Yendo a la guerra en Uber

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Corridos tumbados, movilidad emocional y fantasías de rescate.

El domingo 19 de febrero de 2023, el cantante Peso Pluma se presentó en Saltillo, la ciudad donde vivo, en el recinto La Mitotera Disco-Bar, con un aforo para 5 000 personas. Los boletos costaron 350 pesos en preventa. Algunos de quienes asistieron al concierto me han dicho que no estuvo desangelado, pero tampoco a reventar.

Más o menos por las mismas fechas, yo colaboraba en un proyecto de ficción con autores de la Ciudad de México. Puesto que nuestro relato se conectaba con la historia de la música norteña, envié a mis compañeros por WhatsApp un par de rolas bélicas: “Se encienden las turbinas” de Aldo Trujillo y “Disfruto lo malo” de Junior H y Natanael Cano. Mi idea era explorar el trasfondo sonoro del más joven de nuestros personajes. Ninguno de mis colegas dio acuse de recibo, quizá porque en ese momento los corridos tumbados estaban fuera de su radar.

Lo que vino enseguida —menos de un mes después— resultó vertiginoso y, sin embargo, calculado. El viernes 17 de marzo, la agrupación Eslabón Armado lanzó el sencillo “Ella baila sola”, compuesto por Pedro Tovar y grabado en colaboración con Peso Pluma. El viernes 7 de abril, DEL Records colgó en YouTube el video oficial de este tema, con una estética visual que remite a las historias de gangsters de la Prohibición y a la película The Great Gatsby de Baz Luhrmann. El viernes 14 de abril, Peso Pluma conquistó al público del festival Coachella como invitado de la cantante Becky G. Dos viernes más adelante, el 28 de abril, Peso Pluma interpretó “Ella baila sola” —con la polémica ausencia de Eslabón Armado— en The Tonight Show Starring Jimmy Fallon. Unos días después, mis amigos coescritores del proyecto de ficción —que seguían sin advertir las canciones que envié dos meses atrás— dijeron: “¿Ya escuchaste los corridos tumbados? ¡Tenemos que hacerlos parte de nuestro relato!”. Así empezó la explotación global de este subgénero, cuyo desgaste me parece tan veloz como su ascenso.

Te recomendamos leer: La vida en el espacio-tiempo de Los Tigres del Norte

Al margen de mis prejuicios contra el algoritmo payola que infló a Peso Pluma, el corrido tumbado me interesa como música, como fenómeno estético más allá de la música, como cultura popular en una doble vertiente —regional y global— y, sobre todo, como imagen dialéctica de la era pospandémica, un mundo uberizado donde la movilidad territorial sustituyó emocionalmente a la movilidad social. Intentaré abordar algunos de estos tópicos a ritmo de ráfaga.

Tal vez la clave temprana del corrido norteño, la que mejor lo distingue de eso que llaman “regional mexicano”, no son las letras, sino el sonido del acordeón en compañía de bajo sexto que utilizaron duetos como Los Alegres de Terán, Los Relámpagos del Norte, Los Cadetes de Linares, Luis y Julián y Los Invasores de Nuevo León. Este acordeón venía del zydeco en el Deep South gringo y se arraigó en el tex-mex a través de Mingo Saldívar y el Flaco Jiménez antes de chocar con México, lo que facilitó el carácter binacional de artistas como Ramón Ayala o Los Tigres del Norte (precursores estos últimos de casi todo lo nuevo: basta recordar el pace del rasgueo de Zack de la Rocha en el live feat de “Somos más americanos” para MTV en 2011, que prefigura algunas líneas de mestizaje reelaboradas más tarde por las canciones bélicas). Aquí cabe resaltar un dato geográfico: el acordeón predominó sobre todo en la música que venía del noreste.

“$ad Boyz 4 Life”: Junior H en acción. Ejemplo acabado de la identidad binacionalen los músicos de corrido tumbado (foto: Fernanda Vizuett).

En México estamos habituados a percibir el norte como una sola pieza, en parte quizá porque su construcción ideológica es un producto del centro del país. Se trata en realidad de un vasto territorio (más de 2 500 kilómetros de frontera partidos a la mitad por la Sierra Madre) con muchas similitudes, pero con diferencias culturales entre este y oeste bastante obvias para quienes vivimos acá. Por ejemplo, la música regional de la costa oeste privilegió en el siglo XX los instrumentos de viento de metal sobre el acordeón, y esto se tradujo en los noventa y la primera década del siglo XXI en el auge del sonido de banda sinaloense como contrapunto y relevo de la onda grupera gestada en Monterrey. Sin embargo, me parece que la melodía del corrido tumbado tiene un origen aún más específico: el requinto sonorense de José Miguel Montoya Rubio.

A principios de los noventa, apareció en el panorama del norte de México la música de Miguel y Miguel, grupo conformado por Miguel Angulo como primera voz y Miguel Montoya como segunda voz y requinto. El dueto —cuyo máximo éxito resultó ser “Sonora y sus ojos negros”— se caracterizó por prescindir del acordeón, sustituyendo las florituras de este por melancólicos pasajes de guitarra de 12 cuerdas que, como cualquier escucha atento puede constatar, se convertirían al paso de los años en la base punzante, simultáneamente grave y aguda, que da identidad melódica a una buena cantidad de canciones bélicas. El requinto de Montoya fue replicado durante décadas como parte de un estilo que se habría de identificar como “sierreño”. El primer acceso del sierreño a las mieles del mainstream fue “Negro y azul. The Ballad of Heisenberg” (2009), interpretada por Los Cuates de Sinaloa como parte del soundtrack de la serie Breaking Bad. Una línea adyacente de este subgénero incorporó la tuba —préstamo tomado de la banda sinaloense— en sustitución del bajo eléctrico. Esto acabó de vincular la tesitura de la música bélica a expresiones fronterizas influidas por el dubstep, como el chopped and screwed y la cumbia rebajada. 

Aquí es donde entra no Natanael Cano, sino Ariel Camacho.

Si fuera cierto que el corrido tumbado es el rocanrol del siglo XXI, el sinaloense Ariel Camacho, nacido en Guamúchil en 1992, sería algo así como su Buddy Holly: ambos artistas murieron en sus tempranos veinte, en accidentes trágicos y en plenitud de poderes como creadores y líderes de un nuevo registro del pop. La primera grabación de Ariel Camacho y Los Plebes del Rancho, “El rey de corazones”, data de 2013. Su autor tenía 21 años. Era todavía una canción epigonal, producto de la admiración hacia Miguel y Miguel. Al año siguiente, el grupo lanzó el álbum El karma, cuyo sonido es más complejo y elaborado, y cuyo tema principal, que da título al disco, desveló en 2014 la forma armónica, melódica y letrística de las canciones bélicas del presente. “El karma” es excepcional por la soltura de su versificación, el encanto del detalle (la pistola Browning, la patada en la puerta) y su economía narrativa: un hombre de origen rural se muda a Culiacán y se emplea como traficante hacia Los Ángeles, se le empieza a “ver dinero” y eso genera codicia en alguien más, su familia —sus hijas— es víctima de un secuestro exprés, el padre busca venganza, pero termina muerto en una emboscada. La vuelta de tuerca, que recuerda esos golpes de estilo a los que nos acostumbró el compositor Julián Garza, es que todo está narrado en primera persona, de modo que el final revela, rulfianamente, que lo que estuvimos escuchando desde el inicio era la voz de un difunto.

Ariel Camacho legó un puñado de canciones notables (entre ellas el bolero norteño “Hablemos”) antes de perder la vida en una carretera sinaloense por la que conducía su auto, de madrugada y a alta velocidad, en febrero de 2015, cinco meses antes de cumplir 23 años. Nunca sabremos qué habría logrado a estas alturas. Lo que sí sabemos es que su obra impactó a la siguiente generación de artistas binacionales, entre ellos Natanael Cano: si no el mejor, sí el más visionario de esta cohorte de músicos.

Para 2017, el subgénero sierreño, empapado de atmósfera dubstep e influido por el rap, la música urbana y referencias al sexo y las drogas, tenía ya un sonido distintivo, pero le faltaba un branding. Agrupaciones estadounidenses como T3R Elemento, Legado 7, Fuerza Regida y Eslabón Armado habían intentado sin éxito centrar su identidad en nociones como “corridos verdes”, “corrido triste” y “sierreño urbano”. Fue Nata quien, en 2019, acuñó el concepto ganador a través del título de su segundo álbum de estudio: Corridos tumbados. Parte del appeal es la amplitud sensible de la palabra “tumbado”, que en el barrio aplica al modo de vestir, el beat musical, el estilo de baile, la manera de caminar, el estado de ánimo —una especie de melancolía eufórica—, la competencia erótica (“le tumbé una morra”), la rapiña y los niveles de consumo de sustancias: “Ando bien tumbado, / los ojos cerrados, / la nariz polveando”. También está el acierto de Jimmy Humilde, productor ejecutivo, quien concertó para este disco feats de buen nivel: Junior H y Dan Sánchez (y de nivel regular: Nueva Era). Corridos tumbados no es el álbum más exitoso del subgénero, pero sí el que prefiero, debido en parte a sus carencias. Los personajes no son, como dice un meme, “güeyes que tienen un chingo de varo y un chingo de viejas y les arrastra la verga”. Todavía no: acaban de salir del barrio y vuelven para taparle el hocico a quien los despreció, como se escucha en “Iniciales al (Porte fino)”. La vanidad y el peligro aún no los deshumanizan: “No se me agüite, mejor péguese un baile con la niña de allá”, dice “El drip”. “El de la codeína” (que no viene en este disco, pero pertenece también a 2019) denota cierta ingenuidad marginal para ponerse hasta el culo con cualquier droga a la mano. Otras dos canciones (“El Nayer” y “Ahora”) hablan de oficios barriales en tránsito hacia el éxito: tatuar y grafitear. El título del tercer track es un oxímoron que resume el hondo viaje del anhelo de hacerla al vacío de haberla hecho: “Disfruto lo malo”.

Cuando el corrido tumbado llegó a nuestros sistemas de sonido, ya existía una audiencia lista para apropiárselo. Quienes con moralina institucional se quejan de sus letras, lo mismo que quienes reivindican el derecho a la vida bandida del anarcocapitalismo salvaje, olvidan un par de detalles. El primero, que las canciones son cuentos: piezas ambiguas de ficción y no ficción. Y el segundo, que las personas vivimos un día sí y otro también en la zozobra y a la espera de fantasías de rescate, el anhelo de que nuestra realidad cotidiana sea una imposición absurda del destino (el mito de Cenicienta, el tópico del príncipe abandonado por accidente en tierras ignotas), un error que de un momento a otro será reparado para devolvernos la alta dignidad que nos corresponde. Vivimos en un mundo en el que las relaciones parasociales condicionan cada vez más el carácter de las relaciones interpersonales.

La matriz de la música norteña. Aurora, Carlos, Paty, Juan, la familia formada por Adriana, Juan y Jiren, Titali, Aylin y Daniel, a la salida de un festival. Todos son apasionados de la música norteña, a secas, sin apellidos (fotos: Cristopher Rogel Blanquet).

Si se me permitiera una audaz digresión y salto en el tiempo, diría que estos versos de Paul McCartney describen una recurrente fantasía de rescate de principios del siglo XXI: “Asked a girl what she wanted to be. / She said: ‘Baby, can’t you see? / I wanna be famous, / a star of the screen’”. Pienso que pocas generaciones humanas han tenido un sentimiento tan cercano a la fama y el éxito instantáneos como el que experimentan millennials y centennials, y esa es una de las claves de su angustia. Hay razones para este anhelo: el mundo digital, la cultura influencer, las criptomonedas, el engagement en redes sociales, los reality shows, la masificación de estilos musicales otrora periféricos y, desde luego, el auge transnacional y mediático del crimen organizado. Sin embargo, y como continúa diciendo Paul McCartney en su canción para The Beatles: “But you can do something in between. / Baby, you can drive my car”. Ciertas fantasías de rescate, aunque influidas por la liquidez de las pantallas, se practican de lunes a viernes en el enfadoso ámbito de la movilidad urbana, detrás del volante de un Uber o ante el mostrador de un expendio de yogurt.

Las cosas que compras en línea mediante un cómodo clic no las entregan a tu puerta ni Alexa ni FedEx, las trae un mensajero. El geolocalizador que indica a qué distancia está tu inDrive o tu DiDi es menos real (tal vez la realidad esté sobrevalorada, pero ese es otro asunto) que el conductor que llegará en un auto rojo a recogerte en seis minutos. Esto era así desde antes de la pandemia, pero el covid-19 vino a darle un booster a tales narrativas. En 2020, muchas personas pudimos acogernos a la locura del encierro y la distancia social. Otras, en cambio, tuvieron que dar servicios detrás de tapabocas, acudieron a líneas de ensamblaje en las fábricas, transportaron encargos ajenos por avenidas desiertas, despacharon en hospitales o estaciones de policía, traficaron con todo tipo de artículos: desde drogas ilegales hasta cortinas, mascotas, sashimi a domicilio. Tuvieron que mantener en movimiento las ruedas. Muchas de estas personas son jóvenes, y en parte por eso querían estar afuera. La mayoría ganó (y sigue ganando) salarios miserables. Cambiaron, como quien vende su alma al Diablo, las posibilidades de movilidad social por una inmediata movilidad territorial, urbana. Lo que llamo uberización de la realidad es esta forma de subempleo o autoempleo fallido que promete fortunas rápidas mientras exprime no solo el tiempo y la fuerza y los derechos laborales de las personas: también sus fantasías de rescate y sus delirios de grandeza.

Durante este periodo, la pulsión de ser propietarios privilegiados del tránsito y el outdoors experimentada por muchos centennials y algunos millennials se conectó emocionalmente con las atmósferas de movilidad faraónica que abundan en los corridos tumbados: “Levantando el vuelo voy”, “La fuerza tocándome por la izquierda”, “Mercedes-AMG Clase G 63”, “Si ven que voy en putiza por el freeway es porque ando bien”, “Se encienden las turbinas, ya va a despegar la pista, / va con rumbo a la oficina / negocios que tienen vista, / va a volar”, etcétera. Esto, desde luego, no termina de explicar el auge repentino de la música bélica, pero sí me parece un factor determinante de su éxito.

En su libro más reciente, El último show del Elegante Joan (Literatura Random House, 2024), Luis Humberto Crosthwaite incluye el cuento “Corrido”. En él, Eric Yair, un montacarguista que vive en un barrio periférico, despierta una mañana con la música y la letra de una canción inédita rondando su cerebro. Eric Yair se parece a muchos jóvenes del rumbo: es el hermano mayor, gana muy poco, trabaja para ayudar a su madre a sostener la casa. Pero también es distinto: no es el clásico castroso que se sienta en la esquina a ver a quién jode mientras bebe caguama o fuma piedra, él trabaja turnos largos mientras idea letras de corridos que hablan de apoyo, lealtad, familia, respeto, vatillos comprometidos que lo escoltan cuando —en su mundo imaginario— se convierte en “el patrón”. Otro rasgo que diferencia a Eric Yair de los gandallas que lo acarrillan cuando pasa junto a la esquina es que le gustan los chicos, no las chicas. En un pasaje que resume la pulsión del corrido tumbado como fantasía de rescate, Crosthwaite rompe la diégesis para lanzar una mirada cómplice a su personaje:

No quiero subestimarlo. Después de escuchar tantas canciones que le gustaban, se había percatado de que eran historia de vida, ¿historias inventadas? Se preguntó si era verdad lo que cantaban esos plebes famosos que, según ellos, usaban pura ropa Versace, relojes Rolex y vivían por la ley de sus Glocks y sus cuernos de chivo. Pensó que no podía ser así, que eran plebes normales, talentosos como él, buenos para la inventada, puras fantasías de chamaco.

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En diciembre de 2024, un chofer de la UdeG me trasladó de la FIL Guadalajara a la central de autobuses. Era un chico de quizá 25 años, flaco y fumador, con las sienes tatuadas y rapadas. Venía escuchando música bélica. Mientras circulábamos entre el tráfico de Mariano Otero y la calzada Lázaro Cárdenas, me percaté de un gesto suyo peculiar: solo dejaba trozos de las canciones. No es que estuviera buscando algo, sino que ponía un tema, lo tarareaba durante cerca de un minuto, luego pasaba al siguiente, y así durante todo el trayecto. El estéreo del auto tenía una pantalla con diminutos videos musicales, de modo que el paso de una melodía a otra era marcado por el índice de la mano derecha del conductor: un gesto idéntico al que hace quien escrolea en el Insta. Desde esa vez he puesto atención y he notado que la práctica es más recurrente de lo que creía en muchísimos jóvenes —entre ellos mi hijo Arturo, que fue quien me introdujo en este tipo de música—.

Pienso que, acordes al espíritu de su tiempo, los corridos tumbados han dejado de ser historias para devenir stories: no relatos, sino atmósferas. Los modos de consumo musical están íntimamente relacionados con los mecanismos de composición, y tal vez sea este el primer síntoma de desgaste del subgénero.

Un estereotipo interesante para mirar a contraluz la última década es El Faramalloso: aquel que se jacta, se exhibe como gallo de pelea, se coloca de manera personal como ejemplo de grandeza para el otro. El Faramalloso tiene un amplio abanico social, desde Roberto Palazuelos en traje de mirrey hasta Milei o Donald Trump en investidura de mandatario. Su expresión barrializada es el protagonista y narrador en primera persona del corrido tumbado posterior a la pandemia, que se radicalizó y dejó atrás su aura de tristeza tóxica (“Morras tengo varias, / no quiero a ninguna, / buscan el dinero, / no es por ser culero”) para sustituirla por codicia malillosa (“Me enamoró el dinero, quiero, quiero y quiero más”) y letanías de marcas de ropa y accesorios que recuerdan por momentos a Patrick Bateman, el noventero personaje de la novela American Psycho

Las enumeraciones dejan cada vez menos espacio para la narrativa; son como stories con demasiados filtros. Y, aunque aún se producen temas afortunados en los que crípticas referencias a drogas y capos trazan hallazgos métricos y retratos fluidos (por ejemplo “El azul”, de Junior H y Peso Pluma, o “Presidente”, de Natanael con Gabito Ballesteros, Luis R Conriquez y Netón Vega), percibo en los lanzamientos de 2024 una crisis de experiencia e imaginación. Éxodo, el celebrado álbum doble de Peso Pluma, tiene (así se dice ahora) altos valores de producción, pero su primera mitad me resulta monótona, salvo por “La patrulla”. Pienso que “La People II”, de plano, funcionaría perfecto si fuera un tema instrumental. Algo parecido me sucede con “Put ‘em in the Fridge” (viene en el disco dos): entra Cardi B y yo ya no quiero seguir escuchando las rimas de Peso Pluma, sino las de ella.

¿Cuál es el futuro de las canciones bélicas? Su evolución, por supuesto, me parece inevitable. Pienso que, de seguir siendo las disqueras quienes lleven la batuta en las líneas de cambio, el enfoque será cada vez más el de los valores de producción: sacar huevos de oro hasta que la gallina se seque. Tal vez en este rasgo la cohorte de músicos del corrido tumbado se parezca más a las estrellas de rocanrol de los años cincuenta que a otros artistas pop contemporáneos suyos, como Rosalía o Bad Bunny, cuyos álbumes recientes tienen una estructura elaborada y muestran un mayor control del aspecto creativo.

En ese contexto, me resulta interesante la decisión de Natanael Cano de versionar “Ya te olvidé”, un tema de Marco Antonio Solís interpretado originalmente por Rocío Dúrcal y después por Yuridia. Las dos primeras grabaciones cuentan con voces femeninas potentes y una instrumentación engolada, con visos sublimes. La de Nata, en cambio, es una interpretación desnuda, cantada casi con la reserva de la batería; “el anti-show”, dice un amigo. Eso es precisamente lo que me interesa, porque olvidar un gran amor (es de lo que habla la letra) siempre lo deja a uno cansado. Me pregunto si el gran amor aquí será una morra, será la fama u otra cosa: la fantasía belicona pospandémica. En cualquier caso, Nata sigue pareciéndome un poquito visionario al hacerle un guiño al Buki. No conozco artista al que le haya ido mal cuando, desgastado su presente, volteó a ver la tradición.

Algo para todos: asistentes al festival de música regional mexicana Arre, en la Ciudad de México, en septiembre de 2024. Es significativo que las cabezas de cartel hayan sido Los Tigres del Norte y Junior H (foto: Félix Márquez).

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Disfruta lo bueno, mientras dura. Natanael Cano, acaso el más listo de la clase, el más visionario en la generación del corrido tumbado. Aquí posa en un ‘detrás de cámaras’ durante la grabación de un video musical. (Foto: Fernanda Vizuett).
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Corridos tumbados, movilidad emocional y fantasías de rescate.

El domingo 19 de febrero de 2023, el cantante Peso Pluma se presentó en Saltillo, la ciudad donde vivo, en el recinto La Mitotera Disco-Bar, con un aforo para 5 000 personas. Los boletos costaron 350 pesos en preventa. Algunos de quienes asistieron al concierto me han dicho que no estuvo desangelado, pero tampoco a reventar.

Más o menos por las mismas fechas, yo colaboraba en un proyecto de ficción con autores de la Ciudad de México. Puesto que nuestro relato se conectaba con la historia de la música norteña, envié a mis compañeros por WhatsApp un par de rolas bélicas: “Se encienden las turbinas” de Aldo Trujillo y “Disfruto lo malo” de Junior H y Natanael Cano. Mi idea era explorar el trasfondo sonoro del más joven de nuestros personajes. Ninguno de mis colegas dio acuse de recibo, quizá porque en ese momento los corridos tumbados estaban fuera de su radar.

Lo que vino enseguida —menos de un mes después— resultó vertiginoso y, sin embargo, calculado. El viernes 17 de marzo, la agrupación Eslabón Armado lanzó el sencillo “Ella baila sola”, compuesto por Pedro Tovar y grabado en colaboración con Peso Pluma. El viernes 7 de abril, DEL Records colgó en YouTube el video oficial de este tema, con una estética visual que remite a las historias de gangsters de la Prohibición y a la película The Great Gatsby de Baz Luhrmann. El viernes 14 de abril, Peso Pluma conquistó al público del festival Coachella como invitado de la cantante Becky G. Dos viernes más adelante, el 28 de abril, Peso Pluma interpretó “Ella baila sola” —con la polémica ausencia de Eslabón Armado— en The Tonight Show Starring Jimmy Fallon. Unos días después, mis amigos coescritores del proyecto de ficción —que seguían sin advertir las canciones que envié dos meses atrás— dijeron: “¿Ya escuchaste los corridos tumbados? ¡Tenemos que hacerlos parte de nuestro relato!”. Así empezó la explotación global de este subgénero, cuyo desgaste me parece tan veloz como su ascenso.

Te recomendamos leer: La vida en el espacio-tiempo de Los Tigres del Norte

Al margen de mis prejuicios contra el algoritmo payola que infló a Peso Pluma, el corrido tumbado me interesa como música, como fenómeno estético más allá de la música, como cultura popular en una doble vertiente —regional y global— y, sobre todo, como imagen dialéctica de la era pospandémica, un mundo uberizado donde la movilidad territorial sustituyó emocionalmente a la movilidad social. Intentaré abordar algunos de estos tópicos a ritmo de ráfaga.

Tal vez la clave temprana del corrido norteño, la que mejor lo distingue de eso que llaman “regional mexicano”, no son las letras, sino el sonido del acordeón en compañía de bajo sexto que utilizaron duetos como Los Alegres de Terán, Los Relámpagos del Norte, Los Cadetes de Linares, Luis y Julián y Los Invasores de Nuevo León. Este acordeón venía del zydeco en el Deep South gringo y se arraigó en el tex-mex a través de Mingo Saldívar y el Flaco Jiménez antes de chocar con México, lo que facilitó el carácter binacional de artistas como Ramón Ayala o Los Tigres del Norte (precursores estos últimos de casi todo lo nuevo: basta recordar el pace del rasgueo de Zack de la Rocha en el live feat de “Somos más americanos” para MTV en 2011, que prefigura algunas líneas de mestizaje reelaboradas más tarde por las canciones bélicas). Aquí cabe resaltar un dato geográfico: el acordeón predominó sobre todo en la música que venía del noreste.

“$ad Boyz 4 Life”: Junior H en acción. Ejemplo acabado de la identidad binacionalen los músicos de corrido tumbado (foto: Fernanda Vizuett).

En México estamos habituados a percibir el norte como una sola pieza, en parte quizá porque su construcción ideológica es un producto del centro del país. Se trata en realidad de un vasto territorio (más de 2 500 kilómetros de frontera partidos a la mitad por la Sierra Madre) con muchas similitudes, pero con diferencias culturales entre este y oeste bastante obvias para quienes vivimos acá. Por ejemplo, la música regional de la costa oeste privilegió en el siglo XX los instrumentos de viento de metal sobre el acordeón, y esto se tradujo en los noventa y la primera década del siglo XXI en el auge del sonido de banda sinaloense como contrapunto y relevo de la onda grupera gestada en Monterrey. Sin embargo, me parece que la melodía del corrido tumbado tiene un origen aún más específico: el requinto sonorense de José Miguel Montoya Rubio.

A principios de los noventa, apareció en el panorama del norte de México la música de Miguel y Miguel, grupo conformado por Miguel Angulo como primera voz y Miguel Montoya como segunda voz y requinto. El dueto —cuyo máximo éxito resultó ser “Sonora y sus ojos negros”— se caracterizó por prescindir del acordeón, sustituyendo las florituras de este por melancólicos pasajes de guitarra de 12 cuerdas que, como cualquier escucha atento puede constatar, se convertirían al paso de los años en la base punzante, simultáneamente grave y aguda, que da identidad melódica a una buena cantidad de canciones bélicas. El requinto de Montoya fue replicado durante décadas como parte de un estilo que se habría de identificar como “sierreño”. El primer acceso del sierreño a las mieles del mainstream fue “Negro y azul. The Ballad of Heisenberg” (2009), interpretada por Los Cuates de Sinaloa como parte del soundtrack de la serie Breaking Bad. Una línea adyacente de este subgénero incorporó la tuba —préstamo tomado de la banda sinaloense— en sustitución del bajo eléctrico. Esto acabó de vincular la tesitura de la música bélica a expresiones fronterizas influidas por el dubstep, como el chopped and screwed y la cumbia rebajada. 

Aquí es donde entra no Natanael Cano, sino Ariel Camacho.

Si fuera cierto que el corrido tumbado es el rocanrol del siglo XXI, el sinaloense Ariel Camacho, nacido en Guamúchil en 1992, sería algo así como su Buddy Holly: ambos artistas murieron en sus tempranos veinte, en accidentes trágicos y en plenitud de poderes como creadores y líderes de un nuevo registro del pop. La primera grabación de Ariel Camacho y Los Plebes del Rancho, “El rey de corazones”, data de 2013. Su autor tenía 21 años. Era todavía una canción epigonal, producto de la admiración hacia Miguel y Miguel. Al año siguiente, el grupo lanzó el álbum El karma, cuyo sonido es más complejo y elaborado, y cuyo tema principal, que da título al disco, desveló en 2014 la forma armónica, melódica y letrística de las canciones bélicas del presente. “El karma” es excepcional por la soltura de su versificación, el encanto del detalle (la pistola Browning, la patada en la puerta) y su economía narrativa: un hombre de origen rural se muda a Culiacán y se emplea como traficante hacia Los Ángeles, se le empieza a “ver dinero” y eso genera codicia en alguien más, su familia —sus hijas— es víctima de un secuestro exprés, el padre busca venganza, pero termina muerto en una emboscada. La vuelta de tuerca, que recuerda esos golpes de estilo a los que nos acostumbró el compositor Julián Garza, es que todo está narrado en primera persona, de modo que el final revela, rulfianamente, que lo que estuvimos escuchando desde el inicio era la voz de un difunto.

Ariel Camacho legó un puñado de canciones notables (entre ellas el bolero norteño “Hablemos”) antes de perder la vida en una carretera sinaloense por la que conducía su auto, de madrugada y a alta velocidad, en febrero de 2015, cinco meses antes de cumplir 23 años. Nunca sabremos qué habría logrado a estas alturas. Lo que sí sabemos es que su obra impactó a la siguiente generación de artistas binacionales, entre ellos Natanael Cano: si no el mejor, sí el más visionario de esta cohorte de músicos.

Para 2017, el subgénero sierreño, empapado de atmósfera dubstep e influido por el rap, la música urbana y referencias al sexo y las drogas, tenía ya un sonido distintivo, pero le faltaba un branding. Agrupaciones estadounidenses como T3R Elemento, Legado 7, Fuerza Regida y Eslabón Armado habían intentado sin éxito centrar su identidad en nociones como “corridos verdes”, “corrido triste” y “sierreño urbano”. Fue Nata quien, en 2019, acuñó el concepto ganador a través del título de su segundo álbum de estudio: Corridos tumbados. Parte del appeal es la amplitud sensible de la palabra “tumbado”, que en el barrio aplica al modo de vestir, el beat musical, el estilo de baile, la manera de caminar, el estado de ánimo —una especie de melancolía eufórica—, la competencia erótica (“le tumbé una morra”), la rapiña y los niveles de consumo de sustancias: “Ando bien tumbado, / los ojos cerrados, / la nariz polveando”. También está el acierto de Jimmy Humilde, productor ejecutivo, quien concertó para este disco feats de buen nivel: Junior H y Dan Sánchez (y de nivel regular: Nueva Era). Corridos tumbados no es el álbum más exitoso del subgénero, pero sí el que prefiero, debido en parte a sus carencias. Los personajes no son, como dice un meme, “güeyes que tienen un chingo de varo y un chingo de viejas y les arrastra la verga”. Todavía no: acaban de salir del barrio y vuelven para taparle el hocico a quien los despreció, como se escucha en “Iniciales al (Porte fino)”. La vanidad y el peligro aún no los deshumanizan: “No se me agüite, mejor péguese un baile con la niña de allá”, dice “El drip”. “El de la codeína” (que no viene en este disco, pero pertenece también a 2019) denota cierta ingenuidad marginal para ponerse hasta el culo con cualquier droga a la mano. Otras dos canciones (“El Nayer” y “Ahora”) hablan de oficios barriales en tránsito hacia el éxito: tatuar y grafitear. El título del tercer track es un oxímoron que resume el hondo viaje del anhelo de hacerla al vacío de haberla hecho: “Disfruto lo malo”.

Cuando el corrido tumbado llegó a nuestros sistemas de sonido, ya existía una audiencia lista para apropiárselo. Quienes con moralina institucional se quejan de sus letras, lo mismo que quienes reivindican el derecho a la vida bandida del anarcocapitalismo salvaje, olvidan un par de detalles. El primero, que las canciones son cuentos: piezas ambiguas de ficción y no ficción. Y el segundo, que las personas vivimos un día sí y otro también en la zozobra y a la espera de fantasías de rescate, el anhelo de que nuestra realidad cotidiana sea una imposición absurda del destino (el mito de Cenicienta, el tópico del príncipe abandonado por accidente en tierras ignotas), un error que de un momento a otro será reparado para devolvernos la alta dignidad que nos corresponde. Vivimos en un mundo en el que las relaciones parasociales condicionan cada vez más el carácter de las relaciones interpersonales.

La matriz de la música norteña. Aurora, Carlos, Paty, Juan, la familia formada por Adriana, Juan y Jiren, Titali, Aylin y Daniel, a la salida de un festival. Todos son apasionados de la música norteña, a secas, sin apellidos (fotos: Cristopher Rogel Blanquet).

Si se me permitiera una audaz digresión y salto en el tiempo, diría que estos versos de Paul McCartney describen una recurrente fantasía de rescate de principios del siglo XXI: “Asked a girl what she wanted to be. / She said: ‘Baby, can’t you see? / I wanna be famous, / a star of the screen’”. Pienso que pocas generaciones humanas han tenido un sentimiento tan cercano a la fama y el éxito instantáneos como el que experimentan millennials y centennials, y esa es una de las claves de su angustia. Hay razones para este anhelo: el mundo digital, la cultura influencer, las criptomonedas, el engagement en redes sociales, los reality shows, la masificación de estilos musicales otrora periféricos y, desde luego, el auge transnacional y mediático del crimen organizado. Sin embargo, y como continúa diciendo Paul McCartney en su canción para The Beatles: “But you can do something in between. / Baby, you can drive my car”. Ciertas fantasías de rescate, aunque influidas por la liquidez de las pantallas, se practican de lunes a viernes en el enfadoso ámbito de la movilidad urbana, detrás del volante de un Uber o ante el mostrador de un expendio de yogurt.

Las cosas que compras en línea mediante un cómodo clic no las entregan a tu puerta ni Alexa ni FedEx, las trae un mensajero. El geolocalizador que indica a qué distancia está tu inDrive o tu DiDi es menos real (tal vez la realidad esté sobrevalorada, pero ese es otro asunto) que el conductor que llegará en un auto rojo a recogerte en seis minutos. Esto era así desde antes de la pandemia, pero el covid-19 vino a darle un booster a tales narrativas. En 2020, muchas personas pudimos acogernos a la locura del encierro y la distancia social. Otras, en cambio, tuvieron que dar servicios detrás de tapabocas, acudieron a líneas de ensamblaje en las fábricas, transportaron encargos ajenos por avenidas desiertas, despacharon en hospitales o estaciones de policía, traficaron con todo tipo de artículos: desde drogas ilegales hasta cortinas, mascotas, sashimi a domicilio. Tuvieron que mantener en movimiento las ruedas. Muchas de estas personas son jóvenes, y en parte por eso querían estar afuera. La mayoría ganó (y sigue ganando) salarios miserables. Cambiaron, como quien vende su alma al Diablo, las posibilidades de movilidad social por una inmediata movilidad territorial, urbana. Lo que llamo uberización de la realidad es esta forma de subempleo o autoempleo fallido que promete fortunas rápidas mientras exprime no solo el tiempo y la fuerza y los derechos laborales de las personas: también sus fantasías de rescate y sus delirios de grandeza.

Durante este periodo, la pulsión de ser propietarios privilegiados del tránsito y el outdoors experimentada por muchos centennials y algunos millennials se conectó emocionalmente con las atmósferas de movilidad faraónica que abundan en los corridos tumbados: “Levantando el vuelo voy”, “La fuerza tocándome por la izquierda”, “Mercedes-AMG Clase G 63”, “Si ven que voy en putiza por el freeway es porque ando bien”, “Se encienden las turbinas, ya va a despegar la pista, / va con rumbo a la oficina / negocios que tienen vista, / va a volar”, etcétera. Esto, desde luego, no termina de explicar el auge repentino de la música bélica, pero sí me parece un factor determinante de su éxito.

En su libro más reciente, El último show del Elegante Joan (Literatura Random House, 2024), Luis Humberto Crosthwaite incluye el cuento “Corrido”. En él, Eric Yair, un montacarguista que vive en un barrio periférico, despierta una mañana con la música y la letra de una canción inédita rondando su cerebro. Eric Yair se parece a muchos jóvenes del rumbo: es el hermano mayor, gana muy poco, trabaja para ayudar a su madre a sostener la casa. Pero también es distinto: no es el clásico castroso que se sienta en la esquina a ver a quién jode mientras bebe caguama o fuma piedra, él trabaja turnos largos mientras idea letras de corridos que hablan de apoyo, lealtad, familia, respeto, vatillos comprometidos que lo escoltan cuando —en su mundo imaginario— se convierte en “el patrón”. Otro rasgo que diferencia a Eric Yair de los gandallas que lo acarrillan cuando pasa junto a la esquina es que le gustan los chicos, no las chicas. En un pasaje que resume la pulsión del corrido tumbado como fantasía de rescate, Crosthwaite rompe la diégesis para lanzar una mirada cómplice a su personaje:

No quiero subestimarlo. Después de escuchar tantas canciones que le gustaban, se había percatado de que eran historia de vida, ¿historias inventadas? Se preguntó si era verdad lo que cantaban esos plebes famosos que, según ellos, usaban pura ropa Versace, relojes Rolex y vivían por la ley de sus Glocks y sus cuernos de chivo. Pensó que no podía ser así, que eran plebes normales, talentosos como él, buenos para la inventada, puras fantasías de chamaco.

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En diciembre de 2024, un chofer de la UdeG me trasladó de la FIL Guadalajara a la central de autobuses. Era un chico de quizá 25 años, flaco y fumador, con las sienes tatuadas y rapadas. Venía escuchando música bélica. Mientras circulábamos entre el tráfico de Mariano Otero y la calzada Lázaro Cárdenas, me percaté de un gesto suyo peculiar: solo dejaba trozos de las canciones. No es que estuviera buscando algo, sino que ponía un tema, lo tarareaba durante cerca de un minuto, luego pasaba al siguiente, y así durante todo el trayecto. El estéreo del auto tenía una pantalla con diminutos videos musicales, de modo que el paso de una melodía a otra era marcado por el índice de la mano derecha del conductor: un gesto idéntico al que hace quien escrolea en el Insta. Desde esa vez he puesto atención y he notado que la práctica es más recurrente de lo que creía en muchísimos jóvenes —entre ellos mi hijo Arturo, que fue quien me introdujo en este tipo de música—.

Pienso que, acordes al espíritu de su tiempo, los corridos tumbados han dejado de ser historias para devenir stories: no relatos, sino atmósferas. Los modos de consumo musical están íntimamente relacionados con los mecanismos de composición, y tal vez sea este el primer síntoma de desgaste del subgénero.

Un estereotipo interesante para mirar a contraluz la última década es El Faramalloso: aquel que se jacta, se exhibe como gallo de pelea, se coloca de manera personal como ejemplo de grandeza para el otro. El Faramalloso tiene un amplio abanico social, desde Roberto Palazuelos en traje de mirrey hasta Milei o Donald Trump en investidura de mandatario. Su expresión barrializada es el protagonista y narrador en primera persona del corrido tumbado posterior a la pandemia, que se radicalizó y dejó atrás su aura de tristeza tóxica (“Morras tengo varias, / no quiero a ninguna, / buscan el dinero, / no es por ser culero”) para sustituirla por codicia malillosa (“Me enamoró el dinero, quiero, quiero y quiero más”) y letanías de marcas de ropa y accesorios que recuerdan por momentos a Patrick Bateman, el noventero personaje de la novela American Psycho

Las enumeraciones dejan cada vez menos espacio para la narrativa; son como stories con demasiados filtros. Y, aunque aún se producen temas afortunados en los que crípticas referencias a drogas y capos trazan hallazgos métricos y retratos fluidos (por ejemplo “El azul”, de Junior H y Peso Pluma, o “Presidente”, de Natanael con Gabito Ballesteros, Luis R Conriquez y Netón Vega), percibo en los lanzamientos de 2024 una crisis de experiencia e imaginación. Éxodo, el celebrado álbum doble de Peso Pluma, tiene (así se dice ahora) altos valores de producción, pero su primera mitad me resulta monótona, salvo por “La patrulla”. Pienso que “La People II”, de plano, funcionaría perfecto si fuera un tema instrumental. Algo parecido me sucede con “Put ‘em in the Fridge” (viene en el disco dos): entra Cardi B y yo ya no quiero seguir escuchando las rimas de Peso Pluma, sino las de ella.

¿Cuál es el futuro de las canciones bélicas? Su evolución, por supuesto, me parece inevitable. Pienso que, de seguir siendo las disqueras quienes lleven la batuta en las líneas de cambio, el enfoque será cada vez más el de los valores de producción: sacar huevos de oro hasta que la gallina se seque. Tal vez en este rasgo la cohorte de músicos del corrido tumbado se parezca más a las estrellas de rocanrol de los años cincuenta que a otros artistas pop contemporáneos suyos, como Rosalía o Bad Bunny, cuyos álbumes recientes tienen una estructura elaborada y muestran un mayor control del aspecto creativo.

En ese contexto, me resulta interesante la decisión de Natanael Cano de versionar “Ya te olvidé”, un tema de Marco Antonio Solís interpretado originalmente por Rocío Dúrcal y después por Yuridia. Las dos primeras grabaciones cuentan con voces femeninas potentes y una instrumentación engolada, con visos sublimes. La de Nata, en cambio, es una interpretación desnuda, cantada casi con la reserva de la batería; “el anti-show”, dice un amigo. Eso es precisamente lo que me interesa, porque olvidar un gran amor (es de lo que habla la letra) siempre lo deja a uno cansado. Me pregunto si el gran amor aquí será una morra, será la fama u otra cosa: la fantasía belicona pospandémica. En cualquier caso, Nata sigue pareciéndome un poquito visionario al hacerle un guiño al Buki. No conozco artista al que le haya ido mal cuando, desgastado su presente, volteó a ver la tradición.

Algo para todos: asistentes al festival de música regional mexicana Arre, en la Ciudad de México, en septiembre de 2024. Es significativo que las cabezas de cartel hayan sido Los Tigres del Norte y Junior H (foto: Félix Márquez).

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Yendo a la guerra en Uber

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Corridos tumbados, movilidad emocional y fantasías de rescate.

El domingo 19 de febrero de 2023, el cantante Peso Pluma se presentó en Saltillo, la ciudad donde vivo, en el recinto La Mitotera Disco-Bar, con un aforo para 5 000 personas. Los boletos costaron 350 pesos en preventa. Algunos de quienes asistieron al concierto me han dicho que no estuvo desangelado, pero tampoco a reventar.

Más o menos por las mismas fechas, yo colaboraba en un proyecto de ficción con autores de la Ciudad de México. Puesto que nuestro relato se conectaba con la historia de la música norteña, envié a mis compañeros por WhatsApp un par de rolas bélicas: “Se encienden las turbinas” de Aldo Trujillo y “Disfruto lo malo” de Junior H y Natanael Cano. Mi idea era explorar el trasfondo sonoro del más joven de nuestros personajes. Ninguno de mis colegas dio acuse de recibo, quizá porque en ese momento los corridos tumbados estaban fuera de su radar.

Lo que vino enseguida —menos de un mes después— resultó vertiginoso y, sin embargo, calculado. El viernes 17 de marzo, la agrupación Eslabón Armado lanzó el sencillo “Ella baila sola”, compuesto por Pedro Tovar y grabado en colaboración con Peso Pluma. El viernes 7 de abril, DEL Records colgó en YouTube el video oficial de este tema, con una estética visual que remite a las historias de gangsters de la Prohibición y a la película The Great Gatsby de Baz Luhrmann. El viernes 14 de abril, Peso Pluma conquistó al público del festival Coachella como invitado de la cantante Becky G. Dos viernes más adelante, el 28 de abril, Peso Pluma interpretó “Ella baila sola” —con la polémica ausencia de Eslabón Armado— en The Tonight Show Starring Jimmy Fallon. Unos días después, mis amigos coescritores del proyecto de ficción —que seguían sin advertir las canciones que envié dos meses atrás— dijeron: “¿Ya escuchaste los corridos tumbados? ¡Tenemos que hacerlos parte de nuestro relato!”. Así empezó la explotación global de este subgénero, cuyo desgaste me parece tan veloz como su ascenso.

Te recomendamos leer: La vida en el espacio-tiempo de Los Tigres del Norte

Al margen de mis prejuicios contra el algoritmo payola que infló a Peso Pluma, el corrido tumbado me interesa como música, como fenómeno estético más allá de la música, como cultura popular en una doble vertiente —regional y global— y, sobre todo, como imagen dialéctica de la era pospandémica, un mundo uberizado donde la movilidad territorial sustituyó emocionalmente a la movilidad social. Intentaré abordar algunos de estos tópicos a ritmo de ráfaga.

Tal vez la clave temprana del corrido norteño, la que mejor lo distingue de eso que llaman “regional mexicano”, no son las letras, sino el sonido del acordeón en compañía de bajo sexto que utilizaron duetos como Los Alegres de Terán, Los Relámpagos del Norte, Los Cadetes de Linares, Luis y Julián y Los Invasores de Nuevo León. Este acordeón venía del zydeco en el Deep South gringo y se arraigó en el tex-mex a través de Mingo Saldívar y el Flaco Jiménez antes de chocar con México, lo que facilitó el carácter binacional de artistas como Ramón Ayala o Los Tigres del Norte (precursores estos últimos de casi todo lo nuevo: basta recordar el pace del rasgueo de Zack de la Rocha en el live feat de “Somos más americanos” para MTV en 2011, que prefigura algunas líneas de mestizaje reelaboradas más tarde por las canciones bélicas). Aquí cabe resaltar un dato geográfico: el acordeón predominó sobre todo en la música que venía del noreste.

“$ad Boyz 4 Life”: Junior H en acción. Ejemplo acabado de la identidad binacionalen los músicos de corrido tumbado (foto: Fernanda Vizuett).

En México estamos habituados a percibir el norte como una sola pieza, en parte quizá porque su construcción ideológica es un producto del centro del país. Se trata en realidad de un vasto territorio (más de 2 500 kilómetros de frontera partidos a la mitad por la Sierra Madre) con muchas similitudes, pero con diferencias culturales entre este y oeste bastante obvias para quienes vivimos acá. Por ejemplo, la música regional de la costa oeste privilegió en el siglo XX los instrumentos de viento de metal sobre el acordeón, y esto se tradujo en los noventa y la primera década del siglo XXI en el auge del sonido de banda sinaloense como contrapunto y relevo de la onda grupera gestada en Monterrey. Sin embargo, me parece que la melodía del corrido tumbado tiene un origen aún más específico: el requinto sonorense de José Miguel Montoya Rubio.

A principios de los noventa, apareció en el panorama del norte de México la música de Miguel y Miguel, grupo conformado por Miguel Angulo como primera voz y Miguel Montoya como segunda voz y requinto. El dueto —cuyo máximo éxito resultó ser “Sonora y sus ojos negros”— se caracterizó por prescindir del acordeón, sustituyendo las florituras de este por melancólicos pasajes de guitarra de 12 cuerdas que, como cualquier escucha atento puede constatar, se convertirían al paso de los años en la base punzante, simultáneamente grave y aguda, que da identidad melódica a una buena cantidad de canciones bélicas. El requinto de Montoya fue replicado durante décadas como parte de un estilo que se habría de identificar como “sierreño”. El primer acceso del sierreño a las mieles del mainstream fue “Negro y azul. The Ballad of Heisenberg” (2009), interpretada por Los Cuates de Sinaloa como parte del soundtrack de la serie Breaking Bad. Una línea adyacente de este subgénero incorporó la tuba —préstamo tomado de la banda sinaloense— en sustitución del bajo eléctrico. Esto acabó de vincular la tesitura de la música bélica a expresiones fronterizas influidas por el dubstep, como el chopped and screwed y la cumbia rebajada. 

Aquí es donde entra no Natanael Cano, sino Ariel Camacho.

Si fuera cierto que el corrido tumbado es el rocanrol del siglo XXI, el sinaloense Ariel Camacho, nacido en Guamúchil en 1992, sería algo así como su Buddy Holly: ambos artistas murieron en sus tempranos veinte, en accidentes trágicos y en plenitud de poderes como creadores y líderes de un nuevo registro del pop. La primera grabación de Ariel Camacho y Los Plebes del Rancho, “El rey de corazones”, data de 2013. Su autor tenía 21 años. Era todavía una canción epigonal, producto de la admiración hacia Miguel y Miguel. Al año siguiente, el grupo lanzó el álbum El karma, cuyo sonido es más complejo y elaborado, y cuyo tema principal, que da título al disco, desveló en 2014 la forma armónica, melódica y letrística de las canciones bélicas del presente. “El karma” es excepcional por la soltura de su versificación, el encanto del detalle (la pistola Browning, la patada en la puerta) y su economía narrativa: un hombre de origen rural se muda a Culiacán y se emplea como traficante hacia Los Ángeles, se le empieza a “ver dinero” y eso genera codicia en alguien más, su familia —sus hijas— es víctima de un secuestro exprés, el padre busca venganza, pero termina muerto en una emboscada. La vuelta de tuerca, que recuerda esos golpes de estilo a los que nos acostumbró el compositor Julián Garza, es que todo está narrado en primera persona, de modo que el final revela, rulfianamente, que lo que estuvimos escuchando desde el inicio era la voz de un difunto.

Ariel Camacho legó un puñado de canciones notables (entre ellas el bolero norteño “Hablemos”) antes de perder la vida en una carretera sinaloense por la que conducía su auto, de madrugada y a alta velocidad, en febrero de 2015, cinco meses antes de cumplir 23 años. Nunca sabremos qué habría logrado a estas alturas. Lo que sí sabemos es que su obra impactó a la siguiente generación de artistas binacionales, entre ellos Natanael Cano: si no el mejor, sí el más visionario de esta cohorte de músicos.

Para 2017, el subgénero sierreño, empapado de atmósfera dubstep e influido por el rap, la música urbana y referencias al sexo y las drogas, tenía ya un sonido distintivo, pero le faltaba un branding. Agrupaciones estadounidenses como T3R Elemento, Legado 7, Fuerza Regida y Eslabón Armado habían intentado sin éxito centrar su identidad en nociones como “corridos verdes”, “corrido triste” y “sierreño urbano”. Fue Nata quien, en 2019, acuñó el concepto ganador a través del título de su segundo álbum de estudio: Corridos tumbados. Parte del appeal es la amplitud sensible de la palabra “tumbado”, que en el barrio aplica al modo de vestir, el beat musical, el estilo de baile, la manera de caminar, el estado de ánimo —una especie de melancolía eufórica—, la competencia erótica (“le tumbé una morra”), la rapiña y los niveles de consumo de sustancias: “Ando bien tumbado, / los ojos cerrados, / la nariz polveando”. También está el acierto de Jimmy Humilde, productor ejecutivo, quien concertó para este disco feats de buen nivel: Junior H y Dan Sánchez (y de nivel regular: Nueva Era). Corridos tumbados no es el álbum más exitoso del subgénero, pero sí el que prefiero, debido en parte a sus carencias. Los personajes no son, como dice un meme, “güeyes que tienen un chingo de varo y un chingo de viejas y les arrastra la verga”. Todavía no: acaban de salir del barrio y vuelven para taparle el hocico a quien los despreció, como se escucha en “Iniciales al (Porte fino)”. La vanidad y el peligro aún no los deshumanizan: “No se me agüite, mejor péguese un baile con la niña de allá”, dice “El drip”. “El de la codeína” (que no viene en este disco, pero pertenece también a 2019) denota cierta ingenuidad marginal para ponerse hasta el culo con cualquier droga a la mano. Otras dos canciones (“El Nayer” y “Ahora”) hablan de oficios barriales en tránsito hacia el éxito: tatuar y grafitear. El título del tercer track es un oxímoron que resume el hondo viaje del anhelo de hacerla al vacío de haberla hecho: “Disfruto lo malo”.

Cuando el corrido tumbado llegó a nuestros sistemas de sonido, ya existía una audiencia lista para apropiárselo. Quienes con moralina institucional se quejan de sus letras, lo mismo que quienes reivindican el derecho a la vida bandida del anarcocapitalismo salvaje, olvidan un par de detalles. El primero, que las canciones son cuentos: piezas ambiguas de ficción y no ficción. Y el segundo, que las personas vivimos un día sí y otro también en la zozobra y a la espera de fantasías de rescate, el anhelo de que nuestra realidad cotidiana sea una imposición absurda del destino (el mito de Cenicienta, el tópico del príncipe abandonado por accidente en tierras ignotas), un error que de un momento a otro será reparado para devolvernos la alta dignidad que nos corresponde. Vivimos en un mundo en el que las relaciones parasociales condicionan cada vez más el carácter de las relaciones interpersonales.

La matriz de la música norteña. Aurora, Carlos, Paty, Juan, la familia formada por Adriana, Juan y Jiren, Titali, Aylin y Daniel, a la salida de un festival. Todos son apasionados de la música norteña, a secas, sin apellidos (fotos: Cristopher Rogel Blanquet).

Si se me permitiera una audaz digresión y salto en el tiempo, diría que estos versos de Paul McCartney describen una recurrente fantasía de rescate de principios del siglo XXI: “Asked a girl what she wanted to be. / She said: ‘Baby, can’t you see? / I wanna be famous, / a star of the screen’”. Pienso que pocas generaciones humanas han tenido un sentimiento tan cercano a la fama y el éxito instantáneos como el que experimentan millennials y centennials, y esa es una de las claves de su angustia. Hay razones para este anhelo: el mundo digital, la cultura influencer, las criptomonedas, el engagement en redes sociales, los reality shows, la masificación de estilos musicales otrora periféricos y, desde luego, el auge transnacional y mediático del crimen organizado. Sin embargo, y como continúa diciendo Paul McCartney en su canción para The Beatles: “But you can do something in between. / Baby, you can drive my car”. Ciertas fantasías de rescate, aunque influidas por la liquidez de las pantallas, se practican de lunes a viernes en el enfadoso ámbito de la movilidad urbana, detrás del volante de un Uber o ante el mostrador de un expendio de yogurt.

Las cosas que compras en línea mediante un cómodo clic no las entregan a tu puerta ni Alexa ni FedEx, las trae un mensajero. El geolocalizador que indica a qué distancia está tu inDrive o tu DiDi es menos real (tal vez la realidad esté sobrevalorada, pero ese es otro asunto) que el conductor que llegará en un auto rojo a recogerte en seis minutos. Esto era así desde antes de la pandemia, pero el covid-19 vino a darle un booster a tales narrativas. En 2020, muchas personas pudimos acogernos a la locura del encierro y la distancia social. Otras, en cambio, tuvieron que dar servicios detrás de tapabocas, acudieron a líneas de ensamblaje en las fábricas, transportaron encargos ajenos por avenidas desiertas, despacharon en hospitales o estaciones de policía, traficaron con todo tipo de artículos: desde drogas ilegales hasta cortinas, mascotas, sashimi a domicilio. Tuvieron que mantener en movimiento las ruedas. Muchas de estas personas son jóvenes, y en parte por eso querían estar afuera. La mayoría ganó (y sigue ganando) salarios miserables. Cambiaron, como quien vende su alma al Diablo, las posibilidades de movilidad social por una inmediata movilidad territorial, urbana. Lo que llamo uberización de la realidad es esta forma de subempleo o autoempleo fallido que promete fortunas rápidas mientras exprime no solo el tiempo y la fuerza y los derechos laborales de las personas: también sus fantasías de rescate y sus delirios de grandeza.

Durante este periodo, la pulsión de ser propietarios privilegiados del tránsito y el outdoors experimentada por muchos centennials y algunos millennials se conectó emocionalmente con las atmósferas de movilidad faraónica que abundan en los corridos tumbados: “Levantando el vuelo voy”, “La fuerza tocándome por la izquierda”, “Mercedes-AMG Clase G 63”, “Si ven que voy en putiza por el freeway es porque ando bien”, “Se encienden las turbinas, ya va a despegar la pista, / va con rumbo a la oficina / negocios que tienen vista, / va a volar”, etcétera. Esto, desde luego, no termina de explicar el auge repentino de la música bélica, pero sí me parece un factor determinante de su éxito.

En su libro más reciente, El último show del Elegante Joan (Literatura Random House, 2024), Luis Humberto Crosthwaite incluye el cuento “Corrido”. En él, Eric Yair, un montacarguista que vive en un barrio periférico, despierta una mañana con la música y la letra de una canción inédita rondando su cerebro. Eric Yair se parece a muchos jóvenes del rumbo: es el hermano mayor, gana muy poco, trabaja para ayudar a su madre a sostener la casa. Pero también es distinto: no es el clásico castroso que se sienta en la esquina a ver a quién jode mientras bebe caguama o fuma piedra, él trabaja turnos largos mientras idea letras de corridos que hablan de apoyo, lealtad, familia, respeto, vatillos comprometidos que lo escoltan cuando —en su mundo imaginario— se convierte en “el patrón”. Otro rasgo que diferencia a Eric Yair de los gandallas que lo acarrillan cuando pasa junto a la esquina es que le gustan los chicos, no las chicas. En un pasaje que resume la pulsión del corrido tumbado como fantasía de rescate, Crosthwaite rompe la diégesis para lanzar una mirada cómplice a su personaje:

No quiero subestimarlo. Después de escuchar tantas canciones que le gustaban, se había percatado de que eran historia de vida, ¿historias inventadas? Se preguntó si era verdad lo que cantaban esos plebes famosos que, según ellos, usaban pura ropa Versace, relojes Rolex y vivían por la ley de sus Glocks y sus cuernos de chivo. Pensó que no podía ser así, que eran plebes normales, talentosos como él, buenos para la inventada, puras fantasías de chamaco.

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En diciembre de 2024, un chofer de la UdeG me trasladó de la FIL Guadalajara a la central de autobuses. Era un chico de quizá 25 años, flaco y fumador, con las sienes tatuadas y rapadas. Venía escuchando música bélica. Mientras circulábamos entre el tráfico de Mariano Otero y la calzada Lázaro Cárdenas, me percaté de un gesto suyo peculiar: solo dejaba trozos de las canciones. No es que estuviera buscando algo, sino que ponía un tema, lo tarareaba durante cerca de un minuto, luego pasaba al siguiente, y así durante todo el trayecto. El estéreo del auto tenía una pantalla con diminutos videos musicales, de modo que el paso de una melodía a otra era marcado por el índice de la mano derecha del conductor: un gesto idéntico al que hace quien escrolea en el Insta. Desde esa vez he puesto atención y he notado que la práctica es más recurrente de lo que creía en muchísimos jóvenes —entre ellos mi hijo Arturo, que fue quien me introdujo en este tipo de música—.

Pienso que, acordes al espíritu de su tiempo, los corridos tumbados han dejado de ser historias para devenir stories: no relatos, sino atmósferas. Los modos de consumo musical están íntimamente relacionados con los mecanismos de composición, y tal vez sea este el primer síntoma de desgaste del subgénero.

Un estereotipo interesante para mirar a contraluz la última década es El Faramalloso: aquel que se jacta, se exhibe como gallo de pelea, se coloca de manera personal como ejemplo de grandeza para el otro. El Faramalloso tiene un amplio abanico social, desde Roberto Palazuelos en traje de mirrey hasta Milei o Donald Trump en investidura de mandatario. Su expresión barrializada es el protagonista y narrador en primera persona del corrido tumbado posterior a la pandemia, que se radicalizó y dejó atrás su aura de tristeza tóxica (“Morras tengo varias, / no quiero a ninguna, / buscan el dinero, / no es por ser culero”) para sustituirla por codicia malillosa (“Me enamoró el dinero, quiero, quiero y quiero más”) y letanías de marcas de ropa y accesorios que recuerdan por momentos a Patrick Bateman, el noventero personaje de la novela American Psycho

Las enumeraciones dejan cada vez menos espacio para la narrativa; son como stories con demasiados filtros. Y, aunque aún se producen temas afortunados en los que crípticas referencias a drogas y capos trazan hallazgos métricos y retratos fluidos (por ejemplo “El azul”, de Junior H y Peso Pluma, o “Presidente”, de Natanael con Gabito Ballesteros, Luis R Conriquez y Netón Vega), percibo en los lanzamientos de 2024 una crisis de experiencia e imaginación. Éxodo, el celebrado álbum doble de Peso Pluma, tiene (así se dice ahora) altos valores de producción, pero su primera mitad me resulta monótona, salvo por “La patrulla”. Pienso que “La People II”, de plano, funcionaría perfecto si fuera un tema instrumental. Algo parecido me sucede con “Put ‘em in the Fridge” (viene en el disco dos): entra Cardi B y yo ya no quiero seguir escuchando las rimas de Peso Pluma, sino las de ella.

¿Cuál es el futuro de las canciones bélicas? Su evolución, por supuesto, me parece inevitable. Pienso que, de seguir siendo las disqueras quienes lleven la batuta en las líneas de cambio, el enfoque será cada vez más el de los valores de producción: sacar huevos de oro hasta que la gallina se seque. Tal vez en este rasgo la cohorte de músicos del corrido tumbado se parezca más a las estrellas de rocanrol de los años cincuenta que a otros artistas pop contemporáneos suyos, como Rosalía o Bad Bunny, cuyos álbumes recientes tienen una estructura elaborada y muestran un mayor control del aspecto creativo.

En ese contexto, me resulta interesante la decisión de Natanael Cano de versionar “Ya te olvidé”, un tema de Marco Antonio Solís interpretado originalmente por Rocío Dúrcal y después por Yuridia. Las dos primeras grabaciones cuentan con voces femeninas potentes y una instrumentación engolada, con visos sublimes. La de Nata, en cambio, es una interpretación desnuda, cantada casi con la reserva de la batería; “el anti-show”, dice un amigo. Eso es precisamente lo que me interesa, porque olvidar un gran amor (es de lo que habla la letra) siempre lo deja a uno cansado. Me pregunto si el gran amor aquí será una morra, será la fama u otra cosa: la fantasía belicona pospandémica. En cualquier caso, Nata sigue pareciéndome un poquito visionario al hacerle un guiño al Buki. No conozco artista al que le haya ido mal cuando, desgastado su presente, volteó a ver la tradición.

Algo para todos: asistentes al festival de música regional mexicana Arre, en la Ciudad de México, en septiembre de 2024. Es significativo que las cabezas de cartel hayan sido Los Tigres del Norte y Junior H (foto: Félix Márquez).

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Disfruta lo bueno, mientras dura. Natanael Cano, acaso el más listo de la clase, el más visionario en la generación del corrido tumbado. Aquí posa en un ‘detrás de cámaras’ durante la grabación de un video musical. (Foto: Fernanda Vizuett).
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Tiempo de Lectura: 00 min

Corridos tumbados, movilidad emocional y fantasías de rescate.

El domingo 19 de febrero de 2023, el cantante Peso Pluma se presentó en Saltillo, la ciudad donde vivo, en el recinto La Mitotera Disco-Bar, con un aforo para 5 000 personas. Los boletos costaron 350 pesos en preventa. Algunos de quienes asistieron al concierto me han dicho que no estuvo desangelado, pero tampoco a reventar.

Más o menos por las mismas fechas, yo colaboraba en un proyecto de ficción con autores de la Ciudad de México. Puesto que nuestro relato se conectaba con la historia de la música norteña, envié a mis compañeros por WhatsApp un par de rolas bélicas: “Se encienden las turbinas” de Aldo Trujillo y “Disfruto lo malo” de Junior H y Natanael Cano. Mi idea era explorar el trasfondo sonoro del más joven de nuestros personajes. Ninguno de mis colegas dio acuse de recibo, quizá porque en ese momento los corridos tumbados estaban fuera de su radar.

Lo que vino enseguida —menos de un mes después— resultó vertiginoso y, sin embargo, calculado. El viernes 17 de marzo, la agrupación Eslabón Armado lanzó el sencillo “Ella baila sola”, compuesto por Pedro Tovar y grabado en colaboración con Peso Pluma. El viernes 7 de abril, DEL Records colgó en YouTube el video oficial de este tema, con una estética visual que remite a las historias de gangsters de la Prohibición y a la película The Great Gatsby de Baz Luhrmann. El viernes 14 de abril, Peso Pluma conquistó al público del festival Coachella como invitado de la cantante Becky G. Dos viernes más adelante, el 28 de abril, Peso Pluma interpretó “Ella baila sola” —con la polémica ausencia de Eslabón Armado— en The Tonight Show Starring Jimmy Fallon. Unos días después, mis amigos coescritores del proyecto de ficción —que seguían sin advertir las canciones que envié dos meses atrás— dijeron: “¿Ya escuchaste los corridos tumbados? ¡Tenemos que hacerlos parte de nuestro relato!”. Así empezó la explotación global de este subgénero, cuyo desgaste me parece tan veloz como su ascenso.

Te recomendamos leer: La vida en el espacio-tiempo de Los Tigres del Norte

Al margen de mis prejuicios contra el algoritmo payola que infló a Peso Pluma, el corrido tumbado me interesa como música, como fenómeno estético más allá de la música, como cultura popular en una doble vertiente —regional y global— y, sobre todo, como imagen dialéctica de la era pospandémica, un mundo uberizado donde la movilidad territorial sustituyó emocionalmente a la movilidad social. Intentaré abordar algunos de estos tópicos a ritmo de ráfaga.

Tal vez la clave temprana del corrido norteño, la que mejor lo distingue de eso que llaman “regional mexicano”, no son las letras, sino el sonido del acordeón en compañía de bajo sexto que utilizaron duetos como Los Alegres de Terán, Los Relámpagos del Norte, Los Cadetes de Linares, Luis y Julián y Los Invasores de Nuevo León. Este acordeón venía del zydeco en el Deep South gringo y se arraigó en el tex-mex a través de Mingo Saldívar y el Flaco Jiménez antes de chocar con México, lo que facilitó el carácter binacional de artistas como Ramón Ayala o Los Tigres del Norte (precursores estos últimos de casi todo lo nuevo: basta recordar el pace del rasgueo de Zack de la Rocha en el live feat de “Somos más americanos” para MTV en 2011, que prefigura algunas líneas de mestizaje reelaboradas más tarde por las canciones bélicas). Aquí cabe resaltar un dato geográfico: el acordeón predominó sobre todo en la música que venía del noreste.

“$ad Boyz 4 Life”: Junior H en acción. Ejemplo acabado de la identidad binacionalen los músicos de corrido tumbado (foto: Fernanda Vizuett).

En México estamos habituados a percibir el norte como una sola pieza, en parte quizá porque su construcción ideológica es un producto del centro del país. Se trata en realidad de un vasto territorio (más de 2 500 kilómetros de frontera partidos a la mitad por la Sierra Madre) con muchas similitudes, pero con diferencias culturales entre este y oeste bastante obvias para quienes vivimos acá. Por ejemplo, la música regional de la costa oeste privilegió en el siglo XX los instrumentos de viento de metal sobre el acordeón, y esto se tradujo en los noventa y la primera década del siglo XXI en el auge del sonido de banda sinaloense como contrapunto y relevo de la onda grupera gestada en Monterrey. Sin embargo, me parece que la melodía del corrido tumbado tiene un origen aún más específico: el requinto sonorense de José Miguel Montoya Rubio.

A principios de los noventa, apareció en el panorama del norte de México la música de Miguel y Miguel, grupo conformado por Miguel Angulo como primera voz y Miguel Montoya como segunda voz y requinto. El dueto —cuyo máximo éxito resultó ser “Sonora y sus ojos negros”— se caracterizó por prescindir del acordeón, sustituyendo las florituras de este por melancólicos pasajes de guitarra de 12 cuerdas que, como cualquier escucha atento puede constatar, se convertirían al paso de los años en la base punzante, simultáneamente grave y aguda, que da identidad melódica a una buena cantidad de canciones bélicas. El requinto de Montoya fue replicado durante décadas como parte de un estilo que se habría de identificar como “sierreño”. El primer acceso del sierreño a las mieles del mainstream fue “Negro y azul. The Ballad of Heisenberg” (2009), interpretada por Los Cuates de Sinaloa como parte del soundtrack de la serie Breaking Bad. Una línea adyacente de este subgénero incorporó la tuba —préstamo tomado de la banda sinaloense— en sustitución del bajo eléctrico. Esto acabó de vincular la tesitura de la música bélica a expresiones fronterizas influidas por el dubstep, como el chopped and screwed y la cumbia rebajada. 

Aquí es donde entra no Natanael Cano, sino Ariel Camacho.

Si fuera cierto que el corrido tumbado es el rocanrol del siglo XXI, el sinaloense Ariel Camacho, nacido en Guamúchil en 1992, sería algo así como su Buddy Holly: ambos artistas murieron en sus tempranos veinte, en accidentes trágicos y en plenitud de poderes como creadores y líderes de un nuevo registro del pop. La primera grabación de Ariel Camacho y Los Plebes del Rancho, “El rey de corazones”, data de 2013. Su autor tenía 21 años. Era todavía una canción epigonal, producto de la admiración hacia Miguel y Miguel. Al año siguiente, el grupo lanzó el álbum El karma, cuyo sonido es más complejo y elaborado, y cuyo tema principal, que da título al disco, desveló en 2014 la forma armónica, melódica y letrística de las canciones bélicas del presente. “El karma” es excepcional por la soltura de su versificación, el encanto del detalle (la pistola Browning, la patada en la puerta) y su economía narrativa: un hombre de origen rural se muda a Culiacán y se emplea como traficante hacia Los Ángeles, se le empieza a “ver dinero” y eso genera codicia en alguien más, su familia —sus hijas— es víctima de un secuestro exprés, el padre busca venganza, pero termina muerto en una emboscada. La vuelta de tuerca, que recuerda esos golpes de estilo a los que nos acostumbró el compositor Julián Garza, es que todo está narrado en primera persona, de modo que el final revela, rulfianamente, que lo que estuvimos escuchando desde el inicio era la voz de un difunto.

Ariel Camacho legó un puñado de canciones notables (entre ellas el bolero norteño “Hablemos”) antes de perder la vida en una carretera sinaloense por la que conducía su auto, de madrugada y a alta velocidad, en febrero de 2015, cinco meses antes de cumplir 23 años. Nunca sabremos qué habría logrado a estas alturas. Lo que sí sabemos es que su obra impactó a la siguiente generación de artistas binacionales, entre ellos Natanael Cano: si no el mejor, sí el más visionario de esta cohorte de músicos.

Para 2017, el subgénero sierreño, empapado de atmósfera dubstep e influido por el rap, la música urbana y referencias al sexo y las drogas, tenía ya un sonido distintivo, pero le faltaba un branding. Agrupaciones estadounidenses como T3R Elemento, Legado 7, Fuerza Regida y Eslabón Armado habían intentado sin éxito centrar su identidad en nociones como “corridos verdes”, “corrido triste” y “sierreño urbano”. Fue Nata quien, en 2019, acuñó el concepto ganador a través del título de su segundo álbum de estudio: Corridos tumbados. Parte del appeal es la amplitud sensible de la palabra “tumbado”, que en el barrio aplica al modo de vestir, el beat musical, el estilo de baile, la manera de caminar, el estado de ánimo —una especie de melancolía eufórica—, la competencia erótica (“le tumbé una morra”), la rapiña y los niveles de consumo de sustancias: “Ando bien tumbado, / los ojos cerrados, / la nariz polveando”. También está el acierto de Jimmy Humilde, productor ejecutivo, quien concertó para este disco feats de buen nivel: Junior H y Dan Sánchez (y de nivel regular: Nueva Era). Corridos tumbados no es el álbum más exitoso del subgénero, pero sí el que prefiero, debido en parte a sus carencias. Los personajes no son, como dice un meme, “güeyes que tienen un chingo de varo y un chingo de viejas y les arrastra la verga”. Todavía no: acaban de salir del barrio y vuelven para taparle el hocico a quien los despreció, como se escucha en “Iniciales al (Porte fino)”. La vanidad y el peligro aún no los deshumanizan: “No se me agüite, mejor péguese un baile con la niña de allá”, dice “El drip”. “El de la codeína” (que no viene en este disco, pero pertenece también a 2019) denota cierta ingenuidad marginal para ponerse hasta el culo con cualquier droga a la mano. Otras dos canciones (“El Nayer” y “Ahora”) hablan de oficios barriales en tránsito hacia el éxito: tatuar y grafitear. El título del tercer track es un oxímoron que resume el hondo viaje del anhelo de hacerla al vacío de haberla hecho: “Disfruto lo malo”.

Cuando el corrido tumbado llegó a nuestros sistemas de sonido, ya existía una audiencia lista para apropiárselo. Quienes con moralina institucional se quejan de sus letras, lo mismo que quienes reivindican el derecho a la vida bandida del anarcocapitalismo salvaje, olvidan un par de detalles. El primero, que las canciones son cuentos: piezas ambiguas de ficción y no ficción. Y el segundo, que las personas vivimos un día sí y otro también en la zozobra y a la espera de fantasías de rescate, el anhelo de que nuestra realidad cotidiana sea una imposición absurda del destino (el mito de Cenicienta, el tópico del príncipe abandonado por accidente en tierras ignotas), un error que de un momento a otro será reparado para devolvernos la alta dignidad que nos corresponde. Vivimos en un mundo en el que las relaciones parasociales condicionan cada vez más el carácter de las relaciones interpersonales.

La matriz de la música norteña. Aurora, Carlos, Paty, Juan, la familia formada por Adriana, Juan y Jiren, Titali, Aylin y Daniel, a la salida de un festival. Todos son apasionados de la música norteña, a secas, sin apellidos (fotos: Cristopher Rogel Blanquet).

Si se me permitiera una audaz digresión y salto en el tiempo, diría que estos versos de Paul McCartney describen una recurrente fantasía de rescate de principios del siglo XXI: “Asked a girl what she wanted to be. / She said: ‘Baby, can’t you see? / I wanna be famous, / a star of the screen’”. Pienso que pocas generaciones humanas han tenido un sentimiento tan cercano a la fama y el éxito instantáneos como el que experimentan millennials y centennials, y esa es una de las claves de su angustia. Hay razones para este anhelo: el mundo digital, la cultura influencer, las criptomonedas, el engagement en redes sociales, los reality shows, la masificación de estilos musicales otrora periféricos y, desde luego, el auge transnacional y mediático del crimen organizado. Sin embargo, y como continúa diciendo Paul McCartney en su canción para The Beatles: “But you can do something in between. / Baby, you can drive my car”. Ciertas fantasías de rescate, aunque influidas por la liquidez de las pantallas, se practican de lunes a viernes en el enfadoso ámbito de la movilidad urbana, detrás del volante de un Uber o ante el mostrador de un expendio de yogurt.

Las cosas que compras en línea mediante un cómodo clic no las entregan a tu puerta ni Alexa ni FedEx, las trae un mensajero. El geolocalizador que indica a qué distancia está tu inDrive o tu DiDi es menos real (tal vez la realidad esté sobrevalorada, pero ese es otro asunto) que el conductor que llegará en un auto rojo a recogerte en seis minutos. Esto era así desde antes de la pandemia, pero el covid-19 vino a darle un booster a tales narrativas. En 2020, muchas personas pudimos acogernos a la locura del encierro y la distancia social. Otras, en cambio, tuvieron que dar servicios detrás de tapabocas, acudieron a líneas de ensamblaje en las fábricas, transportaron encargos ajenos por avenidas desiertas, despacharon en hospitales o estaciones de policía, traficaron con todo tipo de artículos: desde drogas ilegales hasta cortinas, mascotas, sashimi a domicilio. Tuvieron que mantener en movimiento las ruedas. Muchas de estas personas son jóvenes, y en parte por eso querían estar afuera. La mayoría ganó (y sigue ganando) salarios miserables. Cambiaron, como quien vende su alma al Diablo, las posibilidades de movilidad social por una inmediata movilidad territorial, urbana. Lo que llamo uberización de la realidad es esta forma de subempleo o autoempleo fallido que promete fortunas rápidas mientras exprime no solo el tiempo y la fuerza y los derechos laborales de las personas: también sus fantasías de rescate y sus delirios de grandeza.

Durante este periodo, la pulsión de ser propietarios privilegiados del tránsito y el outdoors experimentada por muchos centennials y algunos millennials se conectó emocionalmente con las atmósferas de movilidad faraónica que abundan en los corridos tumbados: “Levantando el vuelo voy”, “La fuerza tocándome por la izquierda”, “Mercedes-AMG Clase G 63”, “Si ven que voy en putiza por el freeway es porque ando bien”, “Se encienden las turbinas, ya va a despegar la pista, / va con rumbo a la oficina / negocios que tienen vista, / va a volar”, etcétera. Esto, desde luego, no termina de explicar el auge repentino de la música bélica, pero sí me parece un factor determinante de su éxito.

En su libro más reciente, El último show del Elegante Joan (Literatura Random House, 2024), Luis Humberto Crosthwaite incluye el cuento “Corrido”. En él, Eric Yair, un montacarguista que vive en un barrio periférico, despierta una mañana con la música y la letra de una canción inédita rondando su cerebro. Eric Yair se parece a muchos jóvenes del rumbo: es el hermano mayor, gana muy poco, trabaja para ayudar a su madre a sostener la casa. Pero también es distinto: no es el clásico castroso que se sienta en la esquina a ver a quién jode mientras bebe caguama o fuma piedra, él trabaja turnos largos mientras idea letras de corridos que hablan de apoyo, lealtad, familia, respeto, vatillos comprometidos que lo escoltan cuando —en su mundo imaginario— se convierte en “el patrón”. Otro rasgo que diferencia a Eric Yair de los gandallas que lo acarrillan cuando pasa junto a la esquina es que le gustan los chicos, no las chicas. En un pasaje que resume la pulsión del corrido tumbado como fantasía de rescate, Crosthwaite rompe la diégesis para lanzar una mirada cómplice a su personaje:

No quiero subestimarlo. Después de escuchar tantas canciones que le gustaban, se había percatado de que eran historia de vida, ¿historias inventadas? Se preguntó si era verdad lo que cantaban esos plebes famosos que, según ellos, usaban pura ropa Versace, relojes Rolex y vivían por la ley de sus Glocks y sus cuernos de chivo. Pensó que no podía ser así, que eran plebes normales, talentosos como él, buenos para la inventada, puras fantasías de chamaco.

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En diciembre de 2024, un chofer de la UdeG me trasladó de la FIL Guadalajara a la central de autobuses. Era un chico de quizá 25 años, flaco y fumador, con las sienes tatuadas y rapadas. Venía escuchando música bélica. Mientras circulábamos entre el tráfico de Mariano Otero y la calzada Lázaro Cárdenas, me percaté de un gesto suyo peculiar: solo dejaba trozos de las canciones. No es que estuviera buscando algo, sino que ponía un tema, lo tarareaba durante cerca de un minuto, luego pasaba al siguiente, y así durante todo el trayecto. El estéreo del auto tenía una pantalla con diminutos videos musicales, de modo que el paso de una melodía a otra era marcado por el índice de la mano derecha del conductor: un gesto idéntico al que hace quien escrolea en el Insta. Desde esa vez he puesto atención y he notado que la práctica es más recurrente de lo que creía en muchísimos jóvenes —entre ellos mi hijo Arturo, que fue quien me introdujo en este tipo de música—.

Pienso que, acordes al espíritu de su tiempo, los corridos tumbados han dejado de ser historias para devenir stories: no relatos, sino atmósferas. Los modos de consumo musical están íntimamente relacionados con los mecanismos de composición, y tal vez sea este el primer síntoma de desgaste del subgénero.

Un estereotipo interesante para mirar a contraluz la última década es El Faramalloso: aquel que se jacta, se exhibe como gallo de pelea, se coloca de manera personal como ejemplo de grandeza para el otro. El Faramalloso tiene un amplio abanico social, desde Roberto Palazuelos en traje de mirrey hasta Milei o Donald Trump en investidura de mandatario. Su expresión barrializada es el protagonista y narrador en primera persona del corrido tumbado posterior a la pandemia, que se radicalizó y dejó atrás su aura de tristeza tóxica (“Morras tengo varias, / no quiero a ninguna, / buscan el dinero, / no es por ser culero”) para sustituirla por codicia malillosa (“Me enamoró el dinero, quiero, quiero y quiero más”) y letanías de marcas de ropa y accesorios que recuerdan por momentos a Patrick Bateman, el noventero personaje de la novela American Psycho

Las enumeraciones dejan cada vez menos espacio para la narrativa; son como stories con demasiados filtros. Y, aunque aún se producen temas afortunados en los que crípticas referencias a drogas y capos trazan hallazgos métricos y retratos fluidos (por ejemplo “El azul”, de Junior H y Peso Pluma, o “Presidente”, de Natanael con Gabito Ballesteros, Luis R Conriquez y Netón Vega), percibo en los lanzamientos de 2024 una crisis de experiencia e imaginación. Éxodo, el celebrado álbum doble de Peso Pluma, tiene (así se dice ahora) altos valores de producción, pero su primera mitad me resulta monótona, salvo por “La patrulla”. Pienso que “La People II”, de plano, funcionaría perfecto si fuera un tema instrumental. Algo parecido me sucede con “Put ‘em in the Fridge” (viene en el disco dos): entra Cardi B y yo ya no quiero seguir escuchando las rimas de Peso Pluma, sino las de ella.

¿Cuál es el futuro de las canciones bélicas? Su evolución, por supuesto, me parece inevitable. Pienso que, de seguir siendo las disqueras quienes lleven la batuta en las líneas de cambio, el enfoque será cada vez más el de los valores de producción: sacar huevos de oro hasta que la gallina se seque. Tal vez en este rasgo la cohorte de músicos del corrido tumbado se parezca más a las estrellas de rocanrol de los años cincuenta que a otros artistas pop contemporáneos suyos, como Rosalía o Bad Bunny, cuyos álbumes recientes tienen una estructura elaborada y muestran un mayor control del aspecto creativo.

En ese contexto, me resulta interesante la decisión de Natanael Cano de versionar “Ya te olvidé”, un tema de Marco Antonio Solís interpretado originalmente por Rocío Dúrcal y después por Yuridia. Las dos primeras grabaciones cuentan con voces femeninas potentes y una instrumentación engolada, con visos sublimes. La de Nata, en cambio, es una interpretación desnuda, cantada casi con la reserva de la batería; “el anti-show”, dice un amigo. Eso es precisamente lo que me interesa, porque olvidar un gran amor (es de lo que habla la letra) siempre lo deja a uno cansado. Me pregunto si el gran amor aquí será una morra, será la fama u otra cosa: la fantasía belicona pospandémica. En cualquier caso, Nata sigue pareciéndome un poquito visionario al hacerle un guiño al Buki. No conozco artista al que le haya ido mal cuando, desgastado su presente, volteó a ver la tradición.

Algo para todos: asistentes al festival de música regional mexicana Arre, en la Ciudad de México, en septiembre de 2024. Es significativo que las cabezas de cartel hayan sido Los Tigres del Norte y Junior H (foto: Félix Márquez).

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Yendo a la guerra en Uber

Yendo a la guerra en Uber

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25
2025
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Corridos tumbados, movilidad emocional y fantasías de rescate.

El domingo 19 de febrero de 2023, el cantante Peso Pluma se presentó en Saltillo, la ciudad donde vivo, en el recinto La Mitotera Disco-Bar, con un aforo para 5 000 personas. Los boletos costaron 350 pesos en preventa. Algunos de quienes asistieron al concierto me han dicho que no estuvo desangelado, pero tampoco a reventar.

Más o menos por las mismas fechas, yo colaboraba en un proyecto de ficción con autores de la Ciudad de México. Puesto que nuestro relato se conectaba con la historia de la música norteña, envié a mis compañeros por WhatsApp un par de rolas bélicas: “Se encienden las turbinas” de Aldo Trujillo y “Disfruto lo malo” de Junior H y Natanael Cano. Mi idea era explorar el trasfondo sonoro del más joven de nuestros personajes. Ninguno de mis colegas dio acuse de recibo, quizá porque en ese momento los corridos tumbados estaban fuera de su radar.

Lo que vino enseguida —menos de un mes después— resultó vertiginoso y, sin embargo, calculado. El viernes 17 de marzo, la agrupación Eslabón Armado lanzó el sencillo “Ella baila sola”, compuesto por Pedro Tovar y grabado en colaboración con Peso Pluma. El viernes 7 de abril, DEL Records colgó en YouTube el video oficial de este tema, con una estética visual que remite a las historias de gangsters de la Prohibición y a la película The Great Gatsby de Baz Luhrmann. El viernes 14 de abril, Peso Pluma conquistó al público del festival Coachella como invitado de la cantante Becky G. Dos viernes más adelante, el 28 de abril, Peso Pluma interpretó “Ella baila sola” —con la polémica ausencia de Eslabón Armado— en The Tonight Show Starring Jimmy Fallon. Unos días después, mis amigos coescritores del proyecto de ficción —que seguían sin advertir las canciones que envié dos meses atrás— dijeron: “¿Ya escuchaste los corridos tumbados? ¡Tenemos que hacerlos parte de nuestro relato!”. Así empezó la explotación global de este subgénero, cuyo desgaste me parece tan veloz como su ascenso.

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Al margen de mis prejuicios contra el algoritmo payola que infló a Peso Pluma, el corrido tumbado me interesa como música, como fenómeno estético más allá de la música, como cultura popular en una doble vertiente —regional y global— y, sobre todo, como imagen dialéctica de la era pospandémica, un mundo uberizado donde la movilidad territorial sustituyó emocionalmente a la movilidad social. Intentaré abordar algunos de estos tópicos a ritmo de ráfaga.

Tal vez la clave temprana del corrido norteño, la que mejor lo distingue de eso que llaman “regional mexicano”, no son las letras, sino el sonido del acordeón en compañía de bajo sexto que utilizaron duetos como Los Alegres de Terán, Los Relámpagos del Norte, Los Cadetes de Linares, Luis y Julián y Los Invasores de Nuevo León. Este acordeón venía del zydeco en el Deep South gringo y se arraigó en el tex-mex a través de Mingo Saldívar y el Flaco Jiménez antes de chocar con México, lo que facilitó el carácter binacional de artistas como Ramón Ayala o Los Tigres del Norte (precursores estos últimos de casi todo lo nuevo: basta recordar el pace del rasgueo de Zack de la Rocha en el live feat de “Somos más americanos” para MTV en 2011, que prefigura algunas líneas de mestizaje reelaboradas más tarde por las canciones bélicas). Aquí cabe resaltar un dato geográfico: el acordeón predominó sobre todo en la música que venía del noreste.

“$ad Boyz 4 Life”: Junior H en acción. Ejemplo acabado de la identidad binacionalen los músicos de corrido tumbado (foto: Fernanda Vizuett).

En México estamos habituados a percibir el norte como una sola pieza, en parte quizá porque su construcción ideológica es un producto del centro del país. Se trata en realidad de un vasto territorio (más de 2 500 kilómetros de frontera partidos a la mitad por la Sierra Madre) con muchas similitudes, pero con diferencias culturales entre este y oeste bastante obvias para quienes vivimos acá. Por ejemplo, la música regional de la costa oeste privilegió en el siglo XX los instrumentos de viento de metal sobre el acordeón, y esto se tradujo en los noventa y la primera década del siglo XXI en el auge del sonido de banda sinaloense como contrapunto y relevo de la onda grupera gestada en Monterrey. Sin embargo, me parece que la melodía del corrido tumbado tiene un origen aún más específico: el requinto sonorense de José Miguel Montoya Rubio.

A principios de los noventa, apareció en el panorama del norte de México la música de Miguel y Miguel, grupo conformado por Miguel Angulo como primera voz y Miguel Montoya como segunda voz y requinto. El dueto —cuyo máximo éxito resultó ser “Sonora y sus ojos negros”— se caracterizó por prescindir del acordeón, sustituyendo las florituras de este por melancólicos pasajes de guitarra de 12 cuerdas que, como cualquier escucha atento puede constatar, se convertirían al paso de los años en la base punzante, simultáneamente grave y aguda, que da identidad melódica a una buena cantidad de canciones bélicas. El requinto de Montoya fue replicado durante décadas como parte de un estilo que se habría de identificar como “sierreño”. El primer acceso del sierreño a las mieles del mainstream fue “Negro y azul. The Ballad of Heisenberg” (2009), interpretada por Los Cuates de Sinaloa como parte del soundtrack de la serie Breaking Bad. Una línea adyacente de este subgénero incorporó la tuba —préstamo tomado de la banda sinaloense— en sustitución del bajo eléctrico. Esto acabó de vincular la tesitura de la música bélica a expresiones fronterizas influidas por el dubstep, como el chopped and screwed y la cumbia rebajada. 

Aquí es donde entra no Natanael Cano, sino Ariel Camacho.

Si fuera cierto que el corrido tumbado es el rocanrol del siglo XXI, el sinaloense Ariel Camacho, nacido en Guamúchil en 1992, sería algo así como su Buddy Holly: ambos artistas murieron en sus tempranos veinte, en accidentes trágicos y en plenitud de poderes como creadores y líderes de un nuevo registro del pop. La primera grabación de Ariel Camacho y Los Plebes del Rancho, “El rey de corazones”, data de 2013. Su autor tenía 21 años. Era todavía una canción epigonal, producto de la admiración hacia Miguel y Miguel. Al año siguiente, el grupo lanzó el álbum El karma, cuyo sonido es más complejo y elaborado, y cuyo tema principal, que da título al disco, desveló en 2014 la forma armónica, melódica y letrística de las canciones bélicas del presente. “El karma” es excepcional por la soltura de su versificación, el encanto del detalle (la pistola Browning, la patada en la puerta) y su economía narrativa: un hombre de origen rural se muda a Culiacán y se emplea como traficante hacia Los Ángeles, se le empieza a “ver dinero” y eso genera codicia en alguien más, su familia —sus hijas— es víctima de un secuestro exprés, el padre busca venganza, pero termina muerto en una emboscada. La vuelta de tuerca, que recuerda esos golpes de estilo a los que nos acostumbró el compositor Julián Garza, es que todo está narrado en primera persona, de modo que el final revela, rulfianamente, que lo que estuvimos escuchando desde el inicio era la voz de un difunto.

Ariel Camacho legó un puñado de canciones notables (entre ellas el bolero norteño “Hablemos”) antes de perder la vida en una carretera sinaloense por la que conducía su auto, de madrugada y a alta velocidad, en febrero de 2015, cinco meses antes de cumplir 23 años. Nunca sabremos qué habría logrado a estas alturas. Lo que sí sabemos es que su obra impactó a la siguiente generación de artistas binacionales, entre ellos Natanael Cano: si no el mejor, sí el más visionario de esta cohorte de músicos.

Para 2017, el subgénero sierreño, empapado de atmósfera dubstep e influido por el rap, la música urbana y referencias al sexo y las drogas, tenía ya un sonido distintivo, pero le faltaba un branding. Agrupaciones estadounidenses como T3R Elemento, Legado 7, Fuerza Regida y Eslabón Armado habían intentado sin éxito centrar su identidad en nociones como “corridos verdes”, “corrido triste” y “sierreño urbano”. Fue Nata quien, en 2019, acuñó el concepto ganador a través del título de su segundo álbum de estudio: Corridos tumbados. Parte del appeal es la amplitud sensible de la palabra “tumbado”, que en el barrio aplica al modo de vestir, el beat musical, el estilo de baile, la manera de caminar, el estado de ánimo —una especie de melancolía eufórica—, la competencia erótica (“le tumbé una morra”), la rapiña y los niveles de consumo de sustancias: “Ando bien tumbado, / los ojos cerrados, / la nariz polveando”. También está el acierto de Jimmy Humilde, productor ejecutivo, quien concertó para este disco feats de buen nivel: Junior H y Dan Sánchez (y de nivel regular: Nueva Era). Corridos tumbados no es el álbum más exitoso del subgénero, pero sí el que prefiero, debido en parte a sus carencias. Los personajes no son, como dice un meme, “güeyes que tienen un chingo de varo y un chingo de viejas y les arrastra la verga”. Todavía no: acaban de salir del barrio y vuelven para taparle el hocico a quien los despreció, como se escucha en “Iniciales al (Porte fino)”. La vanidad y el peligro aún no los deshumanizan: “No se me agüite, mejor péguese un baile con la niña de allá”, dice “El drip”. “El de la codeína” (que no viene en este disco, pero pertenece también a 2019) denota cierta ingenuidad marginal para ponerse hasta el culo con cualquier droga a la mano. Otras dos canciones (“El Nayer” y “Ahora”) hablan de oficios barriales en tránsito hacia el éxito: tatuar y grafitear. El título del tercer track es un oxímoron que resume el hondo viaje del anhelo de hacerla al vacío de haberla hecho: “Disfruto lo malo”.

Cuando el corrido tumbado llegó a nuestros sistemas de sonido, ya existía una audiencia lista para apropiárselo. Quienes con moralina institucional se quejan de sus letras, lo mismo que quienes reivindican el derecho a la vida bandida del anarcocapitalismo salvaje, olvidan un par de detalles. El primero, que las canciones son cuentos: piezas ambiguas de ficción y no ficción. Y el segundo, que las personas vivimos un día sí y otro también en la zozobra y a la espera de fantasías de rescate, el anhelo de que nuestra realidad cotidiana sea una imposición absurda del destino (el mito de Cenicienta, el tópico del príncipe abandonado por accidente en tierras ignotas), un error que de un momento a otro será reparado para devolvernos la alta dignidad que nos corresponde. Vivimos en un mundo en el que las relaciones parasociales condicionan cada vez más el carácter de las relaciones interpersonales.

La matriz de la música norteña. Aurora, Carlos, Paty, Juan, la familia formada por Adriana, Juan y Jiren, Titali, Aylin y Daniel, a la salida de un festival. Todos son apasionados de la música norteña, a secas, sin apellidos (fotos: Cristopher Rogel Blanquet).

Si se me permitiera una audaz digresión y salto en el tiempo, diría que estos versos de Paul McCartney describen una recurrente fantasía de rescate de principios del siglo XXI: “Asked a girl what she wanted to be. / She said: ‘Baby, can’t you see? / I wanna be famous, / a star of the screen’”. Pienso que pocas generaciones humanas han tenido un sentimiento tan cercano a la fama y el éxito instantáneos como el que experimentan millennials y centennials, y esa es una de las claves de su angustia. Hay razones para este anhelo: el mundo digital, la cultura influencer, las criptomonedas, el engagement en redes sociales, los reality shows, la masificación de estilos musicales otrora periféricos y, desde luego, el auge transnacional y mediático del crimen organizado. Sin embargo, y como continúa diciendo Paul McCartney en su canción para The Beatles: “But you can do something in between. / Baby, you can drive my car”. Ciertas fantasías de rescate, aunque influidas por la liquidez de las pantallas, se practican de lunes a viernes en el enfadoso ámbito de la movilidad urbana, detrás del volante de un Uber o ante el mostrador de un expendio de yogurt.

Las cosas que compras en línea mediante un cómodo clic no las entregan a tu puerta ni Alexa ni FedEx, las trae un mensajero. El geolocalizador que indica a qué distancia está tu inDrive o tu DiDi es menos real (tal vez la realidad esté sobrevalorada, pero ese es otro asunto) que el conductor que llegará en un auto rojo a recogerte en seis minutos. Esto era así desde antes de la pandemia, pero el covid-19 vino a darle un booster a tales narrativas. En 2020, muchas personas pudimos acogernos a la locura del encierro y la distancia social. Otras, en cambio, tuvieron que dar servicios detrás de tapabocas, acudieron a líneas de ensamblaje en las fábricas, transportaron encargos ajenos por avenidas desiertas, despacharon en hospitales o estaciones de policía, traficaron con todo tipo de artículos: desde drogas ilegales hasta cortinas, mascotas, sashimi a domicilio. Tuvieron que mantener en movimiento las ruedas. Muchas de estas personas son jóvenes, y en parte por eso querían estar afuera. La mayoría ganó (y sigue ganando) salarios miserables. Cambiaron, como quien vende su alma al Diablo, las posibilidades de movilidad social por una inmediata movilidad territorial, urbana. Lo que llamo uberización de la realidad es esta forma de subempleo o autoempleo fallido que promete fortunas rápidas mientras exprime no solo el tiempo y la fuerza y los derechos laborales de las personas: también sus fantasías de rescate y sus delirios de grandeza.

Durante este periodo, la pulsión de ser propietarios privilegiados del tránsito y el outdoors experimentada por muchos centennials y algunos millennials se conectó emocionalmente con las atmósferas de movilidad faraónica que abundan en los corridos tumbados: “Levantando el vuelo voy”, “La fuerza tocándome por la izquierda”, “Mercedes-AMG Clase G 63”, “Si ven que voy en putiza por el freeway es porque ando bien”, “Se encienden las turbinas, ya va a despegar la pista, / va con rumbo a la oficina / negocios que tienen vista, / va a volar”, etcétera. Esto, desde luego, no termina de explicar el auge repentino de la música bélica, pero sí me parece un factor determinante de su éxito.

En su libro más reciente, El último show del Elegante Joan (Literatura Random House, 2024), Luis Humberto Crosthwaite incluye el cuento “Corrido”. En él, Eric Yair, un montacarguista que vive en un barrio periférico, despierta una mañana con la música y la letra de una canción inédita rondando su cerebro. Eric Yair se parece a muchos jóvenes del rumbo: es el hermano mayor, gana muy poco, trabaja para ayudar a su madre a sostener la casa. Pero también es distinto: no es el clásico castroso que se sienta en la esquina a ver a quién jode mientras bebe caguama o fuma piedra, él trabaja turnos largos mientras idea letras de corridos que hablan de apoyo, lealtad, familia, respeto, vatillos comprometidos que lo escoltan cuando —en su mundo imaginario— se convierte en “el patrón”. Otro rasgo que diferencia a Eric Yair de los gandallas que lo acarrillan cuando pasa junto a la esquina es que le gustan los chicos, no las chicas. En un pasaje que resume la pulsión del corrido tumbado como fantasía de rescate, Crosthwaite rompe la diégesis para lanzar una mirada cómplice a su personaje:

No quiero subestimarlo. Después de escuchar tantas canciones que le gustaban, se había percatado de que eran historia de vida, ¿historias inventadas? Se preguntó si era verdad lo que cantaban esos plebes famosos que, según ellos, usaban pura ropa Versace, relojes Rolex y vivían por la ley de sus Glocks y sus cuernos de chivo. Pensó que no podía ser así, que eran plebes normales, talentosos como él, buenos para la inventada, puras fantasías de chamaco.

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En diciembre de 2024, un chofer de la UdeG me trasladó de la FIL Guadalajara a la central de autobuses. Era un chico de quizá 25 años, flaco y fumador, con las sienes tatuadas y rapadas. Venía escuchando música bélica. Mientras circulábamos entre el tráfico de Mariano Otero y la calzada Lázaro Cárdenas, me percaté de un gesto suyo peculiar: solo dejaba trozos de las canciones. No es que estuviera buscando algo, sino que ponía un tema, lo tarareaba durante cerca de un minuto, luego pasaba al siguiente, y así durante todo el trayecto. El estéreo del auto tenía una pantalla con diminutos videos musicales, de modo que el paso de una melodía a otra era marcado por el índice de la mano derecha del conductor: un gesto idéntico al que hace quien escrolea en el Insta. Desde esa vez he puesto atención y he notado que la práctica es más recurrente de lo que creía en muchísimos jóvenes —entre ellos mi hijo Arturo, que fue quien me introdujo en este tipo de música—.

Pienso que, acordes al espíritu de su tiempo, los corridos tumbados han dejado de ser historias para devenir stories: no relatos, sino atmósferas. Los modos de consumo musical están íntimamente relacionados con los mecanismos de composición, y tal vez sea este el primer síntoma de desgaste del subgénero.

Un estereotipo interesante para mirar a contraluz la última década es El Faramalloso: aquel que se jacta, se exhibe como gallo de pelea, se coloca de manera personal como ejemplo de grandeza para el otro. El Faramalloso tiene un amplio abanico social, desde Roberto Palazuelos en traje de mirrey hasta Milei o Donald Trump en investidura de mandatario. Su expresión barrializada es el protagonista y narrador en primera persona del corrido tumbado posterior a la pandemia, que se radicalizó y dejó atrás su aura de tristeza tóxica (“Morras tengo varias, / no quiero a ninguna, / buscan el dinero, / no es por ser culero”) para sustituirla por codicia malillosa (“Me enamoró el dinero, quiero, quiero y quiero más”) y letanías de marcas de ropa y accesorios que recuerdan por momentos a Patrick Bateman, el noventero personaje de la novela American Psycho

Las enumeraciones dejan cada vez menos espacio para la narrativa; son como stories con demasiados filtros. Y, aunque aún se producen temas afortunados en los que crípticas referencias a drogas y capos trazan hallazgos métricos y retratos fluidos (por ejemplo “El azul”, de Junior H y Peso Pluma, o “Presidente”, de Natanael con Gabito Ballesteros, Luis R Conriquez y Netón Vega), percibo en los lanzamientos de 2024 una crisis de experiencia e imaginación. Éxodo, el celebrado álbum doble de Peso Pluma, tiene (así se dice ahora) altos valores de producción, pero su primera mitad me resulta monótona, salvo por “La patrulla”. Pienso que “La People II”, de plano, funcionaría perfecto si fuera un tema instrumental. Algo parecido me sucede con “Put ‘em in the Fridge” (viene en el disco dos): entra Cardi B y yo ya no quiero seguir escuchando las rimas de Peso Pluma, sino las de ella.

¿Cuál es el futuro de las canciones bélicas? Su evolución, por supuesto, me parece inevitable. Pienso que, de seguir siendo las disqueras quienes lleven la batuta en las líneas de cambio, el enfoque será cada vez más el de los valores de producción: sacar huevos de oro hasta que la gallina se seque. Tal vez en este rasgo la cohorte de músicos del corrido tumbado se parezca más a las estrellas de rocanrol de los años cincuenta que a otros artistas pop contemporáneos suyos, como Rosalía o Bad Bunny, cuyos álbumes recientes tienen una estructura elaborada y muestran un mayor control del aspecto creativo.

En ese contexto, me resulta interesante la decisión de Natanael Cano de versionar “Ya te olvidé”, un tema de Marco Antonio Solís interpretado originalmente por Rocío Dúrcal y después por Yuridia. Las dos primeras grabaciones cuentan con voces femeninas potentes y una instrumentación engolada, con visos sublimes. La de Nata, en cambio, es una interpretación desnuda, cantada casi con la reserva de la batería; “el anti-show”, dice un amigo. Eso es precisamente lo que me interesa, porque olvidar un gran amor (es de lo que habla la letra) siempre lo deja a uno cansado. Me pregunto si el gran amor aquí será una morra, será la fama u otra cosa: la fantasía belicona pospandémica. En cualquier caso, Nata sigue pareciéndome un poquito visionario al hacerle un guiño al Buki. No conozco artista al que le haya ido mal cuando, desgastado su presente, volteó a ver la tradición.

Algo para todos: asistentes al festival de música regional mexicana Arre, en la Ciudad de México, en septiembre de 2024. Es significativo que las cabezas de cartel hayan sido Los Tigres del Norte y Junior H (foto: Félix Márquez).

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Disfruta lo bueno, mientras dura. Natanael Cano, acaso el más listo de la clase, el más visionario en la generación del corrido tumbado. Aquí posa en un ‘detrás de cámaras’ durante la grabación de un video musical. (Foto: Fernanda Vizuett).

Yendo a la guerra en Uber

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Corridos tumbados, movilidad emocional y fantasías de rescate.

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El domingo 19 de febrero de 2023, el cantante Peso Pluma se presentó en Saltillo, la ciudad donde vivo, en el recinto La Mitotera Disco-Bar, con un aforo para 5 000 personas. Los boletos costaron 350 pesos en preventa. Algunos de quienes asistieron al concierto me han dicho que no estuvo desangelado, pero tampoco a reventar.

Más o menos por las mismas fechas, yo colaboraba en un proyecto de ficción con autores de la Ciudad de México. Puesto que nuestro relato se conectaba con la historia de la música norteña, envié a mis compañeros por WhatsApp un par de rolas bélicas: “Se encienden las turbinas” de Aldo Trujillo y “Disfruto lo malo” de Junior H y Natanael Cano. Mi idea era explorar el trasfondo sonoro del más joven de nuestros personajes. Ninguno de mis colegas dio acuse de recibo, quizá porque en ese momento los corridos tumbados estaban fuera de su radar.

Lo que vino enseguida —menos de un mes después— resultó vertiginoso y, sin embargo, calculado. El viernes 17 de marzo, la agrupación Eslabón Armado lanzó el sencillo “Ella baila sola”, compuesto por Pedro Tovar y grabado en colaboración con Peso Pluma. El viernes 7 de abril, DEL Records colgó en YouTube el video oficial de este tema, con una estética visual que remite a las historias de gangsters de la Prohibición y a la película The Great Gatsby de Baz Luhrmann. El viernes 14 de abril, Peso Pluma conquistó al público del festival Coachella como invitado de la cantante Becky G. Dos viernes más adelante, el 28 de abril, Peso Pluma interpretó “Ella baila sola” —con la polémica ausencia de Eslabón Armado— en The Tonight Show Starring Jimmy Fallon. Unos días después, mis amigos coescritores del proyecto de ficción —que seguían sin advertir las canciones que envié dos meses atrás— dijeron: “¿Ya escuchaste los corridos tumbados? ¡Tenemos que hacerlos parte de nuestro relato!”. Así empezó la explotación global de este subgénero, cuyo desgaste me parece tan veloz como su ascenso.

Te recomendamos leer: La vida en el espacio-tiempo de Los Tigres del Norte

Al margen de mis prejuicios contra el algoritmo payola que infló a Peso Pluma, el corrido tumbado me interesa como música, como fenómeno estético más allá de la música, como cultura popular en una doble vertiente —regional y global— y, sobre todo, como imagen dialéctica de la era pospandémica, un mundo uberizado donde la movilidad territorial sustituyó emocionalmente a la movilidad social. Intentaré abordar algunos de estos tópicos a ritmo de ráfaga.

Tal vez la clave temprana del corrido norteño, la que mejor lo distingue de eso que llaman “regional mexicano”, no son las letras, sino el sonido del acordeón en compañía de bajo sexto que utilizaron duetos como Los Alegres de Terán, Los Relámpagos del Norte, Los Cadetes de Linares, Luis y Julián y Los Invasores de Nuevo León. Este acordeón venía del zydeco en el Deep South gringo y se arraigó en el tex-mex a través de Mingo Saldívar y el Flaco Jiménez antes de chocar con México, lo que facilitó el carácter binacional de artistas como Ramón Ayala o Los Tigres del Norte (precursores estos últimos de casi todo lo nuevo: basta recordar el pace del rasgueo de Zack de la Rocha en el live feat de “Somos más americanos” para MTV en 2011, que prefigura algunas líneas de mestizaje reelaboradas más tarde por las canciones bélicas). Aquí cabe resaltar un dato geográfico: el acordeón predominó sobre todo en la música que venía del noreste.

“$ad Boyz 4 Life”: Junior H en acción. Ejemplo acabado de la identidad binacionalen los músicos de corrido tumbado (foto: Fernanda Vizuett).

En México estamos habituados a percibir el norte como una sola pieza, en parte quizá porque su construcción ideológica es un producto del centro del país. Se trata en realidad de un vasto territorio (más de 2 500 kilómetros de frontera partidos a la mitad por la Sierra Madre) con muchas similitudes, pero con diferencias culturales entre este y oeste bastante obvias para quienes vivimos acá. Por ejemplo, la música regional de la costa oeste privilegió en el siglo XX los instrumentos de viento de metal sobre el acordeón, y esto se tradujo en los noventa y la primera década del siglo XXI en el auge del sonido de banda sinaloense como contrapunto y relevo de la onda grupera gestada en Monterrey. Sin embargo, me parece que la melodía del corrido tumbado tiene un origen aún más específico: el requinto sonorense de José Miguel Montoya Rubio.

A principios de los noventa, apareció en el panorama del norte de México la música de Miguel y Miguel, grupo conformado por Miguel Angulo como primera voz y Miguel Montoya como segunda voz y requinto. El dueto —cuyo máximo éxito resultó ser “Sonora y sus ojos negros”— se caracterizó por prescindir del acordeón, sustituyendo las florituras de este por melancólicos pasajes de guitarra de 12 cuerdas que, como cualquier escucha atento puede constatar, se convertirían al paso de los años en la base punzante, simultáneamente grave y aguda, que da identidad melódica a una buena cantidad de canciones bélicas. El requinto de Montoya fue replicado durante décadas como parte de un estilo que se habría de identificar como “sierreño”. El primer acceso del sierreño a las mieles del mainstream fue “Negro y azul. The Ballad of Heisenberg” (2009), interpretada por Los Cuates de Sinaloa como parte del soundtrack de la serie Breaking Bad. Una línea adyacente de este subgénero incorporó la tuba —préstamo tomado de la banda sinaloense— en sustitución del bajo eléctrico. Esto acabó de vincular la tesitura de la música bélica a expresiones fronterizas influidas por el dubstep, como el chopped and screwed y la cumbia rebajada. 

Aquí es donde entra no Natanael Cano, sino Ariel Camacho.

Si fuera cierto que el corrido tumbado es el rocanrol del siglo XXI, el sinaloense Ariel Camacho, nacido en Guamúchil en 1992, sería algo así como su Buddy Holly: ambos artistas murieron en sus tempranos veinte, en accidentes trágicos y en plenitud de poderes como creadores y líderes de un nuevo registro del pop. La primera grabación de Ariel Camacho y Los Plebes del Rancho, “El rey de corazones”, data de 2013. Su autor tenía 21 años. Era todavía una canción epigonal, producto de la admiración hacia Miguel y Miguel. Al año siguiente, el grupo lanzó el álbum El karma, cuyo sonido es más complejo y elaborado, y cuyo tema principal, que da título al disco, desveló en 2014 la forma armónica, melódica y letrística de las canciones bélicas del presente. “El karma” es excepcional por la soltura de su versificación, el encanto del detalle (la pistola Browning, la patada en la puerta) y su economía narrativa: un hombre de origen rural se muda a Culiacán y se emplea como traficante hacia Los Ángeles, se le empieza a “ver dinero” y eso genera codicia en alguien más, su familia —sus hijas— es víctima de un secuestro exprés, el padre busca venganza, pero termina muerto en una emboscada. La vuelta de tuerca, que recuerda esos golpes de estilo a los que nos acostumbró el compositor Julián Garza, es que todo está narrado en primera persona, de modo que el final revela, rulfianamente, que lo que estuvimos escuchando desde el inicio era la voz de un difunto.

Ariel Camacho legó un puñado de canciones notables (entre ellas el bolero norteño “Hablemos”) antes de perder la vida en una carretera sinaloense por la que conducía su auto, de madrugada y a alta velocidad, en febrero de 2015, cinco meses antes de cumplir 23 años. Nunca sabremos qué habría logrado a estas alturas. Lo que sí sabemos es que su obra impactó a la siguiente generación de artistas binacionales, entre ellos Natanael Cano: si no el mejor, sí el más visionario de esta cohorte de músicos.

Para 2017, el subgénero sierreño, empapado de atmósfera dubstep e influido por el rap, la música urbana y referencias al sexo y las drogas, tenía ya un sonido distintivo, pero le faltaba un branding. Agrupaciones estadounidenses como T3R Elemento, Legado 7, Fuerza Regida y Eslabón Armado habían intentado sin éxito centrar su identidad en nociones como “corridos verdes”, “corrido triste” y “sierreño urbano”. Fue Nata quien, en 2019, acuñó el concepto ganador a través del título de su segundo álbum de estudio: Corridos tumbados. Parte del appeal es la amplitud sensible de la palabra “tumbado”, que en el barrio aplica al modo de vestir, el beat musical, el estilo de baile, la manera de caminar, el estado de ánimo —una especie de melancolía eufórica—, la competencia erótica (“le tumbé una morra”), la rapiña y los niveles de consumo de sustancias: “Ando bien tumbado, / los ojos cerrados, / la nariz polveando”. También está el acierto de Jimmy Humilde, productor ejecutivo, quien concertó para este disco feats de buen nivel: Junior H y Dan Sánchez (y de nivel regular: Nueva Era). Corridos tumbados no es el álbum más exitoso del subgénero, pero sí el que prefiero, debido en parte a sus carencias. Los personajes no son, como dice un meme, “güeyes que tienen un chingo de varo y un chingo de viejas y les arrastra la verga”. Todavía no: acaban de salir del barrio y vuelven para taparle el hocico a quien los despreció, como se escucha en “Iniciales al (Porte fino)”. La vanidad y el peligro aún no los deshumanizan: “No se me agüite, mejor péguese un baile con la niña de allá”, dice “El drip”. “El de la codeína” (que no viene en este disco, pero pertenece también a 2019) denota cierta ingenuidad marginal para ponerse hasta el culo con cualquier droga a la mano. Otras dos canciones (“El Nayer” y “Ahora”) hablan de oficios barriales en tránsito hacia el éxito: tatuar y grafitear. El título del tercer track es un oxímoron que resume el hondo viaje del anhelo de hacerla al vacío de haberla hecho: “Disfruto lo malo”.

Cuando el corrido tumbado llegó a nuestros sistemas de sonido, ya existía una audiencia lista para apropiárselo. Quienes con moralina institucional se quejan de sus letras, lo mismo que quienes reivindican el derecho a la vida bandida del anarcocapitalismo salvaje, olvidan un par de detalles. El primero, que las canciones son cuentos: piezas ambiguas de ficción y no ficción. Y el segundo, que las personas vivimos un día sí y otro también en la zozobra y a la espera de fantasías de rescate, el anhelo de que nuestra realidad cotidiana sea una imposición absurda del destino (el mito de Cenicienta, el tópico del príncipe abandonado por accidente en tierras ignotas), un error que de un momento a otro será reparado para devolvernos la alta dignidad que nos corresponde. Vivimos en un mundo en el que las relaciones parasociales condicionan cada vez más el carácter de las relaciones interpersonales.

La matriz de la música norteña. Aurora, Carlos, Paty, Juan, la familia formada por Adriana, Juan y Jiren, Titali, Aylin y Daniel, a la salida de un festival. Todos son apasionados de la música norteña, a secas, sin apellidos (fotos: Cristopher Rogel Blanquet).

Si se me permitiera una audaz digresión y salto en el tiempo, diría que estos versos de Paul McCartney describen una recurrente fantasía de rescate de principios del siglo XXI: “Asked a girl what she wanted to be. / She said: ‘Baby, can’t you see? / I wanna be famous, / a star of the screen’”. Pienso que pocas generaciones humanas han tenido un sentimiento tan cercano a la fama y el éxito instantáneos como el que experimentan millennials y centennials, y esa es una de las claves de su angustia. Hay razones para este anhelo: el mundo digital, la cultura influencer, las criptomonedas, el engagement en redes sociales, los reality shows, la masificación de estilos musicales otrora periféricos y, desde luego, el auge transnacional y mediático del crimen organizado. Sin embargo, y como continúa diciendo Paul McCartney en su canción para The Beatles: “But you can do something in between. / Baby, you can drive my car”. Ciertas fantasías de rescate, aunque influidas por la liquidez de las pantallas, se practican de lunes a viernes en el enfadoso ámbito de la movilidad urbana, detrás del volante de un Uber o ante el mostrador de un expendio de yogurt.

Las cosas que compras en línea mediante un cómodo clic no las entregan a tu puerta ni Alexa ni FedEx, las trae un mensajero. El geolocalizador que indica a qué distancia está tu inDrive o tu DiDi es menos real (tal vez la realidad esté sobrevalorada, pero ese es otro asunto) que el conductor que llegará en un auto rojo a recogerte en seis minutos. Esto era así desde antes de la pandemia, pero el covid-19 vino a darle un booster a tales narrativas. En 2020, muchas personas pudimos acogernos a la locura del encierro y la distancia social. Otras, en cambio, tuvieron que dar servicios detrás de tapabocas, acudieron a líneas de ensamblaje en las fábricas, transportaron encargos ajenos por avenidas desiertas, despacharon en hospitales o estaciones de policía, traficaron con todo tipo de artículos: desde drogas ilegales hasta cortinas, mascotas, sashimi a domicilio. Tuvieron que mantener en movimiento las ruedas. Muchas de estas personas son jóvenes, y en parte por eso querían estar afuera. La mayoría ganó (y sigue ganando) salarios miserables. Cambiaron, como quien vende su alma al Diablo, las posibilidades de movilidad social por una inmediata movilidad territorial, urbana. Lo que llamo uberización de la realidad es esta forma de subempleo o autoempleo fallido que promete fortunas rápidas mientras exprime no solo el tiempo y la fuerza y los derechos laborales de las personas: también sus fantasías de rescate y sus delirios de grandeza.

Durante este periodo, la pulsión de ser propietarios privilegiados del tránsito y el outdoors experimentada por muchos centennials y algunos millennials se conectó emocionalmente con las atmósferas de movilidad faraónica que abundan en los corridos tumbados: “Levantando el vuelo voy”, “La fuerza tocándome por la izquierda”, “Mercedes-AMG Clase G 63”, “Si ven que voy en putiza por el freeway es porque ando bien”, “Se encienden las turbinas, ya va a despegar la pista, / va con rumbo a la oficina / negocios que tienen vista, / va a volar”, etcétera. Esto, desde luego, no termina de explicar el auge repentino de la música bélica, pero sí me parece un factor determinante de su éxito.

En su libro más reciente, El último show del Elegante Joan (Literatura Random House, 2024), Luis Humberto Crosthwaite incluye el cuento “Corrido”. En él, Eric Yair, un montacarguista que vive en un barrio periférico, despierta una mañana con la música y la letra de una canción inédita rondando su cerebro. Eric Yair se parece a muchos jóvenes del rumbo: es el hermano mayor, gana muy poco, trabaja para ayudar a su madre a sostener la casa. Pero también es distinto: no es el clásico castroso que se sienta en la esquina a ver a quién jode mientras bebe caguama o fuma piedra, él trabaja turnos largos mientras idea letras de corridos que hablan de apoyo, lealtad, familia, respeto, vatillos comprometidos que lo escoltan cuando —en su mundo imaginario— se convierte en “el patrón”. Otro rasgo que diferencia a Eric Yair de los gandallas que lo acarrillan cuando pasa junto a la esquina es que le gustan los chicos, no las chicas. En un pasaje que resume la pulsión del corrido tumbado como fantasía de rescate, Crosthwaite rompe la diégesis para lanzar una mirada cómplice a su personaje:

No quiero subestimarlo. Después de escuchar tantas canciones que le gustaban, se había percatado de que eran historia de vida, ¿historias inventadas? Se preguntó si era verdad lo que cantaban esos plebes famosos que, según ellos, usaban pura ropa Versace, relojes Rolex y vivían por la ley de sus Glocks y sus cuernos de chivo. Pensó que no podía ser así, que eran plebes normales, talentosos como él, buenos para la inventada, puras fantasías de chamaco.

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En diciembre de 2024, un chofer de la UdeG me trasladó de la FIL Guadalajara a la central de autobuses. Era un chico de quizá 25 años, flaco y fumador, con las sienes tatuadas y rapadas. Venía escuchando música bélica. Mientras circulábamos entre el tráfico de Mariano Otero y la calzada Lázaro Cárdenas, me percaté de un gesto suyo peculiar: solo dejaba trozos de las canciones. No es que estuviera buscando algo, sino que ponía un tema, lo tarareaba durante cerca de un minuto, luego pasaba al siguiente, y así durante todo el trayecto. El estéreo del auto tenía una pantalla con diminutos videos musicales, de modo que el paso de una melodía a otra era marcado por el índice de la mano derecha del conductor: un gesto idéntico al que hace quien escrolea en el Insta. Desde esa vez he puesto atención y he notado que la práctica es más recurrente de lo que creía en muchísimos jóvenes —entre ellos mi hijo Arturo, que fue quien me introdujo en este tipo de música—.

Pienso que, acordes al espíritu de su tiempo, los corridos tumbados han dejado de ser historias para devenir stories: no relatos, sino atmósferas. Los modos de consumo musical están íntimamente relacionados con los mecanismos de composición, y tal vez sea este el primer síntoma de desgaste del subgénero.

Un estereotipo interesante para mirar a contraluz la última década es El Faramalloso: aquel que se jacta, se exhibe como gallo de pelea, se coloca de manera personal como ejemplo de grandeza para el otro. El Faramalloso tiene un amplio abanico social, desde Roberto Palazuelos en traje de mirrey hasta Milei o Donald Trump en investidura de mandatario. Su expresión barrializada es el protagonista y narrador en primera persona del corrido tumbado posterior a la pandemia, que se radicalizó y dejó atrás su aura de tristeza tóxica (“Morras tengo varias, / no quiero a ninguna, / buscan el dinero, / no es por ser culero”) para sustituirla por codicia malillosa (“Me enamoró el dinero, quiero, quiero y quiero más”) y letanías de marcas de ropa y accesorios que recuerdan por momentos a Patrick Bateman, el noventero personaje de la novela American Psycho

Las enumeraciones dejan cada vez menos espacio para la narrativa; son como stories con demasiados filtros. Y, aunque aún se producen temas afortunados en los que crípticas referencias a drogas y capos trazan hallazgos métricos y retratos fluidos (por ejemplo “El azul”, de Junior H y Peso Pluma, o “Presidente”, de Natanael con Gabito Ballesteros, Luis R Conriquez y Netón Vega), percibo en los lanzamientos de 2024 una crisis de experiencia e imaginación. Éxodo, el celebrado álbum doble de Peso Pluma, tiene (así se dice ahora) altos valores de producción, pero su primera mitad me resulta monótona, salvo por “La patrulla”. Pienso que “La People II”, de plano, funcionaría perfecto si fuera un tema instrumental. Algo parecido me sucede con “Put ‘em in the Fridge” (viene en el disco dos): entra Cardi B y yo ya no quiero seguir escuchando las rimas de Peso Pluma, sino las de ella.

¿Cuál es el futuro de las canciones bélicas? Su evolución, por supuesto, me parece inevitable. Pienso que, de seguir siendo las disqueras quienes lleven la batuta en las líneas de cambio, el enfoque será cada vez más el de los valores de producción: sacar huevos de oro hasta que la gallina se seque. Tal vez en este rasgo la cohorte de músicos del corrido tumbado se parezca más a las estrellas de rocanrol de los años cincuenta que a otros artistas pop contemporáneos suyos, como Rosalía o Bad Bunny, cuyos álbumes recientes tienen una estructura elaborada y muestran un mayor control del aspecto creativo.

En ese contexto, me resulta interesante la decisión de Natanael Cano de versionar “Ya te olvidé”, un tema de Marco Antonio Solís interpretado originalmente por Rocío Dúrcal y después por Yuridia. Las dos primeras grabaciones cuentan con voces femeninas potentes y una instrumentación engolada, con visos sublimes. La de Nata, en cambio, es una interpretación desnuda, cantada casi con la reserva de la batería; “el anti-show”, dice un amigo. Eso es precisamente lo que me interesa, porque olvidar un gran amor (es de lo que habla la letra) siempre lo deja a uno cansado. Me pregunto si el gran amor aquí será una morra, será la fama u otra cosa: la fantasía belicona pospandémica. En cualquier caso, Nata sigue pareciéndome un poquito visionario al hacerle un guiño al Buki. No conozco artista al que le haya ido mal cuando, desgastado su presente, volteó a ver la tradición.

Algo para todos: asistentes al festival de música regional mexicana Arre, en la Ciudad de México, en septiembre de 2024. Es significativo que las cabezas de cartel hayan sido Los Tigres del Norte y Junior H (foto: Félix Márquez).

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