros ocho jóvenes, solicitando asilo político. Con buena asesoría legal y un despliegue visual y mediático impecablemente calculado —nueve jóvenes con togas y birretes caminando hacia la garita entre México y Estados Unidos, llamando al segundo país “home”—, Lizbeth y los otros ocho chicos fueron arrestados. Los llevaron a un centro de detención de inmigrantes en Arizona, pero después de tres semanas de valoración por parte de un juez, lograron que los dejaran permanecer en el país mientras sus casos se resuelven en la Corte. La decisión de estos nueve jóvenes de confrontar al gobierno de Estados Unidos los dejó fuera de la protección de DACA, pues una de las condiciones para tener derecho a él es haber pasado en Estados Unidos los últimos cinco años de forma ininterrumpida. Sin embargo, el mensaje se envió: los jóvenes conocían sus derechos, sabían de estrategia política y no tenían miedo de hablar. La consigna del movimiento Dreamer se escuchó cada vez más fuerte: “Undocumented and unafraid ”. Sin documentos y sin miedo.
En los siguientes meses otros dos grupos, uno de 30 jóvenes indocumentados y otro de 150 personas, que esta vez incluían a padres de familia deportados, realizaron acciones similares para visibilizar la situación de las familias separadas por la deportación. La sociedad estadounidense y la mexicana, compatriota de tres cuartas partes de los dreamers, ya no pudieron ignorarlos.
Entre los actuales grupos activistas de Estados Unidos no hay movimiento que tenga más claridad política y más precisión de acciones que el de los jóvenes indocumentados. Aunque gran parte de su capital político es herencia del veterano movimiento proinmigrante que surgió tras la amnistía migratoria de 1986, la generación que llegó a Estados Unidos siendo menor de edad hace veinte años y que hoy se ha insertado a la vida productiva del país, a pesar de sus limitaciones, tiene como principal activo su diversidad.
Si bien es cierto que siete de cada diez de los chicos que podrían ser beneficiarios del Dream Act son mexicanos, entre los casi dos millones de jóvenes hay también filipinos, coreanos, chinos, centroamericanos, sudamericanos y africanos. Al interior del movimiento se han construido identidades alternas: los chicos de la comunidad lgbt incluyeron el tema de la orientación sexual y la identidad de género en sus agendas y dieron origen al movimiento Undocuqueer. Los dreamers de raza negra impulsaron la visibilización de la comunidad indocumentada que no se define como afroamericana, y acuñaron el término Undocublack. Los chicos feministas o de minorías religiosas crearon alianzas con otros grupos y ampliaron su agenda de debate.
A diferencia de otros grupos proinmigrantes, en términos generales, los dreamers no se asumen como una minoría, sino como ciudadanos activos de Estados Unidos, independientemente de su estatus legal. Les afecta, desde luego, la violación a los derechos de los inmigrantes o el arresto de personas sin documentos, pero también alzan la voz por temas como el impacto que tendrán los recortes presupuestales a la educación o servicios de salud, la falta de regulaciones ambientales, o los ataques a la libertad de prensa. Estos jóvenes comparten intereses con otros grupos, y esto ha dado como resultado un movimiento netamente interseccional, que los ha llevado a formar parte del mainstream estadounidense.
Para muestra, un botón. El 20 de septiembre de 2017, tras el anuncio de la suspensión de DACA, los CEO de las empresas Apple, Google, Amazon, Airbnb, Uber y otras 800 compañías de Silicon Valley, enviaron una carta a los líderes del Congreso, demócratas y republicanos, exigiendo “la solución que merecen los dreamers”.
“Sin una solución legislativa permanente (…) cerca de 800 000 beneficiarios de DACA perderán su capacidad de trabajar y estudiar legalmente, perderán sus empleos y serán susceptibles a una deportación inmediata”, señalaba el texto. “Más aún, sin una acción por parte del Congreso, nuestra economía podría perder 460 mil millones de dólares del PIB nacional y 24 mil millones de dólares en contribuciones al Seguro Social y a servicios médicos vía impuestos.”
Los firmantes enfatizaron un hecho que en otros tiempos habría sido manejado con mayor discreción: al menos 18 de las 25 principales empresas de la lista Fortune 500 cuentan con beneficiarios de DACA entre sus empleados. Ese mismo mes un artículo de la propia Fortune reveló que 51% de las empresas start-up valuadas en más de mil millones fueron fundadas por inmigrantes, y 40.2 % de las Fortune 500 por un inmigrante o el hijo de un inmigrante. Una década después de que los jóvenes empezaran a salir de las sombras, los corporativos más poderosos de la industria tecnológica mundial decidieron hacerlo también.
“Los dreamers son vitales para el futuro de nuestra economía y nuestras empresas. Con ellos crecemos y creamos empleos. Son parte de la razón por la que continuaremos teniendo una ventaja competitiva a nivel global”, finaliza la misiva de Silicon Valley al Congreso.
Además de obtener el reconocimiento a su aportación en el ámbito económico y empresarial, en la última década los dreamers han transformado su capacidad de organización en un capital político de facto. Durante la contienda presidencial de 2016, y siguiendo los pasos del equipo de Barack Obama en 2008, los equipos de las campañas demócratas incorporaron a su staff a algunos de los jóvenes que habían destacado como líderes. Lorella Praeli, entonces directora de estrategia y política de la red United We Dream, fue contratada como directora de Latino Outreach en la campaña de Hillary Clinton. En la misma posición, pero en la campaña de Bernie Sanders, contrataron a César Vargas, un joven abogado y activista de Arizona. Por su parte, Erika Andiola, dirigente de la Coalición Dream Act, también en Arizona, se convirtió en la secretaria de prensa de Sanders.
Lizbeth Mateo en las oficinas de su despacho legal, junto a Isabel Flores y Enrique Luzuriaga (asistentes legales), y Claudia Rivera (paralegal).
Los medios de comunicación también se revitalizaron con presencia de jóvenes inmigrantes bilingües, binacionales y biculturales; un activo difícilmente despreciable en un mercado estadounidense cuyos consumidores hispanos continuarán aumentando. Según las proyecciones de la Oficina del Censo de este país, para 2060, la comunidad hispana será de 119 millones de personas. En los últimos cinco años, cientos de dreamers se sumaron al personal de las redacciones, empresas productoras de radio y estudios de televisión de Estados Unidos.
En octubre de 2017, Brian de Los Santos, un joven inmigrante originario de Veracruz que llegó con su familia a Los Ángeles a la edad de dos años, escribió su historia, que fue publicada en el diario Los Ángeles Times. Brian estudió periodismo en la CSUN y, como la mayoría de los periodistas de esta ciudad, su sueño era trabajar para este diario.
“Los últimos años de mi vida han estado marcados por altibajos —cuando el presidente Obama nos dio a mí y a otros dreamers permisos de trabajo, y cuando el presidente Trump prometió que los suspendería y que acabaría con la inmigración ilegal—. Lo que en años recientes parecía una amenaza lejana —perder mi empleo, ser enviado al país que dejé cuando era tan pequeño— de pronto se siente cercanamente real, otra vez”, menciona en un apartado.
Cuando Brian publicó este artículo, llevaba dos años trabajando como editor de la versión digital de Los Ángeles Times. En su página de Facebook se puede ver una fotografía de él en la redacción, sosteniendo una página del diario enmarcada. El pie de foto dice: “Dream achieved ”.
El invierno olvidó pasar por la ciudad de Los Ángeles. Los primeros dos meses de cada año suelen ser fríos y lluviosos, pero este martes de febrero, de clima templado y cielo azulísimo, el campus de UCLA —la mejor universidad pública del país y la número quince del mundo— luce como si fuera primavera.
Frente al Royce Hall, uno de los edificios icónicos del plantel, se encuentra el Centro de Actividades Estudiantiles. Ahí, un grupo de jóvenes indocumentados ha organizado un taller con asesoría legal para estudiantes ante los cambios en la política migratoria de la administración Trump. Durante dos horas, un abogado les explicará en qué consisten estos cambios y cómo estar preparados para ellos.
Hace apenas unos años, hablar sobre el estatus migratorio en esta universidad de élite era tabú. A pesar de ser parte del sistema de educación pública, entre el alumnado de UCLA es fácil encontrar jóvenes que provienen de familias privilegiadas o que pueden acceder a apoyos financieros para pagar su educación. Muchos son estudiantes extranjeros con recursos para cubrir el elevado costo de la matrícula para no residentes. Pero los otros, los extranjeros que llegaron al país sin documentos cuando eran menores de edad, trataban de pasar inadvertidos sin que el doble o triple esfuerzo de ellos y sus familias para ser parte de esta universidad fuera tema de conversación.
Fue alrededor de 2010, cuando el Dream Act fracasó en el Congreso y la crisis económica de 2009 empezó a repercutir en los hogares, que un grupo de jóvenes indocumentados decidieron visibilizar el asunto abriendo un espacio para ofrecer alimentos a quienes no pudieran pagar por ellos. Le llamaron “food closet”, el clóset de la comida. En teoría, era un espacio abierto para cualquier persona que tuviera necesidad: ahí encontraría algo para comer, resultado de donativos de los propios estudiantes o de algunos maestros, para poder seguir durante el día. La realidad es que fueron principalmente los chicos indocumentados quienes hicieron uso del espacio.
Tres años más tarde, con la mediatización del movimiento Dreamer, y a medida que estos jóvenes se sintieron más seguros para hablar públicamente de su estatus, la comunidad de UCLA se enteró: en su campus había chicos sin documentos que tenían que pagar una fortuna por estudiar y que a veces pasaban hambre. Hoy las cosas han cambiado. La presencia de dreamers ya no solo no es un secreto, sino que existen redes de aliados, personas no necesariamente indocumentadas pero que apoyan a estas organizaciones y buscan contribuir con ellas de alguna manera.
Una puerta pesada en el tercer piso del edificio que alberga al Centro de Actividades Estudiantiles da paso a un salón-biblioteca de grandes ventanales, con sillas dispuestas frente a un proyector. El taller, impartido por una abogada, consiste en explicar algunos detalles de la ley de inmigración a quienes no están familiarizados con ellos: las disposiciones que establece la ley para regularizar el estatus migratorio de padres, hijos y otros familiares; el tiempo que toma procesar una de estas peticiones, dependiendo del país de origen y el parentesco de quien las solicita —para algunos países, como México, es de más de veinte años en el caso de familiares no inmediatos, como un hermano—; y lo más importante, de qué manera les pueden afectar a estos chicos, en particular a quienes están protegidos por DACA, las políticas de Donald Trump.
Entre la audiencia de quince personas, las preguntas van desde quiénes pueden ser considerados para solicitar una visa humanitaria o asilo político, hasta los costos para renovar el DACA ahora que la Corte Federal ha declarado que la protección migratoria debe seguir vigente, contraviniendo la orden del presidente Trump. Es pertinente recordar que cada solicitud para el DACA cuesta casi 500 dólares y tiene una vigencia de dos años; tras ese periodo, hay que volver a pagar esta cuota. Considerando que 800 000 jóvenes hicieron la solicitud, al menos en una ocasión, el gobierno estadounidense ha ganado más de 330 millones de dólares por dar a estos jóvenes la oportunidad de trabajar y pagar impuestos.
La sesión cierra con una serie de consejos sobre qué hacer si un agente de inmigración llama a la puerta y dice que tiene una orden de detención contra algún miembro de la familia. La abogada insiste: tu hogar está considerado un espacio seguro. No abras la puerta, pide que por debajo de ella deslicen la orden, y si no tiene tu nombre y la firma de un juez, no tienes por qué recibirlos. Los chicos se distribuyen en parejas y empiezan a practicar: uno es el “migra” que llama a la puerta, el otro reacciona defendiendo sus derechos. Si tienen alguna duda, o incluso si sólo necesitan hablar, la red United We Dream cuenta con un número al que se puede llamar o enviar un texto. La secrecía del clóset de la comida ha quedado atrás; hoy, hay alguien que escucha.
Hasta ahora, un año después de iniciada la administración Trump, no ha habido una oleada de deportación de dreamers, como algunos predecían. Es más: el número de deportaciones en el primer año fiscal de este gobierno fue ligeramente superior a las 200 000, la mitad de las más de 400 000 registradas durante dos años consecutivos de la administración Obama.
Sin embargo, la tendencia podría revertirse y los jóvenes están preparados para ese escenario.
Cuando se pregunta a los veteranos activistas del movimiento dreamer sobre el momento actual, la mayoría coincide: la comunidad inmigrante lleva más de dos décadas sufriendo el acoso de las autoridades, el abuso laboral, la violencia racista y la discriminación. Si bien la presencia y el discurso de Donald Trump han visibilizado, y en algunos casos incentivado esta situación, esto no es nuevo y tampoco es algo que se solucionará con el fin de su gobierno. Contra esto se ha luchado por mucho tiempo y, por esta razón, la comunidad está preparada para resistir.
A partir del impasse de algunas horas durante la aprobación del presupuesto en el Congreso, el activismo indocumentado encabezado por United We Dream ha redoblado los esfuerzos. El 8 de febrero se realizaron una serie de manifestaciones y jornadas informativas en varias ciudades, y los jóvenes activistas visitaron las oficinas de 240 congresistas en Washington D. C. Un día después, la organización hizo una denuncia pública contra los congresistas demócratas y los republicanos moderados.
“Hoy, el mundo puede cuestionarse con razón si en verdad existe en el Congreso una oposición a la agenda racista de Trump”, señalaron en su comunicado. “Demócratas y republicanos fallaron en proteger a los jóvenes inmigrantes, y en cambio nos han usado como moneda de cambio para obtener más dólares para otros proyectos.” Un par de días después, la organización publicó una lista de los congresistas que apoyan y los que se oponen a la aprobación de un Dream Act. El 2018 apenas inicia y la lucha se adivina larga.
“Yo creo que hoy somos más mainstream que hace diez años, cuando comenzamos a organizarnos alrededor del país”, dice Lizbeth Mateo cuando se le pide hacer un balance de la última década para el movimiento. “Los grupos de dreamers ya existían, pero eran más pequeños, más enfocados en su propio espacio. De repente pudimos conectarnos a través de las redes sociales alrededor del país, y en poco tiempo nos convertimos en el “darling” del movimiento proinmigrante. Pero al mismo tiempo, [los líderes veteranos] se dieron cuenta de que podíamos pensar por nosotros mismos, que no nos tenían que decir lo que teníamos que hacer, e incluso nos veían como una amenaza para lograr una reforma migratoria para todos”, recuerda.
En septiembre de 2017, Donald Trump anunció la derogación del programa conocido como daca (Deferred Action for Childhood Arrivals). Foto: Mark Abramson.
Aunque durante algún tiempo se cuestionó en los medios y entre las organizaciones activistas la posibilidad de que si se lograra la aprobación del Dream Act, los jóvenes dreamers dejarían de luchar por el resto de la comunidad inmigrante, los hechos han demostrado lo contrario. Ningún joven está dispuesto a negociar su seguridad a cambio de la posible deportación de sus padres, sus hermanos o sus vecinos. Cuando Lizbeth se graduó de la carrera de Derecho, la estola que colocó sobre su toga llevaba bordado un mensaje: “¡Mami y papi, la migra nos hizo los mandados!”. Para estos chicos, sus padres son los dreamers originales.
“El hecho de que haya dreamers hablando con políticos en ciertas reuniones o ciertos espacios es un progreso”, afirma Lizbeth, “pero me pregunto cuánto de eso es realmente el reflejo de la necesidad que existe en la comunidad. Se habla mucho de los dreamers, de los jóvenes protegidos por DACA, pero si tomamos en cuenta el lenguaje de otras iniciativas de ley, podrían beneficiarse muchas personas más”.
Sobre los consejos que como veterana del movimiento la daría a los chicos que hoy se suman a las organizaciones, es muy clara. “Existe una urgencia y uno trata de luchar no solo por uno mismo, sino por muchos más; pero es importante que nunca se pierda el enfoque en uno mismo, porque este trabajo es desgastante. Hay que cuidarse, escuchar a tu cuerpo, tomar tiempo para estar bien. Nada es el fin del mundo y hay muchas formas de salir. Siempre será más difícil para una persona indocumentada, pero uno sabe que puede hacerlo por su familia y por su comunidad.”
Nadie mejor que ella para hablar de esto. A mediados de 2017, Lizbeth pasó el examen para ingresar a la Barra de Abogados de California —un estado que, a diferencia de otros, sí otorga licencias para ejercer a los jóvenes indocumentados—, y en el diario The New York Times se publicó un artículo sobre ella titulado: “Una defensora de la Constitución sin derecho legal a vivir aquí”. Porque sí, a una persona indocumentada le cuesta más, pero al final lo hace por su familia y por su comunidad.
En febrero de 2018, una pequeña oficina en Los Ángeles fue inaugurada como despacho legal. En el rótulo se lee: “Lizbeth Mateo. Abogada”.