El hombre que se convirtió en espejo
Nahuel Maciel, el periodista que inventó un libro de conversaciones con Gabriel García Márquez
El mesón de Jeremías es un restaurante que no existe, ubicado en un punto preciso de la costanera de Gualeguaychú, una pequeña ciudad turística del noreste argentino, en la provincia de Entre Ríos, conocida por sus carnavales. Lo inventó Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, para escribir sobre cocina en el diario El Argentino —el más antiguo de Gualeguaychú— en algunas ediciones de 2010: los clientes de Jeremías nacían al llegar al lugar y morían un párrafo después del proceso de cocción, una vez agotadas sus historias de pasiones cotidianas, la receta y el espacio disponible para el texto.
—Hubo lectores que llamaron al diario para saber cómo podían llegar al restaurante —dice Nahuel Maciel, mirando hacia el río.
Es de noche, la costanera de Gualeguaychú está iluminada.
—En un momento llegó a haber como diez o quince personas que aseguraban que habían comido en el mesón de Jeremías. Era una ficción, ¡un recurso!
Maciel abandona una sonrisa a mitad de camino y apura el cigarrillo. Lo tira. Lo pisa.
—Pero claro, algunos ya preguntaban: «¿Volviste a las andanzas, Nahuel?».
Aprincipios de los noventa, Nahuel Maciel se convirtió en leyenda por plagiar e inventar con eficacia, sin vacilación, largas entrevistas a personalidades como Gabriel García Márquez, Carl Sagan, Umberto Eco, Mario Vargas Llosa y Juan Carlos Onetti, que fueron publicadas entre 1991 y 1992 por el suplemento de cultura de El Cronista Comercial, un diario de la capital argentina. Los hechos ocurrieron hace dos décadas en Buenos Aires, y tuvieron su continuación durante algunos años en Paraná, capital de Entre Ríos, donde Maciel fue a vivir después del hito más conocido de su pasado, lo que se considera el punto más elevado al que lo llevó el ciclo ascendente de la mitomanía: en 1992, ante una sala repleta con más de quinientas personas, el joven Nahuel Maciel presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires Elogio de la utopía, una recopilación de conversaciones con García Márquez que no eran reales, prologada por un texto del escritor uruguayo Eduardo Galeano que Galeano nunca escribió, con un prefacio a cada capítulo plagiado, palabra por palabra, de un libro del sacerdote argentino Mamerto Menapace, a cuyos textos sólo les había cambiado la palabra «Dios» por «Utopía».
Mamerto Menapace es un cura célebre del monasterio benedictino Santa María de los Toldos, en la provincia de Buenos Aires, que ha encarnado una figura folclórica —el cura de campo— como autor de cuentos y poemas en los que predominan las moralejas de la vida rural y las parábolas religiosas. Fue el primero en denunciar el plagio, a pocos meses de la presentación: Elogio de la utopía era un collage de distintas fuentes, y su publicación supuso el final de la carrera meteórica de Nahuel Maciel en la capital del país.
En la contratapa del libro se puede ver un retrato suyo de aquellos años: un joven de camisa que sonríe apenas a la cámara; el pelo negro, abundante, se une con la barba, negra y abundante, de tal modo que dibujan el contorno de un rostro delgado, anguloso, donde sobresalen —levemente— los pómulos y las cejas pobladas. Debajo de la foto, un texto breve en primera persona, «Palabras de un autorretrato», sin más información de origen que la siguiente: «Esto era así allá en la cordillera, en Neuquén, el lugar donde crecí. Pero aquí en Buenos Aires, las cosas son algo diferentes».
CONTINUAR LEYENDOAquí en Gualeguaychú, ahora, las cosas también: son diferentes.
Nahuel Maciel tiene cuarenta y siete o cuarenta y ocho años y un pelo abundante, irisado de canas, que se une con la barba, abundante e irisada de canas, de tal modo que dibujan el contorno de un rostro robusto, en el que sobresalen las cejas pobladas y los ojos grandes, marrones y acuosos. Hace más de diez años que vive en Gualeguaychú, donde trabaja como periodista y editor del diario El Argentino.
Una tarde de agosto de 2011 le pregunté si había nacido en Entre Ríos. Estábamos en su oficina, en la redacción de El Argentino, sin grabadores. «No —me dijo—, no sé, no sé», y su mirada se tornó esquiva.
El pasado de Maciel, como personaje, tiene distintas versiones. La persona real, la que corresponde a su nombre real, está resguardada debajo de un Nahuel Maciel que nació hace veinte años. Nahuel Maciel no se cambió el nombre cuando se fue de Buenos Aires, después de que su firma pasara, en menos de un año, de la exposición máxima en las páginas de El Cronista Cultural a la desaparición total.
—El pasado te alcanza siempre —me dijo esa tarde.
Nahuel Maciel no quiere que escriba sobre él.
—Estoy cansado, flaco.
Suspira.
—Me han matado.
La primera vez que Maciel apareció en la redacción de El Cronista, relata Mario Diament, entonces director del diario, fue a finales de 1991, una tarde en que a la editora de El Cronista —la periodista Silvia Hopenhayn—, se le había caído su nota principal: «Se presentó como un indio mapuche que había escrito artículos para Le Monde de París y el National Geographic, algunas de cuyas fotocopias traía consigo para probarlo. Venía a ofrecer —dijo— una entrevista con Mario Vargas Llosa que había realizado vía fax, lo cual, para una editora que ve pulverizarse la nota principal del suplemento, caía como maná del cielo», escribió Diament en una versión de la historia que publicó en 1996 la revista Noticias.
—Su apariencia era benévola. ¿Viste esos personajes misteriosos? Pero de un misterio con cierta candidez. No era el misterio oscuro y maloliente. Todo lo contrario. Venía con una carga mística— dice la escritora Silvia Hopenhayn.
Hopenhayn recuerda a Nahuel Maciel como «una especie de fantasma ambiguo». Un personaje —»flaquito, medio moreno, hirsuto»— que exhibía, al mismo tiempo, un apego a raíces ancestrales, y desamparo. Recuerda que tenía «como un andar medio alado».
Recuerda un gesto: «Con los dedos se cubría un poco la boca».
En 1991, cuando Maciel se presentó en la redacción para ofrecer sus notas, Hopenhayn tenía menos de veinticinco años y dirigía El Cronista Cultural: su tarea periodística era «importante y hermosa», dice, pero «todavía no sabía distinguir que las palabras pueden tener doblez».
—Atraía, quizá, su estirpe, original y originario. Y eran importantes las notas que él traía. Pero lo que más me terminaba de convencer a mí era su lenguaje. Su forma de inscribirse en el mundo. No era solamente porque tenía la cartita de García Márquez o la cartita de Vargas Llosa, ni porque «ay, mirá, un indígena escribiendo, que original para tener como pluma colaboradora». Había algo convincente en su propia forma de dirigirse y hablar.
El Cronista Cultural se publicó semanalmente con El Cronista Comercial durante unos seis años, hasta mediados de los años noventa, y fue el producto emblemático de un periodo de cambios en el matutino —especializado desde su origen en economía y negocios—, que intentaba ganar un público más amplio. Esos años el diario pasó a llamarse El Cronista —una mutilación temporaria— y sumó firmas, secciones, suplementos.
—Fue un momento de creatividad pero de mucho caos. Yo pasé casi por cinco directores en cinco años —recuerda Hopenhayn.
Mario Diament fue director desde finales de 1991 hasta finales de 1992, y apostó a darle al diario un perfil más progresista, a sumar producción en Política, en Cultura. El Cronista Cultural llegó a tener dieciséis páginas, convocaba a figuras literarias consagradas y a otras en surgimiento, e incorporó a académicos e intelectuales que solían tener cierta reticencia por el lenguaje periodístico.
—No había trabas, no había condicionamientos —dice Hopenhayn.
Los periodistas culturales compraban el diario los domingos por el suplemento que ella dirigía.
El domingo 22 de diciembre de 1991, El Cronista Cultural publicó la primera nota de Nahuel Maciel: «La indulgencia del poder», una entrevista exclusiva con Mario Vargas Llosa realizada vía fax. (Escribe Maciel: «Es casi inevitable preguntarle por Cuba y por Fidel. ¿Cuál es su opinión?». Responde Vargas Llosa: «Sí. Es cierto. Yo esperaba desde el principio esta pregunta suya. Yo creo que Fidel es un caudillo, un caudillo al que el poder ha ido convirtiendo en una especie de todopoderoso. Lo inevitable con todos los todopoderosos, las personas tremendamente megalómanas, es que se llegan a creer un semidiós encarnado. Creo que no se puede tener un poder absoluto, por tanto tiempo, sin convertirse en algo completamente distanciado de la experiencia común…».
El 12 de enero de 1992, el suplemento publicó en la tapa «El enigma del tiempo», reportaje exclusivo de Carl Sagan. (Pregunta Nahuel Maciel: «¿Entonces es imposible realizar un viaje al pasado?». Responde Carl Sagan: «La teoría de la relatividad no excluye expresamente el viaje al pasado, pero lo disparatado de semejante idea no se puede rebatir ni siquiera con las más atrevidas teorías. […] Supongamos que un viajero por el tiempo encuentra a su propio yo más joven, y lo mata. ¿Estaría entonces muerto el viajero? ¿Cómo habría podido emprender este viaje si ya estaba muerto antes de comenzarlo?»).
El 29 de enero, El Cronista Cultural publicó en la tapa «El vivero de García Márquez», un reportaje de cinco páginas con el Nobel colombiano, centrado en la «función y necesidad de la Utopía», que se convertiría en la base del libro Elogio de la utopía. En la última página salía un recuadro, «Historia de un periodista», donde se señalaba que Nahuel Maciel era colaborador de «Le Monde (Francia), El Día (México) y El Cronista Cultural«, que había nacido en Neuquén en 1964, y que había traducido «El Principito, El cerro de los siete colores y Las venas abiertas de América Latina al mapuche»
El 9 de febrero se publicó «La leyenda de la llorona y la locura», un texto de dos páginas en el que Maciel analizaba una historia clásica de fantasmas, basado en una investigación que había presentado en «el Tercer Congreso de Antropología y Mitología Americana —México DF, septiembre de 1990— organizado por el Museo Antropológico de México». (Primera hipótesis sobre la leyenda de «la llorona» que aparece en el texto: «Un pueblo se apropia de una locura individual y la llena de contenidos sociales, transformándola en una locura étnica. Pero esos contenidos sociales no son explícitos. A través de la leyenda se canalizan elementos tecnoecológicos y socioculturales que de llegar a manifestarse per se, plantearían —creemos— la necesidad de cambios estructurales»).
El 16 de febrero se publicó «América podría ser una fiesta», una especie de ensayo de dos páginas sobre la conquista del continente, firmado por «Eduardo Galeano y Nahuel Maciel». (Final de la primera parte: «Nuestra identidad está en la historia, no en la biología, y la hacen las culturas, no las razas: pero está en la historia viva. El tiempo presente no repite el pasado, lo contiene»).
El domingo 23 de febrero de 1992, El Cronista Cultural publicó «Paraguay en llamas», una crónica sobre el régimen de Andrés Rodríguez y el proceso político de Paraguay, firmada así:
«Nahuel Maciel (Asunción)».
Eso, sólo en los primeros dos meses.
Maciel no tenía treinta años.
—Yo sabía como era la dinámica de un suplemento cultural, sobre todo cuando intenta posicionarse. Necesita buena mercadería. Y esa situación, a veces, es desesperante: saber que la única posibilidad que tenés de competir con los suplementos ya asentados o tradicionales como el de La Nación, e inclusive el de Página/12, es hacer algo que sea realmente bueno o diferente. Si no, no tenés chance. Creo que por eso ellos caen un poquito así en los embustes de Nahuel. Porque tenían una gran necesidad de que existiera esa posibilidad de reportaje maravilloso…
El periodista Oscar Taffetani (58) se detiene para buscar una expresión precisa. Es un lunes de enero en Buenos Aires. Son las 16:30.
Taffetani conoció a Nahuel Maciel en 1991, cuando dirigía un semanario de cultura y política llamado Las palabras y las cosas; un desprendimiento del diario Sur que trataba de sobrevivir de forma independiente. Le presentaron a Maciel como «alguien que había sido educador, que había sido criado por los mapuches»: «Lo tomé como un chico que quería hacer sus primeras armas», dice. Le propuso hacer una crónica sobre la proyección de Danza con lobos: una perspectiva mapuche sobre un filme que hablaba de la relación entre un blanco y los indios pieles rojas.
—Y lo hizo bien —dice Taffetani.
Pero sus colaboraciones en el semanario fueron escasas. Un día, cerca de fin de año, Maciel le contó que se había presentado en El Cronista.
—Ellos lo convierten a él en estrella, sin pensar mucho qué hay en el fondo, qué hay debajo de esto. Está bien: uno puede comprender, porque nadie está libre de cometer errores, qué se yo, pero no podés analizar el fenómeno de Nahuel Maciel tomándolo a él como un bicho raro, sin entender en qué sistema funcionó la mitomanía de Nahuel. Es un sistema que está ávido por comprar ese tipo de cosas…
El 24 de julio de 2004, la revista argentina Noticias publicó una nota del periodista Emilio Fernández Cicco sobre Nahuel Maciel titulada «El gran simulador»: «Habla el más exquisito embaucador del periodismo, tras años de anonimato. La increíble historia del hombre que inventó hasta un libro con García Márquez», decía la presentación. Su nota sobre Maciel era una entrevista telefónica grabada desde Buenos Aires. El diálogo comenzaba en el segundo párrafo:
«Noticias: Necesitábamos hablar con Nahuel Maciel.
Maciel: Él habla.
Noticias: Ah, mire, somos de la revista Noticias. Queríamos hacerle una nota contando su historia.
Se produce un largo silencio en la línea, la pausa que se toma una mosca antes de ser aplastada por un zapato. Es lógico que esto ocurra.»
—¿A vos te costó encontrarme? —pregunta Maciel apenas se sienta en la mesa del bar.
A través de las ventanas se puede ver: la costanera vacía, el cielo espeso, el río picado.
Es lunes, 8 de agosto de 2011. Es la primera vez que nos vemos. La pregunta es retórica.
—¿Viste? Después sale que estoy escondido. Que estoy en el anonimato: todas las semanas firmo mis notas con el mismo nombre. Trabajo en una empresa que cumplió cien años. Cada vez que quise contar que estoy agradecido (porque ahora ya no, pero había que tener huevos para tomarme entonces, cuando me tomaron en El Argentino), sale que estoy escondido. Qué sé yo lo que sale.
—Pero yo no pondría esas cosas.
—Sí, todos dicen lo mismo. Yo te puedo hablar de la mala praxis con nombre y apellido. Yo te puedo hablar de la confianza, porque la perdí en mí mismo. Yo escribía algo y decía: «Pero, ¿esto es mío, o creo que es mío y lo leí?». Yo tuve que laburar mucho la confianza en mí. Y después tenés que bancarte que cualquier boludo venga a cobrarte una factura, y vos ni lo conocés. ¿Y vos quién sos?
En enero de 2007, en pleno conflicto argentino-uruguayo por la instalación de una inmensa fábrica de celulosa en Fray Bentos, frente a Gualeguaychú —del otro lado del río Uruguay—, el polemista argentino Eduardo Montes-Bradley estrenó en Punta del Este un «documental-ensayo» llamado El gran simulador, que fue promocionado en Uruguay como «No a los papelones». Montes-Bradley, un cordobés —»porteño por adopción»— que hace películas, había leído la nota de Cicco en la revista Noticias y decidió viajar a Gualeguaychú en busca de Maciel: «Subí al auto y, sin muchos preludios, viajé a esa ciudad. Apenas llegué, encontré al mapuche trucho en la primera línea de fuego del asambleísmo de esa ciudad. No lo podía creer. El ahora periodista de El Argentino, uno de los diarios de Gualeguaychú, luchando contra las papeleras de la orilla vecina…», dijo en una entrevista que le hicieron en 2008. Así nació El gran simulador, una película en la que Montes-Bradley se vale del pasado de Nahuel Maciel para ofrecer su mirada sobre los ambientalistas de Gualeguaychú y su reclamo contra la instalación de una papelera en Fray Bentos, causa que contaba con el apoyo explícito de los periodistas locales, entre ellos Nahuel Maciel.
En el minuto 12’49», Nahuel Maciel habla de su pasado: «Si algo, entre comillas, me justifica estar acá, es porque en el año noventa y dos fui responsable de una situación disvaliosa para el oficio del periodista como la de haber realizado plagios y material apócrifo en la prensa».
En el minuto 13’38» Montes-Bradley dice: «Estábamos convencidos de que Nahuel había instrumentado una brillante operación para desenmascarar la fragilidad del sistema. Su arrepentimiento fue una desilusión, una de tantas».
Los casi sesenta minutos restantes, Montes-Bradley expone sus intentos frustrados por hacer una película, y va alternando el foco entre Nahuel Maciel y la protesta ambiental, siempre con el mismo tono. Dice, por ejemplo: «Definitivamente teníamos una película entre manos, o bien, estábamos en las manos de un psicópata» (22’11»); «Ese Nahuel, el que alguna vez sedujo con sus invenciones, resultaba más interesante que el periodista mentiroso. Nahuel, el indio Nahuel podía liberarnos de Gualeguaychú. Después de todo, él nos había traído» (43’33»); «Nube roja se hizo humo» (44’45»); «Qué sentido tenía seguir con una película imposible. El testimonio de Nahuel estaba empañado por la vergüenza y el arrepentimiento, mientras que la asamblea ambientalista me recordaba la idea de un pogrom» (54’12»); «Pobre Nahuel: él, que vendía con relativo éxito espejitos de colores, terminó comprando los que vendían en Gualeguaychú, a orillas del río»(1:10’27»).
——Buscá «prestigio» —dice Maciel, y me pasa uno de los libros marrones que forman una pila en su escritorio, al lado de la computadora que usa en El Argentino.
Es una edición vieja, en tomos, del diccionario de la Real Academia, con tapas semiduras y ribetes descoloridos por el uso, por el paso del tiempo.
—»Prestigio: del latín preaestigium… Engaño, ilusión o apariencia con que los prestigiadores emboban y embaucan a la gente…». ¿Viste? Cuando te dicen que alguien es «un prestigioso periodista», hay que tener cuidado con lo que están diciendo.
Me mira de reojo.
—Y éste no es un diccionario que escribió Nahuel Maciel, eh.
—Las universidades tenían un encantamiento extraordinario con este personaje —cuenta Orlando Barone (70), un periodista veterano que trabajó en algunos de los principales medios gráficos del país, hoy identificado con el oficialismo—. En la de La Plata, por ejemplo, donde fuimos a presentar los libros, todas las preguntas iban dirigidas a Nahuel. Había una atracción desde la izquierda porque era mapuche, porque… bueno, porque el hechizo era fantástico. Y casi sin hablar, porque ni siquiera hablaba demasiado. Era como ese personaje, el de la película Desde el jardín. Algo parecido.
Para Barone, Nahuel Maciel «es un héroe anticipado a la nueva época, pero él no sabía que era un héroe: él lo hizo como un bandido».
En abril de 1992, Barone presentó su novela La locomotora de fuego junto con Elogio de la utopía, de Nahuel Maciel, en la Feria del Libro de Buenos Aires. Las dos publicaciones eran las primeras criaturas de Ediciones El Cronista, un proyecto editorial que formó parte, fugazmente, de la etapa de expansión y cambios que vivió El Cronista Comercial esos años. El proyecto prácticamente comenzó y terminó con los libros de Barone y Maciel.
—Cuando él presentó su libro junto con el mío, yo acepté sin dudar porque, bueno, porque soy democrático, primero porque todavía no se sabía el desenlace. Él tenía una carta que le había enviado García Márquez por el libro. Cuando el locutor iba leyendo en el escenario la carta de García Márquez, me di cuenta, creo que todos nos dimos cuenta, por lo menos los que conocemos algo de literatura, de que no podría haberla escrito nunca García Márquez.
El eje central de la Feria del Libro de Buenos Aires de ese año, la edición número 18, era «El libro en los medios de comunicación».
Elogio de la utopía surgió como una extensión del reportaje que El Cronista Cultural había publicado originalmente el 29 de enero: en pocos meses, «El vivero de García Márquez» se convirtió en un larguísimo diálogo erudito —y por momentos incomprensible— sobre la utopía, que ahora ocupaba más de doscientas páginas. Todo el libro, a excepción de los textos cándidos de Menapace usados como prefacio, el prólogo apócrifo de Galeano y algunos fragmentos dispersos, está compuesto por intercambios de este tipo:
«NM: —Con el paso de los siglos, el buen rey Utopos de la obra de Moro se ha convertido en su contra-imagen —el Big Brother (Orwell) o el ‘Benefactor’ (Zamiatin). Desconfianza de la autoridad y negación del providencialismo que se puede rastrear en las Utopías Satíricas de Johnatan Swift, especialmente en la serie de viajes de ‘Gulliver’ y en el Cándido de Voltaire, tradición irónica que se remonta a Aristófanes.
«GGM: —En efecto, en las comedias de Aristófanes se anuncian las que serán características de la anti-Utopía satírica de los siglos ulteriores. En la Asamblea de Mujeres, a la pregunta formulada de ‘¿quién cultivará la tierra?’ en la sociedad igualitaria que se propugna revolucionariamente, Proxógoras contesta, en forma ingenua pero significativa: ‘Los esclavos’. Todo régimen utópico tiene, en definitiva, sus esclavos…»
(Fragmento del subtítulo «La ironía como arma», perteneciente al segundo capítulo de la primera parte de Elogio de la utopía, página 68).
El supuesto vínculo con el Nobel colombiano, que ya había dado como frutos una entrevista exclusiva, un libro y una carta personal leída en la Feria del Libro, incluyó también la publicación exclusiva de «un relato totalmente inédito» de García Márquez que fue anunciado en la portada de El Cronista el domingo 3 de mayo de 1992. El relato se llamaba Cuentos de una noche sin luna, y era presentado como «una suerte de regalo de García Márquez con motivo de la presentación de Elogio de la utopía«.
Un fragmento:
«—Es tan grande mi prestigio aquí, amigos míos —decía— que cualquiera de nosotros puede cometer el más cobarde de los crímenes sin temor a ser castigado por él. Os juro que podéis dirigiros a un hombre y castrarlo, pues si sabe que sois un esclavo de Eufrínides os agradecerá el haberle hecho el honor de haberos apoderado de su más querida pertenencia en nombre mío».
—Lo mío fue un error, pero fue involuntario. ¿Cuál fue el error? No separar el agua entre la fantasía y la realidad. Yo tuve mil oportunidades de zafar en el noventa y dos. Podría haber dicho: «Quería demostrar la debilidad del sistema». Y quedaba como un capo: «Con esto demostré la mediocridad, primero, del mercado cultural argentino, y segundo la debilidad del sistema, que cualquier cosa se publica». Era una buena defensa, pero era mentiroso. Yo me lo plantee, cuando estalla el quilombo: «Bueno, zafo con esto. Me harán papilla nacional, pero termino siendo un héroe: el caso va a la universidad y se estudia». Y después me dije: «En realidad yo sé que no es así, y después no voy a poder zafar conmigo mismo».
«Error involuntario», dice Maciel, es una expresión redundante.
Tres años después de la presentación de Elogio de la utopía, en diciembre de 1995, Eduardo Galeano publicó una nota en el semanario uruguayo Brecha —llamada «Resignación»—, en la que narraba el hallazgo del prólogo que supuestamente había escrito para el libro de Maciel: se había topado con Elogio de la utopía por casualidad, en una biblioteca de Estados Unidos. Galeano, que no escribe prólogos, advertía al comienzo de éste: «Es tarea y es propio de los maestros prologar las obras de sus discípulos, pero no seguiremos esta añeja y acertada tradición. Tal vez porque Nahuel Maciel lleva el orgullo de su generación, o quizá por una fecunda amistad que nos une […], pero lo cierto es que no considero a este joven periodista como un discípulo, puesto que casi siempre es él quien me enseña».
En Argentina, poco tiempo después de la presentación en la feria, los libros fueron recuperados y se quitaron de circulación cuando el cura Mamerto Menapace envió a los editores las pruebas del plagio.
En junio de 1996, seis meses después de la publicación de la nota de Galeano, Mario Diament publicaba en Noticias aquella primera versión del paso de Maciel por la redacción de El Cronista. Allí, en su texto —llamado «Inventando a Gabo»—, decía lo siguiente sobre el libro que había derivado en la ruptura definitiva del idilio con Maciel: «No pude asistir a la presentación, pero pregunté al día siguiente cómo había salido todo, y si Galeano había estado presente, y todo el mundo me aseguró que sí».
Los finales de las relaciones también tienen un mito de origen. Para Diament, por ejemplo, la relación con Maciel comenzó a derrumbarse con un muerto: Shmuel Yosef Agnón, escritor israelí que recibió el Nobel de Literatura en 1966, fallecido en 1970. Una tarde de 1992, cuando Maciel ya se había convertido en colaborador permanente de El Cronista, cuenta Diament, Nahuel se le acercó en la redacción para preguntarle si le interesaba «una nota con el Premio Nobel israelí I. S. Agnón»:
«‘¿Él quiere hacerla?’, le pregunté.
‘Bueno, se puede intentar’, me respondió, masticando su bigote como solía hacerlo.
‘Tengo buenos contactos’.
‘Tienen que ser muy buenos —le dije—, porque resulta que Agnón está muerto’.
Se quedó cortado un momento, y luego murmuró: ‘No lo sabía'».
Después de ese episodio, Maciel todavía publicó en El Cronista Cultural una entrevista a Juan Carlos Onetti —que era conocido por su aversión a las entrevistas— y un reportaje exclusivo sobre Umberto Eco que salió en el suplemento del 28 de junio de 1992, antes que se impusiera «una veda a la publicación de sus notas».
Fragmento de una entrevista al cacique mapuche Kafulkeo, publicada el 9 de octubre de 1988 por el diario Página/12, firmada por Nahuel Maciel: «Yo no tengo miedo al tiempo, ni al pasado, por eso puedo conocer la historia. La historia es uno con otro. La historia es importante porque habla del uno, de lo bueno y lo malo de uno. Y así uno va arreglando el fondo de los errores y ya no se vuelve a equivocar en el mismo lugar o con la misma cosa».
—A Paraná cayó a principios de 1993. Nosotros hacíamos el semanario, pero ya estábamos con el proyecto del diario. Cayó con las cosas que había publicado en El Cronista. Vino a preguntar qué podía hacer. Y yo lo puse a capacitar gente —dice Daniel Enz, director del semanario Análisis de Paraná y ex director de Hora Cero, el primer diario donde Maciel empezó a trabajar cuando se fue de Buenos Aires—. Justo me faltaba alguien que me ayudara a preparar gente para la redacción del Hora Cero. ¿Entendés? Entonces lo puse a hacer una especie de taller intensivo para varios, que fue lo que hizo durante tres o cuatro meses. Y lo hizo bien. Al loco le gusta enseñar. Además, Nahuel es bueno en eso: tiene mucha parla.
—Me presentan un tipo morocho, de barba, flaquísimo, muy locuaz pero a la vez muy tímido, de gestos muy suaves, de palabras muy suaves y cuidadosas, muy caballero. Muy seductor: no sólo con las mujeres sino con todo el mundo, inclusive con los niños. Y de veras que tenía una impronta muy diferente a todos nosotros. Pero todo esto lo puedo ver ahora, lo puedo leer ahora, después del paso del tiempo —dice Marcela Canalis, y en realidad logra que su descripción tenga el destello de un trance, que es como recuerda esos años: con la consistencia de una atmósfera cálida, un poco alucinada, que no se diluye a pesar de los ruidos de la esquina más transitada de Paraná un lunes a mediodía.
En 1993, Marcela Canalis regresó a vivir al litoral argentino después de pasar ocho años en Buenos Aires, y Enz la convenció para que se sumara al proyecto de Hora Cero, donde terminó al frente de las producciones especiales. Canalis tenía experiencia en gestión cultural y en televisión, pero nunca había hecho gráfica. Esos primeros días le pidieron que ayudara a organizar los talleres que iba a dar Nahuel Maciel, un periodista recién llegado de Buenos Aires, que venía con credenciales de Le Monde.
—Él mantenía una distancia con nosotros. Era un profesor, y realmente lo era. Asumió ese rol entonces, como luego asumió un montón de otros roles. En ese momento, cuando estaba en la cresta de la ola, él era el personaje que vos querías que él fuera.
—Las invenciones de Nahuel, en realidad, son un pasaporte que él consigue para entrar al mundo del periodismo, un medio donde él era un extraño, donde de otra manera era difícil que hubiera hecho carrera —dice Oscar Taffetani—. Bah, difícil: porque tendría que haber hecho un poco como hacen todos. Ser un cronista común o un movilero, o esto, o lo otro, e ir acercándose, hasta que después terminás editando. Él hizo una especie de trámite exprés llevado por toda esa capacidad que tenía para forjarse un yo ideal, o una especie de figura inexistente pero que se la vendió a todo el mundo. Por eso él lo ve como un momento en el que estaba fuera de sí, como algo que no controlaba, que era más fuerte que él.
Para mayo de 1994, cuando comenzó a salir a la calle Hora Cero, el rango de Maciel en la estructura de la redacción había entrado en transición.
—Lo puse al frente de un suplemento de la zona de La Paz (interior de Entre Ríos). Él coordinaba todo eso y hacía una contratapa. Ahí encontramos que su contratapa tenía similitudes con algunas notas de Soriano. Entonces yo empiezo a averiguar: ahí me entero —dice Enz.
Un llamado a un colega en Francia confirmó que Maciel no trabajaba para Le Monde, y tendió una soga de pólvora hasta Buenos Aires, donde estaba anudada a una bomba con su pasado reciente. Enz se asesoró, confrontó a Maciel con las pruebas, le ofreció ayuda profesional, y lo puso a producir en segundo plano, para que pudiera seguir escribiendo.
—Él había caído en desgracia y yo necesitaba gente que escribiera —recuerda Canalis—. No podía escribir un suplemento por día los siete días de la semana: ni me interesaba ni era mi rol. Entonces me dieron a Nahuel. Hacíamos un suplemento que se llamaba Chau chau cocina, y a lo mejor, ponele, paralelamente, nos tocaba hacer uno sobre Evita. O sobre Perón. Y él escribía, desde textos sobre los funerales de Evita hasta unas notas espectaculares sobre vinos. Vos pensá que no se podía googlear. No era que él entraba a una computadora y se ponía a cortar y pegar. Él se sentaba en una máquina, te hacía la nota y te la traía, escrita magistralmente.
—Cuando llegaron detalles de la situación de él, hubo gente que hizo causa común. Gente que decía: «Nos estafó a todos». Y yo decía: «¿Pero desde qué lado…?» Yo vi un veneno terrible —recuerda Alfredo Ibarrola una mañana de septiembre de 2011, tres meses antes de ser nombrado secretario de Cultura de Paraná.
Ahora, en la vieja estación de trenes donde funciona su oficina, Ibarrola regresa a esa época, hace diecisiete años, en la que lidiaba con su separación, con la muerte de su padre, y con la distribución del diario Hora Cero. Durante algunos meses, Ibarrola alojó a Maciel en una casita que había alquilado en calle Misiones, en Paraná. Ambos compartieron, simultáneamente, el hogar y la intemperie: los dos asistían entonces al derrumbe de lo que habían sido sus vidas hasta hace muy poco. Ibarrola disfrutaba de estar con Maciel, dice, de su humor ácido y de su conversación, y no hacía demasiadas preguntas.
—Yo estaba tratando de no caer en la depresión, mis hijos me daban mucha mano y Nahuel fue uno de los tipos que estuvo ahí. Después en un momento tomó su rumbo. Cuando termina el Hora Cero, él se va a Concepción del Uruguay. Ahí conoce a su actual mujer, tuvo un hijo, tuvo una hijita. Después se va a Gualeguaychú. Cuando retomé el contacto, ya estaba en Gualeguaychú hace varios años. Lo vi estabilizado en una persona, ya fuera del personaje. Lo que pasa es que yo también veía que había cosas que lo perseguían y que lo van a seguir persiguiendo de por vida.
—Nahuel nos marcó a todos, porque interactuó con todos —dice Marcela Canalis—. Los varones grandes, por ejemplo, lo tenían allá, a la distancia… Esto es una apreciación mía, pero creo que les puso un espejo a todos. El espejo de la propia invención que uno hace de uno mismo, ¿no? Porque los roles en la redacción se dan en la medida del personaje. Si vos escribís de economía, tenés que funcionar como alguien que escribe de economía. Y si sos el que sabe de política, tenés que funcionar y mostrar aquello que los demás quieren ver. Entonces, vos tenés un loco que viene diciendo que trabajaba en Le Monde, y después termina escribiendo de cocina, para ellos era el ser más deleznable de todos. A los machos alfa de la redacción, sobre todo, les provocaba un pánico, un terror.
Canalis tantea su atado de cigarrillos de arriba de la mesa. Saca uno. Lo enciende. Exhala. Alrededor hay menos ruido. En Paraná, la agitación de mediodía cede lugar a la siesta.
—Me parece que lo que pasó fue eso: que fue un espejo para todos. Y los que estábamos más o menos bien de la cabeza, o peor, pudimos no asustarnos con ese espejo…
—No sé que dice él al respecto —dice Hopenhayn del otro lado de la línea, casi al final del diálogo, y lo dice casi como si hablara consigo misma—.¿Es un fallido inconsciente, es una estrategia para encontrar laburo? Evidentemente, a él, algo le gustan las letras, ¿o no? Eso se notaba. Entonces, ese entusiasmo también te contagia, lo compartís; o sea: sentís una empatía porque tenés un objeto común.
«Hay cosas que son tan lindas, que uno daría la vida por haber escrito eso», me dice Nahuel Maciel otro lunes, frente al mismo río: Gualeguaychú.
Es la segunda vez que nos vemos. Maciel no ha cambiado su opinión respecto de la entrevista. No le interesa hablar del pasado. «No es una película —dice—, yo al principio pensé que era una película, pero esto no tiene final feliz».
Le digo que su presente parece contradecirlo. Que se le ve entero. Que parece feliz.
—Claro, yo soy muy feliz. ¿Para qué tener una charla, entonces?, ¿para qué pelearme con un sentimiento, si después sale publicada cualquier cosa? Yo tengo una actitud que es reparadora: hacer lo que tengo que hacer, de la mejor manera posible, sabiendo que no tengo margen para el más puto error. Vos podés escribir una crónica y olvidarte de una cita, y no pasa nada. Yo no puedo. ¿Entendés? //
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