Shirin (2008)
La carrera cinematográfica de Kiarostami –iniciada desde antes de la Revolución de 1979– no comenzó en un estudio de cine, sino en una escuela: el Instituto para el Desarrollo Intelectual de los Niños y Jóvenes Adultos de Teherán. En los orígenes de su cine, a sus 30 años, Kiarostami probablemente ya concebía el mundo de los niños como uno extraño, sin embargo, pocos cineastas han abordado las historias de la infancia con la candidez y el asombro con que él lo hizo.
En su primera incursión, El pan y la calle (1970), un perro callejero trastoca el universo de un niño; en El viajero (1974) lo hace un partido de futbol; en Un traje de boda (1976) un atuendo formal. Estas historias nimias que Kiarostami desarrolló durante su etapa en el Instituto –convertido entonces en una auténtica empresa de cine– deben mucho a Los 400 golpes (1959) de Truffaut y a Ladrones de bicicletas (1948) de De Sica, y cimentarían el camino para otros realizadores iraníes como Mohsen Makhmalbaf.
«Abbas Kiarostami, quizás el cineasta más reconocido de Irán, desarrolló durante 46 años de carrera un cuerpo de trabajo bellísimo que no se limitó al cine y cuyo impacto resulta hoy inconmensurable».
En gran medida, el cine de Kiarostami es un continuo conflicto con la representación. Así como Godard –que tanto lo admiraba– se preguntó en Ici et ailleurs (1976) cómo podría pretender hablar de lo que sucedía allá (Palestina) estando acá (Francia), Kiarostami se preguntó: ¿Cómo representar al otro? ¿Cómo mostrar a los niños, los pueblos, las clases sociales? ¿Cómo acercarse a la infinita tristeza de quienes nacieron parias? El recalcitrante cuestionamiento revela un tema importante en la obra del cineasta: el de las variaciones, la idea –expresada por él en varias ocasiones– de que el artista entrega una y otra vez la misma obra.
En cuanto a la respuesta, Kiarostami entendió pronto lo mismo que Brecht: entre quien observa y lo observado hay una infranqueable barrera y si el cine es una “ventana al mundo” –como dijera André Bazin– esa ventana no deja de separar mediante su cristal. Esta condición ilusoria del cine puede pesar como una condena ineludible, pero para Kiarostami su filmografía existe para cuestionarla, o en todo caso, para encontrar formas de burlarla momentáneamente.
Close Up (1990)
Esta preocupación por los mecanismos ocultos del cine es habitual en el cine del iraní y resulta natural: si no hay forma de escapar al engaño de las imágenes, quizás haciendo evidente el artificio es posible hallar trazas de la verdad. En la trilogía formada por ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), La vida y nada más (1992) y A través de los olivos (1994), Kiarostami regresa una y otra vez al poblado de Koker para observar los efectos de un devastador terremoto. El experimento, naturalmente, es una excusa para capturar la vida (“y nada más”) que se cuela entre los intersticios del cine.
En 1989 Kiarostami visita en la cárcel a Hossain Sabzian, quien enamorado de la película de Mohsen Makhmalbaf, El Ciclista (1987), se ha hecho pasar por su director y ha engañado a una familia de entusiastas del cine. En esa visita, Sabzian le pide a Kiarostami que haga una película sobre su sufrimiento. En esta historia, el cineasta iraní encuentra no solo la oportunidad para alejarse de las historias de niños, sino también la posibilidad de adentrarse en una aventura que, a pesar de los agravios que causó, es producto del amor desesperado hacia el arte: una disciplina bella, pero también una trampa de moscas. Close Up (1990), película que retrata a Sibzian en pleno juicio, es un largometraje en el que los personajes aparecen actuando de sí mismos, un juego de artificios, y quizás la más grande reflexión sobre el arte hecha por Kiarostami.
«Esta preocupación por los mecanismos ocultos del cine es habitual en el cine del iraní y resulta natural: si no hay forma de escapar al engaño de las imágenes, quizás haciendo evidente el artificio es posible hallar trazas de la verdad».
Hacer evidente el artificio es la forma que encuentra el director para hablar de las grietas que atraviesan a su país. En A través de los olivos, el joven Hossein, sin casa e iletrado, persigue incansablemente a Tahereh porque ha confundido una mirada de ella con enamoramiento. En la trilogía de Koker, El sabor de las cerezas (1997) y El viento nos llevará (1999), y de forma más presente en Ten (2002) y 10 on Ten (2004), el viaje en automóvil, recurso que aparece constantemente en el cine de Kiarostami, dibuja sobre el territorio iraní líneas casi caligráficas que pasan de ser metáforas del viaje interior a auténticos poemas gráficos sobre el terreno.
Si hay un velo que separa el mundo de la mirada, Kiarostami no quiere olvidar una parte fundamental de este intercambio: la persona que mira. En Shirin (2008), una de sus propuestas más radicales, la cámara se aleja de la acción cinematográfica y se posa en otro lado: en los rostros de las mujeres que acuden a la proyección de una adaptación al cine de “Khosrow y Shirin”, un poema épico del siglo XII. Conmovidas y gozosas, los rostros de las mujeres revelan el cine que la cámara de Kiarostami nos niega. Una vez más, la vida.
¿Dónde esta la casa de mi amigo? (1987)
Quizás, la cima de la búsqueda estética de Kiarostami sea Five (2003). Las 5 tomas largas que constituyen la película, dedicadas a Yasujiro Ozu, recuerdan a los famosos pillow-shots que servían de transición entre las secuencias de sus películas. En Five, el mar o unos perros en la playa aparecen ante nosotros como lo que son: mar y perros. En la inmovilidad de estos planos, tan abiertos que nos dejan buscando los detalles que delatarían lo que en apariencia son, fotografías, el entorno y los objetos que lo habitan se convierten en lo que Nathaniel Dorsky llamó «símbolos de sí-mismos”: imágenes tan concretas que, de pronto, la vida nos llega sin intermediarios. Toda su vida, Kiarostami quiso depurar su mirada hasta el punto de volverla transparente, aunque para ello tuviera que hacernos conscientes del cristal a través del cual miramos las cosas.