¿Esperas que el mundo te recuerde?
En su libro de memorias «1000 años de alegrías y penas», Ai Weiwei habla de su historia familiar y trayectoria artística, marcadas por la fama, la represión y el activismo.
“El arte acecha en las partes oscuras de la mente y a menudo lo encuentro donde otros no miran; para mí es tan sólido y auténtico como ese montón de fragmentos de loza”.
– Ai Weiwei
Lo curioso del libro de memorias de Ai WeiWei es que el artista no aparece realmente hasta la segunda mitad del libro. La primera parte es un recuento histórico de la vida de su padre, el poeta Ai Qing, quien con un lenguaje tan sencillo que parecía prosaico, plasmó en su obra las adversidades del pueblo chino durante gran parte del siglo XX. Una reivindicación de su nombre, de su vida, de su obra. La raíz de la rebelión plantada en la turbulenta existencia que tuvo a su lado; el dolor de su nombre mancillado durante muchos años, la reivindicación tardía.
En la década de 1930, el gobierno nacionalista chino encarceló a Ai Qing por participar en un grupo de estudio marxista. Fue ahí donde encontró su vocación. En la cárcel escribió su primer poema largo, titulado Dayanhe mi niñera, con el que alcanzó gran reconocimiento. A lo largo de su larga carrera como poeta Ai Qing siempre mantuvo los vínculos con su tierra y su pueblo, aunque terminó siendo recordado por criticar al gobierno de su país a través de su trabajo.
Ya en 1957, el año en que nació Ai Weiwei, Mao lanzó una campaña antiderecha que consistió en una purga de intelectuales, casi 300.000 personas fueron detenidas, la mayoría exiliadas. Ai Qing fue enviado a un lugar conocido como “la pequeña Siberia”, donde lo sometieron a trabajos forzados para impulsar su “remodelación política”, y su hijo de nueve años tuvo que acompañarlo. Pasó mucho tiempo antes de que, tras haber interrumpido su creación poética durante veinte años, Qing fuera exonerado en 1978, al término de Revolución Cultural de Mao.
“El remolino que se tragó a mi padre también cambió mi vida, dejándome una marca que llevo hasta el día de hoy”, escribe Ai Weiwei al inicio de sus memorias.
A lo largo de las páginas delinea a fondo la historia de su familia: la fama, la resistencia, la represión, el destierro y el encarcelamiento. Rastrea los eventos paralelos en la vida de su padre y sus propios enfrentamientos con la autoridad, que culminaron con su detención por tres meses en 2011 y posterior exilio a Europa en 2015.
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Ai Weiwei nació el 28 de agosto de 1957 en Pekín. Cursó estudios de cinematografía, aunque los abandonó para integrarse al colectivo de artistas Xingxing, que promovía la creación plástica desde el individualismo y la experimentación de vanguardia. Vivió en Nueva York, donde se sumergió en la contemporaneidad, conoció el arte pop, el minimalismo y el arte conceptual, corrientes que tienen gran influencia en su trabajo. A su regreso a China utilizó su obra, pero sobre todo su creciente fama, en la defensa de los derechos humanos en su país, enfrentándose al poder comunista. En 2010 su estudio fue demolido por el gobierno chino y un año después fue detenido, como antesala de su exilio.
Su arte, su lucha, tienen como fundamento la protesta contra la falta de libertad de expresión y el poder absoluto de un Estado sobre sus ciudadanos. Recientemente ArtReview lo nombró el artista más poderoso del mundo y buena parte de eso se explica en la segunda parte de su libro, donde resume sus éxitos artísticos y luchas sociales. La famosa fotografía de 1995, en la que aparece levantando el dedo medio en la plaza de Tiananmen, un emblema de la República Popular de China conocido a nivel mundial por haber sido el centro de las protestas organizadas por un movimiento prodemocracia que finalizó el 4 de junio de 1989 con la declaración de la ley marcial en Pekín por parte del gobierno y la muerte de, al menos, cientos o miles de manifestantes; sus enormes Cabezas del Zodiaco (2010); la colaboración en el diseño del estadio olímpico de Beijing con el despacho Herzog & de Meuron en 2008; su exitoso esfuerzo para llevar a 1.001 ciudadanos chinos a Documenta en 2007, en Kassel, Alemania, para su pieza “Fairytale”, que con una inversión de 3.1 millones de euros, fue la más costosa de la muestra.
También hace un recuento de la producción de una de sus obras más dolorosas: Straight, cuya traducción autorizada es: Derecho (a). Se trata de una instalación formada por 150 toneladas de acero en forma de varillas recuperadas de los edificios colapsados en el terremoto del 2008 en Sichuan, en el que murieron miles de niños y jóvenes. Ai Weiwei se dio a la tarea de investigar y publicar los nombres de cada una de las víctimas y dirigió al respecto un documental que tituló Investigación Ciudadana.
En su libro de memorias, la figura de los girasoles aparece una y otra vez. Desde un recuerdo de Mao Zedong flanqueado por hileras de esta flor amarilla o la imagen de un cuadro de Van Gogh en el fondo de una fotografía, hasta las 100 millones de semillas que formaron parte de una obra para la Tate Gallery en Reino Unido.
La flor que mira al sol en China simboliza una larga vida y buena suerte, pero también fue utilizada durante la Revolución de Mao como un ícono del nuevo régimen. La semilla está siempre presente en la cotidianidad de los chinos.
“En la comisión de la Tate Modern vi la oportunidad de poner a trabajar a una escala conceptual gigantesca estas pequeñas semillas que siempre habían sido parte del tejido de mi vida” —escribe— “Cuando yo era niño en China, teníamos pocas posesiones además de una cama, una estufa y una mesa. Pero incluso en nuestros días más oscuros, bien podríamos haber tenido un puñado de semillas de girasol en nuestros bolsillos”.
Para su pieza Semillas de Girasol (Sunflower Seeds, 2010), Ai Weiwei cubrió la superficie de mil metros cuadrados de la Sala de Turbinas de la Tate Modern con cien millones de semillas intervenidas artesanalmente por 16 mil artesanos y sus familias, que posteriormente fueron pisadas, robadas, coleccionadas y atesoradas por miles de seguidores del artista. El resto de ellas acompañaron los pagarés que emitió a 30,000 donadores individuales y espontáneos que le enviaron dinero para enfrentar una acusación por evasión fiscal por parte del gobierno chino, que lo mantuvo detenido por 81 días en 2011, a los 53 años. Copias de esos documentos, firmados por el artista, fueron parte de una obra monumental presentada en el 2016 en Helsinki. 100 millones de semillas, 100 millones de ideas, la pura fuerza de la palabra, del objeto, del arte.
Arquitecto, activista, director de documentales, productor de sonido, artista visual; en el caso de Ai WeiWei la persona termina fundiéndose en el personaje público.
“Para expresarse se necesita una razón, pero expresarse es la razón”, escribió en la primera publicación de su blog a finales de 2005. El ejercicio de escribirlo durante tantos años se siente en este nuevo recuento de su vida, en esa distancia que mantiene de los hechos que una y otra vez colisionaron su presente: su vida como inmigrante en Nueva York, su cotidianidad dislocada tras regresó a China, su experiencia en confinamiento solitario, las muchas injusticias narradas y cómo éstas y el poder que encontró en internet lo fueron convirtiendo en luchador social. A pesar de ser una figura pública, su vida personal apenas se atisba.
El libro ofrece además un escalofriante manual para entender cómo funcionan las dictaduras de izquierda —que parece repetirse en buena parte del mundo como un disco rayado— y un análisis sobre la revolución en las comunicaciones que trajo el internet y la posterior aparición de las redes sociales, donde el artista encontró eco infinito a sus pensamientos y obras.
“Gran parte de nuestro conocimiento viene de nuestra memoria. Entonces, ¿por qué países como México, China y otros le tienen tanto miedo? Aun si los hechos sucedieron hace mucho y a lo mejor ya no tienen responsabilidad, los esconden”, dijo el activista en su visita a México en el 2019, cuando, entre otras cosas, inició un documental sobre la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. “La verdad tiene que ver con la justicia, pero muchas sociedades tratan de borrarla y reconstruir la memoria con historias equivocadas”.
Hoy le ocupa la mente el tema de los refugiados, en el contexto de la guerra de Ucrania. A principios de abril, para el diario El País, declaró: «Los países que antes rechazaron refugiados y ahora los aceptan de forma selectiva son una vergüenza».
Una de las premisas más constantes en el libro y por lo tanto en su vida, es la responsabilidad social que tenemos de conocer nuestro entorno y nuestro presente, para así poder cambiarlos. “Debido a que el arte revela la verdad que yace en lo profundo del corazón, tiene la capacidad de impartir un mensaje poderoso. Cualquier defensa de la libertad es inseparable de un esfuerzo por alcanzarla, porque la libertad no es una meta sino una dirección y surge del acto mismo de resistencia”, escribe en sus memorias.
Un regalo adicional, entre las páginas del libro, son los dibujos de elementos cotidianos que activan la memoria. Trazos sencillos que dejan huella de la vocación artística de Ai Weiwei.
“Incluso si mi arte a veces parece insustancial en comparación con todo lo que enfrento, perdurará como parte de un registro tangible. Sigo presionando por la equidad, porque la equidad ofrece la realización más completa posible de los intereses del individuo dentro de un grupo. O como lo ha dicho Ai Lao, “la justicia significa hacer felices a todos”.
1000 años de alegrías y penas, publicado por Debate y traducido por Abraham Gragera López, es biografía, ensayo, novela histórica y ventana al interior de la mente de uno de los artistas más prolíficos y controvertidos de la contemporaneidad.
[…] de mil años de alegrías y de penas
no queda ya ni rastro.
Que los vivos vivan como mejor se pueda.
¿O es que esperas que el mundo te recuerde?
– Ai Qing
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