Tetas y paraíso
¿Qué pasó cuando Natalia Paris, la gran seductora de los colombianos, decidió cambiar el tamaño de sus senos?
Colombia es uno de los más grandes productores de ropa interior femenina en el mundo, y sus pasarelas no le piden nada a las de Victoria Secret, pero es imposible encontrar un brassiere sin relleno en todo el país ya he visitado más de una docena de tiendas. «Nadie los fabrica me dicen, porque ninguna mujer los pide». Todo esto se debe a Natalia Paris, la menuda modelo de Medellín que ha posado en ropa íntima a lo largo de los últimos veinte años. Natalia Paris ha sido y sigue siendo la consentida de Colombia. Aunque prefiere confesar que tiene «varias piedras en el zapato» a decir su edad, sabe que sus días como niñita mimada en liguero están contados. A finales de 2009 decidió abrirse camino como actriz. Yo viajé a Bogotá para presenciar esta transformación.
Llego a la sesión fotográfica en el Bardot Bar, en el barrio de moda del Parque de la Calle 93, para conocer a la mujer que por sí sola transformó la apariencia de las mujeres colombianas. Llego puntual a la cita, a las tres de la tarde, pero la sesión no ha comenzado aún. Natalia Paris me da la bienvenida, se disculpa por la tardanza con una vocecita dulzona mientras el dueño del bar y una batería de productores, estilistas, asistentes, periodistas y diseñadores no ocultan su felicidad por pasar tiempo con la celebridad. La señora del aseo prende incienso porque sabe que Natalia no trabaja sin su olor.
Rodeada de babydolls, corsets, ligueros y una estola de piel blanca, la supermodelo más famosa del país escucha atentamente mientras el fotógrafo Raúl Higuera le dice que quiere que se convierta en Brigitte Bardot. «Es perfecto ronronea mordiendo una ciruela y mirandome a mí, al igual que ella, yo quiero pasar de modelo a actriz. Voy a debutar el mes que entra».
Le pregunto cuál va a ser su primer papel.
Una rubia tonta me dice con el susurro sensual que ha hecho famoso.
¿En ropa interior? le pregunto.
Por supuesto contesta ella.
La BlackBerry rosa de Natalia suena. Su cara se torna seria. «Pónganlo al teléfono», dice ella en el mismo tonito con que contesta mis preguntas. Dejándose caer sobre los cojines dorados y púrpuras del afamado establecimiento con decoración de burdel, la controvertida modelo colombiana vuelve a ronronear: «Buenas tardes, teniente. Es Natalia Paris». Después de escuchar por algunos minutos, le agradece: «Ha sido usted de lo más comprensivo», dice sensualmente antes de colgar.
CONTINUAR LEYENDOCon una sonrisa maliciosa, ella se vuelve hacia nosotros y nos avisa que la sesión comenzará pronto. El retraso se debe, confiesa, a que su estilista fue detenido por la policía y le encontraron un poco de ya-sabes-qué. Acaricia su teléfono y añade: «Pero ya se encuentra en camino».
«Obtiene lo que quiere», me susurra un camarógrafo que vino a grabar el detrás de cámaras para un noticiero. «Modelo o actriz. Seguro. Pero más que eso, ella es Natalia Paris. Cómo crees que abrieron este bar de moda a esta hora. Por ella. Sólo por ella. A nadie más».
«Y quién es Natalia Paris», le pregunto.
Me mira como si le hubiera hecho la pregunta más boba, tan primordial como preguntarle a un colombiano cuál es la capital de Colombia. Trata de explicarme y me cuenta que él creció, como toda una generación de adolescentes ochenteros en este país, con el póster de Paris en el dormitorio, y estudió el bachillerato con la portada de sus cuadernos adornados con su cuerpo.
Natalia sedujo a esta nación desde el día en que apareció en un comercial de cerveza con un bikini de lamé dorado a los dieciséis años. Desde muy joven tuvo ganas de ganar dinero para sus «gusticos», y ya en su colegio de monjas hacía «sus negocitos». Cuando vio los cuadernos de Britney Spears, forró los suyos con sus propias fotos, y su madre, viuda desde que Natalia tenía ocho meses, los convirtió en negocio.
Sigo sin entender qué tiene Natalia. No tiene ni el porte de Gisele Bündchen ni el estilo fashion de Kate Moss. Su pasado es turbio o, como dice ella, «tiene piedritas»: en 1994, en la cúspide de su popularidad como diosa de la ropa íntima en Colombia, se fue a vivir con uno de los lugartenientes de Pablo Escobar, quien terminó asesinado en 2001. «Me enamoré de él me cuenta sin remordimiento. Era tan guapo; unos dientes… Divino. No un «traqueto» horroroso y gordo como lo pintan en las telenovelas». «Traqueto» es el slang colombiano para narcotraficante, de los que hay hoy día muchos más que cuando ella empezó a salir con el capo de la sonrisa perfecta. Si en los días de juventud de Natalia había dos grandes cárteles, el de Medellín y el de Cali, Colombia ahora tiene unos cuatrocientos cartelitos y más de doscientos cincuenta mil narcomillonarios. A diferencia de los primeros zares de la droga que mantenían un perfil bajo aunque sacaban a las muchachas de los pueblos y las mandaban a operar, éstos empezaron a hacer exactamente lo contrario: gastar sin freno y dedicarse a la fiesta rodeados de muñecas de cabellos rubios y pechos abundantes. Los «traquetos» han impuesto un nuevo estándar de belleza en Colombia, una narcoestética que se convirtió en toda una industria en boom: cirujanos plásticos, agencias de modelaje, salones de bellezas, salones de bronceado artificial, boutiques de apretada ropa de marca. En toda revista que abro y cada noticiero de televisión que veo se observan las huellas de esta extraña revolución que parece haberse adueñado de Colombia. Unas enormes tetas de silicón tomaron el país no las FARC, el grupo guerrillero que lleva cincuenta años peleando. Imposible saber cuántas operaciones de aumento de senos se hacen en Colombia anualmente. Cientos de miles, me dice el vocero de la Sociedad Colombiana de Cirugía Estética, Plástica y Reconstructiva, pero no se lleva un registro porque son muchas las clínicas pequeñas que las hacen, algunas sin licencia, y no reportan estadísticas. El costo promedio de un aumento de senos es de entre dos y tres mil dólares, una suma inalcanzable para la mayoría de las mujeres colombianas, más de la mitad de las cuales sobrevive con los trescientos dólares del salario mínimo.
Mucha gente considera a Natalia la precursora del Movimiento de Tetas Grandes. «Ella fue la primera en tenerlas», me cuenta un diseñador de modas que la conoció en ese entonces. Eran esos primeros días del romance de Medellín, su ciudad natal, con el dinero de la droga, como el de la diva con su galán traficante. A Medellín hoy le dicen Silicone Valley. ¿Podrá ser esta pequeña mujer la responsable del tsunami de pechos falsos que ha inundado al país? Natalia se declara inocente, pero admite, con su voz de yo-no-fui, haber adoptado a Pamela Anderson como su modelo. No niega que quería parecerse a la chica de Baywatch, Guardianes de la bahía en español, que los hombres de su juventud veían con tanto deseo. Natalia dice que se sentía acomplejada por sus senos pequeños. «Me ponía papel de baño», me dice, y yo recuerdo que en esos días no había en Colombia brassieres con relleno. Cuando cumplió dieciocho años, le pidió a su madre unos implantes de silicona como regalo. Y ella se los dio.
Natalia se volvió tan deseada como la famosa rubia del norte a la que quería emular y consiguió volverse el modelo colombiano de la belleza o, mejor dicho, de la narcoestética. Una representante de talento, muy metida en el mundo de la farándula, me describe el look: «Es la estética de la mamacita: nariz pequeña, labios gruesos, mucho culo y mucho pecho. Todo falso. Muy rubia».
Muchas colombianas querían ser como Natalia, convencidas de que si se veían como la mamacita de Medellín podrían atrapar uno igual al «divino» marido de la famosa modelo. Era una manera fácil y rápida de salir de la pobreza en un país que proporciona pocas oportunidades a las mujeres. Hace un par de años, una telenovela que expuso esta sórdida realidad se convirtió en el programa de televisión más popular en décadas, y no sólo en Colombia, también fue muy vista en México. Sin tetas no hay paraíso es la historia de una muchacha de apenas diecisiete años y de pecho plano que vende su virginidad a cambio de un par de implantes para poder ingresar a un mundo de lujos. En un giro macondiano, leo un artículo sobre una modelo de veinticuatro años que había obtenido un pequeño papel en la serie. La chica ya tenía implantes hechos, pero en ese afán por tener el cuerpo perfecto decidió a última hora someterse a una liposucción. Como muchas, se puso en manos de un cirujano sin licencia y murió en el proceso.
Natalia se prepara para su sesión fotográfica, me paro junto a ella y fijo la mirada en su escote mientras se quita una apretada camiseta sin mangas. Sus pechos se ven firmes, pero no se ven más grandes que los míos. Vine a pasar una semana con Natalia y atestiguar la extraña relación de Colombia con ella, pero ahora que la veo en persona un nuevo misterio aparece: ¿así son realmente los pechos de Pamela Anderson?
La sesión fotográfica en el Bardot Bar está en pleno apogeo. Natalia se encarama en un sofá con nada más que un calzoncito de algodón blanco y la estola de zorro blanco. Con tres cámaras frente a ella y reporteros tomando notas y grabando, Natalia da todo lo que tiene. Y tiene mucho: un torso moldeado como el de un quarterback de futbol americano y poses de conejita del Playboy. Envuelve sus hombros con la estola y la desliza entre sus piernas. El secador de pelo suena, y el fotógrafo le da instrucciones mezcladas con palabras de aliento. La canción «You Know I’m No Good», de Amy Winehouse, sale de su iPod, pero es hasta que se oye salsa que lleva los dedos a la boca y le da a Raúl el look Natalia. Para ti, Raúl. Pelo a un lado. Para ti, otra vez. El brazo derecho se eleva; la rodilla izquierda se flexiona. Ella se desliza por la pared, se arrodilla en el sofá. Look sexy. Clic. Clic. Look sexy. Clic. Raúl tiene la toma.
«No importa cuántas muchachas aparezcan, nadie puede destronar a Natalia», dice Mauricio Souza, dueño de una agencia de modelos que ha traído a ocho de sus estudiantes a ver la sesión. Me volteo y veo el bouquet de chicas, todas con caras de bebé, tratando de ser grandes con demasiado maquillaje y tacones altos. Hay una que tiene doce, la mayor diecisiete. No pueden creer que tienen a su ídolo enfrente. «Todas sueñan con ser Natalia Paris».
Durante un descanso saluda a las chicas y me pasa un grueso catálogo de lingerie. Su imagen está en todas las páginas; únicamente los colores y estilos de sus brassieres, tangas, corsets y ligueros cambian. «Es trabajo duro», me asegura al contarme que viaja a Medellín tres veces al año por cinco días a posar por un mínimo de ocho horas diarias. Regresa exhausta, hasta con ampollas en los pies. «No puedo dejarlo. Es un contrato muy bueno». Una cantidad de dinero de miles de dólares es una pequeña fortuna en este país, particularmente para una mujer. Un porcentaje mínimo de la población gana eso. Y quién sabe hasta cuándo esté en edad de hacerlo, pensará mirando a cualquiera de estas jovencitas.
Aun cuando es la adorada diva de su país, ella sabe que necesita reinventarse. «No me estoy haciendo más joven», me dice sin tapujos. Es por eso que está concentrada en volverse actriz. Y en hacer cuanto «trabajito» le salga. Este fin de semana no pasará tiempo con su hija ni con sus amistades. Le toca trabajar en un calendario de automóviles. Le pagarán otra enorme cantidad de dinero. Y luego están las presentaciones menores: un viaje a la pequeña ciudad de Pasto para el lanzamiento de una revista del corazón y la grabación de un comercial de radio para una clínica de cirugía plástica. «Me encanta tener mi propio dinero. Es por eso que empecé a hacer esto desde tan joven. Yo quería comprarme cosas. Nunca lo hice para hacerme famosa».
Le da un mordisco a una barra de chocolate light y regresa al sofá morado. Raúl vuelve a enfocar su cámara. De repente, el calzoncito de algodón se desliza y una nalga de Natalia aparece, dejándola como la niña del anuncio de Coppertone de antaño. La productora corre a ayudarla. Le jala el calzoncito no hacia arriba como supuse, sino más abajo aún. Natalia le da las gracias.
Y trabaja por seis horas más.
Llevo tres días al trote de la modelo, y confieso que ya estoy exhausta y yo sólo voy siguiéndola. Su publicista, Adriana León, y yo nos perdemos buscando la Academia Babel, la escuela de actuación donde Natalia toma sus clases. Quedamos en reunirmos con ella al mediodía. Encontramos el sitio gracias a que Natalia se da el lujo de estacionar su Kia Sportage plateado sobre la banqueta. «Gastarás una fortuna pagando multas», le digo. «Los policías de tráfico se deshacen en sonrisas cuando me ven», me dice con la intención de impresionarme. Pero su dedicación me impresiona más. Natalia lleva despierta desde las cinco y media. Ya desayunó con su hija, montó bicicleta estática y tomó cuatro horas de clases de actuación.
He podido constatar que Natalia recibe trato preferencial, hasta cariñoso, en este país donde la violencia y la antipatía callejera mandan. El vendedor ambulante afuera de la escuela le regala una copa de mango y papaya frescos con devoción. Al volante, en el tráfico desordenado que pone a cualquiera de mal humor, le saca una sonrisa al que se le cruza. Natalia se autoproclama la única colombiana que «nunca, nunca» ha sentido miedo al secuestro. «No tengo ni carro blindado ni guardaespaldas. Nadie se atrevería a tocarme. ¿Qué harían conmigo? Yo sería un problema para las FARC.»
Los militares, en cambio, la buscan. De eso me entero cuando León me muestra la página de Facebook de su clienta. En la mayoría de las imágenes, Paris no lleva casi nada puesto: un bikini, un liguero y su característica mirada insinuante. Natalia Paris le ha hecho el amor a Colombia por veinte años, así que ninguna de las imágenes me llama la atención, hasta que llegamos a la fotografía de la modelo en ropa militar. Con unos hot pants verde olivo en la mitad de la selva, Paris posa frente a un helicóptero del ejército.
León me explica: «Natalia hizo un calendario con las fuerzas armadas». Su historia de amor con el narco parece no importarle a los militares que entrenan a sus hombres a pelear contra ellos.
Natalia, a mi lado, añade: «Estamos en guerra. Es mi obligación apoyar a las tropas». Me cuenta que el presidente Uribe la llamaba todas las navidades, y que ella participaba en las celebraciones que hace el ejército a los combatientes, muy a lo Marilyn Monroe. La Monroe, ha dicho Paris muchas veces, es tan importante en su vida como lo fue Pamela Anderson.
Unos pocos días después, para demostrarme su apoyo a los uniformados, vamos a una academia militar. En el camino me cuenta que su relación empezó cuando su hermano menor cumplió la mayoría de edad y le tocaba presentarse al servicio militar, obligatorio en Colombia. Su madre estaba muy preocupada. No quería por ningún motivo que su hijo prestara el servicio. Como la mayoría de familias con conexiones, llamó a un general que conocía y le dio «mil razones» por las cuales su hijo debería ser disculpado. Nada funcionó, hasta que la señora le dijo: «Sabe, general, mi hija es Natalia Paris». Palabras mágicas. El hermano no prestó su servicio.
Me dice que se desveló con unos amigos pero que le prometió a Adriana que pasaría a saludar a los soldados. Para ellos lleva puesto un vestidito rosa tipo babydoll que sabe que los derretirá. Es evidente que ella hubiera preferido quedarse descansando y que está harta de mis preguntas y de ponerle buena cara al lente de Evan Hurd, el reportero gráfico. Yo todavía no resuelvo el misterio de sus pechos, pero no es el momento de preguntarle. La dejo que me cuente cómo fue que terminó haciendo el calendario a los militares.
El general que disculpó a su hermano le mencionó a su mamá que Natalia podría ayudar a levantar la moral de los soldados. Era la época álgida de la seguridad democrática, del presidente Uribe contra las FARC. «Me subían a un helicóptero y me llevaban por toda la selva».
Al llegar a la garita custodiada del edificio de ladrillo rojo, Adriana trata por todos los medios de lograr que entremos, pues no tenemos cita. Nadie la espera, pero hemos puesto contra la pared al oficial que recibe la llamada que la anuncia. Sabe que no debe dejarnos entrar sin previa autorización, pero también que tiene la oportunidad única de conocer a Natalia Paris. «Un ratito, no más», nos dice mientras manda buscar al fotógrafo de la institución. «Esto es como un sueño dice. Necesito una foto». Mientras llega el fotógrafo se forma una fila de soldados que, como él, quieren una foto con Natalia. El oficial posa con ella, mejilla con mejilla. Natalia los consiente por igual a todos. Se para junto a cada uno, pasándoles el brazo alrededor de la cintura, más como la novia que como la diosa inalcanzable que es para ellos. El oficial acaba por ponerse nervioso. «Por favor, váyanse le ruega a Adriana. Voy a perder mi trabajo si se quedan. Pero me han hecho el hombre más feliz del mundo.»
Natalia Paris creció en Medellín durante los peligrosos días de Pablo Escobar; peligrosos no sólo por la violencia de su reino, también por el baile seductor entre narcotraficantes y jóvenes bellas, como ella, que los millones de la cocaína encendía. El dinero de la droga cambió a las mujeres en Colombia, y Natalia Paris personifica esa unión. Como Colombia, Natalia se enamoró de los hombres que podían proveer un estilo de vida fabuloso con las ganancias de la droga. Las colombianas decidieron que, si se veían como ella, podrían aspirar a una vida como la de ella: una vida que imaginaban fácil y glamurosa, repleta de joyas y relojes de marca, casas con piscinas y jacuzzis, una vida de fiestas y champaña.
Las jóvenes estudiantes de Mauricio Souza me cuentan que no se pierden la telenovela del momento. Se llama Las muñecas de la mafia, y es la historia de las mujeres de los capos de la droga, aquellas que se pusieron las tetas y consiguieron el paraíso que buscaban. «Es sobre su vida de reinas», me cuenta una de ellas. Otra agrega: «Es sobre cómo Pablo Escobar cambió muchas cosas en este país. Una de esas cosas fueron las mujeres». «Les regalan de todo, y ellas quieren siempre más», dice otra de las aspirantes a modelo. La más vivaz del grupo me pregunta si he oído la canción. Me dice que es buenísima, y empieza a tararearla:
quiero ser la reina pa’ cuando vuelva
por eso quiero un hombre rico pa’ que me
mantenga
dile a todo el mundo que estás con una
hembra
que tienes un juguete nuevo pa’ que te
entretengas
to’ lo que se consigue con una Mini Uzi
una finca grande con jardín y jacuzzi
méteme al certamen de reina de belleza
no puedo pedir tanto con tan poco
en la cabeza
Natalia nos invita a conocer su casa una tarde. Nos ofrece té verde y palitroques de queso con miel, mientras ella termina su clase de baile. El fotógrafo alista su trípode, y yo pienso que en su intimidad podré sentarme con ella a solas y resolver mi intriga. Vive en un amplio apartamento rodeado por una terraza con vista a la cordillera de los Andes, en un barrio muy bueno al norte de Bogotá. Los muebles son modernos y, si no fuese por la batería que tiene en la sala, el estilo es cien por ciento New Age. Mientras ella suda al ritmo de Joe Arroyo, yo logro contar cinco budas; tres altares, mensajes de autosuperación y protección en las paredes y la puerta del refrigerador muchos escritos en postales con su propia imagen. Libros de Deepak Chopra y de Osho y muchas pilas de revistas en cuyas portadas aparece ella.
Sentada en su comedor de color blanco con otra apretada camiseta sin mangas, ella hace cuenta de todos sus privilegios: un instructor privado de salsa, una instructora de belly-dancing, un masajista, una mujer que le hace el mani-pedi «aquí mismo», una empleada de planta y otra de entrada por salida. Me muestra el cuaderno que alborotó a los muchachos ochenteros: vestida como colegiala, con dos trenzas rubias, una cortísima falda a cuadros y una blusa blanca apretada recalcando unos senos voluptuosísimos, Natalia finge montar en bicicleta. Me regala un par de productos de su línea de belleza. Me da un tour de su espacio privado: el baño tiene un inmenso jacuzzi, el cual raramente usa, y su enorme vestidor está repleto del mismo modelo de las camisetas sin mangas planchadas, jeans y botas. Puede que en Hollywood esto no impresione a nadie, pero ésta es sin duda una vida de lujo para cualquier mujer en Colombia. Se despide diciéndonos que su paraíso es estar en su cama viendo películas. Le pregunto qué le gusta ver. Le gustan las comedias y nunca ve telenovelas, pues le parecen vulgares, sobre todo este nuevo narcogénero. Se refiere a Sin tetas, a Las muñecas pero sobre todo a El cartel de los sapos, donde ella y su narcoamor asesinado son personajes.
Esa noche ceno en casa de amigos, intelectuales y periodistas. Me preguntan qué historia me trae a Colombia, y con un poco de vergüenza les cuento que no es ni la política ni la violencia, sino Natalia Paris. «Ella es la cara de Colombia», me dice el anfitrión, quien en su juventud militó en la guerrilla del M-19. «A mí Natalia me parece más honesta que el país; ella, al contrario de Colombia, no esconde lo que es».
Después de un par de días de espera, la publicista me llama para decirme que esa tarde Natalia se sentará por fin a solas conmigo; que me encuentre con ellas en la Zona T, una callecita adoquinada llena de restaurantes y tiendas donde a Natalia le gusta ir. «Nuestro Lincoln Road», bromea Paris, al hacer referencia a la popular avenida en South Beach en Miami. Están con un amigo de Natalia, una estrella porno española guapísimo. Es una soleada tarde de jueves y la T está en ebullición: todo el mundo está coqueteando, saludándose de doble beso y con risitas nerviosas. Es hora del ligue. «En España, las mujeres se me tiran encima me dice él, pero en Colombia me siento invisible; ni siquiera me voltean a ver, pues no soy un narco cargado de billetes».
Para nuestro tête-à-tête final, Natalia escoge la terraza del ocupadísimo Juan Valdez Café. Me sorprende que con su fama quiera sentarse en un sitio tan abierto y tan tradicional. Todos los ojos del lugar se dirigen a ella. Algunos la saludan. Muchas de las señoras la miran mal. Un grupo de jóvenes se acerca a preguntarle si la puede entrevistar para «un proyecto de la universidad». A mí me tocará obtener el valor de preguntarle a la famosa reina sensual de Colombia lo que me ha estado molestando toda la semana: el tamaño de sus siliconas.
Lleva su característico atuendo: otra de las camisetas apretadas sin mangas, otro par de jeans ajustados y otro par de botas de su colección. Esta vez, lleva un pequeño bindi en la frente. Me explica, como para disculparse, por qué lleva tanto maquillaje. Viene de una entrevista en televisión sobre su debut. «Me graduaron de actriz, con toga y todo». Sin embargo, quedó un poco molesta. «Yo quería vestirme así me dice, pero ¡no!, el productor del programa mandó un chofer a mi casa a recoger ropa más sexy. Una vez más, ahí estaba yo en lentejuela y con shorts hasta acá». Señala el nacimiento de sus bronceadas y torneadas piernas.
«Mira pa’llá», me dice picándome con el codo: subiendo por las escaleras viene una caricatura de Natalia Paris, un horror de enorme trasero y tetas falsos con extensiones color amarillo. «¿Qué puedo hacer al respecto? Ésa no soy yo. La historia de esa chica no tiene nada que ver con la mía». Toma un sorbo de su café Juan Valdez. «La gente crea sus propias fantasías sobre mí. Es cierto que he vendido mi apariencia, pero nunca vendí ese look. No importa cuánto hagan estas chicas para verse como yo», dice ella en su ronroneo. «Antes. Ahora. Cuando sea. Ninguna cirugía lo logrará, nunca serán Natalia Paris».
Tomo un sorbo de mi café, alistándome para, por fin, preguntar. «Has dicho que tu inspiración es Pamela Anderson». Tomamos sorbos las dos. Admite que de joven la encontraba magnífica. Otro sorbo. «No estoy avergonzada. Era lo que se veía en la televisión, y aquí gusta lo que viene de afuera y así era como la gente se quería ver entonces». Se detiene a ver lo que le queda de café preguntándose si debería tomar un último sorbo. «Me gusta verme más natural ahora. Cuando me quité los implantes todo el mundo empezó a hacer lo mismo». Misterio resuelto, me digo mientras ella se despide dándome un beso en la mejilla.
A mediados de mayo me siento a cenar con Gustavo Bolívar, el autor de Sin tetas no hay paraíso, en el restaurante Harry’s de Polanco en la ciudad de México, donde el tamaño de los cortes de carne y las colas de langosta son tan exagerados como las tetas que se apoderaron de Colombia y que él tan cruda y valientemente sacó a la luz pública. Cuando lo escribió en 2005, el periodista radiofónico más importante de Colombia se entusiasmó tanto que le hizo una entrevista, y en dos días había vendido veinte mil ejemplares. «Por la crudeza con la que conté una realidad que nadie quería aceptar me dice, y por el título». Sin tetas no hay paraíso fue una frase acuñada en Colombia y que cruzó fronteras. Se ha trasmitido en más de ocho países, entre ellos Estados Unidos, España, Rusia y México. Bolívar está en el DF porque Sin tetas se estrenó como obra de teatro en el Teatro San Jerónimo.
Llegó a México con su amigo Alán González, un cirujano plástico colombiano que, como Bolívar, le da un giro social a su trabajo. Si Bolívar lo hizo exponiendo una realidad como crítica social, González lo hizo desde su práctica médica. Abrió su consultorio en el año 2000 diciéndole que no a las mujeres que querían pechos desproporcionados. A diario llegaban muchachas de mediana estatura a pedirle siliconas de setecientos gramos. Me explica que lo normal serían unos trescientos. «Era una competencia esa colonización de la belleza me dice, y nadie consideraba los riesgos médicos que conllevaba cargar tanto peso».
Les pregunto a los dos si Natalia había de nuevo liderado un movimiento de pechos como me lo pronunció. Parece ser cierto, les digo. Hace unos meses, la portada de TV y Novelas citaba en grandes letras amarillas a una presentadora de televisión: «Me las voy a quitar».
Responde González, quien escribe sobre el tema en revistas colombianas abogando que las cirugías hay que tomarlas con seriedad. «Antes era algo que se mostraba con orgullo me dice en su tono pausado, tomando pequeños sorbos de un margarita frappé. Si antes los senos eran sinónimo de poder, ahora son sinónimo de vergüenza. Sí, se los están quitando».
«¿Fue Natalia digo mirando a Bolívar, o fue Sin tetas?». Baja los ojos y toma su cabellera azabache entre las manos.
«Pues la gente empieza a mirarlos mal dice con mucha modestia. Nadie quiere verse como novia de narco. La sociedad empieza a rechazar el verse así».
¿La muerte del narcolook? «Pues parece ser que la narcoestética se ha mudado a México», me dice la noche antes de su estreno, y nos acordamos de la novia colombiana que encontraron en la casa de La Barbie el día que lo arrestaron. No sólo están las importadas. El interés de hacer Sin tetas a la mexicana y de llevarla a una gira por provincia es porque se está dando el mismo fenómeno que se dio en Colombia cuando al país lo tomaron los narcotraficantes. Y eso está sucediendo en este país, me explica, por eso en esta puesta en escena el personaje es una chica de Acapulco sin recursos que se vende por unos pechos para poder conquistarlos.
El fenómeno del narco continúa con o sin tetas en Colombia, me explica. Lo que pasa es que ahora las mujeres quieren ser como los cárteles de hoy en día. «Camuflarse más. Parecerse a todos, no sobresalir». Le pregunto a González por el costo de una reducción. Me dice que es una operación complicada, pues hay que sacar, reconstruir tejido y volver a rellenar con implantes más pequeños. Este nuevo Edén vale el doble del primero el costo de la cirugía es de unos cinco mil dólares.
Como el narcotráfico, la popularidad de Natalia Paris se mantiene intacta. Su nueva carrera de actriz ahí va. Tiene un papel pequeñito en una película sobre la violencia en Medellín que acaba de estrenarse en Colombia, en la que sale esta vez no como rubia tonta sino embarazada y muy tapada. Pero es más lo que ha hecho en su papel sensual de siempre. Fue presentadora de un reality para el que filmó en una finca donde aparece vestida de granjera con mucho escote y hot pants y con las dos trenzas de sus días jóvenes. Para promocionar sus productos de belleza hizo un video en el que tiene sexo con un oso de peluche gigante. Me topo con la edición 124 de la revista SoHo en la que se anuncia: Natalia Paris, el más apetitoso símbolo sexual de Colombia por más de veinte años, se desnuda por primera vez. Abro el link. Sin brassiere de balcón, sin hilo dental de encaje, veo la misma mirada que vi entregarle a la cámara aquella tarde. Esta vez, Natalia decide mostrarle a los colombianos sus senos reducidos.
Últimamente se ha vuelto como el Pepito de los chistes que se mandan los colombianos por las redes sociales. Facebook tiene una página que se llama «Los chistes de Natalia Paris», con miles y miles de seguidores. Hasta eso es noticia en Colombia. Francisco Santos, ex vicepresidente de Colombia, entrevistó a Natalia en su programa matutino en la radio. Me acuerdo de lo que leí en la página de Facebook: Qué importa que la gente piense que eres tonta. Ahí sigue Natalia, incansable, indestructible, dándole cuerda a los colombianos.
Ya sea por la necesidad de Natalia de reinventarse, o por las nuevas características de camuflaje del narco colombiano, o por el trabajo de investigación de Bolívar o el educativo de González, acaba de empezar en Colombia una campaña a favor de las tetas naturales. El anuncio electrónico invita a las colombianas a mandar un video mostrando sus pechos sin cirugía. Muchas lo están haciendo, muy orgullosas. ¿Será que en mi próximo viaje a Colombia encontraré un brassiere de mi gusto? \\
Traducción de Daniel Pastor.
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