Una barrera imposible
Nacho Carretero
Fotografía de Ángel López Soto
La de Marruecos y España es la frontera más desigual del mundo. Allí, entre dos ciudades, Ceuta y Melilla, se vive un drama humanitario de enormes proporciones. La zona, que hasta hace poco era un laboratorio de convivencia cultural, se convirtió en un territorio de conflicto.
—Si tardas más de cinco minutos en saltar, no saltas.
Doce veces lo intentó Sare Abdallah, nacido en Costa de Marfil hace 25 años, antes de lograrlo. No es fácil: la valla que rodea Melilla no perdona ni un rincón. No concede ni una grieta. En realidad son tres vallas, consecutivas, con sensores eléctricos de movimiento y ruido, cámaras, mallas que impiden meter los dedos para trepar y, en algunos tramos, una alambrada con cuchillas. El perímetro cuasi militar rodea la ciudad autónoma de Melilla, un territorio que pertenece a España pero que está situado en el norte de Marruecos, a pocos kilómetros de la frontera con Argelia. La ubicación convierte a la ciudad en la puerta de entrada a Europa para los miles de jóvenes subsaharianos que, cada año, intentan colarse y alcanzar el que, les han dicho, es el paraíso. La frontera sur del viejo continente mide seis metros de altura y tiene doce kilómetros de perímetro. A un lado vigila la gendarmería marroquí. Al otro, las autoridades españolas. No es fácil saltar. Si lo piensas más de cinco minutos, no saltas.
—En mi primer intento fuimos un grupo de 30.
Abdallah señala hacia la valla, a unos metros de donde habla. Lleva unos días en el Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes (CETI) de Melilla, a la espera de ser trasladado a Madrid.
—Llegamos de noche y empezamos todos a escalar, usando unos ganchos en las manos y con dos clavos en cada zapato para ir subiendo. La policía marroquí nos vio y empezó a lanzarnos piedras. Al chico que tenía al lado le dieron en un ojo y cayó al suelo como un muñeco. La Cruz Roja lo llevó luego al hospital y no sé si perdió el ojo. Creo que sí. Esa noche tuvimos que bajar y volver corriendo al monte. No lo conseguimos.
En el segundo intento, Abdallah llegó a superar la valla.
—Conseguí saltar a suelo español, pero estaba la Guardia Civil —el cuerpo de seguridad pública español que, entre otras cosas, vigila el tránsito fronterizo— y me cogieron. Intenté esquivar a tres o cuatro, corriendo, como en el rugby, pero el último me agarró. Yo le dije: ‘por favor, déjame pasar, mi padre murió, tengo cinco hermanos, vengo a buscar trabajo…’. Eso que le dije era todo verdad, pero él solo me dijo: ‘no‘. Le supliqué y nada. Lo que pasa es que creo que no hablaba inglés.
CONTINUAR LEYENDOAquella noche, cuando estuvo más cerca del paraíso que nunca antes, lo devolvieron a Marruecos a través de una de las puertas que hay en la valla. Sin explicaciones, sin papeleo. Sin legalidad.
—El día que lo conseguí fue una mañana que nos juntamos 300. Aparecimos todos corriendo, de noche, y empezamos a trepar. La Guardia Civil española tardó cinco minutos en llegar porque tenía un cambio de turno, y así pudimos saltar varios. Logramos pasar a España sólo 103. Yo fui de los primeros. Estaba arriba de la última valla y desde ahí vi cómo llegaban tres coches de la Guardia Civil. Venían muy rápido así que no pensé: me solté de los ganchos y me dejé caer al suelo. Seis metros. Luego empecé a correr y vi que nadie me perseguía. Vi que estaba en España, por fin, después de tanto tiempo y sufrimiento.
—¿Y ahora?
—Ahora me quiero ir a otro país. Aquí, en España, no hay trabajo.
* * *
África y Europa amagan con tocarse. Como el inicio de un beso. Las separa una manga de agua de 14. 4 kilómetros llamada Estrecho de Gibraltar que impide que el extremo norte de Marruecos se una con la punta sur de España. Desde Tarifa, la localidad más meridional de la Península Ibérica, se ve con nitidez la costa marroquí. Ahí está Ceuta, una de las dos ciudades autónomas españolas situadas en Marruecos. La otra es Melilla, más alejada del Estrecho y rodeada por una valla que consolida la separación de dos mundos. La de Marruecos y España es la frontera más desigual del mundo. Si el PIB per cápita de Estados Unidos multiplica por seis el de México, la diferencia entre España y Marruecos es de 15 puntos.
Dice el gobierno marroquí que Ceuta y Melilla le pertenecen. Y las reclama. Sin mucho alboroto, pero las reclama desde hace años. Y España responde que la soberanía sobre ambas ciudades está fuera de toda duda, ya que le pertenecen desde mucho antes del proceso de colonización europeo en África. En el caso de Melilla, su vinculación con la península se remonta al siglo X, cuando los árabes entraron en el norte de África y se hicieron con todo el Magreb, entonces poblado por diversos pueblos, entre ellos los bereberes, población autóctona del norte de Marruecos que todavía hoy insiste en diferenciarse claramente de los árabes, con una cultura propia y un idioma llamado amazigh. Se creó en aquella invasión la taifa de Melilla, integrada en el califato de Córdoba. Sería abandonada posteriormente hasta que en 1497 Pedro de Estopiñán, un contable andaluz, la intercambió por unos terrenos en Málaga y pasó a formar parte de la Corona Española. Eso dice la Historia. Marruecos, que logró su independencia en 1952, no está de acuerdo y dice que ambas fueron usurpadas. Curiosamente, este intercambio de pareceres diplomáticos no es el problema que pesa sobre Melilla. La convivencia entre marroquíes y españoles en la ciudad siempre ha sido y sigue siendo buena. La tensión viene del sur, más allá del desierto del Sahara, de donde llegan los jóvenes que desean —necesitan— entrar en Europa.
Melilla dibuja una media luna costera de siete kilómetros de largo por algo más de dos de ancho. Una extensa playa baña la cara exterior de la ciudad, con palmeras y edificios modernos poblando el centro, y pequeñas casas de colores amontonadas en los barrios periféricos. Melilla es una mezcla de ciudad andaluza y barriada magrebí y tiene, oficialmente, 81 188 habitantes.
—Probablemente sean muchos más.
José Oña es periodista local en Melilla Televisión. También es guía turístico y conoce bien el terreno.
—Los datos no recogen una población flotante de inmigrantes irregulares que se estima en unas 30 000 personas; sobre todo marroquíes que entran en Melilla para trabajar y se quedan viviendo con un permiso de residencia o, directamente, de forma ilegal.
La estadística dice que 46% de los habitantes de Melilla son cristianos y 35%, musulmanes. La percepción y la opinión de periodistas y vecinos locales es que los musulmanes deben suponer ya cerca de 60% del total de melillenses. Dentro de esta mayoría musulmana, hay españoles y marroquíes. Los españoles son descendientes de bereberes que llevan viviendo en Melilla desde hace generaciones. Mantienen su religión musulmana y su bilingüismo español-amazigh.
Están también los marroquíes que viven en Melilla, tanto los hay que cuentan con permiso de residencia y trabajo como los que están de forma ilegal. Muchos no hablan español y suelen vivir en los barrios de la periferia. Se suma la enorme cantidad de marroquíes que entran y salen a diario de la ciudad por trabajo o comercio. Los que vienen de los pueblos limítrofes —Farhana, Beni Enzar, Mariguari y Nador, todos pertenecientes a la provincia marroquí de Nador— tienen permiso para entrar y salir de Melilla a diario. Lo mismo sucede a la inversa: los melillenses pueden entrar en Nador mostrando su documento de identidad. Cualquier otro español debe llevar pasaporte. Así, hay un flujo constante de salida y entrada que convierte los puntos fronterizos en permeables pasos siempre abarrotados. En estos pasos tiene lugar el llamado comercio atípico, que en realidad es contrabando tolerado por las autoridades. En hora punta se forman marabuntas de porteadores que, por tres o cuatro euros, cargan con enormes fardos de mercancía hasta el otro lado de la frontera: gritos, calor, polvo, mujeres mayores dobladas por el peso, empujones de la policía… Los pasos fronterizos de Melilla forman un ecosistema aislado, donde rige la practicidad más allá de la ley. La población se completa con una comunidad judía de unas 1 500 personas, 1 000 gitanos y unos 200 hindúes. Melilla es como un laboratorio de convivencia cultural que siempre ha funcionado. Las grietas aparecieron hace unos años, no muchos.
Mordejay Guahnich es judío y presidente de la Asociación Cultural Mem Guímel. Explica que la comunidad judía melillense nunca ha tenido roces con la musulmana. Pero, como José Oña, percibe cambios en los últimos años.
—Los primeros problemas comenzaron no hace mucho, cuando Israel atacaba Palestina. Aparecieron algunas pintadas y hubo algunas amenazas. Hoy sucede que algunos barrios musulmanes están aislados y se han radicalizado. Y los judíos ya no podemos caminar por ellos tranquilamente. Es la gente joven. Entre los mayores no tenemos ningún problema.
En uno de esos barrios, conocido como Cañada de la Muerte, fueron detenidas cuatro personas el pasado mes de febrero acusadas de conformar una célula yihadista.
—Eran mis vecinos— cuenta Suhaila, una joven marroquí que, desde hace años, espera a que el gobierno español le conceda la nacionalidad—. Detuvieron a una chica, a su novio y a los dos hermanos del novio. Yo me llevaba muy bien con ella cuando éramos pequeñas, pero cuando conoció a este chico cambió. Dejó de hablarme y ya ni saludaba por la calle. Se puso un velo. Aquí todos sabemos quiénes están metidos en esas cosas.
El coctel lo completa la permanente población de tránsito que contiene Melilla de, aproximadamente, 2000 personas. Llegan desde Argelia, el África subsahariana o algún país en conflicto. Siempre están ahí, coloreando el paisaje de la ciudad. Llegan en busca del sueño europeo y Melilla se convirtió en su puerta de entrada cuando, a mediados de los noventa, la Unión Europea (UE) borró sus fronteras internas. Entonces las llegadas de estos inmigrantes se multiplicaron y se decidió levantar una valla que los contuviera. La famosa valla de Melilla.
* * *
A pocos metros de la valla de Melilla, en territorio español, se mantiene en pie una maltrecha alambrada de apenas medio metro de altura y sujeta por estacas de madera. Parece la linde de un cultivo, pero es la antigua frontera.
—Ésta es la valla que había antes de que empezaran a construir la actual— señala José Palazón, vecino de Melilla y presidente de la asociación Prodein, una ONG que ayuda a inmigrantes menores de edad en la ciudad—. Como ves, se puede cruzar levantando una pierna.
No es el único que recuerda con nostalgia una época sin barreras. Ana, también vecina de Melilla, opina igual.
—Nos íbamos a la playa a Marruecos y el gendarme marroquí nos preguntaba a qué hora íbamos a volver para esperarnos y no irse antes. Es que no necesitaba ni vigilancia la frontera.
A principios de los años noventa se registraron las primeras llegadas de inmigrantes subsaharianos a Melilla. Hasta ese momento España, todavía en fase final de resurrección tras 36 años de dictadura militar, no suponía ningún atractivo para los migrantes. Si acaso, los que se colaban ilegalmente en la ciudad en busca de una oportunidad eran los marroquíes, un fenómeno que nunca desembocó en un problema social. Según la Asociación Española Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA) en su informe anual Frontera Sur de 2 014, entre 1990 y 1994 llegaron tan solo 300 inmigrantes subsaharianos a Melilla. Casi todos ellos fueron acogidos por la Cruz Roja en campamentos y, tras largas esperas para regularizar sus situaciones, enviados a la península. El cambio de situación tiene fecha: 26 de marzo de 1995. Ese día entró en vigor el Acuerdo de Schengen, un tratado europeo por el cual se abolieron las fronteras entre países de la UE y se aprobó la libre circulación entre los estados miembros. Melilla se convirtió en puerta de entrada para Europa, y a España el nuevo escenario le quedó grande.
Unos 800 inmigrantes accedieron a Melilla en 1997, cifra que se disparó hasta los aproximadamente 3 000 en 1998, según datos de la APDHA. Entonces, el gobierno desarrolló un programa de acogida con dos caras: una consistía en la construcción de un Centro de Estancia Temporal para Inmigrantes (CETI), inaugurado en 1999; y la otra en la construcción de una valla que rodease el perímetro de Melilla. El Ejecutivo español—respaldado por las políticas migratorias de la UE— entendía que aquella era la única manera de controlar un flujo creciente de llegadas que, según el gobierno, amenazaba la cohesión social de Melilla.
La construcción de la valla empezó en 1998 y fue financiada por la UE, que destinó a tal empresa 35 millones de dólares bajo el nombre «Fondos Europeos de Desarrollo Regional». Consiste en una sola cerca de tres metros de altura que rodea la ciudad y la separa de los pueblos marroquíes limítrofes y sus montes, montes a los que llegan los subsaharianos para intentar el salto. A esta primera valla enseguida se le añadió otra en paralelo. En el año 2005, ambas se elevaron hasta los seis metros, y en 2007 se añadió una nueva cerca de tres metros entre ambas vallas. La barrera parte del dique de la playa, en el extremo norte de la ciudad y, sin perdonar un palmo, llega al punto sur, donde incluso se descuelga sobre el agua para evitar intrusiones. El mar da el relevo en forma de barrera natural: los subsaharianos, en su mayoría, no saben nadar.
Trepar la valla está al alcance de pocos. Exige buenas cualidades físicas o enorme desesperación. Además de detectores de movimiento, cámaras de visión nocturna y constante presencia policial, las vallas contienen una malla antitrepa que impide introducir los dedos. En determinados —pocos— puntos del recorrido hay cuchillas. Las comenzó a colocar el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero en el año 2005, pero su instalación se detuvo cuando salió a la luz pública y mediática que muchos inmigrantes sufrían profundos cortes en manos y piernas. Puede resultar una obviedad señalar que, tras la instalación de concertinas (nombre técnico utilizado para este tipo de alambradas con cuchillas), los inmigrantes sufrirían heridas. Pero el gobierno negó la evidencia durante meses. En 2013 el actual Ejecutivo reanudó la colocación de las concertinas y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, aseguró que se trataba de una medida «disuasoria y pasiva, porque no agrede». Añadió que «hieren levemente» y que «hay métodos mucho peores». También el actual presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se refirió a las concertinas afirmando que «habrá que ver si [las cuchillas instaladas] hacen daño a las personas». La obviedad se impuso a los malabares electoralistas y la instalación de la alambrada acuchillada fue, una vez más, paralizada. Tampoco importa: en suelo marroquí, y a pocos metros de la española, el país vecino levantó hace años su propia valla, más endeble y baja, pero plagada sin disimulo de cuchillas.
—Cuando llegan a la valla española— explica un agente de la Guardia Civil al pie de la valla —llegan hechos escabechina. Llenos de cortes y con las manos y piernas ensangrentadas.
El agente parece diminuto al lado de la construcción, que se yergue intimidatoria y discurre hasta donde alcanza la vista. Cada pocos metros, una torreta de vigilancia de la Guardia Civil. Hay ciertos tramos de seguridad a los que está prohibido acercarse. Al otro lado, visibles entre la enredadera de mallas metálicas, vecinos marroquíes cuelgan la ropa o empujan una carretilla ajenos a la cerca.
El proceso suele repetirse: los subsaharianos aparecen en grupos de 200 o 300 personas, suben con ganchos y clavos en las suelas de los zapatos la primera valla, saltan, se encaraman a la segunda, y solo los más rápidos logran descender al suelo de Melilla. El resto se queda sentado a caballo mientras los agentes, debajo, forman un cordón humano. A un lado los policías marroquíes, al otro los españoles y en medio, durante horas, los subsaharianos trepados en la valla. La Guardia Civil apoya escaleras en la cerca para que bajen. A veces, caen desmayados. Otras, ya sin fuerzas, son bajados por los agentes y devueltos a Marruecos por alguna de las puertas de la valla.
El 18 de marzo de 2 014, un grupo récord de casi 800 jóvenes se abalanzó en un intento de usar su gran número como estrategia para pasar. La imagen conmocionó a la audiencia española: la valla se llenó de subsaharianos escalando desesperados, amontonándose unos sobre otros, con cortes en brazos y piernas, mientras la policía marroquí los golpeaba con palos tratando de que retrocedieran. Cerca de 500 lograron llegar al otro lado; más de un centenar con heridas que, en algunos casos, necesitaron de cirugía. El 22 de octubre del mismo año, a las siete de la mañana, lo intentaron unos 80. Alcanzaron la valla, se subieron y se quedaron bloqueados por ambas policías a cada uno de los lados de la valla. Se repetía la escena: decenas de subsaharianos a horcajadas sobre la cerca esperando un hueco, un despiste, un milagro. La espera, aquel día, se alargó demasiado. Varios inmigrantes sufrieron desmayos. Otros aguantaran sobre la valla, semiinconscientes. El último bajó a las nueve de la noche, 14 horas después. Dos días antes, los inmigrantes habían mostrado su organización con cinco saltos simultáneos en puntos diferentes. Cada grupo estaba compuesto por 50 jóvenes. Pese al despliegue, aquel día sólo uno consiguió cruzar.
A veces el drama cierra el círculo. A las cinco de la mañana de un martes de julio de 2006, 70 inmigrantes intentaron el salto. Coincidieron con un destacamento del ejército marroquí que los vio y abrió fuego. Un chico camerunés murió y otros ocho fueron gravemente heridos. Dos más, interceptados por la policía marroquí, murieron a golpes. En julio de 2013, unos 125 inmigrantes asaltaron la cerca defendiéndose a pedradas de la persecución de la policía marroquí. Cuarenta pasaron. Tres se quedaron por el camino. Dos en el lado marroquí, por causas no aclaradas por Marruecos. Otro en el lado español. Lo encontraron los agentes de la Guardia Civil de madrugada, tirado entre unos arbustos. La autopsia indicó que había muerto de un infarto. En septiembre del año pasado dos jóvenes cameruneses murieron, tras ser interceptados por la policía marroquí junto a otros 160 inmigrantes, cuando se dirigían a la valla. Uno de ellos, Roumián Tisse, de 26 años, fue visto en el depósito de cadáveres de Nador por miembros de una ONG española. El otro muerto nunca apareció. Las autoridades marroquíes no informaron de ningún fallecimiento ese día.
El oscurantismo que rodea a cada salto no permite aseverar cuántas vidas se han quedado allí. Son al menos 30 desde 2005. Probablemente sean más. Durante el año 2014 unos 20 000 subsaharianos intentaron saltar y 2 300 alcanzaron Melilla: 10% de los que lo intentaron. Los demás, y los que continúan llegando, aguardan su oportunidad. Su gran salto.
No se sabe cuántas vidas se han quedado allí. Son al menos 30 desde 2005. Probablemente sean más.
* * *
Coulubali tiene 23 años, dientes pequeños y una mirada entre inocente y asustada. Pasea solo por el céntrico Parque Hernández, de Melilla. Es uno de los elegidos: parte de ese 10% que logra pasar. Lleva las manos en los bolsillos.
—Vengo aquí a estar tranquilo, es un poco como estar en la naturaleza. Me recuerda a mi país.
Salió el 14 de abril de 2014 de Burkina Faso.
—Nos citaron a un grupo en Ugadugú, la capital de mi país, y nos metieron a 22 en un todoterreno. Casi no podíamos ni respirar.
Así estuvieron viajando a través del desierto durante 13 días. De Burkina Faso a Níger y de Níger a Argelia. El destino era Maghnia, ciudad argelina pegada a la frontera con Marruecos y a unos 90 kilómetros de Melilla.
—Por aquel viaje tuvimos que pagar 650 dólares a una organización que se dedica a hacer esta ruta. En cada frontera había que pagarle a los policías. Llegamos el 27 de abril.
En Maghnia pasaron a manos de otra organización de contrabandistas encargada de cruzar una frontera, la argelina-marroquí que, oficialmente, no tiene paso por ese punto.
—Cruzamos a pie. Es peligroso. Si te pilla la policía argelina tienes un problema, porque vas a la cárcel. Y te pegan.
Coulubali lo consiguió al cuarto intento. El día que lo logró iba con 38 personas. Cuando se dejó caer al lado español, un dedo se le quedó enredado en la alambrada y, mientras corría con la policía española detrás, se dio cuenta de que lo llevaba colgando.
—Lo conseguí. Pero de aquel salto cogieron a casi todos. Si de verdad lo necesitas, no importa la valla. Pueden poner las vallas que quieran, que quien lo necesite de verdad las va a saltar.
Abdallah, de Costa de Marfil, dice que la policía los sorprendió cruzando la frontera con Argelia.
—En la frontera hay un foso de dos metros de profundidad y tres metros de largo que no se puede saltar— dice Abdallah—. Así que hay que bajar y volver a subir. Es muy peligroso. Cuando estaba subiendo del foso, dos policías argelinos me vieron. Yo salí corriendo, pero me atraparon y me empezaron a pegar. Muchísimo.
La cicatriz que Abdallah tiene en su mejilla izquierda es el testimonio de aquella golpiza. Es alto, de condición atlética. Cuenta su periplo en un descampado que hay frente al CETI, donde lleva alojado desde que saltó. Él y otros inmigrantes han encendido una fogata para sustituir al sol, que ya se esconde en Melilla. A pocos metros está la valla. Sobre las cabezas de todos pasan los aviones que aterrizan y despegan del pequeño aeropuerto y que, en pocos minutos, abandonan África y alcanzan Europa.
—Me robaron parte del dinero que tenía y me enviaron a la cárcel. Allí estuve diez días y después me soltaron. Regresé a Maghnia y volví a pagar por cruzar. De nuevo casi me pillan, pero esta vez lo conseguí. Cuando estábamos al otro lado, nos dejaron en la estación de autobuses y allí cogimos un autobús a Nador, la ciudad marroquí que está frente a Melilla. Luego, pues ya sabes, lo de todos.
Lo de todos es que, a pesar de la odisea vivida, la llegada a Nador es sólo el comienzo. Falta la parte más tediosa y larga antes del salto final. Los subsaharianos que alcanzan Nador se reúnen en campamentos que instalan en el monte Gurugú, una frondosa montaña que se yergue sobre Melilla en suelo marroquí. Allí viven durante meses, a veces años, subsistiendo hasta encontrar el momento ideal para saltar la valla. Hace unas semanas, Marruecos desmanteló estos campamentos. Los quemó. Hoy los subsaharianos que aguardan en Marruecos se esconden en cuevas y casas abandonadas.
—Yo estuve siete meses— cuenta Abdallah—. Al segundo mes se me acabó el dinero y empecé a bajar a Beni Enzar a buscar comida en la basura. Durante esos siete meses intenté saltar la valla doce veces, hasta que lo conseguí.
Sonríe, una disimulada mueca de orgullo. Añade una pequeña rama a la fogata. Entre el CETI y la valla, donde Abdallah rememora su viaje, se sitúa un campo de golf, el único que hay en Melilla y que linda con la valla. Abdallah gira la cabeza y ve pasar un carrito con un jugador y sus palos.
—Entiendo que pongan una valla. Si no estuviera esta valla, toda África estaría aquí.
* * *
Aunque sus habitantes ya están habituados, los saltos son un acontecimiento en Melilla. En cuanto los subsaharianos tocan la valla, salta una alarma que moviliza a la Guardia Civil, periodistas, curiosos y hasta, en ocasiones, inmigrantes que salen del CETI (el centro es de régimen abierto, no están retenidos) para alentar a quienes lo intentan.
—Llevan meses en Marruecos esperando, así que tienen los saltos estudiadísimos. Saben a qué hora tenemos el relevo, si va a bajar la niebla, si hay algún problema en la valla… El otro día había uno subido a la valla hablando por el móvil.
La persona que habla es un agente de la Guardia Civil, que no puede revelar su nombre.
—Suelen ser tranquilos, pero a veces se ponen agresivos. Los nigerianos, por ejemplo, son más violentos. Nos escupen o nos orinan desde arriba. Hace poco uno cogía con la mano su propia sangre del tobillo y nos la lanzaba gritando ¡ébola!.
La prensa de Melilla y las ONG de la ciudad han hecho públicos vídeos en los que se pueden ver estos enfrentamientos. Se han registrado abusos por parte de la Guardia Civil: golpes, tironeos que provocan caídas.
—Y lo que no vemos— dice José Palazón, presidente de la ONG Prodein—. La vulneración de derechos humanos en la valla es constante. Y la Guardia Civil abusa con impunidad y después miente. Yo he visto cómo les daban estacas de madera a los gitanos para que pegaran a los subsaharianos en la valla mientras ellos miraban.
—Claro que hay abusos— dice el agente de la Guardia Civil—. Y claro que hay agentes racistas. Pero en general, no hay un rechazo. Entendemos que quieran venir, tienen que intentarlo. Si lo consiguen, bien por ellos. ¿Qué te crees, que a mí no me destroza ver a un chaval ahí subido con los pies y las manos ensangrentadas? Hay días que los escuchas: vamos jefe, déjeme pasar, que es el último paso. Que ya estoy aquí. Por favor. Esos días vuelves hecho polvo a casa. Pero no te puedes ablandar. Nos dan esta orden y tenemos que hacer nuestro trabajo.
El enfrentamiento entre parte de la prensa y ONG contra la Guardia Civil en Melilla es muy tenso. Una tensión que difícilmente se encuentra en otro punto de España y que hace que los agentes de Melilla cobren hasta 800 euros más al mes.
—Algunas ONG ayudan a los inmigrantes a saltar— dice el guardia civil—. Les indican la hora y el punto por el que cruzar. Vienen muy informados.
Pero las ONG niegan, tajantes.
—Ayudamos a los inmigrantes que cruzan porque son personas y tienen derechos— explica José Palazón, presidente del Prodein—. No les ayudamos a saltar, aunque desde luego nos alegra cuando lo consiguen.
—La prensa— dice el agente de la Guardia Civil —solo saca lo malo. Publican cuando hay golpes o incidentes. Pero no muestran cuando les damos bocadillos o agua, después de cinco o seis horas subidos.
Jesús Blasco de Avellaneda, uno de los periodistas locales más conocidos de Melilla, está en la puerta del juzgado. Hoy le devuelven la cámara que la Guardia Civil le confiscó hace 18 meses cuando según los agentes —grababa un salto a la valla. También hoy, mientras Blasco sale absuelto, han detenido a Ángela Ríos, fotógrafa freelance arrestada a las cinco de la mañana y acusada de ayudar a saltar a cinco inmigrantes.
—La pillaron con cinco chicos subsaharianos en el coche— explica el agente de la Guardia Civil—. ¿Qué hacía a las cinco de la mañana en un salto? ¿Cómo sabía que iban a estar ahí? Creo que está muy clara la relación…
—Eso es una tontería— aclara Blasco—. Cuando hay un salto nos enteramos todos. Las acusaciones de la Guardia Civil de que ayudamos a saltar no solo son absurdas, son muy graves. Nos han llegado a acusar de tráfico de inmigrantes. Ángela vive al lado de la valla, escucha las alertas, oye el movimiento y baja. Como todos. La han detenido para meternos miedo. Porque no quieren que grabemos lo que ocurre. Si tienen miedo de que la prensa esté cerca, es que no deben estar muy seguros de que lo que hacen sea correcto.
En realidad, efectivamente, no lo es.
* * *
La Guardia Civil española está expulsando inmigrantes sin que medie ningún proceso legal. Los bajan y los hacen pasar por alguna de las puertas de la valla. Al otro lado, los espera la gendarmería marroquí. Esta maniobra, calificada de ‘devoluciones en caliente‘ por sus detractores y definida como ‘rechazo en frontera’ por el Gobierno, es ilegal.
Es ilegal porque la valla de Melilla está levantada íntegramente en suelo español. Esto supone, a ojos del derecho internacional, que si alguien alcanza la valla, está legalmente en España. Por tanto, y según la legislación de la UE, no puede ser expulsado directamente —y menos a un país que no es el suyo—, sino que debe ser identificado y someterse a un proceso administrativo para su extradición. Algo que, en Melilla, no se hace ni se ha hecho en los últimos años.
El gobierno español siempre ha respondido a esta maniobra asegurando que la frontera funcional y policial está en la valla y que, mediante un protocolo que llevan años aplicando, cabe rechazar a los inmigrantes aunque la hayan alcanzado. De hecho, hace unas semanas, el Ejecutivo modificó la Ley de Extranjería española para que, desde ahora, sea legal hacer estas expulsiones sumarias a pie de valla. Según la actual ley española un inmigrante no estará en Melilla hasta que atraviese el cordón policial que aguarda tras la valla. La modificación contradice, probablemente, la Constitución española y, sin duda, los tratados internacionales firmados por España. Además, la UE ha hecho saber en los últimos días al gobierno español que su nueva ley no encaja en la legislación de la región.
El problema llega cuando se intenta conocer la postura y opinión de las autoridades españolas. Entonces se hace el silencio. Cuatro emails sin responder e incontables llamadas ignoradas tanto por la Delegación del Gobierno en Melilla como por el propio Gobierno de Melilla, evidencian que al Ejecutivo español le interesa más bien poco hablar sobre este asunto.
—En España están cuando nos superan a nosotros— dice el agente de la Guardia Civil—. Entonces ya no les perseguimos, no podemos. Pero sí podemos rechazarlos en la frontera.
Hace pocos días el ministro inauguró una Oficina de Asilo al Refugiado en el paso fronterizo de Melilla. Ésta sirve para atender al creciente número de sirios que, huyendo de la guerra, llegan a la ciudad desde hace dos años. Pero los subsaharianos no pueden ni quieren acceder a ella. Los pocos que solicitan asilo ven cómo se les deniega, así que prefieren entrar ilegalmente, es decir, saltando la valla. De este modo, si lo logran, son considerados inmigrantes irregulares normales y enviados a Madrid para tramitar su extradición. Una extradición que no siempre llega y que, en ocasiones, les otorga la ansiada libertad.
Tanto los sirios que piden asilo como los subsaharianos que se cuelan por la valla son alojados en el CETI de Melilla una vez en territorio español. Allí aguardan a que se resuelva su situación: o bien se les concede asilo o bien son enviados a la Península para someterlos a un juicio de expulsión. La espera en el CETI, muchas veces, se alarga hasta los cinco o seis meses. Y no es una espera fácil: en estos momentos hay casi dos mil personas viviendo ahí, cuando su aforo es de 480. Entrar en el CETI está prohibido para la prensa.
Desde la puerta solo se ve un patio de palmeras repleto de inmigrantes y algunas tiendas de campaña. Vienen y van, entran y salen, en una permanente escena de saturación. Como no están internos pueden salir a hacer una compra, sentarse en algún campo o dar un paseo. Llegan al CETI con bolsas del supermercado o salen con sillas plegables. Hay niños patinando y padres empujando carritos de bebé. Cualquier cosa antes de pasar las horas dentro de la instalación. Las ONG y los propios inmigrantes no dejan de quejarse de las condiciones, y estos últimos muestran fotos en sus móviles. En algunas se pueden ver las paredes de los cuartos de baño llenas de excrementos.
—No te imaginas cómo huelen— cuenta un inmigrante sirio que lleva dos meses en el CETI—. Lo único bueno es la comida, porque para dormir tenemos que meternos unas 200 personas en un dormitorio grande de literas triples. No caen bombas, pero por lo demás es como estar en Siria.
Es sábado y se celebra en la ciudad ‘La Africana’, una carrera popular de 50 kilómetros. El recorrido serpentea por la ciudad y en uno de sus tramos pasa ante la puerta del CETI. Los subsaharianos salen a animar a los corredores con gritos y aplausos. Algunos inmigrantes se apoyan en muletas. Otros tienen las manos vendadas. La valla deja cicatrices que se recordarán por mucho tiempo. Los corredores saludan y, con el esfuerzo en el rostro, esquivan a refugiados sirios que llegan, cargados con bultos y maletas, directamente de la guerra.
* * *
Hace unos meses José Palazón capturó en una foto el momento en el que una golfista del campo frente al CETI preparaba un swing junto a su carrito. De fondo, en la valla, una decena de subsaharianos aguardaban encaramados. Una metáfora visual que dio la vuelta al mundo.
En los descampados cercanos al CETI, en ocasiones, los inmigrantes levantan chabolas que enseguida son derribadas por el gobierno autónomo. Muchos se van a los hoteles de la ciudad a ducharse. Otros pagan a vecinos para que les dejen usar el baño. Cinco euros por evitar el agua helada del CETI. Y por evitar el olor nauseabundo de sus baños.
—Aquí la mayoría de los inmigrantes se cree que toda España es como el CETI. Que el CETI es España, así que se quieren ir— cuenta Abdul Rahmal, un joven de Guinea Conakry—. Yo sé que no es así, pero sí es verdad que aquí no hay trabajo, ni dinero y nadie puede ayudarnos. Esto es un tránsito y necesitamos salir de aquí para seguir viviendo. No podemos perder cada día sin hacer nada. Esto es desesperante.
Los miércoles hay más tensión en el lugar. Ese día, un papel pegado en la pared contiene la lista de nombres de aquellos a quienes se les concede ‘la salida’. Así lo dicen todos, en español: ‘salida’. Es la palabra mágica. Quien recibe la ‘salida’ abandona el CETI, abandona Melilla rumbo al paso final: Europa.
—Esos días son duros, emocionantes— cuenta Teresa Vázquez, abogada de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR)—. Ves a todos arremolinados ante el listado. Nerviosos. Los que leen su nombre empiezan a llorar de alegría. Otros se van en silencio.
A eso se reduce todo. Después de kilómetros, fronteras, policías, vallas y penurias, Europa les muestra la entrada. Con la palabra ‘salida’.
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