El animal que llevo dentro
María Fernanda Ampuero
Ilustraciones de Amanda Mijangos
Entrar a un laberinto de espejos. La que habla es todas y, al mismo, tiempo ninguna. María Fernanda Ampuero, escritora ecuatoriana, hace una reflexión sobre la salud mental. Y lo hace a partir de su propia experiencia. Éste es un texto sobre la depresión en primera persona.
Y el animal que llevo dentro no me ha dejado
nunca ser feliz.
—Franco Battiato, “El animal”
Se ha diagnosticado la depresión con estos nombres: áurea fúnebre, bilis negra, río negro, inercia invencible, isla desolada, fractura cerebral ante un mundo incoherente, secuelas catastróficas del amor, enfermedad metafísica a causa del crepúsculo, nubosidad de humores negros, atroz despilfarro de energía emocional, extremo disgusto, oscura luz saturnina, solemnidad semifuneraria, explosión de negrura en el ánimo, terrible peso de un exceso de sentido. Para Winston Churchill, que también lo padeció, era su “perro negro”.
—Aroa Moreno Durñan, Fármaco
Cuando se habla de salud mental en los países latinoamericanos y en España la primera palabra que viene a la cabeza es loca, loco. Está en el lenguaje: Tú estás loco, está loca de manicomio, loco de porquería, me vuelvo loca, me estás volviendo loco.
El lenguaje quita gravedad, aligera y, paradójicamente, entre tanta visibilidad, invisibiliza. Demente, histérica, mal de la cabeza, loca. A mí se me piensa difícil, excéntrica, inconstante, pero tengo un problema grave de salud mental.
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Hace pocos días se suicidó la actriz española Verónica Forqué, la “sonrisa de España”.
En un reciente reality de cocina, que abandonó antes de terminar, dijo más de una vez que no podía, que no aguantaba, que el mundo se le había vuelto pesado, difícil, que su cuerpo y su mente le decían que parase. A Forqué se la ridiculizó por su actitud errante, sus cambios de humor, su lágrima fácil.
De Forqué se rieron en prime time.
Y Forqué se suicidó en su casa de Madrid. Entonces, el hashtag #SaludMental volvió a ser uno de los más comentados en Twitter. Una persona escribió: “Más recursos para salud mental. Más psiquiatras y psicólogos en atención primaria. Es una de las mayores pandemias que estamos viviendo. No ayudamos nada tratando de encubrirlo. Diez suicidios al día en España”. Y otra: “Lo de la salud mental no es un tema menor. Son muchas las personas que mantienen una lucha diaria contra sus demonios, que transitan en soledad y silencio por desiertos sin agua ni luz en la noche. Necesitan ayuda para no huir como Verónica Forqué”.
Poco después, con la velocidad pavorosa con que encumbran y desechan los temas las redes sociales, ya se hablaba de Elon Musk.
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No sé dónde termino yo y dónde empieza la enfermedad. No sé si la persona extrovertida, que socializa, que habla en público y hace chistes soy yo o es una coreografía a la que estoy acostumbrada desde niña.
No sé qué soy, quién soy. No sé si alguna vez no he estado enferma de la cabeza. Si tengo que sonreír, sonrío. Si tengo que hablar en público, hablo en público. Si tengo que firmar libros, firmo libros. Si tengo que parecer ecuánime e incluso alegre, lo parezco.
Nadie diría. Nadie, absolutamente nadie, diría.
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En 2017 la World Health Asociation (WHA) hizo un estudio sobre salud mental. Según sus resultados, más de trescientos millones de personas de todas las edades padecen de depresión, un equivalente a 4.4% de la población mundial. Esta enfermedad es la primera causa de discapacidad en todo el planeta. Además, se ha evidenciado que este mal es dos veces más frecuente en mujeres que en hombres.
La depresión también acrecienta el riesgo de padecer otras enfermedades, por ejemplo, ansiedad y estrés, y predispone al infarto de miocardio y a la diabetes. En dirección reversa, esta enfermedad puede ser causada por las discapacidades y limitaciones de un individuo que sufre enfermedades crónicas.
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Si, como en el caso de Verónica Forqué, la salud mental es ridiculizada en España, en América Latina la situación es muchísimo más preocupante. Según un reportaje publicado por Medical News Today, “el estigma relacionado con la salud mental existe a nivel mundial. Sin embargo, según los datos disponibles, este estigma puede ser especialmente fuerte en los países y comunidades de América Latina, donde hay vergüenza de lo que se sale de lo normativo, donde los problemas se solucionan casa adentro —con violencia o con indiferencia— y el acceso a información sobre el tema es casi nulo”.
En 2017 el estudio de la WHA reportó estimaciones del número de casos de desórdenes depresivos en países de América Latina. En Brasil se reportaron 11 548 577 casos (5.8% del total de su población). En Paraguay 332 628 casos, (5.2% de su población). En Chile, 844 253 casos (5.0% de su población), seguido por Uruguay, que reportó 158 005 casos, (5.0% de su población). Perú reportó 1 443 513 casos de desórdenes depresivos, (4.8%). Colombia reportó 2 177 280, (4.7%). En Argentina fueron reportados 1 914 354, (4.7%); en Bolivia, 453 716 casos, (4.4%); en Venezuela, 1 270 099 casos, (4.2%). En Ecuador, mi país, se reportaron 721 971 casos, equivalentes al 4.6% de la población.
Se estima que en América del Sur uno de cada cinco ciudadanos sufre de, por lo menos, una enfermedad mental, incluidas la depresión y la ansiedad severas (El País, 2017). Según Unicef, “en América Latina y el Caribe, se estima que 15% de los niños, niñas y adolescentes de entre diez y diecinueve años (alrededor de dieciséis millones) vive con un trastorno mental diagnosticado. Eso es más alto que el promedio mundial, de alrededor de 13%”.
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Cuando tenía unos ocho o nueve años la pediatra le recomendó a mi madre que me llevara a una psicóloga infantil. Mi madre habló con mi padre y su respuesta fue:
“En mi casa no va a haber locas”.
“Mi hija no va a ser loca”.
Cada vez que, desde muy niña, tenía ataques de pánico, depresión, llantos incontrolables, me llamaban “teatrera”, “exagerada”; decían que quería llamar la atención con mis rarezas. Hoy tomo cuatro pastillas por la mañana y tres por la noche. Tomo ansiolíticos, antidepresivos y somníferos. Cuando estoy muy mal tomo otro ansiolítico durante el día. A veces, dos.
Cuando estás rota tu boca es la herida. Por ahí comes (o no). Por ahí hablas, por ahí escribes, por ahí mientes. Una artista con depresión miente mucho. Ha aprendido a perfeccionar la mentira y a veces se la cree. Cree en la sonrisa —yo sonrío mucho en las fotos—, cree en que es buena en lo que hace, cree que se merece lo que le dan. Dura unos minutos. Cuando está sola se mira al espejo y se dice farsante, se dice gorda, puerca; se dice inútil, miserable, repugnante, muérete.
Cada cual hace lo que puede con la depresión: come porquerías, se obnubila con la televisión, espera a que las pastillas hagan efecto, mira el techo. Cuando tienes depresión te dicen que hagas ejercicio, yoga, meditación. Pero no puedes ni ducharte.
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Para Julia Vidal, directora del Centro de Sicología en Madrid y especialista en ansiedad y estrés, la salud mental es tabú porque significa derrota, pérdida de tiempo, falta de fortaleza. Hablar de la salud física es absolutamente natural, pero compartir una salud mental frágil se ve como signo de debilidad.
“Muchas personas son conscientes de su enfermedad, de sus problemas, y han decidido acudir a un psicólogo, psicóloga o psiquiatra para afrontarlos. Estas personas, a pesar de que no han elegido estar enfermas y no han tomado ninguna decisión consciente que haya provocado su enfermedad, se sienten culpables y avergonzadas, y sufren el aislamiento y los efectos de un estigma asociado a las enfermedades mentales. Aceptamos con naturalidad tener una enfermedad física, no nos sentimos culpables por ello; lo compartimos, lo expresamos, nos entienden y obtenemos apoyo de los demás. Nos sentimos aliviados y acompañados. Sin embargo, estar (y no digo tener o ser, sino estar) con algún problema psicológico o mental, en general, nos avergüenza; nos sentimos débiles, inferiores, culpables, incapaces, y lo ocultamos. A lo largo de estos años más de la mitad de mis pacientes en algún momento me ha expresado con gran tristeza, con indefensión y, so-
bre todo, con sentimientos de soledad, que no podían compartir sus problemas psicológicos, que no les entendían y que llevaban su enfermedad en silencio por miedo a que les viesen débiles, al rechazo, al despido y, también, por miedo a las respuestas banales de los otros, vacías de empatía, generadas desde la falta de cultura y conocimiento sobre salud mental. Frases como: ‘Lo que tienes que hacer es salir y divertirte’; ‘Es que no te esfuerzas’; ‘Te falta voluntad’; ‘La felicidad es una decisión’”.
La felicidad no es una decisión. No lo es para nada.
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Alda Merini (1931–2009), una de las poetas italianas más importantes del siglo XX, salió y entró de instituciones mentales donde le dieron electrochoques y vivió casi toda su vida en la marginalidad. En su libro La loca de la puerta de al lado escribe:
“A mí no debían haberme dado electrochoques.
Alda, pero ¿cómo es posible que te tomen por loca?
Era un invierno lleno de dolor, donde la soledad hambrienta parecía vendimiar el pasado.
No quiero hablar de cosas tristes todo el tiempo, casi me parece contra natura, pero éstos son mis pensamientos nocturnos, las águilas nocturnas.
Porque a ojos de todos soy una loca.
La salud mental es un lavado de cerebro que borra las cosas que te son más queridas y que son esenciales para mantener viva la memoria.
Pocos han caminado por los amaneceres de los manicomios.
Ahora me siento como una mujer envenenada hasta la médula, hasta las raíces.
Me aferro a mi manicomio como a la propia vida.
La locura es el levantamiento de unos poderes ocultos que se proyectan en una sola dirección y de repente irrumpen en el trazado de una vida que poco antes parecía lineal”.
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La esperaban un jueves.
Un jueves en la tarde, en las Olimpiadas de Tokio (2021), todo el mundo esperaba ver a Simone Biles, estadounidense, de veinticuatro años, campeona mundial de gimnasia, defender su título olímpico en el concurso completo individual, el máximo al que puede aspirar un gimnasta. Pero no se presentó. La Federación de Gimnastas Estadounidenses difundió un comunicado diciendo que Biles no competiría por un tema de salud mental y decía: “Apoyamos de todo corazón la decisión de Simone y aplaudimos la valentía que ha tenido al poner por delante su bienestar […]. Su coraje muestra, una vez más, por qué es una referencia y un modelo para tantas personas”.
La gimnasta había escrito pocos días antes en su Instagram que sentía que tenía todo el peso del mundo sobre sus hombros y que era muy difícil soportarlo. Se la criticó, claro. Se la criticó muchísimo desde el anonimato de las redes sociales por retirarse a las puertas del triunfo mundial, por derrotista, por poner excusas baratas.
Andrea Orris, exgimnasta estadounidense, harta del asunto, escribió al respecto: “La gente que la llama miedosa y traidora está hablando de la misma niña de la que abusó su médico (Larry Nassar, el hombre que durante años abusó de decenas de gimnastas) durante toda su infancia y adolescencia, ganó un Mundial sufriendo al mismo tiempo de una piedra en el riñón, sometió a su cuerpo a un año extra de entrenamiento por la pandemia y sumó tanta dificultad a sus ejercicios que los jueces no saben cómo valorarlos, ni su talento, porque están muy adelantados a su tiempo […]. Esa niña ha aguantado más situaciones traumáticas a los veinticuatro años que la mayoría de las personas en toda su vida. Después de todo eso, el hecho de que ella misma decidiera retirarse significa que lo que sea que la atormente interiormente tiene que ser insoportable y hay que tomarlo muy en serio […]. Ella no merece ser juzgada por nadie. Primero, porque es humana y, segundo, porque después de todo lo que ha hecho por su deporte tiene que aguantar la broma de una organización (la federación norteamericana) que protegió a su depredador en lugar de a ella y sus compañeras”.
Terminante, Simone Biles dijo: “Somos seres humanos, no entretenimiento”.
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Voy a psiquiatras desde 2014. Miento. A mis problemas mentales los miré a la cara por primera vez en 2004. Me había mudado fuera de mi país, Ecuador. Vivía en Buenos Aires y estaba tan mal físicamente —reflujo, acidez, dolores de cabeza, diarreas, sangrado de las encías— que mis amigos me hablaron por primera vez de la somatización. Somatizar es que el cuerpo exprese con molestias una angustia emocional no solucionada, no liberada. En la mayor parte de esa ciudad tratar la salud mental se maneja con normalidad. El dentista me mandó a terapia; el gastroenterólogo me mandó a terapia; un sacerdote con el que me confesé me mandó a terapia.
Así que fui a terapia. Mejoró el cuerpo y, al hablar de mis traumas, la cabeza empezó a mejorar muy poco a poco. La cabeza mejora con lentitud. Mientras más grande es el daño, más tarda en curarse.
En 2005 emigré a España y, aunque mi necesidad de terapia era más desesperada que nunca, porque padecía el Síndrome de Ulises —un trauma que sufren millones de migrantes y que responde a las situaciones de estrés extremo y constante de quienes han perdido asidero con lo que conocían—, no podía pagar un tratamiento para la salud mental en el sector privado. ¿Qué pasa con la sanidad pública? Está excedida. Hay muchos menos terapistas, psicólogos y psiquiatras de los que la sociedad necesita. Primero te evalúa un médico de cabecera y te deriva a un profesional. Es perfectamente posible que la cita para el psiquiatra tarde un mes. Con suerte. A mí me estallaban bengalas de terror en la cabeza y no tenía dinero para pagar un psiquiatra privado.
Hasta 2014 no pude hacerlo. Pagar cada semana setenta euros —la consulta costaba noventa, pero la psiquiatra me rebajó el precio porque la escritura es un oficio precario— no era fácil para mí. No es fácil para nadie. Tratar la salud mental es un privilegio.
Según datos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en América Latina y el Caribe entre 60% y 65% de las personas que necesitan atención médica por salud mental no la recibe. El gasto público para salud mental es apenas de 2% y, de éste, 67% va a hospitales psiquiátricos. Según la misma OPS, “invertir en hospitales psiquiátricos va en contra de las recomendaciones de la OPS/OMS, que recomienda su cierre, la prestación de servicios integrados para las enfermedades mentales en un entorno de atención primaria o en hospitales generales, acompañado de apoyo social. Esto no sólo es más eficaz, también implica que es más probable que aquellos afectados por enfermedades mentales busquen tratamiento, porque se facilita el acceso a servicios locales que no conllevan la estigmatización y el aislamiento que muchas veces se asocian con los hospitales psiquiátricos”.
El 5% de la población de América Latina y el Caribe padece depresión. En la región se suicidan setenta mil personas cada año. En Ecuador, el suicidio aumentó 37% en 2021. En España se suicidan cuatro mil personas al año. En Ecuador, de media, un psiquiatra privado cobra sesenta dólares. En España, ochenta euros.
¿Qué hacen todos los demás? Lidiar con la enfermedad como se pueda. Y en silencio. La depresión, la esquizofrenia, la bipolaridad y todas las manifestaciones de una salud mental herida crecen hasta que son tan graves que se necesita hospitalización.
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Mi madre no entiende mi depresión: cree que es culpa suya y prefiere no ahondar en los motivos. En 2021, con 45 años, le hablé por primera vez de ello. Se puso nerviosa, hundió la cabeza en el café. Le hablé de mis ideas sobre el suicidio. Me dijo que ella también quería morir de niña, que le pedía a dios que la recogiera, que no quería seguir viviendo con la violencia de su madre y que yo nunca he sufrido esa violencia de parte de ella.
En vez de escucharme, de hablar de mí, de preguntarme, me habló de ella:
“Tú no has tenido a mi madre”.
“Tú no deberías querer morirte”.
Y entonces, como cada vez que hablamos de algo incómodo, me dio de comer. Me da de comer mucho y me mira, mientras como, hasta que no quede nada en el plato. Siempre ha hecho eso.
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Cuando me quedo a solas, extenuada después de ser esa otra que no es —que no parece ser— una mujer ahogada por la depresión, cambian mi mirada, mi cuerpo, mi respiración. Soy otra. Me quito la cara, entrecierro los ojos y me meto bajo las mantas con una pastilla debajo de la lengua. No quisiera salir nunca más de ahí. En este momento, escribiendo frente a la computadora o abriéndome en canal, llámenlo como quieran, estoy peleando furiosamente para no acostarme.
Cuando sufres de depresión, cada cosa, comenzando por levantarse en la mañana, significa un esfuerzo monstruoso. Te tienes que quitar una piedra de un millón de kilos de encima. Bajar un pie y luego otro. Ya lo he dicho: a cada instante quieres volver a la cama. A cada instante quieres volver a la cama. A cada instante quieres volver a la cama.
Yo no puedo gritar que no puedo más porque nadie quiere escuchar a una persona depresiva, porque hay que ser resiliente, la palabra de moda. Hay que producir, hay que ser quien esperan que seas: alguien a gusto con su vida, que no genera problemas. Hablar de la fractura en la salud mental pone nerviosa a la gente, como a mi madre. No saben qué responder. Se rehúsan a pensar: “María
Fernanda Ampuero está loca”. Entonces le quitan hierro al asunto. Es normal: muchos cambios, la puta pandemia, el encierro.
Pero yo me siento así desde hace al menos 35 años. La pandemia lo que ha hecho es dejarme a solas con mi cabeza: lo más peligroso que puede pasarle a alguien que tiene una historia de fragilidad mental.
Insisto en el privilegio: yo puedo nombrar esto. Lo estoy nombrando ahora, frente a ustedes. ¿Ustedes lo pueden nombrar? ¿Pueden llamar por su nombre a este deseo de llorar, a este desgano, a esta agorafobia, a estas ganas de quedarse todo el día bajo la manta? Se llama depresión. Una psiquiatra me dijo que la depresión es como la diabetes: puede matarte si no la atiendes.
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Cosas que no puede hacer una persona con depresión:
Dormir.
Dejar de dormir.
Levantarse de la cama.
Hacer ejercicio.
Trabajar.
Estar con otras personas.
Salir de su casa.
Comer sanamente.
Dejar de comer comida basura.
Dejar de pensar en la muerte.
Limpiar su casa.
Mantener su higiene.
Disfrutar de algo.
Sonreír.
Cuidar.
Cuidarse.
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Cuando quedas con otras personas, sientes que estás en llamas mientras ellos hablan de una película. Nadie grita, nadie huele la chamusquina. Te preguntan si viste la película, si estás trabajando en un nuevo libro. “Estoy en llamas. Me quemo desde dentro hacia afuera. ¿No lo ven? ¿Cómo no lo ven?”. Quieres huir y volver a tu cama.
No recuerdo haber sido completamente feliz en ningún momento, salvo cuando tuve un amor. Tuve un amor y lo perdí, nos perdimos. El día en que decidí que no seguiríamos juntos pasé por un cementerio y vi que estaban enterrando a alguien y ese alguien era yo y el sepulturero era yo y los deudos que lloraban eran yo y el sacerdote que decía: “Descanse en paz” era yo. Todas las tumbas tenían mi nombre. Después de eso, con treinta y muchos años, vinieron la terapia y las pastillas. La cara payasesca que sonríe y que me saco como un velcro de encima cuando nadie me ve. A solas soy una mujer que se ahoga en la depresión. Pero he fingido tanto que ya no sé dónde acaba la enfermedad y dónde empiezo yo.
Lloro cuando veo una familia. Envidio enfermizamente a la gente que es capaz de llevar una vida pacífica, que trabaja día a día y espera el domingo para limpiar la casa. Envidio la normalidad.
Con casi nadie puedo hablar de esto. Casi nadie lo cree. Casi nadie lo entiende. Mis padres me enseñaron a reír en las fotos y a no hablar, nunca, de lo que hace daño.
Sonrío tanto en las fotos.
María Fernanda Ampuero. (Guayaquil, Ecuador, 1976). Escritora y periodista. Sus crónicas se han publicado en medios como Gatopardo, Anfibia, Internazionale, Piauí, Quimera y El País. En 2012 fue elegida como una de las latinoamericanas más relevantes de Madrid. Su primer libro de relatos, Pelea de gallos (Páginas de Espuma, Madrid, 2018) ya lleva nueve ediciones y ha sido traducido a varios idiomas; fue elegido por The New York Times en español como uno de los diez libros del año. Sacrificios humanos (Páginas de Espuma, Madrid, 2021) va por la segunda edición española y se ha publicado en ediciones independientes en Ecuador, Bolivia, Argentina, México y Colombia.
Amanda Mijangos. (Ciudad de México, 1986). Egresada de la Facultad de Arquitectura y del Diplomado de Ilustración de la Academia de San Carlos de la UNAM. Fue seleccionada en la exhibición de la Bologna Children’s Book Fair (2019); ganadora de la octava edición del catálogo Iberoamérica ilustra SM-FIL Guadalajara (2017); y seleccionada en Sharjah Children’s Reading Festival, la Biennal of Ilustrations Bratislava y el catálogo White Ravens de la International Youth Library. Ha ilustrado literatura y poesía para personas de todas las edades en editoriales como Ediciones SM, Fondo de Cultura Económica, MacMillan-Castillo y Ediciones El Naranjo y para revistas como Tierra Adentro, Brígida y Altäir Magazine.
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