El Pastor de la 4T
Emiliano Ruiz Parra
Fotografía de Ritta Trejo
Arturo Farela se ha relacionado con el poder político mexicano en las últimas décadas. Conoció a los presidentes Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto. Pero su cercanía con Andrés Manuel López Obrador va mucho más allá.
La palabra favorita de Arturo Farela es “sobrenatural”. La pronunciará 16 veces en una conversación de dos horas. El Espíritu Santo se aparece cada tanto en su vida: le pone palabras en la boca. Le da órdenes. Le manda mensajes a través de algún desconocido. O lo salva de la muerte. Sobrenatural. O mejor: estrictamente sobrenatural.
Le pido que me cuente su historia. He oído una narrativa similar de otros cristianos evangélicos: yo era malo y me volví bueno. Renací en Jesucristo. Farela dice: “Nací católico guadalupano, perdí a mis padres cuando tenía cuatro años y mis abuelos me criaron en la escasez, pero en una escasez digna y plena de amor. Sin embargo, la nostalgia por mis padres me llevó a ser [y aquí Farela no escatima adjetivos]: violento, borracho, peleonero, corrupto, mentiroso”. Le pido detalles: “Bebía alcohol como agua y disfrutaba involucrarme en golpizas”.
Me sorprende que su historia tenga un matiz propio. Farela llegó a Jesucristo por amor. A los 22 años se enamoró de una bella muchacha y le pidió matrimonio. Nunca me casaré con un pagano, le respondió Genoveva Pacheco, cristiana evangélica. Arturo se convirtió: “El Señor te bautiza con Espíritu Santo y fuego. Te cambia el lenguaje, la mentalidad, el corazón. Tienes una operación neurológica, cardiológica, de todo”. A la conversión le siguió el noviazgo, luego el matrimonio con Genoveva y los hijos, Arturo chico el primero, hasta juntar cinco: tres varones y dos mujeres.
Se pudo haber quedado así: como padre de familia y creyente. Hasta que un día, no mucho después de su conversión, fue a un templo en la colonia Agrícola Oriental, un barrio obrero en la periferia de la Ciudad de México. Había una señora desconocida orando. La señora estaba en un éxtasis místico y empezó a hablar lenguas desconocidas. Farela la vio salir del templo, la siguió y le dijo:
—Hermanita, siento en mi corazón que tiene un mensaje de Dios para mi vida.
Y ella le contestó:
—Arturo, predica la palabra. Jesucristo salva, Jesucristo sana, Jesucristo viene.
CONTINUAR LEYENDOFarela: “Se me hizo asombroso que me hablara por mi nombre directamente sin que me conociera. Entendí que se trataba de una profecía y de un llamado divino para servir al Señor. No es algo que yo busqué, no es algo que yo pedí. Ni siquiera lo merecía. Es una gracia de Dios”.
Sobrenatural. Estrictamente sobrenatural.
Farela estudió en el seminario San Pablo de la Iglesia Cristiana Interdenominacional, en la colonia Portales de la Ciudad de México. Lo suyo, dice, ha sido fundar iglesias. La primera en su propia casa, la llamó Iglesia Emanuel, y sus hijos crecieron ahí entre oraciones y prédicas. Pero quería más. Cuenta Farela: “Iba
caminando y veía un letrero de ‘Se vende’ en un edificio. Me acercaba, le imponía las manos a la pared y rogaba: ‘Dios, dame este edificio o uno así’. Marcaba al teléfono y me decían: vale tantos millones, que no tenía. Pero recordaba la frase de San Pablo: llamad a las cosas que no son como si fuesen”.
O sea, créetela: cree que ese edificio u otro similar se convertirá en un templo de Jesucristo.
Y así llegó la segunda iglesia. Estaba orando un día en San Lorenzo Tezonco, en aquel entonces barrio marginal sin pavimentación, agua corriente ni drenaje, en la región de Iztapalapa. Sintió en las paredes una vibración como de un tren. Preguntó. Era un antro a cinco cuadras de ahí. “Entonces fuera de mi control y mi dominio viene el Espíritu Santo sobre mí y de manera sobrenatural da una profecía: un día estaré ahí predicando”.
El antro se llamaba La pista escondida. El administrador del local, Adalberto. Era, recuerda Farela, “un asqueroso bisexual” (como buen evangélico, Farela está en contra del aborto, la liberación de las mujeres, los derechos de los homosexuales, y en general, de la agenda progresista). Se los rentó entre semana y el primer día que un grupo de cinco leales oró les llovieron pedradas que azotaron sobre el techo de zinc. Esta historia la confirma Noemí Martínez, secretaria de Farela y testigo del incidente hace más de 30 años. Salieron a invitar a la gente. Nadie fue.
Farela: “Me habla el Espíritu Santo y me dice: ‘Sigue predicando aquí, yo tengo mucho pueblo’. Me parecía una burla porque no había llegado ni una persona en tres días, y el Espíritu Santo diciéndome que siguiera predicando”. Y peor: Adalberto ya no quiso rentarle, había bajado la venta de drogas desde que Farela llevaba a su grupito a orar.
Y a pesar de todo, la historia acaba bien. Farela localizó al dueño del lugar, que resultó ser un empresario protestante de la rama metodista.
—Quiero donarle este local para que predique a Jesucristo —le dijo mientras le daba las llaves.
“Yo nunca he recibido un donativo ni de Morena, del PAN o del PRI. De Andrés Manuel, que es mi amigo, nunca he recibido nada. Lo poco o mucho que tengo es de la mano de Dios de manera sobrenatural”, me dice.
Y una tercera iglesia en Ojo de Agua, Estado de México. ¿Cómo consiguió el terreno? De manera sobrenatural. Una vez más el Espíritu Santo fue sobre él y le hizo decir: “Dios nos ha dado un terreno para el templo”, ahí donde no había ni terreno ni templo. Y le donaron un terreno, y en ese mismo barrio había una comunidad que hacía rituales con una bruja, y todos ellos —la bruja incluida— se convirtieron al cristianismo tras una predicación de Farela. Sobrenatural.
Con ese tipo de historias, me advierte, podríamos seguir durante horas. Como cuando lo asaltaron afuera del templo. Tres veces jaló el gatillo el agresor y las mismas que se trabó la pistola. Sobrenatural. O cuando le quisieron robar el coche o quizá secuestrarlo. Abrió la portezuela, salió para entregarse y, de la nada, como si brotaran de la tierra, aparecieron cinco, siete, diez muchachos que le dieron una golpiza a sus secuestradores. Sobrenatural. Estrictamente sobrenatural.
O la anécdota que me cuenta su hijo Arturo. Antecedente: Arturo padre y Genoveva habían adoptado a seis niños de la calle como propios.
“Estábamos la familia sentada a la mesa. Los cinco niños de la calle que eran hermanos, uno más que no recuerdo cómo llegó que se llama Juan, y nosotros, que sólo éramos cuatro entonces. No había comida. Mi papá nos llamó a que nos sentáramos e hizo enojar a mi mamá, porque le pidió poner los platos vacíos. Empezó a orar: ‘Gracias, Señor, por esta deliciosa comida que nos das’. Interrumpió su oración el toque fuerte al portón, y salió a ver quién era. Se trataba de una de las ancianas de la iglesia, que traía bolsas con comida. Le dijo a mi papá: ‘Dios me dijo que le trajera esto’”.
Arturo hijo no dice la palabra sobrenatural. Al contrario: para él fue un hecho circunstancial, “pero mi familia lo recordó por mucho tiempo como un evento milagroso”.
***
Arturo Farela le da la mano al presidente Carlos Salinas. Luego a Zedillo. En la siguiente a Fox. Calderón. Peña Nieto. Son las fotografías que adornan una oficina dentro del templo Príncipe de Paz, en el barrio de San Lorenzo Tezonco. El mensaje a sus feligreses es claro: desde hace 30 años tengo acceso al presidente de la República.
“Eran reuniones protocolarias”, me aclara Farela. Lo que significa: amigo, lo que se dice amigo, sólo López Obrador. Lo cierto es que su historia política empieza en la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). En 1991 Salinas convocó a un grupo de pastores, Farela entre ellos, para anunciarles que venía una reforma a la Constitución y las leyes, que por primera vez iba a reconocer la existencia de las iglesias porque México mantenía una legislación antirreligiosa desde la Guerra Cristera. “Nos damos cuenta de que México va a cambiar”, me dice Farela, y un grupo de pastores decide unirse. Al poco tiempo surgió su organización, la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas Evangélicas (Confraternice), que empezó con 20 y hoy suma a siete mil iglesias. Farela es su presidente y Confraternice es varias cosas: una organización de incidencia política, pero también es un despacho que presta servicios jurídicos y administrativos.
De las reformas de Salinas, por ejemplo, se crearon las asociaciones religiosas, una figura jurídica que le permite a una iglesia ser propietaria de un templo, internar a ministros de culto extranjeros, entre otras facilidades administrativas. Confraternice hace ese trámite, que se toma un año de gestiones y por eso cobra unos 20 mil pesos.
Confraternice creció en la década de los noventa porque tomó una decisión estratégica: la defensa jurídica de los indígenas evangélicos. Eran la minoría dentro de la minoría: discriminados por ser indígenas y, dentro de sus comunidades, discriminados por su disenso religioso. Los niños evangélicos de San Juan Chamula, Chiapas, por ejemplo, no eran admitidos en la escuela. Confraternice les construyó una. Les hizo templos a los totonacas de Veracruz. Así tomó, sin cobrar un peso, casos en Guerrero, Jalisco, Michoacán y el Estado de México. Farela: “Confraternice toma la defensa de los casos de intolerancia, gratuitamente, de indígenas que no tienen ni para comer. Les quemaban sus casas, los corrían de los pueblos. Ahí adquiere un gran auge Confraternice por la defensa de la Iglesia perseguida y sufriente”.
Farela tomó el caso más polémico posible: la defensa jurídica de los 94 indígenas acusados de la matanza de Acteal: 45 personas de la organización civil Las Abejas, entre ellas 16 menores y siete mujeres embarazadas, masacradas durante varias horas en una ermita del municipio de Chenalhó, en los Altos de Chiapas, el 22 de diciembre de 1997. Las Abejas simpatizaba con las causas del Ejército Zapatista, pero mantenía su independencia y no estaban armados. Después de dos décadas el caso llegó a la Suprema Corte, que amparó y liberó a los detenidos por fallas en el debido proceso (para entonces ya no era Confraternice su defensor). Esa resolución indignó a muchos grupos indígenas, porque además testigos sostienen que los liberados sí participaron en la masacre.
***
En 2004 entré a trabajar como reportero al diario Reforma y me asignaron la cobertura religiosa. Yo tenía 22 años, había crecido en un hogar ateo y ese mundo me despertó una fascinación intelectual. Pronto conocí a diversos líderes de iglesias no católicas, pero con quien trabé una relación duradera fue con Arturo Farela. Era el más audaz en sus críticas al gobierno de Vicente Fox. Era también crítico del PRI. En 2006 yo cubría la campaña de Andrés Manuel López Obrador en su primer intento por ganar la presidencia. Un día me reuní con Farela. Me dio una estupenda exclusiva: varias decenas de pastores cristiano evangélicos se habían reunido con López Obrador en el hotel Benidorm de la Ciudad de México. Farela me dijo que al orar con el candidato había sentido una emoción profunda, espiritual. Era muy buena nota —como diríamos los periodistas—, pues los evangélicos casi siempre apoyaban al PRI, y otro grupo, dirigido por Hugo Éric Flores, apoyaba al candidato del pan, Felipe Calderón. Estaba seguro de que me darían primera plana.
A punto de mandarla al periódico, Farela me llamó. Me suplicó no publicar la nota. No me dio razones pero advertí temor en su voz y accedí. Unas semanas después Farela y otros pastores de Confraternice se reunieron con López Obrador en Torreón, Coahuila. Los periodistas siguieron al candidato y descubrieron el encuentro. A Farela no le quedó más que admitir ante los reporteros que sí, que se habían reunido con el candidato “en privado”. Al otro día la Secretaría de Gobernación llamó a cuentas a Farela y le abrió un expediente por presunta violación a la ley, que dice que ningún ministro religioso puede pronunciarse públicamente por un candidato o partido. Obrador perdería la elección por medio punto porcentual ante Calderón, alegaría fraude y se prepararía para competir seis años más tarde.
Desde entonces seguí en contacto con Farela. Recuerdo su llamada en 2007. Me dijo que la presidencia lo había invitado al informe de gobierno de Felipe Calderón, que por favor lo publicara el periódico. En 2008 dejé Reforma pero lo vi cada tanto. Íbamos a comer mariscos a un restaurante cercano a sus oficinas en la colonia Juárez. Él pedía una cerveza. Ya no recuerdo si fue porque yo le pregunté o porque él se sintió en la necesidad de justificarse (muchos evangélicos son abstemios), pero recordó el episodio bíblico de las bodas de Caná: “Jesús puso una fábrica de vino”. Nunca lo he visto beber más de una copa. Conversábamos sobre política y religión. A veces nos acompañaba su hijo Arturo. Le entusiasmaba decir que los evangélicos crecían: en los barrios marginales, en el campo, entre indígenas y obreros. Cada vez más templos, más pastores, más asociaciones religiosas.
—¿Y en la élite política y económica cómo les va?
—Sigue siendo mayoritariamente católica —me contestaba con resignación.
Y así era. Allá arriba los grandes empresarios, los políticos más poderosos, los que tenían la sartén por el mango eran católicos o simpatizaban con la Iglesia romana. En 2012 Arturo Farela volvió a apoyar a López Obrador. En primera plana de Reforma apareció una foto en donde estaba orando junto a él. Otra vez la Secretaría de Gobernación le abrió una investigación por proselitismo electoral, aunque en ningún caso fue sancionado. López Obrador perdería nuevamente, ahora ante el priista Enrique Peña Nieto, y se prepararía para una tercera campaña en 2018.
Ahora Farela presume ambas investigaciones como si fueran medallas en su pecho de soldado de la causa obradorista: “Y ahora ganó el hombre que yo apoyé”, me dice con orgullo.
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Hace 15 años, cuando estuve por primera vez en su oficina, la fotografía que dominaba su pared era un retrato de él, Arturo Farela Gutiérrez, predicando en el Zócalo de la Ciudad de México ante unas 70 mil personas. “Esa foto es de cuando estaba Zedillo. Yo convoqué a una marcha por la paz, porque vi claramente que Zedillo no podía con los zapatistas. Dios me habló y me dijo: ‘Convoca al pueblo y que oren en el Zócalo’”. Fue el 9 de noviembre de 1996.
Ahora que vuelvo a su oficina en la céntrica colonia Juárez veo esa misma fotografía, pero en una pared adyacente. En la pared principal, al lado izquierdo de su escritorio, hay siete imágenes. En seis de ellas aparece al lado de López Obrador. A la sombra de esos retratos me cuenta la historia de Tijuana:
Arturo Farela dormía su siesta de la mañana cuando lo despertó el timbre del teléfono. Eran poco menos de las 11 del 6 de junio de 2019. Al otro lado de la línea estaba Obrador. El presidente le pedía acudir a un mitin en Tijuana planeado para el 8 de junio con el larguísimo nombre de “Acto en defensa de la dignidad nacional y en favor de la amistad con Estados Unidos”. Donald Trump había amenazado con imponer aranceles a México del 5 y hasta del 25 por ciento a menos de que México detuviera el flujo de inmigrantes centroamericanos a su país.
—Ve comprando tu boleto de avión porque va a ir mucha gente —le sugirió Obrador a un Farela todavía adormilado. Le dijo que se preparara porque quizá iba a intervenir, o quizá no, según se dieran las condiciones, en el mitin.
Para el 8 de junio la amenaza ya se había conjurado. México aceptaba desplegar 20 mil efectivos de la Guardia Nacional para impedir el paso a los migrantes. El mitin en Tijuana se convertía en un acto festivo: nos librábamos de los aranceles aunque al precio de convertirnos en el muro de Trump.
Farela se registró en el hotel Lucerna. Le sorprendió encontrarse al presidente en el elevador, media hora antes del acto. López Obrador lo saludó, volteó con un asistente y le dijo:
—Farela va a hablar en el mitin.
Hubo ocho oradores. Cuatro funcionarios, una indígena, un empresario y la sorpresa de la tarde: dos ministros de culto, el sacerdote católico Alejandro Solalinde y el pastor Arturo Farela. Farela no intervino ni habló. Durante siete minutos Farela predicó —es el verbo que usa— ante el gobierno en pleno, gobernadores, legisladores y miles de personas. Contó la historia del origen protestante de Estados Unidos y la maldición bíblica que acarrearía discriminar al extranjero. Más allá del discurso lo importante fue su presencia en ese ritual.
“Invitar a un pastor evangélico a predicar estando presente [toda esa gente], o sea, ¿dónde está la laicidad del Estado?”, se pregunta a sí mismo Farela, “yo entendí que estaba dando un mensaje: los católicos están representados con Solalinde y los evangélicos con Arturo Farela”.
La predicación de Tijuana coronaba la relación que había surgido casi dos décadas atrás, cuando López Obrador era jefe de gobierno (alcalde) de la Ciudad de México (2000-2005). Una relación peculiar entre un pastor y el presidente más religioso de la historia reciente de México. Recuerdo una escena de cuando lo cubrí en la campaña presidencial de 2006: al pasar por el arco de seguridad de los aeropuertos, el candidato vaciaba sus bolsillos. No traía cartera, llaves ni celular. Sólo cargaba un peine de plástico y dos escapularios.
López Obrador navegaba con ambigüedad sobre sus creencias religiosas. Decía “soy católico-cristiano-bíblico”. A mí esa mezcolanza me sonaba a que quería quedar bien con todos: con los católicos y los evangélicos al mismo tiempo. Farela no tiene dudas. Dice que Obrador es cristiano y para eso le bastan dos pruebas: una, que se declara “seguidor de Jesucristo” y dos, que ha orado con el presidente dentro y fuera del Palacio Nacional. Y aclara: orado, no rezado. Farela dice que Obrador se une al coro de presidentes que profesan públicamente su fe evangélica al lado de Trump, Viktor Orbán de Hungría y Jair Bolsonaro de Brasil, los tres de derecha o ultraderecha.
Alejandro Solalinde, con quien hablé en septiembre pasado, me dijo otra cosa: “Andrés Manuel es católico, claro que sí, y para muchos que no sabían, era católico de misa diaria en el Centro Universitario Cultural [una capilla de padres dominicos] cuando estudiaba en la UNAM”.
A eso me refiero con ambigüedad: López Obrador es católico para los católicos y evangélico con los cristianos. Su carrera política la ha entretejido de símbolos religiosos. Fundó un partido que se llama Morena, como la Virgen de Guadalupe (o la morenita del Tepeyac). Como presidente cita el evangelio, habla de espiritualidad y promueve los valores cristianos. El 26 de octubre pasado, en un acto con indígenas de Sonora, comparó a su gobierno con el cristianismo. Vale la pena la cita completa: “El propósito es que tengan mejores condiciones de vida y de trabajo los más necesitados. Esto es humano y es también cristianismo. Me van a criticar pero lo voy a decir: ¿por qué sacrificaron a Jesús Cristo, por qué lo espiaban y lo seguían? Por defender a los humildes. Que nadie se alarme cuando se mencione la palabra cristianismo”.
Arturo Farela pertenece a una comunidad que, según el antropólogo Elio Masferrer, está estructuralmente invisibilizada. Los cristianos evangélicos son el elefante en la sala: una población que se multiplica pero que no está representada en la vida pública. Un ejemplo es el censo del Inegi. Según Farela, el censo de 2010 fue un fraude: “Revela que los integrantes de iglesias cristianas evangélicas son solamente ocho millones. Masferrer y su equipo calculan que somos alrededor de 24 millones y según mi cálculo somos 35 millones”.
Le pregunto a Masferrer y él mismo sostiene que el censo está sesgado a favor de la Iglesia católica en un detalle muy importante: la pregunta sobre pertenencia religiosa. Si el entrevistado responde que es católico, el encuestador pone una palomita y pasa a lo siguiente. Pero si responde cristiano evangélico, entonces la pregunta es abierta y tiene que cuestionarle a qué denominación pertenece, y anotar la respuesta completa, que puede ser Iglesia Cristiana Interdenominacional Getsemaní de San Juan de las Peras Prietas. Eso multiplicado por, digamos, cinco miembros de una familia, le retrasa mucho la entrevista. Así que mejor le pone católico y a lo que sigue.
En 2018 los evangélicos dieron el salto a la política de grandes ligas. El Partido Encuentro Social (sus siglas PES son un guiño a los cristianos) lo había fundado un laico evangélico, Hugo Éric Flores, y había postulado a la presidencia a López Obrador. Flores y Farela no se llevan: “Hugo Éric es un conocido mío de muchos años, siempre hemos hecho acuerdos, pero del cien por ciento sólo cumple el uno por ciento. Es una persona deshonesta. Le dije a López Obrador: ‘Hugo Eric es esto y esto otro’, me respondió: ‘Arturo, todo eso lo sé. Pero yo estoy por encima, reconciliando a México’”, me cuenta Farela.
A Hugo Éric Flores le dieron un puesto: es el delegado de programas federales (superdelegado, como se les conoce en el argot político) en el estado de Morelos. El gobernador de ese mismo estado, el exfutbolista Cuauhtémoc Blanco, ganó como representante del PES y aliado de Morena. Hugo Éric Flores ha mantenido un perfil bajo. Farela, por el contrario, saltó a la fama.
“Fui el único líder cristiano evangélico invitado a la toma de protesta”, me dice. Se esperó a que el presidente terminara de platicar con el vicepresidente yanqui Mike Pence e Ivanka Trump. Fue a abrazarlo y Obrador lo recibió con un afectuoso: “Te mandé la invitación, te tengo presente”. Dos meses después, a principios de febrero, Farela lo fue a ver a un mitin en Cuautla:
—Somos millones los cristianos evangélicos que te apoyamos —le dijo a gritos Farela, que le hablaba desde abajo del templete.
—No me interesan los millones, me interesas tú —respondió el presidente.
—Somos más de 50 mil pastores cristianos evangélicos —le decía Farela.
—Junta a 20 y llévalos conmigo —le respondió.
Veo una de las fotografías: López Obrador y Farela en el despacho presidencial del Palacio Nacional con 20 personas, dos son mujeres, y otros dos son Arturo y Josué Farelas Pacheco, hijos de Arturo Farela (Arturo se apellidaba Farelas pero decidió cambiarse el apellido a Farela, aunque para sus hijos conservó el apellido original). Sonríen, están felices. Por fin después de más de un siglo de presencia en México, los cristianos evangélicos son recibidos como estrellas en el epicentro político del país. En el escritorio se ven papeles y detrás, la silla presidencial. Es el 21 de febrero de 2019.
La siguiente fotografía se tomó menos de un mes después, el 13 de marzo. Es otro salón del Palacio Nacional, con una mesa de trabajo, sillones rojos y puertas de madera labrada. Aparecen 28 personas, López Obrador y Farela al centro. Repiten algunos rostros, otros ya no están. La novedad —aparte de Damaris Farelas, hija del pastor— son algunos altos funcionarios. Reconozco a tres secretarios de Estado: Olga Sánchez Cordero, de Gobernación; Jorge Alcocer, de Salud; y María Luisa Albores, de Bienestar. Y a Gabriel García Hernández, coordinador general de programas para el Desarrollo de la Presidencia. En esa reunión Obrador les dijo a sus subordinados, según el relato del pastor:
—Arturo Farela es mi amigo, quiero que trabajen con él.
Y le encargó la relación a Gabriel García, el coordinador de los superdelegados y de los 18 mil “siervos de la nación”, el equipo que toca las puertas y construye los censos de los programas sociales. En esa reunión se dieron tres diálogos interesantes.
El primero:
López Obrador le pidió a Farela que le ayudara a promover valores entre la población.
—Si quiere que promovamos valores, lo más efectivo sería que nos autorizara concesiones de radio y televisión a las iglesias.
López Obrador se volteó hacia Sánchez Cordero, testigo de la charla, y le dijo:
—Vean eso sin una modificación constitucional para que no se lleve tanto tiempo —recuerda Farela.
El segundo:
Farela: “Le comento que tenemos siete mil templos de Confraternice, y él me dice: ‘Necesito cinco mil lugares, pero con gente honrada’”.
La plática se refería a instalar sedes del Banco de Bienestar (antes Bansefi), para que los beneficiarios de los programas sociales pudieran retirar el dinero que reciben en transferencias directas.
—¿Eso significa que los templos evangélicos se convertirán en cajeros bancarios? —le pregunto a Farela.
—No. Los templos no se tocan. Anexo al templo. O frente al templo. O un lugar que consigamos.
Y el tercer diálogo:
Farela: “El presidente Andrés Manuel me pidió que escogiera a uno de mis cinco hijos para que trabajara en su gobierno. Quien sentí en mi corazón que es el hombre que Dios iba a usar es Josué”, me dice Farela.
Para noviembre pasado, Josué Farelas llevaba ya seis meses en el gobierno.
En agosto de 2019 se armó un pequeño escándalo. El reportero Samuel Adam de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad reveló que Josué Farelas ganaba un sueldo bruto de 73 mil pesos. Cuestionado en la conferencia de prensa matutina, López Obrador minimizó el tema. Dijo que en su gobierno trabajaban católicos, evangélicos y librepensadores. Y que no veía nada malo en ello.
El presidente le pidió al pastor que le ayudara en otro tema: la crisis migratoria. A través de un funcionario le ofreció tres plazas en el Instituto Nacional de Migración. En una de ellas recomendó a su hija Damaris, que es subdirectora de asuntos consulares. En total, me dice el pastor, hay unos 30 cuadros de Confraternice en el Gobierno Federal. Eso sí, él no tiene cargo, no recibe salario y ni un peso para los gastos de apoyar al presidente: “Andrés Manuel me pide ayuda pero no me da ningún salario. El presidente dice ‘Confraternice tiene una estructura, puede ayudarnos con sus recursos económicos’”.
—¿Ha hablado de Dios con López Obrador? —le pregunto.
—Sí. Muchas veces. Él ha dicho públicamente que es seguidor de Jesucristo. Es un cristiano bíblico. Sé que no va a ningún templo, pero yo he orado muchas veces con él dentro y fuera de Palacio Nacional. Oramos, no rezamos. Es un hombre que conoce a Dios profundamente. Todos los programas sociales tienen un trasfondo espiritual. Tenemos un presidente lleno de compasión por el prójimo. Como cristiano bíblico sabe que el gran mandamiento es amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
(Recuerdo que Farela cita repetidamente unos versículos de la carta a Timoteo para describir al presidente. Que sea un hombre de una sola mujer […] que gobierne bien su casa, teniendo a sus hijos en sujeción. “Y así es Andrés Manuel”).
—¿Usted es el pastor del presidente?
—Es un hombre que no necesita de sacerdotes, pastores o rabinos. Habla con Dios directamente como cualquier otro ciudadano lo puede hacer. No soy su pastor. Soy su amigo y su hermano en la fe.
***
No es tan gordo, más bien su cadera es ancha, y por eso su cuerpo se inclina a los lados al andar. Su ropa de diario es el traje oscuro, camisa blanca, corbata y mancuernillas. Tiene 65 años pero aparenta menos: su cabello es negro azabache, sin canas ni amenazas de calvicie. Este 6 de octubre, en el templo Príncipe de Paz del barrio San Lorenzo Tezonco, me penetra el olor de su agua de colonia. Lo veo caminar al púlpito para iniciar su predicación de este domingo.
Los detalles exteriores: unas 60 personas asisten al culto. Hay un escenario en donde una banda toca música cristiana. Se llaman Los Salmistas y se componen de trompeta, sintetizador, guitarra, bajo y dos voces. En la batería está Josué Farelas Pacheco. Cuando le toque cantar las alabanzas, Arturo Farela me sorprenderá con su voz de bajo bien afinada. El culto de hoy no tendrá glosolalia, milagros ni mayor avivamiento emocional. Es un servicio evangélico más.
Salvo por la predicación de Arturo Farela.
Y no es porque mencione nueve veces a López Obrador, que insista en su cercanía con el político, o que de plano suelte la frase: “¡Yo amo al presidente, oro por él!”. Creo que eso tiene que ver con mi presencia en el templo. Ahora no sólo le está hablando a su grey; me está hablando a mí como periodista. Unos minutos antes me ha saludado públicamente, me ha llamado amigo de muchos años. Farela le dedica su sermón a la crisis migratoria en Tapachula, una ciudad en el sur de México, en la frontera con Guatemala. Mi primera reflexión: cuando se tiene poder, es decir, responsabilidad, ya no basta con mirarse el ombligo, hablar de Dios y citar la Biblia, hay que salir a ver la realidad y las tragedias de los otros.
Farela acaba de regresar de Tapachula y se topó con una crisis humanitaria. Le habían dicho que había 400 transmigrantes varados, algunos de Haití y otros de diversos países de África. Farela se encontró con 10 mil personas que vivían en la angustia: en tiendas de campaña, sin agua ni alimentos. “Me enseñaron las fotografías de sus hijos que quedaron muertos en el camino”, dice conmovido. Le sorprendió que miles (calcula que seis mil) son sus hermanos en la fe, cristianos evangélicos. Entre ellos van pastores y profesionistas: arquitectos, abogados, ingenieros. Gente que huye de la violencia y la miseria y que no quiere volver a sus países. Dice: hasta que se resuelva la crisis, cada peso que reciba este templo va para los migrantes de Tapachula.
A Farela le indigna un hecho en especial: que se deje llegar a los migrantes hasta Tapachula y después la Guardia Nacional los encierre en esa ciudad: “Si están abiertas las puertas para que entren miles y miles, no es correcto que no se les diga la verdad: se les va a dar acceso para que transiten por el país o no. No mientan, no engañen, si no, cierren la puerta”, dice.
Lo que me impresiona es que piense que López Obrador no esté enterado. Que afirme que “su equipo no le está diciendo la verdad” y le oculta los hechos de Tapachula. Hechos que en efecto son muy graves: convertir una ciudad en un enorme campo de concentración. A mí me parece lo contrario: una política congruente con la decisión presidencial de detener a los migrantes para que no irriten a Donald Trump. Farela cree que engañan al presidente, ¿cómo podría consentir Andrés Manuel un hecho así de grave? Unas horas después me dirá su hipótesis: la crisis migratoria ha sido creada deliberadamente al interior del gobierno por políticos que desde ahora piensan en la sucesión presidencial de 2024. Generan una crisis para debilitar a sus posibles competidores y sacarlos del camino. Es una idea complicada y medio conspiratista, que yo no comparto. Pienso en una frase que me dijo Alejandro Solalinde —más enterado sobre política migratoria—: “Ahorita [la idea] es un poquito de que los migrantes se queden en el sur-sureste para que Donald Trump no se ponga nerviosito”.
Pero entiendo a Farela. López Obrador despierta ese sentimiento: es un político al que se le tiene fe.
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Tengo la impresión de que su coche es de los pocos lujos que se permite Arturo Farela: un Mazda con vestiduras de piel que maneja por San Lorenzo Tezonco. Salimos de la iglesia Príncipe de Paz y me hace notar que hay cuatro templos evangélicos en la misma manzana. Cruzamos por un mercado de autopartes robadas. La gente camina en las calles, el sol acoge el bullicio dominical entre pollerías, tienditas, casas de una sola planta pintadas de colores vivos. Del templo a su casa son 15 minutos. Farela vive en el barrio de Lomas Estrella. Seguimos en Iztapalapa, el municipio más poblado del país, empatado con Ecatepec con casi dos millones de habitantes, muchos de ellos trabajadores pobres que limpian, construyen, cuidan u ofrecen servicios diversos en el centro de la ciudad. Farela no vive en un barrio rico como Polanco, ni siquiera en una colonia de clase media como la Roma o Condesa. Farela sigue en Iztapalapa.
Al cruzar la puerta hay una imagen que me impacta: Genoveva Pacheco, compañera de Farela desde hace 43 años, derramada sobre una mecedora junto a la mesa del comedor. Su movilidad es muy limitada y hablar le implica enormes esfuerzos. Debajo de los bucles brilla una belleza de “esas mujeres fuertes de la Biblia”, como decía Ernesto Sabato de su madre. Me acerco a saludarla y da un brinco de terror. Me disculpo.
Arturo Farela me explica: desde hace décadas Genoveva tiene una enfermedad por el consumo de cisticercos “que atacan el cerebro”.
—Por eso estoy loca —dice ella con humor negro.
—No, amor, no estás loca —responde Farela con cariño y una caricia.
Los alimentos son sabrosos sin ostentación: espagueti, cecina, frijoles y chorizo. A la comida llegan tres de los cinco hijos: Arturo, Damaris y Josué. Faltan Febe y Abraham. Damaris y Josué vienen con sus parejas, Arturo es soltero. Es el evangélico rebelde, el filósofo, el que participaba en la porra de los Pumas. Su sentido del humor es ácido y su inteligencia es aguda. “Yo no heredé las cualidades de pastor de mi papá”, me dice, pero sí lo hicieron Josué y Damaris (Febita ya es pastora, estudió teología). Creo que Arturo hijo se parece a su madre no sólo en sus rasgos faciales, sino en ese sentido del humor, esa mirada irónica. En efecto, Josué tiene el cuerpo robusto y el talante solemne y bonachón de su padre.
Una parte de la casa de la familia Farela se compró hace 40 años y fue durante años templo y casa. Ahora hay dos líneas del metro cerca, pero entonces Lomas Estrella era un barrio muy alejado. La construcción se fue ampliando, primero hacia atrás y después hacia arriba para dar lugar a los cinco hijos biológicos y a los seis adoptivos. Y llegó el día en que los hijos se fueron y entonces Arturo Farela y Genoveva Pacheco adoptaron perros de la calle. Uno a uno hasta llegar a 10. Farela los saca a pasear todos los días a las 6 de la mañana y luego repone las horas de sueño con una siesta de 9 a 11. Todavía me tocó conocer a Chanelita, una perrita tan vieja que usaba pañal y comía papillas. Murió unos días después. Todo el tiempo el televisor estuvo prendido, primero en un canal de telepredicadores (en televisión de paga) y luego en un partido de futbol al que no prestamos mayor atención.
Arturo Farela fue leal a López Obrador desde 2006 y ahora el presidente le corresponde con reconocimiento público: convocarlo al Palacio Nacional, pedirle predicar en Tijuana, invitar a dos de sus hijos a trabajar en el gobierno. La presencia pública de Farela y Confraternice, pienso, es crucial para la visibilización de los cristianos evangélicos. Farela se toma en serio las tareas que le encomienda el presidente y pone su empeño, tiempo y recursos para ayudarlo. Cree sinceramente en él y no espera nada a cambio para su beneficio propio.
Pero tampoco se puede hablar de que los evangélicos influyan en su administración. Los cargos de Josué y Damaris son de nivel medio, gotas en el mar. No hay un miembro de Confraternice como secretario o subsecretario de Estado. Tampoco una “agenda evangélica” que el presidente impulse en el Congreso (no se ha movido nada sobre las concesiones de radio y televisión a las iglesias). La simpatía personal, la afinidad espiritual y el deseo de inclusión hacia Farela son evidentes, pero no hacen un cogobierno evangélico. Son guiños a una población que se multiplica. Gestos simbólicos que representan un nuevo paradigma.
Una llamada interrumpe a Arturo Farela. Es un reportero de Notimex. Le da una breve entrevista sobre los dichos del presidente de la mañana. Qué curioso: la agencia de noticias del Estado mexicano le pide a un pastor que traduzca en clave bíblica lo que ha dicho el jefe del Estado. O quizá estoy sobreinterpretando y era sólo un reportero sin nota en domingo, que se le hizo fácil llamarle a Farela para salvar el día.
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Le teme a las alturas pero no a la muerte, habla de sí mismo en tercera persona y no sabe nadar. Es economista, exsenador, exguerrillero, exalcalde de Bogotá y un político que espanta y enfurece a la clase dominante. Artículo publicado originalmente el 26 de mayo de 2022.