Salir de una pandilla en El Salvador para vivir en México

La huida a México de un pandillero de la Mara: salir del fuego y caer en las brasas

La cacería que Bukele mantiene contra pandilleros y expandilleros en El Salvador ha forzado a muchos a migrar hacia México. Pero un migrante así debe salir de su país con extrema precaución. La migración, de por sí ardua y peligrosa, entraña en estos casos más riesgo. Esta es la historia de un expandillero de la MS-13 y de su vida actual en algún lugar de México.

Tiempo de lectura: 15 minutos

Tomó la brocha y espolvoreó cientos de granillos color carne sobre su cara, sobre su cuello. Se maquilló a conciencia para dejar invisible cualquier trazo de tatuaje que lo delatara como miembro de una pandilla. Después de media hora estaba listo para cruzar la puerta de la casa y medir sus pasos hasta la camioneta negra que lo esperaba con las luces encendidas. La distancia que separaba a José Armando Landaverde Ramírez de la camioneta era de apenas unas seis cuadras, interminables para él.

Llevaba siete meses ocultándose en los rincones de una pobre casa de lámina, yendo a las montañas y regresando para evitar ser depredado por el régimen de excepción. Y ese corto trecho, entre él y la pick-up, podría ser lo que terminara de súbito con todos sus sacrificios.

Eran cerca de las 7:00 p. m. y su sobrina se prestó para limpiar el camino dos metros por delante. La niña sujetaba las pocas pertenencias de su tío, abriendo paso y vigilando que ni la policía ni algún vecino asomara las narices para fastidiar la fuga. José empezó a pisarle las huellas, apresuró el ritmo y en cuanto vio de cerca la puerta abierta de la camioneta saltó hacia el auto, deseando que se lo tragara.

Esa misma noche la pick-up tiró en dirección al norte. Era el 15 de octubre de 2022, día en que el gobierno salvadoreño se jactaba de tener ya bajo arresto a más de 55 mil personas en su implacable batalla contra las pandillas.

Montado en la camioneta, José miró por la ventana, desconfiado del chofer. Atrás iba dejando los retenes policiacos, su gente, el resto de sus pertenencias y un país enamorado de su presidente. En su cabeza corría la duda de por dónde saltar en caso de que el coyote, ese hombre tras el volante, lo traicionara. El régimen le había arrebatado la confianza de tajo y ahora huía, temeroso de sus tatuajes. “No hubo tranquilidad” durante todo su recorrido por los caminos salvadoreños y guatemaltecos. La “zozobra”, como describe ese sentir, no desapareció hasta que llegó a la fronteriza Ciudad Hidalgo en Chiapas. Hasta entonces encontró paz, incluso apetito.

La matanza y el régimen
Los salvadoreños cumplieron el pasado 27 de marzo un año bajo el régimen de excepción, que permite a los cuerpos de seguridad arrestar y encarcelar desmedidamente a pandilleros, o a cualquiera que lo aparente, sin ninguna orden de aprehensión. Dicho régimen, hasta la fecha, anula algunas garantías constitucionales como contar con un abogado defensor y ser informado de la razón de la detención; además aumentó el plazo de detención administrativa de 72 horas a quince días. El Estado también puede intervenir las llamadas y la correspondencia sin autorización judicial y, no conforme con lo anterior, durante los primeros cinco meses se prohibió la libre asociación.

Pero la gran mayoría del pueblo salvadoreño está feliz con la medida, como lo indican las encuestas de La Prensa Gráfica o de la consultora CID Gallup: la aprobación no baja del 90 %. Los daños colaterales de estas disposiciones no le suponen una preocupación a la gente, en lo absoluto. Se han liberado del mayor lastre de crueldad de las últimas décadas. El régimen de excepción trajo paz, la mayor registrada desde la guerra civil y el gobierno no se cansa de presumir los días “sin un solo homicidio”, aunque se reporten pandilleros muertos. Las pandillas y todos los delitos que las definen dejaron de existir de golpe o —nunca mejor dicho— por decreto. Nadie se imaginó que fuera a ocurrir, menos de este modo.

Para que esta política tuviera la efectividad que hoy goza, hubo un asunto clave, que ningún expresidente de la posguerra había logrado obtener: concentrar el poder absoluto. Bukele dispone del ejecutivo, el legislativo y el judicial desde que su partido Nuevas Ideas alcanzó en febrero de 2021 la mayoría representativa. Esa mayoría que durante el primer día de sesiones destituyó inmediatamente a los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Suprema Corte y reemplazó al fiscal general por Rodolfo Delgado Montes, un incondicional del presidente.

Esa cooptación de poderes fue indispensable para que se materializara el decreto del régimen de excepción propuesto por Bukele y aprobado sin contratiempos ni miramientos en una sesión extraordinaria con el 80 % de los votos. Dicha medida tiene una vigencia constitucional de treinta días, pero mes con mes la Asamblea la ha ratificado para sumar ya quince meses de esta disposición nada “excepcional”.

Todo se desencadenó a finales de marzo —preciso los días 25, 26 y 27—, cuando la Mara Salvatrucha asesinó a 87 personas como un mensaje de advertencia al gobierno de Bukele. Las pandillas —la MS-13 y su archienemiga, Barrio 18— llevaban desde el comienzo de la administración bukelista estabilizando la paz pública a través del control de las muertes diarias en las calles a cambio de beneficios penitenciarios. Pero aquella masacre era la tercera vez en que las pandillas se comunicaban con el Estado en un lenguaje de homicidios ante el incumplimiento de algunos beneficios.

El nuevo Bukele, lleno de poder político, no toleró este último chantaje y reventó contra ellas.

Cuando el 27 de marzo de 2022 se impuso el régimen de excepción, la mayor persecución jamás vista contra las pandillas cobró vida. La policía y el ejército tuvieron la libertad de capturar a quienes dieran cualquier atisbo de pertenecer a una. No les importó su estatus legal, si se trataba de una persona que se había retirado de alguna pandilla, de un cristiano o si el pandillero tenía días de haber sido excarcelado. De la noche a la mañana desaparecieron los mecanismos judiciales para demostrar la inocencia. El gobierno los quería presos a toda costa, sin reparos, sin consideraciones.

A lo largo del régimen de excepción, las autoridades han presentado cientos de personas ante los juzgados con la única prueba de “apariencia sospechosa” o “nerviosa”. El propio presidente ha aceptado la captura de inocentes entre el mar de arrestos. Organizaciones civiles, como Cristosal, han denunciado la muerte de al menos 132 personas al interior de los penales. Pero nada debilita la popularidad de Bukele.

Los tatuajes se convirtieron en el mejor distintivo para capturarlos. La tinta sobre la piel sería la prueba fácil, evidente y superficial para arrestar a una persona, dejando de lado los delitos y priorizando el aspecto. Así que las posibilidades de que José fuera capturado por llevar la cara colmada de tatuajes eran todas.

José dribló prácticamente a todo un ejército y a una corporación policial desmedidamente embravecida en el momento más álgido del régimen. No quiso quedarse en Guatemala ni tomar dirección hacia Honduras a pesar de la cercanía. En los dos países habría sido perseguido y deportado sin haber cometido ningún delito, ya que ambos coquetean con la política represiva de El Salvador.

Prefirió México, un país que se ahoga en muertes y desaparecidos, que maltrata a los migrantes y permite que ardan en un centro de detención; un país que, aun con este contexto nauseabundo, resulta una mejor opción de vida para él. Así que se adentró por uno de los miles de puntos invisibles, desde donde habla para Gatopardo. Lo hace desde un poblado del que no dirá la ubicación ni ningún detalle que lo revele. Tuvo la audacia de escurrirse, sobrevivir y piensa mantenerla.

La vida en las pandillas
José padeció una infancia cruel. Los golpes, el maltrato y el desprecio en casa lo arrojaron a las calles a buscar esa suerte en la que solo los más aptos sobreviven. Ahí conoció a esa bestia que atrae por su sentido de identidad y poder, llamada Mara Salvatrucha. Con trece años se inició en el mundo de las pandillas, en el que aprendió más rápido de armas que de gramática. Se “brincó” (o inició) en noviembre de 1992, una fecha parecida al bautizo que poco se olvida en el submundo gansteril. Ese día lo renombraron “Maniaco”. Era apenas el despertar del fenómeno de las pandillas en El Salvador, el año en que las deportaciones estadounidenses se incrementaron en el Triángulo Norte de Centroamérica, con jóvenes cholos e infractores lanzados desde Los Ángeles, California.

A la MS-13 le entregó su juventud, sus esfuerzos y su libertad. Escaló con esmero las jerarquías invisibles y hasta ambiguas de la pandilla. Lo hizo principalmente tras las rejas, donde se ganó lo único que cuenta: el respeto; lo fue acopiando con traslados entre penales hasta hacerse de un liderazgo nacional.

A Maniaco, quien perteneció a la clica Guanacos Lil Cycos, no le temblaba la voz para ordenar extorsiones y muertes. No era un soldado más del barrio, “era quien era”, se jacta. Al menos inició a ciento cincuenta homeboys en esa pandilla mundial. Los detalles de lo que hizo dentro de ella no los quiere contar, pero una frase suya puede ayudar a resumirlos: “a mí me gustaba matar”.

Hasta que en 2017 su vida mutó. La filosofía de la pandilla dejó de tener sentido. Luego de casi veinticinco años de absoluto sometimiento a la MS-13 entendió que la hermandad no era hermandad, sino una competencia por eliminar al más débil. Entonces tomó el camino que avala la pandilla para desistir: hacerse cristiano.

“Después de ser, de luchar, de asir, hablándolo así, de matar mucha gente o mandar matar mucha gente, me desanimó en el aspecto de que ¿dónde está la unión, pues? ¿Dónde está ‘todos para uno y uno para todos’? ¿Dónde está por ‘mi madre vivo y por mi barrio muero’?, lo que dice el pandillero.”

Tras las rejas se consagró a Cristo, ese que se enseña en el pentecostalismo. Pasó de refutar su existencia a dejarse dominar por Dios sin condiciones. Comenzó a ayunar y a orar por largas horas. “Empecé a humillarme, a agachar la cara”. Ya no podía responder con arrebato a las ofensas de los compañeros presos, quienes en ocasiones lo hacían menos por preferir “las cosas de Dios”. Sus raquíticas piezas de comida las ofrecía a su nueva religión como signo de reconciliación. “Le dije [a Dios]: ‘sácame de esta vida miserable, ya no aguanto, ya no quiero vivir esta vida’”. Y empezó a tratarlo por visiones, “sueño tras sueño”, asegura.

El 19 de febrero de 2020 dejó el penal de Izalco. Luego de dieciocho años y diez meses, salía hecho una nueva “criatura” en un país donde nada había cambiado. Se arrojó de nuevo a las calles, pero ahora para predicar en ellas. Se dedicó a profetizar por todo El Salvador como lo hacen decenas de pandilleros convertidos. Por profetizar entiéndase cargar una Biblia y tomar un micrófono para lanzar dramáticamente parábolas de lo que hará Cristo en tu vida. Eso hacía. Sin un trabajo o salario fijo, Maniaco se empeñó en la obra de Dios, que lo llevó a viajar de pueblo en pueblo hasta llegar a Guatemala, “auspiciado por la caridad del Espíritu Santo”.

Empieza el régimen de excepción
José tenía un mes de estar viviendo en casa de su madre cuando la cacería de las pandillas comenzó. Venía de predicar en Guatemala, estaba haciendo una pausa, pero quedó preso en su propia casa en Puerto la Libertad. “Me desaparecí”, suelta con desgano. Ningún conocido volvería a saber su paradero ni su ubicación. “Cuando empezó todo esto, pensamos que era nomás un rato, un mes, unos quince días, como normal, que se pone caliente tres, cuatro días y se enfría todo. Pero después dijeron que un mes, después que otro mes y después se militarizó todo San Salvador”.

De las calles brotaron policías, militares, rondines, allanamientos, retenes cada tanto; estaban tomadas por el Estado y por algo más grande: el temor. Las pandillas no tuvieron el atrevimiento de contraatacar al Estado. Esa falta de respuesta exhibió su miedo. “Ya cuando quise salir de ahí, ya no”. Ya era tarde, su viacrucis, junto con el del resto de las barriadas, había comenzado.

La policía y el ejército usurparon de las pandillas la intimidación y el control de las calles. En los numerosos cinturones de pobreza los jóvenes ahora les temen a los cuerpos de seguridad, pues tienen el mismo libertinaje que ostentaban las pandillas de acusar impunemente a quienes se les diera la gana, aunque con la anuencia del Estado. La gente y principalmente los jóvenes temen mostrar sus tatuajes. Se vive un ambiente de seguridad mezclada con miedo.

Hace tiempo José empezó a removerse los tatuajes que le cubren el rostro, pero no pudo terminar. Por eso parecen algo deslavados. Las letras “MS” que lleva inscritas en la frente y en las mejillas aún se distinguen con claridad.

El régimen comenzó por llevarse a quienes tenían los sellos corporales más visibles. Muchos homeboys de las pandillas convertidos al cristianismo creyeron que, por estar encomendados a Dios, el gobierno se abstendría de atraparlos. Se equivocaron. La mayoría de ellos fueron aprehendidos, sin diferenciarlos. También fueron exhibidos ante los medios oficialistas como terroristas. Lo recuerda José: “A cada rato veía las noticias y leía lo que compartían otros hermanos. Todos los hermanos, cayendo uno, cayendo el otro, cayendo casi todos”.

Profundamente consternado, hizo valer la ley del silencio desde las primeras semanas. Ningún vecino sabía que se encontraba sumido en casa de su madre y así se mantendría todo el tiempo que pasó ahí. Sin exponerse, sin comentarlo.

“Vivía en una champita cerca de un río”, en la zona rural de La Libertad, “ahí pendiente día y noche”. En esa paupérrima estructura de láminas estaba alerta de los ruidos, del barullo, de él mismo, de no equivocarse en mostrarse de más. La inercia de acabar con el tufo de las pandillas contagió a la población, que acusó desaforadamente sus escondites. Las denuncias anónimas por teléfono y redes sociales se convirtieron en una clave de la persecución. La sociedad había logrado vengarse, por eso José desconfiaba de todo el vecindario; se escondía con mayor preocupación de sus vecinos que de las propias autoridades: “estaba a la expectativa de cualquier persona”.

El sueño fue de las primeras cosas que perdió en su encierro. “Tecoloteaba toda la noche porque pasaban las patrullas, los tropeles de treinta soldados, vigilando las casas, deteniendo a toda la gente”. Y, con él, todos sus familiares trasnochaban en la tarea de evitar que se lo llevaran. Era imposible pasar desapercibido con la cara así.

“Pasaban cerca de mi casa, viendo para adentro y pues no sabían que ahí estaba”. Llegaron tres veces a tocar a la puerta, pero “no nos hallaron”, arroja con alivio. Todos se sabían la letanía para evadir a la justicia: “está desaparecido” o “se fue buscando el sueño americano”.

La casa de apenas dos cuartos y suelo de tierra estaba a cargo de su madre, que cocinaba y llevaba el sustento. Algunos hermanos de la congregación le mandaban cada tanto, desde Estados Unidos y Canadá, una ayuda económica para mantenerlo a flote.

Cuando alguien llegaba de visita, José no salía del cuarto: “me quedaba callado, ahí escondido, que nadie supiera. La idea era que no me vieran. Yo [la] pasaba escondido de la gente”. Mataba el aburrimiento viendo televisión, leyendo la Biblia y estudiando la palabra de Dios a través de programas cristianos por internet. Vivió el encierro con su hermano mayor, otro expandillero menos experimentado que él y con más años de haberse retirado, que habitaba en otra choza con su familia en el mismo terreno.

Mientras fueron pasando los días, las semanas y los meses, José oraba, ayunaba, lloraba, perdía la fe, la recobraba y le imploraba a Dios “tenerle misericordia”. Su religión entró en crisis, “la vida era una angustia”. Las cifras de capturados le taladraban la cabeza y desde casa oía las “grandes balaceras” que lo llevaban imaginar lo peor. “Para ellos, un pandillero no vale nada”, dice alterado, “vale más quizá la basura de la calle que se recicla y dan un cinco, tal vez un dólar”.

Sus miedos se acentuaron con algunos comentarios que antiguos homies le escribían con sinceridad: “Es que te van a matar. Así como vos estás, sos pieza clave para esta gente. O te matan o te capturan”. José era consciente del botín que representaba para las autoridades por sus tatuajes en la cara: “yo era trofeo para ellos”.

Amistades del hermano de José solían alertarle sobre la aparición de agentes por la zona o de alguna aprehensión en el caserío. Entonces su hermano y él tiraban de inmediato, descalzos, hacia las montañas. Desde ahí miraban a las autoridades patrullar, seguros de que no llegarían hasta donde estaban. Acampaban en las copas de los árboles en completa oscuridad, únicamente con plásticos negros para guarecerse y hamacas. Padecieron chubascos y numerosas picaduras de moscos en un país famoso por la transmisión de enfermedades por esa vía. Los merodeaban culebras, mapaches y hasta venados. En las plantas de los pies jamás les faltaron espinas.

Por dos meses estuvieron yendo y viniendo a los montes. Sus sobrinas eran las vigías —o “postes”— que verificaban que no hubiera chivatos en los alrededores cuando regresaban a casa. Era una faena cansada y riesgosa.

La salida
Una vida así era insostenible, y el 10 de octubre la oportunidad de largarse se le presentó a José. Los compañeros de su iglesia en Quebec estaban dispuestos a ayudarlo a salir, le pidieron que consiguiera un coyote. No tardó ni dos días en ponerse en contacto con un viejo exhomie radicado en México, quien desde allá organizó su viaje, advirtiéndole del alto costo por el contexto político contra las pandillas.

La noche de ese sábado 15 de octubre José salió de la casa sin su hermano. El dinero solo alcanzó para su viaje. Por fin dejaría esa celda de láminas que lo enclaustró durante 202 días. Llevaba el rostro y el cuello maquillados, camisa de manga larga, gorra, su mochila a cuestas (con apenas tres mudas), cartera, celular, cargador y Biblia. Solo con eso buscaría hacer una nueva vida.

Montado en la pick-up se percató de que delante de ellos iba un taxi abriendo la calzada y comunicando por teléfono todo lo que veía. Más adelante aún, una motocicleta hacía lo mismo, “iban posteando todo el camino”. Fueron dejando atrás decenas de policías y patrullas apostados sobre la carretera.

Cuando entraron al centro de San Salvador, José sintió que el corazón se le paralizaba: se habían adentrado en una de las zonas de mayor presencia de pandillas, convertida ahora en un sitio de retenes. Lo ocultaron en un predio y por una hora estuvo esperando el taxi que lo trasladaría hacia el departamento fronterizo de Santa Ana. A las 11:00 p. m. había llegado al último punto de El Salvador. Recorrer los cien kilómetros que cruzan el país de norte a sur le había llevado casi cinco horas.

En el hotel, el taxista le trajo una cena que no probó, la desconfianza se lo impedía. Unas horas después, en plena madrugada, el mismo taxista lo llevó a un punto donde había una “caravana de trocas” con migrantes. “De ahí nos montaron en ocho trocas, [a] las cuarenta personas. Íbamos como siete, ocho en cada troca. Ni cabíamos, chiniados uno encima de otro para pasar a la laguna de Güija. Porque por la laguna de Güija me tiraron a mí”.

De lado guatemalteco los coyotes lo apartaron para darle un trato especial; su aspecto de pandillero le exigía viajar desde ese momento separado del resto. En Guatemala tampoco se sintió seguro. Ahí cruzó de “troca en troca” otra vez. Dos días le tomó atravesar el país para que lo dejaran en el poblado de Jalapita, en Tecún Umán, Guatemala, desde donde cruzó en balsa a Chiapas por el río Suchiate, ese charco que no representa ni una barrera natural ni legal.

De ahí tomó camino hacia las montañas hasta llegar a un lugar donde había cerca de cuatrocientos migrantes que poco a poco fueron drenados en taxis para llevarlos al Parque Hidalgo. José se alegró y recobró el apetito cuando llegó a esa explanada de concreto. Después de tanto tiempo en zozobra, se dijo “ya estoy fuera de allá”. Había llegado a Tapachula.

Días más tarde volvió a ponerse la mochila a cuestas y se adentró cientos de kilómetros hacia un lugar donde su tranquilidad es “muchísima”.

Para acceder a donde José está no solo hay que atravesar pueblos y montañas, sino climas y vegetaciones, pasar súbitamente del calor al frío, para que, al llegar, él salga vestido como lo marca la etiqueta evangélica: pantalón sastre y camisa de manga larga. Entonces saluda: “Dios lo bendiga, varón”. En las próximas casi doce horas no pronunciará una sola grosería. Cuida sus modos con precisión cristiana.

Comparte espacio con un antiguo miembro de la Dieciocho que, como él, abandonó el mundo de las pandillas y huyó de las depredadoras medidas de Bukele. Verlos vivir juntos bajo un mismo techo es una secuela insospechada del régimen de excepción.

Desde que llegó supo ganarse a los vecinos, suplicarles que dejaran los estigmas de lado, porque detrás de su máscara de tinta hay un hombre de fe. A partir de entonces la mayor parte de sus días los dedica a orar, sin tiempo para trabajar. Está convencido de que entre más horas le dedique a Cristo, más “bendiciones” económicas vendrán por añadidura. Por eso en suelo mexicano también profetiza, toma las calles con micrófono y bocina, sin preocupaciones. Ha vuelto a ser el de antes.

Los miembros de las pandillas en México
La presencia de la Mara Salvatrucha ha sido, históricamente, un tema de poco interés para México. Por años su abordaje se ha limitado a un enfoque migratorio-delincuencial en la frontera sur, asociado al tren de carga conocido como la Bestia, y nada más. Lo cierto es que la MS-13 existe en el país desde hace décadas, con dinámicas distintas a las centroamericanas. José no es el único que ha llegado hasta acá; él es tan solo una muestra de la horda de cientos que ha logrado penetrar suelo mexicano. Los hay en Tijuana, Reynosa, Piedras Negras, Celaya, Tultitlán, Huehuetoca y hasta en la misma Ciudad de México.

Ahí, por ejemplo, se encuentra escondido el prófugo más buscado de El Salvador, uno de los máximos líderes que el gobierno de Bukele liberó. Ningún medio mexicano retomó la noticia del polémico Elmer Canales Rivera, alias “Crook”. Hace nueve años también se asentó en Celaya un anexo de los cabecillas más importantes de la MS-13, llamado Programa México. Desde ahí enviaban órdenes a El Salvador de primera importancia. Ese satélite fue golpeado por el FBI hace dos meses y nadie en este país lo reportó… hasta que el pasado 18 de abril el secretario de Seguridad Ciudadana, Omar García Harfuch, informó sobre la captura de José Wilfredo Ayala Alcántara o “Indio”, uno de los integrantes de ese programa. Los medios mexicanos no supieron dar otra explicación de su presencia que con el trillado recurso de vincularlo al narcotráfico.

No obstante, la mayoría de los que han aparecido en México no llegaron para expandir sus pandillas, como muchas voces sugieren. Están ocultándose y manteniendo un perfil casi imperceptible para evitar ser deportados y, con ello, ganarse un pase directo a las cárceles.

Walter, un antiguo homeboy de las pandillas que lleva casi un año en suelo mexicano, atina a decir: “No salimos del fuego para caer en las brasas”. Coincide Luis, otro exmiembro de la MS-13 que vive al sur del país y al que un par de pequeños trazos de tinta lo tienen hoy fuera de El Salvador. Quiere ganarse la vida honradamente. “Lo que pretendo hacer es trabajar y, bueno, pues quedarme un tiempo acá. Ya con mis documentos y todo, ¿ve’a?, para no tener problemas y tener trabajo, sobre todo. Luchar por seguir adelante”.

Las cifras oficiales en México no reflejan la creciente entrada de pandilleros o expandilleros tras el régimen de excepción. Ni el Instituto Nacional de Migración ni la Fiscalía de Inmigrantes en Chiapas tienen las herramientas para contabilizarlos. Pero esta migración de hombres tatuados está agonizando.

A José constantemente lo perturba la pesadilla de terminar preso bajo el régimen de excepción. Después de pasar “un chingo de años” encerrado, no quiere regresar a las mazmorras salvadoreñas. “¡Jamás!”, contesta categóricamente cuando le pregunto si quiere volver a El Salvador. Se ve avanzando “para arriba y no para abajo”. No quiere pisar la supuesta cárcel más grande de América que Bukele mandó construir luego de colapsar el sistema penitenciario con sus más de 66 mil arrestos.

“La meta es predicar el Evangelio, hablar de las almas, hablar de un Dios que quiere restaurar, que quiere salvarle, y de que hay un juicio para esta tierra”. Coquetea con la idea de llegar a Estados Unidos y ora con esmero para que suceda. “Le dije a Dios: si en tus planes está sacarme de este país y llevarme para otro lugar, dame papeles de acá para yo poder avanzar”.

Sus pensamientos sobre el futuro suele acompañarlos de reproches; le recrimina a Bukele haberle negado la oportunidad de cambiar y dañar a cientos de familias con sus capturas: “¿por qué no dar una oportunidad al hombre, al humano, si todos fallamos? A él, cuando falló en su partido político [el FMLN], le dieron la oportunidad en otro partido y la tuvo”. “Me está haciendo pedazos, porque yo vengo de pagar una condena. El daño lo hice yo, pero yo ya pagué. Tengo derecho a la oportunidad y mi familia no tiene por qué pagar lo que yo he hecho”.

El enojo le brota y crece cuando asegura que Bukele hoy está sentado en la silla presidencial “por medio de las pandillas”. Le enerva imaginar que gente inocente esté pagando por la decisión de una persona que ha acaparado todo el poder que, según dice convencido, negoció con sus homeboys.

Muy a pesar de su rabia, sostiene que todo lo que ha vivido es un “plan de Dios”. Cristo lo quiere vivo, porque si le sirvió al Diablo también será un “instrumento útil” para él.


Carlos García es periodista y se ha especializado en la propagación mundial de la Mara Salvatrucha. Sus trabajos sobre las pandillas se pueden leer en El Faro, Insight Crime, La Prensa Gráfica y la BBC.

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