Diecinueve años sin Gabo
Durante mucho tiempo, Silvana Paternostro ha seguido el rastro de amigos, admiradores, conocidos y detractores del escritor colombiano. El resultado es Soledad & Compañía, una biografía oral que recoge decenas de testimonios sobre García Márquez.
Faltando diez minutos para las tres de la tarde del Jueves Santo sonó el teléfono. Era Jaime Abello, director de la fundación que García Márquez fundó en 1994 para educar periodistas latinoamericanos en el arte de contar historias verídicas y bien narradas. Habíamos quedado en ir a comer un pescado a la sal que preparan muy bien en una cantina de la Ciudad de México. No tuvo que explicarme por qué me llamaba a cancelar. Las cosas, se sabía, habían empezado a complicarse desde el lunes.
Fue una muerte anunciada. El reloj de su vida había empezado a darse por vencido cuando lo llevaron a sus 87 años al hospital por gripe. De las enfermedades de García Márquez se venía hablando desde hace más de una década. Que si cáncer, que si Alzheimer, que si demencia senil. Hasta le achacaron una carta de despedida y él respondió con ese tino que no le ganaba nadie que sólo de pensar que alguien creyera que él había escrito algo tan cursi lo haría morir de vergüenza.
Quiero pensar que murió tranquilo. En fotos lo veía sereno y contento. Parecía como si nada le doliera y que lo único en su mente era la vestimenta del día. Salía impecablemente vestido como un lord inglés y con carita de niño pícaro. Cuidado de pies a cabeza. En octubre del año pasado, hablé con un amigo barranquillero que lo acababa de ver. “Está más bello que nunca”, me dijo. “Está volando como el águila. Dice que tiene ganas de bailar”.
No esta mal irse así, pensé al colgar el teléfono con Jaime, quien con lágrimas aguantadas se iba a poner a escribir el comunicado. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? La suya fue excepcional. Lo alcanzó todo. Lo tuvo todo.
CONTINUAR LEYENDOMorir en Jueves Santo le dio un toquecito extra. Twitter se alborotó con imágenes del pasaje donde Úrsula Iguarán muere ese mismo día. Cuando, a la mañana siguiente, sentí el temblor de 7.1 grados en la escala de Richter, sonreí al tenderme en el piso —dicen que es lo que hay que hacer—. Sigues escribiendo, Gabo, pensé. Sigues escogiendo cómo contarnos tu vida. Nos estás alimentando con esos fenómenos naturales que te encantan. En Ciudad de México también granizó tal como sucedió el día en que se casó tu hijo Gonzalo.
Hubiera podido morir la semana siguiente pero ésta se escribe mejor. Además, en los días de Semana Santa no hay tanto tráfico; le dio tiempo a su familia de alistarse y a los presidentes de organizarse. Hasta Jaime Abello, su fiel escudero, estaba coincidentemente aquí. Él se encargaría de traer los vallenatos al homenaje en el Palacio de Bellas Artes. Gabito, genio y figura hasta la sepultura. Genio le decía su padre, Gabriel Eligio, a pesar de que tenían una relación difícil. El telegrafista que también era homeópata errante, conversador y violinista insistía en que Gabito tenía dos cerebros.
Conozco tanto pormenor de la vida y muerte de Gabriel García Márquez porque tengo años de estar siguiéndole el paso. Si no tuviera un contrato firmado para publicar un libro sobre cómo llegó a escribir Cien años de soledad y a volverse el escritor más amado del mundo, tal como lo declaró Paul Auster, la policía me hubiera podido arrestar. Le dedico más tiempo a entender a este señor al que sólo conocí una vez por tres días que a cualquier otra persona cercana.
Todo empezó en 2001 cuando, por orden de Tina Brown, editora en ese momento de la revista Talk, recibí la tarea de hacerle una pequeña historia oral –ese género periodístico que puso de moda George Plimpton con sus libros sobre Edie Sedgwick y Truman Capote donde se interponen las voces de los entrevistados y se les deja hablar como si estuvieran hablando de alguien en una fiesta con un par de tragos encima y sin su presencia. Pasé meses entre Colombia y México recogiendo las voces de aquellos que habían conocido a García Márquez antes de volverse la figura internacional que le daba buen puesto en la revista importante del momento. Pero Talk cerró prematuramente y yo me quedé con veinticuatro cintas grabadas. Fue el mismo Plimpton quien publicó más adelante mi texto en el Paris Review.
Yo me quedé con ganas de más. Había encontrado una gran historia y una manera novedosa de contarla. Esa es, después de todo, la lección que Gabo quería que aprendiera la nueva generación de contadores de historias latinoamericanos. Yo sabía que tenía suficiente material para escribir un libro, pero no fue sino hasta 2010, cuando divisé a Gabo montado en la tarima de la inauguración del Museo Soumaya, que supe que era el momento para empezar. Duré cuatro años montando lo que es hoy Soledad & Compañía: Un retrato compartido de Gabriel García Márquez, y ya no sabré si a Gabo le gustará.
«Duré cuatro años montando lo que es hoy Soledad & Compañía y ya no sabré si a Gabo le gustará.»
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Escribir sobre Gabo no es fácil. Hay mucho ya dicho, quizás demasiado. Junto a mi escritorio tengo dos pilas de libros. En una, su obra completa. En otra, mucho más alta, están los libros sobre Gabo: Tengo dos copias de la biografía de casi mil páginas de Dasso Saldívar; el que escribió su hermano Yiyo dando las claves de Cien años de soledad; todos los de Plinio; el de la periodista colombiana Silvia Galvis, donde hablan con mucho desparpajo nueve de sus hermanos; la de Gerald Martin, con la que se jactaba diciendo que tenía biógrafo inglés. Eso sólo por mencionar los más conocidos. Mientras montaba los diálogos del libro, me detenía a ver fotos, buscando las pistas de la transformación del patito feo. Observo cómo iban cambiando esas manos con las que escribía a máquina y fumaba colillas a cuando empieza la época del computador y el manicure. Noto la oscilación de su peso, la forma y el color de su bigote y su peculiar manera de combinar la ropa siempre, desde la más barata hasta la más cara.
Seguía escudriñando porqué en la historia de García Márquez encontré importantes lecciones de vida. Saber cómo llegó García Márquez a ocupar este lugar endiosado y conseguirlo por la única razón que cuenta, la de dedicarse a ser mejor que nadie en su oficio. Cómo lo consiguió es el meollo de mi obsesiva necesidad de perseguir el rastro de su sangre, sudor y lágrimas en la literatura. Escucharlo de las personas que estuvieron a su lado es entender el por qué, el cómo y el dónde.
Sin embargo, el acceso a las historias sobre Gabo es limitado. García Márquez le tenía prohibido a sus amigos íntimos hablar. Me lo dijo Tomás Eloy Martínez. “Para poder ser amigo de Gabo hay que hacer una omertà como en la mafia de nunca escribir nada sobre él.” Plinio Apuleyo Mendoza, que sí lo hizo, fue trasladado a lo que García Márquez llamaba el departamento de rencores. Cuando el año pasado me le acerqué en el San Ángel Inn a José Emilio Pacheco para pedirle que fuera una de las voces mexicanas de mi libro, se mostró deseoso de hacerlo. Su esposa nos escuchó y me apartó. “Los doctores le tienen prohibido hablar”, me dijo, pero al yo insistir aclaró: “Somos amigos. No hablamos de él”.
Gabo estaba en todo su derecho de impedirle a sus amigos que escribieran sobre él. Su vida era suya para contarla. Yo, como periodista, también tengo derechos. Lo aprendí de él. Salgan a buscar buenas historias y a contarlas bien, fue el mantra con que nos alimentó por tres días en Cartagena. Lo hizo él con Noticias de un secuestro. Tocó todas las puertas que pudo con su fama.
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En 1995 tomé uno de los pocos talleres que él mismo dictó al poco tiempo de haberse fundado la FNPI (Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano). Éramos doce periodistas al principio de nuestras carreras. Las reglas del juego eran que García Márquez no nos daría entrevistas, pero tendríamos rienda suelta para escribir sobre la experiencia.
Regresé a Nueva York y escribí dos artículos. En Three Days With Gabo, publicado en The Paris Review, hago un recuento minucioso —a lo Relato de un naúfrago— de mis vivencias con Gabo como profesor, entremezclando sus consejos y trucos para escribir mejor. Para el World Policy Journal, escribí Gabriel García Márquez Tells Stories, Runs Errands and Has A Dream en el que cuento cómo en el mismo taller, García Márquez defiende ese rol que jugaba como negociador político para presidentes y dictadores. Como estudiantes, dejamos que el Gabo maestro le tirara dardos a nuestro trabajo, pero cuando quisimos volvernos periodistas —que finalmente eso éramos— y aprovechar tenerlo en frente para hacerle un par de preguntas, sobre todo sobre su relación con Castro, sus respuestas llegaron cargadas de hipérbole y reglazos verbales.
No fui la única de los asistentes que escribió sobre el taller con Gabo, pero sí la única que parece que escribió algo que lo molestó. Exactamente qué, nunca lo supe. He pasado horas conversándolo: que si fue porque me burlé de sus zapatos blancos o porque mencioné a Fidel Castro en esos dos artículos. Si Gabo, el profesor, me pidió que me sentara junto a él durante todo el taller, me alejó luego como periodista independiente. Su mensaje de inconformidad fue más fuerte y más duradero que los aguaceros que caen en sus cuentos. A una prima mía la sentaron a su lado en un almuerzo y ella mencionó mi nombre sabiendo que él me conocía del taller. “Casi pide que lo cambien de silla”, me contó ella más tarde. Y que Gabo le dijo,“eso que me estabas cayendo bien”.
A veces me pregunto si Soledad & Compañía lo hice con la intención de pedir perdón o de seguir levantando la bandera de la independencia y defender mi posición. Encontré una buena historia, no rompí una sola regla de juego, no las que nos dieron en la Fundación ni las que conozco muy bien sobre ética de fuentes y citas. Simplemente observé, verifiqué mis datos y escribí. En ese momento, en lo único que pensé fue en eso y no en cómo lo tomaría él. Autocensurarme para poder entrar en el círculo de sus elegidos no es mi estilo. Mis tres días con Gabo me costaron diecinueve años sin él.
No me sorprende la apoteósica despedida que le ha dado el mundo entero. Su amiga María Luisa Elío me había dicho que cuando ella salía a la calle con él era como estar con Robert Redford, las chicas se le tiraban en la calle a llenarlo de besos. Eso no pasaba “ni con Carlos Fuentes ni con Octavio Paz”. La noche de inauguración del Soumaya, el museo que Carlos Slim le regaló a la Ciudad de México, el público entero se volcó sobre el escritor y no a darle las gracias al mecenas. Confirmé que García Márquez, a pesar de su avanzada edad y de haberse convertido en nuestro Cervantes, continuaba siendo estrella de cine.
La locura por García Márquez no paraba en México. Ya fuera en Londres o en París, en Los Ángeles o en Nueva York, la reacción al mencionar su nombre es siempre la misma: esa cara de éxtasis que se ven en las fotos de los conciertos de los Beatles. Los libros de García Márquez son igual de icónicos que los éxitos de John, Paul, Ringo y George. Cualquier discusión termina siempre con la misma pregunta: ¿Cuál es tu favorito?
A García Márquez, el escritor, lo amo tanto como su más grande admiradora; como los chinos que pusieron su busto en un parque de Pekín; como la japonesita que se mudó a Barranquilla para descifrar a Macondo; como el holandés que se hace llamar Tim Buendía; como Salman Rushdie que en su sentido homenaje a los dos días de la muerte de Gabo casi dice que nació en MacIndia.
No siempre amé los libros de García Márquez. Él dijo alguna vez que Barranquilla era Macondo hecha ciudad, pero en mi mundo de adolescente barranquillera de finales de los años setenta vivíamos más en Miami que en sus pueblos llenos de abuelos, soldados y gitanos. En nuestras fiestas bailábamos el hustle, jamás un vallenato. Eso que hoy llaman realismo mágico, para nosotras princesitas necias que nos creíamos gringas era corroncho. A pesar del desdén que le teníamos a todo lo que fuera en español, decidí darle un chance a Cien años de soledad pero no llegué muy lejos. Lo dejé tirado en el sofá de bambú de la terraza, al lado del vaso alto de limonada frappé que sí me terminé cuando llegó un amigo a regalarme el último disco de Supertramp.
Una amiga me dijo un día mientras nos alistábamos para ir a la piscina del Country Club de Barranquilla: “Qué jartera García Márquez con sus pueblos polvorientos”. La costa colombiana entera llevamos a García Márquez en nuestro ADN, tan marcado como las cruces de ceniza en la frente de los hijos del coronel Aureliano Buendía. Mi irreverente amiga del alma entiende que el realismo mágico encantó al mundo porque es el embellecimiento de ese subdesarrollo mugre, injusto, violento, machista y pestilente con el que nosotros nos topábamos a diario. No es lo mismo leer sobre Macondo que vivir en Aracataca sin acueducto o en Barranquilla con el Caño de la Ahuyama.
Cuando salí de las boberías barranquilleras para entrarle de lleno al oficio de escribir, entré en una hipnosis garciamarquiana de la que nunca he salido.
Escribe exactamente como nos recalcaba en Cartagena. Envenenar al lector con frases perfectas. Si hay algo mal escrito, una coma mal puesta, el lector se despierta y se va. Me acuerdo cuando llevé El general en su laberinto para leer en un viaje. Como drogadicta, calculaba cuántas páginas podía meterme al día para que mi dosis de García Márquez me durara hasta el final de la vacación.
* * *
A los tres días de su muerte, entré por la puerta de invitados especiales al Palacio de Bellas Artes. En el recinto privado, vi a los colombianos que lo quisieron con absoluta lealtad, los que aprendieron a su lado, los que armaron sus proyectos de revistas, los que lo pechicharon en su vejez, los que sabían si quería whisky o champaña, si quería boleros en el Bar Siqueiros o mandar a pedir el trío vallenato de Luis Aponte. A Mercedes le pusieron una mariposa blanca en su solapa negra mientas la rodeaba su estupenda prole de hijos, nueras y nietos. Jaime Abello, al pie del cañón, guardó su tristeza para asegurarse de que todo fluyera sin inconveniente.
Mientras en el balcón la orquesta tocaba piezas de Bartók y otros, los asistentes pasaban a hacerle la guardia a sus cenizas. Cuando me tocó a mi pararme por dos minutos junto al pequeño cofre de madera, preferí hacerme a un lado. Me pareció más congruente. Yo había decidido ser arriesgada y rebelde en mis pininos periodísticos cuando envalentonada por la fuerza de la juventud tomé la decisión de apartar a un Gabo que en persona podía encandilarme y quedarme sólo con el Gabriel García Márquez de mi pila de libros. También lo hizo él cuando divisó a Ernest Hemingway en una plaza en París. Prefirió no acercársele y gritarle desde la otra esquina, “Adios, maestro”.
Saliendo del cordón separador de los recintos del Palacio, me tope con Raúl Rojas, de diecisiete años, melena azteca y camiseta rocanrolera. Corrió de la Calle Vasconcelos a Bellas Artes porque se le había acabado el dinero para el metro. Raúl sintió que era un compromiso llegar “por toda esa inefabilidad” que sintió al leer Cien años de soledad. Fue el libro que a los doce años lo volvió adulto precoz. Pero también lo hizo correr el saber que se iba la última oportunidad de tener de cerca a la súper estrella. “Tengo amigos de la prepa que lo vieron, que platicaron con él, que lo reconocieron en la calle y yo no”, dice. “Vine porque es saber que hay un elemento tan fuerte viviendo cerca de nosotros y que de repente con su muerte esa parte se desmorona”. Entendí que sin García Márquez viviendo en El Pedregal, todo se había vuelto más banal, volviéndonos a todos más mortales.
Los guardias movían con tanto afán la fila de los de a pie que Raúl se me perdió. Daban paso a la seguridad de Estado. Estaban por llegar los Presidentes. No creo haber sido la única en preguntarse, mientras daban sus discursos competitivos el presidente Juan Manuel Santos y el presidente Enrique Peña Nieto, cómo lo hubiera contado todo Gabriel García Márquez. ¿Hubiera él mencionado que el joven presidente mexicano que hoy alababa su obra es el mismo que no puede nombrar tres libros? ¿O que el avión presidencial colombiano trajo una comitiva a decirle adiós “a quien más gloria nos ha dado”, cuando el gobierno mismo lo hizo salir corriendo treinta años atrás? Toda esta ironía pareciera escrita por él.
Mientras se cantaba de pie el himno nacional de México, recibí del colombiano que tenía a mi lado un puñado de papelitos amarillos que se sacaba del bolsillo de su saco. “Toma”, me dijo. “Esto lo van a llenar de mariposas amarillas. Ya verás”.
«Le hice la venia al gran escritor, el mismo que me puso la prueba de fuego más difícil de mi carrera periodística.»
Salí del Palacio detrás de un grupo de mujeres que en coro gritaban “Viva Gabo”. Afuera volaban a borbotones miles y miles de mariposas; mariposas de papel traídas de Colombia que movían sus alas como si fueran verdaderas monarcas mexicanas. Hice lo que no pude hacer rodeada de banderas y protocolo: le hice la venia al gran escritor, el mismo que me puso la prueba de fuego más difícil de mi carrera periodística. Escoger entre él y una buena historia. Me agaché y tomando muchas mariposas del piso, las lancé para verlas volar.
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