Campeona de autoayuda
¿Es el boxeo, para Kina Malpartida, una venganza contra el pasado?
La boxeadora Kina Malpartida tiene un tatuaje en la pierna izquierda, una inscripción en inglés que dice «Live and give best of your ability. Give and forgive«. Vive y perdona. Se lo hizo en Queensland, Australia, poco tiempo después de huir de Lima. Era 1999, ella tenía diecinueve años y la habían tumbado tantas veces, es decir, había recibido tantos nocauts emocionales que se sintió obligada a hacer maletas. No sabía, entonces, que su futuro tendría que ver con la profesionalización del dolor. Algunos de sus amigos de esos años cuentan que Kina Malpartida se fue pensando que Lima ya no era una ciudad para vivir. Lima sólo era malos recuerdos. Así que dejó su pasado —para siempre— con una visión de lo que debía ser su futuro. Vive y perdona. Con esa certeza se fue a correr olas a Australia y, mientras tanto, a estudiar Administración de Restaurantes y Catering. Una década después, en 2009, sería campeona mundial de boxeo peso superpluma y un ídolo súbito en el Perú, un país que nunca había tenido un campeón mundial de boxeo. Ahora, desde hace algún tiempo, Kina Malpartida tiene ganas de contar su vida como si se tratara de un libro de autoayuda, con la hipótesis de que ella ha sido una peleadora capaz de caerse y levantarse, sobre todo fuera del ring. La vida es como el boxeo, y la metáfora es un lugar común tan evidente como un moretón en el ojo.
—Me han pasado cosas feas, es alucinante —dice con la vista al mar de California—. Me ha pasado de todo.
Huntington Beach es una playa de surfers y sol centellante con un muelle largo anclado en tantas columnas que parece un ciempiés gigante de cemento. Kina Malpartida es una adicta al mar. Desde que era niña, en su casa del balneario de Punta Hermosa, al sur de Lima, vivió con los pies pegados a una tabla. Su primer entrenador de surf, Roberto Muelas Meza, un campeón nacional que ahora es capellán de los Christian Surfers, la recuerda como una chica con una agilidad desconcertante para el surf. Tenía apenas trece años y era más avezada que los hombres más avezados de su edad, o incluso mayores. «No tenía temor a enfrentar el peligro del mar —me diría Muelas Meza, quien lleva veinte años formando tablistas en su escuela Olas Perú—. No le tenía miedo a las olas grandes ni a los revolcones, que a veces nosotros decimos que son como las dificultades del día». Kina Malpartida, según él, pudo ser campeona mundial de surf.
Es una tarde de agosto de 2011, y la campeona mundial de boxeo se ha sentado en la orilla de Huntington Beach, bajo una sombra donde corre una brisa fresca que le permite conversar sin sudar.—La playa es lo más lindo que hay —dice, mirando hacia la orilla con sus redondísimos lentes oscuros marca Electric—. Es lo más lindo de toda la naturaleza, ¿no? El sonido es distinto, el sonido del mar, la arena, la calma, las olas, el sol, nunca voy a poder vivir sin mi playa. Por eso me fui a Australia y estuve cerca de la playa. Por eso vine a Los Ángeles y sigo cerca de la playa.
Lima también tiene playa, pero su mar es de un color más turbio, como el pasado de Malpartida, y desde que levantó el cinturón de la Asociación Mundial de Boxeo, vuelve al menos una vez al año, sólo para volver a irse.
Hace unas horas estuvo entrenando en el Azteca Boxing Club de Los Ángeles, a unos cincuenta minutos de Huntington Beach, pero ahora luce como si estuviese recién salida de la ducha: el cabello mojado y amarrado atrás en una cola, la nariz hinchada, la cicatriz sobre su ceja derecha, el rostro delgado y encendido, rosado, como en un esfuerzo permanente y decidido, porque incluso cuando no está haciendo nada, Kina Malpartida, campeona del mundo, está entrenando. Se mueve intranquila casi todo el tiempo, juega con sus zapatillas en la arena, se frota los nudillos callosos de sus manos largas capaces de partirte la cara, y el sonido del mar —las olas reventando contra la orilla— es el paréntesis que necesita en medio de tanta agitación. El gimnasio es bulla y caos, y la playa es, de alguna forma, el silencio, esos segundos luego de que suena la campana y el boxeador debe ir a su esquina. La playa es esa esquina.
CONTINUAR LEYENDO—Siempre voy a estar cerquita a la playa —dice, y vuelve a frotarse los nudillos con una sortija rosada y brillante que sólo se quita para golpear. Kina Malpartida irá apaciguando sus movimientos conforme pasen los minutos, pero ahora se acomoda la camiseta negra marca Electric y la lycra del mismo color que apenas le cubre las rodillas. ¿Seguirá sudando horas después de sudar? Se acomoda y se le ve el tatuaje en la pierna izquierda, un garabato difícil de descifrar. «¿Qué dice ahí, ah?», pregunto. Entonces ella habla de lo que llama «mis pensamientos», ese tatuaje en inglés, otro que tiene en el brazo derecho y que dice «Jehovah, the one and only» —»Sí, creo en Dios y en la creación»—, y me habla, sobre todo, de lo difícil que se le hizo el mundo después de que muriera su padre.
—Ahí empezó todo —dice la boxeadora, enterrando las zapatillas en la arena.
El Azteca Boxing Club es un ruido furioso de máquinas trotadoras, pesas desplomándose en el suelo y guantes que se estrellan contra los sacos de arena que parecen de piedra. Una bocina escandalosa imita a la campana de una pelea, tres minutos de asalto por uno de descanso, y suena durante todo el día. Suenan también los dos ventiladores que cuelgan del techo y las sogas que parecen latigazos contra el piso de madera, sac-sac-sac. Todo es de madera en el Azteca Boxing Club, salvo los espejos sucios, rotos y descuidados de las paredes. Un gimnasio de boxeo jamás debe estar pulcro —el boxeo es sucio, salvaje, transgresor—, y suenan los jadeos de unos veinte tipos entrenando, que respiran como si fueran veinte caballos cansados después de una carrera. Algunos están sin camiseta y tienen el cuerpo manchado de tatuajes. Hay un gordo peso pesado que le pega con rabia a un saco negro marca Everlast forrado en cinta adhesiva, y tiene tatuajes de serpientes hasta en el rostro. Es una virtud en el boxeo tener cara de malo, pero en este gimnasio de Los Ángeles parece estar prohibida la maldad. Incluso hay letreros con indicaciones: «No le faltes el respeto a nadie», «No profanes palabras altisonantes», «No escupas en el piso». Y ninguno de los boxeadores mira con interés a la reportera de la CBS que acaba de entrar, una rubia maquilladísima en un vestido negro de rayas blancas. Ha venido para entrevistar a Kina Malpartida, quien desde hace veinte minutos se mueve alrededor del ring, una lona azul en medio de tantas pulsaciones, y golpea el aire, sacude los hombros, los brazos, las piernas y pregunta cada cinco minutos la hora. Nunca deja de moverse. Es como si viviera en la cuenta regresiva de una explosión. Le dicen Dinamita Malpartida.
La rubia de la CBS debería llamar la atención, pero pasa tan desapercibida como la campeona del mundo. «Me gusta entrenar en el Azteca porque nadie te molesta», me dirá Kina después, en Huntington Beach. «No tocar los artículos de nadie», «No beber alcohol en el gimnasio». Un mexicano que entrena aquí desde hace tres años deja de ejercitarse en una máquina trotadora y se acerca al ring mientras se seca el sudor con una toalla. «He oído el rumor de que Kina es muy famosa en su país, ¿no?», me pregunta.
—No será una entrevista en vivo —le dice la reportera a Malpartida—, así que puedes detenerla cuando quieras.
—Bien, pero el lugar puede ser ruidoso.
—Yo amo el ruido —le dice la rubia, y sonríe.
La entrevista saldrá en un segmento del canal llamado People 2 Watch, sobre vecinos de Los Ángeles que hacen cosas extraordinarias, pero enfocado esta vez en latinos que son modelos a seguir. Kina Malpartida asiente con la cabeza.
—Si quieres te puedo dar fotos de cuando era niña —dice.
Le ha gustado la idea de ser un modelo a seguir fuera de su país. Es consciente de que su fama empieza y termina en el Perú, «pero ya es hora de que el mundo sepa quién soy —dice—. Esto ya tiene que explotar. Ahora tengo una relacionista pública que me abrirá las puertas del mundo». La rubia de la CBS ha llegado al Azteca Boxing Club porque esa relacionista pública la llamó y le contó que aquí, en este gimnasio, había una peruana con una gran historia de superación. Ahora, Kina Malpartida se sube al ring sin los guantes puestos, y esa inusual desnudez en sus manos es un síntoma: no ha venido hoy a tirar golpes ni a defenderse.
—¿Aquí está bien? —pregunta Malpartida, y apoya los brazos en una de las cuerdas del ring, como quien mira por una ventana.
Parece tranquila. La reportera le alcanza un micrófono y le pide a su camarógrafa que haga un plano general del lugar. En el mismo cuadrilátero, un mexicano superwélter golpea su sparring, y para la reportera es la escenografía perfecta.
—Ésa es la televisión americana, ¿no?
—Sí, pues, huevón, está buenaza la gringa.
—Ya.
—Kina también está buena, ah. Está simpática. Decían que parecía hombre, que era grandaza, pero está bonita.
Mayer Olórtegui y Tito Miranda son dos peruanos que viven en Los Ángeles y han venido al Azteca Boxing Club porque se han enterado de que aquí entrena Kina Malpartida. Es una coincidencia que justo hoy esté la CBS. No es un día normal en el gimnasio de Los Ángeles. Ellos, la rubia, yo, somos una audiencia que ha llegado de distintas partes, planetas pequeñitos atraídos por la gravedad de una estrella mayor.
—Mi hija es fanática de Kina —dice Olórtegui—, su gata se llama Kina.
Un muro de medio metro los separa de la zona de entrenamiento. «No spectators in the gym«, se lee en un letrero. Sólo les permiten ingresar hasta el área de visitas, cuyas paredes están saturadas de fotografías de boxeadores y afiches de peleas célebres, Lennox Lewis vs. Mike Tyson, Óscar de la Hoya vs. Steve Forbes. Hay un póster de Muhammad Ali rugiendo como un león frente a Sonny Liston, quien yace en la lona con una inscripción al lado: «First minute. First round«. No hay ninguna fotografía de Kina Malpartida. Incluso en el Azteca Boxing Club, donde entrena la campeona del mundo superpluma, el boxeo sigue siendo un deporte de hombres. Salvo Laila Ali, hija de Muhammad Ali, ex campeona mundial con veinticuatro victorias y ninguna derrota, no ha habido otra boxeadora con fama mundial. Pero incluso la celebridad de Laila Ali fue una herencia paterna. Los puristas del boxeo ni siquiera admiten mujeres en las peleas preliminares y dicen que su papel, en un ring, se restringe al de la chica del cartel. «El boxeo es para hombres, y va de hombres, y es hombres», escribió la novelista y fanática del boxeo Joyce Carol Oates. Mayer Olórtegui sabe de boxeo y me habla de peruanos que estuvieron cerca de ser campeones del mundo, Orlando Romero, Luis Ibáñez, Óscar Rivadeneyra, las mismas historias de fracaso en la puerta del horno, el casi-lo-logramos tan común en el Perú antes de Dinamita Malpartida. Olórtegui tiene una cadena de oro de la que cuelga un tumi, un cuchillo ceremonial que se usaba antes de los incas y que ahora es un símbolo peruano.
—A mí me entusiasma todo lo peruano —dice.
En el ring, la entrevista a Kina Malpartida va a empezar. Hace dos años, en diciembre de 2009, Mayer Olórtegui y Tito Miranda fueron a verla defender su título mundial en el Citizen Business Bank Arena de Ontario, California, a dos horas de Los Ángeles, la única vez que ella ha peleado como campeona fuera de Lima. En ese coliseo con capacidad para diez mil personas había apenas tres mil. Casi todos eran peruanos. Eso recuerda Juan Carlos Ortecho, editor de BoxRec.com, una enciclopedia del boxeo mundial, y que aquella vez transmitió la pelea sólo para la televisión del Perú. A ningún otro país le interesaba. Dinamita ganó por decisión de los jueces. «Are you ready, Kina?«, le dice la rubia. Kina Malpartida está en el ring, el plano abierto de la cámara.
—Yo anduve por el mal camino —le dice a la CBS—, con la gente equivocada.
Jamás había contado algo así. Desde que los medios de comunicación se interesaron en ella, ha sabido cultivar el humor como una defensa ante cualquier pregunta que invadiera su intimidad. «¿Tomas alcohol, Kina?». «No». «No sé si te creo». «Me da náuseas». «¿Entonces qué te gusta, Kina?». «El sexo». Cosas así.
—Una vez me echaron algo en el trago y terminé mal —dice frente a la cámara.
Su vida pública empezó cuando consiguió el título mundial, y esa hazaña, en el Perú, era suficiente mérito para concederle una vida privada; es decir, un pasado impecable, callado, íntimo, y una multitud que desde entonces iba a corear sus victorias en un ring sin saber nada de boxeo. Ni de Kina Malpartida. Pero ahora quizá su relacionista pública le ha dicho que lo mejor, para lanzar su carrera internacional, sea revelar algunos secretos. Ponerse seria. Dentro de unas horas, en Huntington Beach, me lo contará todo. Tres días después hablará con un periodista del diario La Opinión de Los Ángeles y le repetirá esa historia oculta, sus años perdidos. «Kina es un suceso en el Perú», me dice su entrenador, el mexicano Mario Yuca Morales, que se despide de la reportera de la CBS mientras se alista para el entrenamiento del día. Cuando la entrevista termina, la rubia se va y nadie voltea a mirarla. Yuca Morales dice que nunca había visto peruanos llegar al Azteca Boxing Club sólo para ver entrenar a su pupila. «Es alucinante», dice Kina Malpartida. «Es que Kina es el mismo fenómeno que Julio César Chávez en México», dice Yuca Morales. Pero es mujer.
—¡Kina, somos tus hinchas, hemos venido a verte! —le grita Tito Miranda, desde la zona de visita.
Mayer Olórtegui le hace una reverencia con el tumi que le cuelga del cuello. La boxeadora se acerca y los saluda. Ellos la invitan a un partido de futbol, para que sea la madrina de su equipo.
—Somos del Inca Master —le dicen—, y usamos la camiseta de Perú.
Kina Malpartida también es la nostalgia. ¿Pero quién es Kina Malpartida?
Si Kina Malpartida tenía algún futuro en el deporte, éste era el surf y no el boxeo. Su padre, el Chino Malpartida, fue tres veces campeón nacional de surf y una figura de los años setenta en los balnearios al sur de Lima. Era guapo, atlético. No aparecía tanto en público. Quienes lo llegaron a ver en el mar cuentan que el Chino Malpartida no tenía miedo, que jamás se caía de una tabla y que era el más radical de los tablistas radicales. Kina Malpartida heredó las agallas de su padre. Él solía lanzarse con su tabla a zonas peligrosas e inexploradas. En Punta Hermosa, su playa y centro de operaciones, dicen que fue el primero en correr El Paso, olas que te arrastran y revientan en un despeñadero. El Chino Malpartida corría olas en Hawai e Indonesia, capitales del surf mundial. Se casó con una top model, la peruana Susy Dyson, que aparecía en portadas de Elle y Vogue, caminaba en las pasarelas de París y era solicitada para ser el rostro de Chanel, Yves Saint Laurent, Armani. Los papás de la futura boxeadora eran hermosos y célebres. Le pusieron Kina porque habían leído en la Biblia que un lugar se llamaba así, y les había gustado el nombre. Kinah, al extremo sur de Judea, también es un canto hebreo de lamentación, que entonan sobre todo las mujeres que guardan luto. Kina Malpartida adoraba a su padre y quería ser como él. Si él jugaba futbol, ella quería jugar futbol, y lo hizo en dos equipos de hombres. Si él hacía karate, ella quería hacer karate, y lo hizo a pesar de que su madre trataba de inscribirla en clases de danza moderna y gimnasia acrobática. A veces jugaba con Barbies, pero estaba seducida por esa vida extrema de papá. Si él era campeón de surf, ella también quería serlo: a los diez años corrió su primera ola, y su padre le regaló su primera tabla, una Milton Whilar que ella recuerda como un tablón que la doblaba en tamaño, pero sobre todo porque «era una tabla de mi papá». A los doce años, Kina Malpartida compitió por su primer campeonato nacional y quedó segunda. Le ganó Sofía Mulanovich, otra niña de Punta Hermosa que entrenaba Roberto Muelas Meza y que luego se convertiría —el destino les reservaba esa coincidencia— en campeona mundial de surf y otro icono en un país desesperado por triunfos.
—Mi niñez fue muy bacán —me dice Kina Malpartida.
Hasta que una mañana de 1994, en el Aero Club de Collique, a las afueras de Lima, su padre se lanzó de una avioneta con un paracaídas que nunca se abrió. La sombra se ha corrido y el sol de Huntington Beach empieza a darnos en la cara. —Comencé a hacer cosas que no debía.
De pronto empieza a contar una historia con la rapidez de quien quiere sacársela de encima. Sus lentes oscuros y redondos no dejan ver sus ojos.
—Porque mi papá se murió y yo en mi casa tenía una relación con mi mamá que no era muy buena, y entonces preferí ir a la calle a vacilarme con mis amigos, y conocí gente.
Kina Malpartida tenía dieciséis años y salía con un grupo de surfers de Punta Hermosa, tipos sin mucho talento en el agua, pero «malosos afuera», me dice un viejo amigo de ella que también corría olas. «Un día la dejamos de ver», dice una compañera de su colegio, el Franklin Delano Roosevelt, de los más costosos de Lima. «Desapareció o la botaron, ya no me acuerdo bien, pero todos sabíamos qué estaba pasando con ella: se malogró», dice otro de sus ex compañeros casi dos décadas después. A veces ibas a Punta Hermosa y los veías, de día, durmiendo a todos en un mismo auto estacionado por el malecón, o fumando mariguana. Ella era tan adicta al mar como a las noches en las discotecas al sur de Lima, Kahunas, La Pólvora.
—Eran gente mala —me dice, y se acomoda los lentes y mueve los hombros estirando el cuello. Una noche la encontraron tirada afuera de la discoteca Kahunas, inconsciente, en unas rocas que desembocan en el agua.
—Mi mamá estaba paranoica y me metió a un sitio bien feo —me sigue contando—. A una clínica psiquiátrica donde me amarraron a una cama con las manos así.
Estira sus brazos, crucificándose en el aire. —Me inyectaban nueve veces cada veinticuatro horas en el trasero, y el último día me inyectaron tres en cada músculo de la pierna, tres y tres, y no pude caminar dos meses. Luego la llevaron hasta un centro de rehabilitación alejado de Lima, donde permanecería dos años. El centro se llamaba Volver a Vivir. Había allí drogadictos con años de consumo de pasta básica, terokal, cocaína.
—Yo me escapé de ahí después de que me curé las piernas, pero mi mamá volvió a llamarlos y me secuestraron de mi casa con esposas y todo.
No hay tanta gente en la playa y a esta hora el sol es engañoso: brilla más, pero sólo para apagarse muy pronto, con el final de la tarde. La campeona me dice que ya es tiempo de que se sepa de dónde viene. A la rubia de la CBS le dijo lo mismo esta mañana en el Azteca Boxing Club. Al periodista del diario La Opinión de Los Ángeles, Abraham Nudelstejer, le dirá lo mismo frente a una cámara de video: «Mi vida es una tragedia que quiero convertir en algo positivo». Después, le repitió lo de sus dos años de reclusión en ese centro para drogadictos.
—A quién iba a engañar. Tuve que tomármelo en serio y decir sí, soy una drogadicta en rehabilitación y quiero rehabilitarme, siento que me quiero escapar, pero no me voy a escapar.
Volver a Vivir prometía, desde su nombre, un futuro distinto. Pero Kina Malpartida no recuerda esos dos años como un renacimiento sino como una batalla en la que ella sólo podía perder. —No le tengo rabia a mi mamá por haberme encerrado, yo la adoro y le deseo lo mejor en la vida. Aunque aquí, en Estados Unidos, si tú quieres drogarte vas y te drogas, y esa decisión es tuya.
«En Volver a Vivir eran abusivos —recuerda—, y te trataban como un sargento trata a sus subalternos. Tenías que pedir permiso hasta para hablar —levanta el puño derecho y eleva la voz—: «¡Permiso para ir al baño, monitor Enrique!». «¡Permiso para salir de fila, monitor Enrique!». «Tienes cinco segundos para salir del baño, Malpartida. Cinco, cuatro, tres, dos, ¡salir rampeando!». «¡Malpartida, salir del cuarto!». Y te sacaban a las tres de la mañana, te trataban como a una basura, te obligaban a arrodillarte y te ponían dos tapitas de Coca-Cola volteadas en las rodillas. «Así dejabas a tu mamá esperando cuando salías, Malpartida, ahora te crees la cagada, ¿no?». «¡A bañarse!». «¡A formar al patio!».
El sol se aparta y otra vez nos cubre una sombra en Huntington Beach. Kina Malpartida se mueve unos metros para recibir, a quemarropa, los últimos rayos del día.
—Fue locazo, no sabes lo que fue.
El boxeo, en su significado más elemental, tiene que ver más con ser golpeado que con golpear. «Va más de sentir dolor, cuando no devastadora parálisis psicológica, que de ganar», escribió Joyce Carol Oates. El boxeo es dramático y al mismo tiempo trágico. Cuando Kina Malpartida decidió irse a Australia, aún no sabía que ese deporte se cruzaría en su camino, pero una mañana de 2003, caminando por la playa luego de correr olas, conocería a un entrenador de box, sin saber que ese entrenador, Jay Thomas, o JT, como ella lo llama, había sido un ex asaltante de bancos, un presidiario alcohólico y violento, al que terminó pagándole muchas veces con cerveza para que la entrenara. Mientras terminaba su carrera de Administración de Restaurantes y Catering, JT la hacía pelear. Primero, se subió al ring para ser sparring de hombres. Peleaba contra tipos más fuertes que ella, y ella se ponía a llorar después de los entrenamientos porque sentía que los golpes le dejaban huecos en el estómago. Siempre le dolía la cabeza. Y también hacía de sparring de una campeona de muay thai.
—Me masacraba, pero era una linda chica —dice hoy, años después, en Huntington Beach.
Después de cinco peleas profesionales, ya tenía la mano derecha enyesada.
—Es que JT estaba loco. Si sigo con él voy a terminar muerta, pensé, pero era linda gente, ah.
Un día de 2005 vendió su auto y le dijo adiós a su manager australiano de entonces, Mike Altamura, quien por teléfono lo recuerda como si estuviera viendo la película de una heroína rehabilitada: «Fue a mi hotel en Sidney y me dijo: ‘Mi sueño ahora es irme a Estados Unidos, quiero ser una gran peleadora'». Altamura cuenta que la dejó ir porque creía que era una atleta capaz de todo y que, con esas ganas de salir de Australia, por fin tenía un objetivo: ser la campeona del mundo.
Desde que vive en Los Ángeles ha trabajado en restaurantes de mesera, bartender, asistente, manager y ha lavado platos para seguir boxeando, y boxeando le han roto el tímpano derecho, le han roto las costillas dos veces, le han quebrado los dientes, la han estafado con dos peleas supuestos empresarios de boxeo que la subieron a un ring y no le pagaron.
Cuando no recibe tantas visitas, como hoy, entrena desde las diez de la mañana en el Azteca Boxing Club, golpea costales, corre y salta la soga y sigue corriendo, sudando, y luego golpea a su entrenador, Mario Yuca Morales, que se cubre y le grita todo el tiempo: «¡No descuides ni un segundo la guardia! ¡No pares, Kina! ¡Vamos, Kina, vamos!», y tres horas después sigue golpeando sparrings en el ring, y sudando y saltando la soga, sac-sac-sac, como una marea incontenible. Luego almuerza, hace una siesta y en la tarde sale a correr por las montañas cercanas a Huntington, subidas y bajadas, una, dos, tres veces y luego piques y seis rounds de boxeo todos los martes, jueves y sábados. Para la campeona del mundo relajarse quiere decir venir a la playa sólo para ver la playa.
Una boxeadora como Kina Malpartida es una profesional del dolor. Su entrenador resume esa extraña afición por el sufrimiento en la palabra coraje. Puedes ser un gran boxeador si tienes técnica y experiencia y las peleas adecuadas. Pero sólo puedes ser campeón del mundo si tienes coraje. «A esta pelada le sobra», me dijo Morales esta mañana. Kina Malpartida nunca se rinde. Y es cuando le va peor cuando más rápido se levanta. Ha convertido su dolor en estímulo y voluntad. Live and give best of your ability. La inscripción del tatuaje en su pierna izquierda salta a la vista. Es el mensaje que quiere contagiar. Me lo ha repetido varias veces, de distintas maneras, mientras la tarde cae. No te puedes quedar en el pasado. Tienes que seguir adelante pase lo que pase. No tienes que ser una ganadora del boxeo, sino de la vida. Tienes que creer en ti.
—Es un hecho: yo tengo la fórmula perfecta para alcanzar un objetivo. Puedo dártela, pero depende de ti lograrlo.
Bajo el sol perezoso de Huntington Beach, Kina Malpartida es una maestra del sí-se-puede, el credo de los inseguros, débiles y vencidos. Pronto publicará su biografía.
—¿Hay que sacudirse de todo lo malo a puñetazos? —le pregunto.
—No sé, como que te da más gusto —me dice—. Al final el éxito es la mejor venganza.
La noche del 21 de febrero de 2009, en el Madison Square Garden de Nueva York, Kina Malpartida peleó por el título del mundo. El cinturón superpluma de la Asociación Mundial estaba libre y le habían dado la primera opción de disputarlo a Maureen Shea, una neoyorquina que entonces tenía el récord de trece peleas ganadas, ninguna perdida y siete nocauts. La llamaban The Real Million Dollar Baby, porque había sido sparring de la actriz Hilary Swank antes de filmar la película con la que luego ganaría el Oscar. El manager de Maureen Shea era Luigi Olcese, un peruano notable por ser manager de boxeadoras. Él decidió que Malpartida fuese la rival por vencer, porque venía de dos derrotas consecutivas, una de ellas por nocaut, luego de que su contrincante le rompiera el tímpano derecho en el primer asalto. Nadie que conociese a las dos boxeadoras hubiese apostado por Malpartida, así Olcese diga ahora con diplomacia al teléfono: «Siempre respeté a Kina y sabía que podía ganarle a Maureen». Pero en verdad, me dice alguien que lo conoce y habló con él antes de esa pelea en Nueva York, no dudaba de que The Real Million Dollar Baby iba a ser campeona mundial. A Dinamita Malpartida le pagaron cinco mil dólares con el propósito de que recibiera una paliza.
El combate entre ambas era apenas un aperitivo antes del plato mayor: la pelea por el título mundial wélter de hombres. A casi nadie le interesaba verlas pelear, era el segundo combate de una serie de ocho, y HBO transmitiría sólo los últimos cuatro. Pero ellas se lo tomaron en serio desde el principio. En el primer asalto, un zurdazo de Maureen Shea mandó a Kina Malpartida a la lona. Se levantó rápido, como quien rebota en una cama elástica. En el cuarto asalto, otro golpe de Shea le hizo sangrar la nariz. «Pero yo sabía que era mi momento», dijo después. El dolor es combustible. «Veo sangre y me convierto en un toro», declaró una vez el boxeador Marvin Hagler. La pelea fue intensa. Malpartida medía con la izquierda a The Real Million Dollar Baby y empezó a golpearla con su potente derecha. Sus brazos tenían mayor alcance y se alejaba para pegarle. En el décimo y último asalto, la peruana conectó un derechazo en el rostro de Shea, que cayó y no pudo reponerse. El juez detuvo la pelea. En el video de aquella noche en el Madison Square Garden se ve cómo la nueva campeona del mundo sube a las cuerdas en una de las esquinas, levanta ambos brazos, se cubre el rostro con los guantes negros y llora. Dos años después, ha peleado cuatro veces más defendiendo su título del mundo. Las cuatro veces ha llorado.
Pero afuera del ring, Dinamita suele parecer imperturbable, incluso cuando habla de su pasado. Quienes más la conocen saben que es casi imposible tratar con ella. Es desconfiada y hermética. «Quiero que el mundo sepa quién soy», me dijo en Huntington Beach. Pero sonaba más a un pedido de su relacionista pública.
Una mañana, Kina Malpartida fue al dentista. Lo normal en una persona que no se cuida mucho la dentadura es tener entre tres y cinco dientes picados. La campeona del mundo tenía once. Era marzo de 2009 y Kina Malpartida había llegado por primera vez a Lima con el cinturón superpluma de la Asociación Mundial de Boxeo. Los diarios hablaban de ella como de una heroína, mientras le llovían felicitaciones desde el Parlamento, el Palacio de Gobierno, y el Ministerio de Educación pedía que le dieran los Laureles Deportivos, la máxima distinción que un deportista del Perú puede recibir del Estado. Fue entonces que Dento, una marca local de dentífrico, la eligió para ser el rostro de un nuevo producto. Antes debía ir a una clínica dental para un blanqueamiento de rutina que la haría sonreír sin problemas frente a una cámara. El dentista, recuerda alguien que la acompañó a su cita, se quedó desconcertado. ¿Podía una boxeadora ser la imagen de una pasta dental si además de las once caries tenía los dientes torcidos? El Photoshop se encargaría de disimularlo. Cuando pelea, Kina Malpartida sabe cómo cubrirse el cuerpo con los brazos, pero los entendidos en boxeo aseguran que tiene «mala mandíbula», es decir: si un buen golpe le cae en el rostro, es probable que termine en la lona. Desde esa perspectiva a ras del suelo, tal vez parezca inútil cepillarse los dientes. Pero ese descuido dental era sobre todo el inicio de una sucesión de sorpresas que Kina Malpartida escondía. Si su pasado en el centro de rehabilitación Volver a Vivir era ya un secreto a voces, era aún más difícil esconder a una chica con once caries detrás de la campeona del mundo.
—Era mi gran duda hamletiana —dice su ex manager Gonzalo Rodríguez Larraín—. No sabía si estábamos construyendo una estatua a alguien que no se lo merecía.
Rodríguez Larraín es especialista en marketing deportivo, y fue manager de Kina Malpartida durante cuarenta y un días, después de que fuera campeona. «Fue una mala experiencia que jamás volvería a repetir», recuerda. Su voz es áspera y grave, y enciende un cigarrillo tras otro. «En los procesos reivindicativos de la mente humana, la gente que ha tenido problemas de alcohol, ludopatía o lo que sea debe reinsertarse. Es todo un proceso mental y yo le trataba de explicar que ese pasado ya es un cheque cancelado». Pero en cada detalle de su vida, Kina buscaba un ring para pelear y cualquier negociación con ella se convertía en una lucha en la que siempre ganaba su desconfianza. Si Rodríguez Larraín le conseguía un auspicio, y ella debía, por ejemplo, levantarse temprano para una sesión de fotos, podía quedarse dormida y no contestar el teléfono durante todo el día. «No le daba la gana», dice él.
Además de Dento, cuatro marcas se interesaron en ella: una cadena de tiendas departamentales, un analgésico, un supermercado y Nike. A veces, por contrato, como a cualquier deportista, le exigían que no usara en público productos de la competencia, pero ella no hacía caso. «A mí nadie me prohíbe nada —decía—. Yo soy la campeona del mundo». «No era la misma persona que yo conocí», me contó un boxeador que fue su amigo cuando aún no era famosa, «y todavía me contestaba el teléfono».
El ex manager le pide a su secretaria que le pida a su asistente de marketing, Romano Alarcón, que venga a la oficina, una habitación amplia y llena de humo de cigarrillo, con ventanas que dan a una calle de San Isidro, el distrito financiero de Lima. «Romano tuvo que hacer el damage control durante esos cuarenta y un días que estuvimos con ella», dice. Perseguirla por Lima. Hacer que cumpliera con sus obligaciones. Llamarla por teléfono todo el día: Kina, ¿dónde estás?, levántate, tienes una sesión de fotos. Recuerda, Kina, que tienes un contrato y tienes que cumplirlo. Kina, te han pagado, no puedes dejar de ir. Kina, tienes que ir al dentista. Kina, Kina, Kina. «Pero ella no tenía ningún interés», dice Rodríguez Larraín. Los medios de comunicación seguían hablando de su heroicidad, y durante esos primeros días en Lima, después de ser campeona mundial, Volkswagen le entregó un automóvil rojo, un Jetta deportivo. La empresa quería que la gente la viera manejándolo, pero cuando daba una entrevista y le preguntaban cómo se movilizaba por la ciudad, ella decía: «En taxi». Un día contó en un programa de televisión que Alan García le había ofrecido regalarle un departamento. «Me merezco un departamento bien bonito frente al mar». El presidente nunca se lo había prometido, pero Malpartida se había vuelto tan popular en el Perú que desde Palacio de Gobierno se hicieron las gestiones para que una empresa le regalase un departamento de setenta metros cuadrados.
—Era como tratar con una niña —dice Romano Alarcón, su ex damage control, que lleva una camiseta ceñida al cuerpo y parece pasar varias horas del día levantando pesas en un gimnasio.
—Pero no es maldad —dice Rodríguez Larraín—. Es falta de rigor intelectual, malas juntas, gente que le sigue soplando al oído.
—Al final me tenía que preocupar por cosas que no debía —cuenta Romano Alarcón—. No sabía ni siquiera si ella se iba a levantar o si le daba la gana de ir adonde tenía que ir.
Patrick Espejo, periodista deportivo de El Comercio, es otro de los que aún siguen sorprendidos por lo que le hizo Kina Malpartida. Él la conoció años antes de que ella peleara por el título mundial. Cuando nadie le hacía caso, a Espejo le parecía noticia que una ex corredora de tabla se dedicara al boxeo. Hablaban por teléfono como amigos. «Era una chica distinta a la que es hoy», me dice. Alguna vez, incluso, cuando ella estaba en Lima, salieron a comer. Luego fue campeona. Luego él le propuso entrevistarla en Los Ángeles, junto a Sofía Mulanovich, la ex campeona mundial de surf, su amiga de la infancia en Punta Hermosa. Ambas aceptaron. Era abril de 2009. Mulanovich haría escala en Los Ángeles, luego de competir en Australia por el tour mundial de surf. Kina Malpartida ya había regresado a su casa. «Llegué a Los Ángeles y la llamé», recuerda Espejo. Todo estaba coordinado para hacer la entrevista al día siguiente en Huntington Beach. Hablaron doce minutos. «Mira, Patrick, las cosas han cambiado —le dijo Kina Malpartida—. Yo merezco el trato de una campeona del mundo». Le dijo que si quería juntarla con Sofía Mulanovich, debía pagarle mil dólares.
—Es que un día te dice una cosa y al día siguiente otra —recuerda Romano Alarcón—. Es lo que ella hace.
Sólo Sofía Mulanovich llegó ese día a Huntington Beach. «En el fondo creo que Kina no se da cuenta de muchas cosas —dice Patrick Espejo—. Necesita afecto».
—Mira lo que le pasó a Sonia Goldenberg —dice Rodríguez Larraín.
La historia es la misma. Goldenberg es documentalista, antropóloga y periodista. Un día, viendo en la televisión a Kina Malpartida, se quedó intrigada de por qué una mujer podía interesarse en un deporte como el boxeo. Se compró libros de box, vio películas de box. ¿Qué hace una mujer en un deporte de hombres?, ¿por qué una mujer busca esa clase de dolor? Quería filmar a Kina Malpartida para un documental de su vida y habló con Rodríguez Larraín para que la convenciera. «Yo le dije —recuerda él— mira, Kina, que Sonia te haga un documental es un honor». Ambas se conocieron. Goldenberg llegó a filmar algunas escenas con la boxeadora, incluyendo la primera pelea por la defensa de su título mundial que Rodríguez Larraín organizó en junio de 2009, en un coliseo de Lima, y a la que fueron seis mil espectadores. La documentalista preparó un guión, junto a un joven director de teatro, que presentó a dos premios de cine para financiar el documental. Los diarios daban la noticia: Goldenberg llevaría la vida de la campeona del mundo a la pantalla grande. Pero un día Kina Malpartida dejó de contestarle el teléfono.
Aquella noche del 20 de junio de 2009, Kina Malpartida defendió por primera vez en Lima su título mundial. Su rival era la brasileña Halana dos Santos, apodada la Leoparda. La campeona del mundo subió al ring con un short negro, en el que se leía «El Chino«, en honor a su padre. Su entrenador era Mando Huerta, y le hacía masajes en la espalda mientras el coliseo gritaba su nombre. Ahora, Mando Huerta ya no quiere hablar de Kina Malpartida. «Esa mujer me ha hecho mucho daño», dice al teléfono, y cuelga. «Yo le entregué mil dólares porque habíamos quedado en que sería su representante —me contaría luego un promotor de boxeo de Perú—, pero ella no me volvió a hablar». «Yo le regalé unos guantes rosados Everlast, sólo porque ella me los pidió —me diría un entrenador puertorriqueño—, pero luego se los entregó a Keiko Fujimori antes de las elecciones». La noche de la pelea, Kina Malpartida parecía molesta y sus golpes eran desordenados. «Un día vino y me dijo que había conocido a un tipo en Los Ángeles —me dice su ex manager Rodríguez Larraín—, alguien que quería manejar su carrera. Luego de todo lo que habíamos hecho por ella, nos dejó por ese tipo». En el cuarto asalto, Malpartida tumbó a Halana dos Santos, pero la brasileña se levantó con rapidez. «Kina no es bipolar, es multipolar —dice Kike Pérez, un periodista deportivo que lleva treinta años conduciendo un programa de boxeo—. Es tan desconfiada que no la entiendes. Nadie la puede entender». En el séptimo asalto, Malpartida castigó tanto a su rival que el juez detuvo la pelea. Ella se tiró de espaldas sobre la lona y lloró con los brazos extendidos. En el coliseo pusieron «We are the Champions». «Dedico este triunfo a la memoria de mi padre, a todos los pobres y a los más necesitados», declaró a la televisión, antes de salir del ring. Durante los cuarenta y un días en los que Rodríguez Larraín la acompañó, Kina ganó doscientos cincuenta mil dólares y, desde que es campeona, cada vez que termina una pelea, dedica el triunfo a los pobres del Perú. Sin embargo, no ha puesto su rostro o su voz para defender ninguna causa humanitaria, no tiene ninguna fundación, no dona dinero.
—Es imposible entenderla —me dice Rodríguez Larraín—. Son demasiadas incongruencias.
Ha pasado una semana desde que nos juntamos en Huntington Beach, y ahora estamos en Cusco, Perú. Kina Malpartida tiene sed y no tiene dinero para comprarse un Gatorade porque nunca lleva dinero encima. Se baja del taxi con rapidez, como si alguien la hubiese empujado hacia esta calle empinada, de piedra, en pleno centro del Cusco, y dice en voz alta, a quien sea que la esté escuchando:
—No tengo plata, cholito, préstame para un Gatorade.
Su guardaespaldas se pone nervioso y empieza a hurgar en sus bolsillos. Yo le digo: Kina, si quieres te presto, pero no me escucha y entra corriendo al hotel Casa Cartagena, donde la espera su madre, Susy Dyson, a quien no ve hace meses. El sol fosforescente del mediodía cusqueño no le da en la cara. Lleva una gorra azul de visera larga que le hace sombra hasta el mentón, un abrigo negro y unos lentes oscuros que ocultan la impaciencia de su mirada. Un hombre en la recepción manda a traer el Gatorade y le pregunta si quiere algo más. Pero ella no lo escucha, o al menos eso parece. Quizá ni se ha dado cuenta de que está aquí.
—¿Alguien sabe dónde está mi mamá? —pregunta, y súbitamente desaparece rumbo al patio del hotel.
Sus piernas son largas y delgadas, y sería más fácil perseguir a un venado. Esta noche, Kina Malpartida tiene una pelea de exhibición para quince mil personas en un coliseo cerrado. «Un evento sin antecedentes en la capital histórica del Perú», anuncian las radios locales. Cuando la visité en Los Ángeles, me dijo que estaba ansiosa por el viaje. En el Perú nunca se ha subido a un cuadrilátero para pelear fuera de Lima. «Quiero darle una alegría a la gente linda del Cusco —me dijo—. Quiero ver a mi mamá».
Un mozo entra al patio con el Gatorade y se para al lado de la campeona del mundo como si estuviera esperando para pedirle un autógrafo. Esta mañana, cuando Malpartida salió a correr por la ciudad, una veintena de niños la reconoció, la abordaron para pedirle autógrafos y no la dejaron seguir corriendo. Por eso los organizadores de la pelea han puesto a su disposición un guardaespaldas. A Kina Malpartida le gusta que la reconozcan, me lo ha dicho, pero a veces le fastidia el excesivo contacto con el público. Hace dos años, en Piura, al norte del Perú, una decena de policías tuvo que custodiarla para que ella simplemente pudiera caminar. «Señorita, su Gatorade», le dice el mozo. Su madre, que ha estado leyendo el diario, la ve y se levanta de su silla. Se acerca y la abraza por la cintura. Luego se aleja unos pasos para mirarla de arriba abajo.
—Estás regia, Kina —le dice.
Ella le dice gracias, flaco, al mozo, pero ahora prefiere un té de hojas de coca, para combatir los efectos del mal de altura. Susy Dyson vive desde hace cuatro años en el Valle del Urubamba, a setenta kilómetros de la ciudad del Cusco. Hoy los ha recorrido para juntarse con su hija y para verla en esa pelea de exhibición. En el valle, Susy Dyson vive en un sitio de tres habitaciones, un lugar sumergido en andenes incaicos y sin vecinos a la redonda.
—Yo siempre he hecho las cosas de manera lujosa —me dice la ex modelo, quien aún conserva esa belleza frugal de portada de revista—. Kina y yo tenemos esa tradición.
La ex top model es delgada, tiene las pestañas largas, los ojos claros y el cabello corto. Es una versión de Kina Malpartida en alta costura. Ambas se sientan bajo la sombra de una enredadera. El patio del hotel Casa Cartagena es amplio e imponente, la terraza de una casona colonial de más de cuatrocientos años. Pasar una noche aquí cuesta unos seiscientos dólares.
—El dueño siempre me invita a alojarme cuando estoy en la ciudad —dice Susy Dyson.
Kina Malpartida cruza las piernas. Se queda callada. Está nerviosa y es evidente. Aunque ya me había dicho, en Los Ángeles, que había perdonado a su madre, parece que tuviera miedo. Llega el mozo con el té de hojas de coca. Las dos se miran.
—Estás fantástica —le dice la madre y le acaricia el hombro.
Le pregunto a Susy Dyson si Kina Malpartida también hubiese podido ser modelo.
—Claro —me dice—, pero yo nunca me he metido en sus decisiones.
—Tú has sido modelo de Nike, Kina —le recuerdo.
—Ah, sí.
—Es que Kina es una percha perfecta —dice la ex portada de Elle y Vogue.
Tiene hombros bien cuadrados, las caderas pequeñas, mírala, es como un colgador. Ni siquiera tiene tetas. Las tetas estorban y malogran.
Kina Malpartida se relaja, sonríe y empieza a modelar en broma, sin levantarse de la silla. Se quita los lentes oscuros, guiña un ojo y mueve los hombros.
—Es mucho más elegante así —dice Susy Dyson, señalando a su hija—, planita, regia, con carácter y personalidad.
Kina no es modelo, pero el boxeo es, de una forma bastante evidente, exhibicionismo: dos cuerpos sudando en un cuadrilátero, esa pasarela trastornada y masoquista donde se luce, sobre todo, el coraje. La boxeadora sorbe el té con delicadeza. El cielo del Cusco está cubierto de nubes gordas y blancas, y desde el patio de este hotel se ve una montaña con un Cristo blanco de brazos extendidos. Podría ser una postal de la ciudad. Kina Malpartida también tiene una imagen clara de una postal de sí misma.
—Es como Nike. Mi vida es Just do It.
Su madre puede dar fe. Cuando era niña, trató de inscribirla en clases de danza y Kina eligió el karate. Luego quiso jugar futbol, y se convirtió en una aguerrida volante de ida y vuelta en dos equipos de hombres. Después abandonó el futbol por el básquet. Más tarde, le dio la gana de jugar tenis, y tuvieron que inscribirla en una academia que trató de becarla porque tenía cualidades de campeona. Hasta que una mañana, dice Susy Dyson, su papá la llevó a correr olas a Punta Hermosa. El resto de la historia ya es conocido, pero lo cierto es que, cuando Kina Malpartida huyó de Lima y decidió irse a Queensland, Australia, en 1999, aún no sabía que el boxeo se cruzaría en su camino.
—Yo casi me desmayo —me dice Susy Dyson—. ¿De dónde había sacado eso del box?, ¿de dónde había salido esa idea? Me cayó como un plomazo.
Quizás haya un rastro para saber de dónde había salido esa idea: meses antes de encontrarse en Australia con JT, ese entrenador presidiario, alcohólico y violento, en una de sus visitas a Lima, Kina Malpartida había ido a un gimnasio donde entrenaban boxeadores. La llevó un amigo suyo apodado la Boa. «Yo le vi condiciones y buena técnica —me diría luego Juan Peña, el hombre que la entrenó por primera vez en ese gimnasio—. Kina peleaba contra hombres y les daba duro». «Era rápida y fuerte, pero no tan fibrosa como ahora, y era más guapa», me contaría Tony Fernández, uno de esos boxeadores a los que ella golpeó. Pero esos primeros entrenamientos en Lima eran apenas un pasatiempo mientras arreglaba sus papeles para regresar a Australia. Su madre no se preocupó hasta que Kina, desde Australia, le contó de JT.
—Pero ahora, cuando voy a verla —dice Susy Dyson— no voy a sufrir, porque si voy a sufrir mejor me quedo en mi casa. Yo voy a ver a una campeona.
—Mamá, cuando peleé por el título mundial, ¿qué creías?, ¿que iba a ganar o a perder?
—Que ibas a ganar de todas maneras.
—Es que una tía mía decía que me iba a esperar afuera del Madison Square Garden con una camilla.
—Jamás pensaría eso, qué barbaridad.
Las dos se ríen bajo el luminoso cielo del Cusco.
—Tú estabas determinada, Kina, tú eres Just do It.
*Nota: una versión de este perfil forma parte del libro Cholos contra el mundo, de Daniel Titinger, que editorial Planeta publicó en marzo en Perú.
Lo más leído en Gatopardo
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.
Imane Khelif: De escenificaciones, supremacía y justicia biológica
La boxeadora argelina, Imane Khelif, obtuvo la medalla de oro en los Juegos Olímpicos París 2024; sin embargo, a lo largo de la competencia fue juzgada brutalmente por su fuerza y su apariencia física, ¿qué hay detrás de la polémica por su supuesto exceso de testosterona?
Decepción mexicana: cuando el negocio mancha a la pelota
Desde los años noventa hasta la primera década del siglo XXI, el futbol mexicano tuvo un crecimiento más o menos sostenido. Aunque en los mundiales no se alcanzó el tan anhelado quinto partido, salvo en 1986, jamás los aficionados habían experimentado una decepción total como en la Copa América 2024. Los responsables del fracaso están muy lejos de las canchas y visten de traje.
Cuando un boxeador se levanta
En una noche calurosa de Mérida, como todas las noches de Mérida, dos boxeadores profesionales se enfrentan en una pelea que ambos merecen ganar porque los acerca un poco más al futuro que aspiran: ser campeones del mundo, como lo son y han sido tantos boxeadores mexicanos; un camino en el que todas las peleas cuentan y de todos los contrincantes se aprende.