Mirar nuestra muerte: Ser mujer perito en México
Wendy Selene Pérez, Paula Mónaco Felipe
Ilustraciones de Jimena Estíbaliz
Un día en la fiscalía para feminicidios, en una ciudad donde una mujer es asesinada cada cinco días, en un país donde se cuentan 10 feminicidios al día. La criminalidad deja sin descanso a los equipos forenses conformados por mujeres. ¿Cómo logran observar el dolor y desentrañar las cifras?; ¿cómo tomar distancia sin perder la empatía?; ¿qué hacer con la desigualdad laboral frente a sus pares hombres?; y ¿qué hacer con el peligro latente de ser mujer en este oficio? Éstas son las preguntas que ellas encaran día con día.
Son tantas las víctimas que no sabemos nombres ni números precisos. Seguido mostramos a quienes reclaman por ellas: madres, hijas, hermanas, amigas. Las manifestaciones, sus fotografías, las cruces rosas que enmarcan el dolor. Pero al asomarnos a las instituciones, hurgar en un mundo soterrado y tratar de ver dónde queda la justicia, encontramos las batallas que libran otras mujeres en la criminología y las ciencias forenses. Esta historia está diseccionada en cuatro partes y muestra la vida de varias mujeres que, aun a riesgo de ser las próximas víctimas, viven los feminicidios desde su trinchera.
I.
Es una mañana de octubre de 2020. Desde un rincón en un edificio gris rodeado por una gran barda blanca, que parece una fábrica más de la Ciudad de México, junto a una avenida que es río de vehículos y colectivos que jamás se detiene, ahí opera la fiscalía donde nadie quiere estar. La “fiscalía del pasillo”, le llaman. Fiscalía Especializada para la Investigación del Delito de Feminicidio es su nombre oficial, extenso y pomposo. El gobierno de la capital la creó en septiembre de 2019 y desde abril de 2020 existe bajo el mando de Sayuri Herrera, una mujer de apenas 38 años, abogada y activista que ha enfrentado al Estado en casos emblemáticos.
Cuando crearon la fiscalía, muchos servidores públicos —mujeres y hombres— pidieron que los trasladaran a otras dependencias. No querían trabajar ahí porque a muchos les pesa el tema. Otros simplemente no dieron explicaciones. Hoy, cuando el mundo sigue en crisis por la pandemia de Covid-19, una mujer espera afuera de la pequeña oficina de la fiscal. Es una servidora pública con el cargo de oficial secretaria, lleva seis meses ausente por riesgo de contagio y, aunque percibe un sueldo, no ha presentado ningún avance de trabajo. Hoy trae una carta donde dice que se rehúsa a reintegrarse cuatro días por semana y a unirse a las guardias organizadas para garantizar la atención a víctimas las 24 horas.
—No puedo venir porque tengo una hija y la tengo que cuidar —dice la mujer.
—¿Y qué hacemos con las madres que llegan aquí porque buscan a sus hijas? —responde la fiscal, en tono suave, hasta con dulzura.
El diálogo se escucha desde fuera porque no hay muros en esta fiscalía de pasillo. Funciona en un pedazo prestado de la Fiscalía Central de Homicidios de la Ciudad de México, en la alcaldía Azcapotzalco. Y aquí nadie tiene oficina aparte, ni la jefa. La fiscal, los agentes, los policías de investigación y los administrativos comparten el área sin la más mínima privacidad. Los agentes ministeriales están en cubículos abiertos, con muros bajos. Las conversaciones se mezclan aun hablando en voz baja. Quienes llegan a declarar deben relatar a viva voz los detalles de un feminicidio, una necropsia o una tortura.
Las paredes son blancas y el piso es beige, el beige opaco y triste que tiñe los emepés del país. Esos lugares donde hay más oscuridad que luz, donde todos los trámites parecen eternos y las dudas se multiplican: “¿Qué hago aquí?” “¿Servirá de algo?”. Destaca una lona color morado, colgada para señalar que allí es la fiscalía para feminicidios. No hubo recursos para un cartel formal. Junto, hay dos sillones negros de plastipiel que les donaron las Mujeres Organizadas de la Facultad de Filosofía y Letras (MOFFYL); las feministas jóvenes y encapuchadas hicieron una rifa y así regalaron
los únicos sillones que hay, el espacio de mínima comodidad para madres, hermanas y amigas que transitan momentos dolorosos.
La oficina de la fiscal es una pecera con tres mamparas de vidrio que no llegan al techo. Tiene un escritorio austero en forma de L que comparten ella y su asistente, Marisol Feria. Hay una sola computadora de escritorio y cada una trae su propia laptop, su equipo personal. El servicio de internet es limitado, sólo funciona en los equipos de escritorio. Aquí no hay bodega para insumos de papelería, que se acumulan detrás del escritorio de un perito; es una montaña de cajas de papel nuevo que amenaza con aplastarlo. Tampoco hay archivo para los expedientes: en cada semicubículo, las agentes acomodan sus casos en el piso. Entre la computadora y el bote de basura, pegados al muro, cada quien apila los expedientes que le tocan. Y ahí quedan, sin candado ni gaveta, donde cualquiera podría robar las pistas para dar con quienes mataron a decenas de mujeres.
En los últimos cinco años, entre 2015 y septiembre de 2020, se iniciaron 316 investigaciones por feminicidio en la Ciudad de México, sólo el 36% de los 875 homicidios de mujeres que se cometieron en el mismo periodo, según los datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (Inegi) y las cifras oficiales del gobierno capitalino.
El equipo de la fiscalía está por mudarse a un nuevo edificio que les prometieron. Los planos están pegados en vidrios y muros, exhibidos como el anhelo de un futuro mejor: un lugar con una sala de espera cómoda para las víctimas, bodega, archivo y también un servicio médico, porque a veces las mamás se desmayan o descomponen cuando les toca, por ejemplo, identificar el cuerpo de una hija asesinada. Hasta ahora han pedido ayuda a otras oficinas, pero hace poco la de narcomenudeo se negó a atender a una víctima. Les dijo: “¿Por qué, si no me toca?”.
La fiscalía que investiga los feminicidios en la gigantesca capital de ocho millones y medio de habitantes tiene 16 agentes ministeriales, aunque en realidad han trabajado sólo con 13; el resto fue considerado población vulnerable a la Covid-19 y está en sus hogares. Cada uno tiene alrededor de 50 carpetas de investigación a cargo.
Nueve de los 16 agentes son hombres. En este mundo, las mujeres suelen ocupar cargos de menor rango: son oficiales secretarias aunque sean abogadas tituladas o con maestrías, muchas veces, con mejor preparación que los hombres que les dan órdenes.
¿Cómo se conformó el equipo de la fiscalía? No hubo selección. La mayor parte de sus integrantes fue designada, aunque no todos tengan experiencia en litigio y otros estén especializados en cuestiones administrativas. La oficina comenzó a funcionar con los servidores públicos que eran parte de la Agencia E de Homicidios y tenían su escritorio justo ahí donde las autoridades decidieron acomodar la nueva fiscalía. Les tocó a quienes habitaban el pasillo.
***
Sayuri Herrera, la primera fiscal para feminicidios de la capital, es una treintañera de voz dulce y juicio implacable. Es licenciada en Derecho y en Psicología, y maestra en Derechos Humanos. Joven, pero con carácter forjado en trincheras complejas. Ha sido abogada litigante en casos emblemáticos como el del normalista Julio César Mondragón Fontes, a quien le arrancaron el rostro, torturaron y asesinaron en Iguala, en el caso Ayotzinapa; o el feminicidio de Lesvy Berlín Rivera Osorio, una chica de 22 años a quien su novio estranguló con el cable de un teléfono público dentro de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la más importante del país. Este caso logró la primera disculpa pública de parte de médicos forenses en la historia de México: Felipe Takajashi, director del Instituto de Ciencias Forenses de Ciudad de México (Incifo), pidió perdón porque sus peritos y peritas habían dictaminado como suicidio la causa de muerte de Lesvy.
Antes, en 1999, Sayuri Herrera fue parte de la huelga estudiantil de la UNAM. Los grupos más jóvenes y radicales del movimiento feminista la respetan por su activismo; tal vez por eso y en busca de aprobación, el gobierno capitalino la nombró primera fiscal de feminicidios el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Mientras la anunciaban, ella marchaba en las calles con miles de mujeres en una manifestación sin precedentes, algo que pocas funcionarias pueden hacer sin recibir reclamos.
Ahora, las mañanas de la fiscal empiezan con las mismas noticias: una, dos, tres mujeres halladas en la ciudad. Mutiladas. Golpeadas. Descuartizadas. Rociadas con gasolina. Desnudas. Maniatadas. Envueltas en cobijas. Cuerpos abandonados en zonas boscosas, en zanjas. Dentro de sus hogares. Mujeres asesinadas, torturadas y violentadas de modos que no caben en palabras. Desde que existe la fiscalía especializada en feminicidios, los números no han bajado; más bien, han incrementado. En la capital, en promedio aparece una mujer asesinada por razones de género cada cinco días, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Ocurre porque la violencia no cede —ni en la capital ni en el resto del país— pero, sobre todo, porque ahora, al parecer, los feminicidios se están contando mejor y las familias se animan a denunciarlos como tales.
En abril, la ciudad tenía 369 expedientes abiertos de feminicidio. Seis meses después, la cifra subió a más de 600. Quien lleva la cuenta y los detalles es Dian, una muchacha que sonríe con un gesto natural. Usa jeans y camiseta suelta de manga corta que deja ver pequeños tatuajes en sus brazos. Es geógrafa por la UNAM. Lleva las estadísticas de la fiscalía y, como parte del proyecto que encabeza Herrera, trabaja en la elaboración de un mapa georreferenciado a partir de la información de los expedientes. Registra los lugares donde fueron hallados los cuerpos, pero también donde se cometieron los crímenes, que no siempre son el mismo lugar. Arma una base de datos con diversas variables como la relación entre víctima y victimario, antecedentes de violencia, hijos y zona de residencia, entre otras. Integra conceptos complejos como “basurización de los cuerpos”: mujeres estranguladas, quemadas, muertas a golpes; cadáveres en bolsas como basura.
Por ahora no han detectado patrones barriales de violencia; los datos no muestran si una zona es más peligrosa que otra en términos de feminicidios, aunque sí revelan particularidades: lugares con mayor incidencia, áreas o giros comerciales con más crímenes dentro de alguna alcaldía.
La geógrafa estudia la relación entre violencia y espacios para entender lo que le están haciendo a las mujeres en la Ciudad de México. Busca pistas que ayuden a prevenir y diseñar políticas públicas.
Frente a Dian están Zulema y Layla, que llegaron hace poco también a pedido de la fiscal. Zulema —cabello oscuro y un tono de voz alto que destaca entre el murmullo de los demás— es socióloga, feminista y defensora de derechos humanos. Hace una relación de víctimas indirectas: uno a uno, revisa los 600 expedientes para identificar a hijos, padres y personas afectadas que quedaron en alguna situación de vulnerabilidad.
—Hemos detectado entre tres y cinco víctimas por carpeta —explica—. La prioridad son niños en orfandad, que a veces se quedan viviendo con los probables culpables; también adultos mayores y personas con alguna discapacidad.
Una vez identificados, los integra a una base de datos y luego se comunica con ellos para asesorarlos y acompañarlos, para que el Estado les garantice derechos y procure reparar el daño. Zulema usa su computadora personal para completar la base de datos. Y llama a las familias desde su celular porque los teléfonos de la fiscalía sólo pueden marcar a números fijos. Qué presupuesto se les asigna es una pregunta que familiares y activistas han hecho al gobierno de la Ciudad, pero no hay respuesta. En el presupuesto de egresos del 2020 no está escrita en ninguna parte del documento la palabra “feminicidio”.
Layla también releva carpetas, buscando identificar cómo ha sido el tratamiento —o la falta de tratamiento— a las víctimas que son parte de la comunidad LGBT+. Herrera pidió contratarla cuando detectó que, entre los 469 expedientes que recibió, había cien que tenían pocas gestiones en cerca de un año y varios de esos casos olvidados involucraban a transexuales, travestis y trabajadoras sexuales. Layla tiene el cabello negro, lacio y largo sólo de un lado; parte de su cabeza está rapada. Trae un vestido negro y un colgante de estrella de David. Tiene 26 años. Egresó de Filosofía y trabajó en organizaciones no gubernamentales. Es experta en transfeminicidios; sabe buscar indicios porque los entiende. Ella es parte de la comunidad trans. Donde otros sólo ven ropa interior femenina, maquillajes y objetos, Layla identifica pistas de prácticas travestis o procesos de transición. En tres meses ha detectado 21 casos investigados sin una perspectiva diferenciada, limitados por una identidad jurídica que no coincidía con la identidad personal de las asesinadas.
Zulema y Layla comparten una mesa de apenas un metro por 50 centímetros. Como en un rompecabezas, acomodan sus computadoras portátiles, expedientes y dos tazas de café. Juntas tratan de sobrellevar lo difícil que es mirar a la muerte de cerca.
—En mi caso, el trabajo aquí es por compromiso con el tema —dice Layla—. Pero ha sido complicado por la crudeza de la violencia que se ve en cada investigación. La violencia de estos crímenes y la violencia institucional por falta de perspectiva.
A Zulema tampoco le ha resultado fácil:
—Trabajar con la muerte me ha tocado, me ha quitado el sueño, por ejemplo.
En los últimos seis meses, una trabajadora renunció porque lloraba a diario y luego se fue a otra instancia: “No entiendo por qué nos odian tanto”, decía.
Desde su pasillo, con pocas herramientas y pese a los obstáculos, la fiscalía da resultados. En seis meses rescató decenas de expedientes del archivo, reabrió investigaciones olvidadas, duplicó el número de casos, lo cual muestra, sobre todo, cifras realistas e inspira confianza en la población para acercarse a denunciar. También en un semestre superó ya el número total de órdenes de aprehensión y vinculaciones a proceso. La Fiscalía de Investigación del Delito de Homicidio —sobre quien antes recaían los feminicidios— giró 18 órdenes de aprehensión y 17 vinculaciones a procesos por feminicidios en todo 2019, y desde que surgió la fiscalía especial más de la mitad de las gestiones han sido emitidas entre mayo y noviembre de 2020
La fiscalía investiga, funciona y es efectiva.
La oficina de Sayuri Herrera batalla contra los enemigos más diversos, hombres ensañados en perpetuar la violencia más allá de la muerte. Un feminicida ya preso, sentenciado con pruebas tan contundentes como videograbaciones por estrangular a una mujer y abandonar su cuerpo en su propia casa, se ha negado a revelar el nombre de su víctima. Y así, el cuerpo de esa mujer sigue depositado en una morgue sin que sus seres queridos puedan enterrarla.
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Herrera asiste a una reunión virtual en la que hablan de cómo va el nuevo edificio y de una protesta por la despenalización del aborto, que fue encapsulada por policías.
—Veía a todas esas policías en la manifestación y me preguntaba por qué ellas no están aquí —reclama Sayuri Herrera a alguna otra autoridad—. Creo que todos esos recursos humanos nos podrían ayudar.
Cerca de su oficina, a medio pasillo, hay una fotocopiadora. Nunca hay fila, pero tampoco está desocupada. Llegó hace poco y ha sido la alegría de todos porque la burocracia es un mundo de papel: todo debe estar impreso y archivado. Sin la fotocopiadora, el equipo de feminicidios debía pedir favores en otros pisos y pasillos. Ahora es una máquina sin pausa.
Ahí llega una muchacha con jeans elásticos y con roturas en las piernas, una camiseta gris y tenis de plataforma, impecables porque son nuevos (o están muy limpios). Ronda los 30 años, parece una joven que encontrarías en cualquier lugar, hasta que gira y revela en el lado izquierdo de su cinturón una pistola de escuadra. La chica es una de las pocas policías de investigación asignadas a esta dependencia donde no alcanza el personal para garantizar custodias a las víctimas sobrevivientes.
Durante una investigación judicial intervienen tres instancias: el Ministerio Público es la autoridad del Estado que acompaña a quien denuncia y cuya tarea es determinar si el delito tiene validez para iniciar una investigación; los policías que investigan; y los especialistas forenses, peritos, que certifican y ayudan a entender los hechos.
La fiscalía especial para feminicidios no tiene forenses adscritos para ir a las escenas del crimen o realizar estudios a los cuerpos. Depende de que la fiscalía de homicidios les “preste” peritos, así como de los equipos de Unidad Criminalística de Proximidad (ucepés, les dicen), uno por cada punto cardinal, con cuatro turnos por cada zona. Las ucepés están integradas por criminalistas, fotógrafos y policías de investigación. Los médicos no asisten a la escena del crimen. Así, muchas veces, luego de otras intervenciones, el cuerpo de una mujer asesinada llega al Incifo, desnudo, sin ropa ni objetos que ayuden a reconocer la causa de muerte, dar pistas del feminicida o reforzar la causa judicial. En el camino se borran las huellas que pueden revelar algo importante.
II.
Diligencias a las cuatro de la madrugada, guarderías cerradas; asegurar una propiedad; valuar tambos con ácidos, pistolas, fusiles, joyas; hacer largos análisis y dictámenes con un bebé en brazos: así fueron las peores noches de Ana durante dos décadas de trabajo en la Fiscalía General de la República (FGR) como perita valuadora de bienes transportables.
—A esa hora, ¿dónde lo dejaba? —dirá a modo de explicación seis años después, mientras su hijo ronda por el jardín de su casa, una vivienda de tipo campestre. Ana (sin apellido, por seguridad) es una química farmacobióloga de 52 años con el cabello largo y negro, anteojos y sonrisa amplia, nacida en Oaxaca.
Como perita oficial trabajó en Ciudad de México, Oaxaca, Veracruz y Puebla. Lo más difícil fueron los últimos días: solo eran ella y otro perito en un estado donde no paraban de crecer los robos de combustible y la ordeña de ductos. Tomaba a su pequeño en la madrugada, lo subía al auto y llegaba con él a donde la llamaran. No había más opciones porque su esposo también era forense y vivía en la Ciudad de México. Un día llegó con el bebé a una diligencia a las 11 de la noche.
—Oiga, no puede traer a su hijo —le dijo un emepé.
—¿Y qué quiere que haga? —refunfuñó Ana.
Entraba a las 8 am y regresaba a las 10 pm o pasada la medianoche; hacía una decena de dictámenes por día, lo que era una locura. Llegó a trabajar 72 horas sin dormir.
Un disco con más de 50 mil fotografías hacen parte del registro de su trabajo: cada una cuenta una historia. Como el caso de dos primas adolescentes, de 14 y 15 años, que iban caminando por una carretera en Tlaxcala cuando un grupo de tratantes las subió a un vehículo y las secuestró para prostituirlas en un lugar donde se fabricaban materiales de construcción. Ana recuerda tres cuartitos escondidos en medio de tabiques: uno muy pequeño, con un colchón mugroso y desgastado, otro con un sillón desvencijado y otro más grande con dos camas, un tocador rústico hecho con cajitas, muchos maquillajes baratos y un lazo con ropa de mujer y bolsas colgadas. Las niñas podían entrar y salir, pero las amenazaban con matar a sus familias si se iban. Ninguna se animaba a correr, hasta que la chica de 14 tomó valor para fugarse y denunciar. La mujer que las aleccionaba había sido secuestrada hacía 25 años y con el tiempo se había convertido en celadora.
Los recuerdos de Ana llegan en forma de objetos y enlazan historias. Juguetes en una casa, también de Tlaxcala, donde no encontraron niños. Una mujer vivía allí con sus hijos: proxenetas que enamoraban a jovencitas y se casaban con ellas para prostituirlas en bares. Una vieja lancha descubierta durante un carnaval de Veracruz en la que tres años atrás viajaban un muchacho, su esposa y su bebé al momento de que los desaparecieran. Las joyas que valuó en millones de pesos, bolsa por bolsa que examinó frente a un MP y que habían robado de un Liverpool en Boca del Río en 2012, mientras una chica de 19 años rendía su declaración: la habían contratado para que recibiera un paquete en una parada de autobús y ella terminó siendo la primera detenida por los militares.
Ana ha tenido en sus manos rastros de las mutaciones de la violencia en dos décadas. Pasó de valuar viejas escopetas R15, que usaban campesinos para cuidar sus tierras, a valuar potentes kalashnikov AK-47, fusiles de guerra que están prohibidos en México y con los que se han perpetrado las peores masacres. Pasó de un Oaxaca relativamente calmado a un Veracruz de secuestros, cuerpos arrojados y ranchos con fosas clandestinas; y de ahí, a la Puebla del “huachicol”.
—En Veracruz me dejó impactada que, cuando agarraban a un presunto delincuente, siempre eran jovencitos que no pasaban de los 22 años, acompañados con una muchachita que tenía unos 18 años y un bebé. Los lugares de cateo siempre eran humildes, pero siempre algo sobresalía: algunas zapatillas altas, algunos tenis buenos, algún Nintendo. A las muchachitas las enviaban a penales de La Paz o Coahuila, las llevaban lejos. Y las mamás decían “¿qué pasa?”; mamás también muy jóvenes, que no pasaban de los 40, y tenían que quedarse con los nietos sin poder ver a sus hijas.
Desde el primer día como perita, en 1998, Ana sintió un gran peso porque su firma en los dictámenes podía hundir a alguien o dejarlo en libertad.
La criminalidad en el país ha dejado sin descanso a los equipos forenses. Si se trata de fosas clandestinas deben estar ahí desde que empiezan a recabar las evidencias hasta que llega otro equipo y los reemplaza. Ahí les toca comer, cerca de la escena del crimen. Dormir sobre cajas, en el coche o sentadas en cualquier sitio, nada de ir a un hotel.
—En la fiscalía había un lema: “No interesa lo que tardaste o lo que costó hacer tu trabajo, a mí, dame resultados”.
Estadísticas, números, cifras. Sentada delante de un muro de plantas, plácida, piensa en el riesgo en el que pudo estar, como aquella vez en que a sus compañeros los estaban linchando.
Ahora la FGR tiene 1 747 peritas y peritos. Ana formó parte de una generación anterior donde las mujeres tenían menos espacios en las ciencias forenses. Las series estadounidenses vinieron a darle la vuelta a un mundo masculino y con poca perspectiva de género. Con el boom de C.S.I. llegaron más peritas. Se espera que el empleo de técnicos en ciencias forenses crezca un 27% entre 2014 y 2024, al menos, en Estados Unidos, según la Oficina de Estadísticas Laborales. En México no hay proyecciones o datos actuales acerca de la cantidad de hombres y mujeres que trabajan en este campo. Intentamos averiguarlo enviando solicitudes de transparencia, aunque en una consulta tan sencilla para diferenciar por género, los estados de Ciudad de México, Hidalgo, Colima, Estado de México, Nayarit, Oaxaca, Puebla, Querétaro, Sinaloa, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala, Veracruz y Yucatán no respondieron.
Chihuahua, el estado con mayor extensión territorial, tiene 481 peritos, de los cuales 239 son mujeres y 22 de sus 39 coordinaciones están lideradas también por mujeres. Los sueldos van de 14 a 20 mil pesos, más bajos que en Nuevo León, donde comienzan en 20 y llegan a 50 mil. Otro estado donde las mujeres son mayoría es Zacatecas: son 133 mujeres de 259 forenses (aunque el jefe es hombre). En Campeche hay 34 mujeres y 28 hombres, que ganan entre 10 y 17 mil pesos, y en Michoacán, 13 mujeres y 9 hombres, que perciben entre 23 y 25 mil pesos; dos peritas son las que ganan más.
En Baja California Sur hay 69 hombres y 50 mujeres, 14 de ellas, contratadas hace menos de dos años; el coordinador es un hombre, que gana apenas 16 mil, aunque tiene 35 años de antigüedad. Morelos tiene 112 peritos y 84 peritas; sus sueldos van de los 18 a los 22 mil. En San Luis Potosí son 35 hombres y 29 mujeres, que ganan entre 30 y 34 mil. Sonora tiene 73 mujeres y 103 hombres, que ganan entre 14 y 20 mil: salvo una mujer, son hombres los que tienen los salarios más altos. Durango sólo comparte los datos de medicina forense: 10 mujeres y 13 hombres.
La mayor disparidad de género está en las fiscalías de Jalisco: 225 hombres y 174 mujeres. En Coahuila hay 142 hombres y 53 mujeres, 18 de ellas en criminalística; un perito de campo cobra 12 mil pesos, mientras que los antropólogos y arqueólogos ganan 22 mil.
“Hoy, las mujeres ocupan cerca de un 40% de los puestos dentro de las instituciones públicas especializadas”, dice Manuela Melchor, criminóloga y editora general de la revista Expresión Forense, una publicación especializada.
Existe un mundo de posibilidades en el peritaje forense: criminalistas, químicas, médicas, psicólogas, topógrafas, fotógrafas, genetistas, especialistas en dactiloscopia, antropólogas forenses y un largo etcétera. En todas las investigaciones criminales se requieren voces expertas que dictaminen o certifiquen y, pese al elevadísimo número de muertes violentas en México, el problema de los estudiantes de Ciencias Forenses es que no encuentran mucho trabajo cuando egresan, dice Juan Martín Hernández Mota, director de la revista, quien estudió ingeniería en topografía geodésica en la UNAM y tiene posgrados en Física y Criminología. “O se vuelven taxistas o conductores de Uber, porque las convocatorias en las fiscalías son casi nulas”. Lo ha visto en su extensa carrera docente. Y calcula que cada año egresan en promedio mil estudiantes.
Hernández Mota fue perito especializado en tránsito terrestre en la FGR durante dos décadas. Su especialidad y balística siguen teniendo más presencia de hombres. Él prefiere “trabajar con mujeres, porque son más meticulosas, más detalladas y cuidadosas, y menos propensas a la corrupción. Pero todavía tenemos una deuda con ellas: por mucho que se diga, en el ámbito forense sigue existiendo una cultura machista, donde los casos fuertes o relevantes los atiende un hombre y a la mujer la mandan como compañía o para dar su opinión”.
III.
Cuando le pides una entrevista, ella con naturalidad responde: “¿Te queda mejor a las 10 o a las 11 de la noche?”. Porque así son sus días: sin pausa. Y cuando le llamas, casi a medianoche, te ofrece mil disculpas porque todavía está ocupada en una diligencia, es decir, recogiendo pruebas o acompañando a alguna familia a reconocer el cuerpo de una mujer asesinada.
Brenda Bazán, de 36 años, cabello castaño y simpática, es una de las mujeres con más experiencia en la investigación de feminicidios en todo el país. Es agente del Ministerio Público y desde hace nueve años trabaja exclusivamente temas de género. Ha estado en las agencias de Cuautitlán, Ecatepec, Tlalnepantla, Tultepec y Toluca. Es decir, las zonas con los más alarmantes índices de violencia feminicida, donde ser mujer es un peligro en sí mismo.
El Estado de México es el sitio más cruel y mortífero. Ahí han ocurrido casos que han enmudecido a la población. Ahí un hombre se llevó a la niña Fátima cuando salía de la escuela y la asesinó. Ahí un marido golpeó hasta la muerte a Elideth, una mujer de 30 años, mamá de un niño de 10. Ahí abandonaron a una niña de menos de cinco años, muerta, en un basurero, donde estuvo meses sin que la identificaran; le llamaban “calcetitas rojas”. Ahí, en un baldío, arrojaron los cuerpos de Angélica y su hija, Karla, que habían ido a bailar. Es también uno de los territorios más impunes: entre 2014 y 2017, asesinaron al menos a 1 413 mujeres y solo 236 casos fueron investigados como feminicidio, es decir 16.70%, según un estudio que patrocinaron la Unión Europea, la Embajada de Países Bajos y el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio. Un estado donde cada día aparecen en las morgues mujeres asesinadas: de los 724 feminicidios registrados en el país entre enero y septiembre de 2020, 106 ocurrieron en el Edomex, dicen los datos del Secretariado Ejecutivo de Seguridad Pública. Además, con la pandemia y el confinamiento, los feminicidios han aumentado tres o cuatro veces.
En ese terreno ha hecho su carrera Brenda Bazán. Es la mujer que integró el expediente más emblemático en la lucha en contra del feminicidio en México, el caso de Mariana Lima, una abogada de 29 años a quien asesinaron en su domicilio, en Chimalhuacán, en 2010. Su cuerpo presentaba señales de asfixia y el primer dictamen oficial certificó “suicidio”. Sus padres, Irinea Buendía y Lauro Lima, sabían que Mariana sufría golpes y violencia por parte de su esposo, el policía ministerial Julio César Hernández Ballinas. No se conformaron con la versión que lo exculpaba y reclamaron hasta lograr que el caso llegara a la Suprema Corte de Justicia, en 2013. El 24 de marzo de 2015, en un fallo histórico que sentó la primera jurisprudencia específica, el máximo tribunal del país ordenó reabrir el caso como posible feminicidio y que se investigara la posible negligencia de la Fiscalía del Estado de México.
Entonces el caso pasó al escritorio de Brenda Bazán. A su oficina en Cuautitlán llegaron 10 cajas con el mensaje “Te toca este expediente” y su vida se hizo más intensa. Con 30 años de edad, pasó a dirigir un equipo de 22 peritos. Investigó con perspectiva de género. Comprobó que la versión del suicidio era absurda, como reclamaban los padres de la víctima, porque el peritaje inicial decía que Mariana Lima se había quitado la vida ahorcándose con hilos de macramé y colgándose de unos pocos clavos pequeños, como los que se usan para cuadros. Brenda enlazó las claves que llevaron a la exhumación de los restos de Mariana y al arresto de Julio César Hernández Ballinas, en junio de 2016. Construyó un expediente tan sólido que ha hecho a muchas personas volver a creer en la verdad y la justicia como horizontes posibles. Al mismo tiempo, develó la impericia y complicidad de sus colegas en la procuración de justicia.
—¿Y cómo reaccionaron tus compañeros?
—Se quedaban asombrados los involucrados. Sí había recelo, porque era pegarle a la coordinación del momento. No hubo aplauso ni reconocimiento a mi trabajo.
—¿Tuviste algún problema de seguridad?
—En un momento tuve que cambiar de sede por problemas de seguridad. Me radicaron en otro lugar, desde donde seguí la investigación.
El caso sigue en tribunales, a la espera de una sentencia definitiva. Aún incomoda; tanto que en enero de 2020 intentaron asesinar a una de las testigos clave, Guadalupe Michel Lima, hermana de la víctima. Le dispararon seis balazos.
***
Brenda Bazán quería ser médica, pero empezó como veterinaria. De ahí, pasó a Mercadotecnia y luego vino un golpe del destino: empezó a estudiar Derecho por un problema de herencia, una injusticia hacia un familiar. Porque siempre ha sido apegada a defender y argumentar, dice. Hizo su servicio social en la agencia Barrientos, en el municipio de Tlalnepantla, donde una capacitación en perspectiva de género le cambió la vida. Ganó un puesto por concurso y comenzó a trabajar en las escenas del crimen.
Ha visto cientos de cuerpos destrozados, pero hay uno que no logra olvidar:
—Mi primera experiencia: una mujer, un suicidio… o supuesto suicidio. Enfrentarlo nunca se te olvida pero yo siempre tuve una visión analítica, no de morbo. Siempre trato de entender la historia, de ver más que el cuerpo. Recuerdo un cigarro que había en ese lugar.
Ser analítica es observar cada detalle, como un cigarro o el hilo para macramé y los clavos que no podrían haber soportado el cuerpo de Mariana si se hubiera suicidado. ¿Tomar distancia de un caso significa perder empatía? Brenda cree que se necesita lo contrario:
—Para entender, tienes que tener sensibilidad: observar el dolor, el sufrimiento, las maniobras que la víctima pudo hacer o no. Imaginar lo que estaba sufriendo: eso es lo que te ayuda a ver la situación de manera analítica.
“Sensibilidad” es una palabra que menciona a cada rato. Ahí radica, en su opinión, la clave de la investigación de feminicidios. Porque en general los hombres y, en particular, los policías, dice, tienen poca preparación y carecen de la sensibilidad necesaria. Argumenta que, cuando hay una víctima femenina, muchas veces llegan al lugar y no toman la precaución de resguardar el área, la parte perimetral donde pudiera haber indicios. Por ejemplo, si encuentran a una víctima en un terreno baldío o una zona boscosa, los policías entran incluso con vehículos, borrando cualquier rastro.
—¿Y con qué tiene que ver esa falta de sensibilidad?
—Ya tienen una situación patriarcal muy importante.
Brenda habla en voz alta, firme. Tiene la cualidad de desenrollar el vocabulario de una abogada al castellano ordinario. Y en nueve años de investigar feminicidios, nunca había dado una entrevista. Lleva más de tres mil días trabajando como emepé especializada en perspectiva de género, investigando cada detalle desde esa mirada. Trabaja los siete días de la semana, 365 días al año. Procura quedarse en su casa los fines de semana pero no se desconecta. Su teléfono nunca está apagado ni en silencio.
—Somos ausentes de la familia, como los médicos. Tal vez tenemos que trasladarnos al lugar a las 11 de la noche y más; he llegado a mi casa a las cuatro o cinco de la mañana. Te impacta también el enterarte de los lugares de riesgo, de los modos de los perpetradores, sus dinámicas. Estás siempre alerta. Nosotras adquirimos pericia: miramos siempre por el retrovisor, estamos atentas si se acerca una motocicleta…, sobre todo si es de noche, mejor pasamos los topes rápido, sin frenar; nos mantenemos a distancia de otros autos para poder maniobrar.
Las precauciones naturalizadas, el terror bajo la piel. La agente describe el sobrevivir paranoico de millones de mujeres en México. Vivir en alerta, ése es el impacto en su vida personal. Es la lista de los miedos que se han hecho costumbres y han cambiado nuestra vida cotidiana desde que asesinan a cerca de 10 mujeres cada 24 horas.
Cuando terminó su trabajo en el caso de Mariana Lima, Brenda Bazán había decidido tomar un respiro, pero el gobierno de la Ciudad de México creó la fiscalía especial para feminicidios y Sayuri Herrera la llamó enseguida. Le pidió integrarse a su equipo porque la considera una de las personas más capaces, experimentadas y confiables en el tema. Ahora, trabajan juntas en la investigación y combaten el feminicidio en la capital del país. Entre los primeros hallazgos desde esa trinchera, cuenta que, así como en el pasado encontraban reticencia de muchos a reconocer al feminicidio como un delito específico, en el presente muchos burócratas y colegas quieren catalogar así a todo asesinato de una mujer. Y no sólo las sobrecargan de trabajo, también les impiden avanzar sobre el asunto nodal:
—Necesitamos reconocer la violencia que está impactando a las mujeres. Las lesiones degradantes, infamantes. Es importante para implementar toda la fuerza en la prevención. Si vamos reconociendo puntos rojos, entonces reconocemos la violencia y pasamos a ver qué se puede hacer para prevenir.
Después de dos horas de plática, cierra con una sonrisa. Desocupada ya, su celular suena con notificaciones de mensajes y llamadas. Va llenándose de dudas, consultas, recados. Recibe fotografías de las escenas del crimen, textos y llamadas de peritos que le dicen “a ver, jefa, hicimos tal cosa”, “a ver, jefa, ¿qué piensa de esto?”.
Ella observa las imágenes y les pregunta si ya pasaron a la sala, si ya revisaron el baño.
Brenda no duerme.
IV.
Es de noche cuando las mujeres llegan a la fiscalía de Chimalhuacán, el 2 de noviembre de 2020, donde la oscuridad es riesgo, hora de guardarse. Se animan porque salen juntas: son unas viente o treinta, en su mayoría, veinteañeras, aunque encabezadas por doña Lidia —así le llaman—, la mamá de Diana Velázquez Florencio, una mujer a quien asesinaron en 2017, cuando tenía 24 años.
Lidia es chaparrita, delgada y canosa. La mirada endurecida, la desconfianza que alterna con un cansancio inocultable. Envejecida por el dolor como miles de madres en México. Esta noche vuelve a las oficinas que tanto ha caminado para gritar otra vez el nombre de su hija, para instalarle un altar-protesta en el Día de Muertos y exigir justicia por las demás asesinadas.
En esta noche de velas, copal y cempasúchil, Lidia no habla del dolor ni de la ausencia. Elige nombrar otra parte de su calvario: las autoridades. “Ellos no trabajan —dice—. Son omisos, son negligentes, son corruptos al no hacer bien su trabajo. Desde el momento en que encuentran a nuestras hijas, dicen lo primero que se les ocurre. Su personal no está capacitado para el trabajo que hacen, peritos que no saben siquiera que tienen que tomar más de dos fotografías. Entonces desde ahí se entorpecen las investigaciones y, a nosotros, como familiares, nos dejan un largo, difícil y doloroso camino”.
Miran policías y algunos hombres. Con voz tímida y una grabadora, las veinteañeras cantan “Canción sin miedo”, el himno de estos tiempos compuesto por Vivir Quintana. Al terminar, indican por altavoz: “Morras, no se olviden de avisar en el grupo de WhatsApp cuando lleguen a su casa”. Y se van.
El edificio queda tapizado con rostros de mujeres que faltan. Marianas, Dianas, Lesvys, Sofías. La lista infinita de un país con miles de desaparecidas.
Una fiscalía especial conducida por treintañeras feministas es un oasis de esperanza en México. Una emepé especializada en perspectiva de género es un caso poco frecuente. Son arduas las batallas de las peritas dentro de las instituciones, en cada escena del crimen. Pero afuera todavía vivimos entre rincones oscuros, descampados de muerte y burocracia hecha montaña de papeles.
*Este reportaje fue realizado durante el mes de octubre de 2020. Al cierre de esta edición, finales de noviembre de 2020, el equipo de la fiscalía comenzó su mudanza a un nuevo edificio en calle Doctor Río de la Loza.
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