Llegó a la presidencia prometiendo un cambio radical. Sin embargo, su gobierno cierra en crisis.
Mauricio Macri nació en una familia de la élite argentina. Después de un secuestro en su juventud se convirtió en el exitoso presidente de Boca Juniors durante los doce años más gloriosos de la historia de ese club. Luego empezó su carrera política. Su imagen era la de un ingeniero, más habituado a gestionar empresas que personas. Sin embargo, en diciembre de 2015, le ganó la presidencia al candidato oficialista, poniendo fin a doce años de gobierno kirchnerista: algo que muchos calificaron de hazaña. Llegó a la presidencia con la promesa de un cambio radical en su país. Pero sus primeros 100 días de gobierno no han sido fáciles.
Al presidente le gusta el salmón rosado y en el Barrio Chino, muy cerca del centro de Buenos Aires, se consigue el mejor. Fresco y a buen precio. Por eso su mujer, que desde hace un mes y medio es la primera dama, está haciendo las compras allí. Un hombre la reconoce, se sorprende y le pregunta si puede sacarse una foto a su lado y ella, con una sonrisa educada, responde que sí. Es jueves 28 de enero de 2016.
Hasta hace poco, la presencia habitual de Juliana Awada en ese vecindario no llamaba demasiado la atención. Era una mujer regia eligiendo variedades de pescados y especias difíciles de encontrar en otro lugar. Su aparición en los medios era austera; el lugar que puede tener la esposa de un candidato presidencial con exiguas chances de ganar. Las tapas de revistas y programas de televisión la hicieron famosa poco antes de que el parejísimo resultado de la elección del 25 de octubre de 2015 derivara en una segunda vuelta (ballotage) que coronó, un mes después, el triunfo de su marido Mauricio Macri frente al candidato oficialista Daniel Scioli, el elegido por Cristina Fernández de Kirchner para intentar la sucesión.
Fue en ese interludio entre la primera vuelta y el ballotage —y no antes— que una presidencia del ingeniero Mauricio Macri se volvió plausible y Juliana Awada la probable futura primera dama. Por aquellos días, en uno de los programas televisivos de la mañana, mientras un conductor cocinaba en cámara panqueques con dulce de leche, ella contaba de qué modo, cinco años atrás, había comenzado su historia de amor.
Esbelta, 42 años, vestida con un jeans y una camisa amplia, la melena espesa color chocolate, rasgos árabes y unos ojos apacibles que muy pronto estarían en las páginas de la edición española de la revista Vogue, Juliana Awada confesaba esa mañana cuánto había dudado en aceptar la invitación a la primera cita. Era 2010 y Mauricio Macri era jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desde hacía tres años, en el que sería el primero de sus dos mandatos consecutivos (2007-2011; 2011-2015) antes de ser elegido presidente de la nación. La asustaba que él fuera una figura con tanta exposición pública.
CONTINUAR LEYENDOEn realidad, desde muy joven ya era conocido como el heredero de Franco Macri, un inmigrante italiano que en los cincuenta llegó a Argentina siendo albañil, fundó una empresa de construcción y en cinco décadas acumuló una de las fortunas más grandes del país. Sociedades Macri (Socma), creció al amparo de los contratos con el Estado en tiempos de democracia y dictadura. Con la expansión del grupo hacia rubros como el automotriz (fue dueño de Sevel), telefonía celular y concesiones públicas (operó autopistas, empresas de recolección de residuos y el Correo Argentino hasta que en 2003 Néstor Kirchner rescindió el contrato por incumplimiento), el magnate y su joven y codiciado hijo —que aterrizaba en la dirección de las empresas ocupando cargos en Socma, Sideco y Sevel— fueron creciendo en riqueza y notoriedad. Sin embargo, cuando más fama ganó fue al alejarse de los negocios de su padre para convertirse en el presidente de Boca Juniors durante los doce años más gloriosos de la historia de ese club (1995-2007), un periodo de felicidad inolvidable para “la mitad más uno de los argentinos” —como se hace llamar la hinchada—, y para él un inigualable festín de popularidad.
Por Boca, cuando en 2001 el país se hundía en la peor crisis de su historia y la gente enardecida gritaba “que se vayan todos”, en referencia a la clase política, Mauricio Macri ya era un personaje con altísima visibilidad. Él, que no era un político sino el líder de un Boca Juniors que, según sus palabras, brillaba en el mundo como “la marca más famosa de la Argentina”, supo que era el momento de llegar desde afuera, sin historia de militancia, sin ideología —ni izquierda, ni derecha—, con un currículum vitae técnico que chorreaba éxito a base de gestión. Sin dudarlo creó la Fundación Creer y Crecer donde reclutó políticos y cuadros técnicos de las más variadas tendencias en medio de un masivo desencanto nacional. Sobre esa piedra fundacional —ahora llamada Pensar y a la que definen menos como laboratorio de ideas (think tank) que como laboratorio de planes de acción (think do)— formó en 2003 el partido Compromiso por el Cambio. Ese mismo año se presentó a las elecciones por la Jefatura de la Ciudad de Buenos Aires, ganó en la primera vuelta, y aunque perdió en la segunda su nombre quedó definitivamente instalado en la escena política. Dos años después, en 2005, tuvo su primera victoria al ser elegido diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires a través de una alianza con un partido conservador. La alianza se desvaneció pronto. No él, que se erigió como líder del Pro (Propuesta Republicana), el partido que haría del color amarillo su marca de identidad. El diario Página/12 lo acusó de faltar a 90% de las votaciones realizadas durante 2006. Macri se defendió: era un hombre de acción y en el Congreso no se debatían ideas. “Las leyes son paquetes cerrados que envía el oficialismo y los legisladores son sólo ‘levantamanos’ ”, decía con un tono que parecía oscilar entre la impotencia, la soberbia y las disculpas.
Las críticas no impidieron que al año siguiente, en 2007, se presentara otra vez en las elecciones de la Ciudad de Buenos Aires. El Pro era la suma ecléctica de exponentes con ideas muy diversas. Quien pronto sería nombrado ministro de Cultura de la Ciudad, Hernán Lombardi, decía: “Con Mauricio somos del PC, el partido de lo concreto”. Con más de 60% de los votos, el Pro se impuso a Daniel Filmus, el candidato oficialista del Frente para la Victoria, el partido de Cristina Fernández de Kirchner. Fue un gran festejo: era la primera vez, desde la vuelta de la democracia, que un partido ubicado más a la derecha ganaba las elecciones en la capital. Macri cantó We will rock you, de su ídolo Freddy Mercury, bailó y pateó globos amarillos al aire inaugurando el estilo de celebración del Pro. Era el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires cuando en enero de 2010 esperó que la actual primera dama llegara de sus vacaciones en las playas uruguayas de Punta del Este para invitarla a salir.
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En el programa de cocina, mientras la manteca se derretía en la sartén y el conductor vertía con lentitud la mezcla de harina, huevo, manteca y azúcar para cocinar el primer panqueque, Juliana Awada contaba que la invitación del jefe de Gobierno la había sorprendido. Ella lo tenía visto porque era amigo de su hermano mayor, pero nada más.
El presidente no ha cambiado demasiado desde entonces: delgado, pulcro, rostro anguloso, pelo entrecano a sus 57 años y ojos celestes que combinan con las camisas al tono que suele usar sin corbatas, con pantalones claros y sacos azules, un estilo casual y refinado. Salvo que ahora ya no lleva el bigote finito que usaba cuando la conoció, y como todavía no había comenzado una terapia para mejorar la dicción costaba entender lo que decía. Modulaba con cierta cadencia típica de la clase alta: en Argentina se dice que la gente “paqueta” habla como si tuviera una papa en la boca. Awada dijo que también había dudado en aceptar la cita porque la imagen que tenía de él era muy distinta al hombre que descubrió más tarde. Pasaron tres días en el campo de Tandil donde él nació. Un viaje perfecto que se lo reveló como una persona sensible, cariñosa, simple, un buen padre. Completamente diferente a como ella lo había imaginado. Así, tal vez sin saberlo, Awada ponía en palabras la sospecha de tantos argentinos. ¿Macri es lo que parece ser o es otra cosa? ¿Macri es eso que parecía ser pero que no quiere parecer? ¿Macri era una cosa pero ahora es otra?
Mientras hablaba con el conductor de viajes y del diseño de prendas femeninas que hace para la empresa familiar que lleva su apellido, perfilaba una vida familiar que desmentía la imagen que muchos tienen de su marido: el chico rico que compite con su padre; el capitalista insaciable que espera obtener prebendas del Estado a través de amigos testaferros que le cuidan la fortuna; el neoliberal entreguista. Serenamente, bebía agua y decía cuánto le gustaba a ella cocinar para toda la familia: los tres hijos mayores del primer matrimonio de él, la hija adolescente que ella tuvo con un conde belga, y Antonia, la hija de ambos que cumplió cuatro años y que, según los opositores, ha sido la fuente de humanización que el candidato necesitaba para dejar de ser visto como un hombre de hielo.
Al llegar a las elecciones de finales de 2015, los votantes se debatían entre dos opciones. Apoyar la continuidad del modelo kirchnerista, inclusivo y de fuerte intervención estatal, que Daniel Scioli prometía sostener (aún frente a la evidencia de lo difícil que eso sería con un gasto público creciente —financiado con emisión monetaria y una inflación de 30% anual—, y un mercado cambiario regulado en el que convivían un dólar oficial a $9 y otro paralelo por encima de $13). O apostar por Cambiemos, una coalición de último momento conformada por el Pro de Mauricio Macri, la Unión Cívica Radical y la Coalición Cívica. El Pro necesitaba lo que no tenía: alcance nacional; los otros dos partidos, sin ninguna chance de ganar, sólo querían ver derrotado al kirchnerismo.
Sin demasiadas precisiones, con un pragmatismo desconcertante incluso para sus propias filas, el discurso de Macri se iba adaptando a las preferencias que revelaban los grupos de discusión —focus group— que el equipo de campaña consultaba continua y sigilosamente. Un giro radical se produjo en julio de 2015, cuando el Pro retuvo apenas por tres puntos el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires con el triunfo ajustadísimo de Horacio Larreta sobre el prestigioso Martín Lousteau (actualmente embajador en Estados Unidos), que estuvo a punto de arrebatarle la elección, lo cual hubiera significado un revés importante para las aspiraciones presidenciales de Macri, que aquella noche felicitó a quien sería su sucesor y envió un rotundo mensaje al electorado hablando de lo que no haría: desde el escenario del búnker donde se festejó el triunfo, se dedicó a espantar fantasmas que lo señalaban como el candidato que daría por tierra con todas las conquistas sociales del kirchnerismo. Así, si antes había estado a favor de las privatizaciones de varias empresas estatales, esa noche dijo que YPF, Aerolíneas Argentinas, el sistema de jubilaciones y hasta la transmisión de futbol en televisión abierta (todas políticas fuertes implantadas durante el gobierno kirchnerista) seguirían siendo públicos. Con el correr de los días, agregó que la Asignación Universal por Hijo —un seguro social que reciben mensualmente los sectores de menores recursos— seguiría vigente y que se bajarían los impuestos al salario. El candidato dejaba atónitos a seguidores y opositores, y reforzó su imagen de inclasificable inaugurando —en una de sus últimas acciones como jefe de Gobierno de la Ciudad— una estatua de Juan Domingo Perón con los brazos en alto.
Mauricio Macri proponía sincerar la economía, ordenar las cuentas públicas, modernizar el Estado, terminar con la corrupción, combatir el narcotráfico, reinsertar al país en el mundo, y darles a los argentinos un futuro de grandeza, felicidad y pobreza cero. Promesas en torno a las cuales sobrevolaban preguntas: ¿podría equilibrar la economía sin caer en los ajustes ortodoxos que crean desempleo y exclusión?, ¿las inversiones externas que él aseguraba que llegarían —luego de acordar con los acreedores de la deuda externa impaga— podrían reemplazar el rol del Estado y derramar bienestar hacia los sectores más vulnerables? “Todo lo que hagamos será para cuidar y proteger a los argentinos”, decía él, y muchos se preguntaban a qué argentinos iba a proteger.
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Poco más de 670 mil votos —2.2% del electorado— marcaron la diferencia a favor de Cambiemos en el ballotage del 22 de noviembre. Y ahora Mauricio Macri es presidente. Por eso la sorpresa del hombre el jueves 28 de enero al ver a la primera dama empujando el carrito en el supermercado del Barrio Chino. Por eso su urgencia por tomarse una foto con ella y subirla a la red: pasmado, decía en el comentario, por la sencillez de la mujer. Hubo montones de “Me gusta” en Facebook, retuiteos, comentarios de gente que se siente parte del cambio de estilo presidencial. Si Cristina Fernández de Kirchner encarnó fielmente el modelo del líder carismático, firme, confrontativa y enfática, con un gran poder de oratoria aunque no de escucha, el nuevo presidente se esfuerza por mostrarse cercano, dialoguista, autocrítico y dispuesto a escuchar más que a hablar. Jefa y líder, se dijo para marcar el contraste. Cristinismo invertido, definió la escritora y columnista del periódico Perfil, Beatriz Sarlo, al estilo macrista.
Pero la presencia de la primera dama haciendo las compras también generó rechazo y empezó a agitarse la sospecha de que era otra estrategia de Jaime Durán Barba, un consultor de imagen y asesor político ecuatoriano. Pese a su biografía escurridiza se sabe que fue anarquista primero y simpatizante de la juventud peronista de izquierda cuando en los setenta estudió Filosofía en Argentina. Ya devenido consultor, fue consejero de candidatos como los mexicanos Vicente Fox y Felipe Calderón, o los ecuatorianos Jamil Mahuad y Álvaro Noboa. A Macri se lo presentaron en 2005 y algunos dicen que el ecuatoriano supo que podría ser su mejor alumno. Lo asesoró desde entonces, campaña tras campaña. Y en el otoño de 2014, cuando Mauricio Macri se lanzó a la quimera de la presidencia, llegó al país con el ego alto. Siguiendo sus consejos, Mauricio Rodas Espinel había conseguido la Alcaldía de Quito cuando nadie lo creía posible. El joven candidato había iniciado la campaña con una intención de votos de 4% y terminó venciendo al reputado alcalde Augusto Barrera con 60% del electorado a su favor. Durán Barba aterrizó en Buenos Aires y fue el artífice del cambio de imagen del candidato Macri y de una estrategia política tan astuta y original como capaz de despertar admiración y escalofríos. Avancemos por debajo del radar, decía el asesor a su equipo, siempre por debajo del radar, aprovechando cuánto subestiman a Mauricio Macri sus adversarios.
“Pusimos al nuevo presidente de la Argentina”, se afirma en el libro que relata la campaña de Cambiemos y que escribió uno de los partícipes del íntimo grupo que bajo la guía de Durán Barba pergeñó la ruta hacia la Casa de Gobierno. Allí mismo, unas semanas después de la victoria, atravesando las galerías de la Casa Rosada, como se llama a la Casa de Gobierno, el autor de Cambiamos, el periodista Hernán Iglesias Illa, dijo que lo hicieron “con buenas armas y con buena gente”. El 10 de diciembre de 2015, día de la asunción, el presidente bailó una cumbia en el balcón de la Casa Rosada con el mismo espíritu lúdico que fue el sello del Pro desde aquellos primeros festejos animados con música, canto, baile y suelta de globos.
En el otoño de 2014, Mauricio Macri apenas contaba con una intención de voto de 10%; el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner rebozaba de aprobación y parecía imbatible frente a una oposición fragmentada y anodina. Un año y medio después, con la banda presidencial cruzándole el pecho, la pequeña Antonia en sus brazos, y la primera dama a su lado con un vestido de encaje blanco estilo Jackie, saludando a la multitud que festejaba en la Plaza de Mayo y envuelto en un aura que muchos asociaron a la imagen de la familia Kennedy, el presidente ocupó un lugar destacado en la prensa internacional con titulares y comentarios que giraron, casi excluyentemente, en torno de una palabra: hazaña.
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—Un año atrás, nadie lo hubiese imaginado. Ni siquiera él. Pero trabajó con disciplina marcial para ser un candidato potable. Empezando por sacarse “la papa” de la boca. El resto se lo debe al kirchnerismo que parecía estar haciendo campaña para él —dice una mujer del círculo social del presidente que lo conoce desde chico y es, además, muy cercana a uno de los miembros de la familia de la primera dama.
La mujer, una alta ejecutiva que ejerce el puesto de estrecha colaboradora de un empresario influyente, prefiere mantener su identidad en reserva. Es una persona con importante exposición pública.
—También Juliana lo está haciendo muy bien. Es una chica sencilla, muy relajada, de una familia de origen musulmán, y no se esperaba esto.
La mujer está en una oficina enorme y minimalista, entre cientos de metros cuadrados que en este barrio elegante valen millones de dólares. Conoce al presidente desde los años setenta. Él iba al colegio de varones Cardenal Newman y ella al colegio de mujeres Michael Ham. Dos instituciones de las élites más tradicionales y ricas donde es costumbre que los alumnos armen exclusivos grupos de amigos.
—Mauricio cargaba con ser el hijo de un albañil que se hizo rico. Por el lado más tradicional de su madre, los Blanco Villegas, más o menos pasaba. Pero el apellido Macri se lo hacían sentir. Era un sapo de otro pozo. Igual, se las ingeniaba para hacer amigos. En invierno, te invitaba a ir al sur en la avioneta del padre para esquiar; y en verano, a la casa de Punta del Este. El Newman no te da una gran formación intelectual. Tampoco prepara individuos. Forma camarillas. Después de cincuenta años, él sigue teniendo los mismos amigos. A muchos los convocó al gobierno y no pueden decirle que no.
El uniforme del Cardenal Newman, un colegio fundado por curas irlandeses, tiene un escudo con un león y un lema que dice Certa Bonum Certamen: «Lucha la buena lucha». Los miembros de la comunidad aseguran que es una marca indeleble, un objetivo de vida que une para siempre.
—No sé cuánto habrá sufrido su origen en aquellos años de escuela, pero puedo asegurarte que cuando se metió en política le encontró los beneficios. Lo último que necesitaba era ser tildado de “copetudo”.
El presidente nació el 8 de febrero de 1959 en la ciudad de Tandil, a unos 400 kilómetros del centro de Buenos Aires, un año después del casamiento de sus padres. Alicia Blanco Villegas quiso que allí, en esa ciudad que albergaba la tradición de su familia dedicada a los negocios del campo, naciera el primero de los cuatro hijos que tuvo con Franco Macri, el apuesto emprendedor que llegó a Buenos Aires desde Italia a los 18 años, y que tres años después, en 1951, fundó su primera empresa de construcción, el embrión de Socma.
En una larga entrevista que le hizo su amigo, el actor Martín Seefeld, emitida por el Canal de la Ciudad a comienzos de 2014, Mauricio Macri habló de los veranos en Tandil en la casa de la abuela materna, una mujer decidida, llena de optimismo y vitalidad. Contó que le gustaba andar en bicicleta por el pueblo, buscar chicas y aventuras, y que esos meses eran el descanso de una educación rígida y severa que, vista a la distancia, lo habían convertido en un hombre disciplinado. Estaba agradecido: al padre, a los curas, incluso a los códigos inquebrantables del rugby, un deporte que odiaba.
—Viste que en el rugby tenés que ir a los tobillos. Bueno, él no tenía agallas —dice la ejecutiva que conoce bien a uno de los exentrenadores del presidente—No le gustaba el choque físico y eso, en el Newman, lo dejaba mal parado.
Mauricio Macri quería ser un gran jugador de futbol y, si eso no era posible, presidente de Boca. Convenció a su padre de construir una cancha en la quinta familiar, formó un equipo con sus compañeros del colegio y organizó campeonatos de fines de semana. Aquella tradición continúa hasta hoy: incluso los domingos de las elecciones y del ballotage hubo partido y asado. A veces se suman Palermo, Verón, crakcs retirados de Boca. “¿No hablás mucho de tu madre?”, le preguntó Seefeld en aquel programa de televisión de 2014, y él respondió que quizá fuese porque a ella le había tocado injustamente la parte menos visible de la historia: educar a los hijos, llevar adelante la casa. “Me costó bastante sacármela de encima. Aprendí a no contar nada. Quería arreglármelas solo, encontrar mi camino.” Miró a la cámara, sonrió y dijo: “Te juro, mamá, que te perdono. Te perdono”.
Es poco lo que se sabe de la madre. Algunos dicen que ha pasado por problemas emocionales y que por eso se la preserva. La hermana del presidente, Sandra, murió en 2014 tras una larga enfermedad, en medio de un escándalo familiar con derivaciones públicas. Al parecer, Franco Macri sospechaba de las buenas intenciones del parapsicólogo con el que se había casado, y pensó que lo mejor sería mandar a intervenir el teléfono del hombre usando un dispositivo montado clandestinamente en el ámbito del Gobierno de la Ciudad. La causa judicial se conoce como el “caso de las escuchas ilegales”, y ha sido uno de los puntos oscuros de la gestión de Mauricio Macri como jefe de Gobierno de la Ciudad. A días de su asunción como presidente, Macri fue sobreseído de la causa por la que estuvo procesado más de cinco años y medio; una celeridad que despertó críticas y suspicacias.
La ejecutiva se desvía con sutileza del asunto y retoma el tema del padre del presidente: Franco Macri, la figura central de la familia mientras duró el matrimonio con Alicia Blanco Villegas, hasta 1980, y también después, cuando ya divorciado las revistas de sociedad comenzaron a mostrarlo rodeado de mujeres despampanantes. Algo que el presidente, dice, tuvo también: mujeres despampanantes.
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A los 22, un año después de que sus padres se divorciaran, Mauricio Macri se casó con Ivonne Bordeu, la hija de un conocido corredor de autos. Poco después nació la primera de los tres hijos que tendrían juntos. “Dios me iluminó. Nunca dudamos. Si vino, vino. Y nos casamos. Pero yo era chico, estaba loco, loco. Contento, pero no podía estar presente. Trabajaba con mi viejo, iba a la facultad, hacía deporte, tenía a mis amigos. Nos íbamos de vacaciones catorce tipos, y yo con mi mujer y mis hijos. Ellos de joda, solteros. Era muy raro, como si no estuviera casado. Viví muy rápido. Ivonne aguantó diez años, y un día dijo ‘no puedo más’ ”, contaba en la entrevista televisiva de 2014. Uno de aquellos solteros es Nicolás Caputo. Nicky, su “hermano de la vida”.
Juntos idearon el primer intento para independizarse de sus familias. Rondaban los 25 años cuando fundaron Mirgor, una empresa que comenzó produciendo equipos de aire acondicionado para automóviles y hoy fabrica desde microondas hasta celulares. Mauricio Macri fue parte de esa empresa hasta 1994, justo antes de llegar a la presidencia de Boca. Por estos días, y desde que asumió el nuevo gobierno, el precio de las acciones de la empresa no para de subir: trepó 15 veces más que el resto de las empresas líderes.
Nadie desmiente la influencia de Nicolás Caputo. La ejecutiva lo define “como su sombra y el financista encargado de la plata”. Por estos días en que su amigo es presidente, la discusión sobre la incompatibilidad —o no— de los contratos que sus empresas mantienen con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se ha avivado. Antes de las elecciones, Macri aseguró que “Caputo s.a. no licitó una sola obra en mi gestión, porque yo se lo pedí”. Y que los pagos que recibió son de contratos asignados por el gobierno que lo precedió. Sin embargo, en la página de chequeado.com., un portal periodístico que se encarga de chequear el discurso público, se aseguró que era “engañoso afirmar que no hubo contratos entre el gobierno porteño y compañías ligadas al empresario”. Sucede que Caputo posee 50% de ses s.a., una empresa que sí ganó varias licitaciones durante la gestión de Macri y que, según la misma fuente, le habrían reportado al grupo más de 1,200 millones de pesos desde 2008 a la fecha —unos 175 millones de dólares si se considera un tipo de cambio promedio.
Ahora, la cuestión traspasa los límites de la Ciudad de Buenos Aires, y entonces el presidente ha declarado: “Hay un único país. ¿Se tiene que ir de Argentina?” Nicolás Caputo no acepta entrevistas. Hace unos años le envió una carta a la periodista Gabriela Cerruti publicada en la biografía de Mauricio Macri llamada El pibe (Planeta, 2015). “Nuestra amistad nació en primer grado… A los dos nos gustaba mucho el futbol y generamos una ligazón que se mantiene hasta hoy… Tuvimos altibajos porque él se casó antes, yo estaba de novio, entonces nos veíamos menos. Pero cuando me casé, él vino con Ivonne Bordeu de luna de miel con nosotros.”
Cuando el presidente habla de los años que siguieron al divorcio lamenta la distancia con sus hijos. Sin embargo, cuando crecieron no quiso que trabajaran con él; temía repetir la historia con su padre. “Los voy a apoyar en todo, pero que no cuenten conmigo para laburar. Si quieren estar a mi lado, que no sea por trabajo. No quiero competir con ellos.” Al igual que su madre, sus hijos mayores no aceptan exponerse públicamente. En el Facebook del presidente aparecen fotografías de cuando eran chicos. Agustina tiene ahora 33 años, es socióloga y cineasta; Gimena, 30 años, estudió artes visuales y dibujo; Francisco, egresado también del Newman, tiene 26 años y es el padrino de su hermana Antonia.
En 1994, Mauricio Macri se casó con Isabel Menditeguy, una modelo bellísima, hija de un conocido polista y playboy. Licenciada en Ciencias Políticas, y con fama de indomable, estuvo a su lado en la transición desde el mundo empresario a la presidencia de Boca. En las notas él decía: “No la pone muy contenta porque sabe que es algo que te absorbe. Pero no le di elección”. “A mí me gustaría que, después de doce horas de trabajo, ella esté en casa. Pero me parece que no lo voy a lograr.” No tuvieron hijos y cuando en 2005 fue elegido diputado se separaron definitivamente. Unos meses más tarde, visitó a su hija Agustina, que estudiaba cine en Barcelona, “para recuperarse del dolor de la separación”, según la revista Gente. “Una carrera política que ya no se detendrá”, anunciaba la nota. “¿Presidente en 2007?”
Una politóloga uruguaya, María Laura “Malala” Groba, fue la inmediata sucesora de Isabel Menditeguy y, aunque no se casaron, fueron pareja hasta que llegó el hechizo de Juliana Awada. Unos meses después de aquel viaje al campo de Tandil, le pidió a Awada que se mudara con él, y cuando ella dijo que sí le propuso casamiento. Hasta marzo de este año siguieron viviendo en su distinguido piso céntrico sobre la Avenida del Libertador al 2700. Allí, Antonia corría a abrazarlo apenas escuchaba detenerse el ascensor, y allí fue fotografiado anudándose la corbata antes de partir hacia el acto de asunción presidencial; en el espejo del baño se reflejaba un cuadro con la imagen de la modelo Elle Macpherson, deslumbrante en los ‘80, cubriéndose el cuerpo desnudo con un ejemplar del Financial Times.
Como la Residencia Presidencial de Olivos está siendo refaccionada en su ala principal, el presidente y su familia se han acomodado, por ahora, en el área de huéspedes. La primera dama quiere imprimir a la casa un toque familiar. En boca del presidente, todo parece obra de Juliana Awada. “Es maravillosa, ha logrado unir a la familia. Y tenemos el mejor juguete. Todos vienen para estar con Antonia. Yo creo que existe Dios y que habrá dicho: ‘Este flaco que, pudiendo elegir, se metió en este ‘balurdo’ (un gran lío) de la política. Y que encima le tocó la época del kirchnerismo’. Con toda la agresión que me he comido, debe haber querido mandarme a un ángel del cielo, que es Juliana. Y no contento con eso, me mandó a la hechicerita, que me tiene loco.” El presidente dice que su mujer es muy parecida a su abuela, que nunca la escuchó quejarse de nada, ni hablar mal de nadie y que no sabe lo que es la palabra discusión. “Por primera vez sentí que tenía que casarme pronto, tener un hijo, consolidar el matrimonio. Yo sabía que le ofrecía una vida de mucho sacrificio, una vida que no le convenía.”
Varios programas de televisión de tono liviano los tuvieron de invitados durante la campaña. Ellos hablaron de amor, de la fiesta de casamiento en la que él casi muere asfixiado porque el bigote postizo que tenía puesto para imitar a Freddie Mercury se le quedó atascado en la garganta, de las clases de budismo, de la alimentación equilibrada con una ingesta de mucho pescado, de lo desordenado que es y de cómo ella va detrás recogiendo todo lo que él deja tirado, y hasta de lo insaciables que son en la intimidad. Antonia los acompañó con frecuencia; le ofrecieron el micrófono y habló y cantó. El 23 de febrero empezó la escuela en el Liceo Francés Jean Mermoz, un colegio de altísima exigencia en línea con las expectativas del presidente, que en su página de internet, en una de las secciones dedicadas a sus ideales sobre educación, dice: “Que nuestros hijos deseen ser científicos y no famosos de la televisión”.
—Siente por Antonia la misma debilidad que Franco por Florencia, la hija menor que tuvo con su segunda esposa casi a la misma edad que Mauricio —dice la ejecutiva—. Cree que es una nueva oportunidad, quiere ayudar a los demás, y que sabe cómo. Se convenció a sí mismo: “No soy uno más de una élite tonta”. Nunca antes supo qué era un pobre. La gente decía: “¿Cómo este tipo va entender lo que me pasa si no sale de Barrio Norte?” Y él salió. Recorrió barrios pobres, pueblitos que están en la miseria, vio, escuchó.
—Y ahora, ¿le parece que es capaz de entender?
—Yo creo que en algún momento sintió que esa gente confiaba en él. ¿Eso debe ser tremendo, no? Que alguien te mire a los ojos y crea que vos le vas a cambiar la vida.
La ejecutiva hace un gesto a la camarera para que cierre la adición mientras revisa la hora.
—¿Le puedo preguntar si usted votó a Mauricio Macri convencida?
—Lo voté, como todos, por descarte.
* * *
De la punzante y pendular relación con su padre no deben quedar demasiados secretos por revelar. Franco Macri ha sido generoso en declaraciones. En plena campaña electoral dijo que él prefería como presidente a un candidato de La Cámpora, la agrupación más radical del kirchnerismo. Nunca había pensado otro destino para su hijo que el de ser su sucesor y heredero. Desde los 6 años lo levantaba al alba para llevarlo a las reuniones de directorio de las empresas del holding familiar.
Mauricio Macri estudió, por su padre, Ingeniería Civil en la Universidad Católica, y es el primer presidente argentino graduado en una universidad no pública. “¿Qué hago acá? — se preguntaba a los dos años de haber comenzado la carrera—, esto no me va ni a palos. Pero no voy a empezar otra cosa. La salida más rápida es para adelante.” Con 21 años, comenzó a trabajar con su padre y en 1985, cuando tenía 26, ya era el gerente General de Socma, uno de los mayores empleadores del país durante años. Allí decidió empezar a usar los bigotitos temerarios; para crecer en apariencia frente a los ejecutivos a quienes tenía que dar órdenes y que lo duplicaban en edad. Su padre lo puso al frente de una negociación millonaria con Donald Trump: concretar la venta de un predio situado en Manhattan que Franco Macri había comprado a comienzos de los ochenta con la ilusión de expandir sus negocios en Estados Unidos, un sueño que quedó trunco. En Charlas con mis nietos (Planeta, 2013), Franco Macri recuerda cómo su hijo mayor domó al magnate, que ahora es candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos: “Estábamos en Nueva York en medio de difíciles negociaciones por Lincoln West y Donald Trump pretendía jugar al golf… El juego fue muy parejo, Trump jugaba bien. Pero en el último hoyo, Mauricio le ganó… Trump, fastidiado con su propio juego, rompió los hierros y las maderas, uno a uno”. En El pibe, Mauricio Macri dice: “Yo creo que me ayudó en esa negociación la audacia de mis veintipico. Trump era loco, caprichoso, pero yo no me enganchaba, llegaba tarde a a las reuniones, se las cambiaba de horario. ‘No, Donald, a la tarde. Anoche salimos con unas minas espectaculares y estoy muerto…’ Y cuando llegábamos a negociar todo estaba más relajado.”
Antes de los 35 años fue, durante poco tiempo, presidente de Sevel, la automotriz del holding familiar. Franco Macri quería comprar la Fiat de Brasil; decidieron conseguir capital vendiendo acciones de Sevel en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires; lo hicieron en 1992 y en 2001 la operación fue penalizada por manipulación de precios. En esa época se les procesó también por contrabando agravado de autopartes aunque, en ese caso, fueron declarados inocentes.
En la historia escrita para sus nietos, Franco Macri no habla de esas cosas. Prefiere evocar las operaciones de márketing que podrían ser inspiradoras hasta para el ecuatoriano Jaime Durán Barba: “Tenían que ser originales y muy creativas. Se contrataba a varias empresas especializadas en márketing. Se invitaba a políticos, empresarios, artistas y se contrataba a modelos que circulaban entre los invitados, y un imponente cátering y mucha bebida… Viene a mi memoria una en el Luna Park de Buenos Aires… La gente entraba y buscaba el nuevo auto que no se veía por ninguna parte… Luego, en medio de la música y el show, hubo una gran tirada de globos por todo el recinto y en medio de eso descendió, casi desde el techo, el nuevo prototipo, sostenido tan sólo por una inmensa cantidad de globos… La fiesta fue tan espectacular que fue publicada en el libro de Récords de Guinness”. Eran años de esplendor. En el libro no se precisa la fecha exacta, pero un personaje del sindicalismo argentino y emblema de la Unión Obrera Metalúrgica llamado Lorenzo Miguel fue a visitar a Franco Macri. “Venimos a pedirte a tu hijo prestado para prepararlo como presidente”. Franco Macri respondió con dos palabras: “Están locos”.
Una tarde de diciembre de 2015, en un bar repleto de yuppies porteños, frente a la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, un altísimo exfuncionario del Banco Central que tuvo trato con ambos, confirma el escaso poder de decisión del hijo en las empresas del padre, y el opaco recuerdo que guarda de él la élite corporativa: “Franco le imponía desafíos enormes para su edad. Pero desoía sus decisiones, las tildaba de erróneas y torpes, lo dejaba expuesto. Mauricio se ponía loco. Su padre le daba el poder, y a los dos minutos se lo quitaba. Lo nombraba presidente de una empresa y lo cercaba con directores que respondían a él para asegurarse el control absoluto. Era una relación imposible”.
En esos años Franco Macri solía ser invitado a Tiempo Nuevo, un programa del periodista Bernardo Neustadt que en los noventa apoyaba explícitamente el neoliberalismo del entonces presidente Carlos Menem. Privatizaciones, flexibilización laboral, régimen de jubilaciones privado, achicamiento del Estado, ingreso y egreso de capitales libres de impuestos. En una de esas entrevistas, se ve a Franco Macri hablando de lo bien que estaba todo con Menem. Sentado junto a él, su hijo decía que sí.
Cuando Seefeld le preguntó si seguía yendo a las tradicionales partidas de bridge en la residencia de su padre, él se rio y contestó que trataba de ir de vez en cuando. “Mi padre fue muy contradictorio, y me ha dolido. Nunca aceptó que haya rechazado la vida que planificó para mí.” Franco Macri ha dicho que su hijo se queja y se queja de él, pero que siempre aprovechó todo lo que él tenía. Incluso, a su propia secretaria, Anita Moschini. “Me acompañó 30 años —escribe Franco Macri en su biografía— y fue sin dudarlo una de las mujeres más importantes de mi vida… la persona que cuidaba mis espaldas en mis empresas… Era ‘muda’. Solamente decía al final de mi exposición: ‘Sí, señor; no, señor’. Un día la jubilé ‘de prepo’ (a la fuerza, pero con la intención de favorecerla) …A la vuelta de uno de mis viajes, ¿dónde me la encuentro? Trabajando con Mauricio.”
El 22 de noviembre de 2015, el día del ballotage, después de que el candidato oficialista Daniel Scioli reconociera la derrota, en el búnker de Cambiemos siete mil personas cantaron y bailaron vivando al nuevo presidente con un “Sí, se puede”. Entre pizzas y empanadas con toques gourmet, y la amargura de algunos periodistas que escribían sus reportes sin dejar de repetir por lo bajo “no lo puedo creer, no lo puedo creer”, Mauricio Macri subió al escenario y habló de la unión de los argentinos. Después buscó a Anita Moschini, la condujo hasta el centro y le agradeció por cuidarlo desde los 5 años. Otro truco de Durán Barba, dijeron los que no se conmovían con las lágrimas del presidente. Pero el asesor ecuatoriano no estaba allí. Se rumoreaba que Mauricio Macri se había desmarcado del consultor en las últimas semanas, que se sentía más político, más suelto de lengua y de gestos. El otro agradecimiento especial fue para Marcos Peña “Marquitos”, quien sostuvo la mística en los peores momentos de la campaña y soñó con ser vicepresidente. Peña es el cerebro que —todos coinciden— articula las palabras del presidente y también sus mejores ideas, y por estos días es el jefe de Gabinete.
“Mi hijo tiene la mente de un presidente, pero no el corazón”, dijo Franco Macri en la revista Noticias, en enero de 2014. Sin embargo, cuando la realidad se impuso, sacó a relucir su pragmatismo: apareció en los festejos y comenzó a escribir mensajes emocionados en su Facebook. “Mi felicitación y apoyo. Con la esperanza de que Dios te guíe en este camino. Fuerza, coraje y trabajo presidente. Tu padre. FM.”
* * *
El sábado 24 de agosto de 1991, a la 1:15 de la madrugada, una banda de secuestradores capturó a Mauricio Macri en la puerta de su casa de Barrio Parque. Tenía 32 años. Lo golpearon, lo ataron, lo metieron en un ataúd en el baúl de un auto, lo llevaron hasta un galpón, y en un sótano de 1.5 x 1.5 metros —donde entraban un colchón, un inodoro y una lámpara— lo tuvieron encadenado con un grillete alrededor del tobillo. Por un agujero en el techo le bajaban la comida y le apuntaban simulando su ejecución. Uno de los raptores era hincha de Boca Juniors. Después de catorce días, cuando se acercó para quitarle la cadena, él preguntó: “¿Me van a matar?” El hombre le contestó: “¡Cómo voy a matar al futuro presidente de Boca!”, y lo dejó en libertad. La banda había recibido el pago del rescate. Aunque su monto nunca se hizo oficial, se habla de seis millones de dólares y de Nicolás Caputo como negociador. Porque fue el número de teléfono de su amigo, y no el de su padre, el que Macri le dio a los raptores para pactar su liberación.
Según dijo, el secuestro le dio coraje, se sintió libre. “No tengo que estar todo el tiempo peleando con mi viejo, reclamando un espacio, pensé. Necesito algo que me llene el corazón, que me llene de pasión: voy por Boca, dije.”
Tardó cuatro años en recuperar el sueño y la calma después del secuestro, y preparar el terreno para ser elegido presidente de la institución deportiva más popular del país. La transformación del club entre 1995 y 2007 fue contada en Pasión y gestión. Claves del ciclo Macri en Boca (Aguilar, 2011), un libro firmado por Mauricio Macri, Alberto Ballvé y Andrés Ibarra, y presentado como un caso de estudio de una gestión empresarial exitosa.
“Aposté fuerte —escribe en el libro—. Llamé a quince de los más famosos exjugadores y les hice una sola pregunta: ‘¿Qué falló en estos últimos quince años?’ La coincidencia fue absoluta: ‘Hemos perdido la identidad’. El segundo paso fue exponerles mis ideas básicas. O, mejor, mi gran ilusión: 1) Poner a Boca entre los cinco clubes más grandes del futbol mundial. 2) Ordenar la institución, porque sin orden nada puede funcionar: ni un club, ni una empresa, ni una ciudad, ni un país. 3) Crear un club que estuviera por arriba, en potencia y prestigio, de los directivos, los técnicos y los jugadores. 4) Armar el equipo con jugadores que se adaptaran a las exigencias de Boca, a pesar del cambio de los tiempos y de la ausencia de cracks como ellos.” En el libro se describe cómo el club pasó de ser una asociación civil sin fines de lucro con serios problemas financieros a una sociedad anónima con presencia internacional; cómo el patrimonio se multiplicó por diez, se construyó un nuevo estadio y se racionalizó la administración. Durante su mandato, Mauricio Macri expuso públicamente las pretensiones monetarias de las estrellas del equipo, les bajó el sueldo y redujo los premios.
En 2005, Boca cumplía 100 años y el escritor y periodista Martín Caparrós publicó su libro Boquita. En las entrevistas que le hicieron por entonces, Caparrós decía que Mauricio Macri “quería convertir a Boca en un club abc1, en un club fashion según sus propias palabras”. En un reportaje de Página/12 recordaba un encuentro que tuvieron en el vestuario del club, esperando la salida de los jugadores en una noche de triste derrota: “Lo que me sorprendió fue que Macri no me parecía muy acongojado. Y yo no sabía por qué. Ahí le dije que quería hablar con él por el libro. Él me dijo: ‘Mientras vos no le metas ideología’. Y a mí me impresionó eso, porque es el uso clásico que la derecha hace de la palabra ideología: ‘ideología’ es siempre lo que piensan los otros. Lo que piensan ellos es la ‘verdad’, la ‘realidad’ o lo que fuese. Por eso le dije: ‘Yo le meteré un poco de ideología y vos le meterás la tuya’. Y ahí se fue.”
En 2001, cuando el pueblo gritó “que se vayan todos”, él hacía seis años que lideraba el club de futbol más popular del país. Entonces le dio rienda a la imaginación. “Más que nunca había que hacer algo. Ahí terminé de elaborar, de plasmar en mi cabeza, eso que había fantaseado varias veces. Ahí dije: ‘Vamos, ahora. Vamos. ¿Por qué no?’ ”
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“Es un gran tiempista”, decía la ejecutiva. Y hacía referencia al sentido de oportunidad del presidente, al modo en que controló la ambición de expandir su poder por fuera de la Ciudad de Buenos Aires. Ella asegura haber estado presente en algunas de esas reuniones en que era impulsado a lanzarse a una candidatura nacional. Macri sopesaba y decidía esperar, para crecer y consolidar el predominio del pro en la Ciudad. Muchos estaban convencidos que ése era su único futuro posible, una reclusión perpetua en el territorio porteño. Para el analista político Sergio Berensztein esa percepción comenzó a cambiar con los cacerolazos de 2012 y 2013. Espontáneamente, sin banderas políticas, un sector que Berensztein identifica con la clase media se autoconvocó a través de las redes sociales y ocupó la Plaza de Mayo y varios puntos del país batiendo cacerolas para expresar el rechazo frente a las políticas kirchneristas. En su estudio de San Telmo, el académico de la prestigiosa Universidad Di Tella, dice que la frase “Vamos por todo”, que Cristina Kirchner había lanzado en uno de sus discursos, funcionó como una amenaza en el imaginario social. Por esos días, Macri decía entender muy bien las palabras de la entonces presidenta: “Ella quiere un modelo chavista, de pensamiento único”.
En medio de rumores de una reforma constitucional para hacer posible un tercer mandato de la expresidenta, las consignas de los cacerolazos repudiaban el autoritarismo, la falta de independencia de la justicia y la confrontación. Macri tomaba nota y se proponía como lo opuesto. Se proclamaba el candidato de la sensatez y la normalidad, del diálogo y la humildad. Sin embargo, eso solo no hubiese alcanzado para ganar. Para Berensztein, Macri llegó a la presidencia por el colapso del oficialismo que se precipitó cuando —en una decisión que muchos intentan aún dilucidar— la expresidenta señaló a Daniel Scioli como sucesor, y lo condenó a la desaprobación y ataque de las propias fuerzas partidarias. Acorralado, hacia el final de la campaña, el político conciliador que parecía ser Scioli se transformó en uno más agresivo que echó mano de lo que algunos llamaron “campaña del miedo”. Macri es el “demonio del capitalismo” dijo, y agitó el espanto del desempleo, la exclusión, la destrucción de las pequeñas empresas y auguró el retroceso de las políticas de derechos humanos.
Durante el debate televisivo que se realizó antes del ballotage, después de que Scioli lanzara una andanada de imágenes estremecedoras acerca de lo que les esperaba a los argentinos si su adversario ganaba la elección, Mauricio Macri, entrenado para callar, le dijo, con aparente o genuina calma y tono de conmiseración: “Mirá en lo que te han convertido, Daniel”. Pero a veces, ofuscado por la estrategia de poner la otra mejilla que había aconsejado Durán Barba —siempre por debajo del radar, siempre por debajo del radar—, se quejaba: “Otra vez tengo que hacerme el boludo… ¿Cuándo voy a poder pegar?”, escribe Iglesias Illa en Cambiamos.
No responder a las agresiones. Dejar que las críticas se diluyan solas. El equipo de campaña decía que nada debía poner en peligro la imagen que habían construido de Mauricio Macri. Ni grandes actos, ni grandes discursos. El asesor ecuatoriano apostaba a la conexión emocional. Estar cerca, tocar el timbre de las casas, presentarse ante los votantes, hacerlos los protagonistas de la historia y el cambio.
Hay una fotografía de la noche del 25 de octubre de 2015, en la primera vuelta, en la que Mauricio Macri parece un fantasma azul. El brillo del televisor cayendo sobre su rostro pegado a la pantalla. Con la mano derecha se tapa la boca mientras los ojos asisten a la revelación porque por unos minutos, cerca de la medianoche, el recuento parcial de votos lo ponía en primer lugar. La fotografía es el retrato de un hombre que no puede creer lo que ve. En el búnker de Daniel Scioli, mientras eso pasaba, todo se silenció de golpe. Los mozos con las bandejas quedaron tiesos frente a los televisores. Los policías dejaron sus puestos para mirar lo imposible. Y aunque la tendencia se revirtió pronto y Scioli ganó esa primera vuelta, la ínfima ventaja de dos puntos y medio no fue suficiente para evitar un ballotage.
Sergio Berensztein conoce muy de cerca a Mauricio Macri y dice que el presidente estaba convencido de que alguna vez llegaría a la Casa Rosada. Si tuviese que arriesgar un motivo para explicar semejante cruzada, diría que lo empujó el deseo de ser aceptado por el establishment, algo que siempre intentó y no conseguía del todo. “Es una paradoja interesante porque la élite que lo rechazó, ahora llega al gobierno a través suyo. Con Macri, la burguesía se reconcilia con la democracia. Con este presidente tienen el poder las clases altas y bien educadas.”
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A pocos días del triunfo, preparando la agenda de trabajo, Mauricio Macri escuchó de su gabinete diagnósticos y propuestas. Pensó unos minutos y preguntó: “Y después de eso, ¿la gente va a seguir queriéndome?” Hernán Iglesias Illa recordaba esa reunión un día de enero de 2016, con el sol cayendo sobre el Patio de las Palmeras de la Casa Rosada, en medio de un clima de mudanza. Los pintores lijaban paredes, y en los pasillos se apilaban tarros, escaleras y muebles. El presidente había viajado al Foro Económico Mundial de Davos. Hacía doce años que Argentina no asistía. Esa mañana, las noticias lo mostraban junto al mandatario mexicano Enrique Peña Nieto, con un titular que decía “México y Argentina exhiben su empeño por ser países confiables”. En la Galería de los Patriotas, Iglesias Illa señalaba los cuadros de los expresidentes Néstor Kirchner y Hugo Chávez, y decía que pronto los iban a descolgar. El autor de Cambiamos estaba feliz. Se le notaba también preocupado. Su misión en el gobierno es ser un mensajero del jefe de Gabinete, Marcos Peña. Visita a los ministros y les recuerda que detrás de cada decisión hay gente que el presidente prometió cuidar. No es una tarea sencilla. El gabinete está integrado por exejecutivos de empresas privadas —ceo— entrenados para medir la eficiencia con la vara que rige en los negocios. En esos días, se trabajaba en las medidas de “sinceramiento de la economía”, y a Iglesias Illa le estaba costando, decía, sostener la mística del proyecto.
El gobierno cumplió la promesa de campaña y liberó el “cepo cambiario” que imponía drásticas restricciones a la compra de dólares. La devaluación de cerca de 40% no provocó, inicialmente, demasiados sobresaltos. El Congreso aprobó el pago a los llamados fondos buitres (fondos especulativos que compran bonos impagos a precios que rondan 20% de su valor para luego reclamar por la vía judicial 100%) y puso fin al default de deuda, que Argentina arrastraba desde hace quince años. Ahora, el gobierno espera obtener créditos en el mercado internacional, y que comiencen a llegar capitales que reactiven la economía y generen empleo.
“Terminamos con el aislamiento” escribió el presidente en el hashtag #100días, a mediados de marzo. En esa vuelta al mundo centra sus expectativas y marca el contraste más nítido con el gobierno anterior. El presidente de Francia, François Hollande, y el primer ministro de Italia, Matteo Renzi, viajaron a Argentina en señal de apoyo. Y en una visita que fue proclamada como histórica llegó al país, en marzo, Barack Obama. El presidente norteamericano y la primera dama argentina se fotografiaron abrazados como si se conociesen de toda la vida; se firmaron acuerdos comerciales y en un homenaje a las víctimas de la última dictadura militar, Obama arrojó al río flores blancas y una promesa: desclasificar archivos secretos de aquellos años. La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, no los acompañó. Valoró el gesto de Barak Obama, pero con respecto al presidente se preguntó: “¿Qué derechos humanos defendió Macri?” y dijo que “no hay un proyecto de derechos humanos en la gestión actual; no la hubo tampoco cuando fue jefe de Gobierno de la Ciudad”. El presidente asegura que, en ese campo, todo —y eso incluye los juicios que se llevan a cabo contra militares acusados de delitos de lesa humanidad— seguirá adelante.
En ese juego de opuestos, apenas asumió, el presidente se reunió con la oposición y los gobernadores. Cambió los discursos por cadena nacional que solía usar la expresidenta por conferencias de prensa. Arremetió contra dos estandartes del kirchnerismo: eliminó las retenciones a las exportaciones del sector agropecuario y modificó la ley de medios que limitaba la concentración de servicios y zonas de operación y había perjudicado a grandes grupos como Clarín. Nombró a dos reconocidos jueces para cubrir las vacantes en la Corte Suprema de Justicia, pero eludió los tiempos y formas que marca la Constitución, y fue tan duramente criticado que tuvo que retroceder y esperar el pronunciamiento del Congreso. Hubo denuncias de represión con balas de goma en algunas protestas, y se aprobó un nuevo protocolo de actuación en manifestaciones públicas que la ministra de Seguridad presentó diciendo: “Si a los 5 o 10 minutos no se van (refiriéndose a quienes cortan calles o rutas a manera de protesta), los sacamos”.
Pero es la economía lo que desvela al presidente. “Se dispara la pobreza en Argentina en los primeros 100 días de gobierno de Macri”, publicó en tapa el diario español El País. Un millón y medio de nuevos pobres, según la Universidad Católica Argentina, una fuente que él solía citar para criticar al gobierno anterior. El oficialismo socorre a los sectores más vulnerables con tarifas sociales para servicios y transporte, y la devolución de impuestos incluidos en el precio de alimentos, pero la inflación no baja de 30% interanual, el boleto del transporte se duplicó y las tarifas de luz, agua y gas —que acarreaban años de retrasos— se ajustaron con alzas de entre 200 y 700 por ciento. Los despidos se estiman en más de 100 mil desde el comienzo de la gestión, muchos de ellos en el sector estatal, puesto que el gobierno apunta contra el sobredimensionamiento del sector público del que responsabiliza a la gestión anterior. En el sector privado se empieza a sentir la recesión, y la crisis brasileña afecta las exportaciones hacia ese país, fundamentales para la economía argentina
“Nos acusaron de hacer una campaña de terror. Bueno, parece que nos quedamos cortos”, dice Axel Kicillof por teléfono un día de abril. El exministro de Economía del gobierno saliente y ahora diputado por el Frente para la Victoria “no esperaba un ajuste de shock. Macri aseguró que su programa seguiría siendo inclusivo y ahora despliega lo que negó: medidas ortodoxas que están deteriorando muy rápido el poder adquisitivo de los trabajadores y generando despidos. Su plan es ideológico: Estado reducido, alineación internacional y endeudamiento. Es en lo que cree el presidente”.
El otoño evaporó aquel aroma de campaña esperanzado en que parecía posible alcanzar metas ambiciosas sin demasiados sacrificios. El presidente pide paciencia. Está convencido de que en la segunda mitad del año llegarán las buenas noticias. Los encuestadores dicen que su imagen positiva sigue alta; que el ánimo social podría definirse como preocupación esperanzada; y que si supera esta instancia, será imparable. Berensztein dice que hay que ser prudentes, que en 100 días no se puede evaluar una gestión. Las revoluciones populistas precedieron a Macri y lo pueden suceder, dice. “Siempre hay plan B, y no hay más que dos caminos posibles: ir al populismo o a un ajuste mayor.”
* * *
En los primeros días de abril, la prensa internacional dio a conocer un informe llamado Panamá Papers. Allí se revela la identidad de figuras públicas vinculadas a sociedades offshore radicadas en paraísos fiscales, que la población asocia a la evasión de impuestos y lavado de dinero. Mauricio Macri aparece en la lista, y aunque declara su inocencia y explica que sólo figura como director de una empresa de su padre —que nunca operó y fue disuelta en 1998— ha sido acusado de “omisión maliciosa” por no informarlo. A mediados de abril, la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner llegó a Buenos Aires desde su residencia en el sur para declarar en una de las varias causas que la relacionan con actos de corrupción. La Cámpora organizó un acto masivo para darle la bienvenida, intentando imponer su figura como líder de la oposición, pero el peronismo más ortodoxo parece buscar un nuevo caudillo. El presidente estuvo ese día en el norte del país.
“¿Qué tienen que saber de mí? Después de tantos años en el futbol y la política, el que quiere ver, sabe quién soy yo, cuáles son mis intenciones. Lo mío está sobre la mesa”, decía el presidente cuando aún era un candidato con poco brillo. “No significa que sea infalible. Ni que garantice el resultado. Pero no tengo nada detrás. Es lo que hay. Y acepto que la gente piense que no alcanza. Que digan: ‘no le da el piné’. Lo que no pueden pensar es que hay otra cosa: a esta altura, soy un libro abierto.”
El presidente dice que aspira a unir a los argentinos después de doce años de confrontación durante el gobierno kirchnerista. Pero hasta los exalumnos del Newman están divididos. La tradición del colegio irlandés dice que al león del escudo se le pondrá una corona de rey el día que un exalumno sea presidente de la nación o cuando el equipo de rugby salga campeón en un torneo nacional. A través de una carta, las autoridades explicaron que no era un momento oportuno para modificar el escudo, que son tiempos para practicar la humildad y sostener el principio de Luchar la buena lucha, pidiéndole a Dios que ilumine la gestión del presidente. Algunos exalumnos están de acuerdo con esa decisión. Otros se sienten desilusionados. Pero hasta el día de hoy el león sigue sin su corona. //
Monica Yemayel nació y vive en Buenos Aires. Es directora de un instituto de investigación especializado en economía y finanzas. Hasta 2010 escribía casi exclusivamente sobre esos temas. Ese año comenzó a ir a un taller de periodismo narrativo; sigue yendo, cada lunes, para empezar la semana hablando de periodismo. Desde entonces escribe perfiles de presidentes, ministros de economía, editores, artistas, científicos, crónicas de corte social y reseñas de libros. Las notas, que firma con el apellido de su madre, se han publicado en Gatopardo, Internazionale, Courrier International,Travesías, Anfibia, Rolling Stone, La Nación, Viva, Sophia, Perfil, y en los blogs de Eterna Cadencia y Escritoresdelmundo.com. Es coautora de Voltios. La crisis eléctrica y la deuda eléctrica, editado por Leila Guerriero y publicado por Editorial Planeta (2017). Su crónica «Los detectives de Borges» fue incluida en Crónica 3, una antología de autores latinoamericanos publicada por la Dirección de Literatura de la UNAM (2018).
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