SAPE. La sociedad de juerguistas elegantes
Los sapeurs congoleses y el poder colonizador de la elegancia.
EL LICENCIADO está contento: es viernes, una mujer que llegó a visitarlo de sorpresa coquetea con él, y un periodista está interesado en los entresijos de su elegancia. Jocelyn Almir, alias el Licenciado, tiene cincuenta y un años, mide un metro con sesenta y cinco centímetros y bajo un traje de tres piezas de corte ceñido oculta muy bien una barriga apenas pronunciada. Es, en ese mundo del vestir refinado, una autoridad y un motor. Habla con elocuencia, se apasiona, gesticula con manos, ojos y caderas y posa ante la cámara con alarde de rapero viejo.
En su tienda, un local modesto con piso de baldosa y anaqueles de aluminio copados con trajes, camisas, corbatas y zapatos que cubren todo el espectro de la paleta cromática, el volumen de un televisor permanece a tope. Las imágenes se suceden en bucle mostrando, con el registro viscoso del video casero, orquestas de africanos con trajes y camisas floreadas que tocan algo parecido al calipso. Cada tanto, mientras no hay clientes, el Licenciado se mira en un espejo, se pone las manos en la cintura y arranca un bailecito rústico como el de «El meneíto»: dos pasitos para un lado, dos pasitos para el otro, media vuelta, saltito. Cuando entra alguien, para y saluda diciendo: «Buenos días, el venerable Licenciado«.
Él es el propietario de la marca y la boutique Connivences. Si las matrices de Dior o Chanel son templos de la alta costura, su tienda es un santuario de la SAPE: un culto a la elegancia con adeptos que lo practican como estilo de vida.
Sape es una palabra del argot francés utilizada de manera general como sinónimo de vestimenta, pero que, retomada por ciertas poblaciones de África Central y sus comunidades asentadas en Europa, designa a un fenómeno sociocultural en el que el éxito y el prestigio se miden en función de la belleza del atuendo. Su puntal es el sapeur, individuo apasionado por el buen vestir que lleva a la SAPE en el alma y la conciencia. Ésta, nombrada con mayúsculas, es la Société des Ambianceurs et des Personnes Élégantes, algo así como Sociedad de Juerguistas y de Personas Elegantes, una institución simbólica pensada para otorgarle solemnidad a la pasión. Sin sede ni estatutos. Puro honor y pura gloria.
No cae sobre París un invierno despiadado, pero hay en el ambiente una lámina grisácea y la gente aún no se ha desprendido de sus abrigos oscuros. Por eso él resalta como la luna en plena noche.
CONTINUAR LEYENDOLa zona de Château Rouge es el núcleo donde se junta la diáspora africana diseminada en París y su cinturón periférico. De la estación de metro que lleva el mismo nombre se accede al exterior tomando la que debe ser la escalera mecánica con mayor densidad de población en Francia y la forma más directa de llegar a África. Afuera, en cualquier época del año, los gritos se escapan hasta de las alcantarillas. Se ofrecen frutas, pescado, carne de borrego, bolsos falsos de marcas fastuosas, películas piratas, hachís, tabletas de Subutex para soportar la abstinencia de un piquete de heroína. Pero apenas a la vuelta de ese epicentro, en el número 12 de la calle Panamá, el Licenciado se ve muy fresco bajo el umbral de su tienda, jugueteando con su Samsung Galaxy última versión. Viste un traje azul topacio, un chaleco rojo escarlata y una corbata celeste con la tersura del algodón de azúcar. Mientras las calles del contorno —que llevan nombres como Oran, Tombouctou o Suez— se tiñen de grises, él resalta como el lunar oscuro en el níveo rostro de Marilyn. Pero al revés.
El Licenciado llegó a París en 1977 para buscarse la vida y entregarse a la moda. Como miles de jóvenes de su generación, salió del Congo-Brazzaville con el sueño de alcanzar esa elegancia que los abuelos habían traído de la majestuosa Francia. Lograrlo significaba alcanzar un estatus privilegiado en la esfera social de su país.
—En una escala de diez razones para salir del Congo y llegar a París, la SAPE estaba en la segunda posición —me dice mostrándome dos dedos.
Luego, duda si no debió haber sido uno solo.
Hacia fines del siglo XIX, Alemania cumplió un papel rector en la repartición del continente africano, y el canciller Otto von Bismarck hizo de mediador para que todos se llevaran su porción. Así, Leopoldo II de Bélgica se hizo del territorio del llamado Congo Belga, que luego se llamó Zaire (1971-1997) y hoy Congo-Kinshasa u, oficialmente, República Democrática del Congo (RDC); mientras que los franceses se quedaron con el Congo Francés, denominado después República Popular del Congo (1970-1991) y actualmente Congo-Brazzaville o, a título oficial, República del Congo.
Al tiempo que la colonización emprendida por el reino de Bélgica ostentaba la acumulación de territorios en beneficio del rey, Francia imponía su presencia como Estado y encomendaba a sus delegados, entre ellos el elegante explorador Pierre Savorgnan de Brazza, la firma de tratados de cesión de soberanía. Debido a esa penetración dispar, el asentamiento europeo en el llamado Congo Belga habría provocado un rechazo más enfático que en los territorios aledaños, y ya en la etapa independiente, el régimen local quiso cobrar revancha sobre ciertas imposiciones que había dejado la colonia. En 1972, el dictador Mobutu, primer y único presidente de Zaire, en el marco de la «zairenización», proceso que promulgaba el regreso a la «autenticidad africana», impuso la doctrina indumentaria llamada abacost, una abreviación de à bas le costume (abajo el traje), mediante la cual impidió el uso del traje y la corbata por considerarlos símbolos de la cultura invasora y una marca del mundele ndombe: el blanco-negro.
Mientras tanto, en la ribera izquierda del río Congo, los pobladores de Brazzaville habían desarrollado lo que el antropólogo francobeninés Brice Ahounou, especialista en los entretelones de la SAPE, llama fenómeno de atracción entre colonizados y amos, una consecuencia del sostenido contacto con huestes europeas, particularmente portuguesas e italianas, que los pueblos de esa zona mantuvieron incluso antes de que los franceses se instalaran en su territorio. Ese contacto, a pesar del irreductible choque cultural y a que siempre se gestaron focos de resistencia, habría incentivado una cierta admiración por la vestimenta del colono y por varias formas del estilo de vida europeo, lo que en adelante permitiría que en especial ahí la elegancia fuera ansiada como un símbolo de poder.
En Brazzaville se levantaron casas, comercios, panaderías, y los nativos fueron quedándose con ciertas prendas occidentales de sus patrones. «Pero no se trataba de imitar, sino de adoptar a su propia manera el vestido europeo —dice Ahounou—. Rápidamente, los congoleses inventaron una manera de vestirse que se hizo evidente y apetecible en su entorno, y así empezó a nacer algo especial».
Hacia inicios del siglo XX, la sofisticación del hombre blanco se volvió una obsesión; las chaquetas cruzadas con tres botones y los pantalones con pinzas no sólo encantaban por su estética, sino que atraían como representaciones de supremacía. Al entenderse que era en París donde se gestaba esa moda, en el imaginario de los congoleses la capital francesa se convirtió en una suerte de Meca pagana. Para cuando estalló la Primera Guerra Mundial, ya se había constituido el ejército de los llamados tirailleurs sénégalais (tiradores senegaleses), un cuerpo militar que reunía a alrededor de doscientos mil nativos de todo el imperio colonial francés, en su mayoría enviados como carne de cañón a Europa. Al término de los combates, algunos de los sobrevivientes regresaron a casa con prendas elegantes donadas por los superiores de la armada. La fascinación por el estilo europeo empezó a consolidarse con la ida y vuelta de los soldados entre Europa y el Congo.
Durante el periodo de entreguerras, André Matsoua, un ex combatiente de los tirailleurs sénégalais, llegó a París para fundar la Societé Amicale des Originaires de l’Afrique-Équatorial Française, un movimiento social y político con tintes religiosos destinado a luchar por la descolonización del Congo-Brazzaville. Además de su compromiso libertario, Matsoua sería recordado por haber sido el primer congolés en volver a Brazzaville, directamente desde París, trajeado como un vrai monsieur français (un verdadero señor francés). Era 1922, Matsoua apareció vestido con un impecable traje negro con rayas blancas y zapatos a dos tonos con los colores de la salamandra. Pero estaba esposado. Los franceses lo habían expulsado por subversivo. Más adelante, en 1942, según dice la versión oficial, moriría en una prisión de Chad, pero para los congoleses el recuerdo de su lucha y la estampa de su elegancia resultarán indelebles. Décadas después, la SAPE se referirá a él como al primer sapeur del mundo.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Brazzaville se convirtió en un centro administrativo, con ribetes parisinos, de la Francia liberada. Los vestidos ya no sólo se heredaban de los patrones, sino que el segmento aventajado que se había instalado en la función pública los pedía cada tanto a los comerciantes que navegaban por las aguas del río Congo, y así se empezó a entender de materiales, colores y diseños. Pero no fue sino hasta iniciada la década de los cincuenta que el fenómeno estalló y una fuerte ola de emigración, de jóvenes de entre veinte y veinticinco años, desertores del liceo, desempleados tempranos, considerados ya sapeurs en Brazzaville, llegó a París para beber de la fuente. Se les llamó «aventureros». Creyeron —y creen— que van a conquistar el mundo.
En 1968, el Congo-Brazzaville abrazó el comunismo de horma soviética con el arribo a la presidencia de Marien Ngouabi, lo que sentó las bases para el emprendimiento de ciertas conquistas sociales, pero que también forzó la partida de más «aventureros». En París, todos se reunían en la MEC, la Maison des Étudiants Congolais (Casa de Estudiantes Congoleses), un edificio de cinco pisos adquirido a inicios de los años sesenta por el Estado congolés —recién independizado— para albergar a sus becarios residentes en Francia. «No era la Meca de Arabia —dice Brice Ahounou—, pero se le llamó así pensando en un santuario parisino de la SAPE».
En la MEC, el hacinamiento se hizo norma y los periodos de hambre un sacrificio voluntario para los «aventureros», satisfacer las necesidades básicas significaba empezar a acumular prendas de calidad. «La presión era muy fuerte —dice Jean Marc Zyttha-Allony, sapeur de cincuenta y nueve años, que durante los setenta frecuentó la MEC y que hoy se dedica a investigar sobre la SAPE—, nadie se podía quedar por detrás de otro. Si uno se compraba un traje, el otro también tenía que hacerlo, y si para eso teníamos que quedarnos sin comer, lo hacíamos. Era la época de la folie [la locura]. Todos los sapeurs vivimos esa época.
En su libro En el corazón de la Sape (1984), el antropólogo congolés Justin-Daniel Gandoulou se refiere a los «aventureros» como «una fracción minoritaria de jóvenes dispuestos a adquirir, a cualquier costo, los signos exteriores que les permitan parecer personas que pudieron acceder a la cúspide de la escala social en Brazzaville». Zyttha-Allony concuerda parcialmente.
—Tenía veintiún años cuando salí de Brazzaville para encontrar la moda en París. Ya en ese momento, la SAPE era un fenómeno nacional y una herencia que los mayores de la familia nos habían entregado. Es cierto que procura la distinción dentro de la sociedad congolesa, pero no es en absoluto un asunto aislado. Desde entonces y hasta hoy, tres de cada cinco jóvenes salen del Congo para perseguir esta pasión.
La mayoría de los «aventureros» encontró sustento en labores de mantenimiento, limpieza, construcción o como personne à tout faire (multioficios), pero hubo también, como relata Gandoulou, los que deliberadamente renunciaron a la opción de trabajar y prefirieron dedicarse a la pequeña ratería. Por cualquier vía, el objetivo se iba cumpliendo.
En París se empezó a hablar de un dandismo congolés que funcionaba a manera de clan. Sin otra apuesta que la de vivir en la elegancia y afirmar una identidad en apariencia próspera, a mediados de los sesenta los cofrades crearon la Société des Ambianceurs et des Personnes Élégantes (SAPE), y se dedicaron a pasear engreídos por Saint-Germain-des-Prés para poner en escena su unidad. Llevaban trajes de tres piezas en lana italiana y corbatas anchas de seda lacada. Vestían Torrente, Valentino Uomo, Pierre Cardin, Christian Dior, y los J.M. Weston, esos zapatos aristocráticos que costaban la vida. Entre tanto, en medio del decorado derruido de las calles de Brazzaville, los sapeurs fueron reuniéndose en clubes: nacieron los Lutteurs, los Viveurs, los Cracks, los Playboys, al tiempo que empezaron a registrarse para la historia de la SAPE las primeras leyendas. A Fulbert Youlu, sacerdote y primer presidente del Congo-Brazzaville independiente (1960-1963), se le atribuye la debilidad por las sotanas Christian Dior y al Changeur, sapeur ilustre de las primeras camadas, se le cuenta la audacia de ser el único en cambiarse de vestidura cuatro veces al día. En el recuerdo están también Ambroise Moumazalay, primer portador de blue jeans en la ciudad, y Alexis Gabou, primer valiente en ceñirse un pantalón de terciopelo.
En Brazzaville, en el bar Macedo, y en París, en el prestigioso Rex Club —todos los sábados, desde 1976 y hasta 1978—, se organizaban concursos para elegir al hombre más elegante de la noche. Los sapeurs desfilaban haciendo alarde, mostrando la marca de las prendas. Eran batallas por el prestigio y por la clase, de las que salieron los primeros nombres que marcaron los ochenta: Kalafatah, Maverick, Mister, Prince, Ya Francos, y el legendario Djo Ballard, bautizado para la posteridad como el Rey de la SAPE.
«Para los concursos, todas las semanas creábamos una estrategia nueva. Había que innovar, descubrir a los diseñadores que iban surgiendo —decía, en una entrevista de 2005, el hoy octogenario sapeur Titi Nzoso—. Fuimos nosotros los que apoyamos en sus inicios a Jean Paul Gaultier, Roberto Cavalli y Dolce&Gabbana».
Pero además de adquirir prendas finas, ser sapeur empezó a significar tener las destrezas para experimentar con modelos propios mandados a hacer bajo medida y con combinaciones de colores impensables en el repertorio de la moda tradicional. Con ese desafío creativo de por medio, a juicio de los adeptos, la SAPE pasó a tener el estatus de arte. Entonces se acuñó el lema: «El hombre blanco inventó la vestimenta, pero nosotros la convertimos en un arte». Papa Wemba, uno de los cantantes africanos más populares y sapeur de las grandes ligas, se encargó de esparcirlo por el mundo. Luego, el fenómeno se extendió hacia Senegal, Costa de Marfil, Sudáfrica y Zaire —como un gesto de rebeldía contra el régimen de Mobutu—, y se instaló también en Bruselas y en el sur de Londres, alimentándose de la moda italiana, inglesa y japonesa, pero el tándem Paris-Brazzaville se consolidó como eje del fenómeno.
En la capital francesa, los sapeurs llenaban las cabinas telefónicas de la zona de Strasbourg Saint-Denis para llamar al Congo y describirles a primos y compadres lo que llevaban puesto y lo que guardaban en sus dormitorios comunales. Los «aventureros» habían conquistado el mundo.
Ahora les quedaba la verdadera prueba: el bon retour (el buen regreso). Si París era el examen, la consagración se vivía en el Congo.
En barrios populares como Makélékélé y Poto-Poto, pero sobre todo en Bacongo, por donde atraviesa la avenida André Matsoua —el legendario primer sapeur—, se organizan desfiles con incentivo del gobierno para que los caballeros sometan a juicio público el calibre de su éxito. Son los años ochenta, en Brazzaville apenas hay señal de televisión y los partidos de futbol van cediendo espacio a la SAPE como atractivo popular mayor. El espectáculo está en la calle, los sapeurs salen en procesión desde sus barrios hacia el centro de la ciudad. Los niños los persiguen como a héroes de historieta, y los jóvenes, maravillados con los ajuares, los acarician como a esculturas santas. Marcando un contraste impúdico con el paisaje de chabolas, los dandis avanzan bailoteando con sus bastones, levantándose las bastas para mostrar la finura de los calcetines y el destello de los Weston o los Capobianco de piel de cocodrilo. La ciudad se aposta en ventanas y aceras para presenciar cuando los distintos clanes se encuentran en las esquinas y se enfrentan en duelos mudos. Al cruzarse entre ellos, los sapeurs se congelan como adonis de turmalina para que el cielo los admire. Luego giran sobre sus mocasines y continúan la marcha.
Si al salir se les llamó «aventureros», a su regreso, «parisinos». Todo un país asume como señal de triunfo la finura de sus trajes. El mismo Denis Sassou-Nguesso (presidente del país entre 1979 y 1992 y luego desde 1997 hasta el presente) y su séquito de autoridades se acicalan con esmero de sapeur.
Pero tras el apogeo, el fulgor de los ochenta empieza a ahogarse. En 1993 estalla en el Congo una guerra civil, el tránsito migratorio hacia Francia se restringe y el flujo comercial se debilita. En ambos núcleos se cierran bares y boutiques, y las obligaciones familiares ya no les permiten a los sapeurs —que han crecido— destinar 80% de los ingresos al atuendo.
La SAPE no muere, pero se agobia.
Los noventa en el Congo transcurren a fuego. Luego de un acuerdo nacional que abre una efímera vía al pluralismo político y a las primeras elecciones libres, el país se destroza con tres guerras (1993-1994, 1997 y 1998-1999, aunque algunos autores extienden el conflicto hasta 2003) enrarecidas por reivindicaciones étnicas y la rapacidad de los principales líderes. Cada uno arma una milicia para defender su feudo: los «Cobras» —del presidente saliente, Sassou-Nguesso—, los «Ninjas» —de Bernard Kolélas, principal dirigente de oposición y alcalde de Brazzaville— y los «Zoulous» —del entonces mandatario Pascal Lissouba— desatan el caos. Muchos jóvenes que soñaban con la aventura de París terminan uniéndose a los ejércitos. Para entonces, en Brazzaville desfilan soldados vestidos con ropa de camuflaje. La guerra deja al menos cincuenta mil muertos.
A inicios de la década de 2000, la SAPE entra en una etapa de recuperación. El comercio de vestimenta se reactiva, el Licenciado se vuelve un referente porque crea la primera marca congolesa y porque, para incentivar aún más el destaque social del colectivo, empieza a ofrecer en sus escaparates trajes celestes, rosados, amarillo yema de huevo, verde piel de limón.
—La SAPE no es necesariamente sinónimo de colores fuertes —dice el Licenciado—, pero vestirlos significa transgredir lo clásico de la moda. Yo milito por la causa de exponer en la elegancia los colores amarillo, verde, rojo, de las banderas africanas, esa elegancia que no se encuentra en la oferta de vestimenta de París.
Además de él, otros sapeurs se integran a la faceta productiva de la SAPE creando pequeñas colecciones que exportan a Brazzaville, Londres y Bruselas, y en esa dinámica se van definiendo los patrones que particularizan la moda congolesa: uso preferente de lana virgen y algodón y de telas sintéticas como la Super 140, la polilana y la poliviscose, para asegurar brillo prolongado y fluidez; slim fit para el corte entero; doble bolsillo con tapas inclinadas sobre el costado derecho de la chaqueta; forro interior de tela estampada o de terciopelo, para que cuando se muestre la marca de la prenda incluso el interior provoque impacto; cuatro o cinco botones sobre los puños con ojales también inclinados y ribetes de hilo vistoso, y doble corte vertical de treinta y un centímetros en la espalda baja de la chaqueta para que las nalgas pronunciadas de los africanos puedan manifestarse a placer.
La SAPE se consolida como fuerza creativa y como un fenómeno preponderantemente masculino. A pesar de que a la pregunta básica todos responden que sí, que la SAPE es también un asunto de mujeres, la bibliografía y los registros audiovisuales y fotográficos que a propósito de ella se han producido las mencionan someramente. El término sapeuse, que debería ser la derivación femenina, no tiene presencia sostenida. De otra cuenta, el original carácter público de la SAPE se vuelve un asunto privado y específico. Ya no será frecuente ver a los sapeurs en el álgido decorado de Château Rouge, sino que habrá que encontrarlos en los desfiles que se realizan esporádicamente, en fiestas privadas, en velorios, en misas.
J.C. Koyi es un obrero de la SAPE y un cordero de Dios. Comercia el mismo tipo de trajes que viste y asiste todas las semanas a un templo evangélico en París. «Te invito a la iglesia el domingo para que conozcas a algunossapeurs, el mismo pastor lo es», me dijo cuando lo conocí arreglando negocios con el Licenciado. Luego me enseñó una corbata fucsia con lunares blancos, de esas tejidas en algodón y con la punta mocha. «Mira este bombón», me dijo mientras la acariciaba como a una mascota.
La iglesia, un cuarto en un galpón que la congregación alquila cada domingo durante dos horas, se estremece cuando los fieles responden «amén». Sobre la tarima, el pastor; a su diestra un pianista, un baterista y un coro de mujeres de curvas góspel. La comunidad es enteramente africana, pero no todos se ven como sapeurs. Nadie escapa a la sobriedad, pero algunos van de protocolo y etiqueta.
—¡Tenemos necesidad de la unción para alcanzar la misión! —dice el pastor al arrancar la prédica.
—¡Amén! —responde el auditorio.
El pastor dirá que el individuo, para alcanzar la felicidad, necesita desarrollar su visión. Precisará que no se trata del órgano de la vista, sino de la capacidad de ver más lejos para lograr una victoria espiritual. Dirá que la visión nos muestra la dirección, que la visión genera motivación, que la visión brinda protección.
—¡Alguien diga más fuerte amén!
—¡Amén!
El pastor encomendará a su gente plantearse objetivos dignos para 2012 y dirá que está bien querer comprarse un auto y una casa y que está bien querer vestirse con buenas prendas, pero exigirá que cada uno se pregunte en qué estado está su alma. Todos dirán muy fuerte «¡amén!».
Cuando la misa termina, los congoleses suben a una mezzanine para tomar té y comer pastelillos; los fieles de otras nacionalidades se marchan. El pastor viste un traje azul índigo estampado con vírgulas blancas como llovizna fina, camisa roja rayada y un pañuelo para chaqueta a juego. Sus zapatos son unos mocasines puntiagudos del color de la caoba. Cuando ambos terminamos nuestra taza de té, nos separamos de la comunidad para evitar el vocerío.
—En su sermón dijo que es normal anhelar el bienestar material y querer vestirse bien, pero invitó a cada uno a revisar el estado de su alma, ¿qué significa eso?
—Los bienes materiales, como el vestido, dan placer al cuerpo, pero el alma debe nutrirse de la palabra de Dios. Está bien que los congoleses puedan embellecer su cuerpo, que puedan comprarse trajes y zapatos caros, pero yo los invito también a nutrir su espíritu por medio del evangelio, porque la Biblia dice que si el hombre no salva su alma podría ir al infierno, y no sirve de nada vestir bien si el alma no está salvada.
—Pero la SAPE, al ser un culto a la imagen, ¿no se contrapone a esa idea de enriquecimiento espiritual?
—No, la SAPE es muy importante porque también hace parte de los valores humanos. Un hombre debe saber vestirse, debe saber «sapearse», armonizar los colores. Yo quisiera recalcar que Dios no está en contra de la SAPE, él nos incentiva a estar limpios y a vestirnos de manera sobria. Es cierto que se dice que el hábito no hace al monje, pero una persona que está bien vestida puede dar una idea de la clase social de la que viene y de qué tipo de persona es.
—Eso podría marcar diferencias sin fundamento…
—La SAPE no crea diferencias, todos están llamados a «sapearse». La SAPE no se trata solamente de vestir con ropa cara, sino de vestirse bien con los medios que Dios nos da. Es una cuestión creativa, vestirse es un arte, no todos pueden hacerlo, hay gente que puede comprarse mucha ropa, pero que no sabe cómo armonizar los colores.
—¿La capacidad de hacerlo brinda alguna gratificación espiritual?
—Así es, porque es el santo espíritu el que nos brinda la creatividad para poder armonizar los colores. Yo puedo decir, incluso, que Jesús era un sapeur, porque él vestía con lino fino, y la Biblia dice que cuando él murió, la gente se peleó por su túnica, que era extraordinaria, hecha con lino fino.
Al terminar la charla, el pastor me pide que no cite su nombre, no quiere que el sentido de su labor se tergiverse por su afición a la elegancia.
En la mezzanine me espera Malonga Nazaire. Durante la misa vi que su chaqueta tenía dos cortes verticales en la espalda baja y que, en efecto, ese diseño permitía el ágil contoneo de su retaguardia cuando, con más entusiasmo que cualquiera, bailaba las canciones de alabanza. Para conversar tenemos que abandonar el templo, porque en el galpón le toca el turno de alquiler a una ceremonia de candomblé.
Malonga Nazaire tiene treinta y seis años, llegó a París hace nueve para —dice— comprender la realidad del buen vestir. Es alto, delgado, habla con calma, como recién nutrido por una unción de dicha. Lleva un terno gris trazado con cuadros sutiles, camisa celeste y corbata azul, lo que los códigos de la SAPE marcan como una fórmula clásica. Dice que la última vez que vistió esas prendas fue hace seis meses. Cuando Malonga estaba en la escuela, vio a su abuelo volver de París vestido como un caballero, entonces se prometió que, al crecer, seguiría sus pasos. No vislumbraba otra opción, sus compañeros de escuela y sus vecinos de barrio pensaban hacer lo mismo.
—Es sencillo, Brasil tiene el futbol, ahí todos sueñan con ser futbolistas, nosotros tenemos la SAPE.
Al parecer, a los sapeurs esa analogía les resulta pertinente. Olivier B., sapeur parisino de treinta y ocho años, creador de Sape-BZ.com, principal sitio web de referencia sobre el tema, dice en una entrevista de 2011: «Los brasileños tienen el futbol, ellos bailan, comen y respiran futbol. Es lo mismo en el Congo con la SAPE. Los presidentes y los senadores son sapeurs, los niños son sapeurs, hay cuatro millones de habitantes, hay cuatro millones de sapeurs. Todos sueñan con tener un armario lleno de prendas de marcas como Weston».
Malonga cumplió su sueño, y le perdió la cuenta. No sabe exactamente cuántos trajes y camisas tiene. Dice que deben ser más de cincuenta y menos de cien, los suficientes como para no tener que reutilizarlos sino dentro de meses. Según su concepción de la SAPE, es pecado repetir las prendas al poco tiempo de usadas. Al retirarlas de la lavandería, las pone a hibernar en el placard para que se recuperen.
Para mantener ese ritmo, Malonga le dedica a su vestuario 20% de su salario de mil seiscientos euros (doscientos más que el básico legal en Francia) como agente de logística en una empresa exportadora de aparatos tecnológicos. Al recibir su pago, se compra, al menos, dos camisas, dos pantalones o un traje. Sus compras son en promedio de trescientos euros. El periodo más riguroso de su disciplina indumentaria es el invierno, porque entonces utiliza a diario traje y corbata, pero a partir de la primavera el atuendo se aliviana, y tiende a combinar las prendas con mayor flexibilidad.
—Así como otras personas destinan una parte de sus ingresos a sus vacaciones o ahorran para comprarse una casa, nosotros gastamos en nuestra vestimenta, pero ahora que tengo una familia ya no puedo abusar, porque también tengo que comprarle buena ropa a mi esposa y mis hijos. No es posible que la familia de un sapeur esté mal vestida, la SAPE es una herencia que uno deja a los hijos mientras se está vivo.
No abusar significa dejar en el pasado la época de locura en la que el alimento diario, la renta mensual y el futuro planificado a largo plazo eran tareas para otra vida. Malonga, el Licenciado, J.C. Koyi, Jean Marc Zyttha-Allony, todos pospusieron alguna vez el pago de un arriendo para comprarse un traje más. «La preocupación central del sapeur —dice en uno de sus textos sobre la SAPE el escritor congolés Aimé Eyengue, quien además se define como cronista consagrado de los eventos de la SAPE en París— es satisfacer instantáneamente su arte, lo que quiere decir, sin más, vestirse bien para hacerse ver, para que se hable de él y se lo analice».
—Al sapeur le gusta que lo admiren y que le pregunten sobre la ropa que lleva puesta —dice Malonga.
—¿De qué marca son tus zapatos?
—Son Weston.
—¿Cuánto cuestan?
—Setecientos euros. Como ahora tengo una familia y ya no puedo abusar, tuve que resistir a las ganas de comprarme los de piel de cocodrilo, que cuestan más de mil.
Es sábado en la noche, Le Comptoir Général, un enorme bar parisino que se define como ecorresponsable y abierto a las manifestaciones más diversas de las culturas del mundo, está repleto de una juventud de aire hipster. A eso de las diez de la noche, la música, el electropop de la francesa Yelle, se funde con el ajetreo sincopado de la rumba africana que suena todo el día en la boutique del Licenciado. Las luces del salón se van casi a negro y, desde una mezzanine, desciende él, con micrófono en mano, anunciado el inicio del jaleo. En medio de la penumbra, el Licenciado resalta como un faro. Lleva un traje naranja con enmallado café, camisa blanca y corbata celeste, y en lugar de cinturón tiene ajustada una corbata del color del salmón fresco. En la mezzanine le ayudó a vestirse su esposa, le acomodó el cuello de la camisa y le enderezó la corbata. Antes de que descendiera por la escalera, le dio un último chequeo a la armadura. Ella, una mujer guapa y más joven que él, va sencilla, con una blusa blanca y un pantalón oscuro y liviano.
—Confieso que ella es más elegante que yo, pero en realidad la SAPE no es su afición —dice el Licenciado, y le guiña el ojo.
Como maestro de ceremonias, el Licenciado es grandioso. Con un saludo de su voz algodonosa arranca uno de los desfiles —esporádicos—, en los que actualmente es posible ver a algunos sapeurs en su prestancia. ElLicenciado lo organizó directamente con los encargados del bar. Más que una exposición sobre los entretelones de la SAPE, es una promoción de su marca. El primero en desfilar por entre las mesas que han abierto un callejón es el sapeur Modero: traje gris, camisa celeste, corbata, tirantes y pañuelo en rojo mate. El Licenciado lo presenta como el patrón de la elegancia clásica. Luego aparece Mika: traje azul, camisa blanca y corbata con los colores de la bandera francesa. Cuando se levanta la basta derecha muestra un calcetín con un estampado de la Torre Eiffel. Una mitad del auditorio festeja como ante un show de rarezas, la otra cruza miradas que mezclan desconcierto y desdén. El Licenciado se entusiasma, pide aplausos, más cariño. Pasa luego Fuluz: gafas de sol, traje rosa discreto, un desafío prudente a lo convencional. En la mitad del recorrido, Fuluz abre una sombrilla que tiene el mango como el de una muleta: una evocación grandilocuente a la protección que se debe el caballero ante los embates del temporal. La mitad entusiasta del público guarda las escenas en sus teléfonos móviles, la otra empieza a moverse inquieta para llegar hasta la barra. El Licenciado pide aún más cariño para recibir el plato fuerte. Taconeando contra el piso y extendiendo los brazos para recibir el calor aparece Norba de París: lentes oscuros, chaqueta niquelada, pantalón gris metálico, chaleco negro, pajarita y pañuelo en rojo burdeos, una simbiosis sonriente de Lenny Kravitz y Dennis Rodman. Cuando Norba llega a la mitad del recorrido, el Licenciado se tira boca arriba, a sus pies, y deja caer su cabeza hacia un costado: la pinta de Norba de París lo ha aniquilado. Por último salen seis muchachos blancos y espigados vistiendo trajes de colores pastel, entre ellos dos hermanos con el talante de los gemelos Winklevoss de The Social Network. «Mis pequeños», dice el Licenciado cuando presenta al grupo. A uno de ellos, que lleva como parte del atuendo un pith helmet, el sombrero clásico que los colonos europeos utilizaron en tierras tropicales a fines del siglo XIX, le ganó la novelería cuando se enteró de la SAPE en una exposición que organizó en 2009 el museo parisino Dapper, y luego se la contagió a sus amigos. Cada uno se mandó a hacer un traje con el Licenciado, y juntos fueron «sapeados» para la boda de otro amigo de ellos. Fueron la sensación de la velada.
Los desfiles en los que antes los sapeurs ponían a prueba el savoir faire de su credo como una forma de alcanzar distinción en su comunidad y como un signo de experiencia acumulada —repertorio propio de gestos, lenguaje oral incluido—, hoy son puestas en escena rimbombantes compartidas con un entorno extraño que reacciona ante ellas como ante un espectáculo de variedad exótica.
Ciertas referencias sobre la SAPE la separan en dos corrientes: la centrada en los códigos de un dandismo burgués que prefiere la elegancia clásica, los colores conservadores y el adecuado uso de determinadas telas según las estaciones del año, y la exhibicionista, que tiene como preocupación constante el hacerse notar, para lo que juega con la cromática más extravagante. Los artífices del desfile de este sábado son parte de la segunda tendencia. Los entresijos de la SAPE no conforman un manual unificado, sino más bien una pequeña enciclopedia con tomos diversos.
En una entrevista con el sitio Sape-BZ.com, el escritor Aimé Eyengue resalta la dificultad para trazar una panorámica unificada sobre la SAPE, dado que cada sapeur, dice, se cree depositario de las «verdades verdaderas», lo cual, a la vez, juzga como normal, ya que «el papel de ellos es vivirla más que reflexionar sobre ella».
Salvo por los lentes de carey —redondos y pequeños—, que hoy son tendencia para el look intelectual entre ciertos sapeurs de edad madura, el atuendo de Jean Marc Zyttha-Allony no reporta mayores señas particulares. Habiendo cedido a cuanta locura le demandó la SAPE, hoy está centrado en la primera corriente: lleva la elegancia con sobriedad y sin aspavientos y, más aún, dedica parte de su tiempo a indagar acerca de ella: escribe de a poco sus reflexiones sobre una vida como sapeur, y espera poder realizar un documental que exprese todas las honduras del movimiento.
Las reflexiones de Jean Marc pueden ser contradictorias.
—¿Cómo gran parte de un país de más de cuatro millones de habitantes, con 42% de ellos viviendo bajo la línea de pobreza (según datos de 2007 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), puede plantearse como objetivo militar por la elegancia?
—C’est la folie! Una vez tomada la opción, se transforma en un compromiso que se impone sobre lo esencial. Pero no se puede hacer de esto un proyecto de vida, no puede ser que tres de cada cinco congoleses vengan a París pensando en trabajar solamente para comprarse ropa, en lugar de pensar en construir el país y asegurar su futuro.
Jean Marc ya no ve a la SAPE como un dogma que debe ser inculcado a las nuevas generaciones, pero a la vez la asume como la posibilidad de vehicular la complacencia que dicta el deseo. Cuando habla en esos términos, dice apoyarse en el pensamiento de Spinoza.
—La SAPE es la gracia de existir, constituye la búsqueda constante de la perfección.
Para un sapeur como él, la perfección puede plasmarse en el cotidiano acto de seleccionar las prendas adecuadas, haciendo así que el ordinario gesto de vestirse se convierta en un evento extraordinario. Todo eso, dice, sin caer en la vanidad placentera del yo.
La SAPE es paradójica, excesiva, inconmensurable. Se reivindica como una respuesta optimista de alcance nacional a un pasado de colonización y guerras civiles, y a la vez enarbola el más individualista empeño por la exaltación del ego.
Al buscar reforzar en el imaginario social esa pretendida reivindicación optimista, dice Jean Marc, la esfera política ha cumplido un papel destructivo.
—Los políticos congoleses que se dicen identificados con la SAPE se equivocan de misión. Por supuesto que no les está prohibido interesarse en la elegancia, pero dado que ellos asumieron una misión de servicio al pueblo, deberían evitar hablar de la SAPE, de lo contrario, ¿qué ejemplo le van a dar a la juventud?
El escritor e historiógrafo congolés Ngombulu Lascony, en su texto «La juventud congolesa entrampada», va más lejos. «Para eternizarse en el poder —dice—, Sassou-Nguesso ha adoptado una nueva estrategia: incentivar a un segmento de la juventud congolesa (instalada en los bastiones hostiles a su régimen) a divertirse en lugar de educarse, para que así no piense en pretender un día el trono que él espera legar a su descendencia».
«La SAPE y la política son dos dominios incompatibles», insiste Jean Marc, pero su fe en la primera como sustento de una afirmación colectiva, capaz de superar cualquier diferencia, le lleva a matizar la sentencia.
—Imagínese a dos congoleses, uno frente a otro. Uno aprueba la gestión política del gobierno y otro está en contra. Esas dos personas, más allá de la política, pueden acordar en la belleza de la corbata o de la chaqueta del presidente.
La SAPE retomó fuerzas a inicios de 2000, no sólo porque existían suficientes militantes a ambos lados del Estrecho de Gibraltar, sino porque empezó a ser abordada desde diversas ópticas. Se interesaron por ella la sociología, la antropología, la literatura, el periodismo, la fotografía y la alta costura. En 2009, el Museo Dapper, de París, le dedicó una exposición y un ciclo de conferencias y, en 2010, el diseñador inglés Paul Smith presentó su colección de primavera inspirada en el libro Gentlemen of Bacongo, del fotógrafo italiano Daniele Tamagni. Pero antes de instalarse en esos espacios, una suerte de subfenómeno intrínseco le ayudó a levantarse del letargo. El popular cantante congolés Rapha Bounzéki lanzó el tema «La Sapologie» («La Sapología»), una rumba africana que habla del movimiento y en la que se repasan los nombres de los sapeurs más célebres y se citan las marcas más apetecidas en su repertorio de consumo. Max Toundé, productor de Bounzéki y sagaz hombre del showbiz (para algunos una suerte de Timbaland congolés), pensó en montar el tema a manera de videoclip con escenas de sapeurs regodeándose de su finura y sumarle al producto entrevistas breves, escenas de desfiles y fiestas privadas y testimonios de gente de la comunidad alabando su iniciativa. Toundé armó un pastiche audiovisual bien condimentado, lo llamó La Sapologie volumen 1 y lo vendió como roscas frescas. Luego todos los sapeurs quisieron tener sus quince segundos de alarde frente a la cámara. Ahora circula La Sapologie volumen 5.
Pero para que La Sapologie se volviera notoria, hubo primero que inventarla.
Ben Moukasha es un sapeur famoso que se hace llamar el Millonario del Vestido. Millonario no es, pero como propietario y administrador de un pequeño restaurante y una peluquería de moda afro —llamados ambos La Sapologie, uno frente al otro a pocas cuadras de la boutique del Licenciado—, tiene tiempo para meditar sobre su invento. Suele hacerlo —como cuando me lo explicó— sentado en su despacho: un escritorio tosco y una silla de plástico apostados a la entrada de la peluquería. Ben Moukasha, en su despacho, va siempre de traje y corbata, y a veces toma vino en copa de champaña.
Una tarde de 1999, habiendo considerado que hasta entonces la SAPE era una «concha vacía carente de discurso», pensó que había que asumirla como una energía positiva que ayudara a su comunidad a sacudirse las cenizas de las guerras y a ofrecer a los niños soldados otras huestes donde alistarse sin armas. Buscó en el diccionario la definición de la palabra ciencia. Pensó que la SAPE, efectivamente, demanda un conocimiento ordenado y experimentado de las cosas. Voilà!, se dijo, la SAPE es una ciencia, por lo tanto ya no será la SAPE, será la sapologie. Compartió el entusiasmo con Rapha Bounzéki y, entre éste y Max Toundé, le pusieron música a la idea. Luego él se ocupó de construir el sentido. Primero estableció correlaciones y diferencias. Si el sapeur es a la SAPE, a la sapologie le será el sapólogo, ser superior que ha desarrollado las más finas habilidades para combinar prendas y colores, y así hacerle hablar al cuerpo elegante con un lenguaje legible sólo para los iniciados. No todo sapeur podrá ser un sapólogo. Tampoco todos querrán a Ben Moukasha.
«La sapologie no es la SAPE —dice el escritor Bedel Baouna en un artículo de 2009—. Muy al contrario, es una desviación, una caricatura. Ese neologismo falaz derrapa en una dictadura de la expresión gestual. La sapologie es una trasgresión nauseabunda, la SAPE una tradición agradable».
—Como Jesús, yo también soy incomprendido —dice Ben Moukasha respecto de sus detractores.
Los fogonazos de claridad sobre su invento le venían a Moukasha mientras almorzaba en su restaurante o cuando descansaba en su despacho. Primero se aseguró de tener siempre a la mano papel y lápiz, pero luego se dio cuenta de que le resultaba más cómodo usar una grabadora. Y así, hablándole al aparato, fue montando el decálogo para su nueva cofradía. Uno: «sapearás» en la tierra con los humanos y en el cielo con tu Dios creador. Dos: domarás a los ngayas (ordinarios), a los nbéndés (ignorantes), a los tindongos (habladores sin propósito) por encima y por debajo de la tierra, en el mar y en los cielos. Tres: honrarás a la sapologie en todo lugar. Cuatro: los caminos de la sapologie resultarán impenetrables a todo sapólogo no conocedor de la regla de los tres colores, acabados e inacabados (el sapeur se guía por una regla general que dice que en el correcto vestir se deben combinar tres colores entre todas las piezas. «Inacabado» se refiere a las diversas combinaciones básicas del vestir cotidiano, aquel que no despierta ninguna admiración particular, que es correcto, sobrio, pero usual. «Acabado» es el nivel máximo de la experimentación cromática, es la audacia vuelta éxito, lo nunca antes visto, tanto así que al propio Ben Moukasha le cuesta explicar cómo se alcanza). Cinco: no cederás. Seis: adoptarás una higiene corporal y de vestimenta muy rigurosa. Siete: no serás tribalista, nacionalista, racista o discriminatorio. Ocho: no serás violento ni insolente. Nueve: obedecerás los preceptos de civilidad de los sapólogos y respetarás a los ancianos. Diez: mediante tu oración y tus diez mandamientos, tú, sapólogo, colonizarás a los pueblos sapófobos.
—¿Existe también una oración? —le pregunto a Ben Moukasha.—Sí. ¿Quieres escucharla?
—Por favor.—Gloria a ti, sapologie, bendita sea tu ciencia. Oh, gran maestra de mi universo, tú, que llenas mis días de alegría y de vacile; tú, que llenas mis días de mimos y de labia; tú, a quien he ofrecido mi corazón, mi alma, mi espíritu, te doy también las gracias. Oh, ciencia de la SAPE, tú, que eres aplaudida sobre todos los podios del mundo; tú, que con tu belleza iluminas los corazones de hombres y mujeres, sobre esta tierra yo te venero, desde lo más profundo de mi ser. Pon en mi camino a todos los ngayas, los nbéndés, los tindongos para que sean domados, a fin de que tu voluntad sea hecha. Quita de mi camino a todos esos bandidos que quieren hacer daño a mi vestimenta. Protégeme de todos esos sapófobos que no quieren a los sapólogos, para que reine así tu ciencia por los siglos de los siglos. Que la sapologie esté contigo y en el corazón de todos los sapólogos.
—Amén.
—¡No! Nosotros nunca decimos «amén». Nosotros simplemente hacemos tronar contra el piso los tacos de los Weston.
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