Barrios en paz
El proceso de pacificación de las favelas de Río de Janeiro es tan complicado y polémico como suena.
Es 16 de enero de 2013. El «Gangnam Style» atrona en el campo de futbol de la favela de Jacarezinho, encajado entre un canal pestilente y un conjunto de casas apretujadas, sólo separadas por callejones donde no caben dos personas juntas. Los niños saltan bajo las duchas instaladas junto a una pasarela que conecta la entrada del barrio con el campo de futbol. En los techos de los edificios que forman las cuatro esquinas del recinto deportivo hay francotiradores con el dedo en el gatillo. En el centro de la cancha, un pelotón de la policía militar aguanta bajo el bochorno de un cielo a punto de caerse. Va a comenzar el acto de inauguración de la Unidad de Policía Pacificadora (UPP) número 30 de Río de Janeiro. Tras esas siglas se esconde el símbolo de la política de seguridad pública que se ha dado en llamar «pacificación».
En 2008, el gobierno del estado de Río de Janeiro, por medio de la Secretaría de Seguridad Pública, puso en marcha una nueva estrategia que tenía un fin novedoso: consistía en reconquistar el poder sobre el territorio, hasta entonces en manos del narcotráfico (que, en Brasil, se conoce popularmente con el nombre de tráfico), de las favelas, esos barrios precarios donde vive casi un millón y medio de personas, más de 20% de la población de la ciudad carioca.
Actualmente, el modelo ha alcanzado una rutina más o menos tranquila. Primero se avisa, a través de los medios, que una favela está en la mira. Luego se le pone fecha a la operación policial y militar. Y al llegar el día, efectivamente, la ocupan sin oposición. No hay narcos esperándolos. Según las autoridades, han abandonado la actividad o han sido detenidos o consiguen huir a otras comunidades no pacificadas.
Así ocurrió, por ejemplo, en Jacarezinho, el año pasado. La favela era conocida, junto a la vecina Manguinhos, también pacificada, por ser el mayor mercado de crack de la ciudad. Ambas favelas recibían el elocuente nombre de «Franja de Gaza», por los enfrentamientos constantes entre los narcos que dominaban el lugar y la policía, o entre las mismas facciones del tráfico. Esas dos comunidades, como se llama también a las favelas, fueron ocupadas sin oposición el 14 de octubre de 2012. Al llegar, los policías encontraron un lugar tranquilo, sólo dominado por la basura, adictos al crack y cerdos que corrían esquivando las barricadas de fuego que había sobre la vía del tren.
Una vez ocupada la favela, se instala la UPP. Al comienzo, no es un cuartel ni un edificio, sino una hilera de modestos contenedores con equipamiento de oficina y armas. La de la favela de Jacarezinho es la primera que se abre en 2013 y, con ella, 7 800 policías atienden ya a 450 000 personas en casi 200 favelas controladas por el estado de Río de Janeiro, pero el objetivo es completar el año que viene 40 UPP, con 12 500 policías trabajando en un territorio donde viven 860 000 personas. En Brasil, la seguridad pública está en manos locales, no federales, así que de momento el proyecto no ha pasado a otras ciudades, ni siquiera a las otras once que son sedes del Mundial del próximo año.
CONTINUAR LEYENDOApostados en la entrada de los callejones de algunas favelas, donde hace unos meses campaban los narcotraficantes con fusiles automáticos rusos, ahora hay policías con fusiles automáticos brasileños. En la selección de fuerzas reside otra de las claves de la pacificación. Aunque mantienen el semblante duro, las gafas oscuras y la mano siempre sobre el arma, los policías de la UPP atienden a una formación con vocación comunitaria. Es un cambio de cultura que, además de garantizar el orden, busca facilitar la entrada de servicios públicos y privados. He ahí la última pata del banco de la pacificación: la inclusión de las favelas en la ciudad, con inversiones en infraestructura, muchas veces patrocinada o financiada por empresas privadas; la formalización de los servicios públicos, como la electricidad, el alcantarillado e internet, y las mejoras en salud y educación con la apertura de centros médicos y escuelas.
Con la paz de la «Franja de Gaza» y en otro gran complejo de favelas de la zona, como la Maré, el gobierno carioca terminará de abrocharse el cinturón de seguridad que había marcado como meta para el año próximo: un corredor de treinta y cinco kilómetros libre del poder paralelo del narcotráfico desde el aeropuerto hasta la zona olímpica (Brasil es sede de las Olimpiadas para 2016), pasando por el centro de la ciudad y las zonas turísticas de playa. Lo mínimo para cualquier gran ciudad del mundo es, para Río, un triunfo histórico. La pacificación ha sido alabada por los rápidos cambios operados en las favelas. En un efecto dominó, ahora hay menos armas en manos criminales, menos violencia y más espacio público. Pero también se escuchan críticas. Al principio fue porque las primeras favelas elegidas para pacificar eran las que rodeaban las zonas más acomodadas. Luego, porque el sistema de aviso preventivo de ocupación les daba a los narcotraficantes la oportunidad de huir. Y ahora hay quienes opinan que la pacificación sólo sirve para darle a la ciudad un lavado de cara antes del Mundial y los Juegos Olímpicos.
Incluso por encima del gobernador de Río, Sergio Cabral, en la inauguración de la UPP de Jacarezinho hay un protagonista que destaca de entre el resto. Se llama José Mariano Beltrame y es el secretario de Seguridad Pública de Río de Janeiro, el padre de una criatura. Beltrame llegó al cargo hace seis años, y la pacificación tiene ya cinco. Sergio Cabral acababa de ganar las elecciones y lo llamó. Beltrame era alguien ajeno a la política y a la propia maquinaria del estado de Río. Policía federal vinculado a Inteligencia, oriundo del estado de Rio Grande do Sul, fronterizo con Uruguay, es conocido por su trabajo metódico y porfiado. Alejado de los focos en cuanto lo dejan, en Jacarezinho no se puede sacudir el protagonismo de un nuevo éxito. Acerca el micrófono su mandíbula cuadrada, los labios finos, la nariz rectilínea y los ojos verdes tras los anteojos. El discurso es breve y lo cierra con una frase redonda:
—Les hablo a ustedes, policías, pero también a ustedes, vecinos: ¡exprésense! porque ahora son libres, ya no tienen que pedir perdón por hablar.
Semanas después a Beltrame lo sacude una tragedia nacional que nada tiene que ver con su cruzada: en su ciudad natal, Santa María, mueren 239 jóvenes en el incendio de la discoteca Kiss. Y entre viajes y agenda acierta a relatar por correo las líneas básicas de la pacificación:
—La primera idea surgió durante uno de los almuerzos semanales que tengo con los subsecretarios. El concepto que guió la idea fue el de la ocupación permanente para retomar el espacio. Queríamos que la población recuperase su derecho de ir y venir en esas comunidades, donde ahora también reciben servicios públicos y privados que antes no llegaban por el miedo al narco. El objetivo de las UPP nunca fue acabar con el tráfico de drogas, sino con el dominio de los criminales en las regiones pobres, para devolver esos territorios a la población y a la ciudad formal.
La historia de Río de Janeiro no se puede explicar sin las favelas, aunque en realidad el término no es demasiado antiguo, apenas un siglo y cuarto en una ciudad de cuatrocientos cincuenta años. Lo trajeron de la Guerra de Canudos, la revuelta de fines del siglo XIX recreada por Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo, los soldados que allá lucharon y que volvieron a Río a cobrar la recompensa prometida por el gobierno. Tanto esperaron su premio que se terminaron instalando en uno de los morros más céntricos de la ciudad, Providencia, al que rebautizaron como Morro da Favela en homenaje al sitio donde acampaban durante la guerra, así llamado en honor de una planta del lugar. El nombre enseguida tomó resonancia y a partir de 1910 se empezó a usar, por analogía, para citar lugares como aquella colina de los veteranos de guerra: asentamientos de viviendas precarias, en aquella época de madera, y con servicios deficientes o inexistentes. En aquellas favelas encontraron acomodo los trabajadores inmigrantes del interior del país. Con el paso de las décadas se formaron grupos criminales, primero de pequeño porte, sin organización, después con armas y un orden jerárquico, y el tráfico de drogas lo condicionó todo. A partir de 1980 la violencia se hizo presente como rutina de un patrón criminal que enseguida se enquistó como poder paralelo al del Estado, por medio de diferentes facciones dispersas en las cientos de favelas de la ciudad. Allá abajo, en el asfalto (la ciudad formal) la policía y los gobiernos. Aquí, en el morro, nosotros. Si quieren buscarnos, que vengan.
Transcurrieron décadas de tiroteos, muertos, desesperanza y pesimismo. Entraba la policía, mataba, sacaba cuerpos, los mostraba. Así ocurrió por última vez en junio de 2007. Tras una oleada de terror provocada por los narcotraficantes, la policía resolvió hacer una operación de guerra en el Complexo do Alemão, el mayor conjunto de favelas de la zona norte de Río. Mataron a diecinueve personas entre las que, según varios informes, había civiles. Pero esta vez aquel fracaso terminó generando una perspectiva diferente. José Mariano Beltrame acababa de asumir su cargo y la masacre del Alemão terminó por convencerlo de trabajar sobre las ideas que traía en la carpeta.
El secretario de Seguridad se muestra en público como un hombre duro pero sereno, que no regala sonrisas ni aspavientos. «No quiero ser mercenario de la ilusión», ha llegado a decir, pero es siempre cercano con los suyos, y vive rodeado de una escolta de entre cuatro y seis hombres.
Sin embargo, hay críticas que contradicen las palabras de Beltrame. En la favela de Jacarezinho sobrevino la indignación la noche del 4 de abril de este año. Una discusión con los policías de la UPP por la detención de un hombre sospechoso terminó en tragedia. Según los vecinos, los policías no supieron reaccionar a la protesta y terminaron disparando a la masa y un joven cayó fulminado. Según la oficina de prensa policial, lo que en realidad ocurrió fue una confrontación entre policías y traficantes, con el resultado de un muerto. El hombre se llamaba Alielson Nogueira, tenía veintiún años y comía un hot dog en el momento en que fue abatido, según cuentan los testigos. Los vecinos acorralaron a la policía. «¿La UPP está para proteger la comunidad y ocurre esto?, ¿cómo es posible? Ellos vinieron para traer la paz, no para traer violencia, esto no puede pasar, ¡estamos peor que antes!», taladró a voz en cuello, impotente, una vecina entre los aplausos del resto.
Río de Janeiro conjuga montaña, selva y mar, el decorado de una ciudad litoral del trópico, trufada de morros repletos de vegetación. Y también de favelas. Al contrario que otras grandes urbes brasileñas, como São Paulo o Brasilia, en las que los barrios más humildes están en los arrabales, en Río está todo mezclado. Incluso en el área de mayor poder adquisitivo, la Zona Sur, los ricos se mezclan con los pobres. Tienen vidas socialmente opuestas, pero comparten código postal, votan en los mismos colegios electorales, se bañan en la misma playa y bailan en los mismos blocos de carnaval. Pero, hasta que comenzó la pacificación, los separaba una barrera de fuego.
La experiencia piloto del proyecto se llevó a cabo en noviembre de 2008 en la comunidad de Santa Marta, en la acomodada Zona Sur. Allí se lanzó una operación aparentemente rutinaria pero, además de requisar droga y armas y detener a cuatro traficantes, la policía se quedó de manera permanente. Un mes después se instauró la primera UPP y se nombró comandante a la mayor Pricilla Azevedo, una policía de tan sólo veintinueve años de edad. Era un ejemplo simbólico de lo que quería Beltrame para su policía, alejada de los vicios estructurales de la Policía Militar. Sólo tres años después, en 2011, Hillary Clinton y Michelle Obama le entregaron a Pricilla Azevedo, en Washington, un premio por su labor y ella dijo que se sentía triplemente orgullosa por ser «policía, mujer y negra». En 2013, Pricilla se dedica a la planificación de la política de seguridad en la Secretaría de Seguridad Pública. Ella misma reconoce con alegría:
—Visto ahora, a la distancia, sabemos que ya hay niños que nacieron en comunidades en paz y que tienen más referentes que los criminales.
Santa Marta es una favela colgada de las faldas del Parque Nacional de la Tijuca, la selva urbana de Río, y vecina del cerro del Corcovado, donde se erige el Cristo Redentor, visible con sólo girar un poco el cuello. La vista es una postal. Es pequeña, tiene siete mil habitantes. Y aunque sigue siendo un barrio informal ya está dotado de cierta infraestructura. Por ejemplo, tiene un funicular para que sus habitantes no se pasen el día subiendo y bajando escaleras y callejones. Pero además en Santa Marta se han erradicado los delitos de sangre. Las autoridades la toman como modelo por haber superado los cuatro años con tasa cero de homicidios. Cuando todo empezó, no se lo creía ni la propia Pricilla Azevedo: llegar, tomar el morro e instalarse parecía ciencia ficción. Así lo recuerda cinco años y treinta UPP después:
—Yo sólo pensaba: ¿dará resultado? ¿En vez de enfrentarnos sin más expulsar y permanecer será posible? Y mira. Todo cambió muchísimo, especialmente la reducción de la distancia de la policía con la comunidad y la seguridad para los de fuera, porque la favela dejó de ser un escondrijo de criminales.
En diciembre de 2008, una vez instalado el cuartel en la cumbre de la favela, justo en el promontorio donde el tráfico tenía su puesto de vigilancia, Pricilla Azevedo comandó la UPP formada por ciento diez hombres y cinco mujeres, con la que puso en marcha a un grupo de la policía comunitaria que desarrolla actividades deportivas y culturales para niños y jóvenes, incluso en el propio cuartel, pero que también introduce unos deberes cívicos antes inexistentes:
—Lo más complicado es hacer cumplir la ley a personas que sólo atendían las órdenes de personas involucradas con el crimen. Al principio, la gente era hostil, hoy es mucho más receptiva. Hoy en día hay madres de criminales que detuve que me hablan y me felicitan por mi trabajo.
Han pasado cinco años y, si en 2008 se calculaba en quince mil el número de personas vinculadas al narcotráfico en Río de Janeiro, según el Instituto Brasileño de Innovaciones en Salud Social, en los últimos tres años el número ha bajado hasta los cuatro mil, especialmente por la dificultad en el reclutamiento de jóvenes. Para el secretario de Seguridad, los narcos están acorralados: o están presos o despojados del poder, en el caso de los grandes, o se han reintegrado a la sociedad, en el caso de los pequeños.
Las favelas ahora pacificadas estaban en manos de alguna de las tres facciones del narcotráfico en Río (Comando Vermelho, Amigos dos Amigos y Terceiro Comando), pero ninguna estaba en manos de las llamadas milicias, otra versión del poder paralelo que se ha aprovechado durante años de la situación de descontrol en las favelas para sacar tajada y aferrarse a un negocio próspero. Sus raíces son opuestas al narco: son policías, bomberos y otros servidores públicos —no necesariamente fuera de servicio— que forman un grupo mafioso que extorsiona a la población garantizándoles «protección» o cobrándoles servicios como gas o internet. Operan normalmente en favelas más alejadas de los diferentes centros de Río y funcionan como el narcotráfico, como gobierno del morro. Beltrame asegura que la milicia es más peligrosa porque «conoce muy bien el funcionamiento de la máquina del Estado y usan sus privilegios para obtener información de los servicios públicos y ejercer el tráfico de influencias para sus acciones criminales. Es, por lo tanto, un crimen más difícil de combatir y tipificar, porque sus principales líderes son de la propia policía». Pero ¿dónde está el combate a la milicia?, se preguntan los críticos de la pacificación. El secretario de Seguridad se defiende:
—Es una de nuestras prioridades y tenemos una comisaría dedicada a eso. Desde 2006 hemos detenido a más de setecientos milicianos, muchos de ellos servidores públicos y presos en cárceles fuera del estado.
Decir milicia es sinónimo de corrupción en la policía, otra de las grandes razones por la que la pacificación no se llevó a cabo antes. En la actualidad, la Secretaría de Seguridad ha puesto en marcha un novedoso sistema de metas que pretende alejar la corrupción. Ahora se entregan bonos de entre 3 000 y 9 000 reales al año (entre 1 500 y 4 500 dólares) para los policías que llegan a un objetivo de reducción de los indicadores del crimen. Pero si, por ejemplo, muere alguien en una aprehensión de droga o una operación, se quedan sin plus. Y, sobre todo, el policía se forma sabiendo que tiene un plus por trabajar en la UPP de 750 reales (375 dólares) al mes. Todo ayuda a cambiar el panorama en las zonas pacificadas, que tiene algunos datos incontestables: según la Secretaría de Seguridad, entre 2008 y 2012 dejaron de dispararse cien mil balas en cuatro regiones con las UPP: a menos tiros, menos balas perdidas y, por tanto, menos víctimas, como confirman las cifras de los hospitales, donde ingresaron menos de la mitad de heridos de hace un lustro.
Pero volvamos el tiempo atrás, al 28 de noviembre de 2010, un día clave en este proceso.
Por encima de la maraña de cables amarrados a los postes un helicóptero se abre paso en el cielo del amanecer. Abajo, en las calles, una fila de hombres de uniforme, pertrechados con chalecos antibalas y cascos de Kevlar, avanza. El helicóptero hace un picado repentino hacia la cumbre de la montaña y las ráfagas de su ametralladora dan la señal de que el asalto ha comenzado. Dos mil seiscientos policías y soldados, encabezados por el Batallón de Operaciones Policiales Especiales (BOPE), sube junto a los tanques de la Marina que van destrozando las barricadas dejadas por los narcotraficantes. Para cuando el grupo que acompaña la prensa llega a la cumbre tras menos de una hora y media, no hay ni rastro de la batalla. Entran en acción varios encapuchados que señalan casas. Son los informantes de la propia favela, llamados X9, que trabajaban para la policía. Al entrar en esas casas, se descubren sótanos, inmensos almacenes refrigerados con cientos de paquetes de cocaína y ladrillos de mariguana de kilo. También hay armas, dinero y aparatos de radiotelefonía. La policía detiene a un puñado de jóvenes y varios jefes del narco de la favela, y los exhibe ante la prensa, que al día siguiente titula con letras de cuerpo enorme. O Globo es el más gráfico: «El día D de la pacificación». Es 28 de noviembre de 2010 y el Estado acaba de conquistar el mayor bastión del narcotráfico en Río. Es el Complexo do Alemão, ese conglomerado gigante de catorce favelas donde, en 2007, se produjo la carnicería que hizo cambiar de estrategia a la Secretaría de Seguridad Pública. Como entonces, los traficantes habían sembrado una ola de terror bajando a la ciudad formal a quemar vehículos y cometer asaltos violentos con el fin de desafiar al gobierno. Pero esta vez se encontraron con una reacción inédita: el Estado fue a buscarlos. Se decomisaron cuarenta toneladas de mariguana, una de cocaína, cincuenta fusiles de asalto y numerosas armas cortas. Beltrame aseguró que conquistar el Alemão era como «echar agua caliente en un hormiguero» y el alcalde de Río amagó con declarar aquel día como el de la «refundación de la ciudad». Como imagen histórica, grabada por la omnipresente Rede Globo, quedó la del grupo de policías plantando en la cima una enorme bandera brasileña, un Iwo Jima à la carioca. Ordem e progresso.
Todo ha mejorado en Alemão, en los dos años y medio posteriores a la entrada de la policía. Hay menos tiroteos, se ha urbanizado parte de la favela, tiene un teleférico que ahora lleva incluso turistas, hay mejoras en el alcantarillado y el suministro de servicios, y hasta se ha desarrollado con más fuerza la vida social. Teóricamente, gracias a la presencia constante de policías de la UPP en las partes bajas de los morros. Pero precisamente ése ha sido un problema para algunos vecinos, que se quejan de lo mismo que ocurre en otras favelas pacificadas: el maltrato policial. Es el caso de Eliane, que reclama en voz baja, pero no se calla. Con cuarenta y un años, ha vivido en tres favelas diferentes de Zona Norte de Río de Janeiro, y desde hace ocho tiene una pequeña tienda en una zona del Alemão. Vende de todo, de verduras a cerveza, y hasta hace la manicura. Sin embargo, para Eliane la pacificación ha traído miedo a lo que se supone que no se debe temer. En el quicio de la puerta de su tienda cuenta que un día llegaron dos policías y registraron todo sin ningún permiso:
—Me dijeron que sospechaban que había armas aquí dentro. El primer día se fueron. Volvieron dos días después e hicieron un lío tremendo, sacaron cosas, tiraron otras al suelo y cuando me acerqué para colocarlas, me empujaron y me dijeron que me estuviese quieta si no quería ir presa. Nunca encontraron nada ni volvieron, pero estoy aterrorizada.
La sombra de un traje de camuflaje acecha atrás del árbol. Se adivina un casco y un fusil con un añadido sobre la mira. De pronto, se arroja ladera abajo y se oculta detrás del siguiente árbol, sin relajar la posición de disparo. Parapetadas, a unos treinta metros, hay dos figuras más, que se sincronizan para comenzar la maniobra. Y empiezan los disparos. Aturde de repente una guitarra eléctrica y entran títulos de crédito, letras incandescentes sobreimpresas en la pantalla de un bar de la favela: «La nueva sensación, el deporte del momento. Ahora en Rocinha: Paintball». En «la favela más grande y famosa de América Latina», según presumen sus propios vecinos, empotrada en la zona más rica de Río de Janeiro, se ha pasado del fuego real a las bolas de pintura comprimidas. Tal es el cambio operado en el lapso de un año, desde que un jueves 10 de noviembre de 2011 la policía anunció que entraría a Rocinha el siguiente domingo. Aquel día cayó preso Antônio Francisco Bonfim Lopes, Nem, el traficante más famoso de Río, el dueño de Rocinha. Lo descubrieron en un control policial, escondido en el maletero de un coche con matrícula diplomática del Consulado del Congo, cuando escapaba de la favela. Al salir del baúl, Nem les ofreció a los policías una elevada cantidad de dinero, primero quince mil dólares, luego medio millón, según contaron los agentes. Los policías, en vez de caer en la tentación, se apresuraron a sacarse fotos con él y subirlas a las redes sociales. Al día siguiente, los editores de la revista Época publicaron la nota exclusiva que una de sus reporteras había conseguido con el traficante una semana antes. En ella, Nem confesaba su admiración por Lula da Silva («su Plan de Aceleración del Crecimiento (PAC) sacó del tráfico a cincuenta de mis hombres, que se fueron a trabajar en las obras del PAC y nunca volvieron») y dejó una perla sobre la pacificación: «Río necesitaba un proyecto así. La sociedad tiene razón en no soportar criminales bajando armados por el morro para asaltar en el asfalto. La UPP es un proyecto excelente, pero tendrá problemas. Con policías mal remunerados, ¿cómo no van a aceptar cien reales por ignorar el narcotráfico?». Al propio Mariano Beltrame, Nem lo califica como «uno de los tipos más inteligentes que he visto. Si hubiese más como él, todo sería mejor». Una semana después de decir esto, los hombres del secretario lo detuvieron. Y a continuación, en otra fecha dorada para el gobierno de Río, la policía entró y ocupó Rocinha, la comunidad más emblemática de la ciudad.
El 30 de noviembre de 2012, a un año de la entrada de la policía y apenas a dos meses de la instalación de la UPP, cae el sol entre las nubes negras del comienzo del verano tropical y la van, la camioneta de transporte informal entre la ciudad y la favela —actualmente prohibido, otro cambio más en la ciudad—, atraviesa como una flecha las playas de Copacabana, Ipanema y Leblon. Sólo se detiene, hasta llenarse, para incorporar a los habitantes de Rocinha en su regreso a casa. Muchos de ellos trabajan en esos tres barrios como porteros, cajeras de supermercado, empleadas domésticas, dependientes de tienda o taxistas. Es el caso de Ricardo Gonçalves, cuarenta años de vida, cuarenta años de Rocinha. Trescientos metros más arriba de la parada de la van, al terminar el largo mercadillo reformado de la entrada de la favela, está la casa de la familia Gonçalves. Primero de sus padres, ahora de él, su mujer, sus dos niños, y de su hermano Marcel, su esposa y sus niñas, que se reparten en dos plantas y cuatro dormitorios. Dos tramos de escalera angosta dan acceso al pasillo donde esperan Marcel y Ricardo, que invitan a entrar en la sala. Al entrar se ven dos juguetes sobre la alfombra y un sencillo sofá con una mesita delante. Marcel y Ricardo se sientan en paralelo, de espaldas al árbol de Navidad y de frente a la ventana que da a la calle y por la que entra una mezcla del trajín de las motos con el funk de los altavoces de los bares y negocios de la calle.
—Nuestras vidas avanzaron más que las de nuestros padres, pero para nuestras hijas queremos algo mejor, eso seguro —dice Marcel.
Pluriempleados ambos, uno comerciante y taxista, el otro informático y albañil, dedican parte de su tiempo libre a ayudar en la iglesia presbiteriana.
—Ricardo es casi pastor —dice su hermano.
Por delante de su casa, uno de los puntos más transitados de la comunidad, han visto el proceso de cambio, y en los últimos doce meses han comprobado que no es fácil ni agrada a todos. Marcel enfatiza su discurso con las manos, el cuerpo inclinado hacia adelante en la silla:
—Desde niño me ofrecieron involucrarme con el tráfico, pero nunca entré. Fui recolector de latas, de chatarra, pero nunca entré en el tráfico. Y eso que atrae como un imán. Ahora no ves gente armada ni se habla abiertamente de que la droga da de comer, como sucedía antes. Pero es muy temprano para decir que esto va a funcionar. Hay que esperar.
Ricardo, más callado, compara situaciones con la facilidad de palabra que dan los años de púlpito:
—Antes era aceptar, callarse la boca y se acabó. Pura opresión. Ellos tenían una ley que había que cumplir como si fuera el Estado. Con la pacificación se reestructura el espacio social y tenemos el derecho a discordar. Pero ojo: vivimos una especie de opresión legal, porque lo que nos trajeron fue sólo una sensación de seguridad, un maquillaje: como Rocinha es tan grande el Estado sólo está en la punta, no allá adentro.
«Allá adentro» es el enésimo eufemismo del día. Porque la casa de los Gonçalves está en plena favela, pero para ellos hay clases y clases. No se sabe cuánta gente vive en esta impactante comunidad con veinticinco sub-barrios, tres mil comercios, cuatro radios, una televisión por cable y dos barrios vecinos de postín, São Conrado y Gávea. El último censo, de 2010, habla de setenta mil. Pero donde algunos colocan personas, otros hablan de familias, que suelen ser numerosas y con multitud de casas compartidas, como en el caso de los Gonçalves.
Por eso la propia Asociación de Vecinos habla de que Rocinha tiene entre ciento ochenta y doscientos veinte mil habitantes. La compañía eléctrica, de ciento treinta mil. Así de vago. Rocinha es un misterio. Está la amable, la de la calle renovada y la fachada con pintura nueva, y la profunda y siniestra. Entre los sonoros nombres de barrios como Roupa Suja, Morro da Alegría, Laboriaux o Largo do Boiadeiro aparece otro, mucho más pobre aún que el resto: Macega, allí donde la pacificación es tan desconocida como el caviar beluga. La estampa es la de una favela de otro tiempo u otras latitudes: barracas de madera, techos de lona, plásticos mal distribuidos y cimientos peor dispuestos. Pero no es sólo la pobreza la que hace de Macega una favela olvidada. También están los signos del antiguo régimen: hay gente armada, aunque no de forma ostensible y desde luego sin armas largas, y una sensación permanente de calma antes de la tempestad. Lo confirma una vecina del barrio, que pide anonimato «para no morir»:
—Los traficantes ahora suben desde otras zonas dos veces al día. Saben cuándo no hay peligro. Llegan, reparten y se van. Lo poco que cambió es que ya no hay fogueteiros avisando que viene la policía, porque ya está dentro de Rocinha.
Los fogueteiros u olheiros son los vigías del tráfico: ellos avisan si se aproxima la policía o una facción enemiga. Constituyen la base del escalafón, por debajo de otros rangos, como los endoladores, los soldados, los vaporeiros (vendedores de droga), los gerentes y los dueños del morro. Y suelen ser los miembros de menos edad. Ahora, desde la pacificación, actúan de otra manera: como lo confirman vecinos, policías y parte del entorno del negocio, los nuevos fogueteiros se limitan a mandar desde la boca del callejón un SMS con un simple «hola» al traficante que espera del otro lado del pasillo. Nadie va preso por mandar un mensaje así, y menos si tiene diez años.
A Michel, treinta y dos años, rasgos angulosos y barba rala, no le tocó empezar de tan abajo porque él abrazó lo que llama «la otra vida», la de traficante, desde fuera del barrio. Del suburbio donde nació se fue al complejo de favelas de Maré, en la Zona Norte, y de ahí a Rocinha, «la reina» de ese mundo del que ya salió, aunque no aclara la fecha. Mirada adusta, sostenida, peso pluma y manos ágiles al hablar, Michel conoce a la perfección el mundo del narcotráfico en Rocinha, especialmente la entrada de la Vía Apia, nombre imperial otorgado a una de las anchas lenguas que se va angostando a medida que se mete morro arriba. Allí estaba adscrito Michel, que durante casi la mitad de su vida fue vaporeiro:
—Éste era mi punto de venta, aquí pasaba la mayor parte del día.
Donde ahora se ve una esquina, un poste de la luz repleto de posters y gente caminando, antes había una mesita de madera, mucha cocaína encima y chicos como el Michel de antes, nerviosos, drogados y armados.
—Era una vida que fascinaba, cada día parecía todo nuevo, el baile funk, la droga, las mujeres, el poder, sobre todo el poder.
Tan ostentoso como la bolsa de droga sobre la mesa y el AK-47 o el AR-15 colgando del hombro.
—Yo, que participaba de ese mundo, te puedo decir que el tráfico lo tenía todo muy organizado en una comunidad tan grande como Rocinha.
A Michel le esperaba uno de los dos caminos de la que llaman encrucijada de la doble C, cárcel o cementerio. Por suerte para él, fue la primera. Fue condenado por todos los delitos posibles: narcotráfico, apología (por aparecer en fotografías haciendo el gesto de la C y la V del Comando Vermelho, la mayor facción del narco carioca), consumo y asociación ilícita (por ir armado con fusil y pistola). Se repartió seis años entre dos célebres presidios de Río, donde terminó de aprender los códigos que se potenciaban en el mundo anterior, el del poder del narco, dentro y fuera de la cárcel. Los que hablan de que en la favela no se puede robar ni matar, bajo pena de ser sometido al tribunal del tráfico.
El narcotráfico siempre ha actuado como policía, juez y verdugo de la favela. Y en Rocinha la ley del talión ocupaba un escenario físico permanente. En uno de los grandes recodos que forman las curvas de la carretera de Gávea, que atraviesa la favela-ciudad, en la zona de Portão Vermelho, hay un sendero que conduce a una zona cercada por selva pero curiosamente pelada de vegetación, plana y con una vista de la ciudad que quita el aliento. Era allí, en ese certero punto, donde el tráfico de la Rocinha instalaba el microondas, uno de los castigos más conocidos de la particular ley del narco: con el penitente en pie, se le rodeaba el cuerpo de neumáticos. Y cuando ya el grito del condenado era insoportable y el olor a gasolina penetrante, se le prendía fuego.
El gran complejo de la Maré es un conjunto de dieciséis favelas en el que viven ciento cuarenta mil personas. Situado en Zona Norte, cualquiera que llegue al Aeropuerto Internacional de Galeão verá, al poco de salir, una gran extensión de casas precarias tapada por carteles de metacrilato translúcido de tres metros de alto. Para quien pueda asomarse a ese telón de plástico, se encontrará con un interminable océano de ladrillo, llamado Maré, apuntado como el próximo gran complejo para pacificar, pero que aún continúa en manos del narcotráfico.
Allí se crió Eliana Sousa Silva, cincuenta años, fundadora y directora de la ONG Redes y autora de un libro fundamental para entender ese complejo de favelas, Testimonios de la Maré, en el que se analiza la historia del complejo y, sobre todo, las prácticas policiales en las favelas, el mayor factor de crítica con respecto a la pacificación. Eliana se ha enfrentado a traficantes y policías por lo mismo: los derechos humanos. Reconoce el papel de las UPP, pero también habla de los abusos y la «truculencia» por parte de la policía en su favela, todavía sin pacificar pero con constantes operaciones contra el narcotráfico que implican intimidaciones y trastornos para una población que no es tratada con los mismos parámetros que personas de otras zonas de la ciudad, según explica Eliana un día de febrero de 2013, en el centro mismo de Maré.
—En los últimos meses la policía no ha parado de entrar para preparar el terreno de la invasión y las reclamaciones de los vecinos se han multiplicado: llegan, abordan a vecinos que nada tienen que ver con el tráfico con amenazas, entran en la casa de cualquiera por la fuerza sin que nadie les diga nada. Cuando aparece la policía la tensión es altísima. No decimos que el Estado no esté presente, pero tiene que estar bajo otro paradigma. En Redes tenemos un eje de trabajo sobre seguridad pública que es para dialogar con la UPP: movilizar a las personas para entender la importancia de ser vecino de Maré y hablar sobre eso, porque llevamos toda la vida sufriendo por eso.
A Maré se llega desde el centro de Río por la avenida Brasil, una de las arterias que atraviesan la ciudad de este a oeste. En uno de los accesos más conocidos, una legión de adictos al crack ocupa un solar abandonado. Una vez dentro de Maré, nada indica que quien manda es el narco, aunque es evidente que esos jóvenes, aparentemente desarmados y que vigilan callejones, son los jefes del lugar. Pero no hacen la misma ostentación de antaño. La noche del Reveillon (Año Nuevo) de 2013 fue la más celebrada de las que se recuerdan en la historia de Maré. Hubo fuegos artificiales hasta el amanecer. La razón, según los vecinos, es simple: los traficantes ya sabían que era el último Reveillon antes de que llegue el Estado.
Eliana Sousa advierte que el visitante suele sorprenderse cuando muestra el edificio principal de las Redes, en la calle principal de la favela Nova Holanda. Lo que ocurre es que, para cuando uno llega allá, ya ha visto cosas que no se espera ver en una comunidad gigante sin presencia del Estado: un polo cultural en ebullición, conformado por dos centros de arte, en el que trabaja la compañía de danza de Lia Rodrigues, una de las coreógrafas con más nombre de Brasil. Y, acompañando los centros de arte, un entorno académico-social-cultural convertido en un hervidero. Delante del edificio de Redes hay no menos de cincuenta niños. Eliana se da la vuelta antes de entrar y señala la esquina opuesta:
—Ahí, en esa casa, me crié yo.
Al entrar a Redes, y después de atravesar tres bibliotecas, dos ludotecas, un departamento de informática, dos redacciones equipadas con equipos de última generación y salas de asamblea llenas, explica que nada sería posible sin el aporte de mecenas (empresariales) conocidos y otros anónimos. En una sala vacía y refrigerada, aislada del calor exterior, la directora de la ONG Redes se sienta y empieza a hablar.
—Parece que el mundo comienza con la UPP, y que el pasado no vale porque sólo tiene que ver con grupos ilícitos. Es una idea que abominamos, porque aquí estás tú visitándonos y ves que hay vida cotidiana, trabajamos, estudiamos, tenemos proyectos sociales, y la verdad es que muchos derechos llegaron a pesar de los grupos ilícitos que regulan la vida cotidiana. Pero nos falta la seguridad pública. No es normal andar por una ciudad con gente armada alrededor.
Su ONG ha repartido y colgado en casas trípticos que indican qué hacer ante la mínima intervención policial, lo que le ha costado los problemas de siempre:
—El traficante cuestiona nuestro trabajo porque damos a entender que la policía va a entrar en la favela, pero nos trata mejor de lo que lo está haciendo la propia policía. Cuando distribuimos ese material sobre cómo lidiar con esas situaciones, la policía nos acusó de decirle al enemigo cómo defenderse.
Esa frase la refleja de una manera aún más gráfica Jaílson Souza, geógrafo, el responsable del Observatorio de Favelas, la otra gran ONG de Maré. Con toda una vida en esta favela, es otro de los representantes de una generación de académicos salidos de estos barrios. Es locuaz y habla como si no se le diera atrapar todas las ideas que va pergeñando en el pequeño auditorio de su sede.
—Sabemos que, de siempre, para la policía los favelados somos la población civil del ejército enemigo. Y como tal se comportan.
Jaílson Souza esta de acuerdo en que la estrategia de ganar territorio es mejor que el combate a las drogas, pero en ningún caso acepta el vocablo pacificación:
—La pacificación no existe, en realidad es una regulación del territorio por parte del Estado. El Estado no entró para pacificar, sino para otras cosas. No se llama pacificación con miles de hombres de fusil, pacificación sería con flores. Es simplemente un ejército que ocupa, y por supuesto eso conlleva tensiones. Entre 2002 y 2010, en Brasil cayó veintiún por ciento el número de blancos asesinados y subió veintitrés el de negros. Por no hablar de estados del noreste, más pobres: en Alagoas matan un blanco por cada veinte negros. Hay quinientos mil presos en Brasil, de los cuales sesenta y cinco por ciento está preso por drogas. ¿Qué política de drogas es ésa? Visto de forma simplista, si eres blanco eres usuario, si eres negro, eres traficante. Y todo eso repercute en este momento de poder policial. El proceso de regulación del Estado en la favela hace falta, pero está errado. Hablan de pacificar y no es así.
Coincidente en el tiempo —aunque no necesariamente consecuencia de ello, según el gobierno del Estado—, la pacificación ha ido de la mano de la proclamación de Río como ciudad sede del Mundial y los Juegos Olímpicos. Como en todas las ciudades que albergan este tipo de eventos, las expropiaciones y los desalojos se hacen presentes. En el caso de Río, se dan casos de privatizaciones de barrios enteros, como el emprendimiento del llamado Porto Maravilha, que ha provocado sonoras críticas por lo que se considera una usurpación de suelo público (el estadio Maracaná y su entorno) en pos de los intereses inmobiliarios privados. La pacificación de las favelas de la Zona Sur, por su parte, ha servido para revalorizar un suelo hasta hace poco en guerra, pero quienes se han beneficiado han sido constructoras e inmobiliarias. Muchos se preguntan cuál será la factura de la resaca mundialista y olímpica. Pero eso sólo se sabrá cuando se apaguen las luces de los estadios y la llama de la antorcha. //
*Este reportaje se publicó en su forma original en el número 145 de Gatopardo en octubre de 2013
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