Nos han dejado solos en el patio de la prisión, y lo primero que le pregunto a Yaretzi es cuánto cobraría por matarme. Ella me mira como se mira al muerto que no es de nadie, con el rostro impasible, de retablo, y luego, con ese aire de femme fatal que a cualquiera doblegaría, dice: “Vales lo mismo que toda la demás gente, nada”. Parece que la chica goza herir con saña, pero aunque su voz sea suave tiene mucha autoridad. Hace unos siete años, cuando Yaretzi cumplió los dieciocho, adquirió cierta habilidad en una escuela militar: matar con pistola. Esas manos talentosas la llevaron a conocer al narco del pueblo. Un narco que, como Dios manda, recluta a quien tenga el valor suficiente para jalar un gatillo y la imperiosa necesidad de ganarse unos dólares. Él le enseñó otros trucos, como torturar, disparar ráfagas de coche a coche, secuestrar y desaparecer a las personas. Yaretzi iría por su muertito veintiséis, pero los guachos la arrestaron por traer dos cuernos de chivo en bandolera. Por eso estamos en el patio de esta cárcel, de cuya ubicación no debo acordarme.
Esta chica de estatura corta y moral alta empezó a matar al por mayor cuando se rompió el estricto orden que había alrededor de la muerte. Porque al menos aquí en Chihuahua, la muerte llegó a tener sentido antes de que Vicente Carrillo se uniera a los Zetas para acabar con el Chapo Guzmán. Antes, a uno le estallaban los sesos por perder un cargamento, por chivato o por no entender que la traición y el contrabando son cosas incompartidas. La colega que me ha acompañado a la prisión dice que aquéllos sí fueron buenos tiempos. Hoy, como más tarde me lo hará saber Yaretzi, ya no importan nombres ni razones. “Los que sicariamos no necesitamos motivos”, dirá y se echará para atrás esa cabellera negra y limpia que no perdona al viento. Matar por capricho, pensaré cuando esta artista de la muerte se marche a su celda, se ha vuelto el verbo favorito del México contemporáneo y la vida únicamente es el complemento para conseguirlo.
Pero eso sucederá hasta el final.
Por lo pronto, les cuento que Yaretzi llegó al patio de la prisión conducida por una custodia que se sentía más grande que las tinieblas. “Sólo quiero saber cómo funciona tu mundo”, le dije a Yaretzi, y ella entendió que el tipo que tenía enfrente no había venido a visitarla para resolver los asesinatos. Aceptó y luego pidió una sola cosa, como si buscara la redención: “Debes escribir que creo en Dios y que estoy arrepentida”. Así será. Pero primero hay que empezar cuando ella trabajaba para el Diablo.
Pon que me llamo Yaretzi, como mi amá. A ver si cuando lea la nota viene a visitarme la cabrona. Seguro les ha de estar diciendo a mis dos hijos que su madre, además de andar de puta, sicarea. Pero, te decía: los sicarios no nacemos, nos hacemos. Yo me hice en la escuela militar. ¡En serio! Salí de ahí con el corazón hecho piedra, odiando a toda la gente. Bien raro. Como que en esas escuelas te enseñan a no querer a nadie. Y como yo nunca fui de las que se quedaban en su casa, anduve en las calles y ahí encontré a mi patrón. Le sigo diciendo así, aunque ya lo mataron. Él me bautizó a la niña y, ya luego, me hizo al chamaco. Pinche abusón. Lo levantaron como al mes que tuve a Brandon. Según a la esposa le dijeron que lo pozoliaron vivo allá en Ciudad Cuauhtémoc. Yo por eso, si un día me levantan, espero ya estar muerta antes de que me torturen o me corten la cabeza. No quiero verles la cara a esos perros porque soy capaz de buscarlos en el infierno. Pero, te decía: yo no entré a este jale porque hayan matado a mi patrón. No. Fue por dinero. Los hombres sicarean por diversión, porque les divierte matar, les da un no sé qué que los hace sentir la cagada más grande. A la bestia. Las mujeres entramos por dinero. Al menos lo mío fue así. Eso de que andamos en este jale por amor es una mamada. Y te decía: yo empecé a los veinte años. Al principio trapiaba, limpiaba vómito y sangre. Luego fui mandadera y de ahí pasé a cóndor —el que ubica a los contras—. Después fui lince —el que levanta y tortura— y de ahí me pusieron a sicariar. Así estuvo el rollo, bato. Desde entonces me puse a matar.
Más tarde, cuando regrese al hotel, leeré al escritor Paul Medrano:
La diferencia entre el hombre que mata y el que no se atreve es mínima, imperceptible. Porque en esencia todos llevamos el espíritu criminal adentro, escondido a fuerza de educación, amistad y un amorfo sentimiento de justicia. Mas en ocasiones se vuelve incontenible y se libera de su enclenque encierro para regresarse por todas las venas. Caliente y sublime. Eso es lo que da valor para jalar el gatillo. Ésa es la diferencia.
TRES
Apenas ayer por la noche, en un restaurante de Ciudad Juárez, la Güera quiso ser mi Marco Polo en el mundo del sicariato de lápiz labial.
Llegó haciendo ruido con sus tacones como si hubiese querido dejar huella. La mujer era tan guapa que inspiraba pensamientos indebidos. Tal vez sea cierta su leyenda: los hombres nacieron para adorarla. Olía, vestía y desparramaba Ed Hardy como toda chica edhardyzada. “Soy la Güera, la sicaria”, se presentó con ínfulas de “Camelia la Texana”, y yo le creí a esta hembra de corazón porque sus uñas, largas y brillantes, eran una especie de navajas suizas.
Amado Carrillo, el Tony Soprano de Chihuahua y virtuoso de la muerte, tuvo un caballo al que llamó Silencio, y eso era lo que la Güera menos guardaba. Blofeaba. Decía que dormía con un Kaláshnikov debajo de su almohada y llegó a contar una estrafalaria historia sólo para remachar que los días de matar le sabían ya a aceite quemado. No porque le desagradara ser pistolera, pero como ocurre con la cerveza, después de mucha, fastidia.
En el tren de confesiones, sin embargo, la Güera aceptó que en los últimos veinte minutos se había inventado una vida. Su trabajo en el cártel era otro, no menos arriesgado: coquetearle a los narcos rivales; saber todo de ellos, nunca contar nada sobre ella y entregarlos al jefe para que les arrancara los dedos, les cortara los testículos y les agujereara la cabeza.
Algunos narquillos que han sido arrestados han dicho que estas modernas Mataharis salieron de los huevos de la Línea, esos pistoleros del Cártel de Juárez que han estado usando la estrategia más vieja para conservar la plaza: matar a los contras. Hoy se sabe que el Cártel de Sinaloa tampoco ha dejado fuera a las mujeres de su plan empresarial. Los narcos de esta última década han entendido que hay mucha gente por matar y necesitan manos que estén dispuestas.
Los Artistas Asesinos, los Aztecas, los Mexicles, la Güera y tantos más de sangre fría son parte de esa mano de obra barata. A la Güera, a diferencia de estas tres bandas, no le gusta decir para qué cártel trabaja. Al principio, por el desprecio con que llegó a referirse del Chapo Guzmán, pensé que su santo patrono era Vicente Carrillo. Pero a Vicente también maldijo y pidió a la Santa Muerte que el Chapo, su paisano, conquistara este país de muertos.
Con quien sea para quien trabaje, la Güera ha puesto su gotita de sangre para que 29% de las ejecuciones en México sucedan en este estado. Podría decirse que esta linda chica ha enrojecido lo suficiente al río Bravo para que la diabetes, la vieja líder, haya sido superada por el asesinato como causa principal de muerte en Chihuahua.
La Güera, por ejemplo, entregó al cártel a un policía que en la cama solía prometerle amor infinito. A otro, un narcomenudista, le soportó golpes y el sexo más salvaje, todo para llevarlo a una casa de seguridad donde lo torturaron hasta que lo decapitaron con una motosierra. También tuvo que flirtear con un gordo de aliento insecticida que lavaba dinero para los rivales. “A ése lo pozoliaron”, dijo la Güera con una indiferencia de reptil, y yo imaginé al tipo metido de cabeza en un tambo con ácido, pataleando.
—¿Y a poco no sueñas con toda esa gente que has entregado al matadero? —le pregunté, y ella tamborileó las uñas sobre la mesa.
—Si lo hiciera, me tragaría el remordimiento —contestó y soltó una sonrisa con la que hubiese sido capaz de sentar al Chapo y a Vicente Carrillo para hacer las paces—. No me estoy riendo de ti —advirtió con suavidad—, es que orita me acordé de un hijo de la chingada.
Ese hijo de la chingada que le alebrestaba las entrañas era un matoncillo que, al parecer, no quería ni a su madre. Todo el día andaba hasta las cejas de cocaína y mataba a la misma velocidad con la que hablaba. Se vendió al otro cártel y, para comprarse vida, se fue a esconder a una ranchería de Parral. Allá lo encontró la Güera, en una cantina. “Me costó trabajo entregarlo porque el bato siempre andaba armado y escoltado”, me dijo la Güera. “Tuve que acostarme con él todo un pinche mes”, reprochó, y después contó que al tipo lo descuartizaron y que a dos de sus escoltas los quemaron. “A ésos, lueguito que los levantaron, les echaron gasolina y los prendieron vivos”.
Debo confesar que todavía sigo sin entender qué parte de este crimen llevó a la Güera a sonreír.
CUATRO
a) Marta se pincha las venas y muchas voces brillantes le hablan todo el tiempo. En uno de esos delirios, escucha: en este país puedes matar a quien quieras, al cabo no pasa nada; anda, agarra el cuerno de chivo y escoge.
b) Marta lleva días en busca de una oportunidad. “Quiero ser sicaria”, les dice a sus jefes y uno de ellos le advierte: “En este jale sólo hay dos cosas seguras: no debes confiar en nadie y tú también serás asesinada”. Ella lo va a pensar mejor.
c) Marta se entera de que su padre ha muerto por un infarto y en vez de ir al funeral, va a la casa y le roba dinero a su mamá. Sabe que, tarde o temprano, cerrará la carpintería que forjaron sus padres, que se acabará la clase media y que ella no tendrá cómo comprar la droga. Chingue a su madre, qué tanto es tantito. “Jefe: le quiero jalar al fogón”. “Primero acompaña a la clica y luego vemos”. Marta ha estado esperando ese día, y ese día ha llegado.
d) Marta y un grupo de pistoleros levantan a una soplona en el centro de Ciudad Juárez. Quienes vieron cómo arrastraron a la vieja de las greñas y cómo la treparon a un camionetón bárbaro olvidarán pronto el crimen, porque Juárez, y todo México, no sólo se borra la vida, también la memoria, y quienes recuerdan no salen vivos de la historia.
e) Marta azuza a sus amigos con una voz cargada de entusiasmo: “¡Hay que quemarla!”. La soplona va amordazada y la música sale a chorros por la ventana.
f) Marta escucha al jefe del escuadrón de la muerte: “¿Quieres quebrarla, morra?”. “Simón, no hay pedo”, contesta e infla el pecho como un gallo. Ella sabe, como se lo dijo un chamán, que los asesinatos son meras compensaciones para equilibrar al universo.
g) Marta va a matar a la soplona, pero tiene un dilema: ¿martillo o la nueve milímetros?
h) Marta escoge el martillo y le rompe la cabeza a la vieja. Luego mira a su jefe como quien se quita un peso de encima.
i) Marta siente chingón, sabe lo que es la adrenalina.
j) Marta me explica: “Tu primera muerte es como tu primera cogida, no la olvidas. Y hasta ese momento es cuando sabes si sientes culpa o no, y como yo no sentí ni madres, le agradecí a la Santa Muerte haberme permitido matar a esa pinche soplona”.
k) Marta no tenía nada personal en contra de la narcomenudista. Ni siquiera la conocía. Tampoco le vio la cara. “Cuando matas no tienes que ver al difunto, porque se te queda y puedes volverte loco”.
l) Marta quiere recalcar algo antes de continuar: la Santa Muerte es su guía. Dice que esa calavera de dentadura maltrecha se lleva a ricos y pobres por igual, y que por eso cree en ella. Ahorita le tiene prendida una veladora negra porque necesita fuerza y poder. Después le pondrá una amarilla, para la buena suerte.
m) Marta me enseña a la Santa, tatuada en su espalda como una barda publicitaria.
n) Marta tiene que ir a la celda de enfrente. Está enganchada a la cocaína y necesita esnifar su dosis del almuerzo. Ese hábito se está llevando lo mejor de ella.
CINCO
Llegas a aquella pira de llantas y lo primero que ves incendiándose es la cabeza de tu hermano. Quienes lo asesinaron no se han conformado con decapitarlo. Entonces terminas empotrada a la tierra y lloras como si quisieras llorarle para siempre. Tú se lo advertiste: “No te metas, estás muy morro y las armas las maneja el Diablo”. “Pero tengo güevos”, te contestó. “Aquí no hay que tener güevos, sino odio por la gente”, le dijiste, y a él le importó un carajo tu consejo. Ahora está muerto, partido en dos, y tú acordándote, sabe por qué, de aquella narcomenudista, la que mataste para graduarte como sicaria. Fue cuando tenías veintiún años. Acuérdate, Yaretzi. Fue el mero día de las madres. Desde que la viste treparse a su carro la querías matar. Esa vieja fue la que anduvo diciendo en el barrio que tú eras una puta y todos, hasta tu marido, le creyeron. Ella, siempre lo dices, arruinó tu vida. Si un día hasta te aventó a la policía. Y mira lo que fueron las cosas: te ordenaron matarla. La vieja ya había sido advertida que no vendiera drogas del otro cártel, y aun así se arriesgó. Tú sólo cumpliste órdenes.
Yaretzi se anima de repente e imita el sonido del cuerno. Tatatatatatá. La narcomenudista vuelve a ser cosida a balazos esta tarde de diciembre, y Yaretzi me dice que todavía hoy sueña con la vieja.
—¿Y cómo la sueñas?
—Sin ojos, gritando que ojalá me muera. Pero otras veces me suplica la cabrona, me dice que la mate rápido, con el cuerno, así como la quebré.
Los siguientes minutos, Yaretzi hablará de sus alucinaciones. Ora alguien la jala del cuello. Ora la pavón negra que le regaló su hermano cobra vida y le ordena matar al padrastro. “Cuando estés disparándole le recuerdas al cabrón que la hija que tienes es suya”. Ora le mueven las cosas de su celda. Y ora una voz, que parece barritar, se le sube a los oídos. “Ésos han de ser los gritos del último hombre que maté a balazos”.
SEIS
En menos de una hora, la Güera habló de muchas cosas: de la camioneta 4×4 en la que anda por Juárez como si fuera un tiburón con el hocico abierto. De lo barata y pura que es la droga en Chihuahua. Que los desaparecidos son tantos y por eso todas las cifras son conjeturas. “50n un (h¡in60 105 mu3r705 qu3 y4 n0 (4b3n 3n 105 núm3r05”, dijo y casi se oyó cómo cambiaba las letras por números. Dio a entender que la violencia creció a la par de los gobernantes corruptos. Habló del día que su primo mató a la novia a golpes, de los sicarios que van al hospital a visitar pacientes heridos para terminar su trabajo, del tío que es cantante y de las ganas que tenía ella de ser actriz. También dijo que los mil dólares que el cártel le paga al mes los invierte en cosméticos, ropa y tangas.
—Poca plata para mucho riesgo —le dije cuando terminó su perorata didáctica.
—Sí, pero mi novio me compra todo.
—¿Es narco?
—Comandante, pero es lo mismo.
—¿Y qué es lo mejor que te ha comprado?
—Las chichis. Se miran bien, ¿no?
La Güera se tocó los senos. No pude contradecirla.
—¿Cuando te miras al espejo, a quién ves?
Ella se recogió el pelo, torció la boca y ya luego contestó:
—Haces preguntas bien raras.
Segundos después, el mesero trajo los cortes de carne y la Güera comió como si hubiera recién bajado de la luna. Se dio tiempo, eso sí, para enumerar a la clase de gente que ha seducido para luego entregarla a los sicarios que no perdonan nada. En su mayoría eran encargados de las plazas.
—No entiendo —le dije—, ¿cómo le haces para que no te identifiquen? Has de ser una mujer muy mencionada entre la malindranada.
—Siempre cae uno. Acuérdate que los hombres piensan con el pene.
Entonces la Güera agarró su bolso Ed Hardy y se marchó. Por eso no volverá a aparecer en esta historia.
Se fue caminando con la seguridad de las cabras en el monte.
SIETE
Chihuahua es una de las siete maravillas del mundo moderno. Y si no, debería serlo: es un bife bien cocido de casi 248 mil kilómetros cuadrados en el que no para de escurrir la sangre. Cada día, desde diciembre de 2006, siete personas son asesinadas; tres o cuatro de ellas, según el humor de los narcos, ocurren en Ciudad Juárez. La nota roja ha caído en frases sin sujeto por verbos y predicados muertos. El periodista Charles Bowden dice que en Chihuahua “la gente puede convivir con los asesinatos y saber que las personas desaparecen a plena luz del día y seguir tan campante diciendo: bueno, eran malas personas”. En Chihuahua la violencia arrecia. Tin Tan se debe estar revolcando en su tumba por ver a su tierra adoptiva convertida en una máquina de la muerte.
Pero ya me desvié. Yo vine aquí a contarles sobre las chicas Kaláshnikov.
OCHO
Yo he muerto dos veces. (Yaretzi se jala la camiseta y me muestra un agujero en el hombro. Dice que tiene otro en la espalda). Es verdá. Los tiros ni se sienten, pero qué frío te da. Parece como si fueras de hielo o no sé de qué. Y luego se te va la fuerza, ai andas como un pinche muñeco de alambre. Pero eso no se compara cuando te levantan y te torturan. Ahí sí le pides a Dios que ya te mueras. Eso de que torturen es el peor de los dolores. Muchos que han levantado debían dinero, y justo ese día que los levantan andan vendiendo hasta su madre. Yo no. Yo no les ofrecí nada a los cabrones que me levantaron. Yo nomás me dejé llevar. Creo que me violaron todos, los cuatro cabrones que eran. (Yaretzi mira hacia el piso, como si quisiera agarrarse a un punto. Un rato después dirá que aquel día, cuando abusaron de ella y le arrancaron dos uñas, fue cuando encontró a Dios). Lo vi cuando ya nomás miraba todo blanco, blanco. Era Dios. No pongas esa cara, pero allá tú si no me crees. De pronto abrí los ojos y el bato que me cuidaba estaba bien dormido, bien drogado. Y no me preguntes cómo, pero Dios me dio fuerza para desamarrarme y corrí, corrí como pinche loca y no me detuve. Yo le he dicho a Dios que cuando salga de aquí, nomás voy a matar a los que me levantaron y me retiro de este jale.
—¿Es posible dejar al cártel? —le pregunto.
—No. De ahí no sales si no es con las patas por delante.
—¿Entonces cómo te vas a retirar?
—No sé. Pero Dios me hará libre.
Yaretzi va a su celda. Regresará con una desmadrada Biblia y me señalará su salmo preferido. “No temas, porque yo estoy contigo. Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia. Isaías 41:10”.
Órale.
NUEVE
A veces, sin saberlo, uno va en curso de colisión y no puede hacer nada por cambiarlo.
Malandrín 1, el encargado de cobrar las extorsiones en la parte centro de Juárez, tuvo que ir a Ojinaga para vigilar un cargamento porque a Malandrín 2, el que debía hacerlo, lo habían ejecutado la noche anterior. Mientras Malandrín 1 llegaba a Ojinaga, acá en Juárez el jefe reacomodaba a su gente. A Marta le tocó reemplazar a Malandrín 1 y ella reclamó: “Pero yo soy sicaria, no la chingues”. Él, acostumbrado a mandar, le dijo a Marta que no la hiciera de pedo. “Es nomás esta semana”, fue irreductible. El jefe le ordenó que primero le cobrara la renta a un vendedor de ropa, con quien tenía viejas rencillas, y luego se largó a la cantina de siempre. Mientras el jefe pedía su whisky dieciocho años, Marta iba manejando y mentaba madres. Ella ya había matado a tres y ahora la habían reducido a una especie de abonero tacuachón. “Está bien, lo haré —pensó—. Pero lo voy a hacer a mi manera”. Y su manera fue empezar por los negocios que le quedaban de paso por el Eje Juan Gabriel. Al vendedor de ropa lo iría a ver hasta el final, nada más para hacer renegar al jefe. Antes, sin embargo, pararía a comer.
¿Y si sólo algo hubiera sido diferente?
Si Marta no hubiera ido a esos tacos de asada o le hubiese hecho caso al jefe; si a Malandrín 2 no lo hubieran asesinado y el jefe no hubiese sustituido a Malandrín 1 con Marta, seguro ella seguiría en las calles con su cuerno de chivo y la veintidós. Pero así como es la vida, por una serie de incidentes encontrados que nadie puede controlar, Marta llegó a un restaurante a cobrar la extorsión y le cayeron los militares.
“Esos pinches guachos me pegaron machín —me dice Marta—. Aquí los guachos están comprados por el Chapo y nos chingan a los contras”. Como nadie corroboró la historia, no tuve más remedio que creerle.
DIEZ
Yaretzi habla de las armas como Mijaíl Kaláshnikov hablaría del AK-47.
La cinco punto siete: a ésa le llamamos por acá la matacholos; tú la has de conocer como la matapolicías o la faiv seven. No hay chaleco antibalas o troca blindada que la derrote. Dicen que la inventaron en Bélgica, pero yo digo que ésa fue idea del Diablo. No patalea y eso te da precisión. Anda muy de moda entre la clica.
La treinta y ocho súper: con ésa le revientas la cabeza a cualquiera en medio segundo. La bala sale con un chingo de presión. A mí no me gusta porque pierdes tiempo en la recarga. Nomás una vez la usé para matar a un bato al que el jefe le bajó su novia.
La cuarenta y cinco: es muy práctica, pero siempre que sea Colt. Las otras luego se te disparan solas.
El erre: a ése le puedes poner hasta un lanzapapas (lanza granadas). Su bronca es que patalea mucho y te duele machín el brazo. Es mejor el Fal. Calibre tres ochenta. Pura sangre.
Y el cuerno de chivo: es mi favorito. Con un cuerno hasta a un elefante lo partes en dos y un niño puede dispararlo porque no se atasca. Aunque se llene de lodo, el cuerno te responde. Yo traía dos el día que me arrestaron. Eran Norinco y estaban bien chingones. Los dos me salieron en veintisiete mil pesos.
Yaretzi dice que tiene la misma puntería con una .22 que con un cuerno. Jura que sabe usar el lanzapapas y que desarma un erre en menos de un minuto. El director del penal, un tipo mitad terco y mitad vale madre, me había dicho que Yaretzi disparaba como si fuera un sexto sentido.
ONCE
Marta, la del rostro de niño. La que estudiaba administración de empresas. La fanática de los dulces de tamarindo. La que extraña a su novia. La que juró dar la vida por su clica. La que cuida a una doña de cara grande, como de catedral, que cayó en la cárcel por traficar coca. La que nació zurda hace veinte años. La que escucha los corridos del Chalino y de otros cantantes, en los que las historias dejen un halo de pólvora. La que no come verduras y pide la carne casi cruda. Esa misma Marta ya quiere terminar nuestra plática.
—Déjame preguntar algo más —le digo y ella acepta con un cigarro de por medio—. ¿Odias a Ciudad Juárez?
—No —responde a quemarropa—. Es mi ciudad y la quiero.
—No lo tomes a mal, no soy sacerdote ni ministerio público y no me interesa escribir un libro de autoayuda, pero, ¿entonces por qué te has esmerado en destruirla con los asesinatos?
Marta se mira avergonzada. Se lleva el cigarro a la boca y aguanta el humo en los pulmones como cuando fuma mariguana.
—No me había puesto a pensar eso —dice al soltar el humo—. Pero de que lloren en mi casa, mejor en la de ellos.
—Pero está muriendo mucha gente que nada tenía que ver con el narco, mucha gente inocente.
—Aquí no hay inocentes. Todos los muertos algo han hecho.
Yaretzi me dijo algo parecido: es gente de la droga matando a gente de la droga. Me rehúso a creerles.
—¿Y qué vas a hacer cuando salgas de la cárcel, Marta?
—Lo que venga.
—¿Seguirás en el narco?
—Lo que venga.
Marta es la prueba de que existe una resistencia humana natural a abandonar toda una vida y empezar en otro lugar.
DOCE
Yaretzi no fuma y nunca se ha drogado. No conoce al Chapo Guzmán ni a Vicente Carrillo ni a Heriberto Lazcano; sólo trata con capos segundones. No le gusta usar adornos. No soporta la hipocresía. No sonríe; dice que la muerte le chupó la risa. No le atraen los tatuajes. No ha vuelto a ver a su padrastro desde que la embarazó. No ha perdonado a los asesinos de su hermano, y tampoco recuerda el nombre de los que ella ha matado. Eso sí: se acuerda de las moscas que salían de aquellos difuntos, está segura que tanta matazón empezó cuando el Chapo rompió el pacto con Vicente Carrillo y cree que hay vida después de la muerte.
Nunca tienes tiempo para pensar en los asesinatos. Haz de cuenta que desconectas tu cabeza. Tú nomás sigues órdenes, como un trabajo más. ¿O a poco tú te mandas solo? Pos es lo mismo en este jale. Y como todo trabajo debes echarle ganas. Estar al cien. Si te drogas o te confías, terminas con un balazo en la frente. También por eso hay mucho muerto aquí en Chihuahua, porque los batos andan todo el día en la loquera y hacen pendejadas. Por eso mataron a los morros de Salvarcar, porque la clica andaba bien drogada. Dicen que su jefe ya los pozolió. Estar al cien. Ésa es la clave para seguir sicariando. Yo eso hice. Si me hirieron una vez fue porque los de mi patrulla venían pisteando y no se pararon en el retén. Estar al cien. Estar al cien.
—Matas, ¿y luego?
—Nada —dice Yaretzi—, no sientes nada. Habemos gente así.
—¿Alguna vez has pensado que ya deberías estar muerta?
—Cómo no. Yo creo que es lo único que te sorprende en este jale: seguir vivo.
—¿Qué te espera cuando llegue tu hora?
—El infierno. Y no creas, me da culo. Yo sé que he sido mala, pero Dios perdona hasta al más hijo de la chingada. Aquí en la cárcel me he acercado más a él. Le rezo todas las noches. Yo no necesito de la Santa Muerte o de Malverde, ésos nomás son intermediarios.
—¿Y lloras?
—Todavía no mucho, pero ai la llevo.
—Leí que Chihuahua es uno de esos lugares donde estar limpio no tiene sentido. ¿Tú crees que es cierto?
—¿Cómo?, no te entendí.
—Que más vale andar chueco que derecho.
—Pos es que aquí ser chueco es estar derecho.
—¿Y son mejores las sicarias que los gatilleros?
—Es que los hombres son muy arrebatados, para todo quieren disparar y eso enoja a los jefes. Las mujeres como que la pensamos más y eso también es el valor.
—¿Alguna vez se te ha quedado en la ropa el olor de un muerto?
—Varias. ¿Y sabes a qué hueles? A azufre. Es un olor como el que amanece los 16 de septiembre, después de tanta tronadera de cuetes.
—¿En el cártel para el que trabajas, hay mujeres que enamoran y entregan a los contras?
—Sí, anda de moda eso. Son morras bonitas. Son anclas. Pero más vale ser sicaria que andar de puta, ¿no?
—¿Tú sabes cuándo se va a acabar esta guerra?
—Sí: nunca. El narco es dinero y todos lo quieren.
—¿Alguna vez has decapitado?
—Nunca. Eso está bien saico.
—Pero lo hace el cártel con el que trabajas, ¿no?
—Sí, pero nomás es como para impresionar, para hacer sentir miedo.
—¿Tú has tenido miedo?
—Nomás esa vez que me levantaron, hasta se me secó un riñón.
—¿Cómo que se te secó?
—Pos así nomás.
—¿Cuánto te paga el cártel?
—Me daba quince mil por quincena.
—¿Quince mil?
—Y estaba a punto de que me dieran treinta y dos mil.
—Mucho dinero.
—Por eso entré a este jale, ya te dije.
—Has de vivir bien, ¿no?
—No te creas. He estado ahorrando el dinero para mis hijos. Yo sí quiero que estudien, que sean alguien en la vida. Ellos todavía están chicos y no saben a lo que me dedico. De perdida que si un día se enteran, que me perdonen viendo que no me gasté el dinero.
—Al principio dijiste que mi vida valía igual que todas: nada, pero te pagan bien. Entonces sí hemos de valer algo, ¿no?
—Pos a mí no me pagan por muerto sino por día. Y si al día me pagan mil pesos, quítale quinientos que ahorro, los doscientos o trescientos de la tragadera, los cien de la gasolina. O sea: el muerto vale las balas que le metas y aquí nos las venden a diez pesos.
Por eso la vida, en estos tiempos, desaparece igual que el ruido del disparo.
*Texto publicado originalmente en el número 118 de Gatopardo, en febrero de 2011.