El largo camino
Magali Tercero
Fotografía de Francisco López Velázquez
El camino de María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, por Chiapas nos permitió rastrear al zapatismo y a los movimientos indígenas que prevalecen en México.
Un enjambre de mujeres indígenas, envueltas en su atavío a la usanza de San Juan Chamula —faldas negras o enredos, de lana de borrego y faja roja a la cintura—, levantan y sacuden lo que, desde lejos, parece una sábana. Sus figuras, poco visibles por la oscuridad de la gran plaza, apenas iluminada, lucen diminutas. Camino hacia ellas por la plaza de la catedral de San Cristóbal de las Casas, construcción más naranja que amarilla a esta hora, no bella pero sí emblemática. Una niñita de trenzas, envuelta en su faldón negro, se acerca sin timidez. El viento frío ha enrojecido ligeramente su rostro.
—¿Te gustan los corazones? Cómprame uno. Tienen mucho trabajo —Indica moviendo las manos como si tejiera.
—Quiero uno muy alegre. ¿Cuánto cuestan? —digo queriendo olvidar los terremotos que nos ha regalado la naturaleza en Chiapas, Oaxaca y la Ciudad de México.
—¡Araceli! —le gritan en tono arisco.
A menos de dos metros, la mamá (¿o es la señora que la explota como a tantos niños indígenas?) nos mira fijamente. Sonríe cuando muestro mis dos corazones multicolores. Es probable que ella y sus parientes trabajen durante el día en los locales de los andadores turísticos. Un taxista me cuenta que muchos indígenas ganan bien vendiendo artesanía y ahorran mucho. Los ha visto pagar mesitas y sillas sencillas “con fajos así de grandes de billetes”. San Juan Chamula es conocido por no comulgar con el zapatismo, por su religión evangélica, su apoyo al PRI y por la presencia del narcotráfico.
El 19 de septiembre de 2017 Chiapas y Oaxaca, los estados más miserables del país en el sur, quedaron marcados por el mayor sismo a nivel mundial desde el terremoto de Chile de 2015. Miles y miles de réplicas asolaron municipios dañados como Villaflores, Arriaga, Jiquipilas, Albino Corzo y Tonalá. Cinco meses después, el 19 de febrero de 2018, Oaxaca, sin recuperarse aún a causa de la corrupción, fue afectada por un nuevo sismo en Pinotepa Nacional, el epicentro, donde un helicóptero oficial con el secretario de Gobernación y el gobernador de Oaxaca a bordo se desplomó y mató a 14 personas.
El movimiento actual de damnificados por los sismos, ante manejos bizarros del presupuesto, renuncias e ira creciente, está inmerso en un clima político signado por conflictos como la llamada guerra del narcotráfico, la reforma educativa, las leyes de seguridad militar, la violencia policíaca, la desaparición no resuelta de los 43 estudiantes en Iguala, Guerrero, la presencia depredadora de mineras extranjeras, secuestros, homicidios y desapariciones, además de una corrupción galopante, entre muchas otras situaciones.
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Es probable que todo lo anterior haya llevado a algunos sectores, no sólo de San Cristóbal de las Casas sino del país en general, a poner la esperanza en la médica herbolaria, o curandera como ella se autonombra, María de Jesús Patricio Martínez Marichuy (1963), aspirante nahua a candidata presidencial hasta el 19 de febrero pasado, nacida en el municipio de Tuxpan, Jalisco. Como me dice un sociólogo muy cercano al CNI, seguidor de su gira por México y cuyo nombre no puedo mencionar:
—Ella es una mujer seria, inteligente y preparada. No le gustan los medios ni hablar mucho. Tal vez sea una líder que no quiere ser líder… pero está decidida a hacer lo mejor posible esto que le ha tocado por mandato colectivo del Concejo Nacional Indígena.
Como bien se sabe, Marichuy fue nombrada vocera en mayo pasado por el CNI, representado por 87 etnias. De ahí que pocos entiendan la figura de una aspirante a candidata presidencial que no suspira por ser presidente de la nación. Los “occidentales” —como nos llaman ahora aunque muchísimos mexicanos, incluso los más rubitos, somos mestizos—, necesitamos que nos cuenten la realidad con manzanas. ¿Tan difícil es aceptar que este movimiento, presente en la selva de Chiapas desde los años setenta, parte de una percepción del tiempo abismalmente distinta?
Para escribir esta historia fui dos veces a San Cristóbal, en junio y septiembre del año pasado. Lo que más me impresionó, entre las historias relatadas por los cincuenta entrevistados, fue el pensamiento de una mujer tzeltal que vive y hace el aseo y la comida en casa de una pareja de terapeutas o coachs neoconductistas de la Ciudad de México.
—Ellos sienten que de nuestra parte (los supuestos blancos) hay abuso y discriminación. Isabel me comenta que en las comunidades saben que ya se está acercando la hora, que ya son muchos indígenas unidos y van a venir por sus tierras —explica la terapeuta Cristina Gutiérrez.
Marichuy es zapatista casi desde que nació el movimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en 1994. La intención es un poco confusa. Su deseo de hacer visibles a los indígenas o pueblos originarios es público; pero también hay quien cree que el discurso del CNI cambió al ver que Marichuy no lograría llegar a la boleta presidencial. No logró recabar las 866.593 firmas (1%) requeridas por el Instituto Nacional Electoral (INE) a los candidatos independientes a la presidencia y ahora la pregunta es qué sigue, según señala el sociólogo antes citado.
Además, cerró involuntariamente la campaña, el 13 de febrero, debido a un accidente de carretera cerca de Mexicali. Eloísa Vega Vega perdió la vida, muchos resultaron lesionados y la propia Marichuy sufrió dos fracturas en el brazo y una contusión en la cabeza.
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Marichuy realizó en octubre su gira más simbólica, pues visitó los caracoles o comunidades zapatistas de Chiapas, el origen de todo esto. Pero antes de continuar debo decir que, en realidad, esta crónica comienza con mi segundo viaje a San Cristóbal, el de septiembre. No es posible contarlo linealmente porque muchos más de los interlocutores imaginados prefirieron contar su experiencia del zapatismo temprano, el que los hizo mudarse y/o convertirse en activistas. El pueblo, o pequeña ciudad según se mire, vivió cambios sustanciales a partir de la aparición del Subcomandante Marcos. Por ejemplo, se convirtió, hacia el 2000, en la ciudad con mayor número de activistas por metro cuadrado: esa semi o ultra pudiente clase media europea, mexicana y coleta (o mestiza oriunda de San Cristóbal) deseosa de transformaciones profundas. De ahí que, a partir de ahora, fluctuemos entre el relato de la actualidad y el flashback.
Francisco López, fotógrafo con 25 años cumplidos, radicado en Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas situada a menos de una hora de San Cristóbal, tiene una visión distinta de la de ciertos activistas “blancos” llamados, irónicamente, zapaturistas. Él llegó como reportero a Morelia, caracol visitado por Marichuy, el 14 de octubre. Desde su punto de vista de descendiente de indígenas mam —sus bisabuelos, abuelos y padres nacieron en la frontera de Guatemala con México—, de joven moderno e informado, pudo ver que Marichuy significa mucho para los indígenas:
—Prepararon todo para recibirla. En la carretera habían mantas de apoyo y de hermandad. A su bienvenida fueron indígenas en motocicletas y a caballo, indígenas de distintas regiones de Chiapas. Marichuy se sentía cobijada y respaldada por cientos de zapatistas que, de una u otra manera, la conocían por su forma de ver las cosas, porque comparten ideas y propuestas para vivir en un México mejor. En la tarima le dedicaron palabras antes de dedicarle bailes tradicionales —explica desde Tuxtla Gutiérrez.
Francisco piensa que es importante voltear a ver a los indígenas porque son los olvidados:
—Cuando llegué a Morelia fue como volver al pasado, porque no dependen del gobierno o del sistema como tal. Ahí uno es libre de muchas cosas, por ejemplo, del sistema, de la tecnología que nos ha quitado y dado mucho a la vez. Ellos tienen su propia forma de enseñar, de ver las cosas y siento que a muchos nos hace falta ver lo que tenemos. Antes era así en muchos municipios de Chiapas. El planteamiento de Marichuy no es ganar las elecciones, es voltear a ver a la gente que ha sufrido. Chiapas es uno de los estados más pobres de este país, con rincones donde no hay carreteras, donde la atención de salud no existe más que con la medicina tradicional. El mensaje era avanzar para tener el México que todos queremos.
Muchos de los jóvenes la respaldaban porque saben de la lucha, saben que las cosas no son justas y, a pesar de que tienen su propia forma de gobierno, también participan. Y esto es de reconocerse, ya que en otras partes muchos jóvenes dejan a un lado su lengua y su cultura, quieren emigrar a la capital. Lo que vi ahí es diferente y es de admirar.
* * *
El 24 de enero no fue el mejor día para Marichuy. La Alameda de la Ciudad de México no recibió a las concejalas con multitudes fervorosas sino con una espantosa granizada. Aún así no huyeron los más frágiles, los niños, los hombres y las mujeres, los jóvenes y ancianos indígenas de las comunidades del centro, los mismos que cada año desfilan y danzan el 12 de octubre por los pueblos originarios. Dos señoritas de traje tradicional y trenzas multicolores, quizá purépechas, me pidieron con gracia que no les tapara la vista:
—Es que la abuela está chaparrita como nosotras.
Muchos, en total unos 200, estábamos de pie, intentando acercarnos al estrado donde pasadas las 6 apareció Marichuy con las concejalas. Habló breve y pausadamente menos de 20 minutos. Lo más importante, quizá, fue la alusión a un sistema corrompido:
—La clase política ha podrido toda la estructura del Estado mexicano, es hora de construir desde abajo un nuevo mundo. Es la hora de los de abajo, es inevitable y evidente. Estaremos defendiendo lo que somos. Nuestra propuesta no puede ser comparada con algún proyecto de política neoliberal —decía sosteniendo el gran ramo de flores que le entregaron al llegar.
Antes tomaron el micrófono la madre de un joven desaparecido y una activista feminista de la Ciudad de México. La madre y su esposo —pude platicar con ellos mientras algunos miembros del Sindicato Mexicano Electricista, de la extinta Luz y Fuerza, levantaban su mesa de firmas— se mostraban contentos y el público les pareció receptivo. Sus rostros jóvenes, muy tristes y poco esperanzados en realidad, apenas reflejaban cierta alegría pesimista.
Durante el día deben haber circulado por ahí unas 500 personas entre las 2 p. m., la hora en que llegué caminando a La Alameda, y las 9 p. m., la hora en que emprendí el regreso, empapada y a pie, pues no hubo manera de conseguir taxi o abordar el metro.
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No había venido a San Cristóbal desde 1992. Sólo recordaba su belleza arquitectónica, en especial la soberbia iglesia barroca de Santo Domingo, el frío agudo en el hotel, un mantel bellísimo bordado en blanco que arrancó un “¡Oh!” generalizado en el taller de un artesano y un camino de lodo en medio de los campos verdísimos de San Andrés Larráinzar, visitado bajo nubes radiantes de frente a las altas montañas de la región.
El antropólogo francés André Aubry (1927-2007), miembro hasta su muerte del Consejo Asesor del Zapatismo, calificó al San Cristóbal del siglo XVI como la “ciudad dual”, históricamente conservadora, nacida del combate y no del humanismo, como Pátzcuaro o Puebla. La bellísima ciudad en estilos mudéjar, barroco y neoclásico, fue fundada en 1528 por el conquistador español Diego de Mazariegos en el Valle de Jovel, a 2 010 metros de altura. Hasta 1823, bajo nombres distintos, formó parte de la Capitanía General de Guatemala con Belice, Costa Rica, Honduras y Nicaragua. Muchos entrevistados se consideran centroamericanos y aún usan el “vos”. La mayoría tiene antepasados guatemaltecos de origen maya. Dicho origen se nota en la cocina y en la artesanía, pero sobre todo en la forma de ser, según cuenta el escritor e historiador Alejandro Aldana, quien generosamente dedicó una tarde a contar los antecedentes históricos del zapatismo.
A esta ciudad, pueblo más bien, la distingue Aubry por su conformación defensiva con un centro español y una periferia donde conviven zapotecas, tsotsiles, tzeltales, mayas y tlaxcaltecas traídos del centro del país para poblarla. ¿En este siglo XXI las cosas se consiguen a base de rencor? Hay historias sobre ello. Aquí aprendí que tsotsil se escribe con eses y no con zetas porque ya tiene rango de idioma y dejó atrás el despectivo “dialecto”, según cuenta el poeta David Andrade.
Ahora San Cristóbal está tapizado de anuncios de seminarios de indigenismo, talleres de masculinidad, clases de yoga feminista, ciclos de cine sobre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), actividades ecológicas para las cooperativas zapatistas. Aubry no imaginó su transformación en una especie de mexican stylish town. Favrizio Huerta, tapatío fundador de la galería El Rastro, señala:
—Lo financiero denota el cambio. Sigue habiendo una dinámica de pueblo pero la ciudad es para la clase media alta y alta.
Lo cierto es que Sancris, como se le dice de cariño, está lleno de extranjeros progre, sobre todo europeos, casi tantos como mexicanos de clase media alta, o alta, de otros estados, de activistas que piensan que el zapatismo es una opción, de artesanos y músicos mestizos, esa palabra tan mentada aquí, sin dinero. En otro universo están los indígenas desplazados por su evangelismo protestante o, en los noventa, por la guerra de las comunidades zapatistas.
Un taxista coleto, mestizo o ladino, como se define a sí mismo, que me recoge en la estación de autobuses de San Cristóbal, se muestra muy enojado con los indígenas:
—Ese Marcos hizo muy mal en el 94. Por él los indígenas se alzaron mucho. Ahora exigen. Los coletos vivimos en medio del sándwich de los criollos ricos y los indígenas.
¿Criollos? ¿De verdad queda alguno en este país conquistado hace más de quinientos años por los españoles?
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Rodrigo Vera, músico y dramaturgo, recuerda aún la jornada del 1 de enero de 1994, cuando el EZLN tomó San Cristóbal. En su gestualidad, en su rostro súbitamente alegre, puede verse aún al chico idealista, sólo 26 años, que conversó con Marcos cuando, por puro azar, terminó siendo testigo, aquel Año Nuevo, de la toma del Palacio Municipal en la Plaza de Santo Domingo.
— ¿Y las armas de dónde salieron?—preguntó Rodrigo al Subcomandante.
Marcos, de 38 años, llevaba cubierto el rostro con un pasamontañas. La imagen que dio la vuelta al orbe hace 24 años.
—Algunas armas las compramos, otras las hicimos.
—Pero ¿con qué las compraron?
—Pues con la lana del programa de Solidaridad para los indígenas de Carlos Salinas. Bueno, con lo poco que dejaban los caciques —dijo con ironía.
Entonces había un mercado negro de armas requisadas a los narcotraficantes. Muchos años después, en 2000, el periodista chiapaneco Amado Avendaño, director desde 1968 del diario pionero El Tiempo, contó que, seis meses antes del levantamiento, unos 800 zapatistas se inscribieron como soldados en la 31.ra Zona Militar. Ahí se armaron y salieron a las calles, como le explicó el general a cargo la noche del Año Nuevo. Perplejo por la desaparición de tantos soldados, supuso que los infiltrados habrían hecho guardia el 31 de diciembre mientras sus jóvenes compañeros salían a festejar.
Fue la primera y última vez que Rodrigo vio a Marcos. Quizá este último —Galeano a partir de 2014— recuerde al chilango veinteañero que le ofreció amplificador, bocinas y micrófono en la Plaza de Santo Domingo. Muchos se acercaron a hablar con el Subcomandante insurgente ese Año Nuevo, justo cuando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entró en vigor. Él siempre explicó que no actuaron en respuesta al TLCAN, que el plan era tomar los municipios varios meses antes.
—¿Viene la guerra? —preguntaba ese Año Nuevo la gente, sin saber que el EZLN ya había ocupado las cabeceras municipales de San Cristóbal de Las Casas, Altamirano, Las Margaritas, Ocosingo, Oxchuc, Huistán y Chanal. Carlos Tello Díaz, tataranieto y biógrafo de Porfirio Díaz, escribió en La rebelión de las Cañadas: “Nada más los que deambulaban todavía por el centro de la ciudad (…) alcanzaron a ver a todos esos hombres”.
Marcos parecía ser el “líder de los alzados”, como lo llamó algún diario. Rodrigo no le despegaba la vista. Los zapatistas habían tomado San Cristóbal al amanecer y Marcos había estado toda la mañana platicando con la gente. Sólo él y el Comandante David, superior indígena suyo, y otros altos mandos, llevaban pasamontañas. Los paliacates y el uniforme caqui y verde eran su seña. A Rodrigo le preocupó que no se oyeran bien las palabras de Marcos.
—¡Oye! ¿Y ustedes no traen un sonido para que se oiga? —preguntó con prisa.
—Quedaron de traernos uno en la mañana pero ya estuvo que no llegó— contestó Marcos sin perder el humor.
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Rodrigo vio pintas por toda la ciudad: “No somos guerrilleros, somos revolucionarios. Somos el EZLN”. Apenas unos día antes, cuando viajaba por la carretera de Ocosingo a San Cristóbal, vio propaganda política en tsotsil y tzeltal junto a los logos del PRI. Él y su amigo Manolo, también músico, consiguieron el sonido. Según escribe Tello Díaz en su libro repudiado por los zapatistas, 900 hombres, no 800, entraron a San Cristóbal, la cabecera municipal más importante, capital de Chiapas hasta 1892.
La guerra duró 12 días. El 10 de enero Salinas nombró al Secretario de Relaciones Exteriores, Manuel Camacho, Comisionado para la Paz y la Reconciliación en Chiapas. De inmediato se firmó el tratado preliminar de paz, por lo que el 12 de enero Salinas ordenó el cese del fuego unilateral del Ejército. La muerte de 300 personas y el desplazamiento de 2 500 más habrían sido los resultados del enfrentamiento. Para los zapatistas, era importante anular las reformas salinistas al artículo 27 sobre la propiedad de la tierra y el agua.
Las conversaciones de paz se dieron en febrero y marzo, en la sacristía de la catedral de San Cristóbal de las Casas. El obispo de la diócesis, Samuel Ruiz, fue el mediador. Casi veinte años después Ruiz declaró:
—No se trata sólo de anunciar el evangelio, sino de construir una nueva comunidad donde se viva en la justicia y en la paz, con una opción por los pobres.
Al final, los acuerdos fueron rechazados por las bases zapatistas, integradas también por gran número de indígenas católicos formados en la teología de la liberación. Los acuerdos de San Andrés, firmados en 1995, no se concretaron. Eso terminó alejando al EZLN del diálogo político en 2002 cuando desconoció formalmente la reforma constitucional sobre Derechos y Cultura Indígena. Debido a esto, militantes como la intelectual Araceli Burguete decidieron romper con el zapatismo.
El Ejército Zapatista de Liberación Nacional nació en 1983. No hubo una fundación como tal. Sólo se sabe, siguiendo a Marcos, que el grupo pionero estaba formado por tres mestizos y tres indígenas (no se indica el origen de la única mujer). Nueve meses después, en la tercera etapa, llega Marcos a la selva. Son cuatro: dos mestizos, una mujer indígena chol y un hombre tsotsil. Sin ellos los pueblos originarios no los habrían aceptado. Diario cuecen frijoles y asan un conejo o un pez cazado por ellos. Entrenan, leen historia, crean el campamento de los Jóvenes Insurgentes del Sur, estudian estrategia y táctica militar. El humor es una constante y un campamento recibe el nombre de Margaret Thatcher tras la captura de, escribe Marcos, “una changuita que, se los juro, era el clon de la Dama de Hierro”.
Durante el festejo del segundo aniversario, en 1985, el Subcomandante anticipó el futuro: “En mi turno, con un discurso solemne les dije (…) que un día seríamos miles y que nuestra palabra le daría la vuelta al mundo. (…)”. Hace poco el periodista Isaín Mandujano, fundador del sitio alternativo Chiapas paralelo, calculó en 40 000 a los integrantes del ejército zapatista, el cual, como se sabe, depuso las armas en 2005.
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Recién cumplido el 24º aniversario del levantamiento zapatista este 1 de enero de 2018 muchas cosas han cambiado. ¿El zapatismo está vivo? La pregunta o escuece o entusiasma. ¿Trajo beneficios? Las respuestas para la primera pregunta son a menudo afirmativas entre los escritores y artistas. Muchos, sin embargo, confunden las palabras “zapatismo” e “indígena” y reniegan, por ejemplo, de la comunidad priista de San Juan Chamula porque la confunden con un caracol zapatista.
Pero revisemos algunos testimonios.
Araceli Burguete, ex militante zapatista, académica y escritora: “Lo peor del escenario zapatista es que Chiapas sigue siendo el estado con menos derechos indígenas. En otros países los derechos de los pueblos indígenas han avanzado mucho con la luz de Chiapas. El EZLN y el zapatismo son dos coordenadas diferentes. Antes de 1994, cuando irrumpe el EZLN, había un movimiento indígena en México que tuvo su muestra paradigmática en 1992, en el marco de la campaña ‘500 años de Resistencia Indígena’ en rechazo a la celebración festiva de los 500 años de la Conquista. En el 92 se hizo visible la agenda indígena: ¡Ellos han estado construyéndola desde los años setenta! Cuando los zapatistas irrumpen, no lo hacen por la reivindicación de los indígenas sino que era un movimiento guerrillero. Por otro lado, claro que el zapatismo está vivo. La organización existe. Es el pueblo originario. En el CNI el activismo y la militancia suponen una vida muy dura y muy sacrificada. Y al final, después de la derrota jurídica de los derechos de los pueblos indígenas, están en la agenda pública pero no en la agenda jurídica, ¡no en los derechos reales!”.
Néstor Jiménez, joven comunicólogo trilingüe de origen tzeltal y tsotsil: “En esta ciudad se ha idealizado a los pueblos originarios. En la universidad se prepara al estudiante para hacer turismo alternativo como en Europa, para promover la cultura bajo el disfraz de los modelos de desarrollo. Aquí los servicios de inteligencia siempre están alertas porque hay un movimiento armado. Por eso no te dan entrevistas fácilmente. Hay cooperativas artesanales que en apariencia ayudan a las mujeres y acaban vendiendo carísimo en Estados Unidos. O están los que hacen activismo por ego”.
Francesa Lisampiere, joven italiana que estudió Economías del Desarrollo, del colectivo fundador, hace un año, de la muy visitada librería La Cosecha, espacio cultural donde se venden artesanías y café de las cooperativas de las mujeres zapatistas: “Aquí descubrí que es posible construir una alternativa autónoma de trabajo respetuosa de los tiempos de la vida o de la política, una forma interesante de la economía de la producción. Hay una parte un poco crítica que es el marketing zapatista: venta de productos que hacen referencia al zapatismo porque el muñequito del paliacate vende. Esto es parte de la imagen de la ciudad, el zapaturismo, las playeras, etc., más centrada en la estética que en el contenido”.
Gabriel Mestre, curador de arte contemporáneo de la Ciudad de México, nieto de anarquistas españoles que vive temporalmente en San Cristóbal, asiduo visitante del Centro Indígena de Capacitación Integral donde está la Universidad de la Tierra (Cideci-Unitierra): “Marcos me hipnotiza con su narrativa, tan autorreferencial, donde mezcla historias de Walking Dead y Game of Thrones y asegura que Galeano se va a quedar con Game… Siempre me ha interesado su cultura de masas, su conexión con la cultura popular. Los muy activistas no lo ven bien. No entienden cómo el líder moral puede caer en esa frivolidad”.
Gaspar Morquecho, militante zapatista y periodista de El Tiempo: “La rebeldía del EZLN ha traído toda clase de beneficios pero no son los que quisiéramos. Se critica torpemente al gobierno mexicano por sus programas sociales. ¿Quién les dijo que eran para favorecer a las comunidades? Son para mantener el control social. No hay comunidad zapatista que no esté dividida por estos programas. Una familia recibe hasta 12 000 pesos mensuales”.
Óscar Oliva, destacado poeta nacido en Tuxtla Gutiérrez del grupo La Espiga Amotinada, autor de Estado de sitio, entre muchos libros, ha estado muy cerca del zapatismo y participó en la Comisión Nacional de Intermediación (CONAI): “Ese Chiapas de 94 ya no existe. Por supuesto, se ha reproducido muchísimo la pobreza y hemos llegado a momentos de hambruna verdadera. En la vida cotidiana de Tuxtla Gutiérrez, donde vivo, no se ve nada. Pero han surgido diversos movimientos encabezados por comunidades que no pertenecen ni a la Sexta ni a ninguna de las campañas zapatistas. Esas demandas ya pegaron y está en muchas partes ese querer ser pueblos autónomos, hombres y mujeres autónomos, un fenómeno que muy pocos ven porque tal vez se quiere ocultar su trascendencia. ¡No hay ninguna diferencia en cuanto al desarrollo de la economía! Los problemas en las distintas regiones se han acentuado, sí, pero hay muchísimo desarrollo de la conciencia. Es histórico. En los cinco, seis años, que trabajé en la CONAI, que presidió el obispo don Samuel Ruiz, analizamos lo que ocurría con el zapatismo. Me daba cuenta de que muchos grandes intelectuales, con buena voluntad, llegaban a trabajar por la paz, y a apoyar las demandas del EZLN, pero no lo comprendían del todo. Ni yo mismo entendí pero en forma discreta había que estar con ellos. Algo muy importante: esto no viene de fuera. Igual que con el zapatismo, esto viene de dentro”.
Noé Pineda, documentalista, miembro fundador de la ONG Promedios de Comunicación Comunitaria y de Trágameluz: “Claro que el zapatismo está vivo. Sigue construyéndose una comunidad, siguen creciendo niños orgullosamente zapatistas que son líderes ahora, algo que no sucede en ningún pueblo de ninguna nomenclatura. Todavía no termina de suceder todo lo que desataron los zapatistas. ¿Qué comunidad indígena tiene un grupo musical con canciones a favor de los derechos de las mujeres? La desigualdad sigue siendo enorme aunque hay un empoderamiento y una dinámica de rencor. Antes no tenían el poder para externarlo. Ahora que controlan territorios, municipios, legalmente o de forma sospechosamente legal, existe este patrón, como en San Juan Chamula y de Oxchuc, un pueblo en resistencia”.
Édgar Ruiz, músico y promotor del rock: “No hay una adhesión clara entre los músicos en lenguas indígenas y el zapatismo, aunque reconocen al zapatismo como un parteaguas. Su abanico ideológico es muy amplio e híbrido, aunque los discursos libertarios y sus críticas sociales y políticas siempre van a llevar el sello del zapatismo, pues forma parte del contexto de nuestra generación. A raíz del movimiento zapatista vienen muchos extranjeros y jóvenes mexicanos y construyen una escena cultural. Ahí tocan sus instrumentos prehispánicos, aquellos discriminados en la zona maya. Esos jóvenes se urbanizan, mientras que los más urbanos pasan por otro proceso al migrar a San Cristóbal”.
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Este septiembre voy por segunda vez al seminario de los jueves del Cideci-Unitierra Chiapas. Gaspar Morquecho, a quien entrevisté en el Centro Cultural Tierra Adentro, esgrime una sonrisa irónica cuando le pregunto cómo desplazarme. Desde su equipal del café de esta cooperativa y bastión zapatista, donde se venden productos de Mujeres por Dignidad y Fábrica de Calzado 1 de Enero, comenta que la Universidad de la Tierra no es universidad sino una escuela de oficios. Tiene mala opinión del Dr. Raymundo Sánchez Barraza, creador de los seminarios de los jueves, de la escuela misma y de un programa cultural que incluye los festivales ConCiencia y ConArte. Me interesaron mucho los seminarios de junio y septiembre de 2017. Era una realidad nueva y digna de narrarse.
El patio es acogedor. Hay café, trajes tradicionales, miel y ámbar. Alguna vez Tierra Adentro se quedó sin luz por un corte de la Comisión Federal de Electricidad como parte “de la guerra de baja intensidad que vivimos”. Estoy por irme cuando una señora joven regordeta y alegre saluda a Morquecho. Le habla al oído velozmente. En el instante en que escribo esto, sólo distingo, en las notas de voz del celular un: “¡Claro que están dispuestos a matar! Hay pugnas. Ellos dicen ‘¡Yo no voy a compartir tierras con este que me ha tratado tan mal!’. Son tierras, Gaspar, son tierras”.
Los seminarios fueron pensados para analizar la realidad política y social. A la entrada se puede recoger el informe semanal con noticias sobre los cercos paramilitares en Chiapas, los avances de las trasnacionales y los despojos de tierra, además de los procesos de gobierno en América Latina. Cualquiera puede presentarse a estas pláticas aunque muchos desconocen que existen. La primera hora del seminario suele transcurrir entre glosas de los casos recopilados por el Dr. Raymundo. No escucho bien a las personas sentadas alrededor de la gran mesa rectangular de madera recia. Somos aproximadamente cincuenta en ambas ocasiones, y hay un ir y venir de indígenas de diversas comunidades, activistas y voluntarios de España, Italia, Brasil y, por supuesto, habitantes de San Cristóbal o mexicanos en general de esa clase media ilustrada interesada en el zapatismo.
A mi derecha, un hombre con atuendo indígena, acompañado de su esposa y dos niños, permanece atento. Se habla en especial de la posesión de la tierra. Los mineros, los hacendados, los petroleros, los grandes hacendados que han robado propiedades durante siglos. Ella anota todo con letra menuda. Ha preferido sacarse las zapatillas de plástico, igual que hicieron en el avión dos mujeres cuyas faldas y blusas llenas de flores lilas y azules, típicas de Zinacantán, me asombraron.
La discusión comienza una hora después. Grabo durante un rato pero la acústica es mala. Más que los activistas llaman la atención un campesino, oriundo de una comunidad lejana, y la cocinera del Cideci. Él, vestido de manta, denuncia el despojo constante de tierras. Ella, indígena en sus cuarenta, gordita y peinada con un chongo informal, hace una especie de relato, lleno de humor, sobre las consecuencias de la mala alimentación y de la ingesta de Coca Cola, “las aguas negras del imperialismo”, como menciona alguien. La última vez que escuché esta expresión fue en la preparatoria. Aquí tuvo lugar el festival veraniego del CompArte, con miembros de las bases zapatistas y simpatizantes urbanos. Entonces una amiga me envió la fotografía de Marcos, un poco más grueso y con bolsas oscuras bajo los ojos. Desde que es Galeano sale poco en los medios.
—Así quedó después del cáncer —me dijo Pilar.
Regresé con la frustración de no haber podido entrevistar a una médica tradicional que lo trató.
* * *
Una hermosa tarde nublada, en que los empedrados y los edificios antiguos lucen casi fantasmales, visito el Centro Cultural El Paliacate, casa tradicional de dos pisos decorada, sin mayores recursos, en ese estilo moderadamente neo-hippie que gusta a muchos aquí. La poeta Chary Gumeta me recomendó con uno de los cuatro integrantes del colectivo zapatista que da vida a este lugar.
—No soy zapaturista —le digo a Juan después de verlo muy renuente. Estamos en la salita roja del Centro, un eje de la vida cultural en San Cristóbal de las Casas. Juan me escudriña. Tendrá unos 37 años. Es alto, de cutis rojizo. Su look a la “despeiné” incluye un mechón parado y gafas de vidrios gruesos.
—¿Cuál dices que es tu nombre?
—Magali…
—¿Gabriela? A ver… Voy a revisar tus artículos en la red. ¿A ti te gustan los individuos o los colectivos?
Después de 20 minutos promete:
—Ok. Le pregunto al colectivo. A ver si quieren que nos entrevistes juntos, como decías. No nos mandamos solos. Somos adherentes de la Sexta Declaración de la Selva Lacandona. No tenemos por qué decir lo que ellos [los zapatistas] no dicen por voluntad. Hay una horizontalidad democrática.
—Qué crípticos —reviro, ya cansada.
—Bienvenida a San Cristóbal de las Casas. Esto es una estrategia —contesta impávido.
¿Lo he malinterpretando? Nunca mira a los ojos. Parece grabadora. ¿Es la disciplina zapatista? Cuando pida una entrevista a tres profesionales destacados de las comunidades indígenas, comprobaré que pueden pasar semanas jugando al “quiero, no quiero” vía WhatsApp. En El Paliacate siempre hay espectáculos, como el del elegante payaso argentino, y la barra está muy surtida, con vaso de vino decente en 35 pesos. Su público es de gente acomodada, la mayoría extranjeros de izquierda. Más adelante me entero de que Juan es un chilango más en San Cristóbal, el típico progre atraído por el zapatismo de los dosmiles.
Favrizio Huerta ha sufrido a uno que otro activista. “¡Fuera parásito!”, pintaron en el muro frontal al día siguiente de la inauguración de su galería El Rastro, ubicada en una casa antigua del barrio de Cuxtitali, donde se dedican a la cría de puercos. Este barrio, bravo cuando llegó en 2002, le cobró cara la entrada. Semanas después apareció otro letrero: “Las galerías destruyen los barrios”. Al año conoció al autor de la primera pinta: un activista oriundo de Los Ángeles, seguramente de origen mexicano, un hip hopero que circula en Rolls Royce.
* * *
Ya fuera de El Paliacate, camino por la estrecha banqueta empedrada hasta la plaza de la catedral. ¿Ando de vil zapaturista y no entiendo dónde me metí? Pese al descenso del turismo por el terremoto, las calles y plazas están animadas, sobre todo en los tres andadores turísticos, una marca de racismo y exclusión según Pineda. Hay un tipo de población para cada andador: el de los negocios de la gente chiapaneca; el de los locales populares de Sancris pertenecientes a los mestizos “que hablan castilla”; y el de los negocios de las familias pudientes de San Cristóbal, las de presunta ascendencia europea que, a 500 años de distancia, ya no pueden presumir de pureza racial aunque se crean criollos o españoles.
De camino por el Andador Guadalupe me topo con un hombre maduro vestido de manta. Parado a media calle canta en español, muy dulcemente, un tema religioso. Su voz me transporta al internado Montessori de Toluca, Estado de México, donde cursé el primer año de primaria cuando mi madre soportaba un embarazo difícil. A sus puertas oí una canción guadalupana bellísimamente entonada, en una lengua desconocida, por dos niñitas indígenas de mi edad. Noto, bajo la luz tenue, que el cantor es ciego. Lo que no veo, hasta revisar las fotos del día, es una especie de tumor gigante atrás de su cuello. Quizá sea una bola de grasa, pero no hay monedas para él.
Mientras escribo recuerdo a Marichuy. No pude verla el 11 de febrero durante el Encuentro del CIN y el CIG con las Mujeres que Luchan. Se había ido a Bellas Artes con las concejalas, a la despedida de la gira en la Ciudad de México. Pero me quedo con la imagen del amplio galerón del Sindicato de Trabajadores la Universidad Nacional Autónoma de México (SITUNAM), en donde participé a medias de las cuatro mesas de trabajo. En cada una había unas 15 mujeres, excepto la de migración con 30 participantes. En ésta se habló de un millón de desplazados, de la violencia por la cual la gente abandona su hogar. Una mujer de edad madura, Amaya, propuso trabajar el miedo con las niñas:
—Las mujeres siempre hemos tenido miedo.
Me asomé también a la mesa sobre la disidencia sexual, de roles de género intercambiables, de bordar y hacer totopos desde la masculinidad, de mujeres que se consideran varones. En la mesa de jóvenes las conductoras compilan las propuestas, cada una en su computadora. Se habla de represión y política. Marichuy me ha conducido a un mundo sumamente vital. ¿Abandera un movimiento que va al vacío como se dijo en una revista? Llegada la hora de la comida, han dejado de importar los policías que discutían a la entrada del SITUNAM cuando llegué. Una mujer de unos sesenta años habla sobre la pequeña esperanza que le representa el CNI.
—¿Tú crees que los policías estaban aquí por casualidad? Nos estuvieron tomando fotos desde las nueve de la mañana —me dice, muerta de risa, una universitaria de anteojos grandes.
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