El público le devuelve una ovación y él continúa.
Entre aplausos, mientras la pantalla se funde a negro unos instantes, VJ Jingo anuncia el menú de la noche.
—Esta noche, damas y caballeros, prepárense para disfrutar de la película de Hollywood La torre oscura, con las estrellas Idris Elba y Matthew McConaughey.
En la puerta del bar, un puñado de jóvenes se apresura a pagar la entrada y un niño tira una piedra a un perro flaco entrometido, que gime exageradamente y se escabulle entre las sombras. Desde la entrada, entre las chabolas de chapa y tejados de zinc, se ve en el horizonte la ciudad de Kampala. Las miles de luces de la capital de Uganda centellean a lo lejos, ajenas a la forma en que la magia del cine se cuela, una noche más, en el hogar de los humildes.
El hechizo sería imposible sin los videojockeys. Como apenas hay producción local de películas en Uganda, y muchos habitantes de los barrios pobres no saben inglés o francés, los idiomas más frecuentes de las cintas extranjeras que llegan a las pantallas, ha surgido en el país una solución imaginativa: un sistema de doblaje artesanal de películas al luganda, suajili o el idioma mayoritario de cada gueto. Los videojockeys o VJ (se pronuncia “viyei”, a imitación de la abreviatura DJ para discjockey) traducen de carrerilla todos los personajes de una misma película, siempre pirateada, y le añaden pimienta. Durante los diálogos, los VJ bajan el volumen del filme, cambian el tono de voz según el actor, aportan contexto sobre lo que ocurre en la pantalla y explican bromas. El espectáculo triunfa en los barrios modestos de Uganda y se ha exportado a otros países de la región porque es divertido y porque también sortea las dificultades de subtitular los filmes como alternativa, un sistema costoso y una solución relativa en un país donde el 21.6% de la población no sabe leer ni escribir, según datos de 2016 del Banco Mundial. Y tampoco sería una solución para el espectador instruido. Habitualmente las películas se exhiben en cines-chabola muy precarios y abarrotados, con pantallas pequeñas y con mala definición, donde es prácticamente imposible seguir los subtítulos.
***
Los VJ dan una alternativa a tantos obstáculos, hacen bandera de un estilo propio, más burlón, intelectual o almibarado, e incluso defienden un nicho: hay VJ famosos por sus doblajes de filmes de acción, otros tienen una legión de fans por cómo traducen películas románticas o comedias y hay especialistas en cine nigeriano o los últimos éxitos de Bollywood, la industria de cine de la India. No sólo viven de las actuaciones en directo. En las calles de Uganda, Tanzania, Kenia o Sudán del sur se venden sin parar copias pirata con el doblaje de los VJ más famosos del país de los clásicos de acción de Hollywood —triunfan la saga de Rambo, Robocop o la filmografía completa de Chuck Norris o Jackie Chan—, o los últimos estrenos de la cartelera mundial.
Mientras la creciente clase media de África disfruta de salas de cines al uso en centros comerciales, millones de africanos de bolsillo ligero combaten el aburrimiento y la pobreza con un cóctel de imaginación, improvisación e innovación. Porque describir a los VJ simplemente como traductores o dobladores es quedarse corto. Son los últimos herederos de la centenaria tradición oral del continente africano, griots de la modernidad. Estrellas de extrarradio, astros con glamour canalla, y una puerta de acceso al mundo del cine para las clases más bajas. Llevan Hollywood a casa de los desheredados. Y son, por encima de todo, hombres-espectáculo.
A los diez minutos de película, a VJ Jingo le caen chorros de sudor por la cara y tiene la frente y el bigote empapados. Sostiene el micrófono pegado a sus labios mientras dobla la escena y mira de reojo la reacción del público. Cuando no gesticula teatralmente con la mano libre, controla los botones de la mesa de sonido para bajar abruptamente el volumen durante los diálogos e intercalar sus traducciones. El sistema es básico pero eficaz: aún con el hilo de la voz original del filme de fondo, él inserta a toda velocidad su traducción al luganda y hace bromas para mantener al público enganchado. Grita, ríe, dramatiza los silencios. Cuando la escena en la pantalla anuncia misterio, VJ Jingo baja la voz y susurra al micrófono para acrecentar el ambiente de tensión. En un momento del filme, cuando el niño protagonista entra en una casa abandonada, cuela un proverbio africano, se burla de un espectador de la primera fila que ni pestañea y se inventa un diálogo en la cabeza del chico mientras éste avanza en silencio por un pasillo oscuro.
—¿Qué demonios estoy haciendo?
—Me voy a meter en un lío, ¿lo sé, verdad?
—Mmmm, ¿por qué no me voy a casa?
El público aguanta el aliento y VJ Jingo finge terror, simula comerse las uñas de la mano libre y exagera su sorpresa por el hecho de que los niños blancos también se metan en líos, como los niños negros. El público se muere de risa.
VJ Jingo es el videojockey más famoso de Uganda. Después de treinta años en el negocio, tiene imitadores, una legión de fans y realiza una decena de espectáculos en directo al mes. Calcula que ha doblado miles de películas, pero no lleva la cuenta exacta.
—Traduzco de lunes a viernes una película al día, a veces dos. He trabajado mucho en mi vida. A veces me ayudaban mi mujer y mis hijos, toda la noche en vela para grabar. Los clásicos de más éxito los he traducido varias veces, en épocas diferentes, porque a la gente le gustan y las vuelve a comprar.
A sus 46 años, Jingo conserva la picaresca y el descaro de los que han crecido como él en los márgenes de la Entebbe Road, la carretera que conecta la ciudad con el aeropuerto. De niño vendía cerveza y comida en la calle para salir adelante, hasta que el destino lo cruzó con VJ KK (pronunciado kéké), considerado hoy uno de los precursores del movimiento vj en África Oriental en la década de 1970. Como era hábil con el lápiz, Jingo le alquiló a VJ KK su talento para dibujar las carátulas de sus espectáculos. Y así surgió su oportunidad. Un día en que a VJ KK le ofrecieron dos espectáculos en vivo el mismo día y a la misma hora, le propuso hacer uno a aquel adolescente desvergonzado. Por poco no le echan a patadas nada más llegar.
—Yo era muy joven y tenía la voz aflautada, así que la gente empezó a protestar. Había 450 personas que querían ver a VJ KK, no a mí. Se montó una buena. Incluso me tiraron vasos de plástico. Pero cuando empezó la película Robocop y empecé a actuar, fue algo mágico. El público empezó a reírse y salí ovacionado. Incluso me escoltaron con coches hasta mi hostal y mi jefe me pagó el doble. Fue como si estuviera en el paraíso.
Desde aquel día, VJ Jingo no ha parado de traducir filmes. Con los años compró un video hall, un local donde alquilaba sus películas y también ofrecía shows en vivo, y empezó a grabar y vender películas dobladas con un estilo propio. Fue un éxito absoluto. Vendió cientos de películas pirateadas en pocos días y empezó a hacerse un nombre en el sector. En el año 2007 le llegó el reconocimiento oficial. El Amakula Festival, el certamen de cine independiente más antiguo del país, organizó una competición de VJ a la que acudieron los mejores especialistas. VJ Jingo se alzó con el primer premio —un televisor y un dvd— y se consagró como el mejor. Pese al éxito, para él no se trata sólo de un modo de ganarse la vida.
—Ser vj significa entretener, educar y acercar el cine a la gente. Somos artistas. La mayoría de nuestra gente no ha ido a la escuela y no sabe inglés. Al traducirlas, llevo las películas del mundo a sus casas para que las entiendan y puedan disfrutarlas.
Como se educó en la calle, sabe del poder de influencia de los referentes sociales y de la televisión. Por eso, dice, intenta subrayar las enseñanzas de cada filme.
—Yo he estado ahí. Sé los riesgos de estar todo el día en la calle, por eso me gusta traducir películas con un mensaje sencillo: no importa lo listo que te creas, si eres un mal tipo, acabarás perdiendo. En las películas de Hollywood siempre pasa eso: los malos siempre pierden.
Bárbara Kayla, la primera VJ semiprofessional del país (con 17 años), retratada en un aula de su colegio, College Matugga.
El amor por la profesión y por el cine de VJ Jingo ha tenido recompensa. Gracias a la venta de copias pirata y a sus actuaciones, pudo comprar una casa de dos plantas a tiro de piedra del hogar donde creció. El edificio, rodeado de un muro de ladrillo y cemento, tiene en el frente un pequeño jardín, y hay ropa colgada en las ramas de un árbol frutero. Hay dos mantas que imitan la piel de un leopardo puestas al sol sobre la hierba. VJ Jingo insiste en que visitemos su casa apenas unas horas antes del show que dará esa noche y, aunque la casa es vieja y le falta una buena mano de pintura, se nota que para él es una victoria.
—Todas las cosas que tengo, mi casa, mi primer coche, el material de grabación, absolutamente todo lo he conseguido gracias a la venta de películas.
Como aún queda un rato para la actuación, propone ir a dar una vuelta a la orilla del lago Victoria y, nada más llegar, recibe un aluvión de cariño popular. Varios vecinos lo reconocen y un pescador deja de zurcir una red en cuanto lo ve y se acerca a darle la mano.
—¡Eres el mejor, señor Jingo; eres el mejor!
Él le corresponde con un fuerte apretón de manos y lo invita a verlo a su show de más tarde.
—Es bonito ser famoso. Ésta es mi gente. En los barrios ricos no me conocen, pero aquí sí; para mí es un orgullo.
Más allá del fervor por el cine en las barriadas populares, para comprender la magnitud del fenómeno VJ hay que bajar unas escaleras mugrientas en el centro comercial del CBD de Kampala. Es mediodía y los cláxones del embotellamiento diario se desvanecen a medida que se descienden pisos en un revoltijo de tiendas y almacenes. Tras dejar atrás negocios de ropa, de electrónica, de placas solares, de móviles y de recambios de bicicleta, se abre, frente a una farmacia tradicional, la tienda b24, el corazón del pequeño imperio de vj Jingo. Aquí, bajo un letrero con su rostro, está el videoclub de la familia, donde cada semana se graban cientos de copias pirata para distribuirlas a videoclubs o cines-chabola en el resto del país. No es un palacio, exactamente. La tienda es pequeña, las paredes están cubiertas de pósters de películas de todo pelaje, desde Pretty Woman a Desperado o Fast and Furious, y en un televisor un chico musculado experto en artes marciales reparte gritos y trompadas a media docena de tipos que caen a plomo al suelo uno detrás de otro. La pared del fondo está cubierta por un póster enorme donde VJ Jingo, en el centro de la imagen, aparece rodeado, gracias a un photoshop bastante burdo, de actores como Jackie Chan, Arnold Schwarzenegger, Clive Owen y otras estrellas de puñetazo rápido. Justo debajo está la joya de la tienda: una torre duplicadora de cd.
El veinteañero VJ Jingo Júnior, que ha adoptado el nombre de su padre para abrirse camino en el negocio, lleva el día a día de la tienda junto a dos amigos.
—Siempre tenemos la duplicadora encendida, día y noche. Bajamos las películas por internet y, cuando mi padre graba la voz, colocamos el sonido en el filme y hacemos las copias. Si nos piden un encargo, lo tenemos listo en cinco minutos.
Cada semana venden entre seiscientas y mil copias piratas de filmes traducidos por VJ Jingo. A menudo, cuando se les acaban los CD vírgenes, piden a los clientes que traigan uno ellos mismos y graban encima. El negocio marcha pero tiene alma humilde, así que no mueve cifras millonarias. Una copia pirata traducida para ver en casa se vende entre 18 céntimos de dólar y un dólar, según se trate de un estreno de cartelera o no. Desde hace un par de años, también han empezado a doblar y vender capítulos de series como Juego de Tronos y las venden por temporadas completas.
—Este negocio da para vivir —explica Júnior— pero sobre todo porque si te haces popular te invitan a shows en vivo y atrae a sponsors.
Su padre tiene cuatro patrocinadores —los anuncios amateurs que emite siempre antes de la película—, un camión con su imagen para transportar el equipo de sus actuaciones, y da empleo, fijo o eventual, hasta a quince personas.
Antes de empezar su carrera como músico, VJ Michael era peluquero. En la fotografía, antes de iniciar su actuación en la sala Florida del barrio Kaguma.
Júnior admite que no todo es transparente en un negocio que se sustenta en el pirateo a degüello de películas. Y mira para otro lado cuando se le pregunta por los derechos de autor.
—Las autoridades nos dejan en paz. Sé que no es del todo legal piratear las películas, pero mientras paguemos los impuestos de la tienda, no nos dicen nada.
Cuando se pone encima de la mesa la cuestión de la legalidad, Júnior repite el mismo mantra de su padre.
—Su trabajo da empleo a mucha gente. Desde el dueño de cines-chabola que emite sus películas y cobra entrada para verlas a nosotros mismos. En Uganda hace falta crear trabajo.
Al señalar a la necesidad, Júnior se ampara en un argumento indiscutible. En los barrios humildes donde triunfan los VJ, tener trabajo es una rareza. Según un estudio de la Organización Internacional de las Migraciones, sólo el 12% de los habitantes de los barrios chabolistas de Uganda tienen un empleo formal, mientras que un 32% se autoemplea en pequeños negocios, sobre todo en la venta de comida en puestos callejeros o ejerciendo de moto-taxi. Otra opción extendida es vender en la calle películas pirateadas de los mejores VJ.
En la barriada de Kamwokya, al noreste de la ciudad, Mazima Patrick se frota las manos cuando escucha la palabra VJ. Encargado de un cine chabola desde hace siete años, da fe de que el fenómeno vive un buen momento. Su local está enclavado entre dos edificios de madera junto a la calle asfaltada principal que atraviesa el barrio y es de proporciones modestas. Apenas un rectángulo de quince metros forrado de tablones de madera y cubierto de un tejado de uralita. En la puerta, una pizarra anuncia la agenda del día: la película 6 balas, de Jean-Claude Van Damme, doblada por VJ Muja. Justo después, en las horas de más calor del día, emiten los clásicos Braveheart y Titanic en oferta: sólo 10 céntimos de dólar por película.
La instalación es sencilla. Dentro del cine-chabola, sin luz artificial, hay una hilera de bancos de madera situados frente a un pequeño televisor y un amplificador. La película ha congregado a un aforo considerable y Patrick está satisfecho: ha vendido casi treinta entradas. El volumen del filme es tan ensordecedor que es imposible mantener una conversación en el interior del recinto, así que invita a sentarse en la silla de plástico junto a la entrada, que hace las veces de taquilla. Aún así hay que elevar la voz. Por las rendijas de las paredes de madera se escapa una macedonia de tiros y maldiciones y el público aplaude la más que probable victoria de Van Damme. Patrick sonríe. Para él, la mayor oferta de dvd piratas, sumada a las pocas alternativas culturales o de ocio en los barrios pobres han convertido a los cines-chabola en un refugio rentable. También porque dan cobijo ante la oscuridad. Como Uganda tiene una de las peores redes eléctricas de África y sólo un 14% de la población urbana tiene acceso a la luz en sus casas, para muchos vecinos ir a locales como el de Patrick es la única opción de disfrutar de una película.
—Cada vez viene más gente. A veces casi cien para ver una sola sesión.
Él combina películas dobladas por los VJ más famosos del país con una apuesta segura: los partidos de fútbol.
—Cada día hacemos una caja de al menos 40 000 chelines (12 dólares), pero los fines de semana o cuando hay partidos importantes como un Manchester-Chelsea o un Barça-Madrid, la caja puede ser de 60 000 o 70 000 (18-22 dólares) fácilmente.
A esa cantidad, se suman los beneficios por la venta de cervezas, refrescos o golosinas. Unas cifras nada desdeñables en contextos donde el desempleo es una epidemia y donde ni siquiera tener un trabajo salva de la pobreza: más de la mitad de quienes tienen un empleo formal o informal en los barrios humildes ganan menos de 27 dólares al mes, según el informe Strengthening Social Cohesion and Stability in Slum Populations (Uganda, 2018).
Patrick no se conforma: para hacer aún más caja, ha decidido ofrecer en su cine películas de dibujos animados por las mañanas de los días festivos —“para los niños, pero de momento vienen pocos”—, también dobladas por los vj y, baja la voz para admitirlo, filmes para adultos en algunas madrugadas. Estos últimos, aclara, no necesitan doblaje.
El éxito de esta traducción con aroma casero se extiende incluso entre quienes no necesitarían traducción. El joven Michale Kakooza, que vende tarjetas de móvil y recargas en un puesto callejero a dos calles del cine de Patrick para pagarse los estudios, rechaza que todos los espectadores se acerquen a ver las películas traducidas por los videojockeys por necesidad. Él mismo lo hace por puro divertimento.
Los suburbios alrededor de Kampala son el escenario perfecto para los VJ. Sus habitantes no pueden ir a un cine normal y tampoco entenderían las películas que no están dobladas.
—Yo sé inglés, pero hay algunas películas que son más divertidas cuando las dobla un VJ, me gusta verlas traducidas.
Pone como ejemplo el filme Los indestructibles 2 (también traducida en español como Los mercenarios), una película testosterónica y protagonizada por una ensalada de tipos duros de Hollywood, desde Sylvester Stallone, Chuck Norris y Bruce Willis, a Jean Claude Van Damme, Jason Statham y Arnold Schwarzenegger.
—Es una película sin sentido, bastante mala, la verdad, pero si la ves doblada por VJ Jingo te ríes un montón. Pone voces y motes a cada personaje.
Aunque su economía de estudiante es estrecha, Kakooza va cada vez que puede al cine-chabola del barrio o alquila películas en un videoclub cerca de su casa. Él ya tiene calados a los vj según sus habilidades.
—Para mí, VJ Jingo es el mejor en películas de acción, pero VJ Júnior es imbatible en las románticas o más serias. Me gustan los dos, pero según la película escojo una traducción u otra.
El fervor ugandés por el cine fue clave para que los primeros videojockeys o traductores en vivo surgieran en este pequeño país, del tamaño de Ecuador y superpoblado hasta los casi 41 millones de habitantes. Un estudio del antropólogo Matthias Krings, experto en cultura popular africana de la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz, sitúa en suelo ugandés los orígenes de la interpretación de películas en directo. También su evolución: primero surgió como traducción simultánea en vivo y después, con el auge del vhs y del dvd, se sumó el negocio del alquiler o venta de películas pirateadas con el sello de cada VJ. Este arte ha cruzado fronteras y se ha expandido a países vecinos del este africano, pero en Uganda, donde se hablan más de cuarenta lenguas, ha echado raíces: hay más de 300 videojockeys e incontables salones de video o cines-chabola repartidos por todo el territorio.
En la barriada de Kauku, a las afueras de Kampala, el cine-chabola Kg Videoz, el más grande de la zona, demuestra que el fenómeno tiene cuerda para rato. La sala está a reventar. Bajo un techo de chapa y vigas torcidas hay más de cien personas (la mayoría hombres) apretujadas en bancos de madera, en completa oscuridad y atentos a dos pantallas a la vez: en uno de los televisores, sin voz, el Southampton empata contra el Newcastle, y en el otro, con el volumen al máximo, se emite La guerra del planeta de los simios con el doblaje pregrabado de vj Jovan. Aunque no lleva mucho en el oficio, ya es un videojockey popular en el barrio. Antes era barbero, pero siempre tuvo el sueño de dedicarse a la música, y en 2011 empezó a traducir películas. Para él no es tan diferente.
—Este trabajo es como ser músico o DJ. Tienes que conectar con el público, estar atento a su reacción y saber improvisar o cambiar de tono cuando es necesario.
Jovan se dedica al oficio con tesón. Antes de grabar o actuar en directo ve la película al menos dos veces, escribe un pequeño guion con bromas o palabras clave y ensaya. Si el tema del filme es complejo —“sobre todo en las de ciencia ficción”—, se documenta para poder explicar el contexto a los espectadores. Luego, ya en tema, improvisa. Trabaja por sus dos hijos, dice, y lo hace a destajo. Además de tres o cuatro actuaciones los fines de semana, de lunes a viernes Jovan graba dos películas diarias para vender las copias. Para escogerlas se basa en el instinto:
—Más o menos ya tengo una idea del tipo de películas que gustan a mi público. Luego, si aparece un éxito inesperado y la gente me lo pide, la doblo lo antes posible.
Entre las chicas, dice, triunfan los clásicos románticos, y entre los chicos las de acción y muchos tiros. El negocio le va bien y lo demuestra con el porte: viste una camisa amarilla nueva y sus zapatos negros son tan relucientes que destacan en las calles de barro de Kauku. VJ Jovan dice que podría marcharse a otro barrio mejor, pero no quiere. Pertenece a esas calles irregulares de chabolas a cada lado, de niños descalzos y de hombres tambaleantes que apestan a waragi, un alcohol barato de banana fermentada. Él se hizo VJ para los suyos.
—Intento hacer reír a la gente. Quiero que se olvide de sus problemas y disfrute; yo en este trabajo pongo corazón.
Hasta ahora, el mundo del videojockey ha sido territorio masculino, pero soplan vientos de cambio. Y llevan uniforme. A simple vista, el College Matugga, una escuela-internado, no parece un terreno abonado para nuevos vj. Los chicos llevan camisa y corbata, y las chicas, una falda escrupulosamente plisada. Pero en cuanto la directora del centro escucha la palabra “VJ”, sabe a quién se ha ido a buscar: a Bárbara Kyalayo.
Tras unos minutos de espera, aparece en el patio del colegio acompañada por dos amigas y se sienta en un banco de piedra para charlar. Al principio simula timidez, pero en seguida se ve que va de farol. A sus diecisiete años, VJ Bárbara está considerada la primera videojockey semiprofesional del país. Al menos así la presentaron en su debut oficial, en noviembre de 2016.
—Estaba aterrorizada, muy nerviosa. El público se volvió loco y me sentí muy feliz mientras hacía mi espectáculo. Al final sentí alegría y alivio. La reacción de la gente, wow, fue genial.
VJ Bárbara tiene el pelo corto, cruza los brazos al hablar y exhibe una determinación de hierro. No sólo quiere ser VJ: también quiere tener su propio estudio de grabación y —se ruboriza al decirlo— “construir algo desde el inicio”.
Tiene un secreto para conseguirlo: leer. Lee a todas horas para, dice, tener un vocabulario amplio, aclarar las ideas y poder reaccionar rápido si se pone nerviosa en el escenario.
En la barriada de Kauku VJ Javan. Ahora realiza varios shows en directo a la semana, tiene ya cinco patrocinadores y vende más de 1000 copias piratas semanales.
—Desde pequeña me he fijado en lo que hacen los otros videojockeys. VJ Júnior o VJ Jingo son mis referentes.
VJ Bárbara acaba de empezar su carrera pero tiene una ventaja respecto a los VJ más experimentados: su edad. En un país donde el 69% de la población tiene menos de 24 años, su juventud le permite conectar más fácilmente con un público con el que comparte generación. Ella, además, tiene la suerte de que en casa ven con buenos ojos su pasión. Su madre la apoya porque sigue sacando buenas notas y porque da un empujón a la economía familiar. Con sus dos o tres actuaciones cada fin de semana —y algunas más durante los parones vacacionales—, VJ Bárbara se ha pagado la matrícula escolar. La entrada a su show varía de precio según el poder económico del barrio donde actúe, pero normalmente recibe 20 000 chelines ugandeses, unos seis dólares, por cada espectáculo. A veces comparte escenario con un amigo, VJ Don, y se reparten los roles masculinos y femeninos del filme. Algunos colegas de oficio tuercen el gesto por la irrupción femenina en el sector, pero ella no se deja amilanar.
—Me siento muy orgullosa de ser vj chica porque ya hay muchos hombres. Ojalá mi trabajo sirva de ejemplo. Para avanzar no hay que escuchar las críticas, hay que trabajar duro. Hay que ser humilde, mirar a los ojos a la gente, observar y leer mucho.
No muy lejos del College Matugga, en el barrio de Kaguma, está el Florida, un cine-chabola gestionado por VJ Allan y VJ Michael, dos peluqueros que ahora se ganan la vida con las películas. No les va tan bien. Hace un mes se les estropeó el ordenador con el que se bajaban las películas y ya no pueden grabar nuevos estrenos.
—El micrófono tampoco va muy bien —admite Allan—; era muy viejo.
El Florida está en un callejón de tierra, justo detrás de una tienda donde se venden huevos frescos, tortas de maíz y bebidas frías. Suena música alta a lo lejos y, apoyada en el alféizar de una ventana cercana, una chica usa la cámara del móvil para retocarse el maquillaje. Sentados en un banco frente al negocio, Allan y Michael recuerdan cuando, de pequeños, veían juntos películas dobladas por los VJ y soñaban con convertirse en uno de ellos. Lo han conseguido a medias.
—Hemos traducido más de mil películas —dice Michael— pero no vale para mucho. Me gustaría hacer de vj mucho tiempo, pero necesitas inversión para tener recompensa.
Calcula que para comprar material nuevo deberían gastarse unos mil dólares y la cifra está fuera de su alcance. Después de la charla, proponen ir a dar una vuelta por el barrio. Suben a buen ritmo por una cuesta de tierra y cuando llegan al punto más alto, Allan gira para observar las casas que se desparraman a sus pies. De la mayoría de techos, casi todos de hojalata, salen columnas de humo, anuncio de una cena próxima, y en mitad de la calle más ancha hay un grupo de niños jugando a fútbol. Desde allí arriba, el tejado de uralita del cine Florida no se diferencia de los demás.