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Los manifestantes sostienen pancartas durante una protesta contra el gobierno de Chile, en Santiago de Chile, el 10 de diciembre de 2019. Fotografía de Pablo Sanhueza / REUTERS.
En 2019, durante el estallido social de Chile, el finado expresidente Sebastián Piñera intentó controlar las manifestaciones con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: la policía disparó contra la población civil con balines antidisturbios y bombas lacrimógenas. Hubo más de 400 víctimas con mutilaciones en el rostro y traumas oculares. Este artículo, publicado originalmente en noviembre de 2022, es uno de los ejemplos más dramáticos de violencia policial en Chile.
En algún momento de 2019, la madre de Diego Foppiano puso cerámica en la escalera de su casa en Puente Alto, un barrio de clase trabajadora ubicado en la periferia sur de Santiago de Chile. No le gustan las alfombras de pelo corto, color beige o rosa claro que muchas veces vienen por defecto en las casas como la suya: juntan demasiada mugre, se ponen grises. Pero en algún momento de 2020, apenas unos meses después, la madre de Diego Foppiano sacará la cerámica nueva y reluciente de esa escalera y volverá a poner una alfombra de pelo corto, beige o rosa claro, que dentro de poco juntará mugre, se pondrá gris.
Diego Foppiano tenía veintidós años y estudiaba ingeniería en Control de Gestión en la Universidad Diego Portales cuando recibió un perdigón de la policía en el rostro. Era el 19 de octubre de 2019, el segundo día de las protestas más multitudinarias de la historia de Chile, un período bautizado como el “estallido social chileno”, en el que miles de personas se manifestaron espontáneamente por todo Chile, sin convocatoria y sin líderes. A los médicos les tomó tres cirugías sacar los pedazos de proyectil de la cavidad ocular de Diego Foppiano. Y cuando terminaron, antes de vaciar completamente el ojo, le dijeron que era mejor que no volviera a jugar al fútbol, como lo hacía hasta entonces con cierta ambición, porque podía lastimarse el sano y no habría retorno. Además, le dijeron que por la complejidad de la operación y por el tiempo que le costaría adaptarse a la visión de un solo ojo, iba a estar, indefinidamente, muy mareado.
Durante los meses de recuperación, Diego Foppiano no consiguió mantener el equilibrio. Rompió decenas de vasos, rodó enredado con alguno de sus seis perros y cuando se compró un celular nuevo cayó sentado sobre él en la cerámica de la escalera y lo rompió. Marcela, su madre, pensó entonces que era mejor tener una casa con una alfombra gris.
El 19 de octubre de 2019, Diego Foppiano y su mejor amigo habían caminado entusiasmados hasta la plaza de su barrio. Ese año la primavera se impuso rápido y los primeros días de protestas se recuerdan como festivos: adolescentes saltaban los torniquetes del metro, las familias tocaban cacerolas y llegaron a congregarse más de un millón de personas en el centro de Santiago. Todo había comenzado cuando el Gobierno subió treinta pesos chilenos (unos tres centavos de dólar) el precio del transporte público, que ya era uno de los más caros de la región. Bajo la consigna “No son treinta pesos, son treinta años”, se inició una revuelta popular con reclamos múltiples, que iban desde modificar el sistema privado de salud y educación y los fondos de pensiones hasta terminar con la explotación medioambiental, todos males concentrados en un modelo económico heredado de la dictadura al que se aplicaron escuetos cambios durante treinta años de democracia.
Ese 19 de octubre, la plaza de Puente Alto estaba colmada en una concentración celebratoria. Había pocos carabineros formados en una línea silenciosa, inmóvil, lo que a Diego Foppiano le pareció extraño, pero cuando caminó cerca de ellos, envalentonado por la efervescencia de esos días, no tuvo miedo, no tenía por qué. Antes de desvanecerse, lo último que vio fue a un carabinero dar un paso adelante, dispararle de frente y volver a su fila.
El suyo fue uno de los primeros casos de trauma ocular registrados durante el estallido social. Sucedió el mismo día en que se declaró el estado de emergencia, horas antes de que el presidente Sebastián Piñera pronunciara uno de sus discursos más recordados: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Esos primeros días fueron también los más desconcertantes. Muchos hospitales colapsaron con heridos por la represión policial y empezaron a publicarse cifras diarias de lesionados, detenidos y muertos. Como no había ambulancias disponibles, Diego Foppiano, que no se sentía particularmente enemigo de nadie y que había perdido la conciencia por el impacto, se levantó en medio del caos y simplemente caminó.
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El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) entregó una cifra de 460 personas, el Ministerio de Salud maneja un catastro de 449 y un programa de reparación ya ha atendido a 399. Pero organismos de familiares y víctimas han dicho que podrían ser más las personas que sufrieron mutilaciones o traumas oculares causados por los balines antidisturbios y las bombas lacrimógenas que utilizó la policía durante el estallido social, que empezó en octubre de 2019 y que solo amainó con el aislamiento por el covid-19 en marzo de 2020.
Sebastián Piñera intentó controlar esas manifestaciones explosivas con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: bombas lacrimógenas, carros hidrantes y escopetas antidisturbios —que disparan proyectiles, supuestamente de goma, pensadas para disolver concentraciones y activarse desde largas distancias— fueron utilizados contra la población civil con cifras altas de heridos, muertos y detenidos. Llegaron a abrirse ocho mil causas por violación a los derechos humanos, pero las mutilaciones oculares —la ceguera total, trágica, que produjeron en al menos dos personas muy jóvenes, y su vínculo cada vez más ominoso con la frase optimista y festiva que se repetía por esos días, “Chile despertó”, se fueron transformando en símbolo del estallido social.
Fue el cuerpo de Carabineros, la policía chilena, el encargado de ejercer la fuerza e imponer orden. Aunque se declaró el estado de emergencia y varias ciudades estuvieron bajo toque de queda y, por tanto, las fuerzas armadas también participaron, cuando le preguntaron al comandante en jefe del Ejército, Javier Iturriaga, qué pensaba sobre la declaración de guerra del presidente, él respondió: “Yo soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”.
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—Yo pinto todo, la esclera, la parte blanca del ojo, la pupila, del color más fiel. Pero también ubico las venitas de la forma más parecida posible al ojo sano. Después de eso, se procesa la prótesis con acrílico transparente, para darle brillo, y una vez pulido, se prueba en el paciente. Es una artesanía y puede durar muchos años —dice Paula Rojas, una oftalmóloga que atiende una pequeña consulta privada en la ciudad de San Vicente, a una hora de Santiago, y que por esos días se ofreció a fabricar, de forma gratuita, prótesis que pueden llegar a costar mil dólares.
Diego Foppiano empezó a usar una prótesis que le fabricó Rojas y en el transcurso de tres años hizo todo lo que habían desaconsejado los médicos: volvió a jugar al fútbol, aprendió a manejar. Esas cosas lo ayudaron, dice, porque por el dolor de cabeza insoportable que le provocaba estar frente a la computadora abandonó la facultad y en algún momento de 2020 le diagnosticaron depresión severa. Su madre, Marcela, se unió a la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, una de las agrupaciones que se involucraron en largas polémicas con un programa que ofreció el gobierno de Sebastián Piñera —Programa Integral de Reparación Ocular (PIRO)—, que prometía prótesis y controles médicos gratuitos de todo tipo para los afectados. El programa se instaló en la Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador, un lugar que se abarrotaba con heridos los días de las protestas, a unas cuadras de la rebautizada Plaza Dignidad, el epicentro de las concentraciones.
A la salida del metro que lo lleva hasta su casa, casi tres años después de la agresión y de nuestra primera entrevista, Diego Foppiano levanta la cara al cielo para que le pegue el sol.
—El PIRO fue supermalo. Tenía una sola psicóloga y ofrecía atención cada dos semanas. Al final contrataron un instituto aparte para dar abasto, pero ellos insistían en repasar el momento del ataque. Y yo sentía que no me servía. Yo creo que hay que tratar lo que pasa después, no sé, la vida, mi vida después.
En su caso, como la agresión sucedió en la plaza de su barrio y no en el centro de la ciudad —donde se concentraban las protestas y los policías—, hay dos nombres de carabineros sospechosos en la causa que se abrió y, por eso, es uno de los casos de trauma ocular más avanzados en la justicia. En la mayoría de estos no ha sido posible identificar siquiera quién jaló el gatillo. Según los datos que la Fiscalía entregó en 2021, 46% de los casos abiertos por violación a los derechos humanos en el estallido social habían sido archivados por falta de pruebas.
—Yo creo que la recuperación de los chicos no es completa porque falta esa parte, falta que te digan: “OK, tú nunca vas a recuperar tu ojo, pero alguien es responsable por lo que te hicieron”. Nosotros creemos que no solo es responsable la persona que jaló el gatillo —dice Marcela, la madre de Diego Foppiano, sentada en el living de su casa en Puente Alto, donde los barrios se unen con la Cordillera y todavía existen casas de techos bajos.
Los familiares y víctimas han intentado, sin mucho éxito, que se busquen responsabilidades políticas por la brutalidad policial, y que no se juzgue solo a los agentes que dispararon por mala praxis, sino que se considere que el Estado chileno cometió violaciones a los derechos humanos. Para ello, por primera vez desde el regreso a la democracia, se levanta la consigna “Justicia, reparación y garantías de no repetición”.
Un bombero que ese día ayudó a Diego Foppiano fue voluntariamente a la Fiscalía para colaborar. Declaró que había visto cómo una carabinera a quien no pudo identificar se acercaba y le decía: “Te pasa por andar hueviando”.
—Te vas enterando de cosas, a veces piensas que lo superaste, pero te das cuenta que no. El día que ganó la presidencia Gabriel Boric, con mi hija salimos a celebrar —dice Marcela—. Cuando nos encontramos en el lugar donde le dispararon a Diego yo solo me senté y lloré porque te dai cuenta que no, que no lo vai a superar nunca.
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“No tenemos antiparras”, se leía en un cartel que, para noviembre de 2019, estaba colgado en decenas de vidrieras de ferreterías y multitiendas de Santiago. Las redes sociales se llenaron de revendedores, especialmente de lentes con la norma ANSI Z87.1, industriales, usados para construcción y capaces de detener un perdigón. Incluso aparecieron youtubers probando diferentes tipos de lentes: los escudos faciales, los “de luca” (un dólar), los industriales certificados, los lentes de agua, los de sol.
El 16 de noviembre de 2019, cuando se habían registrado más de doscientos casos de traumas oculares, la Universidad de Chile publicó un estudio que concluía que los balines antidisturbios no eran de caucho, como insistía la versión oficial, sino que contenían metales de alta dureza, incluidos plomo, silicio y sulfato de bario, y apenas 20% de goma. El general director de Carabineros, Mario Rozas, anunció entonces que se limitaría temporalmente su uso a situaciones de riesgo vital, pero los casos de mutilaciones oculares continuaron. Y masas de chilenos prefirieron agotar los lentes industriales de las tiendas que dejar de protestar.
Por esa misma fecha, el Colegio Médico había empezado a advertir sobre los riesgos en el uso de perdigones para disolver protestas. Su presidente, Patricio Meza, oftalmólogo, pidió al Gobierno, sin éxito, sacarlos de circulación.
—De acuerdo al estudio comparativo, Chile es uno de los casos más dramáticos en el mundo, con tan alto número de lesionados en los ojos en un tan corto período de tiempo —dice Meza—. Hay dos pacientes con ceguera absoluta, pero también hay muchos que tienen dañado un solo ojo, o su ojo más útil; por lo tanto, en la práctica es como tener dañados ambos. Al tener dañado un ojo, varias puertas profesionales se te cierran. Había camarógrafos, había personas que conducían taxis, personas que ya no pueden ejercer cierto tipo de trabajo o tienen dificultades para adaptarse. El Estado debe reparar no solo el ojo, sino la salud mental y todo lo que rodea ese daño, y debe ser para toda la vida. El efecto en la salud mental es potente porque las víctimas piensan que fue una situación en la cual se buscó deliberadamente causar daño.
El despliegue policial continuó también en la calle con un cúmulo de postales tremendas. El 23 de octubre de 2019, Mario Acuña, fue golpeado por tres policías que le produjeron muerte cerebral. El 19 de noviembre, un fotógrafo captó a un grupo de carabineros con uniformes intervenidos, que tapaban sus identificaciones con parches como “Destroyer”, “Raptor” y “Super Dick”. El 26 de noviembre, Fabiola Campillai, que iba a su trabajo en una fábrica —y que un par de años después sería electa senadora de la República—, recibió una bomba lacrimógena en el rostro: no solo perdió ambos ojos, sino el gusto y el olfato. El 20 de diciembre se vio en un video cómo Óscar Pérez, de veinte años, era aplastado entre dos tanquetas que le rompieron la cadera. En octubre de 2020, un menor de dieciséis años cayó al río Mapocho empujado por un policía en un enfrentamiento. En el audio que Carabineros tuvo que entregar meses después, se escucha: “Se mató. Bien, uno menos”.
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Para Halloween de 2022, Natalia Aravena se puso una peluca violeta y se disfrazó de Leela, la cíclope protagonista de la serie Futurama: una capitana de una nave espacial con un solo ojo. Natalia Aravena tiene una cuenta de TikTok con treinta mil seguidores en la que postea videos entre la parodia y la denuncia. A simple vista, esos videos podrían ser tutoriales de maquillaje: primeros planos de una chica linda, el pelo largo, rímel dramático, pero si se activa el sonido se escucha: “A mí me hicieron una evisceración [ocular] […]. Se saca el líquido, se rellena con una pelotita de silicona […] y se vuelve a cerrar”. Ella es enfermera y fue mutilada por una bomba lacrimógena en octubre de 2019, cuando tenía veinticinco años. A veces, en el espacio vacío, donde solía estar su ojo, luce una prótesis color fucsia, tan dramática como su maquillaje, que mandó a hacer especialmente. Otras, se saca la prótesis, la muestra a cámara, explica.
—Lo terrible de esto no solo es perder el ojo. No sería lo mismo perder un ojo por un accidente o una enfermedad. Es que alguien decidió esto, decidió hacerme esto, jalar un gatillo. Eso no solo afecta mi salud: afecta mi autoimagen, lo monetario, lo físico, el trabajo. Todo el rato hay algo que me lo recuerda. Chocar con las puertas, hacerme moretones, que mi pareja me pase algo por un lado y yo agarrarlo por el otro, pegarles a todas las cosas sin querer, y saber que nadie está haciendo ningún esfuerzo por que esa persona sea encontrada.
En octubre de 2020, exactamente un año después del estallido, 78% de la ciudadanía decidió en un plebiscito que quería reescribir la Constitución de la dictadura, un reclamo en torno al cual se concentraba su descontento, y que lo haría a través de una Convención Constitucional: 155 personas elegidas por votación popular con un mecanismo paritario único en el mundo. Natalia Aravena decidió postularse a la Convención y, de hecho, salió electa, pero en su caso la paridad funcionó al revés: en Chile se postularon y fueron electas tantas mujeres que ella tuvo que ceder su puesto a un varón. En esa Convención convivieron políticos, activistas, estudiantes y hasta una mujer famosa por ir a las protestas disfrazada de Pikachu.
—Salir electa fue superesperanzador, porque sentí que lo que había era un cambio de mentalidad, que la política no tenía que ser solo para gente que tiene plata o papás políticos, y que podía haber gente común que es la que trabaja para gente común —dice.
Natalia Aravena no tiene noticias de su caso desde 2021, cuando fueron identificados los carabineros que tenían permiso para disparar bombas lacrimógenas en el sector donde ella fue impactada, pero nunca fueron llamados a testificar. La última vez que hablamos por teléfono, la habían despedido del hospital donde trabajaba por pedir licencias médicas por motivos psicológicos y también había abandonado sus redes sociales porque sentía que afectaban a su salud mental. El estrés postraumático, dice, funciona así: uno puede levantarse y trabajar, grabar un video, mudarse con su novio y ser feliz, pero un día, cualquier día, despertarse y simplemente sentir ganas de morir o ni eso: ganas de nada.
Su última aparición en Instagram fue festiva: se casó con su novio de siempre. En el espacio donde solía estar su ojo luce flamante una prótesis especial, blanca, brillante, cubierta de glitter.
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En julio de 2022, un grupo de académicos chilenos presentó el libro Estudios interdisciplinarios para investigar las violaciones a los derechos humanos por armas menos letales. A través del caso chileno y una revisión de la literatura internacional, los autores concluyen que las armas llamadas “menos letales” pueden ser muy peligrosas, pues las policías —en gobiernos democráticos— las usan de forma a veces abusiva justamente porque se supone que son más inocuas. Sin embargo, la evidencia forense ha comprobado que su uso puede causar daños irreversibles e incluso mortales en determinados contextos, y que su “no letalidad” no es inherente a su naturaleza, sino a su tipo de uso.
—La regla no escrita de los gobiernos chilenos de los últimos treinta años ha sido ejercer un control civil débil de las policías —dice Javier Velásquez, académico chileno, doctor en Criminología por la Universidad de Glasgow y uno de los editores del libro—. Esta libertad de acción en el uso de la fuerza en los tiempos donde no hay crisis termina permitiendo que de vez en cuando tengamos este tipo de violación a los derechos humanos. Eso te da a entender que Carabineros tiene mucho poder. Gran parte de la forma en la que operan es un legado de la dictadura y nadie ha querido meter mano a eso. Muchas veces la izquierda, cuando llega al poder, tampoco lo hace. Desde el final de la dictadura, tanto la izquierda como la derecha han tenido una relación con Carabineros muy especial, porque finalmente es la institución que en Chile da eficacia al Estado. No solamente es la que combate los delitos, sino la que es llamada a proteger al Estado de los manifestantes.
Al inicio de la revuelta, Velásquez se unió a una red de abogados que, sin éxito, interpuso recursos de protección para prohibir el uso de estas municiones “no letales”.
—Hay un concepto francés muy interesante sobre esto, el de “cheque en gris”, es decir que lo que hace el Estado es dar instrucciones a la policía lo suficientemente ambiguas para que ellos actúen a discreción, y al mismo tiempo lo suficientemente ambiguas para que, cuando la policía sea cuestionada por la brutalidad, diga: “Bueno, pero las instrucciones que me dieron no fueron claras”. Es una técnica política que hace que se diluya la responsabilidad: el Estado no es responsable, son las policías las que brutalizan. Y la policía no es responsable, porque en el fondo es el Estado el que no ejerció su control. Todo termina en algunas condenas a agentes, pero no en un ejercicio de responsabilidad estatal ni de control civil sobre las policías, y finalmente terminas con la criminalización de la protesta y una normalización de que esto ocurra. Este tema no es solamente chileno, hay todo un tema con la policía a nivel regional en términos de cómo se van relacionando con el poder estatal, porque el uso de la fuerza contra manifestantes es para “resguardar” al Estado. En Argentina se usan mucho los perdigones de goma y el caso colombiano es quizás peor que el chileno. Lo que uno puede ver es que la brutalización ejercida por las policías se está volviendo un elemento común, a nivel mundial, en la forma en que las democracias están lidiando con las manifestaciones.
—Bueno, ¿por qué los ojos? —se pregunta Pietro Sferrazza, coeditor del libro y doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid—. Realmente no son solo los ojos. La cantidad de personas que hoy en día tienen perdigones dentro de su cuerpo ni siquiera la conocemos, y tampoco tenemos mucha claridad de qué riesgos puede tener eso. No sabemos exactamente el número de personas que murieron como consecuencia del aparato estatal en el estallido. Se manejan 43 personas y hay un sinnúmero de casos de torturas y apremios. Yo tengo serias dudas de que casos emblemáticos como el de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica terminen con condenas elevadas. Y, esto es una idea especulativa, lo que creemos que se pretendía era desmotivar a las personas a que siguieran protestando: te mutilamos los ojos, te quebramos un par de costillas para que no se te vuelva a ocurrir salir a protestar.
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En agosto de 2022, medio millón de personas festejaron en el centro de Santiago el cierre de la campaña por el “Apruebo” a la nueva Constitución. Después de un año, la Convención Constitucional entregó un nuevo documento y la ciudadanía tuvo que decidir si lo aprobaba o lo rechazaba en un segundo plebiscito. Gustavo Gatica, en una tarima frente a miles de personas —su novia tomada de un brazo, un bastón en el otro—, se acerca al micrófono y dice: “Apruebo por todos los ojos que perdimos y por todos…”, pero antes de terminar llora un llanto seco. La gente lo interrumpe y lo aclama, gritan su nombre.
Tres días después, 62% de la población votó que rechazaba la nueva Constitución, y se mantendría la de la dictadura. Un final amargo para muchos, acaso desconcertante para el proceso inédito que iniciaron las protestas. Esa nueva Constitución hoy parece una noticia antigua, casi ficción, pero cuando hablamos, justo seis meses antes, en una videollamada que llega por un Zoom sin cámara, Gustavo Gatica no lo puede saber.
—Haciendo un balance, igual no han sido malos años —dice Gustavo Gatica, la voz calma y optimista, la templanza improbable que lo ha hecho famoso—. También he ido descubriendo cosas. La música siempre me ha gustado mucho y ahora la disfruto más, está todo tu cerebro concentrado en escuchar y logras encontrar detalles increíbles. O la comida. Estás tan concentrado en los sabores y las texturas que se te pone la piel de gallina.
Gustavo Gatica tenía veintiún años cuando quedó ciego. Hay una foto del momento exacto: está sentado en la vereda, la cabeza hacia el suelo, torcida, le sangran ambos ojos. Desde entonces, logró terminar la carrera de Psicología, mudarse con su novia, volver a tocar la batería, y fue uno de los rostros del plebiscito por la nueva Constitución, evento histórico que él había esperado mucho. Quizás por todas esas cosas estos años le parecieron buenos. Ya no está seguro de si fue exactamente eso lo que dijo, pero una frase dicha por él en el hospital se hizo pública y llegó a convertirse en pancarta, en grafiti y hasta en una canción folk: “Regalé mis ojos para que la gente despierte”.
Cuando miles de chilenos levantaban pancartas con la frase “Chile despertó”, a cientos de chilenos les mutilaban los ojos. Y los ojos empezaron a transformarse en un símbolo de las protestas: los chicos se tapaban la mitad del rostro con las manos, la gente asistía a las marchas con un ojo vendado. Al mismo tiempo, miles de cámaras capturaron imágenes feroces de esos días. Nunca tantas miradas se habían posado sobre el actuar policial, nunca había sido tan retratado y difundido. El caso de Gustavo Gatica es uno de los pocos en los que se ha podido identificar al carabinero que disparó, en parte gracias a registros callejeros. Se trata del teniente coronel Claudio Crespo, quien, en enero de 2022, a la espera de su juicio, salió en libertad con arraigo nacional, es decir que su única restricción es permanecer en Chile.
—Fue un golpe duro porque esperábamos aunque sea un arresto domiciliario. Él está libre igual que yo, un día podemos ir a un restaurant y él puede estar en la mesa de al lado. Yo creo que tiene que haber una refundación de Carabineros, desarmar la institución desde lo más cosmético, que es cambiar nombre y color, hasta lo más profundo, que es su manera de funcionar, porque ellos usan términos militares, ven del otro lado a un enemigo, no a ciudadanos.
El exteniente Crespo, que no respondió los mensajes para concertar una entrevista con Gatopardo, es activo en redes sociales, en las que tiene un público pequeño pero entusiasta, y en que hace poco anunció haber escrito un libro, G3. Honor y traición, que, según dice en un posteo, saldrá a la venta después de su juicio y vendrá con prólogo de Hermógenes Pérez de Arce, columnista histórico de El Mercurio. Según la investigación, el día en que le disparó a Gustavo Gatica, Crespo había disparado 170 veces con una escopeta de perdigones y lanzado bombas lacrimógenas 43 veces con la carabina.
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Por el hermetismo de Carabineros, lo poco que se sabe sobre su accionar —a menudo por filtraciones— y sus altos niveles de autonomía, un dicho popular afirma que es una institución que “se manda sola”.
El artículo 436 del Código de Justicia Militar homologa a Carabineros con las Fuerzas Armadas, en el sentido de que gozan de secreto: las armas que utilizan y su regulación son secretas, al igual que su número de funcionarios, sus protocolos. Esto permite que ni las autoridades ni la sociedad puedan acceder a todos los datos, y es lo que también ha permitido casos importantes de corrupción en el cuerpo. Asimismo, Carabineros no está controlado por una estructura civil fuerte y su autonomía descansa en la Constitución de la dictadura de Augusto Pinochet. La institución es también difícil de investigar, conocida por dar información a cuentagotas, únicamente después de dilatados pedidos realizados a través de leyes como la de transparencia, que obliga a revelar información que se considere pública.
—Efectivamente, la policía chilena es una policía militarizada, no urbana, no ciudadana, desde su origen —dice Mauricio Weibel, periodista especializado en la institución y autor del libro Ni orden ni patria, sobre un titánico caso de corrupción en Carabineros que salió a la luz en 2016, bautizado como “Pacogate”, el mayor fraude fiscal en la historia de Chile, donde un grupo de altos oficiales había desviado millones de dólares durante diez años—. Yo creo que por desgracia ahora va a ser políticamente inviable reformarla, pero es tremendamente necesario. Lo primero es poner una estructura civil que la administre. Ellos, cada vez que les piden información, la niegan, se saben de memoria qué hacer para que la justicia no opere. La única forma de resolverlo es interviniéndolos. También va a ser difícil reformarlos por su reticencia cultural, porque ellos creen realmente que lo que están haciendo está bien. ¿Cómo sigue en la fuerza alguien que dispara 170 veces a población civil? Se juntaron muchos ingredientes. Uno, su tradición militar; dos, el apoyo irrestricto del Gobierno, que defendió todo lo que hicieron. En este contexto esta policía simplemente operó. Tiene que ver también con la formación. Son personas que en seis meses ya están en la calle, que a los dieciocho años les pasan una pistola y les dicen que tienen que ir a disparar, no mucho más que eso. Se juntó todo eso y tuvimos el desastre humanitario que tuvimos.
En noviembre de 2019 se filtró un audio de Mario Rozas, entonces general director de Carabineros —que hoy figura como imputado en una treintena de querellas vinculadas a violaciones a los derechos humanos—, dando un discurso privado en la Escuela de Suboficiales: “Hay algunas cosas que les quiero decir. Tienen todo el apoyo, todo el respaldo de este general director. ¿Cómo lo demuestro? A nadie voy a dar de baja por procedimiento policial. A nadie. Aunque me obliguen, no lo voy a hacer. Tienen todo el respaldo, todo el apoyo, dentro del ámbito legal, dentro del ámbito reglamentario [...]. En la medida que estemos unidos, en la medida que estemos cohesionados como ahora, como siempre, nadie nos podrá hacer daño”.
Ese mismo noviembre, un informe que dio a conocer el Centro de Investigación Periodística indicaba que Carabineros ya sabía de los riesgos de su armamento y que había ignorado las recomendaciones de expertos, porque esta no era la primera vez que esas armas producían estallidos oculares. Un peritaje elaborado en 2012 por el departamento de Criminalística había hecho una serie de recomendaciones, entre ellas, disparar a más de treinta metros y solo apuntando al tercio inferior del cuerpo. En esa fecha, el informe ya indicaba que disparos a menor distancia o en otras direcciones podían ser letales si impactaban en zonas como el cuello, o provocar lesiones como estallidos oculares y fractura craneal.
—Los primeros heridos oculares son de 2011, en Aysén, al sur de Chile —concluye Weibel—. Sucedió a pequeña escala y todavía están abiertos esos juicios, te muestra la incapacidad del Estado. En la dictadura, el Estado se tuvo que adecuar para cometer los actos que cometió, y cuando llega la democracia, el Estado chileno no se modificó radicalmente. Eso permitió que tengamos este drama que tenemos: que un presidente en un par de horas pueda movilizar a miles de carabineros para disparar a mansalva, pero no pueda dar respuesta a las peticiones de justicia en años.
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Marta Valdés está rodeada de unas quince personas en una sala que le prestaron en un hospital, en noviembre de 2019. Quiere iniciar una coordinadora porque sabe que el camino judicial será largo. Hoy se discute aquí qué es lo que hay que hacer: si hay que crear una cuenta de Instagram, si hay que organizar una marcha, si hay que iniciar una toma de los estudios de Televisión Nacional. Con el tiempo llegarán a ser cerca de cien personas en la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular y los asistirán abogados de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH). Pero la Coordinadora se dividirá, tendrán diferencias irreconciliables, se armarán otros grupos, se dividirán entre quienes confían en salidas institucionales y quienes prefieren otro tipo de activismo: no tomarán un canal de televisión, pero sí la sede del programa de reparación que les ofreció Sebastián Piñera por unos días y la del INDH por varios meses.
Pero en noviembre de 2019, Marta Valdés, en el hospital, simplemente hace correr una libreta y dice: “Ya, aquí nomás anoten todos sus números de WhatsApp”.
Edgardo Navarro, el hijo de Marta Valdés, a quien todos llaman Coque, tenía diecisiete años cuando le impactó una bomba lacrimógena de la policía en el rostro y perdió la visión de uno de sus ojos. Durante al menos dos meses, Marta Valdés se dedicó a formar la Coordinadora. A su hijo, antes un skater temerario, no le permitió salir de casa. Un día, su hija mayor intervino. Insistió en llevar a Edgardo Navarro a tomar aire. Marta Valdés recuerda que menos de una hora después la llamó y le dijo: “Mami, tiene que venir ahora mismo a la posta de urgencias porque al Coque le van a amputar el dedo”.
—No lo podíamos creer, era la primera salida. Coque estaba caminando nomás, pero no tenía equilibrio. Cayó sobre una lata cortada, una señal de tránsito botada en la vereda. En la posta nos dijeron que teníamos tres horas para salvarle el dedo, así que tuvimos que correr a una clínica privada —dice Marta Valdés, dos años después de que la conocí en aquella reunión iniciática, ahora sentada ante un vaso de cerveza en un bar frente al Palacio de La Moneda, a unas cuadras del lugar donde le dispararon a su hijo.
Viene de una familia de detenidos desaparecidos en la dictadura. La protesta social para ella y para sus hijos era natural, la Coordinadora, un paso lógico. Y en 2022, cuando hablamos por última vez, a un mes de la elección presidencial que puso en el mando a Gabriel Boric, un joven de izquierda que prometió reparación a las víctimas de violencia policial durante el estallido social, Marta Valdés dice: “Sí, pero si no nos responde Boric, nos va a tener de nuevo en la calle”. Está separada del padre de Edgardo Navarro desde hace casi veinte años. Después de la ruptura, él, cartógrafo, entró a trabajar al cuerpo de Carabineros como civil, pero desde el estallido social no tiene contacto con la familia.
—Porque si a ti te mutilan un hijo, te vai de la fuerza, po. Pero él no.
Carolina Cubillos, una abogada de 42 años que trabaja para la CCHDH, tomó varios casos de víctimas de la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular que inició Marta Valdés. La primera vez que hablamos, en 2019, tenía al menos 66.
—Ahora, a casi tres años, todavía no tenemos certeza de quién disparó. Entre mis casos de trauma ocular, hoy no tengo ningún formalizado —dice al teléfono en 2022—. Hay una obstrucción de parte de Carabineros. Cuando son requeridos por la policía de investigaciones para que entreguen información como dónde estaban las patrullas, quiénes eran, los horarios, ellos entregan una información bien ambigua o simplemente no la entregan. Cuando la fiscal pidió oficios referentes a las cámaras corporales, que ellos portan, la mayoría había borrado las cámaras. No hay registro. Es más fácil tener una sanción administrativa que una penal. Con la llegada de Boric había gran esperanza de que hubiese una reestructuración a Carabineros, y el primer punto hubiese sido que el último general director fuese sacado de ese cargo porque era quien estaba a cargo de la represión en la Región Metropolitana, donde más víctimas existieron, pero cuando Boric lo ratifica, ahí se pierde esperanza absoluta de las víctimas y de nosotros también.
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Un artículo publicado en 2020 en la revista británica Eye, de Nature, firmado por el oftalmólogo de la Universidad de Chile Álvaro Rodríguez, afirmaba que el caso de los traumas oculares no solo era inédito en Chile, sino un hito en la literatura científica mundial. Un triste récord situaba a Chile como uno de los países donde se habían producido más traumas oculares por perdigones de la policía, superando, en un mes y medio, a países con conflictos de años. El estudio concluía que la experiencia chilena podría ser una advertencia a otros países sobre el uso de estas armas y lo que podían provocar. Los traumas oculares por esta causa continuaron incluso después de las primeras advertencias de la sociedad civil y de la suspensión de su uso —solo cuando se hizo público el material de los perdigones—, lo que indicaba, según el artículo, un incumplimiento del protocolo por parte de la fuerza policial y una falta de fiscalización casi total del Gobierno.
Los últimos meses de 2019, los casos de trauma ocular ya habían empezado a ocupar espacio en los medios de todo el mundo, y Jaime Mañalich, el Ministro de Salud, había anunciado la creación del PIRO, una iniciativa que solo funcionó en Santiago y que ofreció prótesis oculares, tratamiento psicológico y terapia ocupacional. Las víctimas y los funcionarios se enteraron de su existencia por la televisión.
La Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador fue la sede central donde llegaron los heridos durante las protestas, un lugar muy traumático para muchos. Allí mismo se ubicó la sede del PIRO, hasta que los pacientes protestaron pidiendo una sede propia que los considerara como víctimas de violencia de Estado. Gustavo Gatica recuerda que esperó largamente junto a un hombre esposado, custodiado por gendarmes, al que le habían enterrado un punzón en la cárcel. Marta Valdés dice que quisieron cobrarle la consulta porque nadie en el hospital sabía nada sobre el programa. Diego Foppiano dejó el medicamento, nadie lo controló. En 2022, la Contraloría inició una investigación al programa por 150 000 dólares sin destino declarado.
El PIRO no respondió a ninguna solicitud de entrevista para este artículo. Según los datos obtenidos a través de la Ley de Transparencia, 399 personas, de todas las regiones, fueron atendidas, y hasta agosto de 2022 solo prestó servicios en la comuna de Providencia, Santiago. Su ubicación es uno de los grandes reclamos de las víctimas que viajaban desde todo Chile. El grueso de los pacientes pertenece a un rango etario de entre los dieciocho y los treinta años, pero al menos veinticinco de ellos son menores de edad. El PIRO contaba con uno, y en pocos casos dos especialistas, en cada materia, para todos los pacientes.
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A dos años del estallido social, en diciembre de 2021, Gabriel Boric fue electo presidente de Chile. A sus 35 años, superó al candidato José Antonio Kast —un político de la derecha radical, abiertamente pinochetista— y se convirtió en el presidente más joven y votado de la historia. Su gobierno está discutiendo una agenda de reforma a las policías, aun sin novedades, a través de una comisión que depende del Ministerio del Interior, cuyos objetivos, dicen, serán la subordinación a la autoridad civil, enfoque de género, enfoque de derechos humanos, transparencia y eficacia policial.
Boric también anunció el Plan de Acompañamiento y Cuidado a Personas Víctimas de Trauma Ocular (PACTO), que reemplaza al PIRO y que, al menos en los libros, resume las demandas que los sobrevivientes reclaman. Es decir: un programa vitalicio que funcione en todo Chile, que incluya entrenamiento en derechos humanos para el personal, el cuidado del ojo dañado y también del ojo sano, y una atención psicológica que contemple una interconsulta en caso de que el daño sea tan grave que el programa no sea capaz de contenerlo. Ese fue el caso de otras víctimas de trauma ocular, como Patricio Pardo, un joven de Valparaíso que se suicidó en el verano de 2022 después de un cuadro depresivo. O de Carlos Puebla, un obrero que, un año posterior a la agresión que le quitó un globo ocular, intentó quitarse la vida en su casa de Renca, una de las comunas más pobres de Santiago, pero fue descubierto por su hijo a tiempo para salvarlo.
Carlos Puebla, de 49 años, es obrero de la construcción y durante la pandemia, que empezó unos meses después de la agresión, sobrevivió vendiendo aceitunas en las ferias. Por la mutilación de su ojo no debería trabajar en altura ni cargando peso, pero empezó pronto a hacerlo porque es su único sustento.
—Mañana cumplo un año del día que me dispararon, fue el 24 de octubre, estoy de cumpleaños, así que si me veís me tenís que saludar —se ríe Carlos Puebla, cuando lo llamo por teléfono, tras un año de nuestra primera entrevista—. Ya no tengo esa depresión que tenía al principio, estaba mal, necesité unas pastillas y me las tomé todas, quería puro morirme. Me intenté matar en marzo, abril, o parece que fue después. Fui a parar al psiquiátrico. Estaba triste por todo en general, y estaba sin trabajo, desesperado. Me dio depresión, quería puro matarme. Ahora estoy bien, lo asumí, mis hijos me necesitan, están chicos, tirar pa’ arriba nomás, qué va a ser.
Para el verano de 2022, la última vez que hablamos en su casa, una construcción pequeña con dos ambientes separados por cortinas, Carlos Puebla había abandonado el PIRO porque no lo llamaban, o porque él había perdido el número, o porque simplemente no quiso seguir.
Pensando, quizás, en casos como ese, el PACTO promete hacer una búsqueda activa de los pacientes. A la Universidad de Chile, una de las entidades que ofrecieron prótesis a las víctimas antes que el Estado se hiciera cargo, le ha llamado la atención la reluctancia de las víctimas a ser visibles o a buscar ayuda, y a pesar de las bondades del programa que ellos montaron —pionero, gratuito—, solo acudieron cuarenta personas. Es uno de los motivos por los que no es posible conocer cuántas víctimas hay en realidad.
—Nos llamó mucho la atención eso: si bien muchos nos llamaron, nos preguntaron, pocos vinieron —dice Gonzalo Rojas, coordinador del programa—. Producto de eso, empezamos un proyecto de investigación porque queremos saber cuál es el impacto integral de las personas después de esto. Es un tipo de victimización muy compleja, porque quien te agrede es un agente que está destinado a protegerte.
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—Bueno, y con el ojo cada día es un nuevo mundo —dice Alejandro Muñoz, a quien todos llaman Charly, mientras levanta los platos de una mesa comunal—. Yo siento que de a poco estoy conociendo este mundo.
En febrero de 2022, Alejandro Muñoz, de 39 años, es una de las personas que intercalan turnos dentro de la toma del INDH, que algunas víctimas de trauma ocular, además de miembros de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios, la Coordinadora de Víctimas de Perdigones y la Organización de Familiares y Amigos de Presos Políticos, mantienen en toma desde hace siete meses. Ellos y otras organizaciones usan el espacio para armar reuniones y pintar lienzos, y como punto de partida para marchar.
—Yo no sé qué te han dicho los chiquillos, pero al menos yo te puedo decir que no estoy mal. Yo estoy bien. Y no uso prótesis ni voy al PIRO, estoy así. A mí me gusta que me vean sin mi ojo y, si me preguntan, yo les cuento. ¿Por qué estamos peleando? Por esto —dice Charly, en el segundo piso del INDH, una casona ubicada en el barrio de Providencia.
A Charly le gusta llevar el ojo así, como quedó después de que una bomba lacrimógena impactara directo en su rostro. Su banda, Anarkía Tropikal, ya se había hecho popular en las marchas de los estudiantes secundarios a principio de los años 2000. Su hit es gracioso y pegadizo: “Amor encapuchado entre llamas y balazos, / amor encapuchado de dos lumpen enamorados”. El día de octubre de 2019 en que Charly fue agredido, no estaba tocando con su banda, donde es el “figurín”, un performer, sino desactivando bombas lacrimógenas dentro de botellas de agua cortadas a la mitad. Esa era una de las labores de la llamada “primera línea”, un flujo espontáneo de personas, desconocidas entre sí, que protegía a los manifestantes de los enfrentamientos con la policía. La misión era caminar al frente para que los de atrás pudieran marchar. Las tareas incluían desactivar bombas —tomar los dispositivos con la mano y sumergirlos en agua antes de que pudieran expeler el gas irritante—, albergar a otros bajo escudos de lata, picar piedras y lanzarlas cuando los carros hidrantes arremetían.
Un auto quedó adentro de la toma del INDH y acumula polvo al sol del verano. Charly asegura que es de Sergio Micco, presidente del instituto. Las agrupaciones de la toma e incluso varios trabajadores del organismo han pedido su renuncia —cosa que sucederá cuatro meses después, en julio de 2022— y que con ello el instituto, un referente, reconozca que en Chile hubo violación a los derechos humanos.
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—Fue triste, pero cuando me dijeron que no, me calmé, descansé. Tenía como una obsesión, una obsesión terrible por ver —dice Nicole Kramm, fotógrafa que llegó hasta Filadelfia, Estados Unidos, para postular a un trasplante de retina, donde le respondieron que la suya, por la magnitud del daño, no era operable.
Nicole Kramm tiene 32 años y garbo de gato negro: mirada con gesto felino, piel tostada, pelo azabache que brilla al sol. Cuando supo que, tras recibir un perdigón de la policía la noche de Año Nuevo, había perdido la visión del ojo izquierdo de forma definitiva, quiso volver a encontrar algo de belleza en el mundo y reaprendió a usar su cámara Nikon fotografiando a otros sobrevivientes de trauma ocular. La sesión hizo parte de “Balas contra piedras”, su muestra fotográfica sobre el estallido social que fue premiada por la Unión de Reporteros Gráficos y Camarógrafos de Chile y que ha viajado por Europa.
—Todavía estoy aprendiendo. Hay un remanente visual que genera el ojo malo que a veces me hace ver doble, también hay un dolor de cabeza que estoy aprendiendo a omitir.
Fotoperiodista y corresponsal para medios extranjeros como Al Jazeera, Nicole Kramm capturó algunas imágenes que dieron vuelta al mundo durante las protestas de 2019: mujeres desnudas con carteles en las manos, turbas protestando en las puertas de los shoppings. En 2022 tiene un trabajo más administrativo: es asesora de comunicación de Fabiola Campillai, la mujer que quedó ciega, sin gusto, sin olfato y con la cara desfigurada por una bomba de la policía, electa como senadora con la primera mayoría nacional. También trabaja en el Ministerio de Justicia coordinando encuentros en la Mesa de Reparación para las víctimas de violencia policial del estallido social.
—Este trabajo es importante y es por una razón, pero no te diría que es lo que me hace feliz. Yo como reportera estaba en todas, donde las papas queman, pero nunca volví a la calle con la seguridad que tenía —dice Nicole Kramm.
En la noche de Año Nuevo que abría el año 2020, después de dos meses de protestas, no hubo marchas ni enfrentamientos en Santiago, sino una impresionante fiesta comunal en el centro de la ciudad. Se montaron escenarios, se cocinaron arroces, pollos, ensaladas, y se sirvieron en una mesa larguísima organizada por nadie, por todos. Ese Año Nuevo fue espontáneo, anárquico, y Nicole Kramm había ido con sus amigos para sacar fotos de la vigilia. Recuerda que el clima era festivo y la turba permanecía en una calma celebratoria. En general, que la policía esté totalmente ausente no es buena señal. Quienes protestan le llaman a eso “piquetes” o “encerronas”, una estrategia para disolver las concentraciones. La policía “se acuartela”, desaparece, y da la impresión de que todo está en paz.
Durante ese tiempo se pliegan alrededor, por calles aledañas, y en un momento clave atacan hacia el centro como en estampida. Los que pueden escapan, y a quienes no lo logran no les queda otra que amontonarse al centro violenta, peligrosamente. La estrategia siempre es separarse del grupo, huir por las diagonales, no escapar juntos. Cuando Nicole Kramm vio la encerrona —imprevisible, no había marcha, solo celebración— ya era tarde. Sintió el impacto de la bala en la cara y cayó al suelo. La primera persona que la abrazó ese Año Nuevo fue un paramédico voluntario que la arrastró a la vereda.
En la carpeta de Nicole Kramm se agregaron cuatro testigos en 2020, pero no tuvo noticias de su caso hasta junio de 2022, cuando se enteró de que habían sido llamados a declarar. Eso le dio esperanza, aunque los testigos son apenas los transeúntes que la ayudaron: no hay carabineros aún identificados en su caso, ni nadie del cuerpo policial llamado a testificar. La noticia de la reactivación de las investigaciones, muy postergadas durante el gobierno de Sebastián Piñera, llegó también junto con el PACTO de Gabriel Boric.
—No estoy contenta, nunca estoy contenta. Le cambiaron el nombre, OK, vamos a ver cómo funciona cuando se implemente. Y la justicia para mí ya no llegó, la justicia que tarda no es justicia, pero igualmente el Estado debe reparar, y si tan caro le sale, bueno, que garantice la no repetición —dice Nicole Kramm.
En el Chile pospandémico y posestallido social, la Constitución de Pinochet quedó ratificada por votación popular. En la plaza donde se concentraron las movilizaciones no hay pasto, no hay flores, en su centro no está la estatua de Baquedano, el soldado que le daba su nombre, y la boca del metro que lleva hasta allí está cerrada. Ahora es un memorial espontáneo: grafitis, murales, altares para los muertos.
En octubre de 2022, Patricio Maturana, el carabinero que le disparó a la senadora Fabiola Campillai, fue encontrado culpable por apremios ilegítimos con resultado de lesiones graves gravísimas, una subclasificación de situaciones de violencia policial que contempla la mutilación. La pena fue de doce años de cárcel y a la comunidad de víctimas le parece poco, pero esperan que ese caso emblemático siente algún precedente. Días antes de la lectura de la sentencia se anunció que el carabinero, que hasta el momento había permanecido en silencio y en prisión domiciliaria, daría una entrevista. En esa entrevista, que se difundió el 4 de octubre como un espectáculo del prime time, Maturana dijo que no pedirá perdón porque es inocente.
En 2019, durante el estallido social de Chile, el finado expresidente Sebastián Piñera intentó controlar las manifestaciones con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: la policía disparó contra la población civil con balines antidisturbios y bombas lacrimógenas. Hubo más de 400 víctimas con mutilaciones en el rostro y traumas oculares. Este artículo, publicado originalmente en noviembre de 2022, es uno de los ejemplos más dramáticos de violencia policial en Chile.
En algún momento de 2019, la madre de Diego Foppiano puso cerámica en la escalera de su casa en Puente Alto, un barrio de clase trabajadora ubicado en la periferia sur de Santiago de Chile. No le gustan las alfombras de pelo corto, color beige o rosa claro que muchas veces vienen por defecto en las casas como la suya: juntan demasiada mugre, se ponen grises. Pero en algún momento de 2020, apenas unos meses después, la madre de Diego Foppiano sacará la cerámica nueva y reluciente de esa escalera y volverá a poner una alfombra de pelo corto, beige o rosa claro, que dentro de poco juntará mugre, se pondrá gris.
Diego Foppiano tenía veintidós años y estudiaba ingeniería en Control de Gestión en la Universidad Diego Portales cuando recibió un perdigón de la policía en el rostro. Era el 19 de octubre de 2019, el segundo día de las protestas más multitudinarias de la historia de Chile, un período bautizado como el “estallido social chileno”, en el que miles de personas se manifestaron espontáneamente por todo Chile, sin convocatoria y sin líderes. A los médicos les tomó tres cirugías sacar los pedazos de proyectil de la cavidad ocular de Diego Foppiano. Y cuando terminaron, antes de vaciar completamente el ojo, le dijeron que era mejor que no volviera a jugar al fútbol, como lo hacía hasta entonces con cierta ambición, porque podía lastimarse el sano y no habría retorno. Además, le dijeron que por la complejidad de la operación y por el tiempo que le costaría adaptarse a la visión de un solo ojo, iba a estar, indefinidamente, muy mareado.
Durante los meses de recuperación, Diego Foppiano no consiguió mantener el equilibrio. Rompió decenas de vasos, rodó enredado con alguno de sus seis perros y cuando se compró un celular nuevo cayó sentado sobre él en la cerámica de la escalera y lo rompió. Marcela, su madre, pensó entonces que era mejor tener una casa con una alfombra gris.
El 19 de octubre de 2019, Diego Foppiano y su mejor amigo habían caminado entusiasmados hasta la plaza de su barrio. Ese año la primavera se impuso rápido y los primeros días de protestas se recuerdan como festivos: adolescentes saltaban los torniquetes del metro, las familias tocaban cacerolas y llegaron a congregarse más de un millón de personas en el centro de Santiago. Todo había comenzado cuando el Gobierno subió treinta pesos chilenos (unos tres centavos de dólar) el precio del transporte público, que ya era uno de los más caros de la región. Bajo la consigna “No son treinta pesos, son treinta años”, se inició una revuelta popular con reclamos múltiples, que iban desde modificar el sistema privado de salud y educación y los fondos de pensiones hasta terminar con la explotación medioambiental, todos males concentrados en un modelo económico heredado de la dictadura al que se aplicaron escuetos cambios durante treinta años de democracia.
Ese 19 de octubre, la plaza de Puente Alto estaba colmada en una concentración celebratoria. Había pocos carabineros formados en una línea silenciosa, inmóvil, lo que a Diego Foppiano le pareció extraño, pero cuando caminó cerca de ellos, envalentonado por la efervescencia de esos días, no tuvo miedo, no tenía por qué. Antes de desvanecerse, lo último que vio fue a un carabinero dar un paso adelante, dispararle de frente y volver a su fila.
El suyo fue uno de los primeros casos de trauma ocular registrados durante el estallido social. Sucedió el mismo día en que se declaró el estado de emergencia, horas antes de que el presidente Sebastián Piñera pronunciara uno de sus discursos más recordados: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Esos primeros días fueron también los más desconcertantes. Muchos hospitales colapsaron con heridos por la represión policial y empezaron a publicarse cifras diarias de lesionados, detenidos y muertos. Como no había ambulancias disponibles, Diego Foppiano, que no se sentía particularmente enemigo de nadie y que había perdido la conciencia por el impacto, se levantó en medio del caos y simplemente caminó.
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El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) entregó una cifra de 460 personas, el Ministerio de Salud maneja un catastro de 449 y un programa de reparación ya ha atendido a 399. Pero organismos de familiares y víctimas han dicho que podrían ser más las personas que sufrieron mutilaciones o traumas oculares causados por los balines antidisturbios y las bombas lacrimógenas que utilizó la policía durante el estallido social, que empezó en octubre de 2019 y que solo amainó con el aislamiento por el covid-19 en marzo de 2020.
Sebastián Piñera intentó controlar esas manifestaciones explosivas con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: bombas lacrimógenas, carros hidrantes y escopetas antidisturbios —que disparan proyectiles, supuestamente de goma, pensadas para disolver concentraciones y activarse desde largas distancias— fueron utilizados contra la población civil con cifras altas de heridos, muertos y detenidos. Llegaron a abrirse ocho mil causas por violación a los derechos humanos, pero las mutilaciones oculares —la ceguera total, trágica, que produjeron en al menos dos personas muy jóvenes, y su vínculo cada vez más ominoso con la frase optimista y festiva que se repetía por esos días, “Chile despertó”, se fueron transformando en símbolo del estallido social.
Fue el cuerpo de Carabineros, la policía chilena, el encargado de ejercer la fuerza e imponer orden. Aunque se declaró el estado de emergencia y varias ciudades estuvieron bajo toque de queda y, por tanto, las fuerzas armadas también participaron, cuando le preguntaron al comandante en jefe del Ejército, Javier Iturriaga, qué pensaba sobre la declaración de guerra del presidente, él respondió: “Yo soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”.
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—Yo pinto todo, la esclera, la parte blanca del ojo, la pupila, del color más fiel. Pero también ubico las venitas de la forma más parecida posible al ojo sano. Después de eso, se procesa la prótesis con acrílico transparente, para darle brillo, y una vez pulido, se prueba en el paciente. Es una artesanía y puede durar muchos años —dice Paula Rojas, una oftalmóloga que atiende una pequeña consulta privada en la ciudad de San Vicente, a una hora de Santiago, y que por esos días se ofreció a fabricar, de forma gratuita, prótesis que pueden llegar a costar mil dólares.
Diego Foppiano empezó a usar una prótesis que le fabricó Rojas y en el transcurso de tres años hizo todo lo que habían desaconsejado los médicos: volvió a jugar al fútbol, aprendió a manejar. Esas cosas lo ayudaron, dice, porque por el dolor de cabeza insoportable que le provocaba estar frente a la computadora abandonó la facultad y en algún momento de 2020 le diagnosticaron depresión severa. Su madre, Marcela, se unió a la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, una de las agrupaciones que se involucraron en largas polémicas con un programa que ofreció el gobierno de Sebastián Piñera —Programa Integral de Reparación Ocular (PIRO)—, que prometía prótesis y controles médicos gratuitos de todo tipo para los afectados. El programa se instaló en la Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador, un lugar que se abarrotaba con heridos los días de las protestas, a unas cuadras de la rebautizada Plaza Dignidad, el epicentro de las concentraciones.
A la salida del metro que lo lleva hasta su casa, casi tres años después de la agresión y de nuestra primera entrevista, Diego Foppiano levanta la cara al cielo para que le pegue el sol.
—El PIRO fue supermalo. Tenía una sola psicóloga y ofrecía atención cada dos semanas. Al final contrataron un instituto aparte para dar abasto, pero ellos insistían en repasar el momento del ataque. Y yo sentía que no me servía. Yo creo que hay que tratar lo que pasa después, no sé, la vida, mi vida después.
En su caso, como la agresión sucedió en la plaza de su barrio y no en el centro de la ciudad —donde se concentraban las protestas y los policías—, hay dos nombres de carabineros sospechosos en la causa que se abrió y, por eso, es uno de los casos de trauma ocular más avanzados en la justicia. En la mayoría de estos no ha sido posible identificar siquiera quién jaló el gatillo. Según los datos que la Fiscalía entregó en 2021, 46% de los casos abiertos por violación a los derechos humanos en el estallido social habían sido archivados por falta de pruebas.
—Yo creo que la recuperación de los chicos no es completa porque falta esa parte, falta que te digan: “OK, tú nunca vas a recuperar tu ojo, pero alguien es responsable por lo que te hicieron”. Nosotros creemos que no solo es responsable la persona que jaló el gatillo —dice Marcela, la madre de Diego Foppiano, sentada en el living de su casa en Puente Alto, donde los barrios se unen con la Cordillera y todavía existen casas de techos bajos.
Los familiares y víctimas han intentado, sin mucho éxito, que se busquen responsabilidades políticas por la brutalidad policial, y que no se juzgue solo a los agentes que dispararon por mala praxis, sino que se considere que el Estado chileno cometió violaciones a los derechos humanos. Para ello, por primera vez desde el regreso a la democracia, se levanta la consigna “Justicia, reparación y garantías de no repetición”.
Un bombero que ese día ayudó a Diego Foppiano fue voluntariamente a la Fiscalía para colaborar. Declaró que había visto cómo una carabinera a quien no pudo identificar se acercaba y le decía: “Te pasa por andar hueviando”.
—Te vas enterando de cosas, a veces piensas que lo superaste, pero te das cuenta que no. El día que ganó la presidencia Gabriel Boric, con mi hija salimos a celebrar —dice Marcela—. Cuando nos encontramos en el lugar donde le dispararon a Diego yo solo me senté y lloré porque te dai cuenta que no, que no lo vai a superar nunca.
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“No tenemos antiparras”, se leía en un cartel que, para noviembre de 2019, estaba colgado en decenas de vidrieras de ferreterías y multitiendas de Santiago. Las redes sociales se llenaron de revendedores, especialmente de lentes con la norma ANSI Z87.1, industriales, usados para construcción y capaces de detener un perdigón. Incluso aparecieron youtubers probando diferentes tipos de lentes: los escudos faciales, los “de luca” (un dólar), los industriales certificados, los lentes de agua, los de sol.
El 16 de noviembre de 2019, cuando se habían registrado más de doscientos casos de traumas oculares, la Universidad de Chile publicó un estudio que concluía que los balines antidisturbios no eran de caucho, como insistía la versión oficial, sino que contenían metales de alta dureza, incluidos plomo, silicio y sulfato de bario, y apenas 20% de goma. El general director de Carabineros, Mario Rozas, anunció entonces que se limitaría temporalmente su uso a situaciones de riesgo vital, pero los casos de mutilaciones oculares continuaron. Y masas de chilenos prefirieron agotar los lentes industriales de las tiendas que dejar de protestar.
Por esa misma fecha, el Colegio Médico había empezado a advertir sobre los riesgos en el uso de perdigones para disolver protestas. Su presidente, Patricio Meza, oftalmólogo, pidió al Gobierno, sin éxito, sacarlos de circulación.
—De acuerdo al estudio comparativo, Chile es uno de los casos más dramáticos en el mundo, con tan alto número de lesionados en los ojos en un tan corto período de tiempo —dice Meza—. Hay dos pacientes con ceguera absoluta, pero también hay muchos que tienen dañado un solo ojo, o su ojo más útil; por lo tanto, en la práctica es como tener dañados ambos. Al tener dañado un ojo, varias puertas profesionales se te cierran. Había camarógrafos, había personas que conducían taxis, personas que ya no pueden ejercer cierto tipo de trabajo o tienen dificultades para adaptarse. El Estado debe reparar no solo el ojo, sino la salud mental y todo lo que rodea ese daño, y debe ser para toda la vida. El efecto en la salud mental es potente porque las víctimas piensan que fue una situación en la cual se buscó deliberadamente causar daño.
El despliegue policial continuó también en la calle con un cúmulo de postales tremendas. El 23 de octubre de 2019, Mario Acuña, fue golpeado por tres policías que le produjeron muerte cerebral. El 19 de noviembre, un fotógrafo captó a un grupo de carabineros con uniformes intervenidos, que tapaban sus identificaciones con parches como “Destroyer”, “Raptor” y “Super Dick”. El 26 de noviembre, Fabiola Campillai, que iba a su trabajo en una fábrica —y que un par de años después sería electa senadora de la República—, recibió una bomba lacrimógena en el rostro: no solo perdió ambos ojos, sino el gusto y el olfato. El 20 de diciembre se vio en un video cómo Óscar Pérez, de veinte años, era aplastado entre dos tanquetas que le rompieron la cadera. En octubre de 2020, un menor de dieciséis años cayó al río Mapocho empujado por un policía en un enfrentamiento. En el audio que Carabineros tuvo que entregar meses después, se escucha: “Se mató. Bien, uno menos”.
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Para Halloween de 2022, Natalia Aravena se puso una peluca violeta y se disfrazó de Leela, la cíclope protagonista de la serie Futurama: una capitana de una nave espacial con un solo ojo. Natalia Aravena tiene una cuenta de TikTok con treinta mil seguidores en la que postea videos entre la parodia y la denuncia. A simple vista, esos videos podrían ser tutoriales de maquillaje: primeros planos de una chica linda, el pelo largo, rímel dramático, pero si se activa el sonido se escucha: “A mí me hicieron una evisceración [ocular] […]. Se saca el líquido, se rellena con una pelotita de silicona […] y se vuelve a cerrar”. Ella es enfermera y fue mutilada por una bomba lacrimógena en octubre de 2019, cuando tenía veinticinco años. A veces, en el espacio vacío, donde solía estar su ojo, luce una prótesis color fucsia, tan dramática como su maquillaje, que mandó a hacer especialmente. Otras, se saca la prótesis, la muestra a cámara, explica.
—Lo terrible de esto no solo es perder el ojo. No sería lo mismo perder un ojo por un accidente o una enfermedad. Es que alguien decidió esto, decidió hacerme esto, jalar un gatillo. Eso no solo afecta mi salud: afecta mi autoimagen, lo monetario, lo físico, el trabajo. Todo el rato hay algo que me lo recuerda. Chocar con las puertas, hacerme moretones, que mi pareja me pase algo por un lado y yo agarrarlo por el otro, pegarles a todas las cosas sin querer, y saber que nadie está haciendo ningún esfuerzo por que esa persona sea encontrada.
En octubre de 2020, exactamente un año después del estallido, 78% de la ciudadanía decidió en un plebiscito que quería reescribir la Constitución de la dictadura, un reclamo en torno al cual se concentraba su descontento, y que lo haría a través de una Convención Constitucional: 155 personas elegidas por votación popular con un mecanismo paritario único en el mundo. Natalia Aravena decidió postularse a la Convención y, de hecho, salió electa, pero en su caso la paridad funcionó al revés: en Chile se postularon y fueron electas tantas mujeres que ella tuvo que ceder su puesto a un varón. En esa Convención convivieron políticos, activistas, estudiantes y hasta una mujer famosa por ir a las protestas disfrazada de Pikachu.
—Salir electa fue superesperanzador, porque sentí que lo que había era un cambio de mentalidad, que la política no tenía que ser solo para gente que tiene plata o papás políticos, y que podía haber gente común que es la que trabaja para gente común —dice.
Natalia Aravena no tiene noticias de su caso desde 2021, cuando fueron identificados los carabineros que tenían permiso para disparar bombas lacrimógenas en el sector donde ella fue impactada, pero nunca fueron llamados a testificar. La última vez que hablamos por teléfono, la habían despedido del hospital donde trabajaba por pedir licencias médicas por motivos psicológicos y también había abandonado sus redes sociales porque sentía que afectaban a su salud mental. El estrés postraumático, dice, funciona así: uno puede levantarse y trabajar, grabar un video, mudarse con su novio y ser feliz, pero un día, cualquier día, despertarse y simplemente sentir ganas de morir o ni eso: ganas de nada.
Su última aparición en Instagram fue festiva: se casó con su novio de siempre. En el espacio donde solía estar su ojo luce flamante una prótesis especial, blanca, brillante, cubierta de glitter.
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En julio de 2022, un grupo de académicos chilenos presentó el libro Estudios interdisciplinarios para investigar las violaciones a los derechos humanos por armas menos letales. A través del caso chileno y una revisión de la literatura internacional, los autores concluyen que las armas llamadas “menos letales” pueden ser muy peligrosas, pues las policías —en gobiernos democráticos— las usan de forma a veces abusiva justamente porque se supone que son más inocuas. Sin embargo, la evidencia forense ha comprobado que su uso puede causar daños irreversibles e incluso mortales en determinados contextos, y que su “no letalidad” no es inherente a su naturaleza, sino a su tipo de uso.
—La regla no escrita de los gobiernos chilenos de los últimos treinta años ha sido ejercer un control civil débil de las policías —dice Javier Velásquez, académico chileno, doctor en Criminología por la Universidad de Glasgow y uno de los editores del libro—. Esta libertad de acción en el uso de la fuerza en los tiempos donde no hay crisis termina permitiendo que de vez en cuando tengamos este tipo de violación a los derechos humanos. Eso te da a entender que Carabineros tiene mucho poder. Gran parte de la forma en la que operan es un legado de la dictadura y nadie ha querido meter mano a eso. Muchas veces la izquierda, cuando llega al poder, tampoco lo hace. Desde el final de la dictadura, tanto la izquierda como la derecha han tenido una relación con Carabineros muy especial, porque finalmente es la institución que en Chile da eficacia al Estado. No solamente es la que combate los delitos, sino la que es llamada a proteger al Estado de los manifestantes.
Al inicio de la revuelta, Velásquez se unió a una red de abogados que, sin éxito, interpuso recursos de protección para prohibir el uso de estas municiones “no letales”.
—Hay un concepto francés muy interesante sobre esto, el de “cheque en gris”, es decir que lo que hace el Estado es dar instrucciones a la policía lo suficientemente ambiguas para que ellos actúen a discreción, y al mismo tiempo lo suficientemente ambiguas para que, cuando la policía sea cuestionada por la brutalidad, diga: “Bueno, pero las instrucciones que me dieron no fueron claras”. Es una técnica política que hace que se diluya la responsabilidad: el Estado no es responsable, son las policías las que brutalizan. Y la policía no es responsable, porque en el fondo es el Estado el que no ejerció su control. Todo termina en algunas condenas a agentes, pero no en un ejercicio de responsabilidad estatal ni de control civil sobre las policías, y finalmente terminas con la criminalización de la protesta y una normalización de que esto ocurra. Este tema no es solamente chileno, hay todo un tema con la policía a nivel regional en términos de cómo se van relacionando con el poder estatal, porque el uso de la fuerza contra manifestantes es para “resguardar” al Estado. En Argentina se usan mucho los perdigones de goma y el caso colombiano es quizás peor que el chileno. Lo que uno puede ver es que la brutalización ejercida por las policías se está volviendo un elemento común, a nivel mundial, en la forma en que las democracias están lidiando con las manifestaciones.
—Bueno, ¿por qué los ojos? —se pregunta Pietro Sferrazza, coeditor del libro y doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid—. Realmente no son solo los ojos. La cantidad de personas que hoy en día tienen perdigones dentro de su cuerpo ni siquiera la conocemos, y tampoco tenemos mucha claridad de qué riesgos puede tener eso. No sabemos exactamente el número de personas que murieron como consecuencia del aparato estatal en el estallido. Se manejan 43 personas y hay un sinnúmero de casos de torturas y apremios. Yo tengo serias dudas de que casos emblemáticos como el de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica terminen con condenas elevadas. Y, esto es una idea especulativa, lo que creemos que se pretendía era desmotivar a las personas a que siguieran protestando: te mutilamos los ojos, te quebramos un par de costillas para que no se te vuelva a ocurrir salir a protestar.
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En agosto de 2022, medio millón de personas festejaron en el centro de Santiago el cierre de la campaña por el “Apruebo” a la nueva Constitución. Después de un año, la Convención Constitucional entregó un nuevo documento y la ciudadanía tuvo que decidir si lo aprobaba o lo rechazaba en un segundo plebiscito. Gustavo Gatica, en una tarima frente a miles de personas —su novia tomada de un brazo, un bastón en el otro—, se acerca al micrófono y dice: “Apruebo por todos los ojos que perdimos y por todos…”, pero antes de terminar llora un llanto seco. La gente lo interrumpe y lo aclama, gritan su nombre.
Tres días después, 62% de la población votó que rechazaba la nueva Constitución, y se mantendría la de la dictadura. Un final amargo para muchos, acaso desconcertante para el proceso inédito que iniciaron las protestas. Esa nueva Constitución hoy parece una noticia antigua, casi ficción, pero cuando hablamos, justo seis meses antes, en una videollamada que llega por un Zoom sin cámara, Gustavo Gatica no lo puede saber.
—Haciendo un balance, igual no han sido malos años —dice Gustavo Gatica, la voz calma y optimista, la templanza improbable que lo ha hecho famoso—. También he ido descubriendo cosas. La música siempre me ha gustado mucho y ahora la disfruto más, está todo tu cerebro concentrado en escuchar y logras encontrar detalles increíbles. O la comida. Estás tan concentrado en los sabores y las texturas que se te pone la piel de gallina.
Gustavo Gatica tenía veintiún años cuando quedó ciego. Hay una foto del momento exacto: está sentado en la vereda, la cabeza hacia el suelo, torcida, le sangran ambos ojos. Desde entonces, logró terminar la carrera de Psicología, mudarse con su novia, volver a tocar la batería, y fue uno de los rostros del plebiscito por la nueva Constitución, evento histórico que él había esperado mucho. Quizás por todas esas cosas estos años le parecieron buenos. Ya no está seguro de si fue exactamente eso lo que dijo, pero una frase dicha por él en el hospital se hizo pública y llegó a convertirse en pancarta, en grafiti y hasta en una canción folk: “Regalé mis ojos para que la gente despierte”.
Cuando miles de chilenos levantaban pancartas con la frase “Chile despertó”, a cientos de chilenos les mutilaban los ojos. Y los ojos empezaron a transformarse en un símbolo de las protestas: los chicos se tapaban la mitad del rostro con las manos, la gente asistía a las marchas con un ojo vendado. Al mismo tiempo, miles de cámaras capturaron imágenes feroces de esos días. Nunca tantas miradas se habían posado sobre el actuar policial, nunca había sido tan retratado y difundido. El caso de Gustavo Gatica es uno de los pocos en los que se ha podido identificar al carabinero que disparó, en parte gracias a registros callejeros. Se trata del teniente coronel Claudio Crespo, quien, en enero de 2022, a la espera de su juicio, salió en libertad con arraigo nacional, es decir que su única restricción es permanecer en Chile.
—Fue un golpe duro porque esperábamos aunque sea un arresto domiciliario. Él está libre igual que yo, un día podemos ir a un restaurant y él puede estar en la mesa de al lado. Yo creo que tiene que haber una refundación de Carabineros, desarmar la institución desde lo más cosmético, que es cambiar nombre y color, hasta lo más profundo, que es su manera de funcionar, porque ellos usan términos militares, ven del otro lado a un enemigo, no a ciudadanos.
El exteniente Crespo, que no respondió los mensajes para concertar una entrevista con Gatopardo, es activo en redes sociales, en las que tiene un público pequeño pero entusiasta, y en que hace poco anunció haber escrito un libro, G3. Honor y traición, que, según dice en un posteo, saldrá a la venta después de su juicio y vendrá con prólogo de Hermógenes Pérez de Arce, columnista histórico de El Mercurio. Según la investigación, el día en que le disparó a Gustavo Gatica, Crespo había disparado 170 veces con una escopeta de perdigones y lanzado bombas lacrimógenas 43 veces con la carabina.
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Por el hermetismo de Carabineros, lo poco que se sabe sobre su accionar —a menudo por filtraciones— y sus altos niveles de autonomía, un dicho popular afirma que es una institución que “se manda sola”.
El artículo 436 del Código de Justicia Militar homologa a Carabineros con las Fuerzas Armadas, en el sentido de que gozan de secreto: las armas que utilizan y su regulación son secretas, al igual que su número de funcionarios, sus protocolos. Esto permite que ni las autoridades ni la sociedad puedan acceder a todos los datos, y es lo que también ha permitido casos importantes de corrupción en el cuerpo. Asimismo, Carabineros no está controlado por una estructura civil fuerte y su autonomía descansa en la Constitución de la dictadura de Augusto Pinochet. La institución es también difícil de investigar, conocida por dar información a cuentagotas, únicamente después de dilatados pedidos realizados a través de leyes como la de transparencia, que obliga a revelar información que se considere pública.
—Efectivamente, la policía chilena es una policía militarizada, no urbana, no ciudadana, desde su origen —dice Mauricio Weibel, periodista especializado en la institución y autor del libro Ni orden ni patria, sobre un titánico caso de corrupción en Carabineros que salió a la luz en 2016, bautizado como “Pacogate”, el mayor fraude fiscal en la historia de Chile, donde un grupo de altos oficiales había desviado millones de dólares durante diez años—. Yo creo que por desgracia ahora va a ser políticamente inviable reformarla, pero es tremendamente necesario. Lo primero es poner una estructura civil que la administre. Ellos, cada vez que les piden información, la niegan, se saben de memoria qué hacer para que la justicia no opere. La única forma de resolverlo es interviniéndolos. También va a ser difícil reformarlos por su reticencia cultural, porque ellos creen realmente que lo que están haciendo está bien. ¿Cómo sigue en la fuerza alguien que dispara 170 veces a población civil? Se juntaron muchos ingredientes. Uno, su tradición militar; dos, el apoyo irrestricto del Gobierno, que defendió todo lo que hicieron. En este contexto esta policía simplemente operó. Tiene que ver también con la formación. Son personas que en seis meses ya están en la calle, que a los dieciocho años les pasan una pistola y les dicen que tienen que ir a disparar, no mucho más que eso. Se juntó todo eso y tuvimos el desastre humanitario que tuvimos.
En noviembre de 2019 se filtró un audio de Mario Rozas, entonces general director de Carabineros —que hoy figura como imputado en una treintena de querellas vinculadas a violaciones a los derechos humanos—, dando un discurso privado en la Escuela de Suboficiales: “Hay algunas cosas que les quiero decir. Tienen todo el apoyo, todo el respaldo de este general director. ¿Cómo lo demuestro? A nadie voy a dar de baja por procedimiento policial. A nadie. Aunque me obliguen, no lo voy a hacer. Tienen todo el respaldo, todo el apoyo, dentro del ámbito legal, dentro del ámbito reglamentario [...]. En la medida que estemos unidos, en la medida que estemos cohesionados como ahora, como siempre, nadie nos podrá hacer daño”.
Ese mismo noviembre, un informe que dio a conocer el Centro de Investigación Periodística indicaba que Carabineros ya sabía de los riesgos de su armamento y que había ignorado las recomendaciones de expertos, porque esta no era la primera vez que esas armas producían estallidos oculares. Un peritaje elaborado en 2012 por el departamento de Criminalística había hecho una serie de recomendaciones, entre ellas, disparar a más de treinta metros y solo apuntando al tercio inferior del cuerpo. En esa fecha, el informe ya indicaba que disparos a menor distancia o en otras direcciones podían ser letales si impactaban en zonas como el cuello, o provocar lesiones como estallidos oculares y fractura craneal.
—Los primeros heridos oculares son de 2011, en Aysén, al sur de Chile —concluye Weibel—. Sucedió a pequeña escala y todavía están abiertos esos juicios, te muestra la incapacidad del Estado. En la dictadura, el Estado se tuvo que adecuar para cometer los actos que cometió, y cuando llega la democracia, el Estado chileno no se modificó radicalmente. Eso permitió que tengamos este drama que tenemos: que un presidente en un par de horas pueda movilizar a miles de carabineros para disparar a mansalva, pero no pueda dar respuesta a las peticiones de justicia en años.
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Marta Valdés está rodeada de unas quince personas en una sala que le prestaron en un hospital, en noviembre de 2019. Quiere iniciar una coordinadora porque sabe que el camino judicial será largo. Hoy se discute aquí qué es lo que hay que hacer: si hay que crear una cuenta de Instagram, si hay que organizar una marcha, si hay que iniciar una toma de los estudios de Televisión Nacional. Con el tiempo llegarán a ser cerca de cien personas en la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular y los asistirán abogados de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH). Pero la Coordinadora se dividirá, tendrán diferencias irreconciliables, se armarán otros grupos, se dividirán entre quienes confían en salidas institucionales y quienes prefieren otro tipo de activismo: no tomarán un canal de televisión, pero sí la sede del programa de reparación que les ofreció Sebastián Piñera por unos días y la del INDH por varios meses.
Pero en noviembre de 2019, Marta Valdés, en el hospital, simplemente hace correr una libreta y dice: “Ya, aquí nomás anoten todos sus números de WhatsApp”.
Edgardo Navarro, el hijo de Marta Valdés, a quien todos llaman Coque, tenía diecisiete años cuando le impactó una bomba lacrimógena de la policía en el rostro y perdió la visión de uno de sus ojos. Durante al menos dos meses, Marta Valdés se dedicó a formar la Coordinadora. A su hijo, antes un skater temerario, no le permitió salir de casa. Un día, su hija mayor intervino. Insistió en llevar a Edgardo Navarro a tomar aire. Marta Valdés recuerda que menos de una hora después la llamó y le dijo: “Mami, tiene que venir ahora mismo a la posta de urgencias porque al Coque le van a amputar el dedo”.
—No lo podíamos creer, era la primera salida. Coque estaba caminando nomás, pero no tenía equilibrio. Cayó sobre una lata cortada, una señal de tránsito botada en la vereda. En la posta nos dijeron que teníamos tres horas para salvarle el dedo, así que tuvimos que correr a una clínica privada —dice Marta Valdés, dos años después de que la conocí en aquella reunión iniciática, ahora sentada ante un vaso de cerveza en un bar frente al Palacio de La Moneda, a unas cuadras del lugar donde le dispararon a su hijo.
Viene de una familia de detenidos desaparecidos en la dictadura. La protesta social para ella y para sus hijos era natural, la Coordinadora, un paso lógico. Y en 2022, cuando hablamos por última vez, a un mes de la elección presidencial que puso en el mando a Gabriel Boric, un joven de izquierda que prometió reparación a las víctimas de violencia policial durante el estallido social, Marta Valdés dice: “Sí, pero si no nos responde Boric, nos va a tener de nuevo en la calle”. Está separada del padre de Edgardo Navarro desde hace casi veinte años. Después de la ruptura, él, cartógrafo, entró a trabajar al cuerpo de Carabineros como civil, pero desde el estallido social no tiene contacto con la familia.
—Porque si a ti te mutilan un hijo, te vai de la fuerza, po. Pero él no.
Carolina Cubillos, una abogada de 42 años que trabaja para la CCHDH, tomó varios casos de víctimas de la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular que inició Marta Valdés. La primera vez que hablamos, en 2019, tenía al menos 66.
—Ahora, a casi tres años, todavía no tenemos certeza de quién disparó. Entre mis casos de trauma ocular, hoy no tengo ningún formalizado —dice al teléfono en 2022—. Hay una obstrucción de parte de Carabineros. Cuando son requeridos por la policía de investigaciones para que entreguen información como dónde estaban las patrullas, quiénes eran, los horarios, ellos entregan una información bien ambigua o simplemente no la entregan. Cuando la fiscal pidió oficios referentes a las cámaras corporales, que ellos portan, la mayoría había borrado las cámaras. No hay registro. Es más fácil tener una sanción administrativa que una penal. Con la llegada de Boric había gran esperanza de que hubiese una reestructuración a Carabineros, y el primer punto hubiese sido que el último general director fuese sacado de ese cargo porque era quien estaba a cargo de la represión en la Región Metropolitana, donde más víctimas existieron, pero cuando Boric lo ratifica, ahí se pierde esperanza absoluta de las víctimas y de nosotros también.
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Un artículo publicado en 2020 en la revista británica Eye, de Nature, firmado por el oftalmólogo de la Universidad de Chile Álvaro Rodríguez, afirmaba que el caso de los traumas oculares no solo era inédito en Chile, sino un hito en la literatura científica mundial. Un triste récord situaba a Chile como uno de los países donde se habían producido más traumas oculares por perdigones de la policía, superando, en un mes y medio, a países con conflictos de años. El estudio concluía que la experiencia chilena podría ser una advertencia a otros países sobre el uso de estas armas y lo que podían provocar. Los traumas oculares por esta causa continuaron incluso después de las primeras advertencias de la sociedad civil y de la suspensión de su uso —solo cuando se hizo público el material de los perdigones—, lo que indicaba, según el artículo, un incumplimiento del protocolo por parte de la fuerza policial y una falta de fiscalización casi total del Gobierno.
Los últimos meses de 2019, los casos de trauma ocular ya habían empezado a ocupar espacio en los medios de todo el mundo, y Jaime Mañalich, el Ministro de Salud, había anunciado la creación del PIRO, una iniciativa que solo funcionó en Santiago y que ofreció prótesis oculares, tratamiento psicológico y terapia ocupacional. Las víctimas y los funcionarios se enteraron de su existencia por la televisión.
La Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador fue la sede central donde llegaron los heridos durante las protestas, un lugar muy traumático para muchos. Allí mismo se ubicó la sede del PIRO, hasta que los pacientes protestaron pidiendo una sede propia que los considerara como víctimas de violencia de Estado. Gustavo Gatica recuerda que esperó largamente junto a un hombre esposado, custodiado por gendarmes, al que le habían enterrado un punzón en la cárcel. Marta Valdés dice que quisieron cobrarle la consulta porque nadie en el hospital sabía nada sobre el programa. Diego Foppiano dejó el medicamento, nadie lo controló. En 2022, la Contraloría inició una investigación al programa por 150 000 dólares sin destino declarado.
El PIRO no respondió a ninguna solicitud de entrevista para este artículo. Según los datos obtenidos a través de la Ley de Transparencia, 399 personas, de todas las regiones, fueron atendidas, y hasta agosto de 2022 solo prestó servicios en la comuna de Providencia, Santiago. Su ubicación es uno de los grandes reclamos de las víctimas que viajaban desde todo Chile. El grueso de los pacientes pertenece a un rango etario de entre los dieciocho y los treinta años, pero al menos veinticinco de ellos son menores de edad. El PIRO contaba con uno, y en pocos casos dos especialistas, en cada materia, para todos los pacientes.
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A dos años del estallido social, en diciembre de 2021, Gabriel Boric fue electo presidente de Chile. A sus 35 años, superó al candidato José Antonio Kast —un político de la derecha radical, abiertamente pinochetista— y se convirtió en el presidente más joven y votado de la historia. Su gobierno está discutiendo una agenda de reforma a las policías, aun sin novedades, a través de una comisión que depende del Ministerio del Interior, cuyos objetivos, dicen, serán la subordinación a la autoridad civil, enfoque de género, enfoque de derechos humanos, transparencia y eficacia policial.
Boric también anunció el Plan de Acompañamiento y Cuidado a Personas Víctimas de Trauma Ocular (PACTO), que reemplaza al PIRO y que, al menos en los libros, resume las demandas que los sobrevivientes reclaman. Es decir: un programa vitalicio que funcione en todo Chile, que incluya entrenamiento en derechos humanos para el personal, el cuidado del ojo dañado y también del ojo sano, y una atención psicológica que contemple una interconsulta en caso de que el daño sea tan grave que el programa no sea capaz de contenerlo. Ese fue el caso de otras víctimas de trauma ocular, como Patricio Pardo, un joven de Valparaíso que se suicidó en el verano de 2022 después de un cuadro depresivo. O de Carlos Puebla, un obrero que, un año posterior a la agresión que le quitó un globo ocular, intentó quitarse la vida en su casa de Renca, una de las comunas más pobres de Santiago, pero fue descubierto por su hijo a tiempo para salvarlo.
Carlos Puebla, de 49 años, es obrero de la construcción y durante la pandemia, que empezó unos meses después de la agresión, sobrevivió vendiendo aceitunas en las ferias. Por la mutilación de su ojo no debería trabajar en altura ni cargando peso, pero empezó pronto a hacerlo porque es su único sustento.
—Mañana cumplo un año del día que me dispararon, fue el 24 de octubre, estoy de cumpleaños, así que si me veís me tenís que saludar —se ríe Carlos Puebla, cuando lo llamo por teléfono, tras un año de nuestra primera entrevista—. Ya no tengo esa depresión que tenía al principio, estaba mal, necesité unas pastillas y me las tomé todas, quería puro morirme. Me intenté matar en marzo, abril, o parece que fue después. Fui a parar al psiquiátrico. Estaba triste por todo en general, y estaba sin trabajo, desesperado. Me dio depresión, quería puro matarme. Ahora estoy bien, lo asumí, mis hijos me necesitan, están chicos, tirar pa’ arriba nomás, qué va a ser.
Para el verano de 2022, la última vez que hablamos en su casa, una construcción pequeña con dos ambientes separados por cortinas, Carlos Puebla había abandonado el PIRO porque no lo llamaban, o porque él había perdido el número, o porque simplemente no quiso seguir.
Pensando, quizás, en casos como ese, el PACTO promete hacer una búsqueda activa de los pacientes. A la Universidad de Chile, una de las entidades que ofrecieron prótesis a las víctimas antes que el Estado se hiciera cargo, le ha llamado la atención la reluctancia de las víctimas a ser visibles o a buscar ayuda, y a pesar de las bondades del programa que ellos montaron —pionero, gratuito—, solo acudieron cuarenta personas. Es uno de los motivos por los que no es posible conocer cuántas víctimas hay en realidad.
—Nos llamó mucho la atención eso: si bien muchos nos llamaron, nos preguntaron, pocos vinieron —dice Gonzalo Rojas, coordinador del programa—. Producto de eso, empezamos un proyecto de investigación porque queremos saber cuál es el impacto integral de las personas después de esto. Es un tipo de victimización muy compleja, porque quien te agrede es un agente que está destinado a protegerte.
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—Bueno, y con el ojo cada día es un nuevo mundo —dice Alejandro Muñoz, a quien todos llaman Charly, mientras levanta los platos de una mesa comunal—. Yo siento que de a poco estoy conociendo este mundo.
En febrero de 2022, Alejandro Muñoz, de 39 años, es una de las personas que intercalan turnos dentro de la toma del INDH, que algunas víctimas de trauma ocular, además de miembros de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios, la Coordinadora de Víctimas de Perdigones y la Organización de Familiares y Amigos de Presos Políticos, mantienen en toma desde hace siete meses. Ellos y otras organizaciones usan el espacio para armar reuniones y pintar lienzos, y como punto de partida para marchar.
—Yo no sé qué te han dicho los chiquillos, pero al menos yo te puedo decir que no estoy mal. Yo estoy bien. Y no uso prótesis ni voy al PIRO, estoy así. A mí me gusta que me vean sin mi ojo y, si me preguntan, yo les cuento. ¿Por qué estamos peleando? Por esto —dice Charly, en el segundo piso del INDH, una casona ubicada en el barrio de Providencia.
A Charly le gusta llevar el ojo así, como quedó después de que una bomba lacrimógena impactara directo en su rostro. Su banda, Anarkía Tropikal, ya se había hecho popular en las marchas de los estudiantes secundarios a principio de los años 2000. Su hit es gracioso y pegadizo: “Amor encapuchado entre llamas y balazos, / amor encapuchado de dos lumpen enamorados”. El día de octubre de 2019 en que Charly fue agredido, no estaba tocando con su banda, donde es el “figurín”, un performer, sino desactivando bombas lacrimógenas dentro de botellas de agua cortadas a la mitad. Esa era una de las labores de la llamada “primera línea”, un flujo espontáneo de personas, desconocidas entre sí, que protegía a los manifestantes de los enfrentamientos con la policía. La misión era caminar al frente para que los de atrás pudieran marchar. Las tareas incluían desactivar bombas —tomar los dispositivos con la mano y sumergirlos en agua antes de que pudieran expeler el gas irritante—, albergar a otros bajo escudos de lata, picar piedras y lanzarlas cuando los carros hidrantes arremetían.
Un auto quedó adentro de la toma del INDH y acumula polvo al sol del verano. Charly asegura que es de Sergio Micco, presidente del instituto. Las agrupaciones de la toma e incluso varios trabajadores del organismo han pedido su renuncia —cosa que sucederá cuatro meses después, en julio de 2022— y que con ello el instituto, un referente, reconozca que en Chile hubo violación a los derechos humanos.
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—Fue triste, pero cuando me dijeron que no, me calmé, descansé. Tenía como una obsesión, una obsesión terrible por ver —dice Nicole Kramm, fotógrafa que llegó hasta Filadelfia, Estados Unidos, para postular a un trasplante de retina, donde le respondieron que la suya, por la magnitud del daño, no era operable.
Nicole Kramm tiene 32 años y garbo de gato negro: mirada con gesto felino, piel tostada, pelo azabache que brilla al sol. Cuando supo que, tras recibir un perdigón de la policía la noche de Año Nuevo, había perdido la visión del ojo izquierdo de forma definitiva, quiso volver a encontrar algo de belleza en el mundo y reaprendió a usar su cámara Nikon fotografiando a otros sobrevivientes de trauma ocular. La sesión hizo parte de “Balas contra piedras”, su muestra fotográfica sobre el estallido social que fue premiada por la Unión de Reporteros Gráficos y Camarógrafos de Chile y que ha viajado por Europa.
—Todavía estoy aprendiendo. Hay un remanente visual que genera el ojo malo que a veces me hace ver doble, también hay un dolor de cabeza que estoy aprendiendo a omitir.
Fotoperiodista y corresponsal para medios extranjeros como Al Jazeera, Nicole Kramm capturó algunas imágenes que dieron vuelta al mundo durante las protestas de 2019: mujeres desnudas con carteles en las manos, turbas protestando en las puertas de los shoppings. En 2022 tiene un trabajo más administrativo: es asesora de comunicación de Fabiola Campillai, la mujer que quedó ciega, sin gusto, sin olfato y con la cara desfigurada por una bomba de la policía, electa como senadora con la primera mayoría nacional. También trabaja en el Ministerio de Justicia coordinando encuentros en la Mesa de Reparación para las víctimas de violencia policial del estallido social.
—Este trabajo es importante y es por una razón, pero no te diría que es lo que me hace feliz. Yo como reportera estaba en todas, donde las papas queman, pero nunca volví a la calle con la seguridad que tenía —dice Nicole Kramm.
En la noche de Año Nuevo que abría el año 2020, después de dos meses de protestas, no hubo marchas ni enfrentamientos en Santiago, sino una impresionante fiesta comunal en el centro de la ciudad. Se montaron escenarios, se cocinaron arroces, pollos, ensaladas, y se sirvieron en una mesa larguísima organizada por nadie, por todos. Ese Año Nuevo fue espontáneo, anárquico, y Nicole Kramm había ido con sus amigos para sacar fotos de la vigilia. Recuerda que el clima era festivo y la turba permanecía en una calma celebratoria. En general, que la policía esté totalmente ausente no es buena señal. Quienes protestan le llaman a eso “piquetes” o “encerronas”, una estrategia para disolver las concentraciones. La policía “se acuartela”, desaparece, y da la impresión de que todo está en paz.
Durante ese tiempo se pliegan alrededor, por calles aledañas, y en un momento clave atacan hacia el centro como en estampida. Los que pueden escapan, y a quienes no lo logran no les queda otra que amontonarse al centro violenta, peligrosamente. La estrategia siempre es separarse del grupo, huir por las diagonales, no escapar juntos. Cuando Nicole Kramm vio la encerrona —imprevisible, no había marcha, solo celebración— ya era tarde. Sintió el impacto de la bala en la cara y cayó al suelo. La primera persona que la abrazó ese Año Nuevo fue un paramédico voluntario que la arrastró a la vereda.
En la carpeta de Nicole Kramm se agregaron cuatro testigos en 2020, pero no tuvo noticias de su caso hasta junio de 2022, cuando se enteró de que habían sido llamados a declarar. Eso le dio esperanza, aunque los testigos son apenas los transeúntes que la ayudaron: no hay carabineros aún identificados en su caso, ni nadie del cuerpo policial llamado a testificar. La noticia de la reactivación de las investigaciones, muy postergadas durante el gobierno de Sebastián Piñera, llegó también junto con el PACTO de Gabriel Boric.
—No estoy contenta, nunca estoy contenta. Le cambiaron el nombre, OK, vamos a ver cómo funciona cuando se implemente. Y la justicia para mí ya no llegó, la justicia que tarda no es justicia, pero igualmente el Estado debe reparar, y si tan caro le sale, bueno, que garantice la no repetición —dice Nicole Kramm.
En el Chile pospandémico y posestallido social, la Constitución de Pinochet quedó ratificada por votación popular. En la plaza donde se concentraron las movilizaciones no hay pasto, no hay flores, en su centro no está la estatua de Baquedano, el soldado que le daba su nombre, y la boca del metro que lleva hasta allí está cerrada. Ahora es un memorial espontáneo: grafitis, murales, altares para los muertos.
En octubre de 2022, Patricio Maturana, el carabinero que le disparó a la senadora Fabiola Campillai, fue encontrado culpable por apremios ilegítimos con resultado de lesiones graves gravísimas, una subclasificación de situaciones de violencia policial que contempla la mutilación. La pena fue de doce años de cárcel y a la comunidad de víctimas le parece poco, pero esperan que ese caso emblemático siente algún precedente. Días antes de la lectura de la sentencia se anunció que el carabinero, que hasta el momento había permanecido en silencio y en prisión domiciliaria, daría una entrevista. En esa entrevista, que se difundió el 4 de octubre como un espectáculo del prime time, Maturana dijo que no pedirá perdón porque es inocente.
Los manifestantes sostienen pancartas durante una protesta contra el gobierno de Chile, en Santiago de Chile, el 10 de diciembre de 2019. Fotografía de Pablo Sanhueza / REUTERS.
En 2019, durante el estallido social de Chile, el finado expresidente Sebastián Piñera intentó controlar las manifestaciones con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: la policía disparó contra la población civil con balines antidisturbios y bombas lacrimógenas. Hubo más de 400 víctimas con mutilaciones en el rostro y traumas oculares. Este artículo, publicado originalmente en noviembre de 2022, es uno de los ejemplos más dramáticos de violencia policial en Chile.
En algún momento de 2019, la madre de Diego Foppiano puso cerámica en la escalera de su casa en Puente Alto, un barrio de clase trabajadora ubicado en la periferia sur de Santiago de Chile. No le gustan las alfombras de pelo corto, color beige o rosa claro que muchas veces vienen por defecto en las casas como la suya: juntan demasiada mugre, se ponen grises. Pero en algún momento de 2020, apenas unos meses después, la madre de Diego Foppiano sacará la cerámica nueva y reluciente de esa escalera y volverá a poner una alfombra de pelo corto, beige o rosa claro, que dentro de poco juntará mugre, se pondrá gris.
Diego Foppiano tenía veintidós años y estudiaba ingeniería en Control de Gestión en la Universidad Diego Portales cuando recibió un perdigón de la policía en el rostro. Era el 19 de octubre de 2019, el segundo día de las protestas más multitudinarias de la historia de Chile, un período bautizado como el “estallido social chileno”, en el que miles de personas se manifestaron espontáneamente por todo Chile, sin convocatoria y sin líderes. A los médicos les tomó tres cirugías sacar los pedazos de proyectil de la cavidad ocular de Diego Foppiano. Y cuando terminaron, antes de vaciar completamente el ojo, le dijeron que era mejor que no volviera a jugar al fútbol, como lo hacía hasta entonces con cierta ambición, porque podía lastimarse el sano y no habría retorno. Además, le dijeron que por la complejidad de la operación y por el tiempo que le costaría adaptarse a la visión de un solo ojo, iba a estar, indefinidamente, muy mareado.
Durante los meses de recuperación, Diego Foppiano no consiguió mantener el equilibrio. Rompió decenas de vasos, rodó enredado con alguno de sus seis perros y cuando se compró un celular nuevo cayó sentado sobre él en la cerámica de la escalera y lo rompió. Marcela, su madre, pensó entonces que era mejor tener una casa con una alfombra gris.
El 19 de octubre de 2019, Diego Foppiano y su mejor amigo habían caminado entusiasmados hasta la plaza de su barrio. Ese año la primavera se impuso rápido y los primeros días de protestas se recuerdan como festivos: adolescentes saltaban los torniquetes del metro, las familias tocaban cacerolas y llegaron a congregarse más de un millón de personas en el centro de Santiago. Todo había comenzado cuando el Gobierno subió treinta pesos chilenos (unos tres centavos de dólar) el precio del transporte público, que ya era uno de los más caros de la región. Bajo la consigna “No son treinta pesos, son treinta años”, se inició una revuelta popular con reclamos múltiples, que iban desde modificar el sistema privado de salud y educación y los fondos de pensiones hasta terminar con la explotación medioambiental, todos males concentrados en un modelo económico heredado de la dictadura al que se aplicaron escuetos cambios durante treinta años de democracia.
Ese 19 de octubre, la plaza de Puente Alto estaba colmada en una concentración celebratoria. Había pocos carabineros formados en una línea silenciosa, inmóvil, lo que a Diego Foppiano le pareció extraño, pero cuando caminó cerca de ellos, envalentonado por la efervescencia de esos días, no tuvo miedo, no tenía por qué. Antes de desvanecerse, lo último que vio fue a un carabinero dar un paso adelante, dispararle de frente y volver a su fila.
El suyo fue uno de los primeros casos de trauma ocular registrados durante el estallido social. Sucedió el mismo día en que se declaró el estado de emergencia, horas antes de que el presidente Sebastián Piñera pronunciara uno de sus discursos más recordados: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Esos primeros días fueron también los más desconcertantes. Muchos hospitales colapsaron con heridos por la represión policial y empezaron a publicarse cifras diarias de lesionados, detenidos y muertos. Como no había ambulancias disponibles, Diego Foppiano, que no se sentía particularmente enemigo de nadie y que había perdido la conciencia por el impacto, se levantó en medio del caos y simplemente caminó.
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El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) entregó una cifra de 460 personas, el Ministerio de Salud maneja un catastro de 449 y un programa de reparación ya ha atendido a 399. Pero organismos de familiares y víctimas han dicho que podrían ser más las personas que sufrieron mutilaciones o traumas oculares causados por los balines antidisturbios y las bombas lacrimógenas que utilizó la policía durante el estallido social, que empezó en octubre de 2019 y que solo amainó con el aislamiento por el covid-19 en marzo de 2020.
Sebastián Piñera intentó controlar esas manifestaciones explosivas con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: bombas lacrimógenas, carros hidrantes y escopetas antidisturbios —que disparan proyectiles, supuestamente de goma, pensadas para disolver concentraciones y activarse desde largas distancias— fueron utilizados contra la población civil con cifras altas de heridos, muertos y detenidos. Llegaron a abrirse ocho mil causas por violación a los derechos humanos, pero las mutilaciones oculares —la ceguera total, trágica, que produjeron en al menos dos personas muy jóvenes, y su vínculo cada vez más ominoso con la frase optimista y festiva que se repetía por esos días, “Chile despertó”, se fueron transformando en símbolo del estallido social.
Fue el cuerpo de Carabineros, la policía chilena, el encargado de ejercer la fuerza e imponer orden. Aunque se declaró el estado de emergencia y varias ciudades estuvieron bajo toque de queda y, por tanto, las fuerzas armadas también participaron, cuando le preguntaron al comandante en jefe del Ejército, Javier Iturriaga, qué pensaba sobre la declaración de guerra del presidente, él respondió: “Yo soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”.
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—Yo pinto todo, la esclera, la parte blanca del ojo, la pupila, del color más fiel. Pero también ubico las venitas de la forma más parecida posible al ojo sano. Después de eso, se procesa la prótesis con acrílico transparente, para darle brillo, y una vez pulido, se prueba en el paciente. Es una artesanía y puede durar muchos años —dice Paula Rojas, una oftalmóloga que atiende una pequeña consulta privada en la ciudad de San Vicente, a una hora de Santiago, y que por esos días se ofreció a fabricar, de forma gratuita, prótesis que pueden llegar a costar mil dólares.
Diego Foppiano empezó a usar una prótesis que le fabricó Rojas y en el transcurso de tres años hizo todo lo que habían desaconsejado los médicos: volvió a jugar al fútbol, aprendió a manejar. Esas cosas lo ayudaron, dice, porque por el dolor de cabeza insoportable que le provocaba estar frente a la computadora abandonó la facultad y en algún momento de 2020 le diagnosticaron depresión severa. Su madre, Marcela, se unió a la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, una de las agrupaciones que se involucraron en largas polémicas con un programa que ofreció el gobierno de Sebastián Piñera —Programa Integral de Reparación Ocular (PIRO)—, que prometía prótesis y controles médicos gratuitos de todo tipo para los afectados. El programa se instaló en la Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador, un lugar que se abarrotaba con heridos los días de las protestas, a unas cuadras de la rebautizada Plaza Dignidad, el epicentro de las concentraciones.
A la salida del metro que lo lleva hasta su casa, casi tres años después de la agresión y de nuestra primera entrevista, Diego Foppiano levanta la cara al cielo para que le pegue el sol.
—El PIRO fue supermalo. Tenía una sola psicóloga y ofrecía atención cada dos semanas. Al final contrataron un instituto aparte para dar abasto, pero ellos insistían en repasar el momento del ataque. Y yo sentía que no me servía. Yo creo que hay que tratar lo que pasa después, no sé, la vida, mi vida después.
En su caso, como la agresión sucedió en la plaza de su barrio y no en el centro de la ciudad —donde se concentraban las protestas y los policías—, hay dos nombres de carabineros sospechosos en la causa que se abrió y, por eso, es uno de los casos de trauma ocular más avanzados en la justicia. En la mayoría de estos no ha sido posible identificar siquiera quién jaló el gatillo. Según los datos que la Fiscalía entregó en 2021, 46% de los casos abiertos por violación a los derechos humanos en el estallido social habían sido archivados por falta de pruebas.
—Yo creo que la recuperación de los chicos no es completa porque falta esa parte, falta que te digan: “OK, tú nunca vas a recuperar tu ojo, pero alguien es responsable por lo que te hicieron”. Nosotros creemos que no solo es responsable la persona que jaló el gatillo —dice Marcela, la madre de Diego Foppiano, sentada en el living de su casa en Puente Alto, donde los barrios se unen con la Cordillera y todavía existen casas de techos bajos.
Los familiares y víctimas han intentado, sin mucho éxito, que se busquen responsabilidades políticas por la brutalidad policial, y que no se juzgue solo a los agentes que dispararon por mala praxis, sino que se considere que el Estado chileno cometió violaciones a los derechos humanos. Para ello, por primera vez desde el regreso a la democracia, se levanta la consigna “Justicia, reparación y garantías de no repetición”.
Un bombero que ese día ayudó a Diego Foppiano fue voluntariamente a la Fiscalía para colaborar. Declaró que había visto cómo una carabinera a quien no pudo identificar se acercaba y le decía: “Te pasa por andar hueviando”.
—Te vas enterando de cosas, a veces piensas que lo superaste, pero te das cuenta que no. El día que ganó la presidencia Gabriel Boric, con mi hija salimos a celebrar —dice Marcela—. Cuando nos encontramos en el lugar donde le dispararon a Diego yo solo me senté y lloré porque te dai cuenta que no, que no lo vai a superar nunca.
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“No tenemos antiparras”, se leía en un cartel que, para noviembre de 2019, estaba colgado en decenas de vidrieras de ferreterías y multitiendas de Santiago. Las redes sociales se llenaron de revendedores, especialmente de lentes con la norma ANSI Z87.1, industriales, usados para construcción y capaces de detener un perdigón. Incluso aparecieron youtubers probando diferentes tipos de lentes: los escudos faciales, los “de luca” (un dólar), los industriales certificados, los lentes de agua, los de sol.
El 16 de noviembre de 2019, cuando se habían registrado más de doscientos casos de traumas oculares, la Universidad de Chile publicó un estudio que concluía que los balines antidisturbios no eran de caucho, como insistía la versión oficial, sino que contenían metales de alta dureza, incluidos plomo, silicio y sulfato de bario, y apenas 20% de goma. El general director de Carabineros, Mario Rozas, anunció entonces que se limitaría temporalmente su uso a situaciones de riesgo vital, pero los casos de mutilaciones oculares continuaron. Y masas de chilenos prefirieron agotar los lentes industriales de las tiendas que dejar de protestar.
Por esa misma fecha, el Colegio Médico había empezado a advertir sobre los riesgos en el uso de perdigones para disolver protestas. Su presidente, Patricio Meza, oftalmólogo, pidió al Gobierno, sin éxito, sacarlos de circulación.
—De acuerdo al estudio comparativo, Chile es uno de los casos más dramáticos en el mundo, con tan alto número de lesionados en los ojos en un tan corto período de tiempo —dice Meza—. Hay dos pacientes con ceguera absoluta, pero también hay muchos que tienen dañado un solo ojo, o su ojo más útil; por lo tanto, en la práctica es como tener dañados ambos. Al tener dañado un ojo, varias puertas profesionales se te cierran. Había camarógrafos, había personas que conducían taxis, personas que ya no pueden ejercer cierto tipo de trabajo o tienen dificultades para adaptarse. El Estado debe reparar no solo el ojo, sino la salud mental y todo lo que rodea ese daño, y debe ser para toda la vida. El efecto en la salud mental es potente porque las víctimas piensan que fue una situación en la cual se buscó deliberadamente causar daño.
El despliegue policial continuó también en la calle con un cúmulo de postales tremendas. El 23 de octubre de 2019, Mario Acuña, fue golpeado por tres policías que le produjeron muerte cerebral. El 19 de noviembre, un fotógrafo captó a un grupo de carabineros con uniformes intervenidos, que tapaban sus identificaciones con parches como “Destroyer”, “Raptor” y “Super Dick”. El 26 de noviembre, Fabiola Campillai, que iba a su trabajo en una fábrica —y que un par de años después sería electa senadora de la República—, recibió una bomba lacrimógena en el rostro: no solo perdió ambos ojos, sino el gusto y el olfato. El 20 de diciembre se vio en un video cómo Óscar Pérez, de veinte años, era aplastado entre dos tanquetas que le rompieron la cadera. En octubre de 2020, un menor de dieciséis años cayó al río Mapocho empujado por un policía en un enfrentamiento. En el audio que Carabineros tuvo que entregar meses después, se escucha: “Se mató. Bien, uno menos”.
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Para Halloween de 2022, Natalia Aravena se puso una peluca violeta y se disfrazó de Leela, la cíclope protagonista de la serie Futurama: una capitana de una nave espacial con un solo ojo. Natalia Aravena tiene una cuenta de TikTok con treinta mil seguidores en la que postea videos entre la parodia y la denuncia. A simple vista, esos videos podrían ser tutoriales de maquillaje: primeros planos de una chica linda, el pelo largo, rímel dramático, pero si se activa el sonido se escucha: “A mí me hicieron una evisceración [ocular] […]. Se saca el líquido, se rellena con una pelotita de silicona […] y se vuelve a cerrar”. Ella es enfermera y fue mutilada por una bomba lacrimógena en octubre de 2019, cuando tenía veinticinco años. A veces, en el espacio vacío, donde solía estar su ojo, luce una prótesis color fucsia, tan dramática como su maquillaje, que mandó a hacer especialmente. Otras, se saca la prótesis, la muestra a cámara, explica.
—Lo terrible de esto no solo es perder el ojo. No sería lo mismo perder un ojo por un accidente o una enfermedad. Es que alguien decidió esto, decidió hacerme esto, jalar un gatillo. Eso no solo afecta mi salud: afecta mi autoimagen, lo monetario, lo físico, el trabajo. Todo el rato hay algo que me lo recuerda. Chocar con las puertas, hacerme moretones, que mi pareja me pase algo por un lado y yo agarrarlo por el otro, pegarles a todas las cosas sin querer, y saber que nadie está haciendo ningún esfuerzo por que esa persona sea encontrada.
En octubre de 2020, exactamente un año después del estallido, 78% de la ciudadanía decidió en un plebiscito que quería reescribir la Constitución de la dictadura, un reclamo en torno al cual se concentraba su descontento, y que lo haría a través de una Convención Constitucional: 155 personas elegidas por votación popular con un mecanismo paritario único en el mundo. Natalia Aravena decidió postularse a la Convención y, de hecho, salió electa, pero en su caso la paridad funcionó al revés: en Chile se postularon y fueron electas tantas mujeres que ella tuvo que ceder su puesto a un varón. En esa Convención convivieron políticos, activistas, estudiantes y hasta una mujer famosa por ir a las protestas disfrazada de Pikachu.
—Salir electa fue superesperanzador, porque sentí que lo que había era un cambio de mentalidad, que la política no tenía que ser solo para gente que tiene plata o papás políticos, y que podía haber gente común que es la que trabaja para gente común —dice.
Natalia Aravena no tiene noticias de su caso desde 2021, cuando fueron identificados los carabineros que tenían permiso para disparar bombas lacrimógenas en el sector donde ella fue impactada, pero nunca fueron llamados a testificar. La última vez que hablamos por teléfono, la habían despedido del hospital donde trabajaba por pedir licencias médicas por motivos psicológicos y también había abandonado sus redes sociales porque sentía que afectaban a su salud mental. El estrés postraumático, dice, funciona así: uno puede levantarse y trabajar, grabar un video, mudarse con su novio y ser feliz, pero un día, cualquier día, despertarse y simplemente sentir ganas de morir o ni eso: ganas de nada.
Su última aparición en Instagram fue festiva: se casó con su novio de siempre. En el espacio donde solía estar su ojo luce flamante una prótesis especial, blanca, brillante, cubierta de glitter.
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En julio de 2022, un grupo de académicos chilenos presentó el libro Estudios interdisciplinarios para investigar las violaciones a los derechos humanos por armas menos letales. A través del caso chileno y una revisión de la literatura internacional, los autores concluyen que las armas llamadas “menos letales” pueden ser muy peligrosas, pues las policías —en gobiernos democráticos— las usan de forma a veces abusiva justamente porque se supone que son más inocuas. Sin embargo, la evidencia forense ha comprobado que su uso puede causar daños irreversibles e incluso mortales en determinados contextos, y que su “no letalidad” no es inherente a su naturaleza, sino a su tipo de uso.
—La regla no escrita de los gobiernos chilenos de los últimos treinta años ha sido ejercer un control civil débil de las policías —dice Javier Velásquez, académico chileno, doctor en Criminología por la Universidad de Glasgow y uno de los editores del libro—. Esta libertad de acción en el uso de la fuerza en los tiempos donde no hay crisis termina permitiendo que de vez en cuando tengamos este tipo de violación a los derechos humanos. Eso te da a entender que Carabineros tiene mucho poder. Gran parte de la forma en la que operan es un legado de la dictadura y nadie ha querido meter mano a eso. Muchas veces la izquierda, cuando llega al poder, tampoco lo hace. Desde el final de la dictadura, tanto la izquierda como la derecha han tenido una relación con Carabineros muy especial, porque finalmente es la institución que en Chile da eficacia al Estado. No solamente es la que combate los delitos, sino la que es llamada a proteger al Estado de los manifestantes.
Al inicio de la revuelta, Velásquez se unió a una red de abogados que, sin éxito, interpuso recursos de protección para prohibir el uso de estas municiones “no letales”.
—Hay un concepto francés muy interesante sobre esto, el de “cheque en gris”, es decir que lo que hace el Estado es dar instrucciones a la policía lo suficientemente ambiguas para que ellos actúen a discreción, y al mismo tiempo lo suficientemente ambiguas para que, cuando la policía sea cuestionada por la brutalidad, diga: “Bueno, pero las instrucciones que me dieron no fueron claras”. Es una técnica política que hace que se diluya la responsabilidad: el Estado no es responsable, son las policías las que brutalizan. Y la policía no es responsable, porque en el fondo es el Estado el que no ejerció su control. Todo termina en algunas condenas a agentes, pero no en un ejercicio de responsabilidad estatal ni de control civil sobre las policías, y finalmente terminas con la criminalización de la protesta y una normalización de que esto ocurra. Este tema no es solamente chileno, hay todo un tema con la policía a nivel regional en términos de cómo se van relacionando con el poder estatal, porque el uso de la fuerza contra manifestantes es para “resguardar” al Estado. En Argentina se usan mucho los perdigones de goma y el caso colombiano es quizás peor que el chileno. Lo que uno puede ver es que la brutalización ejercida por las policías se está volviendo un elemento común, a nivel mundial, en la forma en que las democracias están lidiando con las manifestaciones.
—Bueno, ¿por qué los ojos? —se pregunta Pietro Sferrazza, coeditor del libro y doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid—. Realmente no son solo los ojos. La cantidad de personas que hoy en día tienen perdigones dentro de su cuerpo ni siquiera la conocemos, y tampoco tenemos mucha claridad de qué riesgos puede tener eso. No sabemos exactamente el número de personas que murieron como consecuencia del aparato estatal en el estallido. Se manejan 43 personas y hay un sinnúmero de casos de torturas y apremios. Yo tengo serias dudas de que casos emblemáticos como el de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica terminen con condenas elevadas. Y, esto es una idea especulativa, lo que creemos que se pretendía era desmotivar a las personas a que siguieran protestando: te mutilamos los ojos, te quebramos un par de costillas para que no se te vuelva a ocurrir salir a protestar.
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En agosto de 2022, medio millón de personas festejaron en el centro de Santiago el cierre de la campaña por el “Apruebo” a la nueva Constitución. Después de un año, la Convención Constitucional entregó un nuevo documento y la ciudadanía tuvo que decidir si lo aprobaba o lo rechazaba en un segundo plebiscito. Gustavo Gatica, en una tarima frente a miles de personas —su novia tomada de un brazo, un bastón en el otro—, se acerca al micrófono y dice: “Apruebo por todos los ojos que perdimos y por todos…”, pero antes de terminar llora un llanto seco. La gente lo interrumpe y lo aclama, gritan su nombre.
Tres días después, 62% de la población votó que rechazaba la nueva Constitución, y se mantendría la de la dictadura. Un final amargo para muchos, acaso desconcertante para el proceso inédito que iniciaron las protestas. Esa nueva Constitución hoy parece una noticia antigua, casi ficción, pero cuando hablamos, justo seis meses antes, en una videollamada que llega por un Zoom sin cámara, Gustavo Gatica no lo puede saber.
—Haciendo un balance, igual no han sido malos años —dice Gustavo Gatica, la voz calma y optimista, la templanza improbable que lo ha hecho famoso—. También he ido descubriendo cosas. La música siempre me ha gustado mucho y ahora la disfruto más, está todo tu cerebro concentrado en escuchar y logras encontrar detalles increíbles. O la comida. Estás tan concentrado en los sabores y las texturas que se te pone la piel de gallina.
Gustavo Gatica tenía veintiún años cuando quedó ciego. Hay una foto del momento exacto: está sentado en la vereda, la cabeza hacia el suelo, torcida, le sangran ambos ojos. Desde entonces, logró terminar la carrera de Psicología, mudarse con su novia, volver a tocar la batería, y fue uno de los rostros del plebiscito por la nueva Constitución, evento histórico que él había esperado mucho. Quizás por todas esas cosas estos años le parecieron buenos. Ya no está seguro de si fue exactamente eso lo que dijo, pero una frase dicha por él en el hospital se hizo pública y llegó a convertirse en pancarta, en grafiti y hasta en una canción folk: “Regalé mis ojos para que la gente despierte”.
Cuando miles de chilenos levantaban pancartas con la frase “Chile despertó”, a cientos de chilenos les mutilaban los ojos. Y los ojos empezaron a transformarse en un símbolo de las protestas: los chicos se tapaban la mitad del rostro con las manos, la gente asistía a las marchas con un ojo vendado. Al mismo tiempo, miles de cámaras capturaron imágenes feroces de esos días. Nunca tantas miradas se habían posado sobre el actuar policial, nunca había sido tan retratado y difundido. El caso de Gustavo Gatica es uno de los pocos en los que se ha podido identificar al carabinero que disparó, en parte gracias a registros callejeros. Se trata del teniente coronel Claudio Crespo, quien, en enero de 2022, a la espera de su juicio, salió en libertad con arraigo nacional, es decir que su única restricción es permanecer en Chile.
—Fue un golpe duro porque esperábamos aunque sea un arresto domiciliario. Él está libre igual que yo, un día podemos ir a un restaurant y él puede estar en la mesa de al lado. Yo creo que tiene que haber una refundación de Carabineros, desarmar la institución desde lo más cosmético, que es cambiar nombre y color, hasta lo más profundo, que es su manera de funcionar, porque ellos usan términos militares, ven del otro lado a un enemigo, no a ciudadanos.
El exteniente Crespo, que no respondió los mensajes para concertar una entrevista con Gatopardo, es activo en redes sociales, en las que tiene un público pequeño pero entusiasta, y en que hace poco anunció haber escrito un libro, G3. Honor y traición, que, según dice en un posteo, saldrá a la venta después de su juicio y vendrá con prólogo de Hermógenes Pérez de Arce, columnista histórico de El Mercurio. Según la investigación, el día en que le disparó a Gustavo Gatica, Crespo había disparado 170 veces con una escopeta de perdigones y lanzado bombas lacrimógenas 43 veces con la carabina.
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Por el hermetismo de Carabineros, lo poco que se sabe sobre su accionar —a menudo por filtraciones— y sus altos niveles de autonomía, un dicho popular afirma que es una institución que “se manda sola”.
El artículo 436 del Código de Justicia Militar homologa a Carabineros con las Fuerzas Armadas, en el sentido de que gozan de secreto: las armas que utilizan y su regulación son secretas, al igual que su número de funcionarios, sus protocolos. Esto permite que ni las autoridades ni la sociedad puedan acceder a todos los datos, y es lo que también ha permitido casos importantes de corrupción en el cuerpo. Asimismo, Carabineros no está controlado por una estructura civil fuerte y su autonomía descansa en la Constitución de la dictadura de Augusto Pinochet. La institución es también difícil de investigar, conocida por dar información a cuentagotas, únicamente después de dilatados pedidos realizados a través de leyes como la de transparencia, que obliga a revelar información que se considere pública.
—Efectivamente, la policía chilena es una policía militarizada, no urbana, no ciudadana, desde su origen —dice Mauricio Weibel, periodista especializado en la institución y autor del libro Ni orden ni patria, sobre un titánico caso de corrupción en Carabineros que salió a la luz en 2016, bautizado como “Pacogate”, el mayor fraude fiscal en la historia de Chile, donde un grupo de altos oficiales había desviado millones de dólares durante diez años—. Yo creo que por desgracia ahora va a ser políticamente inviable reformarla, pero es tremendamente necesario. Lo primero es poner una estructura civil que la administre. Ellos, cada vez que les piden información, la niegan, se saben de memoria qué hacer para que la justicia no opere. La única forma de resolverlo es interviniéndolos. También va a ser difícil reformarlos por su reticencia cultural, porque ellos creen realmente que lo que están haciendo está bien. ¿Cómo sigue en la fuerza alguien que dispara 170 veces a población civil? Se juntaron muchos ingredientes. Uno, su tradición militar; dos, el apoyo irrestricto del Gobierno, que defendió todo lo que hicieron. En este contexto esta policía simplemente operó. Tiene que ver también con la formación. Son personas que en seis meses ya están en la calle, que a los dieciocho años les pasan una pistola y les dicen que tienen que ir a disparar, no mucho más que eso. Se juntó todo eso y tuvimos el desastre humanitario que tuvimos.
En noviembre de 2019 se filtró un audio de Mario Rozas, entonces general director de Carabineros —que hoy figura como imputado en una treintena de querellas vinculadas a violaciones a los derechos humanos—, dando un discurso privado en la Escuela de Suboficiales: “Hay algunas cosas que les quiero decir. Tienen todo el apoyo, todo el respaldo de este general director. ¿Cómo lo demuestro? A nadie voy a dar de baja por procedimiento policial. A nadie. Aunque me obliguen, no lo voy a hacer. Tienen todo el respaldo, todo el apoyo, dentro del ámbito legal, dentro del ámbito reglamentario [...]. En la medida que estemos unidos, en la medida que estemos cohesionados como ahora, como siempre, nadie nos podrá hacer daño”.
Ese mismo noviembre, un informe que dio a conocer el Centro de Investigación Periodística indicaba que Carabineros ya sabía de los riesgos de su armamento y que había ignorado las recomendaciones de expertos, porque esta no era la primera vez que esas armas producían estallidos oculares. Un peritaje elaborado en 2012 por el departamento de Criminalística había hecho una serie de recomendaciones, entre ellas, disparar a más de treinta metros y solo apuntando al tercio inferior del cuerpo. En esa fecha, el informe ya indicaba que disparos a menor distancia o en otras direcciones podían ser letales si impactaban en zonas como el cuello, o provocar lesiones como estallidos oculares y fractura craneal.
—Los primeros heridos oculares son de 2011, en Aysén, al sur de Chile —concluye Weibel—. Sucedió a pequeña escala y todavía están abiertos esos juicios, te muestra la incapacidad del Estado. En la dictadura, el Estado se tuvo que adecuar para cometer los actos que cometió, y cuando llega la democracia, el Estado chileno no se modificó radicalmente. Eso permitió que tengamos este drama que tenemos: que un presidente en un par de horas pueda movilizar a miles de carabineros para disparar a mansalva, pero no pueda dar respuesta a las peticiones de justicia en años.
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Marta Valdés está rodeada de unas quince personas en una sala que le prestaron en un hospital, en noviembre de 2019. Quiere iniciar una coordinadora porque sabe que el camino judicial será largo. Hoy se discute aquí qué es lo que hay que hacer: si hay que crear una cuenta de Instagram, si hay que organizar una marcha, si hay que iniciar una toma de los estudios de Televisión Nacional. Con el tiempo llegarán a ser cerca de cien personas en la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular y los asistirán abogados de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH). Pero la Coordinadora se dividirá, tendrán diferencias irreconciliables, se armarán otros grupos, se dividirán entre quienes confían en salidas institucionales y quienes prefieren otro tipo de activismo: no tomarán un canal de televisión, pero sí la sede del programa de reparación que les ofreció Sebastián Piñera por unos días y la del INDH por varios meses.
Pero en noviembre de 2019, Marta Valdés, en el hospital, simplemente hace correr una libreta y dice: “Ya, aquí nomás anoten todos sus números de WhatsApp”.
Edgardo Navarro, el hijo de Marta Valdés, a quien todos llaman Coque, tenía diecisiete años cuando le impactó una bomba lacrimógena de la policía en el rostro y perdió la visión de uno de sus ojos. Durante al menos dos meses, Marta Valdés se dedicó a formar la Coordinadora. A su hijo, antes un skater temerario, no le permitió salir de casa. Un día, su hija mayor intervino. Insistió en llevar a Edgardo Navarro a tomar aire. Marta Valdés recuerda que menos de una hora después la llamó y le dijo: “Mami, tiene que venir ahora mismo a la posta de urgencias porque al Coque le van a amputar el dedo”.
—No lo podíamos creer, era la primera salida. Coque estaba caminando nomás, pero no tenía equilibrio. Cayó sobre una lata cortada, una señal de tránsito botada en la vereda. En la posta nos dijeron que teníamos tres horas para salvarle el dedo, así que tuvimos que correr a una clínica privada —dice Marta Valdés, dos años después de que la conocí en aquella reunión iniciática, ahora sentada ante un vaso de cerveza en un bar frente al Palacio de La Moneda, a unas cuadras del lugar donde le dispararon a su hijo.
Viene de una familia de detenidos desaparecidos en la dictadura. La protesta social para ella y para sus hijos era natural, la Coordinadora, un paso lógico. Y en 2022, cuando hablamos por última vez, a un mes de la elección presidencial que puso en el mando a Gabriel Boric, un joven de izquierda que prometió reparación a las víctimas de violencia policial durante el estallido social, Marta Valdés dice: “Sí, pero si no nos responde Boric, nos va a tener de nuevo en la calle”. Está separada del padre de Edgardo Navarro desde hace casi veinte años. Después de la ruptura, él, cartógrafo, entró a trabajar al cuerpo de Carabineros como civil, pero desde el estallido social no tiene contacto con la familia.
—Porque si a ti te mutilan un hijo, te vai de la fuerza, po. Pero él no.
Carolina Cubillos, una abogada de 42 años que trabaja para la CCHDH, tomó varios casos de víctimas de la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular que inició Marta Valdés. La primera vez que hablamos, en 2019, tenía al menos 66.
—Ahora, a casi tres años, todavía no tenemos certeza de quién disparó. Entre mis casos de trauma ocular, hoy no tengo ningún formalizado —dice al teléfono en 2022—. Hay una obstrucción de parte de Carabineros. Cuando son requeridos por la policía de investigaciones para que entreguen información como dónde estaban las patrullas, quiénes eran, los horarios, ellos entregan una información bien ambigua o simplemente no la entregan. Cuando la fiscal pidió oficios referentes a las cámaras corporales, que ellos portan, la mayoría había borrado las cámaras. No hay registro. Es más fácil tener una sanción administrativa que una penal. Con la llegada de Boric había gran esperanza de que hubiese una reestructuración a Carabineros, y el primer punto hubiese sido que el último general director fuese sacado de ese cargo porque era quien estaba a cargo de la represión en la Región Metropolitana, donde más víctimas existieron, pero cuando Boric lo ratifica, ahí se pierde esperanza absoluta de las víctimas y de nosotros también.
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Un artículo publicado en 2020 en la revista británica Eye, de Nature, firmado por el oftalmólogo de la Universidad de Chile Álvaro Rodríguez, afirmaba que el caso de los traumas oculares no solo era inédito en Chile, sino un hito en la literatura científica mundial. Un triste récord situaba a Chile como uno de los países donde se habían producido más traumas oculares por perdigones de la policía, superando, en un mes y medio, a países con conflictos de años. El estudio concluía que la experiencia chilena podría ser una advertencia a otros países sobre el uso de estas armas y lo que podían provocar. Los traumas oculares por esta causa continuaron incluso después de las primeras advertencias de la sociedad civil y de la suspensión de su uso —solo cuando se hizo público el material de los perdigones—, lo que indicaba, según el artículo, un incumplimiento del protocolo por parte de la fuerza policial y una falta de fiscalización casi total del Gobierno.
Los últimos meses de 2019, los casos de trauma ocular ya habían empezado a ocupar espacio en los medios de todo el mundo, y Jaime Mañalich, el Ministro de Salud, había anunciado la creación del PIRO, una iniciativa que solo funcionó en Santiago y que ofreció prótesis oculares, tratamiento psicológico y terapia ocupacional. Las víctimas y los funcionarios se enteraron de su existencia por la televisión.
La Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador fue la sede central donde llegaron los heridos durante las protestas, un lugar muy traumático para muchos. Allí mismo se ubicó la sede del PIRO, hasta que los pacientes protestaron pidiendo una sede propia que los considerara como víctimas de violencia de Estado. Gustavo Gatica recuerda que esperó largamente junto a un hombre esposado, custodiado por gendarmes, al que le habían enterrado un punzón en la cárcel. Marta Valdés dice que quisieron cobrarle la consulta porque nadie en el hospital sabía nada sobre el programa. Diego Foppiano dejó el medicamento, nadie lo controló. En 2022, la Contraloría inició una investigación al programa por 150 000 dólares sin destino declarado.
El PIRO no respondió a ninguna solicitud de entrevista para este artículo. Según los datos obtenidos a través de la Ley de Transparencia, 399 personas, de todas las regiones, fueron atendidas, y hasta agosto de 2022 solo prestó servicios en la comuna de Providencia, Santiago. Su ubicación es uno de los grandes reclamos de las víctimas que viajaban desde todo Chile. El grueso de los pacientes pertenece a un rango etario de entre los dieciocho y los treinta años, pero al menos veinticinco de ellos son menores de edad. El PIRO contaba con uno, y en pocos casos dos especialistas, en cada materia, para todos los pacientes.
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A dos años del estallido social, en diciembre de 2021, Gabriel Boric fue electo presidente de Chile. A sus 35 años, superó al candidato José Antonio Kast —un político de la derecha radical, abiertamente pinochetista— y se convirtió en el presidente más joven y votado de la historia. Su gobierno está discutiendo una agenda de reforma a las policías, aun sin novedades, a través de una comisión que depende del Ministerio del Interior, cuyos objetivos, dicen, serán la subordinación a la autoridad civil, enfoque de género, enfoque de derechos humanos, transparencia y eficacia policial.
Boric también anunció el Plan de Acompañamiento y Cuidado a Personas Víctimas de Trauma Ocular (PACTO), que reemplaza al PIRO y que, al menos en los libros, resume las demandas que los sobrevivientes reclaman. Es decir: un programa vitalicio que funcione en todo Chile, que incluya entrenamiento en derechos humanos para el personal, el cuidado del ojo dañado y también del ojo sano, y una atención psicológica que contemple una interconsulta en caso de que el daño sea tan grave que el programa no sea capaz de contenerlo. Ese fue el caso de otras víctimas de trauma ocular, como Patricio Pardo, un joven de Valparaíso que se suicidó en el verano de 2022 después de un cuadro depresivo. O de Carlos Puebla, un obrero que, un año posterior a la agresión que le quitó un globo ocular, intentó quitarse la vida en su casa de Renca, una de las comunas más pobres de Santiago, pero fue descubierto por su hijo a tiempo para salvarlo.
Carlos Puebla, de 49 años, es obrero de la construcción y durante la pandemia, que empezó unos meses después de la agresión, sobrevivió vendiendo aceitunas en las ferias. Por la mutilación de su ojo no debería trabajar en altura ni cargando peso, pero empezó pronto a hacerlo porque es su único sustento.
—Mañana cumplo un año del día que me dispararon, fue el 24 de octubre, estoy de cumpleaños, así que si me veís me tenís que saludar —se ríe Carlos Puebla, cuando lo llamo por teléfono, tras un año de nuestra primera entrevista—. Ya no tengo esa depresión que tenía al principio, estaba mal, necesité unas pastillas y me las tomé todas, quería puro morirme. Me intenté matar en marzo, abril, o parece que fue después. Fui a parar al psiquiátrico. Estaba triste por todo en general, y estaba sin trabajo, desesperado. Me dio depresión, quería puro matarme. Ahora estoy bien, lo asumí, mis hijos me necesitan, están chicos, tirar pa’ arriba nomás, qué va a ser.
Para el verano de 2022, la última vez que hablamos en su casa, una construcción pequeña con dos ambientes separados por cortinas, Carlos Puebla había abandonado el PIRO porque no lo llamaban, o porque él había perdido el número, o porque simplemente no quiso seguir.
Pensando, quizás, en casos como ese, el PACTO promete hacer una búsqueda activa de los pacientes. A la Universidad de Chile, una de las entidades que ofrecieron prótesis a las víctimas antes que el Estado se hiciera cargo, le ha llamado la atención la reluctancia de las víctimas a ser visibles o a buscar ayuda, y a pesar de las bondades del programa que ellos montaron —pionero, gratuito—, solo acudieron cuarenta personas. Es uno de los motivos por los que no es posible conocer cuántas víctimas hay en realidad.
—Nos llamó mucho la atención eso: si bien muchos nos llamaron, nos preguntaron, pocos vinieron —dice Gonzalo Rojas, coordinador del programa—. Producto de eso, empezamos un proyecto de investigación porque queremos saber cuál es el impacto integral de las personas después de esto. Es un tipo de victimización muy compleja, porque quien te agrede es un agente que está destinado a protegerte.
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—Bueno, y con el ojo cada día es un nuevo mundo —dice Alejandro Muñoz, a quien todos llaman Charly, mientras levanta los platos de una mesa comunal—. Yo siento que de a poco estoy conociendo este mundo.
En febrero de 2022, Alejandro Muñoz, de 39 años, es una de las personas que intercalan turnos dentro de la toma del INDH, que algunas víctimas de trauma ocular, además de miembros de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios, la Coordinadora de Víctimas de Perdigones y la Organización de Familiares y Amigos de Presos Políticos, mantienen en toma desde hace siete meses. Ellos y otras organizaciones usan el espacio para armar reuniones y pintar lienzos, y como punto de partida para marchar.
—Yo no sé qué te han dicho los chiquillos, pero al menos yo te puedo decir que no estoy mal. Yo estoy bien. Y no uso prótesis ni voy al PIRO, estoy así. A mí me gusta que me vean sin mi ojo y, si me preguntan, yo les cuento. ¿Por qué estamos peleando? Por esto —dice Charly, en el segundo piso del INDH, una casona ubicada en el barrio de Providencia.
A Charly le gusta llevar el ojo así, como quedó después de que una bomba lacrimógena impactara directo en su rostro. Su banda, Anarkía Tropikal, ya se había hecho popular en las marchas de los estudiantes secundarios a principio de los años 2000. Su hit es gracioso y pegadizo: “Amor encapuchado entre llamas y balazos, / amor encapuchado de dos lumpen enamorados”. El día de octubre de 2019 en que Charly fue agredido, no estaba tocando con su banda, donde es el “figurín”, un performer, sino desactivando bombas lacrimógenas dentro de botellas de agua cortadas a la mitad. Esa era una de las labores de la llamada “primera línea”, un flujo espontáneo de personas, desconocidas entre sí, que protegía a los manifestantes de los enfrentamientos con la policía. La misión era caminar al frente para que los de atrás pudieran marchar. Las tareas incluían desactivar bombas —tomar los dispositivos con la mano y sumergirlos en agua antes de que pudieran expeler el gas irritante—, albergar a otros bajo escudos de lata, picar piedras y lanzarlas cuando los carros hidrantes arremetían.
Un auto quedó adentro de la toma del INDH y acumula polvo al sol del verano. Charly asegura que es de Sergio Micco, presidente del instituto. Las agrupaciones de la toma e incluso varios trabajadores del organismo han pedido su renuncia —cosa que sucederá cuatro meses después, en julio de 2022— y que con ello el instituto, un referente, reconozca que en Chile hubo violación a los derechos humanos.
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—Fue triste, pero cuando me dijeron que no, me calmé, descansé. Tenía como una obsesión, una obsesión terrible por ver —dice Nicole Kramm, fotógrafa que llegó hasta Filadelfia, Estados Unidos, para postular a un trasplante de retina, donde le respondieron que la suya, por la magnitud del daño, no era operable.
Nicole Kramm tiene 32 años y garbo de gato negro: mirada con gesto felino, piel tostada, pelo azabache que brilla al sol. Cuando supo que, tras recibir un perdigón de la policía la noche de Año Nuevo, había perdido la visión del ojo izquierdo de forma definitiva, quiso volver a encontrar algo de belleza en el mundo y reaprendió a usar su cámara Nikon fotografiando a otros sobrevivientes de trauma ocular. La sesión hizo parte de “Balas contra piedras”, su muestra fotográfica sobre el estallido social que fue premiada por la Unión de Reporteros Gráficos y Camarógrafos de Chile y que ha viajado por Europa.
—Todavía estoy aprendiendo. Hay un remanente visual que genera el ojo malo que a veces me hace ver doble, también hay un dolor de cabeza que estoy aprendiendo a omitir.
Fotoperiodista y corresponsal para medios extranjeros como Al Jazeera, Nicole Kramm capturó algunas imágenes que dieron vuelta al mundo durante las protestas de 2019: mujeres desnudas con carteles en las manos, turbas protestando en las puertas de los shoppings. En 2022 tiene un trabajo más administrativo: es asesora de comunicación de Fabiola Campillai, la mujer que quedó ciega, sin gusto, sin olfato y con la cara desfigurada por una bomba de la policía, electa como senadora con la primera mayoría nacional. También trabaja en el Ministerio de Justicia coordinando encuentros en la Mesa de Reparación para las víctimas de violencia policial del estallido social.
—Este trabajo es importante y es por una razón, pero no te diría que es lo que me hace feliz. Yo como reportera estaba en todas, donde las papas queman, pero nunca volví a la calle con la seguridad que tenía —dice Nicole Kramm.
En la noche de Año Nuevo que abría el año 2020, después de dos meses de protestas, no hubo marchas ni enfrentamientos en Santiago, sino una impresionante fiesta comunal en el centro de la ciudad. Se montaron escenarios, se cocinaron arroces, pollos, ensaladas, y se sirvieron en una mesa larguísima organizada por nadie, por todos. Ese Año Nuevo fue espontáneo, anárquico, y Nicole Kramm había ido con sus amigos para sacar fotos de la vigilia. Recuerda que el clima era festivo y la turba permanecía en una calma celebratoria. En general, que la policía esté totalmente ausente no es buena señal. Quienes protestan le llaman a eso “piquetes” o “encerronas”, una estrategia para disolver las concentraciones. La policía “se acuartela”, desaparece, y da la impresión de que todo está en paz.
Durante ese tiempo se pliegan alrededor, por calles aledañas, y en un momento clave atacan hacia el centro como en estampida. Los que pueden escapan, y a quienes no lo logran no les queda otra que amontonarse al centro violenta, peligrosamente. La estrategia siempre es separarse del grupo, huir por las diagonales, no escapar juntos. Cuando Nicole Kramm vio la encerrona —imprevisible, no había marcha, solo celebración— ya era tarde. Sintió el impacto de la bala en la cara y cayó al suelo. La primera persona que la abrazó ese Año Nuevo fue un paramédico voluntario que la arrastró a la vereda.
En la carpeta de Nicole Kramm se agregaron cuatro testigos en 2020, pero no tuvo noticias de su caso hasta junio de 2022, cuando se enteró de que habían sido llamados a declarar. Eso le dio esperanza, aunque los testigos son apenas los transeúntes que la ayudaron: no hay carabineros aún identificados en su caso, ni nadie del cuerpo policial llamado a testificar. La noticia de la reactivación de las investigaciones, muy postergadas durante el gobierno de Sebastián Piñera, llegó también junto con el PACTO de Gabriel Boric.
—No estoy contenta, nunca estoy contenta. Le cambiaron el nombre, OK, vamos a ver cómo funciona cuando se implemente. Y la justicia para mí ya no llegó, la justicia que tarda no es justicia, pero igualmente el Estado debe reparar, y si tan caro le sale, bueno, que garantice la no repetición —dice Nicole Kramm.
En el Chile pospandémico y posestallido social, la Constitución de Pinochet quedó ratificada por votación popular. En la plaza donde se concentraron las movilizaciones no hay pasto, no hay flores, en su centro no está la estatua de Baquedano, el soldado que le daba su nombre, y la boca del metro que lleva hasta allí está cerrada. Ahora es un memorial espontáneo: grafitis, murales, altares para los muertos.
En octubre de 2022, Patricio Maturana, el carabinero que le disparó a la senadora Fabiola Campillai, fue encontrado culpable por apremios ilegítimos con resultado de lesiones graves gravísimas, una subclasificación de situaciones de violencia policial que contempla la mutilación. La pena fue de doce años de cárcel y a la comunidad de víctimas le parece poco, pero esperan que ese caso emblemático siente algún precedente. Días antes de la lectura de la sentencia se anunció que el carabinero, que hasta el momento había permanecido en silencio y en prisión domiciliaria, daría una entrevista. En esa entrevista, que se difundió el 4 de octubre como un espectáculo del prime time, Maturana dijo que no pedirá perdón porque es inocente.
En 2019, durante el estallido social de Chile, el finado expresidente Sebastián Piñera intentó controlar las manifestaciones con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: la policía disparó contra la población civil con balines antidisturbios y bombas lacrimógenas. Hubo más de 400 víctimas con mutilaciones en el rostro y traumas oculares. Este artículo, publicado originalmente en noviembre de 2022, es uno de los ejemplos más dramáticos de violencia policial en Chile.
En algún momento de 2019, la madre de Diego Foppiano puso cerámica en la escalera de su casa en Puente Alto, un barrio de clase trabajadora ubicado en la periferia sur de Santiago de Chile. No le gustan las alfombras de pelo corto, color beige o rosa claro que muchas veces vienen por defecto en las casas como la suya: juntan demasiada mugre, se ponen grises. Pero en algún momento de 2020, apenas unos meses después, la madre de Diego Foppiano sacará la cerámica nueva y reluciente de esa escalera y volverá a poner una alfombra de pelo corto, beige o rosa claro, que dentro de poco juntará mugre, se pondrá gris.
Diego Foppiano tenía veintidós años y estudiaba ingeniería en Control de Gestión en la Universidad Diego Portales cuando recibió un perdigón de la policía en el rostro. Era el 19 de octubre de 2019, el segundo día de las protestas más multitudinarias de la historia de Chile, un período bautizado como el “estallido social chileno”, en el que miles de personas se manifestaron espontáneamente por todo Chile, sin convocatoria y sin líderes. A los médicos les tomó tres cirugías sacar los pedazos de proyectil de la cavidad ocular de Diego Foppiano. Y cuando terminaron, antes de vaciar completamente el ojo, le dijeron que era mejor que no volviera a jugar al fútbol, como lo hacía hasta entonces con cierta ambición, porque podía lastimarse el sano y no habría retorno. Además, le dijeron que por la complejidad de la operación y por el tiempo que le costaría adaptarse a la visión de un solo ojo, iba a estar, indefinidamente, muy mareado.
Durante los meses de recuperación, Diego Foppiano no consiguió mantener el equilibrio. Rompió decenas de vasos, rodó enredado con alguno de sus seis perros y cuando se compró un celular nuevo cayó sentado sobre él en la cerámica de la escalera y lo rompió. Marcela, su madre, pensó entonces que era mejor tener una casa con una alfombra gris.
El 19 de octubre de 2019, Diego Foppiano y su mejor amigo habían caminado entusiasmados hasta la plaza de su barrio. Ese año la primavera se impuso rápido y los primeros días de protestas se recuerdan como festivos: adolescentes saltaban los torniquetes del metro, las familias tocaban cacerolas y llegaron a congregarse más de un millón de personas en el centro de Santiago. Todo había comenzado cuando el Gobierno subió treinta pesos chilenos (unos tres centavos de dólar) el precio del transporte público, que ya era uno de los más caros de la región. Bajo la consigna “No son treinta pesos, son treinta años”, se inició una revuelta popular con reclamos múltiples, que iban desde modificar el sistema privado de salud y educación y los fondos de pensiones hasta terminar con la explotación medioambiental, todos males concentrados en un modelo económico heredado de la dictadura al que se aplicaron escuetos cambios durante treinta años de democracia.
Ese 19 de octubre, la plaza de Puente Alto estaba colmada en una concentración celebratoria. Había pocos carabineros formados en una línea silenciosa, inmóvil, lo que a Diego Foppiano le pareció extraño, pero cuando caminó cerca de ellos, envalentonado por la efervescencia de esos días, no tuvo miedo, no tenía por qué. Antes de desvanecerse, lo último que vio fue a un carabinero dar un paso adelante, dispararle de frente y volver a su fila.
El suyo fue uno de los primeros casos de trauma ocular registrados durante el estallido social. Sucedió el mismo día en que se declaró el estado de emergencia, horas antes de que el presidente Sebastián Piñera pronunciara uno de sus discursos más recordados: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Esos primeros días fueron también los más desconcertantes. Muchos hospitales colapsaron con heridos por la represión policial y empezaron a publicarse cifras diarias de lesionados, detenidos y muertos. Como no había ambulancias disponibles, Diego Foppiano, que no se sentía particularmente enemigo de nadie y que había perdido la conciencia por el impacto, se levantó en medio del caos y simplemente caminó.
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El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) entregó una cifra de 460 personas, el Ministerio de Salud maneja un catastro de 449 y un programa de reparación ya ha atendido a 399. Pero organismos de familiares y víctimas han dicho que podrían ser más las personas que sufrieron mutilaciones o traumas oculares causados por los balines antidisturbios y las bombas lacrimógenas que utilizó la policía durante el estallido social, que empezó en octubre de 2019 y que solo amainó con el aislamiento por el covid-19 en marzo de 2020.
Sebastián Piñera intentó controlar esas manifestaciones explosivas con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: bombas lacrimógenas, carros hidrantes y escopetas antidisturbios —que disparan proyectiles, supuestamente de goma, pensadas para disolver concentraciones y activarse desde largas distancias— fueron utilizados contra la población civil con cifras altas de heridos, muertos y detenidos. Llegaron a abrirse ocho mil causas por violación a los derechos humanos, pero las mutilaciones oculares —la ceguera total, trágica, que produjeron en al menos dos personas muy jóvenes, y su vínculo cada vez más ominoso con la frase optimista y festiva que se repetía por esos días, “Chile despertó”, se fueron transformando en símbolo del estallido social.
Fue el cuerpo de Carabineros, la policía chilena, el encargado de ejercer la fuerza e imponer orden. Aunque se declaró el estado de emergencia y varias ciudades estuvieron bajo toque de queda y, por tanto, las fuerzas armadas también participaron, cuando le preguntaron al comandante en jefe del Ejército, Javier Iturriaga, qué pensaba sobre la declaración de guerra del presidente, él respondió: “Yo soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”.
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—Yo pinto todo, la esclera, la parte blanca del ojo, la pupila, del color más fiel. Pero también ubico las venitas de la forma más parecida posible al ojo sano. Después de eso, se procesa la prótesis con acrílico transparente, para darle brillo, y una vez pulido, se prueba en el paciente. Es una artesanía y puede durar muchos años —dice Paula Rojas, una oftalmóloga que atiende una pequeña consulta privada en la ciudad de San Vicente, a una hora de Santiago, y que por esos días se ofreció a fabricar, de forma gratuita, prótesis que pueden llegar a costar mil dólares.
Diego Foppiano empezó a usar una prótesis que le fabricó Rojas y en el transcurso de tres años hizo todo lo que habían desaconsejado los médicos: volvió a jugar al fútbol, aprendió a manejar. Esas cosas lo ayudaron, dice, porque por el dolor de cabeza insoportable que le provocaba estar frente a la computadora abandonó la facultad y en algún momento de 2020 le diagnosticaron depresión severa. Su madre, Marcela, se unió a la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, una de las agrupaciones que se involucraron en largas polémicas con un programa que ofreció el gobierno de Sebastián Piñera —Programa Integral de Reparación Ocular (PIRO)—, que prometía prótesis y controles médicos gratuitos de todo tipo para los afectados. El programa se instaló en la Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador, un lugar que se abarrotaba con heridos los días de las protestas, a unas cuadras de la rebautizada Plaza Dignidad, el epicentro de las concentraciones.
A la salida del metro que lo lleva hasta su casa, casi tres años después de la agresión y de nuestra primera entrevista, Diego Foppiano levanta la cara al cielo para que le pegue el sol.
—El PIRO fue supermalo. Tenía una sola psicóloga y ofrecía atención cada dos semanas. Al final contrataron un instituto aparte para dar abasto, pero ellos insistían en repasar el momento del ataque. Y yo sentía que no me servía. Yo creo que hay que tratar lo que pasa después, no sé, la vida, mi vida después.
En su caso, como la agresión sucedió en la plaza de su barrio y no en el centro de la ciudad —donde se concentraban las protestas y los policías—, hay dos nombres de carabineros sospechosos en la causa que se abrió y, por eso, es uno de los casos de trauma ocular más avanzados en la justicia. En la mayoría de estos no ha sido posible identificar siquiera quién jaló el gatillo. Según los datos que la Fiscalía entregó en 2021, 46% de los casos abiertos por violación a los derechos humanos en el estallido social habían sido archivados por falta de pruebas.
—Yo creo que la recuperación de los chicos no es completa porque falta esa parte, falta que te digan: “OK, tú nunca vas a recuperar tu ojo, pero alguien es responsable por lo que te hicieron”. Nosotros creemos que no solo es responsable la persona que jaló el gatillo —dice Marcela, la madre de Diego Foppiano, sentada en el living de su casa en Puente Alto, donde los barrios se unen con la Cordillera y todavía existen casas de techos bajos.
Los familiares y víctimas han intentado, sin mucho éxito, que se busquen responsabilidades políticas por la brutalidad policial, y que no se juzgue solo a los agentes que dispararon por mala praxis, sino que se considere que el Estado chileno cometió violaciones a los derechos humanos. Para ello, por primera vez desde el regreso a la democracia, se levanta la consigna “Justicia, reparación y garantías de no repetición”.
Un bombero que ese día ayudó a Diego Foppiano fue voluntariamente a la Fiscalía para colaborar. Declaró que había visto cómo una carabinera a quien no pudo identificar se acercaba y le decía: “Te pasa por andar hueviando”.
—Te vas enterando de cosas, a veces piensas que lo superaste, pero te das cuenta que no. El día que ganó la presidencia Gabriel Boric, con mi hija salimos a celebrar —dice Marcela—. Cuando nos encontramos en el lugar donde le dispararon a Diego yo solo me senté y lloré porque te dai cuenta que no, que no lo vai a superar nunca.
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“No tenemos antiparras”, se leía en un cartel que, para noviembre de 2019, estaba colgado en decenas de vidrieras de ferreterías y multitiendas de Santiago. Las redes sociales se llenaron de revendedores, especialmente de lentes con la norma ANSI Z87.1, industriales, usados para construcción y capaces de detener un perdigón. Incluso aparecieron youtubers probando diferentes tipos de lentes: los escudos faciales, los “de luca” (un dólar), los industriales certificados, los lentes de agua, los de sol.
El 16 de noviembre de 2019, cuando se habían registrado más de doscientos casos de traumas oculares, la Universidad de Chile publicó un estudio que concluía que los balines antidisturbios no eran de caucho, como insistía la versión oficial, sino que contenían metales de alta dureza, incluidos plomo, silicio y sulfato de bario, y apenas 20% de goma. El general director de Carabineros, Mario Rozas, anunció entonces que se limitaría temporalmente su uso a situaciones de riesgo vital, pero los casos de mutilaciones oculares continuaron. Y masas de chilenos prefirieron agotar los lentes industriales de las tiendas que dejar de protestar.
Por esa misma fecha, el Colegio Médico había empezado a advertir sobre los riesgos en el uso de perdigones para disolver protestas. Su presidente, Patricio Meza, oftalmólogo, pidió al Gobierno, sin éxito, sacarlos de circulación.
—De acuerdo al estudio comparativo, Chile es uno de los casos más dramáticos en el mundo, con tan alto número de lesionados en los ojos en un tan corto período de tiempo —dice Meza—. Hay dos pacientes con ceguera absoluta, pero también hay muchos que tienen dañado un solo ojo, o su ojo más útil; por lo tanto, en la práctica es como tener dañados ambos. Al tener dañado un ojo, varias puertas profesionales se te cierran. Había camarógrafos, había personas que conducían taxis, personas que ya no pueden ejercer cierto tipo de trabajo o tienen dificultades para adaptarse. El Estado debe reparar no solo el ojo, sino la salud mental y todo lo que rodea ese daño, y debe ser para toda la vida. El efecto en la salud mental es potente porque las víctimas piensan que fue una situación en la cual se buscó deliberadamente causar daño.
El despliegue policial continuó también en la calle con un cúmulo de postales tremendas. El 23 de octubre de 2019, Mario Acuña, fue golpeado por tres policías que le produjeron muerte cerebral. El 19 de noviembre, un fotógrafo captó a un grupo de carabineros con uniformes intervenidos, que tapaban sus identificaciones con parches como “Destroyer”, “Raptor” y “Super Dick”. El 26 de noviembre, Fabiola Campillai, que iba a su trabajo en una fábrica —y que un par de años después sería electa senadora de la República—, recibió una bomba lacrimógena en el rostro: no solo perdió ambos ojos, sino el gusto y el olfato. El 20 de diciembre se vio en un video cómo Óscar Pérez, de veinte años, era aplastado entre dos tanquetas que le rompieron la cadera. En octubre de 2020, un menor de dieciséis años cayó al río Mapocho empujado por un policía en un enfrentamiento. En el audio que Carabineros tuvo que entregar meses después, se escucha: “Se mató. Bien, uno menos”.
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Para Halloween de 2022, Natalia Aravena se puso una peluca violeta y se disfrazó de Leela, la cíclope protagonista de la serie Futurama: una capitana de una nave espacial con un solo ojo. Natalia Aravena tiene una cuenta de TikTok con treinta mil seguidores en la que postea videos entre la parodia y la denuncia. A simple vista, esos videos podrían ser tutoriales de maquillaje: primeros planos de una chica linda, el pelo largo, rímel dramático, pero si se activa el sonido se escucha: “A mí me hicieron una evisceración [ocular] […]. Se saca el líquido, se rellena con una pelotita de silicona […] y se vuelve a cerrar”. Ella es enfermera y fue mutilada por una bomba lacrimógena en octubre de 2019, cuando tenía veinticinco años. A veces, en el espacio vacío, donde solía estar su ojo, luce una prótesis color fucsia, tan dramática como su maquillaje, que mandó a hacer especialmente. Otras, se saca la prótesis, la muestra a cámara, explica.
—Lo terrible de esto no solo es perder el ojo. No sería lo mismo perder un ojo por un accidente o una enfermedad. Es que alguien decidió esto, decidió hacerme esto, jalar un gatillo. Eso no solo afecta mi salud: afecta mi autoimagen, lo monetario, lo físico, el trabajo. Todo el rato hay algo que me lo recuerda. Chocar con las puertas, hacerme moretones, que mi pareja me pase algo por un lado y yo agarrarlo por el otro, pegarles a todas las cosas sin querer, y saber que nadie está haciendo ningún esfuerzo por que esa persona sea encontrada.
En octubre de 2020, exactamente un año después del estallido, 78% de la ciudadanía decidió en un plebiscito que quería reescribir la Constitución de la dictadura, un reclamo en torno al cual se concentraba su descontento, y que lo haría a través de una Convención Constitucional: 155 personas elegidas por votación popular con un mecanismo paritario único en el mundo. Natalia Aravena decidió postularse a la Convención y, de hecho, salió electa, pero en su caso la paridad funcionó al revés: en Chile se postularon y fueron electas tantas mujeres que ella tuvo que ceder su puesto a un varón. En esa Convención convivieron políticos, activistas, estudiantes y hasta una mujer famosa por ir a las protestas disfrazada de Pikachu.
—Salir electa fue superesperanzador, porque sentí que lo que había era un cambio de mentalidad, que la política no tenía que ser solo para gente que tiene plata o papás políticos, y que podía haber gente común que es la que trabaja para gente común —dice.
Natalia Aravena no tiene noticias de su caso desde 2021, cuando fueron identificados los carabineros que tenían permiso para disparar bombas lacrimógenas en el sector donde ella fue impactada, pero nunca fueron llamados a testificar. La última vez que hablamos por teléfono, la habían despedido del hospital donde trabajaba por pedir licencias médicas por motivos psicológicos y también había abandonado sus redes sociales porque sentía que afectaban a su salud mental. El estrés postraumático, dice, funciona así: uno puede levantarse y trabajar, grabar un video, mudarse con su novio y ser feliz, pero un día, cualquier día, despertarse y simplemente sentir ganas de morir o ni eso: ganas de nada.
Su última aparición en Instagram fue festiva: se casó con su novio de siempre. En el espacio donde solía estar su ojo luce flamante una prótesis especial, blanca, brillante, cubierta de glitter.
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En julio de 2022, un grupo de académicos chilenos presentó el libro Estudios interdisciplinarios para investigar las violaciones a los derechos humanos por armas menos letales. A través del caso chileno y una revisión de la literatura internacional, los autores concluyen que las armas llamadas “menos letales” pueden ser muy peligrosas, pues las policías —en gobiernos democráticos— las usan de forma a veces abusiva justamente porque se supone que son más inocuas. Sin embargo, la evidencia forense ha comprobado que su uso puede causar daños irreversibles e incluso mortales en determinados contextos, y que su “no letalidad” no es inherente a su naturaleza, sino a su tipo de uso.
—La regla no escrita de los gobiernos chilenos de los últimos treinta años ha sido ejercer un control civil débil de las policías —dice Javier Velásquez, académico chileno, doctor en Criminología por la Universidad de Glasgow y uno de los editores del libro—. Esta libertad de acción en el uso de la fuerza en los tiempos donde no hay crisis termina permitiendo que de vez en cuando tengamos este tipo de violación a los derechos humanos. Eso te da a entender que Carabineros tiene mucho poder. Gran parte de la forma en la que operan es un legado de la dictadura y nadie ha querido meter mano a eso. Muchas veces la izquierda, cuando llega al poder, tampoco lo hace. Desde el final de la dictadura, tanto la izquierda como la derecha han tenido una relación con Carabineros muy especial, porque finalmente es la institución que en Chile da eficacia al Estado. No solamente es la que combate los delitos, sino la que es llamada a proteger al Estado de los manifestantes.
Al inicio de la revuelta, Velásquez se unió a una red de abogados que, sin éxito, interpuso recursos de protección para prohibir el uso de estas municiones “no letales”.
—Hay un concepto francés muy interesante sobre esto, el de “cheque en gris”, es decir que lo que hace el Estado es dar instrucciones a la policía lo suficientemente ambiguas para que ellos actúen a discreción, y al mismo tiempo lo suficientemente ambiguas para que, cuando la policía sea cuestionada por la brutalidad, diga: “Bueno, pero las instrucciones que me dieron no fueron claras”. Es una técnica política que hace que se diluya la responsabilidad: el Estado no es responsable, son las policías las que brutalizan. Y la policía no es responsable, porque en el fondo es el Estado el que no ejerció su control. Todo termina en algunas condenas a agentes, pero no en un ejercicio de responsabilidad estatal ni de control civil sobre las policías, y finalmente terminas con la criminalización de la protesta y una normalización de que esto ocurra. Este tema no es solamente chileno, hay todo un tema con la policía a nivel regional en términos de cómo se van relacionando con el poder estatal, porque el uso de la fuerza contra manifestantes es para “resguardar” al Estado. En Argentina se usan mucho los perdigones de goma y el caso colombiano es quizás peor que el chileno. Lo que uno puede ver es que la brutalización ejercida por las policías se está volviendo un elemento común, a nivel mundial, en la forma en que las democracias están lidiando con las manifestaciones.
—Bueno, ¿por qué los ojos? —se pregunta Pietro Sferrazza, coeditor del libro y doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid—. Realmente no son solo los ojos. La cantidad de personas que hoy en día tienen perdigones dentro de su cuerpo ni siquiera la conocemos, y tampoco tenemos mucha claridad de qué riesgos puede tener eso. No sabemos exactamente el número de personas que murieron como consecuencia del aparato estatal en el estallido. Se manejan 43 personas y hay un sinnúmero de casos de torturas y apremios. Yo tengo serias dudas de que casos emblemáticos como el de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica terminen con condenas elevadas. Y, esto es una idea especulativa, lo que creemos que se pretendía era desmotivar a las personas a que siguieran protestando: te mutilamos los ojos, te quebramos un par de costillas para que no se te vuelva a ocurrir salir a protestar.
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En agosto de 2022, medio millón de personas festejaron en el centro de Santiago el cierre de la campaña por el “Apruebo” a la nueva Constitución. Después de un año, la Convención Constitucional entregó un nuevo documento y la ciudadanía tuvo que decidir si lo aprobaba o lo rechazaba en un segundo plebiscito. Gustavo Gatica, en una tarima frente a miles de personas —su novia tomada de un brazo, un bastón en el otro—, se acerca al micrófono y dice: “Apruebo por todos los ojos que perdimos y por todos…”, pero antes de terminar llora un llanto seco. La gente lo interrumpe y lo aclama, gritan su nombre.
Tres días después, 62% de la población votó que rechazaba la nueva Constitución, y se mantendría la de la dictadura. Un final amargo para muchos, acaso desconcertante para el proceso inédito que iniciaron las protestas. Esa nueva Constitución hoy parece una noticia antigua, casi ficción, pero cuando hablamos, justo seis meses antes, en una videollamada que llega por un Zoom sin cámara, Gustavo Gatica no lo puede saber.
—Haciendo un balance, igual no han sido malos años —dice Gustavo Gatica, la voz calma y optimista, la templanza improbable que lo ha hecho famoso—. También he ido descubriendo cosas. La música siempre me ha gustado mucho y ahora la disfruto más, está todo tu cerebro concentrado en escuchar y logras encontrar detalles increíbles. O la comida. Estás tan concentrado en los sabores y las texturas que se te pone la piel de gallina.
Gustavo Gatica tenía veintiún años cuando quedó ciego. Hay una foto del momento exacto: está sentado en la vereda, la cabeza hacia el suelo, torcida, le sangran ambos ojos. Desde entonces, logró terminar la carrera de Psicología, mudarse con su novia, volver a tocar la batería, y fue uno de los rostros del plebiscito por la nueva Constitución, evento histórico que él había esperado mucho. Quizás por todas esas cosas estos años le parecieron buenos. Ya no está seguro de si fue exactamente eso lo que dijo, pero una frase dicha por él en el hospital se hizo pública y llegó a convertirse en pancarta, en grafiti y hasta en una canción folk: “Regalé mis ojos para que la gente despierte”.
Cuando miles de chilenos levantaban pancartas con la frase “Chile despertó”, a cientos de chilenos les mutilaban los ojos. Y los ojos empezaron a transformarse en un símbolo de las protestas: los chicos se tapaban la mitad del rostro con las manos, la gente asistía a las marchas con un ojo vendado. Al mismo tiempo, miles de cámaras capturaron imágenes feroces de esos días. Nunca tantas miradas se habían posado sobre el actuar policial, nunca había sido tan retratado y difundido. El caso de Gustavo Gatica es uno de los pocos en los que se ha podido identificar al carabinero que disparó, en parte gracias a registros callejeros. Se trata del teniente coronel Claudio Crespo, quien, en enero de 2022, a la espera de su juicio, salió en libertad con arraigo nacional, es decir que su única restricción es permanecer en Chile.
—Fue un golpe duro porque esperábamos aunque sea un arresto domiciliario. Él está libre igual que yo, un día podemos ir a un restaurant y él puede estar en la mesa de al lado. Yo creo que tiene que haber una refundación de Carabineros, desarmar la institución desde lo más cosmético, que es cambiar nombre y color, hasta lo más profundo, que es su manera de funcionar, porque ellos usan términos militares, ven del otro lado a un enemigo, no a ciudadanos.
El exteniente Crespo, que no respondió los mensajes para concertar una entrevista con Gatopardo, es activo en redes sociales, en las que tiene un público pequeño pero entusiasta, y en que hace poco anunció haber escrito un libro, G3. Honor y traición, que, según dice en un posteo, saldrá a la venta después de su juicio y vendrá con prólogo de Hermógenes Pérez de Arce, columnista histórico de El Mercurio. Según la investigación, el día en que le disparó a Gustavo Gatica, Crespo había disparado 170 veces con una escopeta de perdigones y lanzado bombas lacrimógenas 43 veces con la carabina.
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Por el hermetismo de Carabineros, lo poco que se sabe sobre su accionar —a menudo por filtraciones— y sus altos niveles de autonomía, un dicho popular afirma que es una institución que “se manda sola”.
El artículo 436 del Código de Justicia Militar homologa a Carabineros con las Fuerzas Armadas, en el sentido de que gozan de secreto: las armas que utilizan y su regulación son secretas, al igual que su número de funcionarios, sus protocolos. Esto permite que ni las autoridades ni la sociedad puedan acceder a todos los datos, y es lo que también ha permitido casos importantes de corrupción en el cuerpo. Asimismo, Carabineros no está controlado por una estructura civil fuerte y su autonomía descansa en la Constitución de la dictadura de Augusto Pinochet. La institución es también difícil de investigar, conocida por dar información a cuentagotas, únicamente después de dilatados pedidos realizados a través de leyes como la de transparencia, que obliga a revelar información que se considere pública.
—Efectivamente, la policía chilena es una policía militarizada, no urbana, no ciudadana, desde su origen —dice Mauricio Weibel, periodista especializado en la institución y autor del libro Ni orden ni patria, sobre un titánico caso de corrupción en Carabineros que salió a la luz en 2016, bautizado como “Pacogate”, el mayor fraude fiscal en la historia de Chile, donde un grupo de altos oficiales había desviado millones de dólares durante diez años—. Yo creo que por desgracia ahora va a ser políticamente inviable reformarla, pero es tremendamente necesario. Lo primero es poner una estructura civil que la administre. Ellos, cada vez que les piden información, la niegan, se saben de memoria qué hacer para que la justicia no opere. La única forma de resolverlo es interviniéndolos. También va a ser difícil reformarlos por su reticencia cultural, porque ellos creen realmente que lo que están haciendo está bien. ¿Cómo sigue en la fuerza alguien que dispara 170 veces a población civil? Se juntaron muchos ingredientes. Uno, su tradición militar; dos, el apoyo irrestricto del Gobierno, que defendió todo lo que hicieron. En este contexto esta policía simplemente operó. Tiene que ver también con la formación. Son personas que en seis meses ya están en la calle, que a los dieciocho años les pasan una pistola y les dicen que tienen que ir a disparar, no mucho más que eso. Se juntó todo eso y tuvimos el desastre humanitario que tuvimos.
En noviembre de 2019 se filtró un audio de Mario Rozas, entonces general director de Carabineros —que hoy figura como imputado en una treintena de querellas vinculadas a violaciones a los derechos humanos—, dando un discurso privado en la Escuela de Suboficiales: “Hay algunas cosas que les quiero decir. Tienen todo el apoyo, todo el respaldo de este general director. ¿Cómo lo demuestro? A nadie voy a dar de baja por procedimiento policial. A nadie. Aunque me obliguen, no lo voy a hacer. Tienen todo el respaldo, todo el apoyo, dentro del ámbito legal, dentro del ámbito reglamentario [...]. En la medida que estemos unidos, en la medida que estemos cohesionados como ahora, como siempre, nadie nos podrá hacer daño”.
Ese mismo noviembre, un informe que dio a conocer el Centro de Investigación Periodística indicaba que Carabineros ya sabía de los riesgos de su armamento y que había ignorado las recomendaciones de expertos, porque esta no era la primera vez que esas armas producían estallidos oculares. Un peritaje elaborado en 2012 por el departamento de Criminalística había hecho una serie de recomendaciones, entre ellas, disparar a más de treinta metros y solo apuntando al tercio inferior del cuerpo. En esa fecha, el informe ya indicaba que disparos a menor distancia o en otras direcciones podían ser letales si impactaban en zonas como el cuello, o provocar lesiones como estallidos oculares y fractura craneal.
—Los primeros heridos oculares son de 2011, en Aysén, al sur de Chile —concluye Weibel—. Sucedió a pequeña escala y todavía están abiertos esos juicios, te muestra la incapacidad del Estado. En la dictadura, el Estado se tuvo que adecuar para cometer los actos que cometió, y cuando llega la democracia, el Estado chileno no se modificó radicalmente. Eso permitió que tengamos este drama que tenemos: que un presidente en un par de horas pueda movilizar a miles de carabineros para disparar a mansalva, pero no pueda dar respuesta a las peticiones de justicia en años.
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Marta Valdés está rodeada de unas quince personas en una sala que le prestaron en un hospital, en noviembre de 2019. Quiere iniciar una coordinadora porque sabe que el camino judicial será largo. Hoy se discute aquí qué es lo que hay que hacer: si hay que crear una cuenta de Instagram, si hay que organizar una marcha, si hay que iniciar una toma de los estudios de Televisión Nacional. Con el tiempo llegarán a ser cerca de cien personas en la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular y los asistirán abogados de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH). Pero la Coordinadora se dividirá, tendrán diferencias irreconciliables, se armarán otros grupos, se dividirán entre quienes confían en salidas institucionales y quienes prefieren otro tipo de activismo: no tomarán un canal de televisión, pero sí la sede del programa de reparación que les ofreció Sebastián Piñera por unos días y la del INDH por varios meses.
Pero en noviembre de 2019, Marta Valdés, en el hospital, simplemente hace correr una libreta y dice: “Ya, aquí nomás anoten todos sus números de WhatsApp”.
Edgardo Navarro, el hijo de Marta Valdés, a quien todos llaman Coque, tenía diecisiete años cuando le impactó una bomba lacrimógena de la policía en el rostro y perdió la visión de uno de sus ojos. Durante al menos dos meses, Marta Valdés se dedicó a formar la Coordinadora. A su hijo, antes un skater temerario, no le permitió salir de casa. Un día, su hija mayor intervino. Insistió en llevar a Edgardo Navarro a tomar aire. Marta Valdés recuerda que menos de una hora después la llamó y le dijo: “Mami, tiene que venir ahora mismo a la posta de urgencias porque al Coque le van a amputar el dedo”.
—No lo podíamos creer, era la primera salida. Coque estaba caminando nomás, pero no tenía equilibrio. Cayó sobre una lata cortada, una señal de tránsito botada en la vereda. En la posta nos dijeron que teníamos tres horas para salvarle el dedo, así que tuvimos que correr a una clínica privada —dice Marta Valdés, dos años después de que la conocí en aquella reunión iniciática, ahora sentada ante un vaso de cerveza en un bar frente al Palacio de La Moneda, a unas cuadras del lugar donde le dispararon a su hijo.
Viene de una familia de detenidos desaparecidos en la dictadura. La protesta social para ella y para sus hijos era natural, la Coordinadora, un paso lógico. Y en 2022, cuando hablamos por última vez, a un mes de la elección presidencial que puso en el mando a Gabriel Boric, un joven de izquierda que prometió reparación a las víctimas de violencia policial durante el estallido social, Marta Valdés dice: “Sí, pero si no nos responde Boric, nos va a tener de nuevo en la calle”. Está separada del padre de Edgardo Navarro desde hace casi veinte años. Después de la ruptura, él, cartógrafo, entró a trabajar al cuerpo de Carabineros como civil, pero desde el estallido social no tiene contacto con la familia.
—Porque si a ti te mutilan un hijo, te vai de la fuerza, po. Pero él no.
Carolina Cubillos, una abogada de 42 años que trabaja para la CCHDH, tomó varios casos de víctimas de la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular que inició Marta Valdés. La primera vez que hablamos, en 2019, tenía al menos 66.
—Ahora, a casi tres años, todavía no tenemos certeza de quién disparó. Entre mis casos de trauma ocular, hoy no tengo ningún formalizado —dice al teléfono en 2022—. Hay una obstrucción de parte de Carabineros. Cuando son requeridos por la policía de investigaciones para que entreguen información como dónde estaban las patrullas, quiénes eran, los horarios, ellos entregan una información bien ambigua o simplemente no la entregan. Cuando la fiscal pidió oficios referentes a las cámaras corporales, que ellos portan, la mayoría había borrado las cámaras. No hay registro. Es más fácil tener una sanción administrativa que una penal. Con la llegada de Boric había gran esperanza de que hubiese una reestructuración a Carabineros, y el primer punto hubiese sido que el último general director fuese sacado de ese cargo porque era quien estaba a cargo de la represión en la Región Metropolitana, donde más víctimas existieron, pero cuando Boric lo ratifica, ahí se pierde esperanza absoluta de las víctimas y de nosotros también.
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Un artículo publicado en 2020 en la revista británica Eye, de Nature, firmado por el oftalmólogo de la Universidad de Chile Álvaro Rodríguez, afirmaba que el caso de los traumas oculares no solo era inédito en Chile, sino un hito en la literatura científica mundial. Un triste récord situaba a Chile como uno de los países donde se habían producido más traumas oculares por perdigones de la policía, superando, en un mes y medio, a países con conflictos de años. El estudio concluía que la experiencia chilena podría ser una advertencia a otros países sobre el uso de estas armas y lo que podían provocar. Los traumas oculares por esta causa continuaron incluso después de las primeras advertencias de la sociedad civil y de la suspensión de su uso —solo cuando se hizo público el material de los perdigones—, lo que indicaba, según el artículo, un incumplimiento del protocolo por parte de la fuerza policial y una falta de fiscalización casi total del Gobierno.
Los últimos meses de 2019, los casos de trauma ocular ya habían empezado a ocupar espacio en los medios de todo el mundo, y Jaime Mañalich, el Ministro de Salud, había anunciado la creación del PIRO, una iniciativa que solo funcionó en Santiago y que ofreció prótesis oculares, tratamiento psicológico y terapia ocupacional. Las víctimas y los funcionarios se enteraron de su existencia por la televisión.
La Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador fue la sede central donde llegaron los heridos durante las protestas, un lugar muy traumático para muchos. Allí mismo se ubicó la sede del PIRO, hasta que los pacientes protestaron pidiendo una sede propia que los considerara como víctimas de violencia de Estado. Gustavo Gatica recuerda que esperó largamente junto a un hombre esposado, custodiado por gendarmes, al que le habían enterrado un punzón en la cárcel. Marta Valdés dice que quisieron cobrarle la consulta porque nadie en el hospital sabía nada sobre el programa. Diego Foppiano dejó el medicamento, nadie lo controló. En 2022, la Contraloría inició una investigación al programa por 150 000 dólares sin destino declarado.
El PIRO no respondió a ninguna solicitud de entrevista para este artículo. Según los datos obtenidos a través de la Ley de Transparencia, 399 personas, de todas las regiones, fueron atendidas, y hasta agosto de 2022 solo prestó servicios en la comuna de Providencia, Santiago. Su ubicación es uno de los grandes reclamos de las víctimas que viajaban desde todo Chile. El grueso de los pacientes pertenece a un rango etario de entre los dieciocho y los treinta años, pero al menos veinticinco de ellos son menores de edad. El PIRO contaba con uno, y en pocos casos dos especialistas, en cada materia, para todos los pacientes.
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A dos años del estallido social, en diciembre de 2021, Gabriel Boric fue electo presidente de Chile. A sus 35 años, superó al candidato José Antonio Kast —un político de la derecha radical, abiertamente pinochetista— y se convirtió en el presidente más joven y votado de la historia. Su gobierno está discutiendo una agenda de reforma a las policías, aun sin novedades, a través de una comisión que depende del Ministerio del Interior, cuyos objetivos, dicen, serán la subordinación a la autoridad civil, enfoque de género, enfoque de derechos humanos, transparencia y eficacia policial.
Boric también anunció el Plan de Acompañamiento y Cuidado a Personas Víctimas de Trauma Ocular (PACTO), que reemplaza al PIRO y que, al menos en los libros, resume las demandas que los sobrevivientes reclaman. Es decir: un programa vitalicio que funcione en todo Chile, que incluya entrenamiento en derechos humanos para el personal, el cuidado del ojo dañado y también del ojo sano, y una atención psicológica que contemple una interconsulta en caso de que el daño sea tan grave que el programa no sea capaz de contenerlo. Ese fue el caso de otras víctimas de trauma ocular, como Patricio Pardo, un joven de Valparaíso que se suicidó en el verano de 2022 después de un cuadro depresivo. O de Carlos Puebla, un obrero que, un año posterior a la agresión que le quitó un globo ocular, intentó quitarse la vida en su casa de Renca, una de las comunas más pobres de Santiago, pero fue descubierto por su hijo a tiempo para salvarlo.
Carlos Puebla, de 49 años, es obrero de la construcción y durante la pandemia, que empezó unos meses después de la agresión, sobrevivió vendiendo aceitunas en las ferias. Por la mutilación de su ojo no debería trabajar en altura ni cargando peso, pero empezó pronto a hacerlo porque es su único sustento.
—Mañana cumplo un año del día que me dispararon, fue el 24 de octubre, estoy de cumpleaños, así que si me veís me tenís que saludar —se ríe Carlos Puebla, cuando lo llamo por teléfono, tras un año de nuestra primera entrevista—. Ya no tengo esa depresión que tenía al principio, estaba mal, necesité unas pastillas y me las tomé todas, quería puro morirme. Me intenté matar en marzo, abril, o parece que fue después. Fui a parar al psiquiátrico. Estaba triste por todo en general, y estaba sin trabajo, desesperado. Me dio depresión, quería puro matarme. Ahora estoy bien, lo asumí, mis hijos me necesitan, están chicos, tirar pa’ arriba nomás, qué va a ser.
Para el verano de 2022, la última vez que hablamos en su casa, una construcción pequeña con dos ambientes separados por cortinas, Carlos Puebla había abandonado el PIRO porque no lo llamaban, o porque él había perdido el número, o porque simplemente no quiso seguir.
Pensando, quizás, en casos como ese, el PACTO promete hacer una búsqueda activa de los pacientes. A la Universidad de Chile, una de las entidades que ofrecieron prótesis a las víctimas antes que el Estado se hiciera cargo, le ha llamado la atención la reluctancia de las víctimas a ser visibles o a buscar ayuda, y a pesar de las bondades del programa que ellos montaron —pionero, gratuito—, solo acudieron cuarenta personas. Es uno de los motivos por los que no es posible conocer cuántas víctimas hay en realidad.
—Nos llamó mucho la atención eso: si bien muchos nos llamaron, nos preguntaron, pocos vinieron —dice Gonzalo Rojas, coordinador del programa—. Producto de eso, empezamos un proyecto de investigación porque queremos saber cuál es el impacto integral de las personas después de esto. Es un tipo de victimización muy compleja, porque quien te agrede es un agente que está destinado a protegerte.
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—Bueno, y con el ojo cada día es un nuevo mundo —dice Alejandro Muñoz, a quien todos llaman Charly, mientras levanta los platos de una mesa comunal—. Yo siento que de a poco estoy conociendo este mundo.
En febrero de 2022, Alejandro Muñoz, de 39 años, es una de las personas que intercalan turnos dentro de la toma del INDH, que algunas víctimas de trauma ocular, además de miembros de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios, la Coordinadora de Víctimas de Perdigones y la Organización de Familiares y Amigos de Presos Políticos, mantienen en toma desde hace siete meses. Ellos y otras organizaciones usan el espacio para armar reuniones y pintar lienzos, y como punto de partida para marchar.
—Yo no sé qué te han dicho los chiquillos, pero al menos yo te puedo decir que no estoy mal. Yo estoy bien. Y no uso prótesis ni voy al PIRO, estoy así. A mí me gusta que me vean sin mi ojo y, si me preguntan, yo les cuento. ¿Por qué estamos peleando? Por esto —dice Charly, en el segundo piso del INDH, una casona ubicada en el barrio de Providencia.
A Charly le gusta llevar el ojo así, como quedó después de que una bomba lacrimógena impactara directo en su rostro. Su banda, Anarkía Tropikal, ya se había hecho popular en las marchas de los estudiantes secundarios a principio de los años 2000. Su hit es gracioso y pegadizo: “Amor encapuchado entre llamas y balazos, / amor encapuchado de dos lumpen enamorados”. El día de octubre de 2019 en que Charly fue agredido, no estaba tocando con su banda, donde es el “figurín”, un performer, sino desactivando bombas lacrimógenas dentro de botellas de agua cortadas a la mitad. Esa era una de las labores de la llamada “primera línea”, un flujo espontáneo de personas, desconocidas entre sí, que protegía a los manifestantes de los enfrentamientos con la policía. La misión era caminar al frente para que los de atrás pudieran marchar. Las tareas incluían desactivar bombas —tomar los dispositivos con la mano y sumergirlos en agua antes de que pudieran expeler el gas irritante—, albergar a otros bajo escudos de lata, picar piedras y lanzarlas cuando los carros hidrantes arremetían.
Un auto quedó adentro de la toma del INDH y acumula polvo al sol del verano. Charly asegura que es de Sergio Micco, presidente del instituto. Las agrupaciones de la toma e incluso varios trabajadores del organismo han pedido su renuncia —cosa que sucederá cuatro meses después, en julio de 2022— y que con ello el instituto, un referente, reconozca que en Chile hubo violación a los derechos humanos.
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—Fue triste, pero cuando me dijeron que no, me calmé, descansé. Tenía como una obsesión, una obsesión terrible por ver —dice Nicole Kramm, fotógrafa que llegó hasta Filadelfia, Estados Unidos, para postular a un trasplante de retina, donde le respondieron que la suya, por la magnitud del daño, no era operable.
Nicole Kramm tiene 32 años y garbo de gato negro: mirada con gesto felino, piel tostada, pelo azabache que brilla al sol. Cuando supo que, tras recibir un perdigón de la policía la noche de Año Nuevo, había perdido la visión del ojo izquierdo de forma definitiva, quiso volver a encontrar algo de belleza en el mundo y reaprendió a usar su cámara Nikon fotografiando a otros sobrevivientes de trauma ocular. La sesión hizo parte de “Balas contra piedras”, su muestra fotográfica sobre el estallido social que fue premiada por la Unión de Reporteros Gráficos y Camarógrafos de Chile y que ha viajado por Europa.
—Todavía estoy aprendiendo. Hay un remanente visual que genera el ojo malo que a veces me hace ver doble, también hay un dolor de cabeza que estoy aprendiendo a omitir.
Fotoperiodista y corresponsal para medios extranjeros como Al Jazeera, Nicole Kramm capturó algunas imágenes que dieron vuelta al mundo durante las protestas de 2019: mujeres desnudas con carteles en las manos, turbas protestando en las puertas de los shoppings. En 2022 tiene un trabajo más administrativo: es asesora de comunicación de Fabiola Campillai, la mujer que quedó ciega, sin gusto, sin olfato y con la cara desfigurada por una bomba de la policía, electa como senadora con la primera mayoría nacional. También trabaja en el Ministerio de Justicia coordinando encuentros en la Mesa de Reparación para las víctimas de violencia policial del estallido social.
—Este trabajo es importante y es por una razón, pero no te diría que es lo que me hace feliz. Yo como reportera estaba en todas, donde las papas queman, pero nunca volví a la calle con la seguridad que tenía —dice Nicole Kramm.
En la noche de Año Nuevo que abría el año 2020, después de dos meses de protestas, no hubo marchas ni enfrentamientos en Santiago, sino una impresionante fiesta comunal en el centro de la ciudad. Se montaron escenarios, se cocinaron arroces, pollos, ensaladas, y se sirvieron en una mesa larguísima organizada por nadie, por todos. Ese Año Nuevo fue espontáneo, anárquico, y Nicole Kramm había ido con sus amigos para sacar fotos de la vigilia. Recuerda que el clima era festivo y la turba permanecía en una calma celebratoria. En general, que la policía esté totalmente ausente no es buena señal. Quienes protestan le llaman a eso “piquetes” o “encerronas”, una estrategia para disolver las concentraciones. La policía “se acuartela”, desaparece, y da la impresión de que todo está en paz.
Durante ese tiempo se pliegan alrededor, por calles aledañas, y en un momento clave atacan hacia el centro como en estampida. Los que pueden escapan, y a quienes no lo logran no les queda otra que amontonarse al centro violenta, peligrosamente. La estrategia siempre es separarse del grupo, huir por las diagonales, no escapar juntos. Cuando Nicole Kramm vio la encerrona —imprevisible, no había marcha, solo celebración— ya era tarde. Sintió el impacto de la bala en la cara y cayó al suelo. La primera persona que la abrazó ese Año Nuevo fue un paramédico voluntario que la arrastró a la vereda.
En la carpeta de Nicole Kramm se agregaron cuatro testigos en 2020, pero no tuvo noticias de su caso hasta junio de 2022, cuando se enteró de que habían sido llamados a declarar. Eso le dio esperanza, aunque los testigos son apenas los transeúntes que la ayudaron: no hay carabineros aún identificados en su caso, ni nadie del cuerpo policial llamado a testificar. La noticia de la reactivación de las investigaciones, muy postergadas durante el gobierno de Sebastián Piñera, llegó también junto con el PACTO de Gabriel Boric.
—No estoy contenta, nunca estoy contenta. Le cambiaron el nombre, OK, vamos a ver cómo funciona cuando se implemente. Y la justicia para mí ya no llegó, la justicia que tarda no es justicia, pero igualmente el Estado debe reparar, y si tan caro le sale, bueno, que garantice la no repetición —dice Nicole Kramm.
En el Chile pospandémico y posestallido social, la Constitución de Pinochet quedó ratificada por votación popular. En la plaza donde se concentraron las movilizaciones no hay pasto, no hay flores, en su centro no está la estatua de Baquedano, el soldado que le daba su nombre, y la boca del metro que lleva hasta allí está cerrada. Ahora es un memorial espontáneo: grafitis, murales, altares para los muertos.
En octubre de 2022, Patricio Maturana, el carabinero que le disparó a la senadora Fabiola Campillai, fue encontrado culpable por apremios ilegítimos con resultado de lesiones graves gravísimas, una subclasificación de situaciones de violencia policial que contempla la mutilación. La pena fue de doce años de cárcel y a la comunidad de víctimas le parece poco, pero esperan que ese caso emblemático siente algún precedente. Días antes de la lectura de la sentencia se anunció que el carabinero, que hasta el momento había permanecido en silencio y en prisión domiciliaria, daría una entrevista. En esa entrevista, que se difundió el 4 de octubre como un espectáculo del prime time, Maturana dijo que no pedirá perdón porque es inocente.
Los manifestantes sostienen pancartas durante una protesta contra el gobierno de Chile, en Santiago de Chile, el 10 de diciembre de 2019. Fotografía de Pablo Sanhueza / REUTERS.
En 2019, durante el estallido social de Chile, el finado expresidente Sebastián Piñera intentó controlar las manifestaciones con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: la policía disparó contra la población civil con balines antidisturbios y bombas lacrimógenas. Hubo más de 400 víctimas con mutilaciones en el rostro y traumas oculares. Este artículo, publicado originalmente en noviembre de 2022, es uno de los ejemplos más dramáticos de violencia policial en Chile.
En algún momento de 2019, la madre de Diego Foppiano puso cerámica en la escalera de su casa en Puente Alto, un barrio de clase trabajadora ubicado en la periferia sur de Santiago de Chile. No le gustan las alfombras de pelo corto, color beige o rosa claro que muchas veces vienen por defecto en las casas como la suya: juntan demasiada mugre, se ponen grises. Pero en algún momento de 2020, apenas unos meses después, la madre de Diego Foppiano sacará la cerámica nueva y reluciente de esa escalera y volverá a poner una alfombra de pelo corto, beige o rosa claro, que dentro de poco juntará mugre, se pondrá gris.
Diego Foppiano tenía veintidós años y estudiaba ingeniería en Control de Gestión en la Universidad Diego Portales cuando recibió un perdigón de la policía en el rostro. Era el 19 de octubre de 2019, el segundo día de las protestas más multitudinarias de la historia de Chile, un período bautizado como el “estallido social chileno”, en el que miles de personas se manifestaron espontáneamente por todo Chile, sin convocatoria y sin líderes. A los médicos les tomó tres cirugías sacar los pedazos de proyectil de la cavidad ocular de Diego Foppiano. Y cuando terminaron, antes de vaciar completamente el ojo, le dijeron que era mejor que no volviera a jugar al fútbol, como lo hacía hasta entonces con cierta ambición, porque podía lastimarse el sano y no habría retorno. Además, le dijeron que por la complejidad de la operación y por el tiempo que le costaría adaptarse a la visión de un solo ojo, iba a estar, indefinidamente, muy mareado.
Durante los meses de recuperación, Diego Foppiano no consiguió mantener el equilibrio. Rompió decenas de vasos, rodó enredado con alguno de sus seis perros y cuando se compró un celular nuevo cayó sentado sobre él en la cerámica de la escalera y lo rompió. Marcela, su madre, pensó entonces que era mejor tener una casa con una alfombra gris.
El 19 de octubre de 2019, Diego Foppiano y su mejor amigo habían caminado entusiasmados hasta la plaza de su barrio. Ese año la primavera se impuso rápido y los primeros días de protestas se recuerdan como festivos: adolescentes saltaban los torniquetes del metro, las familias tocaban cacerolas y llegaron a congregarse más de un millón de personas en el centro de Santiago. Todo había comenzado cuando el Gobierno subió treinta pesos chilenos (unos tres centavos de dólar) el precio del transporte público, que ya era uno de los más caros de la región. Bajo la consigna “No son treinta pesos, son treinta años”, se inició una revuelta popular con reclamos múltiples, que iban desde modificar el sistema privado de salud y educación y los fondos de pensiones hasta terminar con la explotación medioambiental, todos males concentrados en un modelo económico heredado de la dictadura al que se aplicaron escuetos cambios durante treinta años de democracia.
Ese 19 de octubre, la plaza de Puente Alto estaba colmada en una concentración celebratoria. Había pocos carabineros formados en una línea silenciosa, inmóvil, lo que a Diego Foppiano le pareció extraño, pero cuando caminó cerca de ellos, envalentonado por la efervescencia de esos días, no tuvo miedo, no tenía por qué. Antes de desvanecerse, lo último que vio fue a un carabinero dar un paso adelante, dispararle de frente y volver a su fila.
El suyo fue uno de los primeros casos de trauma ocular registrados durante el estallido social. Sucedió el mismo día en que se declaró el estado de emergencia, horas antes de que el presidente Sebastián Piñera pronunciara uno de sus discursos más recordados: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Esos primeros días fueron también los más desconcertantes. Muchos hospitales colapsaron con heridos por la represión policial y empezaron a publicarse cifras diarias de lesionados, detenidos y muertos. Como no había ambulancias disponibles, Diego Foppiano, que no se sentía particularmente enemigo de nadie y que había perdido la conciencia por el impacto, se levantó en medio del caos y simplemente caminó.
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El Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) entregó una cifra de 460 personas, el Ministerio de Salud maneja un catastro de 449 y un programa de reparación ya ha atendido a 399. Pero organismos de familiares y víctimas han dicho que podrían ser más las personas que sufrieron mutilaciones o traumas oculares causados por los balines antidisturbios y las bombas lacrimógenas que utilizó la policía durante el estallido social, que empezó en octubre de 2019 y que solo amainó con el aislamiento por el covid-19 en marzo de 2020.
Sebastián Piñera intentó controlar esas manifestaciones explosivas con un despliegue de veinte mil carabineros y armas “no letales”: bombas lacrimógenas, carros hidrantes y escopetas antidisturbios —que disparan proyectiles, supuestamente de goma, pensadas para disolver concentraciones y activarse desde largas distancias— fueron utilizados contra la población civil con cifras altas de heridos, muertos y detenidos. Llegaron a abrirse ocho mil causas por violación a los derechos humanos, pero las mutilaciones oculares —la ceguera total, trágica, que produjeron en al menos dos personas muy jóvenes, y su vínculo cada vez más ominoso con la frase optimista y festiva que se repetía por esos días, “Chile despertó”, se fueron transformando en símbolo del estallido social.
Fue el cuerpo de Carabineros, la policía chilena, el encargado de ejercer la fuerza e imponer orden. Aunque se declaró el estado de emergencia y varias ciudades estuvieron bajo toque de queda y, por tanto, las fuerzas armadas también participaron, cuando le preguntaron al comandante en jefe del Ejército, Javier Iturriaga, qué pensaba sobre la declaración de guerra del presidente, él respondió: “Yo soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”.
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—Yo pinto todo, la esclera, la parte blanca del ojo, la pupila, del color más fiel. Pero también ubico las venitas de la forma más parecida posible al ojo sano. Después de eso, se procesa la prótesis con acrílico transparente, para darle brillo, y una vez pulido, se prueba en el paciente. Es una artesanía y puede durar muchos años —dice Paula Rojas, una oftalmóloga que atiende una pequeña consulta privada en la ciudad de San Vicente, a una hora de Santiago, y que por esos días se ofreció a fabricar, de forma gratuita, prótesis que pueden llegar a costar mil dólares.
Diego Foppiano empezó a usar una prótesis que le fabricó Rojas y en el transcurso de tres años hizo todo lo que habían desaconsejado los médicos: volvió a jugar al fútbol, aprendió a manejar. Esas cosas lo ayudaron, dice, porque por el dolor de cabeza insoportable que le provocaba estar frente a la computadora abandonó la facultad y en algún momento de 2020 le diagnosticaron depresión severa. Su madre, Marcela, se unió a la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular, una de las agrupaciones que se involucraron en largas polémicas con un programa que ofreció el gobierno de Sebastián Piñera —Programa Integral de Reparación Ocular (PIRO)—, que prometía prótesis y controles médicos gratuitos de todo tipo para los afectados. El programa se instaló en la Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador, un lugar que se abarrotaba con heridos los días de las protestas, a unas cuadras de la rebautizada Plaza Dignidad, el epicentro de las concentraciones.
A la salida del metro que lo lleva hasta su casa, casi tres años después de la agresión y de nuestra primera entrevista, Diego Foppiano levanta la cara al cielo para que le pegue el sol.
—El PIRO fue supermalo. Tenía una sola psicóloga y ofrecía atención cada dos semanas. Al final contrataron un instituto aparte para dar abasto, pero ellos insistían en repasar el momento del ataque. Y yo sentía que no me servía. Yo creo que hay que tratar lo que pasa después, no sé, la vida, mi vida después.
En su caso, como la agresión sucedió en la plaza de su barrio y no en el centro de la ciudad —donde se concentraban las protestas y los policías—, hay dos nombres de carabineros sospechosos en la causa que se abrió y, por eso, es uno de los casos de trauma ocular más avanzados en la justicia. En la mayoría de estos no ha sido posible identificar siquiera quién jaló el gatillo. Según los datos que la Fiscalía entregó en 2021, 46% de los casos abiertos por violación a los derechos humanos en el estallido social habían sido archivados por falta de pruebas.
—Yo creo que la recuperación de los chicos no es completa porque falta esa parte, falta que te digan: “OK, tú nunca vas a recuperar tu ojo, pero alguien es responsable por lo que te hicieron”. Nosotros creemos que no solo es responsable la persona que jaló el gatillo —dice Marcela, la madre de Diego Foppiano, sentada en el living de su casa en Puente Alto, donde los barrios se unen con la Cordillera y todavía existen casas de techos bajos.
Los familiares y víctimas han intentado, sin mucho éxito, que se busquen responsabilidades políticas por la brutalidad policial, y que no se juzgue solo a los agentes que dispararon por mala praxis, sino que se considere que el Estado chileno cometió violaciones a los derechos humanos. Para ello, por primera vez desde el regreso a la democracia, se levanta la consigna “Justicia, reparación y garantías de no repetición”.
Un bombero que ese día ayudó a Diego Foppiano fue voluntariamente a la Fiscalía para colaborar. Declaró que había visto cómo una carabinera a quien no pudo identificar se acercaba y le decía: “Te pasa por andar hueviando”.
—Te vas enterando de cosas, a veces piensas que lo superaste, pero te das cuenta que no. El día que ganó la presidencia Gabriel Boric, con mi hija salimos a celebrar —dice Marcela—. Cuando nos encontramos en el lugar donde le dispararon a Diego yo solo me senté y lloré porque te dai cuenta que no, que no lo vai a superar nunca.
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“No tenemos antiparras”, se leía en un cartel que, para noviembre de 2019, estaba colgado en decenas de vidrieras de ferreterías y multitiendas de Santiago. Las redes sociales se llenaron de revendedores, especialmente de lentes con la norma ANSI Z87.1, industriales, usados para construcción y capaces de detener un perdigón. Incluso aparecieron youtubers probando diferentes tipos de lentes: los escudos faciales, los “de luca” (un dólar), los industriales certificados, los lentes de agua, los de sol.
El 16 de noviembre de 2019, cuando se habían registrado más de doscientos casos de traumas oculares, la Universidad de Chile publicó un estudio que concluía que los balines antidisturbios no eran de caucho, como insistía la versión oficial, sino que contenían metales de alta dureza, incluidos plomo, silicio y sulfato de bario, y apenas 20% de goma. El general director de Carabineros, Mario Rozas, anunció entonces que se limitaría temporalmente su uso a situaciones de riesgo vital, pero los casos de mutilaciones oculares continuaron. Y masas de chilenos prefirieron agotar los lentes industriales de las tiendas que dejar de protestar.
Por esa misma fecha, el Colegio Médico había empezado a advertir sobre los riesgos en el uso de perdigones para disolver protestas. Su presidente, Patricio Meza, oftalmólogo, pidió al Gobierno, sin éxito, sacarlos de circulación.
—De acuerdo al estudio comparativo, Chile es uno de los casos más dramáticos en el mundo, con tan alto número de lesionados en los ojos en un tan corto período de tiempo —dice Meza—. Hay dos pacientes con ceguera absoluta, pero también hay muchos que tienen dañado un solo ojo, o su ojo más útil; por lo tanto, en la práctica es como tener dañados ambos. Al tener dañado un ojo, varias puertas profesionales se te cierran. Había camarógrafos, había personas que conducían taxis, personas que ya no pueden ejercer cierto tipo de trabajo o tienen dificultades para adaptarse. El Estado debe reparar no solo el ojo, sino la salud mental y todo lo que rodea ese daño, y debe ser para toda la vida. El efecto en la salud mental es potente porque las víctimas piensan que fue una situación en la cual se buscó deliberadamente causar daño.
El despliegue policial continuó también en la calle con un cúmulo de postales tremendas. El 23 de octubre de 2019, Mario Acuña, fue golpeado por tres policías que le produjeron muerte cerebral. El 19 de noviembre, un fotógrafo captó a un grupo de carabineros con uniformes intervenidos, que tapaban sus identificaciones con parches como “Destroyer”, “Raptor” y “Super Dick”. El 26 de noviembre, Fabiola Campillai, que iba a su trabajo en una fábrica —y que un par de años después sería electa senadora de la República—, recibió una bomba lacrimógena en el rostro: no solo perdió ambos ojos, sino el gusto y el olfato. El 20 de diciembre se vio en un video cómo Óscar Pérez, de veinte años, era aplastado entre dos tanquetas que le rompieron la cadera. En octubre de 2020, un menor de dieciséis años cayó al río Mapocho empujado por un policía en un enfrentamiento. En el audio que Carabineros tuvo que entregar meses después, se escucha: “Se mató. Bien, uno menos”.
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Para Halloween de 2022, Natalia Aravena se puso una peluca violeta y se disfrazó de Leela, la cíclope protagonista de la serie Futurama: una capitana de una nave espacial con un solo ojo. Natalia Aravena tiene una cuenta de TikTok con treinta mil seguidores en la que postea videos entre la parodia y la denuncia. A simple vista, esos videos podrían ser tutoriales de maquillaje: primeros planos de una chica linda, el pelo largo, rímel dramático, pero si se activa el sonido se escucha: “A mí me hicieron una evisceración [ocular] […]. Se saca el líquido, se rellena con una pelotita de silicona […] y se vuelve a cerrar”. Ella es enfermera y fue mutilada por una bomba lacrimógena en octubre de 2019, cuando tenía veinticinco años. A veces, en el espacio vacío, donde solía estar su ojo, luce una prótesis color fucsia, tan dramática como su maquillaje, que mandó a hacer especialmente. Otras, se saca la prótesis, la muestra a cámara, explica.
—Lo terrible de esto no solo es perder el ojo. No sería lo mismo perder un ojo por un accidente o una enfermedad. Es que alguien decidió esto, decidió hacerme esto, jalar un gatillo. Eso no solo afecta mi salud: afecta mi autoimagen, lo monetario, lo físico, el trabajo. Todo el rato hay algo que me lo recuerda. Chocar con las puertas, hacerme moretones, que mi pareja me pase algo por un lado y yo agarrarlo por el otro, pegarles a todas las cosas sin querer, y saber que nadie está haciendo ningún esfuerzo por que esa persona sea encontrada.
En octubre de 2020, exactamente un año después del estallido, 78% de la ciudadanía decidió en un plebiscito que quería reescribir la Constitución de la dictadura, un reclamo en torno al cual se concentraba su descontento, y que lo haría a través de una Convención Constitucional: 155 personas elegidas por votación popular con un mecanismo paritario único en el mundo. Natalia Aravena decidió postularse a la Convención y, de hecho, salió electa, pero en su caso la paridad funcionó al revés: en Chile se postularon y fueron electas tantas mujeres que ella tuvo que ceder su puesto a un varón. En esa Convención convivieron políticos, activistas, estudiantes y hasta una mujer famosa por ir a las protestas disfrazada de Pikachu.
—Salir electa fue superesperanzador, porque sentí que lo que había era un cambio de mentalidad, que la política no tenía que ser solo para gente que tiene plata o papás políticos, y que podía haber gente común que es la que trabaja para gente común —dice.
Natalia Aravena no tiene noticias de su caso desde 2021, cuando fueron identificados los carabineros que tenían permiso para disparar bombas lacrimógenas en el sector donde ella fue impactada, pero nunca fueron llamados a testificar. La última vez que hablamos por teléfono, la habían despedido del hospital donde trabajaba por pedir licencias médicas por motivos psicológicos y también había abandonado sus redes sociales porque sentía que afectaban a su salud mental. El estrés postraumático, dice, funciona así: uno puede levantarse y trabajar, grabar un video, mudarse con su novio y ser feliz, pero un día, cualquier día, despertarse y simplemente sentir ganas de morir o ni eso: ganas de nada.
Su última aparición en Instagram fue festiva: se casó con su novio de siempre. En el espacio donde solía estar su ojo luce flamante una prótesis especial, blanca, brillante, cubierta de glitter.
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En julio de 2022, un grupo de académicos chilenos presentó el libro Estudios interdisciplinarios para investigar las violaciones a los derechos humanos por armas menos letales. A través del caso chileno y una revisión de la literatura internacional, los autores concluyen que las armas llamadas “menos letales” pueden ser muy peligrosas, pues las policías —en gobiernos democráticos— las usan de forma a veces abusiva justamente porque se supone que son más inocuas. Sin embargo, la evidencia forense ha comprobado que su uso puede causar daños irreversibles e incluso mortales en determinados contextos, y que su “no letalidad” no es inherente a su naturaleza, sino a su tipo de uso.
—La regla no escrita de los gobiernos chilenos de los últimos treinta años ha sido ejercer un control civil débil de las policías —dice Javier Velásquez, académico chileno, doctor en Criminología por la Universidad de Glasgow y uno de los editores del libro—. Esta libertad de acción en el uso de la fuerza en los tiempos donde no hay crisis termina permitiendo que de vez en cuando tengamos este tipo de violación a los derechos humanos. Eso te da a entender que Carabineros tiene mucho poder. Gran parte de la forma en la que operan es un legado de la dictadura y nadie ha querido meter mano a eso. Muchas veces la izquierda, cuando llega al poder, tampoco lo hace. Desde el final de la dictadura, tanto la izquierda como la derecha han tenido una relación con Carabineros muy especial, porque finalmente es la institución que en Chile da eficacia al Estado. No solamente es la que combate los delitos, sino la que es llamada a proteger al Estado de los manifestantes.
Al inicio de la revuelta, Velásquez se unió a una red de abogados que, sin éxito, interpuso recursos de protección para prohibir el uso de estas municiones “no letales”.
—Hay un concepto francés muy interesante sobre esto, el de “cheque en gris”, es decir que lo que hace el Estado es dar instrucciones a la policía lo suficientemente ambiguas para que ellos actúen a discreción, y al mismo tiempo lo suficientemente ambiguas para que, cuando la policía sea cuestionada por la brutalidad, diga: “Bueno, pero las instrucciones que me dieron no fueron claras”. Es una técnica política que hace que se diluya la responsabilidad: el Estado no es responsable, son las policías las que brutalizan. Y la policía no es responsable, porque en el fondo es el Estado el que no ejerció su control. Todo termina en algunas condenas a agentes, pero no en un ejercicio de responsabilidad estatal ni de control civil sobre las policías, y finalmente terminas con la criminalización de la protesta y una normalización de que esto ocurra. Este tema no es solamente chileno, hay todo un tema con la policía a nivel regional en términos de cómo se van relacionando con el poder estatal, porque el uso de la fuerza contra manifestantes es para “resguardar” al Estado. En Argentina se usan mucho los perdigones de goma y el caso colombiano es quizás peor que el chileno. Lo que uno puede ver es que la brutalización ejercida por las policías se está volviendo un elemento común, a nivel mundial, en la forma en que las democracias están lidiando con las manifestaciones.
—Bueno, ¿por qué los ojos? —se pregunta Pietro Sferrazza, coeditor del libro y doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid—. Realmente no son solo los ojos. La cantidad de personas que hoy en día tienen perdigones dentro de su cuerpo ni siquiera la conocemos, y tampoco tenemos mucha claridad de qué riesgos puede tener eso. No sabemos exactamente el número de personas que murieron como consecuencia del aparato estatal en el estallido. Se manejan 43 personas y hay un sinnúmero de casos de torturas y apremios. Yo tengo serias dudas de que casos emblemáticos como el de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica terminen con condenas elevadas. Y, esto es una idea especulativa, lo que creemos que se pretendía era desmotivar a las personas a que siguieran protestando: te mutilamos los ojos, te quebramos un par de costillas para que no se te vuelva a ocurrir salir a protestar.
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En agosto de 2022, medio millón de personas festejaron en el centro de Santiago el cierre de la campaña por el “Apruebo” a la nueva Constitución. Después de un año, la Convención Constitucional entregó un nuevo documento y la ciudadanía tuvo que decidir si lo aprobaba o lo rechazaba en un segundo plebiscito. Gustavo Gatica, en una tarima frente a miles de personas —su novia tomada de un brazo, un bastón en el otro—, se acerca al micrófono y dice: “Apruebo por todos los ojos que perdimos y por todos…”, pero antes de terminar llora un llanto seco. La gente lo interrumpe y lo aclama, gritan su nombre.
Tres días después, 62% de la población votó que rechazaba la nueva Constitución, y se mantendría la de la dictadura. Un final amargo para muchos, acaso desconcertante para el proceso inédito que iniciaron las protestas. Esa nueva Constitución hoy parece una noticia antigua, casi ficción, pero cuando hablamos, justo seis meses antes, en una videollamada que llega por un Zoom sin cámara, Gustavo Gatica no lo puede saber.
—Haciendo un balance, igual no han sido malos años —dice Gustavo Gatica, la voz calma y optimista, la templanza improbable que lo ha hecho famoso—. También he ido descubriendo cosas. La música siempre me ha gustado mucho y ahora la disfruto más, está todo tu cerebro concentrado en escuchar y logras encontrar detalles increíbles. O la comida. Estás tan concentrado en los sabores y las texturas que se te pone la piel de gallina.
Gustavo Gatica tenía veintiún años cuando quedó ciego. Hay una foto del momento exacto: está sentado en la vereda, la cabeza hacia el suelo, torcida, le sangran ambos ojos. Desde entonces, logró terminar la carrera de Psicología, mudarse con su novia, volver a tocar la batería, y fue uno de los rostros del plebiscito por la nueva Constitución, evento histórico que él había esperado mucho. Quizás por todas esas cosas estos años le parecieron buenos. Ya no está seguro de si fue exactamente eso lo que dijo, pero una frase dicha por él en el hospital se hizo pública y llegó a convertirse en pancarta, en grafiti y hasta en una canción folk: “Regalé mis ojos para que la gente despierte”.
Cuando miles de chilenos levantaban pancartas con la frase “Chile despertó”, a cientos de chilenos les mutilaban los ojos. Y los ojos empezaron a transformarse en un símbolo de las protestas: los chicos se tapaban la mitad del rostro con las manos, la gente asistía a las marchas con un ojo vendado. Al mismo tiempo, miles de cámaras capturaron imágenes feroces de esos días. Nunca tantas miradas se habían posado sobre el actuar policial, nunca había sido tan retratado y difundido. El caso de Gustavo Gatica es uno de los pocos en los que se ha podido identificar al carabinero que disparó, en parte gracias a registros callejeros. Se trata del teniente coronel Claudio Crespo, quien, en enero de 2022, a la espera de su juicio, salió en libertad con arraigo nacional, es decir que su única restricción es permanecer en Chile.
—Fue un golpe duro porque esperábamos aunque sea un arresto domiciliario. Él está libre igual que yo, un día podemos ir a un restaurant y él puede estar en la mesa de al lado. Yo creo que tiene que haber una refundación de Carabineros, desarmar la institución desde lo más cosmético, que es cambiar nombre y color, hasta lo más profundo, que es su manera de funcionar, porque ellos usan términos militares, ven del otro lado a un enemigo, no a ciudadanos.
El exteniente Crespo, que no respondió los mensajes para concertar una entrevista con Gatopardo, es activo en redes sociales, en las que tiene un público pequeño pero entusiasta, y en que hace poco anunció haber escrito un libro, G3. Honor y traición, que, según dice en un posteo, saldrá a la venta después de su juicio y vendrá con prólogo de Hermógenes Pérez de Arce, columnista histórico de El Mercurio. Según la investigación, el día en que le disparó a Gustavo Gatica, Crespo había disparado 170 veces con una escopeta de perdigones y lanzado bombas lacrimógenas 43 veces con la carabina.
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Por el hermetismo de Carabineros, lo poco que se sabe sobre su accionar —a menudo por filtraciones— y sus altos niveles de autonomía, un dicho popular afirma que es una institución que “se manda sola”.
El artículo 436 del Código de Justicia Militar homologa a Carabineros con las Fuerzas Armadas, en el sentido de que gozan de secreto: las armas que utilizan y su regulación son secretas, al igual que su número de funcionarios, sus protocolos. Esto permite que ni las autoridades ni la sociedad puedan acceder a todos los datos, y es lo que también ha permitido casos importantes de corrupción en el cuerpo. Asimismo, Carabineros no está controlado por una estructura civil fuerte y su autonomía descansa en la Constitución de la dictadura de Augusto Pinochet. La institución es también difícil de investigar, conocida por dar información a cuentagotas, únicamente después de dilatados pedidos realizados a través de leyes como la de transparencia, que obliga a revelar información que se considere pública.
—Efectivamente, la policía chilena es una policía militarizada, no urbana, no ciudadana, desde su origen —dice Mauricio Weibel, periodista especializado en la institución y autor del libro Ni orden ni patria, sobre un titánico caso de corrupción en Carabineros que salió a la luz en 2016, bautizado como “Pacogate”, el mayor fraude fiscal en la historia de Chile, donde un grupo de altos oficiales había desviado millones de dólares durante diez años—. Yo creo que por desgracia ahora va a ser políticamente inviable reformarla, pero es tremendamente necesario. Lo primero es poner una estructura civil que la administre. Ellos, cada vez que les piden información, la niegan, se saben de memoria qué hacer para que la justicia no opere. La única forma de resolverlo es interviniéndolos. También va a ser difícil reformarlos por su reticencia cultural, porque ellos creen realmente que lo que están haciendo está bien. ¿Cómo sigue en la fuerza alguien que dispara 170 veces a población civil? Se juntaron muchos ingredientes. Uno, su tradición militar; dos, el apoyo irrestricto del Gobierno, que defendió todo lo que hicieron. En este contexto esta policía simplemente operó. Tiene que ver también con la formación. Son personas que en seis meses ya están en la calle, que a los dieciocho años les pasan una pistola y les dicen que tienen que ir a disparar, no mucho más que eso. Se juntó todo eso y tuvimos el desastre humanitario que tuvimos.
En noviembre de 2019 se filtró un audio de Mario Rozas, entonces general director de Carabineros —que hoy figura como imputado en una treintena de querellas vinculadas a violaciones a los derechos humanos—, dando un discurso privado en la Escuela de Suboficiales: “Hay algunas cosas que les quiero decir. Tienen todo el apoyo, todo el respaldo de este general director. ¿Cómo lo demuestro? A nadie voy a dar de baja por procedimiento policial. A nadie. Aunque me obliguen, no lo voy a hacer. Tienen todo el respaldo, todo el apoyo, dentro del ámbito legal, dentro del ámbito reglamentario [...]. En la medida que estemos unidos, en la medida que estemos cohesionados como ahora, como siempre, nadie nos podrá hacer daño”.
Ese mismo noviembre, un informe que dio a conocer el Centro de Investigación Periodística indicaba que Carabineros ya sabía de los riesgos de su armamento y que había ignorado las recomendaciones de expertos, porque esta no era la primera vez que esas armas producían estallidos oculares. Un peritaje elaborado en 2012 por el departamento de Criminalística había hecho una serie de recomendaciones, entre ellas, disparar a más de treinta metros y solo apuntando al tercio inferior del cuerpo. En esa fecha, el informe ya indicaba que disparos a menor distancia o en otras direcciones podían ser letales si impactaban en zonas como el cuello, o provocar lesiones como estallidos oculares y fractura craneal.
—Los primeros heridos oculares son de 2011, en Aysén, al sur de Chile —concluye Weibel—. Sucedió a pequeña escala y todavía están abiertos esos juicios, te muestra la incapacidad del Estado. En la dictadura, el Estado se tuvo que adecuar para cometer los actos que cometió, y cuando llega la democracia, el Estado chileno no se modificó radicalmente. Eso permitió que tengamos este drama que tenemos: que un presidente en un par de horas pueda movilizar a miles de carabineros para disparar a mansalva, pero no pueda dar respuesta a las peticiones de justicia en años.
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Marta Valdés está rodeada de unas quince personas en una sala que le prestaron en un hospital, en noviembre de 2019. Quiere iniciar una coordinadora porque sabe que el camino judicial será largo. Hoy se discute aquí qué es lo que hay que hacer: si hay que crear una cuenta de Instagram, si hay que organizar una marcha, si hay que iniciar una toma de los estudios de Televisión Nacional. Con el tiempo llegarán a ser cerca de cien personas en la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular y los asistirán abogados de la Comisión Chilena de Derechos Humanos (CCHDH). Pero la Coordinadora se dividirá, tendrán diferencias irreconciliables, se armarán otros grupos, se dividirán entre quienes confían en salidas institucionales y quienes prefieren otro tipo de activismo: no tomarán un canal de televisión, pero sí la sede del programa de reparación que les ofreció Sebastián Piñera por unos días y la del INDH por varios meses.
Pero en noviembre de 2019, Marta Valdés, en el hospital, simplemente hace correr una libreta y dice: “Ya, aquí nomás anoten todos sus números de WhatsApp”.
Edgardo Navarro, el hijo de Marta Valdés, a quien todos llaman Coque, tenía diecisiete años cuando le impactó una bomba lacrimógena de la policía en el rostro y perdió la visión de uno de sus ojos. Durante al menos dos meses, Marta Valdés se dedicó a formar la Coordinadora. A su hijo, antes un skater temerario, no le permitió salir de casa. Un día, su hija mayor intervino. Insistió en llevar a Edgardo Navarro a tomar aire. Marta Valdés recuerda que menos de una hora después la llamó y le dijo: “Mami, tiene que venir ahora mismo a la posta de urgencias porque al Coque le van a amputar el dedo”.
—No lo podíamos creer, era la primera salida. Coque estaba caminando nomás, pero no tenía equilibrio. Cayó sobre una lata cortada, una señal de tránsito botada en la vereda. En la posta nos dijeron que teníamos tres horas para salvarle el dedo, así que tuvimos que correr a una clínica privada —dice Marta Valdés, dos años después de que la conocí en aquella reunión iniciática, ahora sentada ante un vaso de cerveza en un bar frente al Palacio de La Moneda, a unas cuadras del lugar donde le dispararon a su hijo.
Viene de una familia de detenidos desaparecidos en la dictadura. La protesta social para ella y para sus hijos era natural, la Coordinadora, un paso lógico. Y en 2022, cuando hablamos por última vez, a un mes de la elección presidencial que puso en el mando a Gabriel Boric, un joven de izquierda que prometió reparación a las víctimas de violencia policial durante el estallido social, Marta Valdés dice: “Sí, pero si no nos responde Boric, nos va a tener de nuevo en la calle”. Está separada del padre de Edgardo Navarro desde hace casi veinte años. Después de la ruptura, él, cartógrafo, entró a trabajar al cuerpo de Carabineros como civil, pero desde el estallido social no tiene contacto con la familia.
—Porque si a ti te mutilan un hijo, te vai de la fuerza, po. Pero él no.
Carolina Cubillos, una abogada de 42 años que trabaja para la CCHDH, tomó varios casos de víctimas de la Coordinadora de Víctimas de Trauma Ocular que inició Marta Valdés. La primera vez que hablamos, en 2019, tenía al menos 66.
—Ahora, a casi tres años, todavía no tenemos certeza de quién disparó. Entre mis casos de trauma ocular, hoy no tengo ningún formalizado —dice al teléfono en 2022—. Hay una obstrucción de parte de Carabineros. Cuando son requeridos por la policía de investigaciones para que entreguen información como dónde estaban las patrullas, quiénes eran, los horarios, ellos entregan una información bien ambigua o simplemente no la entregan. Cuando la fiscal pidió oficios referentes a las cámaras corporales, que ellos portan, la mayoría había borrado las cámaras. No hay registro. Es más fácil tener una sanción administrativa que una penal. Con la llegada de Boric había gran esperanza de que hubiese una reestructuración a Carabineros, y el primer punto hubiese sido que el último general director fuese sacado de ese cargo porque era quien estaba a cargo de la represión en la Región Metropolitana, donde más víctimas existieron, pero cuando Boric lo ratifica, ahí se pierde esperanza absoluta de las víctimas y de nosotros también.
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Un artículo publicado en 2020 en la revista británica Eye, de Nature, firmado por el oftalmólogo de la Universidad de Chile Álvaro Rodríguez, afirmaba que el caso de los traumas oculares no solo era inédito en Chile, sino un hito en la literatura científica mundial. Un triste récord situaba a Chile como uno de los países donde se habían producido más traumas oculares por perdigones de la policía, superando, en un mes y medio, a países con conflictos de años. El estudio concluía que la experiencia chilena podría ser una advertencia a otros países sobre el uso de estas armas y lo que podían provocar. Los traumas oculares por esta causa continuaron incluso después de las primeras advertencias de la sociedad civil y de la suspensión de su uso —solo cuando se hizo público el material de los perdigones—, lo que indicaba, según el artículo, un incumplimiento del protocolo por parte de la fuerza policial y una falta de fiscalización casi total del Gobierno.
Los últimos meses de 2019, los casos de trauma ocular ya habían empezado a ocupar espacio en los medios de todo el mundo, y Jaime Mañalich, el Ministro de Salud, había anunciado la creación del PIRO, una iniciativa que solo funcionó en Santiago y que ofreció prótesis oculares, tratamiento psicológico y terapia ocupacional. Las víctimas y los funcionarios se enteraron de su existencia por la televisión.
La Unidad de Trauma Ocular del Hospital del Salvador fue la sede central donde llegaron los heridos durante las protestas, un lugar muy traumático para muchos. Allí mismo se ubicó la sede del PIRO, hasta que los pacientes protestaron pidiendo una sede propia que los considerara como víctimas de violencia de Estado. Gustavo Gatica recuerda que esperó largamente junto a un hombre esposado, custodiado por gendarmes, al que le habían enterrado un punzón en la cárcel. Marta Valdés dice que quisieron cobrarle la consulta porque nadie en el hospital sabía nada sobre el programa. Diego Foppiano dejó el medicamento, nadie lo controló. En 2022, la Contraloría inició una investigación al programa por 150 000 dólares sin destino declarado.
El PIRO no respondió a ninguna solicitud de entrevista para este artículo. Según los datos obtenidos a través de la Ley de Transparencia, 399 personas, de todas las regiones, fueron atendidas, y hasta agosto de 2022 solo prestó servicios en la comuna de Providencia, Santiago. Su ubicación es uno de los grandes reclamos de las víctimas que viajaban desde todo Chile. El grueso de los pacientes pertenece a un rango etario de entre los dieciocho y los treinta años, pero al menos veinticinco de ellos son menores de edad. El PIRO contaba con uno, y en pocos casos dos especialistas, en cada materia, para todos los pacientes.
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A dos años del estallido social, en diciembre de 2021, Gabriel Boric fue electo presidente de Chile. A sus 35 años, superó al candidato José Antonio Kast —un político de la derecha radical, abiertamente pinochetista— y se convirtió en el presidente más joven y votado de la historia. Su gobierno está discutiendo una agenda de reforma a las policías, aun sin novedades, a través de una comisión que depende del Ministerio del Interior, cuyos objetivos, dicen, serán la subordinación a la autoridad civil, enfoque de género, enfoque de derechos humanos, transparencia y eficacia policial.
Boric también anunció el Plan de Acompañamiento y Cuidado a Personas Víctimas de Trauma Ocular (PACTO), que reemplaza al PIRO y que, al menos en los libros, resume las demandas que los sobrevivientes reclaman. Es decir: un programa vitalicio que funcione en todo Chile, que incluya entrenamiento en derechos humanos para el personal, el cuidado del ojo dañado y también del ojo sano, y una atención psicológica que contemple una interconsulta en caso de que el daño sea tan grave que el programa no sea capaz de contenerlo. Ese fue el caso de otras víctimas de trauma ocular, como Patricio Pardo, un joven de Valparaíso que se suicidó en el verano de 2022 después de un cuadro depresivo. O de Carlos Puebla, un obrero que, un año posterior a la agresión que le quitó un globo ocular, intentó quitarse la vida en su casa de Renca, una de las comunas más pobres de Santiago, pero fue descubierto por su hijo a tiempo para salvarlo.
Carlos Puebla, de 49 años, es obrero de la construcción y durante la pandemia, que empezó unos meses después de la agresión, sobrevivió vendiendo aceitunas en las ferias. Por la mutilación de su ojo no debería trabajar en altura ni cargando peso, pero empezó pronto a hacerlo porque es su único sustento.
—Mañana cumplo un año del día que me dispararon, fue el 24 de octubre, estoy de cumpleaños, así que si me veís me tenís que saludar —se ríe Carlos Puebla, cuando lo llamo por teléfono, tras un año de nuestra primera entrevista—. Ya no tengo esa depresión que tenía al principio, estaba mal, necesité unas pastillas y me las tomé todas, quería puro morirme. Me intenté matar en marzo, abril, o parece que fue después. Fui a parar al psiquiátrico. Estaba triste por todo en general, y estaba sin trabajo, desesperado. Me dio depresión, quería puro matarme. Ahora estoy bien, lo asumí, mis hijos me necesitan, están chicos, tirar pa’ arriba nomás, qué va a ser.
Para el verano de 2022, la última vez que hablamos en su casa, una construcción pequeña con dos ambientes separados por cortinas, Carlos Puebla había abandonado el PIRO porque no lo llamaban, o porque él había perdido el número, o porque simplemente no quiso seguir.
Pensando, quizás, en casos como ese, el PACTO promete hacer una búsqueda activa de los pacientes. A la Universidad de Chile, una de las entidades que ofrecieron prótesis a las víctimas antes que el Estado se hiciera cargo, le ha llamado la atención la reluctancia de las víctimas a ser visibles o a buscar ayuda, y a pesar de las bondades del programa que ellos montaron —pionero, gratuito—, solo acudieron cuarenta personas. Es uno de los motivos por los que no es posible conocer cuántas víctimas hay en realidad.
—Nos llamó mucho la atención eso: si bien muchos nos llamaron, nos preguntaron, pocos vinieron —dice Gonzalo Rojas, coordinador del programa—. Producto de eso, empezamos un proyecto de investigación porque queremos saber cuál es el impacto integral de las personas después de esto. Es un tipo de victimización muy compleja, porque quien te agrede es un agente que está destinado a protegerte.
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—Bueno, y con el ojo cada día es un nuevo mundo —dice Alejandro Muñoz, a quien todos llaman Charly, mientras levanta los platos de una mesa comunal—. Yo siento que de a poco estoy conociendo este mundo.
En febrero de 2022, Alejandro Muñoz, de 39 años, es una de las personas que intercalan turnos dentro de la toma del INDH, que algunas víctimas de trauma ocular, además de miembros de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios, la Coordinadora de Víctimas de Perdigones y la Organización de Familiares y Amigos de Presos Políticos, mantienen en toma desde hace siete meses. Ellos y otras organizaciones usan el espacio para armar reuniones y pintar lienzos, y como punto de partida para marchar.
—Yo no sé qué te han dicho los chiquillos, pero al menos yo te puedo decir que no estoy mal. Yo estoy bien. Y no uso prótesis ni voy al PIRO, estoy así. A mí me gusta que me vean sin mi ojo y, si me preguntan, yo les cuento. ¿Por qué estamos peleando? Por esto —dice Charly, en el segundo piso del INDH, una casona ubicada en el barrio de Providencia.
A Charly le gusta llevar el ojo así, como quedó después de que una bomba lacrimógena impactara directo en su rostro. Su banda, Anarkía Tropikal, ya se había hecho popular en las marchas de los estudiantes secundarios a principio de los años 2000. Su hit es gracioso y pegadizo: “Amor encapuchado entre llamas y balazos, / amor encapuchado de dos lumpen enamorados”. El día de octubre de 2019 en que Charly fue agredido, no estaba tocando con su banda, donde es el “figurín”, un performer, sino desactivando bombas lacrimógenas dentro de botellas de agua cortadas a la mitad. Esa era una de las labores de la llamada “primera línea”, un flujo espontáneo de personas, desconocidas entre sí, que protegía a los manifestantes de los enfrentamientos con la policía. La misión era caminar al frente para que los de atrás pudieran marchar. Las tareas incluían desactivar bombas —tomar los dispositivos con la mano y sumergirlos en agua antes de que pudieran expeler el gas irritante—, albergar a otros bajo escudos de lata, picar piedras y lanzarlas cuando los carros hidrantes arremetían.
Un auto quedó adentro de la toma del INDH y acumula polvo al sol del verano. Charly asegura que es de Sergio Micco, presidente del instituto. Las agrupaciones de la toma e incluso varios trabajadores del organismo han pedido su renuncia —cosa que sucederá cuatro meses después, en julio de 2022— y que con ello el instituto, un referente, reconozca que en Chile hubo violación a los derechos humanos.
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—Fue triste, pero cuando me dijeron que no, me calmé, descansé. Tenía como una obsesión, una obsesión terrible por ver —dice Nicole Kramm, fotógrafa que llegó hasta Filadelfia, Estados Unidos, para postular a un trasplante de retina, donde le respondieron que la suya, por la magnitud del daño, no era operable.
Nicole Kramm tiene 32 años y garbo de gato negro: mirada con gesto felino, piel tostada, pelo azabache que brilla al sol. Cuando supo que, tras recibir un perdigón de la policía la noche de Año Nuevo, había perdido la visión del ojo izquierdo de forma definitiva, quiso volver a encontrar algo de belleza en el mundo y reaprendió a usar su cámara Nikon fotografiando a otros sobrevivientes de trauma ocular. La sesión hizo parte de “Balas contra piedras”, su muestra fotográfica sobre el estallido social que fue premiada por la Unión de Reporteros Gráficos y Camarógrafos de Chile y que ha viajado por Europa.
—Todavía estoy aprendiendo. Hay un remanente visual que genera el ojo malo que a veces me hace ver doble, también hay un dolor de cabeza que estoy aprendiendo a omitir.
Fotoperiodista y corresponsal para medios extranjeros como Al Jazeera, Nicole Kramm capturó algunas imágenes que dieron vuelta al mundo durante las protestas de 2019: mujeres desnudas con carteles en las manos, turbas protestando en las puertas de los shoppings. En 2022 tiene un trabajo más administrativo: es asesora de comunicación de Fabiola Campillai, la mujer que quedó ciega, sin gusto, sin olfato y con la cara desfigurada por una bomba de la policía, electa como senadora con la primera mayoría nacional. También trabaja en el Ministerio de Justicia coordinando encuentros en la Mesa de Reparación para las víctimas de violencia policial del estallido social.
—Este trabajo es importante y es por una razón, pero no te diría que es lo que me hace feliz. Yo como reportera estaba en todas, donde las papas queman, pero nunca volví a la calle con la seguridad que tenía —dice Nicole Kramm.
En la noche de Año Nuevo que abría el año 2020, después de dos meses de protestas, no hubo marchas ni enfrentamientos en Santiago, sino una impresionante fiesta comunal en el centro de la ciudad. Se montaron escenarios, se cocinaron arroces, pollos, ensaladas, y se sirvieron en una mesa larguísima organizada por nadie, por todos. Ese Año Nuevo fue espontáneo, anárquico, y Nicole Kramm había ido con sus amigos para sacar fotos de la vigilia. Recuerda que el clima era festivo y la turba permanecía en una calma celebratoria. En general, que la policía esté totalmente ausente no es buena señal. Quienes protestan le llaman a eso “piquetes” o “encerronas”, una estrategia para disolver las concentraciones. La policía “se acuartela”, desaparece, y da la impresión de que todo está en paz.
Durante ese tiempo se pliegan alrededor, por calles aledañas, y en un momento clave atacan hacia el centro como en estampida. Los que pueden escapan, y a quienes no lo logran no les queda otra que amontonarse al centro violenta, peligrosamente. La estrategia siempre es separarse del grupo, huir por las diagonales, no escapar juntos. Cuando Nicole Kramm vio la encerrona —imprevisible, no había marcha, solo celebración— ya era tarde. Sintió el impacto de la bala en la cara y cayó al suelo. La primera persona que la abrazó ese Año Nuevo fue un paramédico voluntario que la arrastró a la vereda.
En la carpeta de Nicole Kramm se agregaron cuatro testigos en 2020, pero no tuvo noticias de su caso hasta junio de 2022, cuando se enteró de que habían sido llamados a declarar. Eso le dio esperanza, aunque los testigos son apenas los transeúntes que la ayudaron: no hay carabineros aún identificados en su caso, ni nadie del cuerpo policial llamado a testificar. La noticia de la reactivación de las investigaciones, muy postergadas durante el gobierno de Sebastián Piñera, llegó también junto con el PACTO de Gabriel Boric.
—No estoy contenta, nunca estoy contenta. Le cambiaron el nombre, OK, vamos a ver cómo funciona cuando se implemente. Y la justicia para mí ya no llegó, la justicia que tarda no es justicia, pero igualmente el Estado debe reparar, y si tan caro le sale, bueno, que garantice la no repetición —dice Nicole Kramm.
En el Chile pospandémico y posestallido social, la Constitución de Pinochet quedó ratificada por votación popular. En la plaza donde se concentraron las movilizaciones no hay pasto, no hay flores, en su centro no está la estatua de Baquedano, el soldado que le daba su nombre, y la boca del metro que lleva hasta allí está cerrada. Ahora es un memorial espontáneo: grafitis, murales, altares para los muertos.
En octubre de 2022, Patricio Maturana, el carabinero que le disparó a la senadora Fabiola Campillai, fue encontrado culpable por apremios ilegítimos con resultado de lesiones graves gravísimas, una subclasificación de situaciones de violencia policial que contempla la mutilación. La pena fue de doce años de cárcel y a la comunidad de víctimas le parece poco, pero esperan que ese caso emblemático siente algún precedente. Días antes de la lectura de la sentencia se anunció que el carabinero, que hasta el momento había permanecido en silencio y en prisión domiciliaria, daría una entrevista. En esa entrevista, que se difundió el 4 de octubre como un espectáculo del prime time, Maturana dijo que no pedirá perdón porque es inocente.
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