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Esta era una abuela con su nieto; vivían ambos en una hacienda de tierra caliente, vainilla y especias, cañaverales y zopilotes y gallos intolerables por su insistencia. La abuela le leía libros al niño enfermo de todas las calenturas —las tropicales y las literarias—, y, entre tanto, éste crecía bajo las sábanas, larguirucho, secreto, palúdico, complejo, ojón, curioso, desgraciado porque creía que la gracia le había sido negada. Este niño renacentista, inapresable, encantador, sonámbulo, segregado, descendiente de los Capuletos y los Montescos, pero sobre todo de los Deméneghi, los Buganza, los Sampieri y los Pitol.
Mientras la abuela leía, Sergio Pitol empezó a vivir su propia vida de fantasía y nunca ha salido de ella. Nunca ha estado Pitol en otra realidad que no sea la de la literatura. Sus viajes han sido una continuación de ese cuento infinito de Catalina Deméneghi, su abuela cuyo hilo fue desenvolviéndose y lo llevó a los confines del planeta. Pitol llegó a Polonia, por debajo de la corteza terrestre y emergió en Kanal, la película de Andrzej Wajda, cubierto por el gran manto negro del que vive en las entretelas y regresa del infierno. El “Vals de Mefisto” lo bailó Sergio en el Hotel Bristol antes de escribirlo, o en el Peras Palace de Estambul, en el Ritz de Madrid se derritió como un cirio en brazos de la Pasionaria, y en Barcelona abrazó a Marieta Karapetiz y la meció en todos los valses perversos y liberadores, miles de valses al borde del Rin, los mismos que hicieron girar al viejo y maravilloso Giuseppe di Lampedusa en la Italia de Garibaldi. Checoslovaquia, Hungría y Rusia le brindaron las mismas nieves, el mismo sonambulismo, Asia central no lo sacó de sí mismo, inmerso en sus enfermedades y en sus convalecencias, en sus larguísimos diálogos con otro aparecido-desaparecido, el escritor Juan Manuel Torres, en improbables escenarios que se prendieron a su traje como la miseria se prende al mundo.
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Todos los personajes de Sergio Pitol o casi todos, despiertan en el hospital, y cuando no, todos pierden interés en lo que se proponían, que es también una forma de hospitalizarse. Sus cuentos son siempre un cuento dentro de otro cuento, recuerdos dentro de otros recuerdos, nunca nada es directo, uno tiene que girar con él, o cuando bien le va, desenvolver el cuento, muñeca rusa, caja de sorpresas, “Jack in the box” impulsado por un resorte, broma que salta a la cara, chorro de agua que te empapa, pastelazo, víbora que pica cuando el autor está a punto de domesticarla.
Extraño personaje, Sergio, entre más escribía, más inasible, remoto, entre más adelgazado entre los límites entre los fantástico y lo real, más imprescindible. Resultaba menos desarraigado Pitol cuando estaba lejos y podía encontrársele como lo hizo Margarita García Flores en París, en su departamento del Trocadero, a un paso del Bois de Boulogne.
Más tarde, con el Premio Cervantes pintado en su sonrisa, caminó en las calles de Jalapa y todos lo saludaron, lo abrazaron, lo felicitaron, lo reconocieron de “reconocimiento” porque le agradecieron haberlos premiado y seguir al alcance de su abrazo mexicano, mejor dicho jalapeño.
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Su madre Cristina Deméneghi se ahogó en el río Atoyac, en un día de campo. Sin saberlo, la madre le legó al hijo su condición de náufrago y ésta nunca lo ha abandonado. Siempre hay en Sergio Pitol de mar y de marino. Siempre regresa pero hasta ahora nunca se había quedado en México. Permanecer debe haber sido para él una forma de muerte, y la Ciudad de México un puerto de catástrofe, asentarse, algo igual a momificarse porque Pitol quemó todas sus naves.
Desde que Sergio publicó su primer cuento, sus héroes y sus heroínas siempre me parecieron extravagantes porque si Sergio parodia, nunca nos da la clave, la Falsa Tortuga puede ser y no la novelista María Luisa Mendoza, Marieta Karapetiz puede ser y no la latinista Mathilde Lemberger. A Sergio Pitol no le interesa revelar algo, mucho menos dar explicaciones. Avienta su libro y ya. Lo demás es cuestión de tipografía. ¡Ah, y de Sacha que así se llamaba su perro y también uno de los personajes de su novela Domar a la Divina Garza! Nunca puede Pitol interesarse en alguien que no escriba o no ame los libros, y Sacha, como Jan Kott, fue especialista en Shakespeare.
Sergio Pitol, aristócrata hasta la punta de los cabellos, fabricante de ilusiones, “bon vivant”, propietario de caballerizas llenas de unicornios, gran conocedor de pintura, amateur de muebles antiguos y descubridor de obras de arte en Polonia y en Estambul, solía caminar con su bastón (que no necesitaba pero subrayaba su elegancia) por tierras de su natal Jalapa, estado de Veracruz, como el marqués de Carabás y señalaba: “¡Aquellos maizales son míos!”. Autor de un extraordinario El mago de Viena, muy pronto se convirtió en nativo de Polonia de tanto amor a su gente y a su literatura, y encontró tiempo para escribir libros de cuentos y novelas que lo hicieron acreedor al Premio Cervantes en 2005.
Recuerdo su enojo cuando me dijo que “los izquierdistas mexicanos van a Moscú a buscar fórmulas que quepan dentro de sus credos inamovibles”. Le irritaba que le dieran clases de socialismo con manuales pre-establecidos y punitivos. Me explicó que al llegar a Polonia —donde él fungió como agregado cultural— la realidad era totalmente distinta “porque la vida es muchísimo más fuerte, las circunstancias nacionales se manifiestan de una manera diferente a las que aparecen en los libros socialistas que leemos en México”.
En zonas menos insalubres —como insalubre era la Córdoba de su infancia— se mueven los personajes de Vals de Mefisto en el que cuatro cuentos se llevan la palma, “Nocturno de Bujara”, “Mephisto-Waltzer”, “Asimetría” y “El Relato Veneciano de Billie Upward”. En alguna ocasión, Sergio le dijo a Margarita García Flores una frase clave para entender su obra: “Por lo general, cuando escribo un relato, hay una zona de vacío, una especie de cueva psicológica que no me interesa llenar”. Hay cosas que a Sergio simplemente no le interesa hacer y uno tiene que conformarse o aventarse con él, unírsele secreta o subterráneamente, aceptar su misteriosa, su especial vibración literaria, a pesar del trabajo que exige. Claro que después quedará uno atrapado con su lenguaje, en su escritura que engarza reflejos y entrar a ese lóbrego bar de Varsovia, buscar el horizonte frente al mar de Sopot y darse cuenta de que también los hombres y las mujeres son escenarios en los que se juegan comedias o tragedias. Nunca hay diálogo en Pitol, sólo afinidades y sólo cabe “disfrutar de la belleza de ciertas frases”. El mago de Viena es un libro que encanta, un libro niño en el sentido de su naturalidad, un libro de brazos abiertos, un libro que viene cantando como un río. Fluye. Distintos arroyos confluyen en él en una armonía perfecta y Pitol, el gran mago, orquesta las aguas, traza su camino sobre la tierra, profundiza su lecho, acendra sus reflejos y a veces juega y nos zambulle en medio de carcajadas porque siempre es saludable ahogar un poco a quienes creen que pueden remontar la corriente.