La fantasía oscura y sentimental. Un perfil de Mariana Enriquez
Pablo Plotkin
Fotografía de Félix Busso
Patti Smith y los de Suede hablan de ella, la rockstar de las letras argentinas. Pasa los días contestando mensajes privados a lectores fanáticos que quieren saber más y extender la estadía en su mundo literario. Todos quieren ser parte de la noche asfixiante que sus relatos evocan desde hace 25 años. Su más reciente novela, Nuestra parte de noche, editada por Anagrama, es un Frankenstein de 670 páginas que cierra dos décadas y media de un ciclo creativo.
En estos días de febrero, Mariana Enriquez mantiene chats privados con lectores y fanáticos que la contactan por intereses específicos. Con una chica habla de The Little Drummer Girl, la miniserie británica basada en la novela de John Le Carré. Con otro discuten sobre si los sigilos, los símbolos de la magia del caos, permiten abrir puertas o no. Alguien le pregunta por qué en Nuestra parte de noche, la novela publicada por Anagrama con la que ganó el Premio Herralde en noviembre de 2019, cita La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin, y si la ambigüedad sexual de sus personajes está inspirada en ese libro de 1969 que imaginaba un planeta habitado por hermafroditas. Un polaco que planea viajar a la Argentina para investigar religiosidades paganas de frontera le consulta sobre San La Muerte, un santo que aparece una y otra vez en sus relatos. Le llegan, también, mensajes de una fan enamorada de los hombres abismalmente bellos y rotos de su última novela. Todos quieren extender la estadía en el mundo de Enriquez, ser parte de la noche asfixiante que invoca desde hace 25 años.
Pero es media mañana y estamos junto a una ventana tocada por el sol en un bar afrancesado del barrio de Palermo, en Buenos Aires, frente a dos tazas de café con leche y unos pancakes con arándanos, frutillas y miel. No hay fantasmas ni demonios a la vista. Enriquez usa una remera negra con el logo de Black Sabbath y tiene un poco cara de dormida. Se revuelve el pelo —históricamente oscuro, ahora veteado de descargas blancas y rubias— con un gesto muy suyo, un ojo casi guiñado y los labios torcidos en forma de corazón. Es una gran conversadora, no solo por el espectro de temas sobre los que ha desarrollado una mirada fascinada y personal —de los poetas románticos al pop coreano, de Manuel Puig a Tik-Tok—, sino por la gracia con la que habla, sus énfasis de comedia, los vaivenes entre el análisis cultural y el chismorreo pueblerino, su capacidad de escuchar al otro. Lo sabe cualquiera que la haya tratado. Lo saben los fans que la buscan por internet.
—Los acercamientos de estos lectores no son necesariamente para que yo opine sobre algo, sino que hay un interés en común, y eso me gusta. Del millón y medio de obsesiones que hay en mis libros, encuentran una que les copa y dicen: “ah, ¡interlocutor!” Son temas bastante angostos, además. No es que escribo una novela sobre el aborto y entonces vienen a hablar sobre el aborto. Vienen a hablar sobre si determinado sello mágico puede llamar a un demonio o no.
Nuestra parte de noche es la peregrinación de ese “millón y medio de obsesiones” a la tierra maldita de Enriquez. Es la coagulación de su aleph, un Frankenstein de 670 páginas que cierra de manera imponente un ciclo creativo de dos décadas y media en el que se mezclan la mutilación, la enfermedad, la belleza imposible, la crueldad absoluta, los dramas políticos argentinos, los dioses antiguos, los ritos paganos, la mitología del rock & roll, los poetas suicidas, la sexualidad omnívora, el vampirismo, la contaminación, los huesos, las drogas, el fuego, la carne podrida, las casas que devoran vidas, las tragedias de América Latina, la impunidad del dinero, los cortes de energía, el sida, la infancia rota, la adolescencia ardorosa, los fantasmas, la tortura, las pestes, lo heredado, lo insalvable.
CONTINUAR LEYENDO***
Y todo empieza acá.
Es un escritorio pequeño ubicado contra una ventana que da a un patio típico de la Buenos Aires de hace un siglo. En realidad, el patio imita el diseño tradicional andaluz, con paisajes dibujados en los cerámicos y tramas simétricas. Enriquez lo pintaría todo de negro, pero no puede porque la casa no es de ella. Se la alquila a una vecina de la cuadra, una de esas mujeres que baldean la vereda todas las mañanas, y acá vive con Paul Harper, su marido australiano.
Sobre el escritorio hay una vieja laptop negra y en el hueco de la ventana cuelga una miniatura con la tapa del primer disco de Suede (1993), una foto de Tee Corinne en la que se ve a dos mujeres besándose. Suede es una de sus bandas favoritas. Las canciones góticas de su último álbum, The Blue Hour (2018), la acompañaron durante la corrección de Nuestra parte de noche, así que cuando entregó la novela a su agente, que a su vez la envió al concurso por el Herralde, Mariana se regaló un viaje a Inglaterra para ver a la banda en vivo, en Southampton y Cambridge, en abril de 2019. Al terminar uno de los shows, desde el departamento que había rentado por Airbnb, le mandó un mensaje al bajista del grupo, Mat Osman, que le respondió enseguida. Un par de meses después Osman leyó Las cosas que perdimos en el fuego, el libro de cuentos que disparó la carrera internacional de Enriquez (publicado por Anagrama en 2016, fue traducido después a más de veinte idiomas), y lo recomendó en Twitter. “Me provocó, al mismo tiempo, querer sacar un pasaje a Buenos Aires y jurar no volver a la Argentina nunca más”, escribió el músico. La autora le agradeció y aclaró: “No es Buenos Aires, en realidad, aunque la política abismal de mi país contribuye al terror. Es mi mente la que es rara. Dame sol y Caribe y yo te doy Caribe Gótico”.
No fue la única estrella de rock subyugada por sus cuentos. En enero, Patti Smith publicó en Instagram una foto de un ejemplar de Things We Lost in the Fire junto a su cuaderno de notas y una taza de café. “Esto es lo que estoy leyendo”, posteó la cantante de Nueva York. “Ríos contaminados, calles corruptas, carne arruinada, chicos asesinados, un registro profundo del terror de lo conocido. Ella escribe sus cuentos, basados en la atmósfera de lo real, con un giro poético oscuramente descriptivo.” Enriquez le respondió: “Me enseñaste más sobre libros que la escuela. Agarré a Rimbaud del estante de mi madre cuando lo mencionaste y me enamoré por primera vez de un poeta muerto. Gracias por eso”.
El endorsement de Smith generó artículos en portales de noticias, pero para Enríquez hay elogios aún más significativos: el del escritor inglés M. John Harrison, por ejemplo, maestro de la ciencia ficción y la literatura weird, que destacó sus cuentos en Twitter. “Está todo bien con Patti Smith, pero yo sé lo que es Harrison para mí; yo lo copio”, dice Enriquez con el gesto de un chico que espía la hoja de su compañero. “Patti Smith está más lejos, es un ícono. Harrison no es una celebridad, pero está en mi top 10 de escritores. O más arriba.”
***
Su primera novela, Bajar es lo peor, salió en 1995, cuando tenía 21 años. Contaba una historia de amor gay, drogas y alucinaciones angustiantes en una Buenos Aires vampira. El libro circuló muchísimo, sobre todo entre lectores adolescentes, y alumbró una suerte de culto juvenil. ¿Era posible publicar esas cosas en la Argentina? ¿Estaba basado en personajes reales? ¿Cómo hacían para drogarse tanto?
Había empezado a escribir la novela en el último año del colegio secundario, un instituto laico perteneciente a la Universidad Católica en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. Hija única de una médica y un ingeniero mecánico, Mariana nació en 1973 y pasó los primeros ocho años de su vida en Lanús, un barrio de clase trabajadora del conurbano bonaerense, mientras transcurría la dictadura más sangrienta de la historia argentina. La vuelta de la democracia encontró a los Enriquez en La Plata, y ella entró a la adolescencia en esa ciudad estudiantil y políticamente intensa, mientras la economía del país se derrumbaba.
Sus padres se separaron cuando tenía quince años. Su madre volvió a Lanús y Mariana se quedó en La Plata con su padre, sus amigos y un novio ocho años mayor. Ya había descubierto el rock —a los trece había viajado sola a Buenos Aires para ver a The Cure— y pronto probó las drogas. Usaba el pelo largo tocado con un colmillo de perro, se vestía como una punk, imitaba a Keith Richards frente al espejo, se compraba la revista contracultural Cerdos & Peces y masticaba compactos de Anagrama, en especial la parte más yonqui y gay del catálogo: Bret Easton Ellis, Hubert Selby Jr., William Burroughs, Dennis Cooper, además de Jean Rhys, Katie Aiker y algo de Raymond Carver.
En ese bioma creció Bajar es lo peor.
—Yo ahora me doy cuenta que escribí ese libro en una especie de cápsula mental —dice Enriquez—. Estaba influenciada por: The Birthday Party, Iggy Pop, The Cult, Bowie, el primer disco de Suede con todo ese clima hipersexual… Estaba en mi casa viendo Mi mundo privado (la película de Gus Van Sant de 1991) y lo que quería hacer era Mi mundo privado de acá, con un poco de Menos que cero y otro poco de Entrevista con el vampiro de Anne Rice. Ahora me doy cuenta que era muy a espaldas de lo que estaba pasando con la literatura argentina de ese momento, que yo básicamente no leía.
“Mientras el editor estrella pasaba las páginas y ella fumaba un cigarrillo tras otro, nació su carrera literaria. Forn pidió a contaduría que prepararan un contrato y un cheque de mil pesos”.
Su grupo de amigos, compañeros del colegio, de la noche y de la facultad de Periodismo y Comunicación Social, se veían representados en sus borradores. “Era la vida que teníamos”, dice ella, “pero ninguno era escritor”. Sin embargo, una de sus mejores amigas, Andrea Cerruti, era la hermana menor de una joven figura del periodismo. A mediados de los noventa, Gabriela Cerruti —hoy diputada kirchnerista— era una firma importante del diario Página/12 y había publicado un bestseller sobre el presidente de la nación: El Jefe, vida y obra de Carlos Saúl Menem. Cuando Cerruti leyó el manuscrito de Enriquez, que le había pasado su hermana, quedó impresionada en el peor de los sentidos.
—Ella sabía que andábamos en algunas, pero le pareció demasiado —recuerda Enriquez—. Aun cuando tampoco éramos como los personajes del libro, Gabriela era muy enfocada, y nosotras éramos no future, mucha droga, mucho escaparnos.
Más allá del susto, Cerruti le vio potencial y le pidió permiso para darle la novela a Jorge Lanata, el exdirector de Página/12 que por entonces impulsaba una colección de literatura joven para Planeta llamada Fin de Siglo. Enriquez tuvo una reunión con Lanata y luego otra con Juan Forn, escritor y editor que dirigía Biblioteca del Sur, un catálogo de prestigio también dentro de Planeta.
Forn rememoró el primer encuentro con Enriquez en una columna de 2016 en Página/12. Allí describe a esa chica de 19 o 20 años como una adolescente punk con “pollera escocesa, borceguíes negros, medias negras, campera negra, los pelos negros electrizados como una tormenta alrededor de su cabeza y la mirada igual de negra, asesina”. Forn asegura que llevó la novela escrita en birome en un cuaderno marca Arte espiralado, de hojas cuadriculadas, pero Enriquez –que sí había escrito la novela a mano, solo que en cuadernos marca Rivadavia– la había mecanografiado antes de entregarla.
—Era una Olivetti —precisa Mariana sobre la máquina en cuestión—. Creo que era de mi papá.
En ese encuentro, mientras el editor estrella pasaba las páginas y la autora inédita fumaba un cigarrillo tras otro, nació su carrera literaria. Forn pidió a contaduría que prepararan un contrato y un cheque de mil pesos, que era lo que valía en ese momento una computadora en la cadena de electrodomésticos Frávega. Enriquez todavía no tenía PC, y debía pasar la novela a digital.
—La diferencia fundamental era que Lanata la quería publicar así, con un par de toques, y Forn creía que necesitaba muchísimo más trabajo. Y a mí, andá a saber por qué, porque yo era rependeja y la reacción lógica hubiera sido publicarla así como estaba, hubo algo en lo que me dijo Juan, cosas que incluso me molestaron, en un tono de teacher bastante duro, que me hizo pensar: ¿Para qué vamos a hacer un papelón si se puede mejorar?
Una mañana después del carnaval, Forn atiende el teléfono en el pueblo costero de Mar Azul, donde vive desde que sufrió una pancreatitis a comienzos de los 2000. Está contento porque la temporada se termina y se han ido casi todos los turistas. A la distancia, Forn no recuerda haber hecho un trabajo demasiado significativo sobre el original, cosa que contradice la versión histórica de su labor como editor. “El libro era tan loco, tan novedoso y tan suelto, tan sin pudores, que era fácil trabajarlo. En cierto sentido había que normalizarlo mínimamente para que se luciera a full”, dice él.
—Trabajamos bastante —dice en cambio Enriquez—. O bastante para mí. Tuve manuscritos mamarreachados por Juan. Por ejemplo, todas las partes de Narval (uno de los dos protagonistas) estaban en primera persona, y eran bastante horribles, medio poéticas morrisonianas, no sé, cosas de pendeja. Él me dijo: “Esto lo tenés que contar desde el punto de vista de él, pero en tercera persona”. Y era la mitad del libro.
La novela —que Planeta decidió finalmente lanzar por la colección Fin de Siglo de Lanata, más allá de que la edición había estado bajo el ala de Forn— tuvo un impacto comercial inmediato, y marcó la relación visceral de la obra de Enriquez con sus lectores. El entorno literario de la época, que ella bien define como “muy chongo” (masculino y heterosexual), la trató con desprecio. Recuerda en particular una reseña muy dura del periódico Ámbito Financiero en la que el crítico concedía que la autora era buena para los diálogos, y le sugería trabajar como guionista en la telenovela juvenil Montaña Rusa, muy de moda ese año.
—En el momento me pareció como “uy, qué mala onda”, pero ahora lo pienso y digo: esto no se puede escribir más, y menos de una mina. ¡Una chica joven, encima! Hoy no podés decir eso ni de una influencer, es como que no da.
—¿Te afectaban esas miradas críticas?
“Usaba el pelo largo tocado con un colmillo de perro, se vestía como una punk, imitaba a Keith Richards frente al espejo, se compraba la revista Cerdos & Peces y masticaba compactos de Anagrama, en especial la parte más yonqui y gay”.
–No sé, era más raro ir a la tele. Yo estaba viviendo un poco lo que contaba en el libro, no tan intensamente, pero estaba en cualquiera. Y entonces iba, ponele, al programa de Neustadt (famoso conductor periodístico de la época) y me preguntaban cosas como “¿cómo sabés tanto de drogas?”. Era tan contrastante la situación que pensaba “¿no te das cuenta cómo sé?”.
—¿Y eras frontal?
–Me daba miedo. ¡Me daba miedo ir en cana! Estaba paranoica. ¡Era muy chica!
—¿Tu familia cómo lo veía?
–Medio en negación. Una mezcla, porque era raro, como: “La nena está en cualquiera, pero a la vez la está pegando, escribió un libro”. Era difícil disciplinar algo que iba bien. Pero, quiero decir, no fue muy literaria la experiencia. Y eso no estuvo muy bueno. Es divertido ahora en plan anecdotario, pero en protagónico no lo fue.
Por debajo del shock mediático, sus fans se reproducían en las sombras. Poco después de publicar el libro entró como redactora en Página/12, diario en el que trabaja hasta hoy como subeditora del suplemento “Radar”. Una tarde, una lectora obsesionada fue a buscarla a la redacción y le exigió que le marcara el departamento en que se despertaba Narval frente al Riachuelo, y que le dijera dónde quedaba la casa en la que había crecido Facundo, el otro protagonista del libro. Enriquez le dijo que no existían, que había inventado todo. La chica no le creyó y se fue de ahí hecha una furia.
—Con el tiempo, el recuerdo del libro fue mejorando en mí. En ese momento me costaba entender por qué flasheaban tanto algunos lectores. Y ahora, cuando lo miro a 25 años de distancia, digo, claro: era un libro sobre drogas —un libro muy zarpado en cuanto a drogas, se drogaban muuuucho—; era un libro sobre una pareja gay; era un libro sobre una chica que quería acostarse con los chicos gays; era un libro que tenía elementos de terror…
Aun en el espectro casi underground de la literatura argentina, Enriquez se había convertido en una estrella. Pero su vida seguía igual. Dormía algunas noches en la casa de su papá en La Plata y otras en lo de su mamá en Lanús. Tomaba trenes y colectivos y escribía notas culturales para el diario. Podría haber sido la historia de una one hit wonder, y de hecho, en la década de silencio editorial que siguió a la publicación de Bajar es lo peor, todo indicaba que así sería. Pero ella no dejó de escribir.
***
Enriquez abre la puerta de su casa en Parque Chacabuco, un barrio arbolado y tranquilo de Buenos Aires, vestida con una musculosa clara, pantalones deportivos negros con las tres tiras fucsias y el pelo revuelto en una madeja corta y marmolada. Mientras el vapor golpetea la tapa de una cafetera italiana, nos sentamos en la mesa pequeña de la cocina, bajo una lámpara de luz cálida, y ella recuerda el tiempo en que dejó de alternar entre las casas de su padre y su madre. Fue hacia fines de los 90 y comienzos de los 2000, en medio de otra crisis económica argentina, una especialmente dramática. Su padre no tenía dinero para pagar el alquiler en La Plata y se mudó con la abuela de Mariana. Ella entonces se fue a la casa de su madre en Lanús. No duró demasiado.
—Está todo bien con mi mamá, pero no funcionaba.
La crisis hizo que los precios bajaran y alquiló un departamento en el barrio porteño de Caballito junto a Cristian Alarcón, por entonces estrella en ascenso del nuevo periodismo latinoamericano. Eran amigos y la convivencia funcionó durante un tiempo, pero se hizo difícil de sostener más allá de los dos años. Manejaban distintas intensidades: Alarcón siempre fue un party animal, y las trasnoches de Enriquez ya eran más serenas.
El ambiente contiguo al estudio donde escribe está conectado por un pasillo abarrotado de libros, y la biblioteca se expande hacia la sala de estar. Hay estantes enteros de títulos de rock (más de una decena de los Rolling Stones), una zona más acotada de magia y ocultismo, una hilera de ciencia ficción, otra de terror, fantástico… Como dice el editor Salvador Biedma en una columna que escribió para la revista El Ansia, “Mariana lee, escucha y mira mucho. Y mucho significa mucho, mucho, muchísimo. Siempre me pregunto cómo le da el tiempo para estar al tanto, en profundidad, de semejante cantidad de cosas y con tanta fruición”.
“Mariana lee, escucha y mira mucho. Y mucho significa mucho, mucho, muchísimo. Siempre me pregunto cómo le da el tiempo para estar al tanto, en profundidad, de semejante cantidad de cosas”.
La escritora colombiana Margarita García Robayo la conoció a mediados de la década del 2000. De hecho, fue quien ocupó la habitación que dejó Enriquez al irse del departamento que compartía con Alarcón. “Es la persona más inteligente que yo conozco”, dice García Robayo, que primero fue lectora y hoy es amiga. “Es como una erudita que no hace ningún alarde, una fuente de información residual inagotable: te puede contar la vida de Taylor Swift mejor que Netflix, y con esa gracia que tiene. Y a la vez es una amiga muy receptiva: le gusta hablar mucho pero también escucha y siempre ve la necesidad del otro.”
Esa capacidad de absorber y reinterpretar información tan diversa definió su carácter como periodista. Desde mediados de los noventa, Enriquez trabaja la crónica y la crítica cultural con precisión y vivacidad, y en el repertorio de estas dos décadas y media se mezclan columnas autorreferenciales con semblanzas de personajes de la literatura, el cine y la música. Durante el último año, Leila Guerriero estuvo buceando en ese archivo vasto para componer una antología de los artículos de Enriquez en diarios y revistas. El libro, que será editado por el sello UDP de Chile, dará una medida de la pasión con que viene compartiendo sus obsesiones con el mundo.
—No sé—dice Enriquez tratando de buscarle una explicación a la voracidad—. Soy muy compulsiva para consumir. Creo que soy bastante compulsiva en general, y por suerte con la cuestión cultural lo pude encaminar por un lugar menos tóxico. Pero es el mismo impulso: para mí es todo medio droga.
***
En la sala de Parque Chacabuco hay cuadros de Velvet Goldmine, Tarde de perros y Persépolis. Enriquez y Harper salen casi todas las noches, muchas veces al cine, y cuando se quedan en casa miran series o películas. En un vértice del ambiente hay un altar hecho con objetos traídos de viajes o recogidos en la calle. Telas, instrumentos exóticos, un hueso birlado de las catacumbas de París, un colgante de San La Muerte, una cruz invertida, un cráneo humano, una foto de Rimbaud, otra del bluesman Blind Lemon Jefferson. En una urna yacen las cenizas de Emily, la gata que encabeza los agradecimientos de Nuestra parte de noche (“Gracias a Paul Harper y a Emily”), muerta el año pasado. En la cima de ese montón de cosas hay un casco con cuernos que Harper trajo de su viaje en bicicleta por África, un ornamento guerrero que le da a la instalación un aire antropomórfico, el de un jefe tribal que escruta la escena desde un rincón.
Harper llegó a Buenos Aires en la primavera de 2004, destrozado después de recorrer el mundo en bicicleta durante cinco años. En la era del Jubilee 2000 y el libro No Logo, su travesía era una forma de protesta contra el FMI y el Banco Mundial con el objetivo de que condonaran la deuda de los países pobres. Se acercó a Página/12 para que difundieran su causa. Enriquez lo entrevistó y publicó el reportaje en “Radar”. En esa nota él habla de cuando cayó enfermo de malaria en el desierto de Tombuctú, de talibanes con Kalashnikov, de tormentas de arena. La última pregunta de Enriquez es: “¿Sos fatalista?”. Harper responde “Mucho”, y después amplía: “Están arruinando el medio ambiente, gobiernan instituciones especuladoras que no controlamos y me pregunto en qué mundo vivirán mis sobrinos. Tengo una tibia esperanza porque, si miramos la historia, la gente tiró abajo monarquías actuando de forma colectiva. Pero no creo que eso suceda pronto”.
Además de sus ideales, Harper traía las pestes que se había agarrado en el viaje. Estaba flaquísimo y débil, y tenía ese aire trágico, enfermo e irresistible de los héroes de ficción de Enriquez. Ella lo albergó y lo ayudó a recuperarse. Se enamoraron. Él volvió a Australia, ella viajó para verlo un par de veces, él voló a la Argentina otra vez y así estuvieron durante más de tres años. Parecía una relación a pérdida, condenada por la distancia, pero decidieron intentarlo. En 2009, Harper se radicó en Buenos Aires y desde entonces viven juntos.
“Soy muy compulsiva para consumir. Creo que soy bastante compulsiva en general, y por suerte lo pude encaminar por un lugar menos tóxico. Pero es el mismo impulso: para mí es todo medio droga”.
—Fue muy raro, muy caprichoso —dice ella—. Creo que mentalmente nos pasó algo: ninguno de los dos estaba convencido de que iba a tener una vida de pareja con nadie, y cuando ocurrió que teníamos ganas de vivir juntos dijimos “bueno, aprovechémoslo que no nos va a volver a pasar”. Aunque fuera complicado logísticamente, había un punto de claridad muy obvio.
Harper aparece en la sala y hace un saludo breve y cordial. Debe superar el metro noventa y tiene el pelo negro y revuelto. (Otro día, cuando le diga a Enriquez que me gustaría hablar con él un rato, su respuesta será maciza: “No va a querer ni a palos”.)
Cuando se conocieron, Enriquez no era una escritora consagrada, sino una periodista trabajadora de carrera que había tenido un éxito literario demasiado joven. En el medio, cuando se terminaban los noventa, había escrito una segunda novela, Los magos, su primer intento de género fantástico. Planeta la repartió entre su equipo de lectores calificados y las devoluciones fueron bastante negativas (el único que la ponderó fue el escritor Alberto Laiseca). El libro fue rechazado.
—En ese momento fue muy frustrante, pero con el tiempo me di cuenta de lo que no sabía hacer todavía: no sabía hacer una buena trama fantástica, no sabía hacer personajes fuertes en una trama fantástica, y además era una novela muy poco argentina. Tres adolescentes encerrados en una casa, sin mucho contacto con el afuera. Había un germen de Juan (el médium que protagoniza Nuestra parte de noche), un joven con poderes, estaba enfermo, y mucho más no me acuerdo. La tiré y eliminé todo rastro. Una amiga que vive en la Patagonia me dijo que tiene copia. Le dije que la quemara. No creo que la haya quemado, pero me perturba que exista esa copia. Así que la voy a ir a buscar.
—¿Dudaste de seguir escribiendo ficción?
—No, yo quería escribir. Lo que pasa es que necesitaba trabajar, entonces siempre era un deseo acompañado de otras cosas. No podía pensar en dedicarme a escribir en plan beca y demás, no existía tanto tampoco. Pero siempre seguía escribiendo, aunque sea al costado, nunca lo abandoné. Entonces sentí que lo que podía hacer en ese momento era una novela realista.
Hija del colapso económico y social que desarmó a la Argentina entre 2001 y 2002, Cómo desaparecer completamente (título que tomó de una canción de Radiohead) fue publicada por Emecé en 2004, y tuvo buenas críticas. Marina Mariasch escribió en Rolling Stone: “En la novela los personajes suenan reales cuando hablan, cuando piensan y cuando actúan. Y eso, en el mundo de las letras, es algo parecido a la salvación”. Sus ventas sin embargo fueron bajas, y al día de hoy quizás sea su libro menos leído.
—Es raro, porque es una novela deprimente pero bastante extrema también: abuso infantil, la chica sin cara, la salvación queer del pibe al final.
—¿Es tu libro más triste?
—Creo que sí. Es un libro muy desesperanzado. Muy hijo de esa época.
Al año siguiente le pidieron un cuento para una compilación que publicaría Editorial Norma, titulada La joven guardia. Enriquez no había escrito un solo cuento en su vida, pero dijo que sí y empezó a probar. Escribió sobre una chica que va a la casa de una curandera junto a su madre, su tía y su hermana. Después de esa visita, su vida se hunde en un espiral de pánico. Sin que lo supiera, las mujeres de su familia la habían ofrendado como víctima propiciatoria.
—Tomé una decisión muy técnica —explica Enriquez sobre el origen de ese relato—. Lo que yo hacía mal hasta entonces era escribir narradoras mujeres. Y tampoco había logrado escribir terror, fantástico. Entonces dije “voy a probar las dos cosas que no me salen”. No me salían en novela, pero en un cuento, a lo mejor… Y salió “El aljibe”, que es un cuento muy psicológico, de una chica fóbica, y lo que noté es que empezó a aparecer esa voz de mujeres contando historias de terror con determinadas características. Todos mis cuentos terminaron siendo así.
“El desentierro de la angelita”, por ejemplo, el relato que abre Los peligros de fumar en la cama (Emecé, 2009), cuenta la historia de una chica que, al mudarse a la vieja casa familiar, encuentra unos huesos pequeños enterrados en el jardín. La abuela le dice que eran de una hermana suya que había muerto de bebé, una angelita que terminará visitando a la narradora diez años después, en la cama de un departamento nuevo. “La angelita no parece un fantasma —escribe Enriquez—. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y no habla.”
“Hija del colapso económico y social que desarmó a la Argentina entre 2001 y 2002, Cómo desaparecer completamente (que tomó de una canción de Radiohead) fue publicada en 2004”.
Esa voz capaz de producir terror en contextos realistas se cristalizó en Las cosas que perdimos en el fuego. Chicos que duermen en la calle sacrificados en rituales satánicos, mujeres que se queman y desfiguran por mano propia como reacción a la violencia machista, fuerzas oscuras que emergen de las aguas negras del Riachuelo. Su modelo era Stephen King, un autor que trabaja el terror y el fantástico para hablar de conflictos sociales permanentes. Más allá de los poderes telequinéticos y los hoteles embrujados, Carrie es una novela sobre el bullying, y El resplandor es una historia de violencia doméstica. Eso mismo hizo Enriquez. Y funcionó.
“El efecto es tan inmersivo que los detalles comienzan a sentirse como pesadillas propias del lector”, escribió John Self en The Guardian. Jennifer Szalai señaló en el New York Times: “Los cuentos de Enriquez tienen conciencia histórica y de clase, pero los personajes nunca caen en el sentimentalismo o la comodidad. Ella está detrás de una verdad más profunda, y más inquietante, que la que permiten las directivas del realismo”.
En términos pragmáticos, Enriquez no subestima el haber empezado a trabajar con una agencia literaria española de primera línea, Casanova-Lynch, para explicar el salto que dio su carrera. La agencia le consiguió un contrato con Anagrama y eso la llevó al mercado internacional. También asume que el componente femenino de los relatos contribuyó al éxito.
—Son cuentos de mujeres, narrados por mujeres, con muchos temas de mujeres. Aun cuando, para mí, son más contradictorios o complejos de lo que pueden parecer en una primera lectura. Son mujeres bastante ambiguas, no es un libro muy empoderado que digamos. Incluso en algunos cuentos hay una burla de todo eso. “Nada de carne sobre nosotras”, por ejemplo, es sobre una mujer que se enamora de una calavera. Es un cuento sobre la anorexia, pero la protagonista no está nada victimizada. Ella es feliz, quiere ser un esqueleto y morirse, y odia a las gordas, es lo menos body positivity que hay.
—¿Temiste que te acusaran de mala feminista?
—Como que siempre lo estoy esperando, pero todavía no me pasa.
—El cuento “Las cosas que perdimos en el fuego”, con las chicas que se queman vivas, juega en ese borde.
–Es muy ambiguo. ¿Son unas copadas o no estas mujeres? ¿Son heroínas o unas dementes totales? Pero, en realidad, si leés a muchas de las escritoras que están de moda a nivel internacional hay muchas así. Ottesa Moshfegh, por ejemplo, es una loca. Incluso Samanta Schweblin. En realidad ninguna de las autoras que más se leen son muy condescendientes… Son más bestias, se problematiza más todo. En la no-ficción quizás es donde está el discurso más básico. En la literatura hay todavía un espacio para poder pensar. Porque además se nota mucho si no, es como esas películas que ponen el personaje de la chica empoderada y resulta que hace cosas de varón: mata, hace chistes, pega patadas, pero no tiene ningún poder femenino. Yo no quiero eso para mis personajes.
***
Empezó como una página de cuaderno. En 2014 o 2015 apuntó unas ideas que fueron el germen de la historia: “un poco de ocultismo, Dios, gente rica loca”. Enriquez venía de trabajar en una biografía de la escritora argentina Silvina Ocampo para UDP, también con Leila Guerriero como editora. La hermana menor no solo se convertiría en su mejor libro de no ficción, sino que el reporteo en ámbitos de la alta burguesía nacional –a la que pertenecía Ocampo– le daría materialidad a escenarios y personajes de la novela que empezaba a surgir.
Nuestra parte de noche cuenta la historia de Juan Peterson, un médium atrapado en un cuerpo poderoso y enfermo, rehén de su familia adoptiva, un clan aristocrático que lidera una Orden al servicio de dioses voraces, que demandan los sacrificios más abominables. En sus últimos días, Juan hace lo posible para que Gaspar, su único hijo, se salve del destino maldito de heredar su lugar. La historia comienza en la ruta, en un viaje de Buenos Aires a las cataratas del Iguazú, en una versión criolla de La carretera de Cormac McCarthy. Estamos en los últimos años de la dictadura militar y el aire se espesa en los controles policiales, los fantasmas de los centros de detención y los silencios de esa relación torcida en el calor litoraleño.
–El Litoral era para mí, en términos literarios, un reflejo del sur de Estados Unidos, como para despegar de la narrativa lovecraftiana de Providence, del frío y el norte, sino que fuera el sur y el calor. El gótico sureño contemporáneo, con una apariencia de realismo que después se va al choto.
La segunda parte del libro es la “más King”, con It como referencia directa: la infancia masacrada por la irrupción de lo oscuro, la amistad como refugio, la vida suburbana, una casa abandonada que por fuera parece una cosa y por dentro es otra, un lugar mucho más grande y aterrador, como La casa de hojas de Mark Z. Danielewski, que Enriquez también tenía en la cabeza. En la tercera parte (“la más victoriana”) aparece Rosario, madre de Gaspar muerta en circunstancias sospechosas. Rosario revela la historia de la Orden y cuenta sus días como estudiante rica en el Londres de los sesenta, lo que le permite a la autora llenar las páginas de rock, psicodelia y hedonismo. La novela cierra con una relato de iniciación cruzado por terror contemporáneo, con un Gaspar adolescente que debe hacerse cargo de su herencia. Y eso, en definitiva, es lo que estuvo desde el comienzo en el corazón de Nuestra parte de noche. Enriquez no tardó demasiado en reconocerlo: era una historia sobre lo heredado, aquello a lo que no se puede renunciar, y no es casual que todo empiece en la dictadura, ese reino macabro en el que también transcurrió su infancia.
“Nunca fui introvertida, siempre me gustó charlar. Pero hay algo que sí es raro, y es el contraste extremo entre el trabajo de escribir y después salir a hablar de eso, como cierta exigencia de performance del escritor, que cada vez hay más”.
—Hay algo que marca a nuestra generación y es la convivencia permanente con la idea de la memoria: las políticas de la memoria, el Museo de la Memoria, la Marcha de la Memoria, los hijos (de desaparecidos) recuperados… Y esa gente es la gente de tu edad, más o menos. Son tus pares. Es tu generación la que está dealiando el tema de esos padres que atravesaron la dictadura como ciudadanos, militantes, muertos.
Mientras escribía la primera versión del libro, Enriquez recordaba lo que ella llama “los primeros textos de terror” que leyó en su vida: los relatos periodísticos que emergieron con el regreso de la democracia, el juicio a las juntas militares y la aparición del Nunca Más, el informe monumental sobre el terrorismo de Estado.
—Había una apertura muy porno, muy de detalle. Y el tema de los chicos recuperados, que ya en esa época empezaban a aparecer, niños que eran devueltos a sus familias. Y en las escuelas, sobre todo entre las chicas —que están un poco más crazy que los varones, me parece—, todo el chisme era “¿estás segura que no sos hija de desaparecidos?”, o “Julieta de cuarto es hija de militares”. Ahí estaban todas esas historias: cómo iban a lidiar los hijos apropiados con eso. ¿Tenían que romper con estos hijos de puta para después criarse con su familia buena? ¿Cómo hago para dejar de querer a los malos? Es muy complicado que te pidan emocionalmente eso. Y con el tiempo, me empezó a impresionar mucho el relato de los nietos recuperados, ya adultos, que decían que ellos se bancaron la mentira hasta que tuvieron hijos, y la idea de pasarles la herencia de la mentira a sus propios hijos les resultaba insoportable.
Enriquez venía pensando mucho en todo eso, al mismo tiempo que se consolidaba su decisión de no ser madre. No era un tema en el que quisiera indagar psicológicamente, porque se sentía muy bien con la situación, pero podía ser un elemento literario interesante.
—El tema de los hijos, en lo personal y en lo generacional, se volvió muy central.
***
Su madre no la lee. Lee mucho en general, pero evita las cosas que le dan miedo. Después de leer “El desentierro de la angelita” tuvo una pesadilla y le dijo: “No puedo seguir con esto”. Nunca más le mencionó nada sobre sus libros. Su padre murió hace cinco años, antes del lanzamiento de Las cosas que perdimos en el fuego, de manera que se perdió el momento estelar. Tampoco le gustaba leerla.
—Siempre me decía: “¿Por qué no escribís más humor?”. Pobre hombre, creía que le faltaba un poco más de alegría a mi literatura. Le parecía muy dark. Llegó a leer el de Silvina Ocampo, por suerte, y está bueno que se haya muerto con esa idea.
—Pero vos disfrutás escribiendo atrocidades.
—Sí, yo la paso bien. Creo que muchos escritores hablan ahora del sufrimiento de escribir porque se les mezcla con la experiencia frustrante de la escritura, que es una cosa que existe, que tiene que ver con el trabajo. Es largo, no te sale, no te gusta y sabés que no podés hacer un upgrade porque no va. Así que vas cambiando, reescribiendo…
—¿Y cuál es la parte que más te gusta a vos?
—La primera parte, cuando estás a mano alzada, escribiendo la escena, y decís “voy a armar un personaje que va a ser esto y lo otro”, esa parte de bosquejo, de imaginación super libre, de convivir con los personajes, hacerlos hablar, cambiarlos muchísimo, manipular. Después viene el trabajo-trabajo, que a mí me gusta, pero es laburo. Y la corrección ya…
—¿No la disfrutás?
—Sí, pero perversamente. Como cuando te ponés a limpiar obsesivamente la casa. Querés que quede impecable pero te duele la espalda mientras lo hacés.
***
En un estudio de radio en Palermo, Enriquez conversa con el crítico Ignacio Damiano y la cantante mexicana Julieta Venegas. Damiano y Venegas tienen un podcast en FM Congo en el que hablan con escritores acerca de un libro que los marcó. Enriquez eligió Crumbres borrascosas, el clásico de Emily Brontë que de chica le cambió la vida. De alguna manera, todo este tiempo estuvo buscando a su Sr. Heathcliff, un hombre herido, carismático y monstruosamente frío, y quizás lo encontró en Juan, el héroe tormentoso y ambiguo de Nuestra parte de noche.
Durante la conversación, Venegas —radicada en Buenos Aires desde hace algunos años— no oculta su admiración. Le faltan veinte páginas para terminar de leer la novela y está absorbida, fascinada ante el despliegue de amor y de espanto. Declara su fanatismo una y otra vez, y en un momento señala que una de las virtudes de Mariana es que no hace esfuerzos por “engancharte”, que no recurre a trucos, sino que te hace entrar en su mundo de un modo muy natural.
Con amabilidad, sin contradecirla abiertamente, Enriquez responde hablando de técnica, y explica un recurso básico de la ficción de género: cómo construyó al personaje más entrañable de la novela —Luis, el tío de Gaspar— solo para darle el final más cruel que pudiera imaginar. Como todo buen escritor, Enriquez es una gran manipuladora, y parece adherir a la máxima de Kurt Vonnegut: “Sé sádico. No importa qué tan dulces e inocentes sean tus personajes, haz que les sucedan cosas horribles, así el lector puede ver de qué están hechos”.
—A lo mejor la sensación que tiene Julieta y otros lectores—me dice Enriquez unos días después, en su casa— es que, en una novela de género con más apoyatura realista y con más preocupación literaria, digamos, esas escenas espantosas vienen amortiguadas. Pero es una cuestión de estilo, es el tipo de novela que quiero hacer. Si leés una novela de Dean Koontz, por ejemplo, los tipos vienen por la ruta, pasa el asesino y pum: tripas por todos lados. Está buenísimo, y él no lo envuelve en otras cuestiones porque no le interesa. A mí sí me interesa, pero después, cuando armo la escena de género —y acá todos los capítulos tienen una al menos, un momento hiper-shockeante—, todo eso está pensado y construido para que produzca impacto.
***
Mientras caminamos por el barrio de Villa Crespo, en una de las últimas mañanas del verano, antes de la expansión del coronavirus, Enriquez reflexiona sobre el momento en el que el trabajo de escritora pasó a ser muchas otras cosas, además de escribir: ferias internacionales, conferencias, entrevistas, autogestión de redes sociales.
—Lo llevo con calma porque también soy periodista y entiendo cómo funciona. Nunca fui introvertida, siempre me gustó charlar. Pero hay algo que sí es raro, y es el contraste extremo entre el trabajo de escribir y después salir a hablar de eso, y como cierta exigencia de performance del escritor, que cada vez hay más. Después de estar cuatro años metida en el mundo de la novela, súper obsesionada, leyendo siete libros sobre sociedades secretas y no usando ninguno, investigando dos meses sobre santoral pagano argentino y al final usar el mismo de siempre, tenés que salir muy violentamente a hablar, y hay muchas cosas que no tenés mucha idea por qué las escribiste. Esa necesidad de hablar demasiado, y de opinar, para mí es terrible. La idea de que el escritor, y sobre todo la escritora en este momento, tenga que tener una opinión formada y consistente sobre ciertas cosas… No creo que el solo hecho de trabajar con la palabra te habilite. Hay una parte del escritor que es medio freaky, te interesan cosas raras. Yo tengo opiniones políticas, pero no creo que sean calificadas.
No se toma del todo en serio este furor, pero tampoco lo sufre. El haber tenido un éxito de tan chica, ese trance que podría haberla destruido, la preparó para esta especie de consagración madura. Y lo más curioso de todo es que, después de haber publicado una decena de libros, la novela monstruosa que le valió un Herralde fue hecha en esencia con los mismos materiales con los que escribió su primer libro hace 25 años, una fantasía sentimental y oscura que sangró sobre las hojas de un cuaderno en la soledad de su dormitorio de adolescente.
—En algún sentido —dice Enriquez antes de subir a un taxi— Nuestra parte de noche se parece más a Bajar es lo peor que a cualquier otra cosa que haya escrito, porque son un montón de influencias puestas ahí, reescritas, homenajes explícitos… Creo que escribo mejor, que tengo más refinadas las referencias, pero los ladrillos son casi los mismos. Y eso es satisfactorio como autor. No necesité casi nada, y está buena esa sensación: no tengo que hacer el libro que le guste a nadie más que a mí.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.
Las ficciones que nos hacen humanos
Del origen del universo a la adicción a las redes sociales, la historia del ser humano está sumergida en la ficción. El escritor de más de 20 obras habla del que considera su libro más importante: La invención de todas las cosas: Una historia de la ficción publicado en la editorial Alfaguara.
¿Qué estamos leyendo en Día de Muertos?
El terror y todas sus formas se expresan también en la literatura; sin embargo, aquello que nos inquieta es distinto en cada lector. El equipo editorial de Gatopardo preparó 10 recomendaciones para sus lectores en este Día de Muertos.
Una literatura de ausencias: buscamos lo que no existe
¿Cómo le hace uno para deshacerse del cariño a un muerto? Mediante la narrativa, distintas escritoras han explorado los fantasmas de sus familiares para intentar comprender sus motivaciones y cuánto de sus ausencias habita en ellas.