Lionel Messi
Un adelanto del libro Messi, sobre la estrella del futbol que cuando no está cerca de un balón prefiere dormir la siesta.
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Cada vez que viaja a Barcelona, la madre de Messi, Celia Cuccittini, intenta recuperar con él los ritos de su infancia: por las noches le acerca una taza de mate cocido, se sienta en su cama y le acaricia el pelo antes de apagar la luz. Las madres de los genios suelen desaparecer de los radares de la prensa y sus fanáticos. Buscar a la señora que le acaricia la cabeza a Messi es una tarea ingrata. Siempre se oye un contestador que anuncia que su teléfono está apagado. En la televisión de España, Celia Cuccittini aparece sonriente en una publicidad de postres que acaba con la voz aniñada de Messi diciendo «gracias, mamá». La familia y el club han creado una burbuja que lo protege, una extensión del vientre materno donde no lo invada el mundo de los hombres rudos del fútbol. Desde Barcelona son quince los números que hay que marcar a Rosario, para comunicarse con su madre. La rutina de pulsarlos es tediosa. Una noche, después de dos meses de llamarla todos los días, la mujer aparece al otro lado de la línea.
Su voz suena despreocupada, como si estuviese haciendo otra cosa mientras me atiende.
Le pregunto si es la señora Cuccittini.
—No, soy la hija —me corrige.
—Buscaba a tu mamá.
—Mi mamá no está.
—¿Tiene otro teléfono donde pueda encontrarla?
—Sí, pero no me lo sé de memoria.
María Sol Messi tiene dieciséis años y hace un silencio como esperando que le digan quién llama. Está en su casa del barrio Las Heras y me dice que usa el teléfono de su madre porque el suyo se ha estropeado. Su imagen no es frecuente en las fotos que los paparazzi difunden de la familia Messi. Aunque a veces María Sol aparece en la prensa por casualidad. El día que a su hermano lo coronaron por primera vez el mejor jugador del mundo, una cámara de televisión la enfocó por unos segundos en la ceremonia: es delgada, tiene la cabellera castaña y los rasgos angulosos de su cara le dan un toque de severidad similar al de su hermano cuando está serio. El mundo de éxitos futbolísticos ha envuelto su vida desde niña. Cuando Messi viajó a Barcelona para probarse en el fútbol profesional, ella justo empezaba la escuela primaria.
—Al principio veía en la tele a mi hermano y no lo podía creer —me dice, desafinada—. Es Messi pero sigue siendo la misma persona. No cambió.
—¿Vos mirás fútbol?
—Sí. Pero no lo miro con mi mamá. Me gusta más con mi papá.
—¿Por qué?
—Nadie quiere mirar los partidos con mi mamá. Aparece Leo jugando y empieza a gritar a la tele, llora, se pone muy nerviosa. Mi papá es más tranquilo.
María Sol Messi no espera más preguntas para continuar retratando a su hermano.
—Yo soy más como Leo —me advierte—. Me gusta estar en casa. Con una tele y la computadora soy feliz.
—Tu hermano —le recuerdo— me dijo que prefiere dormir la siesta.
—Sí. Viene de las prácticas, se acuesta en el sillón y ahí se queda toda la tarde. No sé cómo hace para dormirse rápido a la noche. Él es feliz así.
—¿Y su novia es tan tranquila como él?
—No, a ella no le gusta estar encerrada. Cuando Leo se acuesta a dormir, ella me agarra a mí y nos vamos por ahí. A Leo si le decís de ir a pasear se cansa.
La hermana de Messi parece estar sola en casa.
El padre, que también vive en Rosario, es el representante de su hijo. Menudo y macizo, Leo Messi será igual a él dentro de veinte años. Cuando el Barça ganó la Copa Mundial de Clubes al Estudiantes de La Plata en la capital de Emiratos Árabes Unidos, durante los festejos los espectadores confundieron a Jorge Messi con su hijo. Lo levantaron en hombros. Cuando era un adolescente, el papá de Messi también jugó en el Newell’s. Tuvo que abandonarlo por el servicio militar, los estudios, el matrimonio. Era empleado de una siderurgia, pero la paternidad le permitió continuar el fútbol por otros medios. Cuando la Pulga empezó a asombrar en el Barcelona, sus dos hermanos mayores ya habían jugado en las ligas inferiores. El negocio de la gran promesa futbolera nunca lo tomó desprevenido. Después de tener dos hijos varones y futbolistas, sólo deseaba que el tercero fuera mujer.
Lionel Messi jugaba al fútbol como una pulga maravillosa, y, como toda pulga maravillosa, no crecía. El esfuerzo por convertirse en jugador profesional tenía el motor de la ilusión deportiva, pero también el apuro de financiar su tratamiento médico. Cuando cumplió once años, Messi medía algo más de un metro y treinta centímetros, lo mismo que un niño de nueve. Desde el momento que lo vio, el médico supo que el diagnóstico era «déficit de la hormona del crecimiento», un trastorno que le provocaba un retraso en su edad ósea. Debía recibir una dosis diaria de somatotropina sintética para combatirlo. El tratamiento inyectable costaba mil dólares mensuales, más de la mitad de lo que ganaba su padre entonces. El fútbol dejó de ser sólo un juego y pasó a ser una tabla para salvarse del naufragio.
María Sol Messi entró en la adolescencia cuando las medicinas de su hermano ya no eran un problema familiar. Ahora participa de la fama de su apellido desde esa invisibilidad que tienen los hermanos menores, esos que ven todo sin que nadie los vea. La vida pública de su hermano le debe de parecer un espectáculo para disfrutar ante un cubo repleto de palomitas de maíz.
—Una vez estábamos en el shopping mi mamá, mi papá, mi tío, mi tía, todos. Llamó Leo y nos dijo «voy para allá».
Messi llegó al centro comercial y la gente lo rodeó.
—Lo tuvieron que sacar con policías.
La inconciencia con que Messi vive la fama produce en su hermana una risa cómplice. Su voz suena cristalina al otro lado del teléfono. No es casual que entre los seguidores de Messi haya más niños y adolescentes que juegan a la PlayStation que adultos adictos a calzoncillos de diseño. Un año antes de esta charla con su hermana, en un concurso televisivo de preguntas y respuestas que conducía el ex portero de la selección argentina Sergio Goycochea, la participante que más sabía sobre la vida de la Pulga se llamaba Soledad y tenía diecisiete años. Su hermana, María Sol Messi, cambia de registro tan rápido como un zapping de películas los domingos por la tarde.
—Cuando le va mal, es mejor no hablarle —me cuenta—. Se queda tirado en el sillón mirando tele. Pero no lo hace de malo. Es que está bajoneado.
La Pulga tenía motivos para hacer horas extras en su sofá: había marcado sólo dos goles en los últimos diez partidos de las eliminatorias del Mundial de Sudáfrica, y los diarios argentinos seguían preguntándose por el paradero del genio. Lo veían como un extranjero con la camiseta equivocada. Lejos de su rutina en el Barça, el goleador de la Champions League se portó como un chico extraviado y triste. Parecía haber perdido la intuición, esa cualidad de saber hacer las cosas sin pensar, y que unida a su velocidad hace que Messi juegue siempre en tiempo futuro, un paso por delante de los demás. «La gambeta en velocidad que tan bien le sale a Messi —dice el escritor Martín Kohan— no promueve que se piense, es más: lo impide». Vestido con la camiseta de Argentina, presionado por los deberes de la adultez, Messi pensó y, mientras pensaba, traicionó su juego, que consiste en la irresponsabilidad de la infancia. En el vestuario, esa cultura tan argentina como latinoamericana en la que el liderato lo ejerce un caudillo, se exige ser Maradona. Los caudillos políticos deben ganar adeptos antes de subirse al púlpito; los futbolistas caudillos los ganan en el vestuario antes de entrar en el terreno de juego. El silencio de Messi sin goles empezaba a ser ruidoso.
La prensa argentina nunca lo había criticado tanto. Le pedían ser un padre severo cuando era el hijo tímido y travieso que siempre lloraba en sus momentos de frustración. En un partido de la Champions League, a pesar de que su equipo había ganado, Messi rompió a llorar en el vestuario por no haber jugado de titular. También había estallado en llanto el día que debutó en la selección absoluta argentina y lo expulsaron sin haber cumplido un minuto de juego. Después de ganar seis títulos consecutivos, no pudo contener las lágrimas al quedar eliminado de la Copa del Rey. Messi vive cada derrota como el fin del mundo, con un espíritu amateur que los niños suelen tener. Pero ante la frustración en la selección de su país, Messi no lloraba: miraba al suelo. En vez de lágrimas, una seriedad funeraria inundaba su cara.
—Estaba muy mal en ese momento —me dijo la hermana—. Todos lo saben.
—¿Y vos qué hacías?
—Yo le agarraba la mano.
Lionel Messi tiene las manos grandes de un portero.
Cuando tenía cinco años, su abuela materna lo llevó de la mano a jugar al fútbol por primera vez. Hoy el nieto le dedica los goles apuntando sus dedos al cielo. Desde entonces, Messi no suelta la mano de toda su familia.
—Le agarraba la mano —añade María Sol—. Pero no le hablaba.
Su genialidad empuja a quienes lo rodean a renunciar a sí mismos para actuar de administradores de su talento y fortuna. Rodrigo Messi es el mayor de los tres hermanos y, después de su padre, el segundo filtro para llegar a la Pulga. Llegó a Europa con la idea de continuar su carrera futbolística que había empezado en el Newell’s y ahora una de sus responsabilidades es hacer la cena para Messi. Al dejar los campos, estudió gastronomía y cada noche se encarga de alimentar a un genio al que sólo le apetece comer carne. Una tarde, en el bar de un hotel cinco estrellas, Rodrigo Messi me dijo que a su hermano no le gusta el pescado ni las verduras. Ese mismo día, había renovado contrato con el Barcelona por diez millones y medio de euros al año, y él venía de acompañarlo. Es el único de la familia que se quedó en Barcelona para ayudarlo a cumplir con el plan. De vez en cuando suelta una sonrisa nerviosa y se pasa la mano por el pelo sin estar despeinado. En su casa, suelen llamarlo con el apodo «Problemita», y su mayor problema no es pensar en el menú de cada noche. Es organizar la seguridad de Leo Messi.
—Cuando sale de casa después de cenar —me dice el hermano—, me quedo preocupado. A él no le gusta tener seguridad. Pero se la ponemos sin que él lo sepa.
—¿Qué crees que le puede pasar?
Rodrigo Messi concentra en una mueca nerviosa una multitud de peligros que ahora no puede enumerar.
—Con la fama aparece la envidia, la mala persona, y hay que tener cuidado de todo —me advierte—. El fútbol es un mundo aparte.
Llevar el apellido de un genio es una sombra que inspira y castra a la vez. Al hermano de Maradona le fue tan mal con el balón que acabó jugando en Perú como si fuese la atracción de un circo. Cuando jugó en el Barcelona, el hijo de Cruyff demostró que sólo había heredado los ojos azules de su padre. El hijo de Pelé fracasó como portero del Santos y acabó involucrado en casos de tráfico de drogas y lavado de dinero. Para Rodrigo Messi, la urgencia de cuidar a su hermano en un planeta desconocido y peligroso se ha convertido en la misión de su vida. En cambio, al otro lado del teléfono, María Sol prefiere hablar de una fiesta inolvidable.
—¿Y qué te regaló para tu cumple? —pregunto.
—Me regaló de todo. Estaba en España pero llamaba todos los días —me dice—. Quería saber de qué color iba a ser mi vestido.
El futbolista que se duerme cuando no tiene un balón se desveló para festejar los quince años de su hermana. Desde Barcelona, se aseguró de que reservaran el salón del mejor hotel de Rosario, que contrataran un servicio de catering para doscientas personas, que ella eligiera el vestido que más le gustara. Eligió también la música en vivo: cumbia y reguetón. Le regaló una cadenita de oro de la que colgaba un corazón, y un anillo.
—¿Y bailó?
—Sí. Y nos quedamos todos sorprendidos porque en el casamiento de mi hermano estuvo toda la noche sentado.
Era la primera vez en su vida que su hermana lo veía bailar.
Nadie le pide a Messi sorpresa mayor que la pura fantasía de sus goles. Una de sus gambetas puede ser tema de conversación durante meses, y los enamorados del fútbol les contarán a sus nietos que ellos lo vieron jugar. Sin proponérselo, Leo Messi es parte de los nuevos efectos especiales de la felicidad colectiva. Hoy también es el héroe de su hermana.
—¿Qué te gustaría hacer? —le preguntó a María Sol.
—Me gustaría irme a Barcelona a empezar teatro.
Su voz de adolescente se afina en convicción.
—Me gustaría ser algún día como mi hermano —me dice—. Pero en actriz.
María Sol Messi lo dice con la seguridad del que siente que todo es posible. Incluso negar la idea de que sólo puede haber un genio en la familia. Aún no sabe que detrás de todo arte se esconde un calvario. El de su hermano puede ser el aburrimiento que lo acecha cuando se aparta de las praderas del balón. Sin espectadores ni aplausos, para Leo Messi el show continúa cada tarde, en el silencio de su casa, cuando va a cerrar los ojos y deja caer su cabeza sobre un almohadón. \\
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