El rescate de Mara: El futuro de los animales en cautiverio en América Latina
Pablo Plotkin
Fotografía de Sofía López Mañán
Ésta es la historia de una elefanta que vivió años de gira, entre luces y aplausos, como una celebridad. Durante la pandemia, y en plena crisis ambiental, viajó en una caja de seguridad a lo largo de dos países, para llegar a Brasil, a un santuario que busca rescatar a los elefantes en cautiverio de la región.
Ésta podría ser la historia de un elefante. De una hembra asiática separada de su especie y convertida en estrella en América del Sur. Entrenada por un veterano de la Segunda Guerra Mundial, embargada como mercancía a un circo quebrado, cautiva de un zoológico en decadencia, residente de un santuario subtropical al que llegó después de cien horas de viaje. Ésta podría ser una fábula agridulce y edificante, la de un Dumbo tercermundista. Podría ser, también, una crónica pequeña en la tragedia de una especie, la parte por el todo de la crisis ambiental: un símbolo de eso que solíamos llamar naturaleza. Y podría empezar casi en cualquier parte.
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En 1861, un elefante cachorro fue capturado en el límite entre Eritrea y Sudán, en el este de África. Lo vendieron a Alemania; luego, al Jardin des Plantes, de París; y en 1865, recaló en el zoológico de Londres. Lo bautizaron “Jumbo”, una variación de dos vocablos del swahili que significan “hola” y “jefe”, y creció hasta superar los tres metros de altura.
Era un gigante dócil que dejaba que los niños se le subieran al lomo. Se convirtió en un ícono imperial. Pero, a sus 20 años, Jumbo entró en la época del must, la pubertad elefantina, que viene con un aumento en los niveles de testosterona y agresividad. Las autoridades del zoológico consideraron que se había vuelto una amenaza y lo vendieron por 10 000 dólares al empresario circense norteamericano Phineas T. Barnum. La noticia produjo un shock social. Medio Londres fue a despedirlo entre ofrendas de fruta y whisky. Jumbo desembarcó en Nueva York el 9 de abril de 1882 y una multitud siguió su desfile desde Battery Park al Madison Square Garden, donde se hallaba el Barnum & Bailey Circus. Jumbo, que no hacía más que estar ante los ojos fascinados de otra especie, batió récords de convocatoria y su imagen se multiplicó en decenas de productos.
El 15 de septiembre de 1885, al final de una función en Saint Thomas, Ontario, en medio de una gira del circo que seguía el trazado ferroviario de Estados Unidos y Canadá, un error en el cambio de vías provocó que los animales de Barnum quedaran, mientras los conducían a sus vagones, en el camino de un tren de carga. Al único que no lograron mover a tiempo fue a Jumbo. La locomotora lo embistió y el elefante agonizó en silencio durante algunos minutos. Antes de que el cuerpo se enfriara, Barnum le encargó a un taxidermista que disecara la piel y articulara el esqueleto para un tour de exhibición. Unos años más tarde, donó los huesos al Museo Americano de Historia Natural y la inmensa figura, a la Universidad de Tufts en Massachusetts, donde ardió en un incendio en 1975. Lo único que quedó de Jumbo fueron la cola y un puñado de cenizas que un bombero metió en un tarro de manteca de maní.
En 2016, Marcos Flores era un chico de 19 años de Burzaco —un barrio de trabajadores al sur de la ciudad de Buenos Aires— sin ningún contacto con el mundo animal. Para él, Jumbo no era más que el nombre del hipermercado en el que era cajero. Jamás había pisado un zoológico. Les tenía miedo a los perros desde que su mascota lo había mordido. Con ese historial consiguió empleo como auxiliar en el Ecoparque de Buenos Aires y el primer día lo mandaron a limpiar las jaulas de los leones, los tigres y los elefantes.
Cerrado temporalmente al público, el antiguo zoológico acababa de volver a manos del Estado porteño y era la residencia de unos 1 500 animales que habían quedado en un limbo, una fauna desproporcionada para las condiciones espaciales y presupuestarias, y con apenas cinco programas de conservación en desarrollo. La idea de las nuevas autoridades era reducir drásticamente la población —en especial, la exótica—, enfocarse en el cuidado de animales rescatados del tráfico y aumentar los proyectos de investigación sobre especies autóctonas. Se armó un plan masivo de derivaciones a reservas y santuarios. La orangutana Sandra, que llevaba dos décadas enjaulada en Buenos Aires, fue el símbolo de ese proceso. En 2015, la justicia argentina la había declarado “persona no humana” y había ordenado su traslado a un centro de primates. Mientras se tramitaba su derivación, que terminaría concretándose en 2019, a otros cientos de animales les esperaban destinos parecidos.
En medio de ese clima de transformación, Marcos Flores ingresó por primera vez al Palacio de los Elefantes, con su magnífica fachada de 1904 que evoca el templo de la diosa Nimaschi de Bombay, sin tener la más remota idea de que existían en el mundo elefantes asiáticos y africanos, y que en ese recinto convivían en tensión individuos de las dos especies. Un compañero señaló a Mara, la elefanta asiática, y le dijo:
—Ella es la famosa.
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En “Por qué miramos a los animales”, ensayo canónico de 1977, John Berger enhebra una historia de los zoológicos como símbolos de la modernidad: el momento en que Europa se separa para siempre de lo salvaje y modela un paraíso imaginario. Mientras los animales silvestres desaparecían de las ciudades y alumbraban un culto nostálgico, los zoológicos públicos —la Casa Imperial de Fieras de Viena (1752), el Jardin des Plantes de París (1793), el zoo de Kazán (1806), el de Londres (1828) y el de Berlín (1844)— surgían como “monumentos a la imposibilidad” de la convivencia con otras especies, “el epitafio a una relación que era tan antigua como el hombre”.
El Jardín Zoológico de Palermo, ubicado en el Parque Tres de Febrero de Buenos Aires, fue construido entre las décadas de 1870 y 1880 a imagen y semejanza del zoológico de Londres, con una parquización victoriana y un estilo arquitectónico pintoresquista, asociado al imaginario de los animales que albergaría. El presidente Domingo Faustino Sarmiento, que soñaba con una Argentina moderna e ilustrada, le encargó su desarrollo al naturalista Eduardo Holmberg. Durante las primeras décadas del siglo XX, bajo la dirección de Clemente Onelli, el zoológico encarnó la ambición civilizatoria de sus fundadores y fue un paseo público favorito de los porteños. A partir de los años sesenta, entre los vaivenes de la gestión municipal y la obsolescencia de sus instalaciones, su prestigio comenzó a descascararse. En 1991 fue privatizado y el presidente Carlos Menem nombró a su amigo Gerardo Sofovich, empresario de espectáculos y conductor televisivo, al frente de la institución. Las motivaciones científicas y humanistas quedaban cada vez más lejos.
Por esa época, en la primavera de 1995, llegó Mara, que venía de pasar sus días en un parque semipúblico clausurado, estaqueada junto a la caravana de su última familia, un grupo de trabajadores del circo Rodas, que había quedado en la calle tras el quiebre de la compañía; domadores, caballerizos, payasos y bailarinas dormían en los remolques estáticos. El recinto del zoológico en el que fue alojada, el Palacio de los Elefantes, cargaba con un siglo de historias de al menos trece de su especie. Casi todos habían manifestado problemas de adaptación, dolencias crónicas o trastornos de conducta. Ahí fueron encerrados Siam y Neam, la primera pareja de elefantes que desembarcó en el Río de la Plata en el invierno de 1889. Ahí nació la primera elefanta asiática en un zoológico, Victoria Phúa Porteña, en 1906. Ahí Siam arremetió contra un pilar del Palacio y se rompió el colmillo izquierdo, una lesión que terminó matándolo. Ahí Dahlia, otro macho asiático, forzó las rejas en 1943 y desató el terror de los visitantes. Ahí lo derribó la policía con 35 tiros de máuser.
Cuando fusilaron a Dahlia, el director del zoológico era Adolfo Dago Holmberg, sobrino de Eduardo y autor del Decálogo del buen visitante. El punto ocho decía: “Compadece a las pobres bestias cautivas”. No era cinismo. Era la conciencia dilemática del cautiverio y había estado ahí desde el origen.
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—Hace como cuatro años que estaba con el tema de la gorda —dice Tomás Sciolla, que habla de Mara, una bestia de 50 años y cuatro toneladas, como el padre de una hija pequeña.
Sciolla es responsable del área de Conservación y Gestión de Fauna del Ecoparque de Buenos Aires. En 2016, cuando el zoo inició su transformación, él tenía 24 años y asesoraba a legisladores del Pro (el partido que gobierna la capital argentina desde 2007, fundado por el expresidente Mauricio Macri) en temas de medioambiente y agricultura. Sciolla vio en el Ecoparque la oportunidad de trabajar en algo que generara impacto directo. Obtuvo el cargo y quedó al frente del plan general de derivaciones. A fines de junio de 2020, su equipo llevaba ejecutados 861 traslados y la fauna residente se había reducido a unos 300 animales. Todavía quedaban los tigres blancos, las jirafas, los chimpancés y las dos elefantas africanas. También había impulsado ocho nuevos programas de conservación, que incluyen los proyectos de reintroducción de especies extintas en la Argentina, como el guacamayo rojo o los caracoles de Apipé.
La derivación de un elefante es particularmente compleja. Desde hace al menos una década, todas las autoridades que pasaron por el zoológico porteño habían intentado, de una u otra forma, sacar a Mara de ahí, entre otras cosas porque su convivencia con Kuki y Pupi, dos elefantas que llegaron desde Sudáfrica en 1993 —hijas de una hembra sacrificada en la matanza selectiva del Parque Nacional Kruger—, se había vuelto insostenible. Cuando la asiática estaba en el corral de exhibición, las africanas tenían que estar en el establo, con luz artificial y poco espacio, y viceversa.
Alejandra García, del Santuario Equidad (un refugio para caballos retirados de la tracción a sangre en la provincia de Córdoba), acercó al Ecoparque la idea de derivar a Mara a la reserva que abría el Global Sanctuary for Elephants en Brasil, un campo de más de 1 000 hectáreas en el estado de Mato Grosso. Después de analizar los distintos parámetros —el espacio, el clima, la vegetación, la presencia de otros individuos de su especie—, las autoridades decidieron que era una opción perfecta.
El destino debía justificar la travesía. Además de implicar un proceso tortuoso de gestiones diplomáticas, sanitarias y de ajuste al convenio internacional del comercio de especies amenazadas (cites), en el que los elefantes asiáticos registran la categoría más vulnerable, suponía un viaje de muchísimo estrés para una gigante de edad avanzada. Mara debía meterse en una caja de seguridad acoplada a un camión en Buenos Aires, entre colectivos, edificios y autos, y salir, 109 horas y 2 700 kilómetros después, al bosque tropical de Chapada dos Guimarães. Para que eso fuera posible y por tratarse de un animal sin documentos, había que certificar que no hubiera sido presa del tráfico ilegal, lo que habría complicado aún más el trance burocrático.
Entonces hubo que reconstruir la historia de ese elefante.
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Durante mucho tiempo, Víctor Viera sintió que su familia cargaba con un estigma. En las últimas décadas, mientras la imagen de los zoológicos locales se derrumbaba ante la opinión pública, los circos tradicionales se convirtieron en símbolo del cautiverio anacrónico animal.
—Era otro mundo, otra realidad —dice Víctor—. Un mundo en el que tus viejos te llevaban en el auto sin cinturón de seguridad y durmiendo en la luneta. Si juzgás eso con la mentalidad actual, es una locura. Pero así era la vida entonces.
Víctor se crió en una de las familias circenses más tradicionales de la Argentina. Su bisabuelo, Ramón Tejedor, un inmigrante español afincado en Victoria, Entre Ríos, comenzó con el negocio alrededor del 1900 y tuvo 11 hijos que desarrollaron la compañía Circo Hermanos Tejedor, de la que derivaron diferentes marcas. A mediados del siglo pasado, el circo era un negocio floreciente y los números con animales exóticos eran la atracción principal. Y no había ninguno como el elefante, esa bestia a la que la humanidad le ha asignado las virtudes que reserva para sus dioses.
En Historia natural y mítica de los elefantes (Ampersand, 2019), José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski indagan en el vínculo ancestral entre los elefantes y el hombre, su único depredador. De Alejandro Magno, que los usó como máquinas de guerra, a los espectáculos atroces en el Coliseo romano; de la veneración religiosa al genocidio por el marfil, los autores reconstruyen una historia milenaria complicada, llena de fascinación y violencia. Filósofos, naturalistas y poetas de todas las eras encontraron en la especie niveles extraordinarios de inteligencia, sensibilidad, memoria, fuerza, sutileza y lealtad. En la década de 1950, si alguien quería traer a una de esas criaturas fantásticas a Sudamérica, tenía que viajar a Alemania.
Ubicado en la ciudad portuaria de Hamburgo, el histórico Tierpark Hagenbeck funcionaba como la gran ménagerie de especies exóticas entre continentes. Por lo general, las elefantas asiáticas eran crías sacadas de campos de trabajo en la India, donde hacían tareas de carga en los bosques bajo las órdenes de sus mahouts, jinetes jóvenes muchas veces tan esclavizados como los paquidermos.
Ramón Tejedor (hijo) viajó allá por primera vez en 1952 y compró tres elefantas —una de ellas era Micky, que se haría famosa— que fletó a Buenos Aires para incorporar a la compañía. A fines de los sesenta, la familia fue por más. Adquirieron a Merry, Bambi y Mara, que desembarcaron en Montevideo en mayo de 1970 y fueron distribuidas entre los circos del clan. En ese reparto, a Mara le tocó el circo África (luego se llamaría Sudamericano), que manejaba Sigifredo Tejedor, abuelo materno de Víctor.
Nacido en 1968, Víctor tiene la edad de Mara: 52 años. Como hijo de circo, iba todas las semanas a una escuela diferente, la del pueblo donde montaran la carpa.
—El lunes me peleaba a golpes con los guapos del grado que se la agarraban con el nuevo. A la tarde venían a conocer a Mara, el martes ya éramos mejores amigos y el viernes me despedían llorando—recuerda.
“La exhibición tiene que ser desterrada, es moralmente inaceptable, pero tenemos que convocar al público para enseñarle a combatir el mascotismo, la caza furtiva, el tráfico”.
No es fácil medir lo que provocaba el circo en algunos parajes rurales donde no había cine ni señal de tv. Cuando aparecía la caravana de casas rodantes y camiones-jaula, alteraba la realidad del pueblo por una semana.
—El circo era una forma de transmitir cultura a muchos lugares donde no había nada —dice Víctor—. Había circos que sólo iban a las grandes ciudades y circos como los nuestros, que iban a donde podían. Llegábamos y yo la llevaba a Mara a pastar, sin cadena, a la plaza del pueblo. Una locura: un pibe de 10 años llevando a una elefanta suelta. Al minuto se llenaba de nenes y ella jamás me generó un problema. En Córdoba, nos bañábamos juntos en el río; en Canasvieiras, nos metimos al mar. Vivíamos en otro planeta. Mara era parte de ese planeta. Y no la pasaba mal.
Le duele cuando describen el circo como el infierno animal. Dice que Mara era muy querida y cuidada; en primer lugar, porque era parte de la familia, pero además porque era una mercancía muy valiosa. Por esa época, un elefante valía entre 40 y 50 000 mil dólares, el doble de lo que podía valer un departamento de cuatro ambientes en Buenos Aires.
—Mi abuelo se había jugado un capital muy grande, no lo iba a descuidar. Mara tenía un lugar con calefactor donde dormía arriba del heno. Generaba dinero. Y su número duraba ocho minutos. Durante ocho minutos al día, Mara salía a la pista con mi tío (Mario “Quaker” Tejedor); el resto de su día era estar con la gente. Y trabajaba, sí, como trabajaba yo, que tenía siete años. Mara ayudaba en el armado y desarmado de la carpa. Sacaba las estacas hundidas metros bajo tierra en veinte minutos, como si fuesen de manteca. Y en todo ese ballet jamás hubo un accidente; era muy cuidadosa, tenía mucha conciencia de su cuerpo.
A comienzos de los ochenta, cuando tenía 13 años, la vida de Víctor se partió por en medio. Su madre, Susana Tejedor, una mujer de circo purasangre, decidió que su hijo empezara el secundario sin saltar de una escuela a otra. Se instalaron en Tigre, en el norte de Buenos Aires. Al mismo tiempo, su abuelo resolvió vender el circo Sudamericano y Mara fue comprada por Miguel Ángel “Cacho” Percudani, del circo Rodas.
—La sensación —dice Víctor— fue como si vendieran a tu hermano a otra casa. Literalmente. Fue todo al mismo tiempo: nos quedamos sin Mara y yo cambié de vida.
Durante un par de años, cada vez que el Rodas pasaba cerca, Víctor iba a saludarla. Dice que dejó de hacerlo porque la elefanta terminaba llorando o derribando algo. Años más tarde llevó a su hijo a conocerla al zoológico, pero él se quedó a la distancia para que no lo percibiera. Durante décadas, Víctor siguió la vida de esa hermana trágica como una novela imposible. Cuando lo contactaron del Ecoparque para que los ayudara a reconstruir la historia de Mara, primero dudó, porque sentía que los circos habían quedado en el lugar del villano. Pero después entendió que era algo que debía hacer por ella.
Hoy los Tejedor siguen las noticias de Mara por las redes sociales. Hace algunos días, Susana le compartió a su hijo un video de la elefanta caminando por el santuario y le dijo, entre angustiada y feliz: “Mirá lo contento que está ese animal. Y yo creía que con nosotros estaba contenta”.
—No éramos unos salvajes —dice Víctor ahora—. Por supuesto que estaba mal tener un elefante en un circo, pero era toda una cultura. Y nosotros éramos tan animales como ellos. El circo era un amalgama de razas, de idiomas, de personalidades. Muchos gays terminaron en el circo porque ahí no tenían que esconderse, tipos a los que en su casa les pegaban con un cinto. Y en el circo eran el payaso, el patinador o el tipo que limpiaba la jaula de los leones. Ésa era la vida del circo. Tampoco era raro que apareciera un elefante ahí. No tendrían que haber sido así las cosas, como tampoco tendría que haber sido así para el enano que tuvo que huir del pueblo. Pero el circo era el lugar donde un enano, un gay y una elefanta se podían encontrar.
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Por supuesto, no todo era felicidad y baños en el río. Mara debió trabajar duro para divertir a los humanos. Y, en los primeros meses en la Argentina, hubo un hombre que la entrenó para que saliera a la pista del Circo Sudamericano. Ese hombre se llamó Hans Ruoff.
Nacido en Suiza en 1926, de padres alemanes, Ruoff debió unirse a las filas del Reich en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía unos 17 años. En un combate terminó prisionero, pero era un soldado raso y lo liberaron tras las caída de Hitler. Entre los escombros de esa Alemania arrasada surgieron las carpas de circo para entretener a una población hambrienta. Ruoff fue a pedir trabajo en uno y lo tomaron de peón. Aprendió a tratar con las fieras gracias a un domador veterano que le enseñó el oficio y así terminó como empleado en la ménagerie de Hamburgo en la que Ramón Tejedor compró a la elefanta Micky en 1952.
Ruoff aceptó viajar por seis meses a Buenos Aires para adiestrarla. Al ver la abundancia de las pampas, decidió quedarse. Se casó con una argentina después de dos semanas de noviazgo y en 1954 nació su primer hijo, Juan Carlos, el hombre que hoy me cuenta la historia de su padre desde su casa en el barrio bonaerense de Turdera.
Hans formó a Juan Carlos de muy chico: primero como peón; luego, como aprendiz de domador. Cuando Mara llegó a Buenos Aires en 1970, Juan Carlos tenía 16 años y bastante experiencia con los animales. Los Tejedor le encargaron a Hans que entrenase a Mara para su debut, así que los Ruoff se la llevaron al Egred, el famoso circo colombiano que por esos días estaba en Buenos Aires y durante cuatro meses le enseñaron su rutina. Le pregunto a Juan Carlos qué clase de domador fue su padre. Hay quienes lo describen como implacable; otros hablan de su extraordinaria sensibilidad con las fieras.
—Para mi padre, primero estaba el animal y después la familia —dice—. Tenía un cuidado muy especial con el animal. También exigía cuando había que exigir y si tenía que darle un sopapo, se lo daba; no todo era premio. Pero nunca maltrato. Él decía que un animal tiene que aprender a respetar, no a tener miedo. Sabía diferenciar eso.
A fines de los ochenta, Hans transitaba una crisis personal. Después de tanto tiempo de esplendor, el circo con animales estaba cayendo en desgracia. Había poco trabajo y cada vez menos compañías clásicas en pie. Una de ellas era el Rodas, que luchaba por mantenerse y que, desde hacía una década, tenía a Mara entre sus figuras. Pero las cosas no iban del todo bien. Mara sufría por una afección en las patas (la principal causa de muerte de elefantes en cautiverio) y costaba manejarla. Lo llamaron a Hans.
Fue al terreno del Rodas y se acercó al animal. Habían pasado dos décadas desde que la había entrenado para los Tejedor, pero se recordaban bien. Le revisó las plantas, se alejó, volvió a ella. En uno de esos movimientos que lo cambian todo, Mara lo golpeó en la cabeza con la mandíbula. Algunos creen que fue un accidente, otros aseguran que fue un ataque deliberado. Lo cierto es que Hans nunca se recuperó y las secuelas físicas del impacto —el desviamiento de un conducto de la vejiga— se sumaron a su abatimiento general. La civilización en la que él había sido importante se hundía y ya era demasiado tarde para reinventarse.
Hans Ruoff murió en enero de 1993, un mes antes de cumplir 67 años.
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En 1999, un cronista del diario argentino Clarín fue al Parque Sarmiento, un predio semipúblico ubicado en un vértice de la ciudad de Buenos Aires que por entonces estaba clausurado por un entuerto judicial. Dentro del parque descansaban las ruinas del circo Rodas. Entre los yuyos, sin agua ni electricidad y a pocos metros de los restos oxidados de la marquesina, Blas Godoy, caballerizo y partenaire de Mara durante su década y media ahí, acariciaba melancólicamente una foto desteñida de él con la elefanta. Cuatro años antes se habían llevado a su compañera al Jardín Zoológico como parte de la mercancía decomisada en el proceso de quiebra del circo. Quedaban un par de trabajadores que sobrevivía en la miseria, durmiendo en contenedores, engañando el estómago con mate y cigarrillos convidados.
Hasta hace poco, la gente del circo daba por muerto a Godoy. Pero está vivo y trabaja en una metalúrgica. Cuando lo contacto, me responde a las pocas horas: “Soy el único que conoce la historia de Mara. Verdaderamente”. Después de eso, ninguno de mis mensajes registra dos tildes.
En la biografía de la elefanta, los años del Rodas parecen salidos de un cuento de Roald Dahl. Quizás por ese final desolador en un parque clausurado —Mara provocó, en general, una simpatía que no despertaron los humanos que dormían con ella y la mantenían viva, incluyendo a su propietario, Cacho Percudani— quizás porque el Rodas representó uno de los últimos destellos del circo tradicional.
En 1995, el zoo de Buenos Aires necesitaba reponer a Norma, la matriarca asiática que había muerto el 6 de abril de ese año, producto de una lesión típica del cautiverio. Como sobreviviente de un circo quebrado, Mara era la candidata perfecta, y la narrativa de los malos tratos le venía bien al zoológico para presentar su decomiso como un rescate. A partir de ahora, Mara viviría una vida de armonía en el Palacio de los Elefantes junto a Kuki y Pupi, las dos huérfanas sudafricanas. Para ellas, Norma había sido una suerte de madre sustituta. Y esperaban que Mara cumpliera ese rol.
Dora Sosa, bailarina del Rodas y exnovia de Blas Godoy, estaba en el campamento del circo aquel 16 de noviembre de 1995 en que las fuerzas del Estado y el personal del zoológico, por orden judicial, fueron a llevarse a Mara del Parque Sarmiento.
—Decían que Mara estaba abandonada y era todo mentira —dice Sosa desde la provincia de Tucumán—. Estaba atada porque no podés tener suelto a un animal de 3 500 kilos. Pero éramos varias familias viviendo ahí y cuidándola. Mara tenía su propio semi, un remolque térmico con mucho espacio, que comunicaba directo con la casilla de Blas. Nunca le faltaron la alfalfa, las naranjas, las manzanas… La gente nos traía de a dos o tres cajones de manzanas. Todos la querían mucho.
La mañana en que el operativo irrumpió en el predio, Sosa todavía estaba durmiendo y Blas Godoy le tocó la puerta de su tráiler.
—Vestite y andá, despedite de tu amiga —le dijo.
Sosa cruzó la marquesina y se encontró con una escena que la desestabilizó: entre patrulleros y policías, la yegua blanca del baile húngaro subía a un camión junto con los ponis, mientras un compañero sostenía en brazos a Junior, el chimpancé. Alguien le dijo que venían a llevarse a Mara.
—Se me vino el mundo abajo hasta el día de hoy—recuerda Sosa.
Por los nervios, Godoy perdió la voz y se refugió en su casilla. Percudani también “estaba muy conmocionado bajo su frialdad”. Había que desatar a la elefanta, que parecía nerviosa, para meterla en la caja del camión, y Sosa asegura que el responsable del operativo les hizo una advertencia: si no colaboraban, tendrían que dormirla con el rifle de tranquilizantes.
—Cacho Percudani viene y me dice: “¿La desatás?”, y yo “no, Cacho, no la entreguemos”, y él “no hagas esto, petisa, nos vamos a meter en quilombos, ya está”. Entonces me acerco a las rejas, le canto su canción y Mara empieza a llorar. Me alejo. Finalmente la desato y vamos hasta el camión. Mara me miraba y lloraba. Me abracé a su cabeza. Creo que fue el día que más lloré en mi vida.
Mara no era Norma, una veterana de zoológico que había recibido a Pupi y Kuki como a sus crías. Mara venía de tres décadas de gira, entrenamiento, luces, música, aplausos y convivencia con humanos. Le costó adaptarse al nuevo entorno y nunca logró una convivencia armónica con las africanas. En julio de 2010, Mara y Kuki empujaron a Pupi al foso del recinto, lo que le provocó algunas excoriaciones, y desde ese día las autoridades determinaron que no podían compartir espacio.
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Marcos Flores, el chico de Burzaco que nunca había pisado un zoológico y que les tenía miedo a los perros, aprendió rápido. Poco después de su ingreso al Ecoparque en 2016, pasó de auxiliar a cuidador.
—Con el animal siempre es el hasta dónde y el cuándo —dice Marcos—. De a poco, le vas perdiendo el miedo y un día llegás y le das de comer a un tigre.
Después de tres años de gestiones burocráticas y logísticas, y luego de un par de meses de postergación por la pandemia del coronavirus, el sábado 9 de mayo de 2020 se concretó el traslado de Mara. En los días previos, en el Ecoparque se vivió una mezcla de triunfo, nostalgia anticipada e irrealidad.
—Estábamos todos tan enfocados que no caíamos y, cuando nos llegó la fecha, era como “y ahora, ¿qué?” —recuerda Marcos, uno de los tres cuidadores que acompañaron a la elefanta hasta la frontera con Brasil—. Los últimos días venían chicos de otros sectores a saludarla. Todos lloraban de emoción y nosotros tratando de mantenernos distantes.
Esa distancia se desintegró cuando una grúa levantó la caja de más de cinco toneladas en la que Mara se había metido por voluntad propia. La caja sobrevoló la fosa del Palacio de los Elefantes, a cinco metros del suelo, y luego fue acoplada en el camión. Cuando vio a sus compañeros abrazados en la entrada de avenida Sarmiento, con el sol en retirada de las siete de la tarde y la ciudad en el coma de la cuarentena, a Marcos se le retorció el corazón. Pero tenía un viaje larguísimo por delante y su atención estaba puesta en que nada saliera mal.
La fotógrafa Sofía López Mañán, que ha retratado a la fauna cautiva del zoológico durante los últimos años, fue parte de la comitiva del traslado y la única profesional que pudo documentarlo. Además, escribió un diario de viaje que registra esa excursión delirante por las rutas del norte de Argentina y la región central de Brasil, en medio de la pandemia. La primera parada fue en Gualeguaychú, en la provincia de Entre Ríos, a las cuatro de la madrugada del domingo. Se detuvieron en una estación de servicio YPF y comieron un guiso de lentejas que habían llevado los camioneros. Armaron un gazebo y algunos se metieron en bolsas para dormir una o dos horas. Mara, que no podía salir de la caja hasta llegar, se apoyaba en un flanco de la estructura y descansaba ahí. La alimentaban y limpiaban a través de los huecos.
“Se armó un plan masivo de derivaciones a santuarios. La orangutana Sandra fue el símbolo de ese proceso. En 2015, la justicia argentina había ordenado su traslado”.
En cada parada se acercaban los curiosos, como en las épocas del circo, sólo que esta vez Mara era prácticamente invisible, una trompa que asomaba por una caja de hierro. La segunda noche fue en Puerto Iguazú, en la frontera con Brasil, donde hubo que esperar hasta la apertura de la aduana. Era el último momento de los cuidadores con la elefanta. A partir de ahí, seguirían las autoridades del Ecoparque —el director Federico Iglesias y Tomás Sciolla—, la veterinaria Johanna Rincón, Sofía y Scott Blais, del Global Sanctuary for Elephants.
—Las dos noches que nos tocaron de viaje —recuerda Marcos— nos quedamos tomando mate al lado de la caja, para ver cómo estaba todo. Era increíble estar ahí, en el medio de la oscuridad, bajo las estrellas, escuchándola roncar. Para nosotros era importante escucharla descansar. Y esa última noche, estacionados cerca de la frontera, roncó cinco o seis horas hasta que la despertamos y le dimos de comer.
A las seis abrió la aduana y los cuidadores se despidieron. La vida de Mara está hecha de momentos así, de humanos que la ven alejarse con los ojos reventados de lágrimas.
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A los trece años, Scott Blais consiguió trabajo en el African Lion Safari, un parque de fauna exótica en el sur de Ontario, Canadá. Recogía la basura, cortaba el pasto y pronto empezó a entrenar elefantes. Se desencantó con los métodos abusivos de adiestramiento, pero el amor por la especie definió su vida. A mediados de los noventa, con poco más de 20 años, cofundó The Elephant Sanctuary in Tennessee, un refugio de 1 000 hectáreas para elefantes retirados de los circos y zoológicos. En 2013, Blais y su esposa Katherine replicaron el modelo en un terreno de superficie similar en Mato Grosso, Brasil.
Una mañana de fines de junio, Blais se conecta desde la oficina rural del santuario, una fundación sin fines de lucro que se financia con el aporte de empresas y donantes. Decenas de miles de usuarios siguen las historias de las cuatro asiáticas que hoy conforman la población del refugio —Lady, Maia, Rana y Mara, la última en llegar— en Instagram y Facebook. Cuando hablamos, Mara lleva unas cinco semanas ahí y se pasa todo el día con Rana. Su adaptación fue mucho más rápida de lo que Blais esperaba.
—Es increíble —dice mientras de fondo se escucha a las elefantas—. A Mara el cautiverio le hizo desarrollar cierta inseguridad, pero no es agresiva por naturaleza; es increíblemente dulce, observadora, analítica, muy curiosa.
El plan de Blais es ambicioso: quiere llevar a su santuario a todos los elefantes cautivos que quedan en Sudamérica. Calcula que son unos 45. Kuki y Pupi, las africanas del zoológico de Buenos Aires, ya tienen aprobada su derivación.
—Ahora tenemos capacidad para 10 elefantas asiáticas —dice Blais—. Estamos construyendo un espacio para africanas y después vamos a hacer otro para machos, y seguiremos ampliando. Cuando estemos al máximo de nuestra capacidad, podremos contener aquí a cincuenta elefantes. Pero depende más de los políticos. Sabemos que en Brasil hay elefantes indocumentados escondidos en granjas que eran parte de circos que ya no pudieron seguir viajando. Ni siquiera sabemos dónde están, pero tratamos de llegar a eso.
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No todos los especialistas consideran que la derivación a santuarios resuelva el dilema del cautiverio y, mucho menos, que sea una respuesta significativa a la crisis ambiental.
El museólogo y naturalista Claudio Bertonatti dirigió el zoológico de Buenos Aires entre 2012 y 2013. Cuando asumió el cargo, sabía que revertir la imagen en picada de la institución —falta de mantenimiento y de personal calificado, poca investigación, críticas a la empresa concesionaria por los bajos estándares de bienestar animal— era una misión difícil, pero decidió intentarlo. Colgó en su despacho los retratos de Eduardo Holmberg y Clemente Onelli, y elaboró un proyecto basado en modelos como el del Bronx Zoo. Pronto entendió que no obtendría la inversión necesaria y que la población que había heredado era “un disparate”. En la Navidad de 2012, después de una Nochebuena asfixiante y saturada de fuegos artificiales, Winner, un oso polar de siete años, amaneció muerto. La necropsia informó un “cuadro de hipertermia y estrés”.
Winner era uno de los tres animales que él quería trasladar a reservas: los otros eran Mara y la orangutana Sandra. Pero renunció al año de haber llegado. Más allá de su experiencia frustrante, Bertonatti considera que la idea de cerrar zoológicos para salvar animales equivale a cerrar hospitales porque el sistema de salud funciona mal.
—La naturaleza no puede darse el lujo de perder ningún centro dedicado a su conservación —dice.
En 2015, cuando el gobierno de la ciudad de Buenos Aires anunció la conversión del zoológico en Ecoparque, un lugar que limitaría la exhibición para enfocarse en el cuidado de la fauna rescatada del tráfico, Bertonatti alertó sobre lo que él veía como un desguace sin un rumbo conceptual claro.
—Se confirmó lo que se presumía —dice cinco años después—. El zoológico de Buenos Aires era una referencia a nivel mundial, un ícono. Preveíamos que lo que se hiciera ahí iba a provocar un efecto dominó en el resto del país y Latinoamérica. Dicho y hecho: ahora otros zoológicos —el de Córdoba, el de Mendoza— están copiando el modelo del “ecoparque”, que no se sabe bien qué es. Prima un criterio más comercial que ambiental; se invierte más en parquización y estética que en programas de conservación; se revolean animales para ahorrar costos de alimentos y medicinas, y de recursos humanos.
Para Bertonatti hay derivaciones correctas, como la de Mara o la de Sandra, pero hay otras que considera el remate de un patrimonio que podría contribuir a la conservación. Por ejemplo, los tres osos de anteojos (la única especie de osos nativa de Sudamérica) que fueron enviados al Wild Animal Sanctuary de Colorado, Estados Unidos.
—Si hubieran primado el conocimiento y la vocación, el Ecoparque tenía un programa de conservación ex situ fabuloso.
Cree, además, que las derivaciones implican un engaño comunicacional. El concepto de “santuario” para él es un fraude retórico. Una palabra que invoca lo sagrado para enmascarar el hecho de que ningún animal en cautiverio puede “retornar” a un medio silvestre, lo que sería un peligro para él y para todo el ecosistema.
—Los santuarios verdaderos son las reservas naturales —dice Bertonatti—. Los otros son lugares de cautiverio que se dedican a una o pocas especies.
La situación particular de los elefantes resume la encrucijada que se abre para conservacionistas y activistas del bienestar animal. En el último siglo, la población de elefantes africanos se redujo de 12 millones a 400 000, en buena medida por la caza furtiva y la explosión demográfica. Bertonatti cree que es una situación difícil de revertir porque las áreas protegidas son insuficientes y no están conectadas entre sí, lo que deriva en aislamiento, endogamia y problemas genéticos. En ese escenario, el parque nacional Kruger de Sudáfrica (cuya política de conservación es modelo a nivel mundial) produce una matanza selectiva de elefantes para que el crecimiento de las manadas no aniquile la biodiversidad. Bertonatti pregunta si no sería ésa una de las misiones que podría cumplir un zoológico: recibir a esos huérfanos que no tienen lugar en otra parte y “generar conciencia sobre la situación de la especie”.
—Podemos enseñar que, así como en África desaparecen los elefantes, acá desaparecen los tapires, los osos hormigueros, los yaguaretés, y que necesitamos más parques nacionales y que estén conectados. De esa forma uso al elefante, que tiene un poder de convocatoria que no tiene el carpincho, como embajador. La exhibición por la exhibición tiene que ser desterrada, es moralmente inaceptable, pero tenemos que convocar al público para enseñarle a combatir el mascotismo, la caza furtiva, el tráfico. Pero claro, todo esto exige una explicación que es mucho más lenta que decir: “No a los zoológicos”.
Para él, la reputación negativa que adquirió la palabra “zoológico” en los últimos años es un fenómeno más bien local, producto de las malas políticas.
—Andá a Nueva York a decir que querés cerrar el Zoológico del Bronx, te van a tomar por loco. Andá a Zurich, a Viena. La gente de allá siente orgullo de esas instituciones porque hacen cosas por la conservación. En adelante, los zoológicos que no tengan la vocación de transformarse van a desaparecer, pero habrá otros que logren transformarse y esta crisis ambiental tan clara nos va a revelar la necesidad de contar con programas de conservación ex situ que se complementen con el trabajo de las áreas protegidas.
***
Héctor Ricardo Ferrari ve por la pantalla cómo un perro abre la puerta de mi estudio con las patas.
—Uy —dice—. Tenés visitas.
Ferrari es doctor en Ciencias Naturales por la Universidad de La Plata y se dedica a la etología, es decir, al estudio del comportamiento de los animales. Es profesor en la cátedra de Bienestar Animal en la Facultad de Veterinaria de la Universidad de Buenos Aires e integró la comisión de expertos que colaboró en el caso de la orangutana Sandra. Después del habeas corpus de 2015 que la declaró sujeto de derechos, Sandra fue enviada en septiembre de 2019 al Center for Great Apes, una reserva en Florida donde viven más de veinte primates, entre ellos Bubbles, el chimpancé de Michael Jackson.
—El caso de Sandra fue el escenario en el que discutimos qué es un ser humano —dice Ferrari—. Llevamos toda la era cristiana definiéndonos por oposición: el sexo opuesto, el predador y la presa. Y hemos definido al humano como aquello que no es animal. Los animales no tenían lenguaje, no usaban herramientas, no tenían sentimientos ni pensamiento abstracto. Bueno, ya se demostró que todo eso lo hacen. Y cuando movés una categoría, se te mueve otra. ¿Qué son los animales? Los humanos somos animales. Desde el momento en que te asumís como parte de una diversidad, la idea de excepcionalidad desaparece.
Ferrari cree que hay que dejar de hablar de naturaleza: la Tierra hoy es “un inmenso planeta antropizado con algunos pocos islotes que no están bajo el control humano, pero sí bajo su influencia”. La idea romántica de “devolver a los animales a la naturaleza”, entonces, no tiene sentido. Hoy todo animal, de una u otra forma, es un animal cautivo de la humanidad.
—Ese bicho que vos tenés ahí —dice señalando a mi perro— y que depende de vos hasta para mear, está subyugado como casi todos.
A diferencia de Bertonatti, Ferrari no cree que los zoológicos puedan cumplir una función relevante en materia de conservación y tampoco acepta que exhibir animales en recintos sea una manera efectiva de formar conciencia ambiental. En ese paisaje, los santuarios aparecen para él como el mal menor. Si los viejos zoológicos son cárceles comunes, los santuarios serían algo así como los pabellones VIP del cautiverio. Para restarle la carga religiosa que invoca su nombre, Ferrari prefiere llamarlos geriátricos.
Hay algo, en el fondo, que trasciende cualquier discusión sobre modelos de confinamiento. La crisis que revelan estas historias dramáticas con finales relativamente felices —la de Mara, la de Sandra— es mucho más abarcadora y profunda: la del reino animal amenazado por la evolución de una especie.
—Acá la historia no es la elefanta o la orangutana —dice Ferrari—. Acá la historia es un cambio conceptual: entender que el planeta se volvió un solo ecosistema. Y lo demostró esta pandemia. Alguien se tira un pedo en Wuhan y el olor a mierda se siente en todo el mundo. Todos los animales tenemos un destino en común. Lo demás son pelotudeces.
Al final, ésta no es la historia de un elefante. Es la crónica de ese destino común. Frente a ese destino y acorralado por la evidencia, el humano quiere dejar de ser el amo que castiga para ser el amo que acaricia, dice Ferrari, pero nunca se corre del lugar del amo.
—Y ¿para qué soy el amo? Si ya toda la pampa es soja, ¿qué hago con las liebres? Si las especies son corridas de sus hábitats y llegan a la ciudad, ¿qué hago con ellas?, ¿con los ratones y las palomas, con los perros salvajes, con los loros del conurbano? O compartimos los espacios o extinguimos especies a fuerza de veneno y balazos. Es muy complicado y, a la vez, la pregunta de base es muy directa: ¿Seguís siendo el amo o compartís lo que tenés?
Este trabajo fue realizado por el apoyo de National Geographic Society.
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