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Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

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La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 
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La violencia, de la mano del narcotráfico en la Ciudad de México, ha marcado la capital a lo largo de más de una década y las huellas están a la vista, en lugares donde la fiesta, la cotidianidad y las personas siguen con su vida. Pero la cicatriz está expuesta.

Pero se fue acercando poco a poco la violencia. Y empezamos a escuchar de atentados y secuestros, de muertes y de ejecuciones en estados con los que no colindaba nuestra paz. Empezamos a escuchar de bombas y ráfagas de metralleta allá por el norte, cerca de los Estados Unidos. Y todavía lo sentíamos lejos. Pero sin darnos cuenta, como el grito de un espectro, la violencia un día se escuchó en los alrededores de nuestra comunidad.

México 2010. Diario de una madre mutilada de Esther Hernández Palacios

Volví a la escena del crimen un par de años después. Al lugar del ataque de los mariachis. Una noche como otras noches, de fiesta, tabaco y alcohol en el Tenampa de José Alfredo Jiménez. Las garnachas, la superficie dorada de las trompetas, la drogadicción decadente de la Plaza Garibaldi. Una rutina mexicana, chilanga. 

La sangría de los mariachis. Un terror iniciático. Un crimen de la noche del 14 de septiembre de 2018, pocas horas antes del último Grito de Independencia de Enrique Peña Nieto. Tres hombres vestidos de mariachis se prepararon para tocar el último corrido de seis personas. Sillas de plástico para chelear a las afueras de un local en la plaza. Actuó el espíritu de la violencia pura y atroz. Los farsantes, los no-músicos, entraron al perímetro de sus enemigos y, al estilo siciliano, de la cosa nostra, de sus estuches sacaron las armas (no se sabe cuántas). Vieron el objetivo, posaron ojos y rociaron las balas sobre las víctimas, reventándoles los huesos y la carne con balas 9 mm y 2.23 de rifle de asalto. 

Para la ciudadanía, fue una ejecución estrafalaria; para el narco, una muestra de poder de la Unión Tepito, uno de los cárteles más temidos de la Ciudad de México, y que en ese momento estaba rabioso porque sufría un vacío de poder por la captura de su líder, Roberto Moyado Esparza, el “Betito”, en agosto de ese 2018. 

Cuando ocurrió ese ataque, trabajaba en un pequeño medio digital. Era mi primera nota (no tan) roja porque la Procuraduría —encabezada por Edmundo Porfirio Garrido— ya había levantado los cuerpos en ese lugar conocido como el Callejón de la Amargura. Las manchas de sangre, las sillas caídas y las cintas policíacas eran parte de una obra fresca de la mafia sin control. En ese momento, la plaza estaba arropada por el miedo. Se intuía que los lugareños y comerciantes habían entendido el mensaje de ese ataque dirigido contra el “Tortas”, Jorge Flores Concha. Un hombre de la colonia Morelos que entre 2016 y 2017 fundó la organización criminal conocida como la Fuerza Antiunión Tepito. La semilla fue un sentimiento de venganza: la Unión Tepito asesinó a sus primos, además de plagiar a su hermano y extorsionar a miembros de su familia en el barrio bravo. Esto lo hizo formar un grupo contrario. La gasolina de este conflicto fue la alianza entre la Antiunión y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Los dos grupos antagónicos se pelearon el espacio para vender drogas en Garibaldi: un cajero automático para los líderes del narco. Y, por lo tanto, una zona para jugarse la vida y (¿por qué no?) acabar con la de otros. 

Un tipo de disputas que desde hace algunos años han convertido a la alcaldía de Cuauhtémoc en un polvorín que ha dejado decenas de muertos. Al revisar las estadísticas de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, obtenidas por medio de transparencia, reconstruyo la estela de muerte de los últimos seis años: de 2018 a 2024 fueron asesinadas 993 personas en la alcaldía. Esta violencia se concentra en las siguientes colonias: la Morelos en primer lugar con 287 homicidios, la Centro con 158 homicidios, la Doctores con 89 homicidios, la Guerrero con 77 homicidios y la Santa María la Ribera con 47 homicidios. Es preocupante la dimensión de la matanza. Por ejemplo, en Tlalpan, la alcaldía más grande de la ciudad con 312 kilómetros, fueron asesinadas 950 personas en ese periodo. Cuauhtémoc tiene apenas 32.34 kilómetros y la supera por 43 víctimas. 

En 2018, cuando ocurrió el ataque de los mariachis, las autoridades habían tomado una estrategia de relaciones públicas muy clara: no existían cárteles en la ciudad. Las palabras de Miguel Ángel Mancera, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, fueron: “Lo que nosotros no tenemos aquí, y que ha sido reportado por las autoridades, porque además es competencia federal, es un asentamiento de cárteles”. No aquí. Nunca aquí. Una lejanía maquillada por los estereotipos con sombreros norteños, ojos vidriosos y pistolas bañadas en orégano puro (paronimia del oro puro). Era eso que pasaba allá, a lo lejos, en otros estados, al norte o en otros países. La paja en el ojo ajeno. 

La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 

Durante esa década, ya había señales claras de la presencia de mafias en la ciudad: el 15 de diciembre de 2007 se encontraron dos bolsas de plástico en Peñón de los Baños que contenían cabezas humanas, cerca del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Según el libro Narco CDMX (2019) de Sandra Romandía, David Fuentes y Antonio Nieto, los hermanos Beltrán Leyva, que eran aliados de “El Chapo” Guzmán, ordenaron el asesinato y tortura de dos personas que consideraron responsables de un decomiso de droga porque, aunque no fuese público, la capital era un punto neurálgico del tráfico internacional de narcóticos. Un punto clave para propagar la violencia fue también la muerte de Arturo Beltrán Leyva, “El Barbas”, que generó una lucha de poder en puntos donde su cártel tenía control en la capital, como el corredor Roma-Condesa-Insurgentes. 

Las crecientes tensiones generaron otros crímenes que impactaron a la ciudad: el asesinato de Horacio Vite Ángel, alias “El Oaxaco”, miembro de La Unión Insurgentes, el 24 de mayo de 2013. Este grupo, liderado por Edwin Agustín Cabrera Jiménez, “El Antuán”, culpó a la Unión Tepito de la ejecución, lo que derivó en el secuestro de 13 jóvenes en el Bar Heaven —lugar que estaba bajo el control de la Unión— el 26 de mayo de 2013. Las víctimas fueron llevadas a Tlalmanalco, donde fueron torturadas y asesinadas. 

Con estos sucesos, la sangre corrió, la herida se infectó y las ejecuciones iniciales se transformaron en una enfermedad que dejó algunos de los ataques más significativos en la historia reciente de la capital del país. 

Y volver, volver, vooolveeer… 

Regreso a Garibaldi en 2025, ahora con un par de canas de estrés y sin ser ese periodista inicial, ahora más vivido. Hay banquetas sucias, pero alegres por la música, con hombres uniformados para matar la tristeza con el ranchero. El encargado de una barbería afila sus navajas. En una tienda de artesanías, una joven que lleva tres meses trabajando dice que hay que preguntar “ahí en el _______________, ahí deben de saber”. Hay que buscar un testigo del ataque, del trauma. 

Está el dueño del bar, metido en su traje gris, listo para recibir a los clientes mientras las luces de la bebida y la juerga hierven detrás de él; la tiene clara: los que seguro saben son los mariachis “porque a ellos eso les lastimó”. 

Ahí están los sombrerudos. Uno muerde un taco de canasta; saborea y aplasta las preguntas con una sola respuesta: “No te metas en broncas”. Más adelante, otro más se pone en el mismo plan. Un discurso que seguro todos acordaron. Cabello cano, con la pinta de haber pasado toda una vida en esa plaza: “Mejor hay que dejarlo así”, explica. 

Es mejor salir de ahí. Al parecer, los mariachis tienen miedo de esa fuerza depredadora que acecha las espaldas, el poder  de las mafias locales. No hay mención de los secuestrados que son torturados en bodegas o de los comerciantes acribillados porque se negaron a pagar el derecho de piso. Pareciera una mancha de sangre creciendo sin control por las grietas del piso. 

Te recomendamos leer: Marco Antonio Suástegui: el precio de defender su tierra.

Epicentro de masacres

17 de junio de 2018. Esa mañana, carros avanzaron por el asfalto hasta toparse con cuerpos despedazados. Era otro síntoma de una enfermedad ya avanzada. Fue poco antes de la victoria presidencial de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones del 1 de julio de ese año, cerca de la Plaza de Tlatelolco, escenario de la masacre del 68. 

La violencia sigue viva en la zona: en Tlatelolco han sido asesinadas 18 personas en seis años. Tan solo en 2024 murieron cinco (todas fueron homicidios culposos por accidentes de tránsito). En los otros cinco años hubo de todo: tres casos de homicidio por arma de fuego, uno por golpes, uno más con arma blanca y otro más catalogado como “homicidio intencional”. Las calles más conflictivas fueron Ricardo Flores Magón, con siete homicidios; Manuel González, con seis, y Lerdo con cuatro, la columna vertebral de Tlatelolco

En Cuauhtémoc, en los últimos 18 años, el crimen se ha disparado. De 2006 a 2011, la entonces delegación registró 481 homicidios, según datos obtenidos del Inegi. De 2012 a 2017, subieron a 593, según cifras de la Fiscalía capitalina. Y de 2018 a 2024, se llegó a 993 homicidios. 

Algunos policías vieron los cuerpos mutilados esa mañana del 2018 en la esquina de avenida Insurgentes (que cruza la capital de sur a norte) y la avenida Ricardo Flores Magón. Fue un par de meses antes del ataque de los mariachis. La matanza fue para cerrar más el círculo alrededor de “El Tortas”. En ese momento, acompañando los torsos, la narcomanta dejó una frase en mayúsculas: 

“EMPEZO LA LIMPIA MUGROSOS (...) YA VAMOS POR TI Y POR TODOS LOS MUGROSOS K RECLUTASTE CON TU ANTI UNION”. (sic)

Hay que subir a un lugar más alto. El puente por la ciclovía muestra parte de la plenitud de la ciudad: las figuras geométricas que cargan letras metálicas: IMAX, Suburbia. Y torres hechas de tubos pintados de blanco y negro (medio oxidados). Esmog. Dientes de cemento a lo lejos. Hay surcos que llevan al vacío entre las ballenas de concreto. Se pueden tragar un pie. Casi se me sale el corazón. Un par de pasos más y está el punto donde dejaron los cuerpos cercenados, como pedazos de plastilina blanca delineados por orillas moradas. Amoratadas. Contusiones. 

Hay que escoger un cuadro entre la pintura descarapelada. El metrobús hace temblar toda la estructura. Mis manos colocan un letrero pintado con plumón, a modo de contrarrestar el recuerdo del narcomensaje: “2018: aquí unos cuerpos mostraron la dolorosa realidad del narco”. 

No hay testigos visibles de lo que pasó ese día de terror. Un facto de la Ciudad de México es que los negocios nacen y mueren en pocos años, y que las personas rentan y se van sin arraigarse en los monolitos urbanos dispersos por el entorno. En un taller mecánico, un hombre sonriente se cambia los pantalones a plena luz del día. En una comandancia, un policía tiene vagos recuerdos del crimen: “No sé, yo me enteré por los grupos [...] los otros [que lo vieron] ya se jubilaron”. Es un atardecer amarillo entre pintas de un Cantinflas barrendero y cacharros manejados por patrulleros. 

Esa paz relativa de la colonia contrasta con lo que imagino sobre la actividad nocturna de los sicarios responsables del crimen. Los cuerpos eran de dos hombres. Uno, Alfonso “N”, tenía antecedentes penales. El otro era José “N”, el cual llevaba 48 horas desaparecido, según los desesperados mensajes de sus familiares, días antes de que encontraran los cuerpos. Es obvio pensar que fueron secuestrados tras una cacería sin cuartel. Después, la bestialidad: los instrumentos afilados, insensibilidad, un vehículo cargando muertos. Una pesadilla que me evoca más pesadillas. Una cosa ardiente, maloliente e infecciosa que se vive todos los días en la ciudad. 

Caminar al Oriente (y sin regreso)

En la Roma antigua, después de Calígula llegó Nerón. Después de un mal gobernante, probablemente llegue otro. O será que la violencia en la ciudad es incontenible. Solo se hereda. Que cualquier esfuerzo para expulsarla solo es un empujón que retrasa una fuerza que quebrará a quien se le ponga enfrente. Así es la Ciudad de México.

Hay una zona de fábricas, una de las tantas establecidas en Iztapalapa, en la colonia Santa Bárbara, muy cerca de la Central de Abastos. Hay un exmatadero y luego una pila de basura que no dispara su olor ácido si se cruza rápido la calle. ¿Qué palabra se puede usar para describir el olor a sangre? En mí aterriza el concepto: crudo. En el aire está uno de esos aromas agrios, industriales, de alguna de las empresas. Un ambiente que termina por quitarle cualquier romanticismo a la noche calurosa que envuelve el cuerpo. No hay romance, hay miedo.

La siguiente parada es un taller mecánico donde quedó otra huella del crimen organizado. Fresca. Recién salida de paquete. Unas horas antes, unos extorsionadores armaron una balacera que quedó grabada por las cámaras. 

Los tipos agredieron al dueño, lo insultaron y, de repente, iniciaron el tiroteo. Dispararon como seis veces. El microempresario se defendió como pudo: palos y piedras, como en el neolítico. De milagro, las balas no hirieron a nadie.

“Ya estamos hasta la madre, ya hasta nos volvimos virales —dice el mecánico junto a un rótulo de AFINACIÓN; ahora tomará al toro por los cuernos—. Sí quiero dar una recompensa por ese perro”.
“Tiene banda, tal cual”, es lo que puede decir sobre si el tirador se identificó con algún grupo del crimen organizado. Muestra dónde están los agujeros de bala. Enseña la superficie de un árbol, un pedazo de madera clara que se asoma entre la corteza oscura. Apunta con el dedo otro lugar: la fachada del local. Se nota que algo golpeó el concreto junto a un rótulo, una A negra con contorno amarillo. Pide que no haya más entrevistas, tal vez después: “Ya estamos hasta la madre”. 

En seis años han ocurrido seis homicidios en su colonia, e Iztapalapa es el lugar con más muertes de este tipo en toda la ciudad en los últimos 18 años: de 2006 a 2011, en la demarcación fueron asesinadas 1 178 personas; de 2012 a 2017,  se registraron 1 235 homicidios y de 2018 a 2024, sucedieron 2 396 asesinatos. 

Las colonias más peligrosas de esta alcaldía son Central de Abasto con 101 homicidios; San Miguel Teotongo, con 74 (lugar donde vivió Clara Brugada, la actual jefa de Gobierno capitalina); Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, con 69; Lomas de San Lorenzo, con 59, y Santa Cruz Meyehualco, con 55. 

En la alcaldía operan algunos rastros del Cártel de Tláhuac (que es un vestigio de los Beltrán Leyva), y la Unión Tepito. También, según una investigación de Infobae, Los Molina tienen metidas sus manos aquí: son liderados por Juan Carlos Molina Plascencia. Son de origen más local y están peleados con Los Rodolfos (que controlan Xochimilco). A ellos se suman La Ronda 88, fundada por Fabián Solís, son aún muy pequeños, extorsionan y venden droga, y pelean la plaza a la Unión. Este es un fenómeno presente en las mafias actuales en México: grupos cada vez más pequeños que deciden llevarse una parte del pastel frente a los grandes que se fragmentan. 

Viaducto: aquí pasaba un río, ahora solo sangre

Entre los letreros neón de hoteles de paso, el recorrido macabro continúa a la siguiente parada. Una mujer apunta a la barrera de contención en Viaducto, a la altura de la avenida Cuauhtémoc (vía que atraviesa la Ciudad de México de la alcaldía Cuauhtémoc hasta la Benito Juárez). “Ahí se estrelló”, dice, aunque no estuvo el día que ocurrió el asesinato, solo lo sabe porque vive en la zona. 

Fue la persecución y ejecución de Oralia Pérez Garduño, una abogada especialista en casos de feminicidio. Ese 17 de octubre de 2024, Ulises Lara, el entonces encargado de la Fiscalía capitalina, confirmó que fue un “ataque directo”. Oralia iba sobre avenida Cuauhtémoc cuando las balas le perforaron el cuerpo. Su pie presionó el acelerador, pero mientras la vida se le escapaba del cuerpo chocó contra el muro de concreto.

Una policía de nombre Yasmín —que prefiere no dar su apellido por miedo a represalias— cuenta lo que sabe a unos metros del camellón donde ocurrió el asesinato: 

[En las radios de los policías] salió [el aviso de que habían ocurrido disparos], como detonaciones, en Viaducto, en Cuauhtémoc, y pues acordonaron —dice al lado de su patrulla. Algunas luces pasan detrás de nosotros—. No sabían quién era en el momento, yo estaba en mi día de descanso”. 

Es una noche donde las señas de la muerte hablan poco, donde hay pocos testigos. A unos meses de los hechos, ya hay varias personas tras las rejas. Según las investigaciones de la Fiscalía, el móvil del feminicidio fue que Pérez Garduño abandonó la defensa de un hombre acusado de extorsión. Fátima, madre del criminal, habría ordenado el asesinato, según la carpeta de investigación. Las autoridades no han mencionado una banda o cártel en específico, pero la extorsión forma parte de un problema que creció con la disputa de narcos en la capital, azotando a comerciantes en la Cuauhtémoc y otras alcaldías. La Unión Tepito es uno de los culpables más visibles. Según InSight Crime, para este cártel “la extorsión a esos negocios era particularmente rentable, y permitía a los expendedores de drogas operar dentro de ellos y reclutar por la fuerza a los empleados como camellos o vigías”, antes de que llegara la Antiu nión a pelear la plaza. 

El lugar donde asesinaron a Pérez Garduño es comercial y próspero. Sin embargo, la violencia está muy presente y forma parte de las zonas de operatividad del crimen organizado. De acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía, en la colonia Roma se han cometido 44 homicidios de 2018 a 2024; 29 en la Roma Norte, y 15 en la Roma Sur. En ese periodo hubo 10 asesinatos por arma de fuego; 25 más por atropellamiento y 3 por arma blanca, entre otros. Según las cifras, en 2024 se cometieron 7 asesinatos considerando ambas zonas. 

Polanco, donde no llegaba el crimen

Es primavera y Polanco está cubierto de flores sostenidas por esqueletos de madera y metal, en parques donde se realizan rituales new age por y para los integrantes de las clases altas chilangas que trabajan o viven en casas de estilo californiano. Una colonia que vio 12 homicidios en los últimos seis años. Por esa zona está Plaza Miyana, que tiene entre su catálogo gastronómico a un conocido restaurante de alta comida mexicana, el cual fue alcanzado por el veneno del narcotráfico: una ejecución pública. En un video compartido por _________ en la red social X (Twitter), se pudo ver cómo la calma del establecimiento fue rota de golpe por los disparos y los pedazos de comida y vidrios que salieron por los aires. Los dos sicarios huyeron. La víctima era un operador del CJNG identificado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Jesús _________ quedó con las piernas sobre la silla y con los tenis al aire. Uno de sus acompañantes regresó a robarle sus cosas, como pilón del asunto. 

Una trabajadora del cine que está enfrente del restaurante escuchó que la gente salió corriendo del establecimiento aquel día; luego, más disparos. Otro trabajador cuenta lo que pasó más tarde: “El restaurante estuvo cerrado, lo abrieron como una semana después”. Todo como si nada.

En una librería que también pertenece al lugar, una de las encargadas relata nerviosa que estaba ahí cuando pasó, pero que no pensó que fueran disparos: “Los platos que se caen suenan parecido”. 

A pocos metros, un testigo directo narra que escuchó las detonaciones: “Como seis disparos”. Vestido de un traje con motivos azules, cuenta que vio llegar a los tiradores y que traían cascos de moto: “Pasaron enfrente de nosotros”. ¿En algún momento los voltearon a ver? Dice que no; los dos tipos huyeron por las escaleras eléctricas, dejando a la gente asustada, entre gritos y crisis de nervios. “Sí nos afectó, tuvimos que cerrar a las ocho”, continúa el encargado. Imagino el restaurante sin clientes, mientras los policías vienen y van a la escena del crimen.

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El asesinato de este operador del CJNG representa la cara contemporánea del narcotráfico en México, donde todo ocurre a plena luz del día. Ya no se oculta nada. Para llegar a ese punto tuvieron que ocurrir otros hechos de violencia, en otros capítulos del narcotráfico en la Ciudad de México. 

¿Por qué fue asesinado el operador del CJNG? Las investigaciones aún no arrojan resultados, pero son otro síntoma: el cártel de las cuatro letras lleva varios años peleando con la Unión Tepito la plaza de la ciudad. Esta organización, encabezada por Nemesio Oseguera Cervantes, “El Mencho”, se alió con la Antiunión. Sin embargo, tuvo un breve periodo de alianza con la Unión para ejecutar, junto con el Cártel de Tláhuac y la propia Antiunión, el atentado fallido contra Omar García Harfuch. El CJNG es, entonces, sinónimo de un grupo que no ha temido realizar acciones de alto perfil, sobre todo ejecuciones públicas. 

La escena del crimen me recuerda a otra en los albores de mi vida como reportero: la ejecución en la plaza cercana a Paseos del Pedregal, otro de los atisbos del terror de los jaliscos. Pasó cerca de la casa de mi entonces novia. En 2019, publiqué una pequeño texto en un medio estadounidense, Viceversa Magazine

Los hechos iniciaron cerca de las 17:20 horas. ‘Dispararon primero para distraer y luego matar (en el otro restaurante) a los otros dos’, me dice un guardia. ‘Sí, porque no le apuntaron a nadie dentro, sólo al vidrio’, responde otro, narrando el primer ataque. Fue cuando quebraron a Alon Azulay de 41 años y Benjamín Yeshurun Sutchi de 44 años, dos israelíes. A unas horas de que él y su compañero muriesen, un guardia de seguridad en la planta alta del edificio me dice que no puedo seguir preguntando a los clientes de las tiendas. 

El asesinato de los extranjeros, según recabó la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, fue ordenado por el CJNG, por una operación de lavado de dinero y tráfico de armas que salió mal durante una colaboración con mafias israelíes. Sutchi, para variar, fue relacionado con negocios con los Beltrán Leyva. Aunque también existe la hipótesis de que el cártel de El Mencho fue subcontratado por el hampa israelíe. A un día del crimen, el restaurante que presenció en su interior el asesinato está vacío y a oscuras. Solo una banda roja que dice ‘Protección Civil de la Ciudad de México’ protege a cualquier persona de echar un vistazo’. Algo me pedía que me fuera del lugar, y así lo hice”.

Hay que moverse a otra escena del crimen, como los reporteros lo han hecho siempre con el pasar de los años. 

Nadie es intocable

Se pueden rebobinar estas escenas de caos y dolor e ir hasta el 25 de enero de 2010. Un antro de moda de ese tiempo: el Bar Bar, ubicado sobre Insurgentes. En el escenario de la tragedia participó el entonces jugador del América, Salvador Cabañas, quien pasaba una noche de tragos con su esposa. Todo era calma y brillo en la vida del delantero. Había participado en 44 partidos internacionales, era el tirador estrella de su equipo con un sueldo de 2.5 millones de pesos al año. Pero esa noche algo ocurrió cuando llegó al baño del establecimiento. Se topó con José Jorge Balderas Garza, alias “El JJ”, uno de los subordinados del Cártel de los Beltrán Leyva. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando el narcotraficante le reclamó al futbolista por no haber metido un gol en su último partido.

Entonces se hicieron de palabras. El JJ sacó una pistola y apuntó a la cabeza del futbolista. “¡Jálale, a ver si es cierto!”, retó Cabañas. Y el JJ disparó, dejando un daño permanente en la masa encefálica del futbolista paraguayo y acabando en el acto con su carrera, que iba encaminada para llegar al balompié europeo con el Manchester United de Javier "El Chicharito" Hernández (que debutó pocos meses después) y el mítico Wayne Rooney. 

El lugar está cerca de Miguel Ángel de Quevedo al sur de la capital, en Insurgentes Sur 1854, cerca de un local gigantesco de maquinitas. Estas ruinas son otro punto del tour de force de lo macabro. Lo que queda del Bar Bar es una fachada pequeña con un grafiti: 7KHI. Lo que pasó ya es indiferente a la vida nocturna de los alrededores. Es viernes en la colonia Florida y hay más de cinco bares a la redonda que están a tope. 

Los narcos siempre estuvieron ahí. El JJ era colaborador cercano de Édgar Valdez Villarreal, "La Barbie". Balderas Garza, que antes quería ser sacerdote, también era un distribuidor importante de droga en la Ciudad de México. Vivió el ascenso de grupos antagónicos que pelearían la ciudad y acabó en la cárcel por varios crímenes, incluyendo el de Cabañas. 

Pese a la felicidad de su vida nocturna, la colonia también ha sido marcada por la violencia: cinco homicidios en seis años. Las colonias más peligrosas de Álvaro Obregón son Barrio Norte con 25 homicidios; Jardines del Pedregal (barrio que abrazó al Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez) con 22; Olivar del Conde Primera Sección, con 21; Zedec Santa Fe, con 18, y San Bartolo Ameyalco, con 17. 

En Álvaro Obregón también han aumentado los homicidios en los últimos 18 años: hubo 304 de 2006 a 2011; 432 de 2012 a 2017 y 755 de 2018 a 2024. 

Lo que poca gente recuerda es que cerca del Bar Bar ocurrió otro hecho violento, más reciente, y que cimbró al gremio periodístico: el intento de asesinato de Ciro Gómez Leyva. Apenas hay que caminar un cuarto de kilómetro sobre avenida Insurgentes, y entrar por la calle Juventino Rosas; se debe avanzar un poco más hasta llegar a Tecoyotitla, una zona residencial con cámaras de seguridad por todos lados. Ahí intentaron matar a uno de los periodistas más famosos de la radio mexicana un 15 de diciembre de 2022. 

El motivo aún es ambiguo, pero según declaraciones de los detenidos, algunos pertenecen al CJNG, incluyendo el presunto autor intelectual, Armando Escárcega, alias “El Patrón”. Otro involucrado en el hecho, Héctor Martínez Jiménez, alias “El Bart”, está ligado directamente a la organización. 

El intento de homicidio ocurrió cerca de un estacionamiento techado y a pocos metros de un restaurante. Ya casi cae la noche y los trabajadores de ese lugar, cercano a Insurgentes, están tirando la basura en contenedores rectangulares, como neoyorquinos. P., un trabajador del establecimiento que decidió no decir su nombre por una posible amenaza, me ve desesperado y por fin suelta la sopa: él fue el testigo directo del ataque contra Gómez Leyva.

“Fue en la noche”, narra a pocos metros del lugar donde casi corre la sangre. “Iban pasando por aquí, lo interceptaron [...] hubo disparos, como seis”.

Fue a la altura de la camioneta amarillo con blanco, que está más adelante de nosotros: “Se le emparejaron, era una moto, llevaban casco, yo solo alcancé a ver los destellos de los balazos”. No vio sus rostros y tampoco logró ver por los vidrios el cuerpo de Gómez Leyva que se recuperaba del shock, del miedo a perder la vida. En esos momentos, la gente del restaurante se paró y se metió al fondo del lugar: “Yo no sabía quién era en ese momento, hasta después, que era un periodista [...] pensé que era un asalto”. 

Le pregunto si volvió a ver a Ciro y si lo conocía. Me dijo que por su programa, pero no supo decirme cuál: “El de canal 3”. A veces vuelve a verlo por la calle: “Lo llego a ver, caminando los martes, pero ahora va con cuatro escoltas”. 

Cuenta que probablemente lo alcanzaron a esa altura de la calle porque había un árbol y faltaba iluminación. Solo así el gobierno actuó: “Ya vinieron a poner el alumbrado, podaron; ese tramo estaba muy oscuro”. 

P. escuchó seis disparos, igual que los seis del atentado de Plaza Miyana. Como una reiteración estandarizada de la violencia: un paquete de seis proyectiles de muerte. Es un país donde la ejecución es un producto que está a la venta. Se pacta y se aplica. Y las plazas tienen costos. 

Cae la noche definitiva en medio del metrobús que corta por Insurgentes. Burbujea el sonido de la música nocturna. Acostado en un pórtico, reflexiono lo que me enseñó este tour del horror que se vive cada vez más seguido en la capital. Sea cual fuese la lección, la solución está fuera de mi control. Y que el horror y la sangre seguirán corriendo por muchos años más. Es la ciudad fundada en esta laguna al servicio del violento sacrificio, de la sangre. 

¿Qué sigue?

Poco después de terminar esta crónica, ocurrió una nueva ejecución que conmocionó al país: el asesinato de dos colaboradores cercanos a Clara Brugada, la jefa de Gobierno capitalina. Las víctimas fueron Ximena Guzmán, su secretaria particular, y José Muñoz, uno de sus asesores. Durante la conferencia mañanera del 20 de mayo de 2025, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch (quien sobrevivió a un atentado en 2020), recibió un mensaje en su celular que robó su atención. Pocos segundos después, se dirigió hacia Claudia Sheinbaum para susurrarle lo que había pasado. 

Minutos más tarde, la presidenta leyó el comunicado emitido por el gobierno capitalino, en cuyo discurso destacó la confirmación de un “ataque directo” contra los funcionarios mientras circulaban por la Calzada de Tlalpan, a la altura de la alcaldía Benito Juárez. Las investigaciones siguen en curso en una nueva tragedia que se suma a las heridas de la vida en una capital, las cuales parecen nunca sanar.

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La violencia, de la mano del narcotráfico en la Ciudad de México, ha marcado la capital a lo largo de más de una década y las huellas están a la vista, en lugares donde la fiesta, la cotidianidad y las personas siguen con su vida. Pero la cicatriz está expuesta.

Pero se fue acercando poco a poco la violencia. Y empezamos a escuchar de atentados y secuestros, de muertes y de ejecuciones en estados con los que no colindaba nuestra paz. Empezamos a escuchar de bombas y ráfagas de metralleta allá por el norte, cerca de los Estados Unidos. Y todavía lo sentíamos lejos. Pero sin darnos cuenta, como el grito de un espectro, la violencia un día se escuchó en los alrededores de nuestra comunidad.

México 2010. Diario de una madre mutilada de Esther Hernández Palacios

Volví a la escena del crimen un par de años después. Al lugar del ataque de los mariachis. Una noche como otras noches, de fiesta, tabaco y alcohol en el Tenampa de José Alfredo Jiménez. Las garnachas, la superficie dorada de las trompetas, la drogadicción decadente de la Plaza Garibaldi. Una rutina mexicana, chilanga. 

La sangría de los mariachis. Un terror iniciático. Un crimen de la noche del 14 de septiembre de 2018, pocas horas antes del último Grito de Independencia de Enrique Peña Nieto. Tres hombres vestidos de mariachis se prepararon para tocar el último corrido de seis personas. Sillas de plástico para chelear a las afueras de un local en la plaza. Actuó el espíritu de la violencia pura y atroz. Los farsantes, los no-músicos, entraron al perímetro de sus enemigos y, al estilo siciliano, de la cosa nostra, de sus estuches sacaron las armas (no se sabe cuántas). Vieron el objetivo, posaron ojos y rociaron las balas sobre las víctimas, reventándoles los huesos y la carne con balas 9 mm y 2.23 de rifle de asalto. 

Para la ciudadanía, fue una ejecución estrafalaria; para el narco, una muestra de poder de la Unión Tepito, uno de los cárteles más temidos de la Ciudad de México, y que en ese momento estaba rabioso porque sufría un vacío de poder por la captura de su líder, Roberto Moyado Esparza, el “Betito”, en agosto de ese 2018. 

Cuando ocurrió ese ataque, trabajaba en un pequeño medio digital. Era mi primera nota (no tan) roja porque la Procuraduría —encabezada por Edmundo Porfirio Garrido— ya había levantado los cuerpos en ese lugar conocido como el Callejón de la Amargura. Las manchas de sangre, las sillas caídas y las cintas policíacas eran parte de una obra fresca de la mafia sin control. En ese momento, la plaza estaba arropada por el miedo. Se intuía que los lugareños y comerciantes habían entendido el mensaje de ese ataque dirigido contra el “Tortas”, Jorge Flores Concha. Un hombre de la colonia Morelos que entre 2016 y 2017 fundó la organización criminal conocida como la Fuerza Antiunión Tepito. La semilla fue un sentimiento de venganza: la Unión Tepito asesinó a sus primos, además de plagiar a su hermano y extorsionar a miembros de su familia en el barrio bravo. Esto lo hizo formar un grupo contrario. La gasolina de este conflicto fue la alianza entre la Antiunión y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Los dos grupos antagónicos se pelearon el espacio para vender drogas en Garibaldi: un cajero automático para los líderes del narco. Y, por lo tanto, una zona para jugarse la vida y (¿por qué no?) acabar con la de otros. 

Un tipo de disputas que desde hace algunos años han convertido a la alcaldía de Cuauhtémoc en un polvorín que ha dejado decenas de muertos. Al revisar las estadísticas de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, obtenidas por medio de transparencia, reconstruyo la estela de muerte de los últimos seis años: de 2018 a 2024 fueron asesinadas 993 personas en la alcaldía. Esta violencia se concentra en las siguientes colonias: la Morelos en primer lugar con 287 homicidios, la Centro con 158 homicidios, la Doctores con 89 homicidios, la Guerrero con 77 homicidios y la Santa María la Ribera con 47 homicidios. Es preocupante la dimensión de la matanza. Por ejemplo, en Tlalpan, la alcaldía más grande de la ciudad con 312 kilómetros, fueron asesinadas 950 personas en ese periodo. Cuauhtémoc tiene apenas 32.34 kilómetros y la supera por 43 víctimas. 

En 2018, cuando ocurrió el ataque de los mariachis, las autoridades habían tomado una estrategia de relaciones públicas muy clara: no existían cárteles en la ciudad. Las palabras de Miguel Ángel Mancera, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, fueron: “Lo que nosotros no tenemos aquí, y que ha sido reportado por las autoridades, porque además es competencia federal, es un asentamiento de cárteles”. No aquí. Nunca aquí. Una lejanía maquillada por los estereotipos con sombreros norteños, ojos vidriosos y pistolas bañadas en orégano puro (paronimia del oro puro). Era eso que pasaba allá, a lo lejos, en otros estados, al norte o en otros países. La paja en el ojo ajeno. 

La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 

Durante esa década, ya había señales claras de la presencia de mafias en la ciudad: el 15 de diciembre de 2007 se encontraron dos bolsas de plástico en Peñón de los Baños que contenían cabezas humanas, cerca del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Según el libro Narco CDMX (2019) de Sandra Romandía, David Fuentes y Antonio Nieto, los hermanos Beltrán Leyva, que eran aliados de “El Chapo” Guzmán, ordenaron el asesinato y tortura de dos personas que consideraron responsables de un decomiso de droga porque, aunque no fuese público, la capital era un punto neurálgico del tráfico internacional de narcóticos. Un punto clave para propagar la violencia fue también la muerte de Arturo Beltrán Leyva, “El Barbas”, que generó una lucha de poder en puntos donde su cártel tenía control en la capital, como el corredor Roma-Condesa-Insurgentes. 

Las crecientes tensiones generaron otros crímenes que impactaron a la ciudad: el asesinato de Horacio Vite Ángel, alias “El Oaxaco”, miembro de La Unión Insurgentes, el 24 de mayo de 2013. Este grupo, liderado por Edwin Agustín Cabrera Jiménez, “El Antuán”, culpó a la Unión Tepito de la ejecución, lo que derivó en el secuestro de 13 jóvenes en el Bar Heaven —lugar que estaba bajo el control de la Unión— el 26 de mayo de 2013. Las víctimas fueron llevadas a Tlalmanalco, donde fueron torturadas y asesinadas. 

Con estos sucesos, la sangre corrió, la herida se infectó y las ejecuciones iniciales se transformaron en una enfermedad que dejó algunos de los ataques más significativos en la historia reciente de la capital del país. 

Y volver, volver, vooolveeer… 

Regreso a Garibaldi en 2025, ahora con un par de canas de estrés y sin ser ese periodista inicial, ahora más vivido. Hay banquetas sucias, pero alegres por la música, con hombres uniformados para matar la tristeza con el ranchero. El encargado de una barbería afila sus navajas. En una tienda de artesanías, una joven que lleva tres meses trabajando dice que hay que preguntar “ahí en el _______________, ahí deben de saber”. Hay que buscar un testigo del ataque, del trauma. 

Está el dueño del bar, metido en su traje gris, listo para recibir a los clientes mientras las luces de la bebida y la juerga hierven detrás de él; la tiene clara: los que seguro saben son los mariachis “porque a ellos eso les lastimó”. 

Ahí están los sombrerudos. Uno muerde un taco de canasta; saborea y aplasta las preguntas con una sola respuesta: “No te metas en broncas”. Más adelante, otro más se pone en el mismo plan. Un discurso que seguro todos acordaron. Cabello cano, con la pinta de haber pasado toda una vida en esa plaza: “Mejor hay que dejarlo así”, explica. 

Es mejor salir de ahí. Al parecer, los mariachis tienen miedo de esa fuerza depredadora que acecha las espaldas, el poder  de las mafias locales. No hay mención de los secuestrados que son torturados en bodegas o de los comerciantes acribillados porque se negaron a pagar el derecho de piso. Pareciera una mancha de sangre creciendo sin control por las grietas del piso. 

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Epicentro de masacres

17 de junio de 2018. Esa mañana, carros avanzaron por el asfalto hasta toparse con cuerpos despedazados. Era otro síntoma de una enfermedad ya avanzada. Fue poco antes de la victoria presidencial de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones del 1 de julio de ese año, cerca de la Plaza de Tlatelolco, escenario de la masacre del 68. 

La violencia sigue viva en la zona: en Tlatelolco han sido asesinadas 18 personas en seis años. Tan solo en 2024 murieron cinco (todas fueron homicidios culposos por accidentes de tránsito). En los otros cinco años hubo de todo: tres casos de homicidio por arma de fuego, uno por golpes, uno más con arma blanca y otro más catalogado como “homicidio intencional”. Las calles más conflictivas fueron Ricardo Flores Magón, con siete homicidios; Manuel González, con seis, y Lerdo con cuatro, la columna vertebral de Tlatelolco

En Cuauhtémoc, en los últimos 18 años, el crimen se ha disparado. De 2006 a 2011, la entonces delegación registró 481 homicidios, según datos obtenidos del Inegi. De 2012 a 2017, subieron a 593, según cifras de la Fiscalía capitalina. Y de 2018 a 2024, se llegó a 993 homicidios. 

Algunos policías vieron los cuerpos mutilados esa mañana del 2018 en la esquina de avenida Insurgentes (que cruza la capital de sur a norte) y la avenida Ricardo Flores Magón. Fue un par de meses antes del ataque de los mariachis. La matanza fue para cerrar más el círculo alrededor de “El Tortas”. En ese momento, acompañando los torsos, la narcomanta dejó una frase en mayúsculas: 

“EMPEZO LA LIMPIA MUGROSOS (...) YA VAMOS POR TI Y POR TODOS LOS MUGROSOS K RECLUTASTE CON TU ANTI UNION”. (sic)

Hay que subir a un lugar más alto. El puente por la ciclovía muestra parte de la plenitud de la ciudad: las figuras geométricas que cargan letras metálicas: IMAX, Suburbia. Y torres hechas de tubos pintados de blanco y negro (medio oxidados). Esmog. Dientes de cemento a lo lejos. Hay surcos que llevan al vacío entre las ballenas de concreto. Se pueden tragar un pie. Casi se me sale el corazón. Un par de pasos más y está el punto donde dejaron los cuerpos cercenados, como pedazos de plastilina blanca delineados por orillas moradas. Amoratadas. Contusiones. 

Hay que escoger un cuadro entre la pintura descarapelada. El metrobús hace temblar toda la estructura. Mis manos colocan un letrero pintado con plumón, a modo de contrarrestar el recuerdo del narcomensaje: “2018: aquí unos cuerpos mostraron la dolorosa realidad del narco”. 

No hay testigos visibles de lo que pasó ese día de terror. Un facto de la Ciudad de México es que los negocios nacen y mueren en pocos años, y que las personas rentan y se van sin arraigarse en los monolitos urbanos dispersos por el entorno. En un taller mecánico, un hombre sonriente se cambia los pantalones a plena luz del día. En una comandancia, un policía tiene vagos recuerdos del crimen: “No sé, yo me enteré por los grupos [...] los otros [que lo vieron] ya se jubilaron”. Es un atardecer amarillo entre pintas de un Cantinflas barrendero y cacharros manejados por patrulleros. 

Esa paz relativa de la colonia contrasta con lo que imagino sobre la actividad nocturna de los sicarios responsables del crimen. Los cuerpos eran de dos hombres. Uno, Alfonso “N”, tenía antecedentes penales. El otro era José “N”, el cual llevaba 48 horas desaparecido, según los desesperados mensajes de sus familiares, días antes de que encontraran los cuerpos. Es obvio pensar que fueron secuestrados tras una cacería sin cuartel. Después, la bestialidad: los instrumentos afilados, insensibilidad, un vehículo cargando muertos. Una pesadilla que me evoca más pesadillas. Una cosa ardiente, maloliente e infecciosa que se vive todos los días en la ciudad. 

Caminar al Oriente (y sin regreso)

En la Roma antigua, después de Calígula llegó Nerón. Después de un mal gobernante, probablemente llegue otro. O será que la violencia en la ciudad es incontenible. Solo se hereda. Que cualquier esfuerzo para expulsarla solo es un empujón que retrasa una fuerza que quebrará a quien se le ponga enfrente. Así es la Ciudad de México.

Hay una zona de fábricas, una de las tantas establecidas en Iztapalapa, en la colonia Santa Bárbara, muy cerca de la Central de Abastos. Hay un exmatadero y luego una pila de basura que no dispara su olor ácido si se cruza rápido la calle. ¿Qué palabra se puede usar para describir el olor a sangre? En mí aterriza el concepto: crudo. En el aire está uno de esos aromas agrios, industriales, de alguna de las empresas. Un ambiente que termina por quitarle cualquier romanticismo a la noche calurosa que envuelve el cuerpo. No hay romance, hay miedo.

La siguiente parada es un taller mecánico donde quedó otra huella del crimen organizado. Fresca. Recién salida de paquete. Unas horas antes, unos extorsionadores armaron una balacera que quedó grabada por las cámaras. 

Los tipos agredieron al dueño, lo insultaron y, de repente, iniciaron el tiroteo. Dispararon como seis veces. El microempresario se defendió como pudo: palos y piedras, como en el neolítico. De milagro, las balas no hirieron a nadie.

“Ya estamos hasta la madre, ya hasta nos volvimos virales —dice el mecánico junto a un rótulo de AFINACIÓN; ahora tomará al toro por los cuernos—. Sí quiero dar una recompensa por ese perro”.
“Tiene banda, tal cual”, es lo que puede decir sobre si el tirador se identificó con algún grupo del crimen organizado. Muestra dónde están los agujeros de bala. Enseña la superficie de un árbol, un pedazo de madera clara que se asoma entre la corteza oscura. Apunta con el dedo otro lugar: la fachada del local. Se nota que algo golpeó el concreto junto a un rótulo, una A negra con contorno amarillo. Pide que no haya más entrevistas, tal vez después: “Ya estamos hasta la madre”. 

En seis años han ocurrido seis homicidios en su colonia, e Iztapalapa es el lugar con más muertes de este tipo en toda la ciudad en los últimos 18 años: de 2006 a 2011, en la demarcación fueron asesinadas 1 178 personas; de 2012 a 2017,  se registraron 1 235 homicidios y de 2018 a 2024, sucedieron 2 396 asesinatos. 

Las colonias más peligrosas de esta alcaldía son Central de Abasto con 101 homicidios; San Miguel Teotongo, con 74 (lugar donde vivió Clara Brugada, la actual jefa de Gobierno capitalina); Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, con 69; Lomas de San Lorenzo, con 59, y Santa Cruz Meyehualco, con 55. 

En la alcaldía operan algunos rastros del Cártel de Tláhuac (que es un vestigio de los Beltrán Leyva), y la Unión Tepito. También, según una investigación de Infobae, Los Molina tienen metidas sus manos aquí: son liderados por Juan Carlos Molina Plascencia. Son de origen más local y están peleados con Los Rodolfos (que controlan Xochimilco). A ellos se suman La Ronda 88, fundada por Fabián Solís, son aún muy pequeños, extorsionan y venden droga, y pelean la plaza a la Unión. Este es un fenómeno presente en las mafias actuales en México: grupos cada vez más pequeños que deciden llevarse una parte del pastel frente a los grandes que se fragmentan. 

Viaducto: aquí pasaba un río, ahora solo sangre

Entre los letreros neón de hoteles de paso, el recorrido macabro continúa a la siguiente parada. Una mujer apunta a la barrera de contención en Viaducto, a la altura de la avenida Cuauhtémoc (vía que atraviesa la Ciudad de México de la alcaldía Cuauhtémoc hasta la Benito Juárez). “Ahí se estrelló”, dice, aunque no estuvo el día que ocurrió el asesinato, solo lo sabe porque vive en la zona. 

Fue la persecución y ejecución de Oralia Pérez Garduño, una abogada especialista en casos de feminicidio. Ese 17 de octubre de 2024, Ulises Lara, el entonces encargado de la Fiscalía capitalina, confirmó que fue un “ataque directo”. Oralia iba sobre avenida Cuauhtémoc cuando las balas le perforaron el cuerpo. Su pie presionó el acelerador, pero mientras la vida se le escapaba del cuerpo chocó contra el muro de concreto.

Una policía de nombre Yasmín —que prefiere no dar su apellido por miedo a represalias— cuenta lo que sabe a unos metros del camellón donde ocurrió el asesinato: 

[En las radios de los policías] salió [el aviso de que habían ocurrido disparos], como detonaciones, en Viaducto, en Cuauhtémoc, y pues acordonaron —dice al lado de su patrulla. Algunas luces pasan detrás de nosotros—. No sabían quién era en el momento, yo estaba en mi día de descanso”. 

Es una noche donde las señas de la muerte hablan poco, donde hay pocos testigos. A unos meses de los hechos, ya hay varias personas tras las rejas. Según las investigaciones de la Fiscalía, el móvil del feminicidio fue que Pérez Garduño abandonó la defensa de un hombre acusado de extorsión. Fátima, madre del criminal, habría ordenado el asesinato, según la carpeta de investigación. Las autoridades no han mencionado una banda o cártel en específico, pero la extorsión forma parte de un problema que creció con la disputa de narcos en la capital, azotando a comerciantes en la Cuauhtémoc y otras alcaldías. La Unión Tepito es uno de los culpables más visibles. Según InSight Crime, para este cártel “la extorsión a esos negocios era particularmente rentable, y permitía a los expendedores de drogas operar dentro de ellos y reclutar por la fuerza a los empleados como camellos o vigías”, antes de que llegara la Antiu nión a pelear la plaza. 

El lugar donde asesinaron a Pérez Garduño es comercial y próspero. Sin embargo, la violencia está muy presente y forma parte de las zonas de operatividad del crimen organizado. De acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía, en la colonia Roma se han cometido 44 homicidios de 2018 a 2024; 29 en la Roma Norte, y 15 en la Roma Sur. En ese periodo hubo 10 asesinatos por arma de fuego; 25 más por atropellamiento y 3 por arma blanca, entre otros. Según las cifras, en 2024 se cometieron 7 asesinatos considerando ambas zonas. 

Polanco, donde no llegaba el crimen

Es primavera y Polanco está cubierto de flores sostenidas por esqueletos de madera y metal, en parques donde se realizan rituales new age por y para los integrantes de las clases altas chilangas que trabajan o viven en casas de estilo californiano. Una colonia que vio 12 homicidios en los últimos seis años. Por esa zona está Plaza Miyana, que tiene entre su catálogo gastronómico a un conocido restaurante de alta comida mexicana, el cual fue alcanzado por el veneno del narcotráfico: una ejecución pública. En un video compartido por _________ en la red social X (Twitter), se pudo ver cómo la calma del establecimiento fue rota de golpe por los disparos y los pedazos de comida y vidrios que salieron por los aires. Los dos sicarios huyeron. La víctima era un operador del CJNG identificado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Jesús _________ quedó con las piernas sobre la silla y con los tenis al aire. Uno de sus acompañantes regresó a robarle sus cosas, como pilón del asunto. 

Una trabajadora del cine que está enfrente del restaurante escuchó que la gente salió corriendo del establecimiento aquel día; luego, más disparos. Otro trabajador cuenta lo que pasó más tarde: “El restaurante estuvo cerrado, lo abrieron como una semana después”. Todo como si nada.

En una librería que también pertenece al lugar, una de las encargadas relata nerviosa que estaba ahí cuando pasó, pero que no pensó que fueran disparos: “Los platos que se caen suenan parecido”. 

A pocos metros, un testigo directo narra que escuchó las detonaciones: “Como seis disparos”. Vestido de un traje con motivos azules, cuenta que vio llegar a los tiradores y que traían cascos de moto: “Pasaron enfrente de nosotros”. ¿En algún momento los voltearon a ver? Dice que no; los dos tipos huyeron por las escaleras eléctricas, dejando a la gente asustada, entre gritos y crisis de nervios. “Sí nos afectó, tuvimos que cerrar a las ocho”, continúa el encargado. Imagino el restaurante sin clientes, mientras los policías vienen y van a la escena del crimen.

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El asesinato de este operador del CJNG representa la cara contemporánea del narcotráfico en México, donde todo ocurre a plena luz del día. Ya no se oculta nada. Para llegar a ese punto tuvieron que ocurrir otros hechos de violencia, en otros capítulos del narcotráfico en la Ciudad de México. 

¿Por qué fue asesinado el operador del CJNG? Las investigaciones aún no arrojan resultados, pero son otro síntoma: el cártel de las cuatro letras lleva varios años peleando con la Unión Tepito la plaza de la ciudad. Esta organización, encabezada por Nemesio Oseguera Cervantes, “El Mencho”, se alió con la Antiunión. Sin embargo, tuvo un breve periodo de alianza con la Unión para ejecutar, junto con el Cártel de Tláhuac y la propia Antiunión, el atentado fallido contra Omar García Harfuch. El CJNG es, entonces, sinónimo de un grupo que no ha temido realizar acciones de alto perfil, sobre todo ejecuciones públicas. 

La escena del crimen me recuerda a otra en los albores de mi vida como reportero: la ejecución en la plaza cercana a Paseos del Pedregal, otro de los atisbos del terror de los jaliscos. Pasó cerca de la casa de mi entonces novia. En 2019, publiqué una pequeño texto en un medio estadounidense, Viceversa Magazine

Los hechos iniciaron cerca de las 17:20 horas. ‘Dispararon primero para distraer y luego matar (en el otro restaurante) a los otros dos’, me dice un guardia. ‘Sí, porque no le apuntaron a nadie dentro, sólo al vidrio’, responde otro, narrando el primer ataque. Fue cuando quebraron a Alon Azulay de 41 años y Benjamín Yeshurun Sutchi de 44 años, dos israelíes. A unas horas de que él y su compañero muriesen, un guardia de seguridad en la planta alta del edificio me dice que no puedo seguir preguntando a los clientes de las tiendas. 

El asesinato de los extranjeros, según recabó la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, fue ordenado por el CJNG, por una operación de lavado de dinero y tráfico de armas que salió mal durante una colaboración con mafias israelíes. Sutchi, para variar, fue relacionado con negocios con los Beltrán Leyva. Aunque también existe la hipótesis de que el cártel de El Mencho fue subcontratado por el hampa israelíe. A un día del crimen, el restaurante que presenció en su interior el asesinato está vacío y a oscuras. Solo una banda roja que dice ‘Protección Civil de la Ciudad de México’ protege a cualquier persona de echar un vistazo’. Algo me pedía que me fuera del lugar, y así lo hice”.

Hay que moverse a otra escena del crimen, como los reporteros lo han hecho siempre con el pasar de los años. 

Nadie es intocable

Se pueden rebobinar estas escenas de caos y dolor e ir hasta el 25 de enero de 2010. Un antro de moda de ese tiempo: el Bar Bar, ubicado sobre Insurgentes. En el escenario de la tragedia participó el entonces jugador del América, Salvador Cabañas, quien pasaba una noche de tragos con su esposa. Todo era calma y brillo en la vida del delantero. Había participado en 44 partidos internacionales, era el tirador estrella de su equipo con un sueldo de 2.5 millones de pesos al año. Pero esa noche algo ocurrió cuando llegó al baño del establecimiento. Se topó con José Jorge Balderas Garza, alias “El JJ”, uno de los subordinados del Cártel de los Beltrán Leyva. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando el narcotraficante le reclamó al futbolista por no haber metido un gol en su último partido.

Entonces se hicieron de palabras. El JJ sacó una pistola y apuntó a la cabeza del futbolista. “¡Jálale, a ver si es cierto!”, retó Cabañas. Y el JJ disparó, dejando un daño permanente en la masa encefálica del futbolista paraguayo y acabando en el acto con su carrera, que iba encaminada para llegar al balompié europeo con el Manchester United de Javier "El Chicharito" Hernández (que debutó pocos meses después) y el mítico Wayne Rooney. 

El lugar está cerca de Miguel Ángel de Quevedo al sur de la capital, en Insurgentes Sur 1854, cerca de un local gigantesco de maquinitas. Estas ruinas son otro punto del tour de force de lo macabro. Lo que queda del Bar Bar es una fachada pequeña con un grafiti: 7KHI. Lo que pasó ya es indiferente a la vida nocturna de los alrededores. Es viernes en la colonia Florida y hay más de cinco bares a la redonda que están a tope. 

Los narcos siempre estuvieron ahí. El JJ era colaborador cercano de Édgar Valdez Villarreal, "La Barbie". Balderas Garza, que antes quería ser sacerdote, también era un distribuidor importante de droga en la Ciudad de México. Vivió el ascenso de grupos antagónicos que pelearían la ciudad y acabó en la cárcel por varios crímenes, incluyendo el de Cabañas. 

Pese a la felicidad de su vida nocturna, la colonia también ha sido marcada por la violencia: cinco homicidios en seis años. Las colonias más peligrosas de Álvaro Obregón son Barrio Norte con 25 homicidios; Jardines del Pedregal (barrio que abrazó al Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez) con 22; Olivar del Conde Primera Sección, con 21; Zedec Santa Fe, con 18, y San Bartolo Ameyalco, con 17. 

En Álvaro Obregón también han aumentado los homicidios en los últimos 18 años: hubo 304 de 2006 a 2011; 432 de 2012 a 2017 y 755 de 2018 a 2024. 

Lo que poca gente recuerda es que cerca del Bar Bar ocurrió otro hecho violento, más reciente, y que cimbró al gremio periodístico: el intento de asesinato de Ciro Gómez Leyva. Apenas hay que caminar un cuarto de kilómetro sobre avenida Insurgentes, y entrar por la calle Juventino Rosas; se debe avanzar un poco más hasta llegar a Tecoyotitla, una zona residencial con cámaras de seguridad por todos lados. Ahí intentaron matar a uno de los periodistas más famosos de la radio mexicana un 15 de diciembre de 2022. 

El motivo aún es ambiguo, pero según declaraciones de los detenidos, algunos pertenecen al CJNG, incluyendo el presunto autor intelectual, Armando Escárcega, alias “El Patrón”. Otro involucrado en el hecho, Héctor Martínez Jiménez, alias “El Bart”, está ligado directamente a la organización. 

El intento de homicidio ocurrió cerca de un estacionamiento techado y a pocos metros de un restaurante. Ya casi cae la noche y los trabajadores de ese lugar, cercano a Insurgentes, están tirando la basura en contenedores rectangulares, como neoyorquinos. P., un trabajador del establecimiento que decidió no decir su nombre por una posible amenaza, me ve desesperado y por fin suelta la sopa: él fue el testigo directo del ataque contra Gómez Leyva.

“Fue en la noche”, narra a pocos metros del lugar donde casi corre la sangre. “Iban pasando por aquí, lo interceptaron [...] hubo disparos, como seis”.

Fue a la altura de la camioneta amarillo con blanco, que está más adelante de nosotros: “Se le emparejaron, era una moto, llevaban casco, yo solo alcancé a ver los destellos de los balazos”. No vio sus rostros y tampoco logró ver por los vidrios el cuerpo de Gómez Leyva que se recuperaba del shock, del miedo a perder la vida. En esos momentos, la gente del restaurante se paró y se metió al fondo del lugar: “Yo no sabía quién era en ese momento, hasta después, que era un periodista [...] pensé que era un asalto”. 

Le pregunto si volvió a ver a Ciro y si lo conocía. Me dijo que por su programa, pero no supo decirme cuál: “El de canal 3”. A veces vuelve a verlo por la calle: “Lo llego a ver, caminando los martes, pero ahora va con cuatro escoltas”. 

Cuenta que probablemente lo alcanzaron a esa altura de la calle porque había un árbol y faltaba iluminación. Solo así el gobierno actuó: “Ya vinieron a poner el alumbrado, podaron; ese tramo estaba muy oscuro”. 

P. escuchó seis disparos, igual que los seis del atentado de Plaza Miyana. Como una reiteración estandarizada de la violencia: un paquete de seis proyectiles de muerte. Es un país donde la ejecución es un producto que está a la venta. Se pacta y se aplica. Y las plazas tienen costos. 

Cae la noche definitiva en medio del metrobús que corta por Insurgentes. Burbujea el sonido de la música nocturna. Acostado en un pórtico, reflexiono lo que me enseñó este tour del horror que se vive cada vez más seguido en la capital. Sea cual fuese la lección, la solución está fuera de mi control. Y que el horror y la sangre seguirán corriendo por muchos años más. Es la ciudad fundada en esta laguna al servicio del violento sacrificio, de la sangre. 

¿Qué sigue?

Poco después de terminar esta crónica, ocurrió una nueva ejecución que conmocionó al país: el asesinato de dos colaboradores cercanos a Clara Brugada, la jefa de Gobierno capitalina. Las víctimas fueron Ximena Guzmán, su secretaria particular, y José Muñoz, uno de sus asesores. Durante la conferencia mañanera del 20 de mayo de 2025, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch (quien sobrevivió a un atentado en 2020), recibió un mensaje en su celular que robó su atención. Pocos segundos después, se dirigió hacia Claudia Sheinbaum para susurrarle lo que había pasado. 

Minutos más tarde, la presidenta leyó el comunicado emitido por el gobierno capitalino, en cuyo discurso destacó la confirmación de un “ataque directo” contra los funcionarios mientras circulaban por la Calzada de Tlalpan, a la altura de la alcaldía Benito Juárez. Las investigaciones siguen en curso en una nueva tragedia que se suma a las heridas de la vida en una capital, las cuales parecen nunca sanar.

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Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

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La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 
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La violencia, de la mano del narcotráfico en la Ciudad de México, ha marcado la capital a lo largo de más de una década y las huellas están a la vista, en lugares donde la fiesta, la cotidianidad y las personas siguen con su vida. Pero la cicatriz está expuesta.

Pero se fue acercando poco a poco la violencia. Y empezamos a escuchar de atentados y secuestros, de muertes y de ejecuciones en estados con los que no colindaba nuestra paz. Empezamos a escuchar de bombas y ráfagas de metralleta allá por el norte, cerca de los Estados Unidos. Y todavía lo sentíamos lejos. Pero sin darnos cuenta, como el grito de un espectro, la violencia un día se escuchó en los alrededores de nuestra comunidad.

México 2010. Diario de una madre mutilada de Esther Hernández Palacios

Volví a la escena del crimen un par de años después. Al lugar del ataque de los mariachis. Una noche como otras noches, de fiesta, tabaco y alcohol en el Tenampa de José Alfredo Jiménez. Las garnachas, la superficie dorada de las trompetas, la drogadicción decadente de la Plaza Garibaldi. Una rutina mexicana, chilanga. 

La sangría de los mariachis. Un terror iniciático. Un crimen de la noche del 14 de septiembre de 2018, pocas horas antes del último Grito de Independencia de Enrique Peña Nieto. Tres hombres vestidos de mariachis se prepararon para tocar el último corrido de seis personas. Sillas de plástico para chelear a las afueras de un local en la plaza. Actuó el espíritu de la violencia pura y atroz. Los farsantes, los no-músicos, entraron al perímetro de sus enemigos y, al estilo siciliano, de la cosa nostra, de sus estuches sacaron las armas (no se sabe cuántas). Vieron el objetivo, posaron ojos y rociaron las balas sobre las víctimas, reventándoles los huesos y la carne con balas 9 mm y 2.23 de rifle de asalto. 

Para la ciudadanía, fue una ejecución estrafalaria; para el narco, una muestra de poder de la Unión Tepito, uno de los cárteles más temidos de la Ciudad de México, y que en ese momento estaba rabioso porque sufría un vacío de poder por la captura de su líder, Roberto Moyado Esparza, el “Betito”, en agosto de ese 2018. 

Cuando ocurrió ese ataque, trabajaba en un pequeño medio digital. Era mi primera nota (no tan) roja porque la Procuraduría —encabezada por Edmundo Porfirio Garrido— ya había levantado los cuerpos en ese lugar conocido como el Callejón de la Amargura. Las manchas de sangre, las sillas caídas y las cintas policíacas eran parte de una obra fresca de la mafia sin control. En ese momento, la plaza estaba arropada por el miedo. Se intuía que los lugareños y comerciantes habían entendido el mensaje de ese ataque dirigido contra el “Tortas”, Jorge Flores Concha. Un hombre de la colonia Morelos que entre 2016 y 2017 fundó la organización criminal conocida como la Fuerza Antiunión Tepito. La semilla fue un sentimiento de venganza: la Unión Tepito asesinó a sus primos, además de plagiar a su hermano y extorsionar a miembros de su familia en el barrio bravo. Esto lo hizo formar un grupo contrario. La gasolina de este conflicto fue la alianza entre la Antiunión y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Los dos grupos antagónicos se pelearon el espacio para vender drogas en Garibaldi: un cajero automático para los líderes del narco. Y, por lo tanto, una zona para jugarse la vida y (¿por qué no?) acabar con la de otros. 

Un tipo de disputas que desde hace algunos años han convertido a la alcaldía de Cuauhtémoc en un polvorín que ha dejado decenas de muertos. Al revisar las estadísticas de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, obtenidas por medio de transparencia, reconstruyo la estela de muerte de los últimos seis años: de 2018 a 2024 fueron asesinadas 993 personas en la alcaldía. Esta violencia se concentra en las siguientes colonias: la Morelos en primer lugar con 287 homicidios, la Centro con 158 homicidios, la Doctores con 89 homicidios, la Guerrero con 77 homicidios y la Santa María la Ribera con 47 homicidios. Es preocupante la dimensión de la matanza. Por ejemplo, en Tlalpan, la alcaldía más grande de la ciudad con 312 kilómetros, fueron asesinadas 950 personas en ese periodo. Cuauhtémoc tiene apenas 32.34 kilómetros y la supera por 43 víctimas. 

En 2018, cuando ocurrió el ataque de los mariachis, las autoridades habían tomado una estrategia de relaciones públicas muy clara: no existían cárteles en la ciudad. Las palabras de Miguel Ángel Mancera, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, fueron: “Lo que nosotros no tenemos aquí, y que ha sido reportado por las autoridades, porque además es competencia federal, es un asentamiento de cárteles”. No aquí. Nunca aquí. Una lejanía maquillada por los estereotipos con sombreros norteños, ojos vidriosos y pistolas bañadas en orégano puro (paronimia del oro puro). Era eso que pasaba allá, a lo lejos, en otros estados, al norte o en otros países. La paja en el ojo ajeno. 

La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 

Durante esa década, ya había señales claras de la presencia de mafias en la ciudad: el 15 de diciembre de 2007 se encontraron dos bolsas de plástico en Peñón de los Baños que contenían cabezas humanas, cerca del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Según el libro Narco CDMX (2019) de Sandra Romandía, David Fuentes y Antonio Nieto, los hermanos Beltrán Leyva, que eran aliados de “El Chapo” Guzmán, ordenaron el asesinato y tortura de dos personas que consideraron responsables de un decomiso de droga porque, aunque no fuese público, la capital era un punto neurálgico del tráfico internacional de narcóticos. Un punto clave para propagar la violencia fue también la muerte de Arturo Beltrán Leyva, “El Barbas”, que generó una lucha de poder en puntos donde su cártel tenía control en la capital, como el corredor Roma-Condesa-Insurgentes. 

Las crecientes tensiones generaron otros crímenes que impactaron a la ciudad: el asesinato de Horacio Vite Ángel, alias “El Oaxaco”, miembro de La Unión Insurgentes, el 24 de mayo de 2013. Este grupo, liderado por Edwin Agustín Cabrera Jiménez, “El Antuán”, culpó a la Unión Tepito de la ejecución, lo que derivó en el secuestro de 13 jóvenes en el Bar Heaven —lugar que estaba bajo el control de la Unión— el 26 de mayo de 2013. Las víctimas fueron llevadas a Tlalmanalco, donde fueron torturadas y asesinadas. 

Con estos sucesos, la sangre corrió, la herida se infectó y las ejecuciones iniciales se transformaron en una enfermedad que dejó algunos de los ataques más significativos en la historia reciente de la capital del país. 

Y volver, volver, vooolveeer… 

Regreso a Garibaldi en 2025, ahora con un par de canas de estrés y sin ser ese periodista inicial, ahora más vivido. Hay banquetas sucias, pero alegres por la música, con hombres uniformados para matar la tristeza con el ranchero. El encargado de una barbería afila sus navajas. En una tienda de artesanías, una joven que lleva tres meses trabajando dice que hay que preguntar “ahí en el _______________, ahí deben de saber”. Hay que buscar un testigo del ataque, del trauma. 

Está el dueño del bar, metido en su traje gris, listo para recibir a los clientes mientras las luces de la bebida y la juerga hierven detrás de él; la tiene clara: los que seguro saben son los mariachis “porque a ellos eso les lastimó”. 

Ahí están los sombrerudos. Uno muerde un taco de canasta; saborea y aplasta las preguntas con una sola respuesta: “No te metas en broncas”. Más adelante, otro más se pone en el mismo plan. Un discurso que seguro todos acordaron. Cabello cano, con la pinta de haber pasado toda una vida en esa plaza: “Mejor hay que dejarlo así”, explica. 

Es mejor salir de ahí. Al parecer, los mariachis tienen miedo de esa fuerza depredadora que acecha las espaldas, el poder  de las mafias locales. No hay mención de los secuestrados que son torturados en bodegas o de los comerciantes acribillados porque se negaron a pagar el derecho de piso. Pareciera una mancha de sangre creciendo sin control por las grietas del piso. 

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Epicentro de masacres

17 de junio de 2018. Esa mañana, carros avanzaron por el asfalto hasta toparse con cuerpos despedazados. Era otro síntoma de una enfermedad ya avanzada. Fue poco antes de la victoria presidencial de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones del 1 de julio de ese año, cerca de la Plaza de Tlatelolco, escenario de la masacre del 68. 

La violencia sigue viva en la zona: en Tlatelolco han sido asesinadas 18 personas en seis años. Tan solo en 2024 murieron cinco (todas fueron homicidios culposos por accidentes de tránsito). En los otros cinco años hubo de todo: tres casos de homicidio por arma de fuego, uno por golpes, uno más con arma blanca y otro más catalogado como “homicidio intencional”. Las calles más conflictivas fueron Ricardo Flores Magón, con siete homicidios; Manuel González, con seis, y Lerdo con cuatro, la columna vertebral de Tlatelolco

En Cuauhtémoc, en los últimos 18 años, el crimen se ha disparado. De 2006 a 2011, la entonces delegación registró 481 homicidios, según datos obtenidos del Inegi. De 2012 a 2017, subieron a 593, según cifras de la Fiscalía capitalina. Y de 2018 a 2024, se llegó a 993 homicidios. 

Algunos policías vieron los cuerpos mutilados esa mañana del 2018 en la esquina de avenida Insurgentes (que cruza la capital de sur a norte) y la avenida Ricardo Flores Magón. Fue un par de meses antes del ataque de los mariachis. La matanza fue para cerrar más el círculo alrededor de “El Tortas”. En ese momento, acompañando los torsos, la narcomanta dejó una frase en mayúsculas: 

“EMPEZO LA LIMPIA MUGROSOS (...) YA VAMOS POR TI Y POR TODOS LOS MUGROSOS K RECLUTASTE CON TU ANTI UNION”. (sic)

Hay que subir a un lugar más alto. El puente por la ciclovía muestra parte de la plenitud de la ciudad: las figuras geométricas que cargan letras metálicas: IMAX, Suburbia. Y torres hechas de tubos pintados de blanco y negro (medio oxidados). Esmog. Dientes de cemento a lo lejos. Hay surcos que llevan al vacío entre las ballenas de concreto. Se pueden tragar un pie. Casi se me sale el corazón. Un par de pasos más y está el punto donde dejaron los cuerpos cercenados, como pedazos de plastilina blanca delineados por orillas moradas. Amoratadas. Contusiones. 

Hay que escoger un cuadro entre la pintura descarapelada. El metrobús hace temblar toda la estructura. Mis manos colocan un letrero pintado con plumón, a modo de contrarrestar el recuerdo del narcomensaje: “2018: aquí unos cuerpos mostraron la dolorosa realidad del narco”. 

No hay testigos visibles de lo que pasó ese día de terror. Un facto de la Ciudad de México es que los negocios nacen y mueren en pocos años, y que las personas rentan y se van sin arraigarse en los monolitos urbanos dispersos por el entorno. En un taller mecánico, un hombre sonriente se cambia los pantalones a plena luz del día. En una comandancia, un policía tiene vagos recuerdos del crimen: “No sé, yo me enteré por los grupos [...] los otros [que lo vieron] ya se jubilaron”. Es un atardecer amarillo entre pintas de un Cantinflas barrendero y cacharros manejados por patrulleros. 

Esa paz relativa de la colonia contrasta con lo que imagino sobre la actividad nocturna de los sicarios responsables del crimen. Los cuerpos eran de dos hombres. Uno, Alfonso “N”, tenía antecedentes penales. El otro era José “N”, el cual llevaba 48 horas desaparecido, según los desesperados mensajes de sus familiares, días antes de que encontraran los cuerpos. Es obvio pensar que fueron secuestrados tras una cacería sin cuartel. Después, la bestialidad: los instrumentos afilados, insensibilidad, un vehículo cargando muertos. Una pesadilla que me evoca más pesadillas. Una cosa ardiente, maloliente e infecciosa que se vive todos los días en la ciudad. 

Caminar al Oriente (y sin regreso)

En la Roma antigua, después de Calígula llegó Nerón. Después de un mal gobernante, probablemente llegue otro. O será que la violencia en la ciudad es incontenible. Solo se hereda. Que cualquier esfuerzo para expulsarla solo es un empujón que retrasa una fuerza que quebrará a quien se le ponga enfrente. Así es la Ciudad de México.

Hay una zona de fábricas, una de las tantas establecidas en Iztapalapa, en la colonia Santa Bárbara, muy cerca de la Central de Abastos. Hay un exmatadero y luego una pila de basura que no dispara su olor ácido si se cruza rápido la calle. ¿Qué palabra se puede usar para describir el olor a sangre? En mí aterriza el concepto: crudo. En el aire está uno de esos aromas agrios, industriales, de alguna de las empresas. Un ambiente que termina por quitarle cualquier romanticismo a la noche calurosa que envuelve el cuerpo. No hay romance, hay miedo.

La siguiente parada es un taller mecánico donde quedó otra huella del crimen organizado. Fresca. Recién salida de paquete. Unas horas antes, unos extorsionadores armaron una balacera que quedó grabada por las cámaras. 

Los tipos agredieron al dueño, lo insultaron y, de repente, iniciaron el tiroteo. Dispararon como seis veces. El microempresario se defendió como pudo: palos y piedras, como en el neolítico. De milagro, las balas no hirieron a nadie.

“Ya estamos hasta la madre, ya hasta nos volvimos virales —dice el mecánico junto a un rótulo de AFINACIÓN; ahora tomará al toro por los cuernos—. Sí quiero dar una recompensa por ese perro”.
“Tiene banda, tal cual”, es lo que puede decir sobre si el tirador se identificó con algún grupo del crimen organizado. Muestra dónde están los agujeros de bala. Enseña la superficie de un árbol, un pedazo de madera clara que se asoma entre la corteza oscura. Apunta con el dedo otro lugar: la fachada del local. Se nota que algo golpeó el concreto junto a un rótulo, una A negra con contorno amarillo. Pide que no haya más entrevistas, tal vez después: “Ya estamos hasta la madre”. 

En seis años han ocurrido seis homicidios en su colonia, e Iztapalapa es el lugar con más muertes de este tipo en toda la ciudad en los últimos 18 años: de 2006 a 2011, en la demarcación fueron asesinadas 1 178 personas; de 2012 a 2017,  se registraron 1 235 homicidios y de 2018 a 2024, sucedieron 2 396 asesinatos. 

Las colonias más peligrosas de esta alcaldía son Central de Abasto con 101 homicidios; San Miguel Teotongo, con 74 (lugar donde vivió Clara Brugada, la actual jefa de Gobierno capitalina); Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, con 69; Lomas de San Lorenzo, con 59, y Santa Cruz Meyehualco, con 55. 

En la alcaldía operan algunos rastros del Cártel de Tláhuac (que es un vestigio de los Beltrán Leyva), y la Unión Tepito. También, según una investigación de Infobae, Los Molina tienen metidas sus manos aquí: son liderados por Juan Carlos Molina Plascencia. Son de origen más local y están peleados con Los Rodolfos (que controlan Xochimilco). A ellos se suman La Ronda 88, fundada por Fabián Solís, son aún muy pequeños, extorsionan y venden droga, y pelean la plaza a la Unión. Este es un fenómeno presente en las mafias actuales en México: grupos cada vez más pequeños que deciden llevarse una parte del pastel frente a los grandes que se fragmentan. 

Viaducto: aquí pasaba un río, ahora solo sangre

Entre los letreros neón de hoteles de paso, el recorrido macabro continúa a la siguiente parada. Una mujer apunta a la barrera de contención en Viaducto, a la altura de la avenida Cuauhtémoc (vía que atraviesa la Ciudad de México de la alcaldía Cuauhtémoc hasta la Benito Juárez). “Ahí se estrelló”, dice, aunque no estuvo el día que ocurrió el asesinato, solo lo sabe porque vive en la zona. 

Fue la persecución y ejecución de Oralia Pérez Garduño, una abogada especialista en casos de feminicidio. Ese 17 de octubre de 2024, Ulises Lara, el entonces encargado de la Fiscalía capitalina, confirmó que fue un “ataque directo”. Oralia iba sobre avenida Cuauhtémoc cuando las balas le perforaron el cuerpo. Su pie presionó el acelerador, pero mientras la vida se le escapaba del cuerpo chocó contra el muro de concreto.

Una policía de nombre Yasmín —que prefiere no dar su apellido por miedo a represalias— cuenta lo que sabe a unos metros del camellón donde ocurrió el asesinato: 

[En las radios de los policías] salió [el aviso de que habían ocurrido disparos], como detonaciones, en Viaducto, en Cuauhtémoc, y pues acordonaron —dice al lado de su patrulla. Algunas luces pasan detrás de nosotros—. No sabían quién era en el momento, yo estaba en mi día de descanso”. 

Es una noche donde las señas de la muerte hablan poco, donde hay pocos testigos. A unos meses de los hechos, ya hay varias personas tras las rejas. Según las investigaciones de la Fiscalía, el móvil del feminicidio fue que Pérez Garduño abandonó la defensa de un hombre acusado de extorsión. Fátima, madre del criminal, habría ordenado el asesinato, según la carpeta de investigación. Las autoridades no han mencionado una banda o cártel en específico, pero la extorsión forma parte de un problema que creció con la disputa de narcos en la capital, azotando a comerciantes en la Cuauhtémoc y otras alcaldías. La Unión Tepito es uno de los culpables más visibles. Según InSight Crime, para este cártel “la extorsión a esos negocios era particularmente rentable, y permitía a los expendedores de drogas operar dentro de ellos y reclutar por la fuerza a los empleados como camellos o vigías”, antes de que llegara la Antiu nión a pelear la plaza. 

El lugar donde asesinaron a Pérez Garduño es comercial y próspero. Sin embargo, la violencia está muy presente y forma parte de las zonas de operatividad del crimen organizado. De acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía, en la colonia Roma se han cometido 44 homicidios de 2018 a 2024; 29 en la Roma Norte, y 15 en la Roma Sur. En ese periodo hubo 10 asesinatos por arma de fuego; 25 más por atropellamiento y 3 por arma blanca, entre otros. Según las cifras, en 2024 se cometieron 7 asesinatos considerando ambas zonas. 

Polanco, donde no llegaba el crimen

Es primavera y Polanco está cubierto de flores sostenidas por esqueletos de madera y metal, en parques donde se realizan rituales new age por y para los integrantes de las clases altas chilangas que trabajan o viven en casas de estilo californiano. Una colonia que vio 12 homicidios en los últimos seis años. Por esa zona está Plaza Miyana, que tiene entre su catálogo gastronómico a un conocido restaurante de alta comida mexicana, el cual fue alcanzado por el veneno del narcotráfico: una ejecución pública. En un video compartido por _________ en la red social X (Twitter), se pudo ver cómo la calma del establecimiento fue rota de golpe por los disparos y los pedazos de comida y vidrios que salieron por los aires. Los dos sicarios huyeron. La víctima era un operador del CJNG identificado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Jesús _________ quedó con las piernas sobre la silla y con los tenis al aire. Uno de sus acompañantes regresó a robarle sus cosas, como pilón del asunto. 

Una trabajadora del cine que está enfrente del restaurante escuchó que la gente salió corriendo del establecimiento aquel día; luego, más disparos. Otro trabajador cuenta lo que pasó más tarde: “El restaurante estuvo cerrado, lo abrieron como una semana después”. Todo como si nada.

En una librería que también pertenece al lugar, una de las encargadas relata nerviosa que estaba ahí cuando pasó, pero que no pensó que fueran disparos: “Los platos que se caen suenan parecido”. 

A pocos metros, un testigo directo narra que escuchó las detonaciones: “Como seis disparos”. Vestido de un traje con motivos azules, cuenta que vio llegar a los tiradores y que traían cascos de moto: “Pasaron enfrente de nosotros”. ¿En algún momento los voltearon a ver? Dice que no; los dos tipos huyeron por las escaleras eléctricas, dejando a la gente asustada, entre gritos y crisis de nervios. “Sí nos afectó, tuvimos que cerrar a las ocho”, continúa el encargado. Imagino el restaurante sin clientes, mientras los policías vienen y van a la escena del crimen.

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El asesinato de este operador del CJNG representa la cara contemporánea del narcotráfico en México, donde todo ocurre a plena luz del día. Ya no se oculta nada. Para llegar a ese punto tuvieron que ocurrir otros hechos de violencia, en otros capítulos del narcotráfico en la Ciudad de México. 

¿Por qué fue asesinado el operador del CJNG? Las investigaciones aún no arrojan resultados, pero son otro síntoma: el cártel de las cuatro letras lleva varios años peleando con la Unión Tepito la plaza de la ciudad. Esta organización, encabezada por Nemesio Oseguera Cervantes, “El Mencho”, se alió con la Antiunión. Sin embargo, tuvo un breve periodo de alianza con la Unión para ejecutar, junto con el Cártel de Tláhuac y la propia Antiunión, el atentado fallido contra Omar García Harfuch. El CJNG es, entonces, sinónimo de un grupo que no ha temido realizar acciones de alto perfil, sobre todo ejecuciones públicas. 

La escena del crimen me recuerda a otra en los albores de mi vida como reportero: la ejecución en la plaza cercana a Paseos del Pedregal, otro de los atisbos del terror de los jaliscos. Pasó cerca de la casa de mi entonces novia. En 2019, publiqué una pequeño texto en un medio estadounidense, Viceversa Magazine

Los hechos iniciaron cerca de las 17:20 horas. ‘Dispararon primero para distraer y luego matar (en el otro restaurante) a los otros dos’, me dice un guardia. ‘Sí, porque no le apuntaron a nadie dentro, sólo al vidrio’, responde otro, narrando el primer ataque. Fue cuando quebraron a Alon Azulay de 41 años y Benjamín Yeshurun Sutchi de 44 años, dos israelíes. A unas horas de que él y su compañero muriesen, un guardia de seguridad en la planta alta del edificio me dice que no puedo seguir preguntando a los clientes de las tiendas. 

El asesinato de los extranjeros, según recabó la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, fue ordenado por el CJNG, por una operación de lavado de dinero y tráfico de armas que salió mal durante una colaboración con mafias israelíes. Sutchi, para variar, fue relacionado con negocios con los Beltrán Leyva. Aunque también existe la hipótesis de que el cártel de El Mencho fue subcontratado por el hampa israelíe. A un día del crimen, el restaurante que presenció en su interior el asesinato está vacío y a oscuras. Solo una banda roja que dice ‘Protección Civil de la Ciudad de México’ protege a cualquier persona de echar un vistazo’. Algo me pedía que me fuera del lugar, y así lo hice”.

Hay que moverse a otra escena del crimen, como los reporteros lo han hecho siempre con el pasar de los años. 

Nadie es intocable

Se pueden rebobinar estas escenas de caos y dolor e ir hasta el 25 de enero de 2010. Un antro de moda de ese tiempo: el Bar Bar, ubicado sobre Insurgentes. En el escenario de la tragedia participó el entonces jugador del América, Salvador Cabañas, quien pasaba una noche de tragos con su esposa. Todo era calma y brillo en la vida del delantero. Había participado en 44 partidos internacionales, era el tirador estrella de su equipo con un sueldo de 2.5 millones de pesos al año. Pero esa noche algo ocurrió cuando llegó al baño del establecimiento. Se topó con José Jorge Balderas Garza, alias “El JJ”, uno de los subordinados del Cártel de los Beltrán Leyva. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando el narcotraficante le reclamó al futbolista por no haber metido un gol en su último partido.

Entonces se hicieron de palabras. El JJ sacó una pistola y apuntó a la cabeza del futbolista. “¡Jálale, a ver si es cierto!”, retó Cabañas. Y el JJ disparó, dejando un daño permanente en la masa encefálica del futbolista paraguayo y acabando en el acto con su carrera, que iba encaminada para llegar al balompié europeo con el Manchester United de Javier "El Chicharito" Hernández (que debutó pocos meses después) y el mítico Wayne Rooney. 

El lugar está cerca de Miguel Ángel de Quevedo al sur de la capital, en Insurgentes Sur 1854, cerca de un local gigantesco de maquinitas. Estas ruinas son otro punto del tour de force de lo macabro. Lo que queda del Bar Bar es una fachada pequeña con un grafiti: 7KHI. Lo que pasó ya es indiferente a la vida nocturna de los alrededores. Es viernes en la colonia Florida y hay más de cinco bares a la redonda que están a tope. 

Los narcos siempre estuvieron ahí. El JJ era colaborador cercano de Édgar Valdez Villarreal, "La Barbie". Balderas Garza, que antes quería ser sacerdote, también era un distribuidor importante de droga en la Ciudad de México. Vivió el ascenso de grupos antagónicos que pelearían la ciudad y acabó en la cárcel por varios crímenes, incluyendo el de Cabañas. 

Pese a la felicidad de su vida nocturna, la colonia también ha sido marcada por la violencia: cinco homicidios en seis años. Las colonias más peligrosas de Álvaro Obregón son Barrio Norte con 25 homicidios; Jardines del Pedregal (barrio que abrazó al Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez) con 22; Olivar del Conde Primera Sección, con 21; Zedec Santa Fe, con 18, y San Bartolo Ameyalco, con 17. 

En Álvaro Obregón también han aumentado los homicidios en los últimos 18 años: hubo 304 de 2006 a 2011; 432 de 2012 a 2017 y 755 de 2018 a 2024. 

Lo que poca gente recuerda es que cerca del Bar Bar ocurrió otro hecho violento, más reciente, y que cimbró al gremio periodístico: el intento de asesinato de Ciro Gómez Leyva. Apenas hay que caminar un cuarto de kilómetro sobre avenida Insurgentes, y entrar por la calle Juventino Rosas; se debe avanzar un poco más hasta llegar a Tecoyotitla, una zona residencial con cámaras de seguridad por todos lados. Ahí intentaron matar a uno de los periodistas más famosos de la radio mexicana un 15 de diciembre de 2022. 

El motivo aún es ambiguo, pero según declaraciones de los detenidos, algunos pertenecen al CJNG, incluyendo el presunto autor intelectual, Armando Escárcega, alias “El Patrón”. Otro involucrado en el hecho, Héctor Martínez Jiménez, alias “El Bart”, está ligado directamente a la organización. 

El intento de homicidio ocurrió cerca de un estacionamiento techado y a pocos metros de un restaurante. Ya casi cae la noche y los trabajadores de ese lugar, cercano a Insurgentes, están tirando la basura en contenedores rectangulares, como neoyorquinos. P., un trabajador del establecimiento que decidió no decir su nombre por una posible amenaza, me ve desesperado y por fin suelta la sopa: él fue el testigo directo del ataque contra Gómez Leyva.

“Fue en la noche”, narra a pocos metros del lugar donde casi corre la sangre. “Iban pasando por aquí, lo interceptaron [...] hubo disparos, como seis”.

Fue a la altura de la camioneta amarillo con blanco, que está más adelante de nosotros: “Se le emparejaron, era una moto, llevaban casco, yo solo alcancé a ver los destellos de los balazos”. No vio sus rostros y tampoco logró ver por los vidrios el cuerpo de Gómez Leyva que se recuperaba del shock, del miedo a perder la vida. En esos momentos, la gente del restaurante se paró y se metió al fondo del lugar: “Yo no sabía quién era en ese momento, hasta después, que era un periodista [...] pensé que era un asalto”. 

Le pregunto si volvió a ver a Ciro y si lo conocía. Me dijo que por su programa, pero no supo decirme cuál: “El de canal 3”. A veces vuelve a verlo por la calle: “Lo llego a ver, caminando los martes, pero ahora va con cuatro escoltas”. 

Cuenta que probablemente lo alcanzaron a esa altura de la calle porque había un árbol y faltaba iluminación. Solo así el gobierno actuó: “Ya vinieron a poner el alumbrado, podaron; ese tramo estaba muy oscuro”. 

P. escuchó seis disparos, igual que los seis del atentado de Plaza Miyana. Como una reiteración estandarizada de la violencia: un paquete de seis proyectiles de muerte. Es un país donde la ejecución es un producto que está a la venta. Se pacta y se aplica. Y las plazas tienen costos. 

Cae la noche definitiva en medio del metrobús que corta por Insurgentes. Burbujea el sonido de la música nocturna. Acostado en un pórtico, reflexiono lo que me enseñó este tour del horror que se vive cada vez más seguido en la capital. Sea cual fuese la lección, la solución está fuera de mi control. Y que el horror y la sangre seguirán corriendo por muchos años más. Es la ciudad fundada en esta laguna al servicio del violento sacrificio, de la sangre. 

¿Qué sigue?

Poco después de terminar esta crónica, ocurrió una nueva ejecución que conmocionó al país: el asesinato de dos colaboradores cercanos a Clara Brugada, la jefa de Gobierno capitalina. Las víctimas fueron Ximena Guzmán, su secretaria particular, y José Muñoz, uno de sus asesores. Durante la conferencia mañanera del 20 de mayo de 2025, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch (quien sobrevivió a un atentado en 2020), recibió un mensaje en su celular que robó su atención. Pocos segundos después, se dirigió hacia Claudia Sheinbaum para susurrarle lo que había pasado. 

Minutos más tarde, la presidenta leyó el comunicado emitido por el gobierno capitalino, en cuyo discurso destacó la confirmación de un “ataque directo” contra los funcionarios mientras circulaban por la Calzada de Tlalpan, a la altura de la alcaldía Benito Juárez. Las investigaciones siguen en curso en una nueva tragedia que se suma a las heridas de la vida en una capital, las cuales parecen nunca sanar.

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Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

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25
2025
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La violencia, de la mano del narcotráfico en la Ciudad de México, ha marcado la capital a lo largo de más de una década y las huellas están a la vista, en lugares donde la fiesta, la cotidianidad y las personas siguen con su vida. Pero la cicatriz está expuesta.

Pero se fue acercando poco a poco la violencia. Y empezamos a escuchar de atentados y secuestros, de muertes y de ejecuciones en estados con los que no colindaba nuestra paz. Empezamos a escuchar de bombas y ráfagas de metralleta allá por el norte, cerca de los Estados Unidos. Y todavía lo sentíamos lejos. Pero sin darnos cuenta, como el grito de un espectro, la violencia un día se escuchó en los alrededores de nuestra comunidad.

México 2010. Diario de una madre mutilada de Esther Hernández Palacios

Volví a la escena del crimen un par de años después. Al lugar del ataque de los mariachis. Una noche como otras noches, de fiesta, tabaco y alcohol en el Tenampa de José Alfredo Jiménez. Las garnachas, la superficie dorada de las trompetas, la drogadicción decadente de la Plaza Garibaldi. Una rutina mexicana, chilanga. 

La sangría de los mariachis. Un terror iniciático. Un crimen de la noche del 14 de septiembre de 2018, pocas horas antes del último Grito de Independencia de Enrique Peña Nieto. Tres hombres vestidos de mariachis se prepararon para tocar el último corrido de seis personas. Sillas de plástico para chelear a las afueras de un local en la plaza. Actuó el espíritu de la violencia pura y atroz. Los farsantes, los no-músicos, entraron al perímetro de sus enemigos y, al estilo siciliano, de la cosa nostra, de sus estuches sacaron las armas (no se sabe cuántas). Vieron el objetivo, posaron ojos y rociaron las balas sobre las víctimas, reventándoles los huesos y la carne con balas 9 mm y 2.23 de rifle de asalto. 

Para la ciudadanía, fue una ejecución estrafalaria; para el narco, una muestra de poder de la Unión Tepito, uno de los cárteles más temidos de la Ciudad de México, y que en ese momento estaba rabioso porque sufría un vacío de poder por la captura de su líder, Roberto Moyado Esparza, el “Betito”, en agosto de ese 2018. 

Cuando ocurrió ese ataque, trabajaba en un pequeño medio digital. Era mi primera nota (no tan) roja porque la Procuraduría —encabezada por Edmundo Porfirio Garrido— ya había levantado los cuerpos en ese lugar conocido como el Callejón de la Amargura. Las manchas de sangre, las sillas caídas y las cintas policíacas eran parte de una obra fresca de la mafia sin control. En ese momento, la plaza estaba arropada por el miedo. Se intuía que los lugareños y comerciantes habían entendido el mensaje de ese ataque dirigido contra el “Tortas”, Jorge Flores Concha. Un hombre de la colonia Morelos que entre 2016 y 2017 fundó la organización criminal conocida como la Fuerza Antiunión Tepito. La semilla fue un sentimiento de venganza: la Unión Tepito asesinó a sus primos, además de plagiar a su hermano y extorsionar a miembros de su familia en el barrio bravo. Esto lo hizo formar un grupo contrario. La gasolina de este conflicto fue la alianza entre la Antiunión y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Los dos grupos antagónicos se pelearon el espacio para vender drogas en Garibaldi: un cajero automático para los líderes del narco. Y, por lo tanto, una zona para jugarse la vida y (¿por qué no?) acabar con la de otros. 

Un tipo de disputas que desde hace algunos años han convertido a la alcaldía de Cuauhtémoc en un polvorín que ha dejado decenas de muertos. Al revisar las estadísticas de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, obtenidas por medio de transparencia, reconstruyo la estela de muerte de los últimos seis años: de 2018 a 2024 fueron asesinadas 993 personas en la alcaldía. Esta violencia se concentra en las siguientes colonias: la Morelos en primer lugar con 287 homicidios, la Centro con 158 homicidios, la Doctores con 89 homicidios, la Guerrero con 77 homicidios y la Santa María la Ribera con 47 homicidios. Es preocupante la dimensión de la matanza. Por ejemplo, en Tlalpan, la alcaldía más grande de la ciudad con 312 kilómetros, fueron asesinadas 950 personas en ese periodo. Cuauhtémoc tiene apenas 32.34 kilómetros y la supera por 43 víctimas. 

En 2018, cuando ocurrió el ataque de los mariachis, las autoridades habían tomado una estrategia de relaciones públicas muy clara: no existían cárteles en la ciudad. Las palabras de Miguel Ángel Mancera, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, fueron: “Lo que nosotros no tenemos aquí, y que ha sido reportado por las autoridades, porque además es competencia federal, es un asentamiento de cárteles”. No aquí. Nunca aquí. Una lejanía maquillada por los estereotipos con sombreros norteños, ojos vidriosos y pistolas bañadas en orégano puro (paronimia del oro puro). Era eso que pasaba allá, a lo lejos, en otros estados, al norte o en otros países. La paja en el ojo ajeno. 

La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 

Durante esa década, ya había señales claras de la presencia de mafias en la ciudad: el 15 de diciembre de 2007 se encontraron dos bolsas de plástico en Peñón de los Baños que contenían cabezas humanas, cerca del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Según el libro Narco CDMX (2019) de Sandra Romandía, David Fuentes y Antonio Nieto, los hermanos Beltrán Leyva, que eran aliados de “El Chapo” Guzmán, ordenaron el asesinato y tortura de dos personas que consideraron responsables de un decomiso de droga porque, aunque no fuese público, la capital era un punto neurálgico del tráfico internacional de narcóticos. Un punto clave para propagar la violencia fue también la muerte de Arturo Beltrán Leyva, “El Barbas”, que generó una lucha de poder en puntos donde su cártel tenía control en la capital, como el corredor Roma-Condesa-Insurgentes. 

Las crecientes tensiones generaron otros crímenes que impactaron a la ciudad: el asesinato de Horacio Vite Ángel, alias “El Oaxaco”, miembro de La Unión Insurgentes, el 24 de mayo de 2013. Este grupo, liderado por Edwin Agustín Cabrera Jiménez, “El Antuán”, culpó a la Unión Tepito de la ejecución, lo que derivó en el secuestro de 13 jóvenes en el Bar Heaven —lugar que estaba bajo el control de la Unión— el 26 de mayo de 2013. Las víctimas fueron llevadas a Tlalmanalco, donde fueron torturadas y asesinadas. 

Con estos sucesos, la sangre corrió, la herida se infectó y las ejecuciones iniciales se transformaron en una enfermedad que dejó algunos de los ataques más significativos en la historia reciente de la capital del país. 

Y volver, volver, vooolveeer… 

Regreso a Garibaldi en 2025, ahora con un par de canas de estrés y sin ser ese periodista inicial, ahora más vivido. Hay banquetas sucias, pero alegres por la música, con hombres uniformados para matar la tristeza con el ranchero. El encargado de una barbería afila sus navajas. En una tienda de artesanías, una joven que lleva tres meses trabajando dice que hay que preguntar “ahí en el _______________, ahí deben de saber”. Hay que buscar un testigo del ataque, del trauma. 

Está el dueño del bar, metido en su traje gris, listo para recibir a los clientes mientras las luces de la bebida y la juerga hierven detrás de él; la tiene clara: los que seguro saben son los mariachis “porque a ellos eso les lastimó”. 

Ahí están los sombrerudos. Uno muerde un taco de canasta; saborea y aplasta las preguntas con una sola respuesta: “No te metas en broncas”. Más adelante, otro más se pone en el mismo plan. Un discurso que seguro todos acordaron. Cabello cano, con la pinta de haber pasado toda una vida en esa plaza: “Mejor hay que dejarlo así”, explica. 

Es mejor salir de ahí. Al parecer, los mariachis tienen miedo de esa fuerza depredadora que acecha las espaldas, el poder  de las mafias locales. No hay mención de los secuestrados que son torturados en bodegas o de los comerciantes acribillados porque se negaron a pagar el derecho de piso. Pareciera una mancha de sangre creciendo sin control por las grietas del piso. 

Te recomendamos leer: Marco Antonio Suástegui: el precio de defender su tierra.

Epicentro de masacres

17 de junio de 2018. Esa mañana, carros avanzaron por el asfalto hasta toparse con cuerpos despedazados. Era otro síntoma de una enfermedad ya avanzada. Fue poco antes de la victoria presidencial de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones del 1 de julio de ese año, cerca de la Plaza de Tlatelolco, escenario de la masacre del 68. 

La violencia sigue viva en la zona: en Tlatelolco han sido asesinadas 18 personas en seis años. Tan solo en 2024 murieron cinco (todas fueron homicidios culposos por accidentes de tránsito). En los otros cinco años hubo de todo: tres casos de homicidio por arma de fuego, uno por golpes, uno más con arma blanca y otro más catalogado como “homicidio intencional”. Las calles más conflictivas fueron Ricardo Flores Magón, con siete homicidios; Manuel González, con seis, y Lerdo con cuatro, la columna vertebral de Tlatelolco

En Cuauhtémoc, en los últimos 18 años, el crimen se ha disparado. De 2006 a 2011, la entonces delegación registró 481 homicidios, según datos obtenidos del Inegi. De 2012 a 2017, subieron a 593, según cifras de la Fiscalía capitalina. Y de 2018 a 2024, se llegó a 993 homicidios. 

Algunos policías vieron los cuerpos mutilados esa mañana del 2018 en la esquina de avenida Insurgentes (que cruza la capital de sur a norte) y la avenida Ricardo Flores Magón. Fue un par de meses antes del ataque de los mariachis. La matanza fue para cerrar más el círculo alrededor de “El Tortas”. En ese momento, acompañando los torsos, la narcomanta dejó una frase en mayúsculas: 

“EMPEZO LA LIMPIA MUGROSOS (...) YA VAMOS POR TI Y POR TODOS LOS MUGROSOS K RECLUTASTE CON TU ANTI UNION”. (sic)

Hay que subir a un lugar más alto. El puente por la ciclovía muestra parte de la plenitud de la ciudad: las figuras geométricas que cargan letras metálicas: IMAX, Suburbia. Y torres hechas de tubos pintados de blanco y negro (medio oxidados). Esmog. Dientes de cemento a lo lejos. Hay surcos que llevan al vacío entre las ballenas de concreto. Se pueden tragar un pie. Casi se me sale el corazón. Un par de pasos más y está el punto donde dejaron los cuerpos cercenados, como pedazos de plastilina blanca delineados por orillas moradas. Amoratadas. Contusiones. 

Hay que escoger un cuadro entre la pintura descarapelada. El metrobús hace temblar toda la estructura. Mis manos colocan un letrero pintado con plumón, a modo de contrarrestar el recuerdo del narcomensaje: “2018: aquí unos cuerpos mostraron la dolorosa realidad del narco”. 

No hay testigos visibles de lo que pasó ese día de terror. Un facto de la Ciudad de México es que los negocios nacen y mueren en pocos años, y que las personas rentan y se van sin arraigarse en los monolitos urbanos dispersos por el entorno. En un taller mecánico, un hombre sonriente se cambia los pantalones a plena luz del día. En una comandancia, un policía tiene vagos recuerdos del crimen: “No sé, yo me enteré por los grupos [...] los otros [que lo vieron] ya se jubilaron”. Es un atardecer amarillo entre pintas de un Cantinflas barrendero y cacharros manejados por patrulleros. 

Esa paz relativa de la colonia contrasta con lo que imagino sobre la actividad nocturna de los sicarios responsables del crimen. Los cuerpos eran de dos hombres. Uno, Alfonso “N”, tenía antecedentes penales. El otro era José “N”, el cual llevaba 48 horas desaparecido, según los desesperados mensajes de sus familiares, días antes de que encontraran los cuerpos. Es obvio pensar que fueron secuestrados tras una cacería sin cuartel. Después, la bestialidad: los instrumentos afilados, insensibilidad, un vehículo cargando muertos. Una pesadilla que me evoca más pesadillas. Una cosa ardiente, maloliente e infecciosa que se vive todos los días en la ciudad. 

Caminar al Oriente (y sin regreso)

En la Roma antigua, después de Calígula llegó Nerón. Después de un mal gobernante, probablemente llegue otro. O será que la violencia en la ciudad es incontenible. Solo se hereda. Que cualquier esfuerzo para expulsarla solo es un empujón que retrasa una fuerza que quebrará a quien se le ponga enfrente. Así es la Ciudad de México.

Hay una zona de fábricas, una de las tantas establecidas en Iztapalapa, en la colonia Santa Bárbara, muy cerca de la Central de Abastos. Hay un exmatadero y luego una pila de basura que no dispara su olor ácido si se cruza rápido la calle. ¿Qué palabra se puede usar para describir el olor a sangre? En mí aterriza el concepto: crudo. En el aire está uno de esos aromas agrios, industriales, de alguna de las empresas. Un ambiente que termina por quitarle cualquier romanticismo a la noche calurosa que envuelve el cuerpo. No hay romance, hay miedo.

La siguiente parada es un taller mecánico donde quedó otra huella del crimen organizado. Fresca. Recién salida de paquete. Unas horas antes, unos extorsionadores armaron una balacera que quedó grabada por las cámaras. 

Los tipos agredieron al dueño, lo insultaron y, de repente, iniciaron el tiroteo. Dispararon como seis veces. El microempresario se defendió como pudo: palos y piedras, como en el neolítico. De milagro, las balas no hirieron a nadie.

“Ya estamos hasta la madre, ya hasta nos volvimos virales —dice el mecánico junto a un rótulo de AFINACIÓN; ahora tomará al toro por los cuernos—. Sí quiero dar una recompensa por ese perro”.
“Tiene banda, tal cual”, es lo que puede decir sobre si el tirador se identificó con algún grupo del crimen organizado. Muestra dónde están los agujeros de bala. Enseña la superficie de un árbol, un pedazo de madera clara que se asoma entre la corteza oscura. Apunta con el dedo otro lugar: la fachada del local. Se nota que algo golpeó el concreto junto a un rótulo, una A negra con contorno amarillo. Pide que no haya más entrevistas, tal vez después: “Ya estamos hasta la madre”. 

En seis años han ocurrido seis homicidios en su colonia, e Iztapalapa es el lugar con más muertes de este tipo en toda la ciudad en los últimos 18 años: de 2006 a 2011, en la demarcación fueron asesinadas 1 178 personas; de 2012 a 2017,  se registraron 1 235 homicidios y de 2018 a 2024, sucedieron 2 396 asesinatos. 

Las colonias más peligrosas de esta alcaldía son Central de Abasto con 101 homicidios; San Miguel Teotongo, con 74 (lugar donde vivió Clara Brugada, la actual jefa de Gobierno capitalina); Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, con 69; Lomas de San Lorenzo, con 59, y Santa Cruz Meyehualco, con 55. 

En la alcaldía operan algunos rastros del Cártel de Tláhuac (que es un vestigio de los Beltrán Leyva), y la Unión Tepito. También, según una investigación de Infobae, Los Molina tienen metidas sus manos aquí: son liderados por Juan Carlos Molina Plascencia. Son de origen más local y están peleados con Los Rodolfos (que controlan Xochimilco). A ellos se suman La Ronda 88, fundada por Fabián Solís, son aún muy pequeños, extorsionan y venden droga, y pelean la plaza a la Unión. Este es un fenómeno presente en las mafias actuales en México: grupos cada vez más pequeños que deciden llevarse una parte del pastel frente a los grandes que se fragmentan. 

Viaducto: aquí pasaba un río, ahora solo sangre

Entre los letreros neón de hoteles de paso, el recorrido macabro continúa a la siguiente parada. Una mujer apunta a la barrera de contención en Viaducto, a la altura de la avenida Cuauhtémoc (vía que atraviesa la Ciudad de México de la alcaldía Cuauhtémoc hasta la Benito Juárez). “Ahí se estrelló”, dice, aunque no estuvo el día que ocurrió el asesinato, solo lo sabe porque vive en la zona. 

Fue la persecución y ejecución de Oralia Pérez Garduño, una abogada especialista en casos de feminicidio. Ese 17 de octubre de 2024, Ulises Lara, el entonces encargado de la Fiscalía capitalina, confirmó que fue un “ataque directo”. Oralia iba sobre avenida Cuauhtémoc cuando las balas le perforaron el cuerpo. Su pie presionó el acelerador, pero mientras la vida se le escapaba del cuerpo chocó contra el muro de concreto.

Una policía de nombre Yasmín —que prefiere no dar su apellido por miedo a represalias— cuenta lo que sabe a unos metros del camellón donde ocurrió el asesinato: 

[En las radios de los policías] salió [el aviso de que habían ocurrido disparos], como detonaciones, en Viaducto, en Cuauhtémoc, y pues acordonaron —dice al lado de su patrulla. Algunas luces pasan detrás de nosotros—. No sabían quién era en el momento, yo estaba en mi día de descanso”. 

Es una noche donde las señas de la muerte hablan poco, donde hay pocos testigos. A unos meses de los hechos, ya hay varias personas tras las rejas. Según las investigaciones de la Fiscalía, el móvil del feminicidio fue que Pérez Garduño abandonó la defensa de un hombre acusado de extorsión. Fátima, madre del criminal, habría ordenado el asesinato, según la carpeta de investigación. Las autoridades no han mencionado una banda o cártel en específico, pero la extorsión forma parte de un problema que creció con la disputa de narcos en la capital, azotando a comerciantes en la Cuauhtémoc y otras alcaldías. La Unión Tepito es uno de los culpables más visibles. Según InSight Crime, para este cártel “la extorsión a esos negocios era particularmente rentable, y permitía a los expendedores de drogas operar dentro de ellos y reclutar por la fuerza a los empleados como camellos o vigías”, antes de que llegara la Antiu nión a pelear la plaza. 

El lugar donde asesinaron a Pérez Garduño es comercial y próspero. Sin embargo, la violencia está muy presente y forma parte de las zonas de operatividad del crimen organizado. De acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía, en la colonia Roma se han cometido 44 homicidios de 2018 a 2024; 29 en la Roma Norte, y 15 en la Roma Sur. En ese periodo hubo 10 asesinatos por arma de fuego; 25 más por atropellamiento y 3 por arma blanca, entre otros. Según las cifras, en 2024 se cometieron 7 asesinatos considerando ambas zonas. 

Polanco, donde no llegaba el crimen

Es primavera y Polanco está cubierto de flores sostenidas por esqueletos de madera y metal, en parques donde se realizan rituales new age por y para los integrantes de las clases altas chilangas que trabajan o viven en casas de estilo californiano. Una colonia que vio 12 homicidios en los últimos seis años. Por esa zona está Plaza Miyana, que tiene entre su catálogo gastronómico a un conocido restaurante de alta comida mexicana, el cual fue alcanzado por el veneno del narcotráfico: una ejecución pública. En un video compartido por _________ en la red social X (Twitter), se pudo ver cómo la calma del establecimiento fue rota de golpe por los disparos y los pedazos de comida y vidrios que salieron por los aires. Los dos sicarios huyeron. La víctima era un operador del CJNG identificado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Jesús _________ quedó con las piernas sobre la silla y con los tenis al aire. Uno de sus acompañantes regresó a robarle sus cosas, como pilón del asunto. 

Una trabajadora del cine que está enfrente del restaurante escuchó que la gente salió corriendo del establecimiento aquel día; luego, más disparos. Otro trabajador cuenta lo que pasó más tarde: “El restaurante estuvo cerrado, lo abrieron como una semana después”. Todo como si nada.

En una librería que también pertenece al lugar, una de las encargadas relata nerviosa que estaba ahí cuando pasó, pero que no pensó que fueran disparos: “Los platos que se caen suenan parecido”. 

A pocos metros, un testigo directo narra que escuchó las detonaciones: “Como seis disparos”. Vestido de un traje con motivos azules, cuenta que vio llegar a los tiradores y que traían cascos de moto: “Pasaron enfrente de nosotros”. ¿En algún momento los voltearon a ver? Dice que no; los dos tipos huyeron por las escaleras eléctricas, dejando a la gente asustada, entre gritos y crisis de nervios. “Sí nos afectó, tuvimos que cerrar a las ocho”, continúa el encargado. Imagino el restaurante sin clientes, mientras los policías vienen y van a la escena del crimen.

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El asesinato de este operador del CJNG representa la cara contemporánea del narcotráfico en México, donde todo ocurre a plena luz del día. Ya no se oculta nada. Para llegar a ese punto tuvieron que ocurrir otros hechos de violencia, en otros capítulos del narcotráfico en la Ciudad de México. 

¿Por qué fue asesinado el operador del CJNG? Las investigaciones aún no arrojan resultados, pero son otro síntoma: el cártel de las cuatro letras lleva varios años peleando con la Unión Tepito la plaza de la ciudad. Esta organización, encabezada por Nemesio Oseguera Cervantes, “El Mencho”, se alió con la Antiunión. Sin embargo, tuvo un breve periodo de alianza con la Unión para ejecutar, junto con el Cártel de Tláhuac y la propia Antiunión, el atentado fallido contra Omar García Harfuch. El CJNG es, entonces, sinónimo de un grupo que no ha temido realizar acciones de alto perfil, sobre todo ejecuciones públicas. 

La escena del crimen me recuerda a otra en los albores de mi vida como reportero: la ejecución en la plaza cercana a Paseos del Pedregal, otro de los atisbos del terror de los jaliscos. Pasó cerca de la casa de mi entonces novia. En 2019, publiqué una pequeño texto en un medio estadounidense, Viceversa Magazine

Los hechos iniciaron cerca de las 17:20 horas. ‘Dispararon primero para distraer y luego matar (en el otro restaurante) a los otros dos’, me dice un guardia. ‘Sí, porque no le apuntaron a nadie dentro, sólo al vidrio’, responde otro, narrando el primer ataque. Fue cuando quebraron a Alon Azulay de 41 años y Benjamín Yeshurun Sutchi de 44 años, dos israelíes. A unas horas de que él y su compañero muriesen, un guardia de seguridad en la planta alta del edificio me dice que no puedo seguir preguntando a los clientes de las tiendas. 

El asesinato de los extranjeros, según recabó la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, fue ordenado por el CJNG, por una operación de lavado de dinero y tráfico de armas que salió mal durante una colaboración con mafias israelíes. Sutchi, para variar, fue relacionado con negocios con los Beltrán Leyva. Aunque también existe la hipótesis de que el cártel de El Mencho fue subcontratado por el hampa israelíe. A un día del crimen, el restaurante que presenció en su interior el asesinato está vacío y a oscuras. Solo una banda roja que dice ‘Protección Civil de la Ciudad de México’ protege a cualquier persona de echar un vistazo’. Algo me pedía que me fuera del lugar, y así lo hice”.

Hay que moverse a otra escena del crimen, como los reporteros lo han hecho siempre con el pasar de los años. 

Nadie es intocable

Se pueden rebobinar estas escenas de caos y dolor e ir hasta el 25 de enero de 2010. Un antro de moda de ese tiempo: el Bar Bar, ubicado sobre Insurgentes. En el escenario de la tragedia participó el entonces jugador del América, Salvador Cabañas, quien pasaba una noche de tragos con su esposa. Todo era calma y brillo en la vida del delantero. Había participado en 44 partidos internacionales, era el tirador estrella de su equipo con un sueldo de 2.5 millones de pesos al año. Pero esa noche algo ocurrió cuando llegó al baño del establecimiento. Se topó con José Jorge Balderas Garza, alias “El JJ”, uno de los subordinados del Cártel de los Beltrán Leyva. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando el narcotraficante le reclamó al futbolista por no haber metido un gol en su último partido.

Entonces se hicieron de palabras. El JJ sacó una pistola y apuntó a la cabeza del futbolista. “¡Jálale, a ver si es cierto!”, retó Cabañas. Y el JJ disparó, dejando un daño permanente en la masa encefálica del futbolista paraguayo y acabando en el acto con su carrera, que iba encaminada para llegar al balompié europeo con el Manchester United de Javier "El Chicharito" Hernández (que debutó pocos meses después) y el mítico Wayne Rooney. 

El lugar está cerca de Miguel Ángel de Quevedo al sur de la capital, en Insurgentes Sur 1854, cerca de un local gigantesco de maquinitas. Estas ruinas son otro punto del tour de force de lo macabro. Lo que queda del Bar Bar es una fachada pequeña con un grafiti: 7KHI. Lo que pasó ya es indiferente a la vida nocturna de los alrededores. Es viernes en la colonia Florida y hay más de cinco bares a la redonda que están a tope. 

Los narcos siempre estuvieron ahí. El JJ era colaborador cercano de Édgar Valdez Villarreal, "La Barbie". Balderas Garza, que antes quería ser sacerdote, también era un distribuidor importante de droga en la Ciudad de México. Vivió el ascenso de grupos antagónicos que pelearían la ciudad y acabó en la cárcel por varios crímenes, incluyendo el de Cabañas. 

Pese a la felicidad de su vida nocturna, la colonia también ha sido marcada por la violencia: cinco homicidios en seis años. Las colonias más peligrosas de Álvaro Obregón son Barrio Norte con 25 homicidios; Jardines del Pedregal (barrio que abrazó al Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez) con 22; Olivar del Conde Primera Sección, con 21; Zedec Santa Fe, con 18, y San Bartolo Ameyalco, con 17. 

En Álvaro Obregón también han aumentado los homicidios en los últimos 18 años: hubo 304 de 2006 a 2011; 432 de 2012 a 2017 y 755 de 2018 a 2024. 

Lo que poca gente recuerda es que cerca del Bar Bar ocurrió otro hecho violento, más reciente, y que cimbró al gremio periodístico: el intento de asesinato de Ciro Gómez Leyva. Apenas hay que caminar un cuarto de kilómetro sobre avenida Insurgentes, y entrar por la calle Juventino Rosas; se debe avanzar un poco más hasta llegar a Tecoyotitla, una zona residencial con cámaras de seguridad por todos lados. Ahí intentaron matar a uno de los periodistas más famosos de la radio mexicana un 15 de diciembre de 2022. 

El motivo aún es ambiguo, pero según declaraciones de los detenidos, algunos pertenecen al CJNG, incluyendo el presunto autor intelectual, Armando Escárcega, alias “El Patrón”. Otro involucrado en el hecho, Héctor Martínez Jiménez, alias “El Bart”, está ligado directamente a la organización. 

El intento de homicidio ocurrió cerca de un estacionamiento techado y a pocos metros de un restaurante. Ya casi cae la noche y los trabajadores de ese lugar, cercano a Insurgentes, están tirando la basura en contenedores rectangulares, como neoyorquinos. P., un trabajador del establecimiento que decidió no decir su nombre por una posible amenaza, me ve desesperado y por fin suelta la sopa: él fue el testigo directo del ataque contra Gómez Leyva.

“Fue en la noche”, narra a pocos metros del lugar donde casi corre la sangre. “Iban pasando por aquí, lo interceptaron [...] hubo disparos, como seis”.

Fue a la altura de la camioneta amarillo con blanco, que está más adelante de nosotros: “Se le emparejaron, era una moto, llevaban casco, yo solo alcancé a ver los destellos de los balazos”. No vio sus rostros y tampoco logró ver por los vidrios el cuerpo de Gómez Leyva que se recuperaba del shock, del miedo a perder la vida. En esos momentos, la gente del restaurante se paró y se metió al fondo del lugar: “Yo no sabía quién era en ese momento, hasta después, que era un periodista [...] pensé que era un asalto”. 

Le pregunto si volvió a ver a Ciro y si lo conocía. Me dijo que por su programa, pero no supo decirme cuál: “El de canal 3”. A veces vuelve a verlo por la calle: “Lo llego a ver, caminando los martes, pero ahora va con cuatro escoltas”. 

Cuenta que probablemente lo alcanzaron a esa altura de la calle porque había un árbol y faltaba iluminación. Solo así el gobierno actuó: “Ya vinieron a poner el alumbrado, podaron; ese tramo estaba muy oscuro”. 

P. escuchó seis disparos, igual que los seis del atentado de Plaza Miyana. Como una reiteración estandarizada de la violencia: un paquete de seis proyectiles de muerte. Es un país donde la ejecución es un producto que está a la venta. Se pacta y se aplica. Y las plazas tienen costos. 

Cae la noche definitiva en medio del metrobús que corta por Insurgentes. Burbujea el sonido de la música nocturna. Acostado en un pórtico, reflexiono lo que me enseñó este tour del horror que se vive cada vez más seguido en la capital. Sea cual fuese la lección, la solución está fuera de mi control. Y que el horror y la sangre seguirán corriendo por muchos años más. Es la ciudad fundada en esta laguna al servicio del violento sacrificio, de la sangre. 

¿Qué sigue?

Poco después de terminar esta crónica, ocurrió una nueva ejecución que conmocionó al país: el asesinato de dos colaboradores cercanos a Clara Brugada, la jefa de Gobierno capitalina. Las víctimas fueron Ximena Guzmán, su secretaria particular, y José Muñoz, uno de sus asesores. Durante la conferencia mañanera del 20 de mayo de 2025, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch (quien sobrevivió a un atentado en 2020), recibió un mensaje en su celular que robó su atención. Pocos segundos después, se dirigió hacia Claudia Sheinbaum para susurrarle lo que había pasado. 

Minutos más tarde, la presidenta leyó el comunicado emitido por el gobierno capitalino, en cuyo discurso destacó la confirmación de un “ataque directo” contra los funcionarios mientras circulaban por la Calzada de Tlalpan, a la altura de la alcaldía Benito Juárez. Las investigaciones siguen en curso en una nueva tragedia que se suma a las heridas de la vida en una capital, las cuales parecen nunca sanar.

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La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 

Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

Las huellas del narco: violencia en un lugar llamado Ciudad de México

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La violencia, de la mano del narcotráfico en la Ciudad de México, ha marcado la capital a lo largo de más de una década y las huellas están a la vista, en lugares donde la fiesta, la cotidianidad y las personas siguen con su vida. Pero la cicatriz está expuesta.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Pero se fue acercando poco a poco la violencia. Y empezamos a escuchar de atentados y secuestros, de muertes y de ejecuciones en estados con los que no colindaba nuestra paz. Empezamos a escuchar de bombas y ráfagas de metralleta allá por el norte, cerca de los Estados Unidos. Y todavía lo sentíamos lejos. Pero sin darnos cuenta, como el grito de un espectro, la violencia un día se escuchó en los alrededores de nuestra comunidad.

México 2010. Diario de una madre mutilada de Esther Hernández Palacios

Volví a la escena del crimen un par de años después. Al lugar del ataque de los mariachis. Una noche como otras noches, de fiesta, tabaco y alcohol en el Tenampa de José Alfredo Jiménez. Las garnachas, la superficie dorada de las trompetas, la drogadicción decadente de la Plaza Garibaldi. Una rutina mexicana, chilanga. 

La sangría de los mariachis. Un terror iniciático. Un crimen de la noche del 14 de septiembre de 2018, pocas horas antes del último Grito de Independencia de Enrique Peña Nieto. Tres hombres vestidos de mariachis se prepararon para tocar el último corrido de seis personas. Sillas de plástico para chelear a las afueras de un local en la plaza. Actuó el espíritu de la violencia pura y atroz. Los farsantes, los no-músicos, entraron al perímetro de sus enemigos y, al estilo siciliano, de la cosa nostra, de sus estuches sacaron las armas (no se sabe cuántas). Vieron el objetivo, posaron ojos y rociaron las balas sobre las víctimas, reventándoles los huesos y la carne con balas 9 mm y 2.23 de rifle de asalto. 

Para la ciudadanía, fue una ejecución estrafalaria; para el narco, una muestra de poder de la Unión Tepito, uno de los cárteles más temidos de la Ciudad de México, y que en ese momento estaba rabioso porque sufría un vacío de poder por la captura de su líder, Roberto Moyado Esparza, el “Betito”, en agosto de ese 2018. 

Cuando ocurrió ese ataque, trabajaba en un pequeño medio digital. Era mi primera nota (no tan) roja porque la Procuraduría —encabezada por Edmundo Porfirio Garrido— ya había levantado los cuerpos en ese lugar conocido como el Callejón de la Amargura. Las manchas de sangre, las sillas caídas y las cintas policíacas eran parte de una obra fresca de la mafia sin control. En ese momento, la plaza estaba arropada por el miedo. Se intuía que los lugareños y comerciantes habían entendido el mensaje de ese ataque dirigido contra el “Tortas”, Jorge Flores Concha. Un hombre de la colonia Morelos que entre 2016 y 2017 fundó la organización criminal conocida como la Fuerza Antiunión Tepito. La semilla fue un sentimiento de venganza: la Unión Tepito asesinó a sus primos, además de plagiar a su hermano y extorsionar a miembros de su familia en el barrio bravo. Esto lo hizo formar un grupo contrario. La gasolina de este conflicto fue la alianza entre la Antiunión y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Los dos grupos antagónicos se pelearon el espacio para vender drogas en Garibaldi: un cajero automático para los líderes del narco. Y, por lo tanto, una zona para jugarse la vida y (¿por qué no?) acabar con la de otros. 

Un tipo de disputas que desde hace algunos años han convertido a la alcaldía de Cuauhtémoc en un polvorín que ha dejado decenas de muertos. Al revisar las estadísticas de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, obtenidas por medio de transparencia, reconstruyo la estela de muerte de los últimos seis años: de 2018 a 2024 fueron asesinadas 993 personas en la alcaldía. Esta violencia se concentra en las siguientes colonias: la Morelos en primer lugar con 287 homicidios, la Centro con 158 homicidios, la Doctores con 89 homicidios, la Guerrero con 77 homicidios y la Santa María la Ribera con 47 homicidios. Es preocupante la dimensión de la matanza. Por ejemplo, en Tlalpan, la alcaldía más grande de la ciudad con 312 kilómetros, fueron asesinadas 950 personas en ese periodo. Cuauhtémoc tiene apenas 32.34 kilómetros y la supera por 43 víctimas. 

En 2018, cuando ocurrió el ataque de los mariachis, las autoridades habían tomado una estrategia de relaciones públicas muy clara: no existían cárteles en la ciudad. Las palabras de Miguel Ángel Mancera, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de México, fueron: “Lo que nosotros no tenemos aquí, y que ha sido reportado por las autoridades, porque además es competencia federal, es un asentamiento de cárteles”. No aquí. Nunca aquí. Una lejanía maquillada por los estereotipos con sombreros norteños, ojos vidriosos y pistolas bañadas en orégano puro (paronimia del oro puro). Era eso que pasaba allá, a lo lejos, en otros estados, al norte o en otros países. La paja en el ojo ajeno. 

La historia no comenzó hace nueve años. Para entender este conflicto entre capos y cárteles, se debe agregar a la ecuación el inicio de la Guerra contra el Narcotráfico de Felipe Calderón el 10 de diciembre de 2006. O ir mucho más allá, cuando se detuvo el 9 de junio de 1993 a Joaquín “El Chapo” Guzmán. Todo se conecta en esta historia de poder y violencia que sobrevive a cambios de gobierno, y que ha dejado una estela de inocentes, víctimas del fuego cruzado. 

Durante esa década, ya había señales claras de la presencia de mafias en la ciudad: el 15 de diciembre de 2007 se encontraron dos bolsas de plástico en Peñón de los Baños que contenían cabezas humanas, cerca del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Según el libro Narco CDMX (2019) de Sandra Romandía, David Fuentes y Antonio Nieto, los hermanos Beltrán Leyva, que eran aliados de “El Chapo” Guzmán, ordenaron el asesinato y tortura de dos personas que consideraron responsables de un decomiso de droga porque, aunque no fuese público, la capital era un punto neurálgico del tráfico internacional de narcóticos. Un punto clave para propagar la violencia fue también la muerte de Arturo Beltrán Leyva, “El Barbas”, que generó una lucha de poder en puntos donde su cártel tenía control en la capital, como el corredor Roma-Condesa-Insurgentes. 

Las crecientes tensiones generaron otros crímenes que impactaron a la ciudad: el asesinato de Horacio Vite Ángel, alias “El Oaxaco”, miembro de La Unión Insurgentes, el 24 de mayo de 2013. Este grupo, liderado por Edwin Agustín Cabrera Jiménez, “El Antuán”, culpó a la Unión Tepito de la ejecución, lo que derivó en el secuestro de 13 jóvenes en el Bar Heaven —lugar que estaba bajo el control de la Unión— el 26 de mayo de 2013. Las víctimas fueron llevadas a Tlalmanalco, donde fueron torturadas y asesinadas. 

Con estos sucesos, la sangre corrió, la herida se infectó y las ejecuciones iniciales se transformaron en una enfermedad que dejó algunos de los ataques más significativos en la historia reciente de la capital del país. 

Y volver, volver, vooolveeer… 

Regreso a Garibaldi en 2025, ahora con un par de canas de estrés y sin ser ese periodista inicial, ahora más vivido. Hay banquetas sucias, pero alegres por la música, con hombres uniformados para matar la tristeza con el ranchero. El encargado de una barbería afila sus navajas. En una tienda de artesanías, una joven que lleva tres meses trabajando dice que hay que preguntar “ahí en el _______________, ahí deben de saber”. Hay que buscar un testigo del ataque, del trauma. 

Está el dueño del bar, metido en su traje gris, listo para recibir a los clientes mientras las luces de la bebida y la juerga hierven detrás de él; la tiene clara: los que seguro saben son los mariachis “porque a ellos eso les lastimó”. 

Ahí están los sombrerudos. Uno muerde un taco de canasta; saborea y aplasta las preguntas con una sola respuesta: “No te metas en broncas”. Más adelante, otro más se pone en el mismo plan. Un discurso que seguro todos acordaron. Cabello cano, con la pinta de haber pasado toda una vida en esa plaza: “Mejor hay que dejarlo así”, explica. 

Es mejor salir de ahí. Al parecer, los mariachis tienen miedo de esa fuerza depredadora que acecha las espaldas, el poder  de las mafias locales. No hay mención de los secuestrados que son torturados en bodegas o de los comerciantes acribillados porque se negaron a pagar el derecho de piso. Pareciera una mancha de sangre creciendo sin control por las grietas del piso. 

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Epicentro de masacres

17 de junio de 2018. Esa mañana, carros avanzaron por el asfalto hasta toparse con cuerpos despedazados. Era otro síntoma de una enfermedad ya avanzada. Fue poco antes de la victoria presidencial de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones del 1 de julio de ese año, cerca de la Plaza de Tlatelolco, escenario de la masacre del 68. 

La violencia sigue viva en la zona: en Tlatelolco han sido asesinadas 18 personas en seis años. Tan solo en 2024 murieron cinco (todas fueron homicidios culposos por accidentes de tránsito). En los otros cinco años hubo de todo: tres casos de homicidio por arma de fuego, uno por golpes, uno más con arma blanca y otro más catalogado como “homicidio intencional”. Las calles más conflictivas fueron Ricardo Flores Magón, con siete homicidios; Manuel González, con seis, y Lerdo con cuatro, la columna vertebral de Tlatelolco

En Cuauhtémoc, en los últimos 18 años, el crimen se ha disparado. De 2006 a 2011, la entonces delegación registró 481 homicidios, según datos obtenidos del Inegi. De 2012 a 2017, subieron a 593, según cifras de la Fiscalía capitalina. Y de 2018 a 2024, se llegó a 993 homicidios. 

Algunos policías vieron los cuerpos mutilados esa mañana del 2018 en la esquina de avenida Insurgentes (que cruza la capital de sur a norte) y la avenida Ricardo Flores Magón. Fue un par de meses antes del ataque de los mariachis. La matanza fue para cerrar más el círculo alrededor de “El Tortas”. En ese momento, acompañando los torsos, la narcomanta dejó una frase en mayúsculas: 

“EMPEZO LA LIMPIA MUGROSOS (...) YA VAMOS POR TI Y POR TODOS LOS MUGROSOS K RECLUTASTE CON TU ANTI UNION”. (sic)

Hay que subir a un lugar más alto. El puente por la ciclovía muestra parte de la plenitud de la ciudad: las figuras geométricas que cargan letras metálicas: IMAX, Suburbia. Y torres hechas de tubos pintados de blanco y negro (medio oxidados). Esmog. Dientes de cemento a lo lejos. Hay surcos que llevan al vacío entre las ballenas de concreto. Se pueden tragar un pie. Casi se me sale el corazón. Un par de pasos más y está el punto donde dejaron los cuerpos cercenados, como pedazos de plastilina blanca delineados por orillas moradas. Amoratadas. Contusiones. 

Hay que escoger un cuadro entre la pintura descarapelada. El metrobús hace temblar toda la estructura. Mis manos colocan un letrero pintado con plumón, a modo de contrarrestar el recuerdo del narcomensaje: “2018: aquí unos cuerpos mostraron la dolorosa realidad del narco”. 

No hay testigos visibles de lo que pasó ese día de terror. Un facto de la Ciudad de México es que los negocios nacen y mueren en pocos años, y que las personas rentan y se van sin arraigarse en los monolitos urbanos dispersos por el entorno. En un taller mecánico, un hombre sonriente se cambia los pantalones a plena luz del día. En una comandancia, un policía tiene vagos recuerdos del crimen: “No sé, yo me enteré por los grupos [...] los otros [que lo vieron] ya se jubilaron”. Es un atardecer amarillo entre pintas de un Cantinflas barrendero y cacharros manejados por patrulleros. 

Esa paz relativa de la colonia contrasta con lo que imagino sobre la actividad nocturna de los sicarios responsables del crimen. Los cuerpos eran de dos hombres. Uno, Alfonso “N”, tenía antecedentes penales. El otro era José “N”, el cual llevaba 48 horas desaparecido, según los desesperados mensajes de sus familiares, días antes de que encontraran los cuerpos. Es obvio pensar que fueron secuestrados tras una cacería sin cuartel. Después, la bestialidad: los instrumentos afilados, insensibilidad, un vehículo cargando muertos. Una pesadilla que me evoca más pesadillas. Una cosa ardiente, maloliente e infecciosa que se vive todos los días en la ciudad. 

Caminar al Oriente (y sin regreso)

En la Roma antigua, después de Calígula llegó Nerón. Después de un mal gobernante, probablemente llegue otro. O será que la violencia en la ciudad es incontenible. Solo se hereda. Que cualquier esfuerzo para expulsarla solo es un empujón que retrasa una fuerza que quebrará a quien se le ponga enfrente. Así es la Ciudad de México.

Hay una zona de fábricas, una de las tantas establecidas en Iztapalapa, en la colonia Santa Bárbara, muy cerca de la Central de Abastos. Hay un exmatadero y luego una pila de basura que no dispara su olor ácido si se cruza rápido la calle. ¿Qué palabra se puede usar para describir el olor a sangre? En mí aterriza el concepto: crudo. En el aire está uno de esos aromas agrios, industriales, de alguna de las empresas. Un ambiente que termina por quitarle cualquier romanticismo a la noche calurosa que envuelve el cuerpo. No hay romance, hay miedo.

La siguiente parada es un taller mecánico donde quedó otra huella del crimen organizado. Fresca. Recién salida de paquete. Unas horas antes, unos extorsionadores armaron una balacera que quedó grabada por las cámaras. 

Los tipos agredieron al dueño, lo insultaron y, de repente, iniciaron el tiroteo. Dispararon como seis veces. El microempresario se defendió como pudo: palos y piedras, como en el neolítico. De milagro, las balas no hirieron a nadie.

“Ya estamos hasta la madre, ya hasta nos volvimos virales —dice el mecánico junto a un rótulo de AFINACIÓN; ahora tomará al toro por los cuernos—. Sí quiero dar una recompensa por ese perro”.
“Tiene banda, tal cual”, es lo que puede decir sobre si el tirador se identificó con algún grupo del crimen organizado. Muestra dónde están los agujeros de bala. Enseña la superficie de un árbol, un pedazo de madera clara que se asoma entre la corteza oscura. Apunta con el dedo otro lugar: la fachada del local. Se nota que algo golpeó el concreto junto a un rótulo, una A negra con contorno amarillo. Pide que no haya más entrevistas, tal vez después: “Ya estamos hasta la madre”. 

En seis años han ocurrido seis homicidios en su colonia, e Iztapalapa es el lugar con más muertes de este tipo en toda la ciudad en los últimos 18 años: de 2006 a 2011, en la demarcación fueron asesinadas 1 178 personas; de 2012 a 2017,  se registraron 1 235 homicidios y de 2018 a 2024, sucedieron 2 396 asesinatos. 

Las colonias más peligrosas de esta alcaldía son Central de Abasto con 101 homicidios; San Miguel Teotongo, con 74 (lugar donde vivió Clara Brugada, la actual jefa de Gobierno capitalina); Desarrollo Urbano Quetzalcóatl, con 69; Lomas de San Lorenzo, con 59, y Santa Cruz Meyehualco, con 55. 

En la alcaldía operan algunos rastros del Cártel de Tláhuac (que es un vestigio de los Beltrán Leyva), y la Unión Tepito. También, según una investigación de Infobae, Los Molina tienen metidas sus manos aquí: son liderados por Juan Carlos Molina Plascencia. Son de origen más local y están peleados con Los Rodolfos (que controlan Xochimilco). A ellos se suman La Ronda 88, fundada por Fabián Solís, son aún muy pequeños, extorsionan y venden droga, y pelean la plaza a la Unión. Este es un fenómeno presente en las mafias actuales en México: grupos cada vez más pequeños que deciden llevarse una parte del pastel frente a los grandes que se fragmentan. 

Viaducto: aquí pasaba un río, ahora solo sangre

Entre los letreros neón de hoteles de paso, el recorrido macabro continúa a la siguiente parada. Una mujer apunta a la barrera de contención en Viaducto, a la altura de la avenida Cuauhtémoc (vía que atraviesa la Ciudad de México de la alcaldía Cuauhtémoc hasta la Benito Juárez). “Ahí se estrelló”, dice, aunque no estuvo el día que ocurrió el asesinato, solo lo sabe porque vive en la zona. 

Fue la persecución y ejecución de Oralia Pérez Garduño, una abogada especialista en casos de feminicidio. Ese 17 de octubre de 2024, Ulises Lara, el entonces encargado de la Fiscalía capitalina, confirmó que fue un “ataque directo”. Oralia iba sobre avenida Cuauhtémoc cuando las balas le perforaron el cuerpo. Su pie presionó el acelerador, pero mientras la vida se le escapaba del cuerpo chocó contra el muro de concreto.

Una policía de nombre Yasmín —que prefiere no dar su apellido por miedo a represalias— cuenta lo que sabe a unos metros del camellón donde ocurrió el asesinato: 

[En las radios de los policías] salió [el aviso de que habían ocurrido disparos], como detonaciones, en Viaducto, en Cuauhtémoc, y pues acordonaron —dice al lado de su patrulla. Algunas luces pasan detrás de nosotros—. No sabían quién era en el momento, yo estaba en mi día de descanso”. 

Es una noche donde las señas de la muerte hablan poco, donde hay pocos testigos. A unos meses de los hechos, ya hay varias personas tras las rejas. Según las investigaciones de la Fiscalía, el móvil del feminicidio fue que Pérez Garduño abandonó la defensa de un hombre acusado de extorsión. Fátima, madre del criminal, habría ordenado el asesinato, según la carpeta de investigación. Las autoridades no han mencionado una banda o cártel en específico, pero la extorsión forma parte de un problema que creció con la disputa de narcos en la capital, azotando a comerciantes en la Cuauhtémoc y otras alcaldías. La Unión Tepito es uno de los culpables más visibles. Según InSight Crime, para este cártel “la extorsión a esos negocios era particularmente rentable, y permitía a los expendedores de drogas operar dentro de ellos y reclutar por la fuerza a los empleados como camellos o vigías”, antes de que llegara la Antiu nión a pelear la plaza. 

El lugar donde asesinaron a Pérez Garduño es comercial y próspero. Sin embargo, la violencia está muy presente y forma parte de las zonas de operatividad del crimen organizado. De acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía, en la colonia Roma se han cometido 44 homicidios de 2018 a 2024; 29 en la Roma Norte, y 15 en la Roma Sur. En ese periodo hubo 10 asesinatos por arma de fuego; 25 más por atropellamiento y 3 por arma blanca, entre otros. Según las cifras, en 2024 se cometieron 7 asesinatos considerando ambas zonas. 

Polanco, donde no llegaba el crimen

Es primavera y Polanco está cubierto de flores sostenidas por esqueletos de madera y metal, en parques donde se realizan rituales new age por y para los integrantes de las clases altas chilangas que trabajan o viven en casas de estilo californiano. Una colonia que vio 12 homicidios en los últimos seis años. Por esa zona está Plaza Miyana, que tiene entre su catálogo gastronómico a un conocido restaurante de alta comida mexicana, el cual fue alcanzado por el veneno del narcotráfico: una ejecución pública. En un video compartido por _________ en la red social X (Twitter), se pudo ver cómo la calma del establecimiento fue rota de golpe por los disparos y los pedazos de comida y vidrios que salieron por los aires. Los dos sicarios huyeron. La víctima era un operador del CJNG identificado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Jesús _________ quedó con las piernas sobre la silla y con los tenis al aire. Uno de sus acompañantes regresó a robarle sus cosas, como pilón del asunto. 

Una trabajadora del cine que está enfrente del restaurante escuchó que la gente salió corriendo del establecimiento aquel día; luego, más disparos. Otro trabajador cuenta lo que pasó más tarde: “El restaurante estuvo cerrado, lo abrieron como una semana después”. Todo como si nada.

En una librería que también pertenece al lugar, una de las encargadas relata nerviosa que estaba ahí cuando pasó, pero que no pensó que fueran disparos: “Los platos que se caen suenan parecido”. 

A pocos metros, un testigo directo narra que escuchó las detonaciones: “Como seis disparos”. Vestido de un traje con motivos azules, cuenta que vio llegar a los tiradores y que traían cascos de moto: “Pasaron enfrente de nosotros”. ¿En algún momento los voltearon a ver? Dice que no; los dos tipos huyeron por las escaleras eléctricas, dejando a la gente asustada, entre gritos y crisis de nervios. “Sí nos afectó, tuvimos que cerrar a las ocho”, continúa el encargado. Imagino el restaurante sin clientes, mientras los policías vienen y van a la escena del crimen.

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El asesinato de este operador del CJNG representa la cara contemporánea del narcotráfico en México, donde todo ocurre a plena luz del día. Ya no se oculta nada. Para llegar a ese punto tuvieron que ocurrir otros hechos de violencia, en otros capítulos del narcotráfico en la Ciudad de México. 

¿Por qué fue asesinado el operador del CJNG? Las investigaciones aún no arrojan resultados, pero son otro síntoma: el cártel de las cuatro letras lleva varios años peleando con la Unión Tepito la plaza de la ciudad. Esta organización, encabezada por Nemesio Oseguera Cervantes, “El Mencho”, se alió con la Antiunión. Sin embargo, tuvo un breve periodo de alianza con la Unión para ejecutar, junto con el Cártel de Tláhuac y la propia Antiunión, el atentado fallido contra Omar García Harfuch. El CJNG es, entonces, sinónimo de un grupo que no ha temido realizar acciones de alto perfil, sobre todo ejecuciones públicas. 

La escena del crimen me recuerda a otra en los albores de mi vida como reportero: la ejecución en la plaza cercana a Paseos del Pedregal, otro de los atisbos del terror de los jaliscos. Pasó cerca de la casa de mi entonces novia. En 2019, publiqué una pequeño texto en un medio estadounidense, Viceversa Magazine

Los hechos iniciaron cerca de las 17:20 horas. ‘Dispararon primero para distraer y luego matar (en el otro restaurante) a los otros dos’, me dice un guardia. ‘Sí, porque no le apuntaron a nadie dentro, sólo al vidrio’, responde otro, narrando el primer ataque. Fue cuando quebraron a Alon Azulay de 41 años y Benjamín Yeshurun Sutchi de 44 años, dos israelíes. A unas horas de que él y su compañero muriesen, un guardia de seguridad en la planta alta del edificio me dice que no puedo seguir preguntando a los clientes de las tiendas. 

El asesinato de los extranjeros, según recabó la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, fue ordenado por el CJNG, por una operación de lavado de dinero y tráfico de armas que salió mal durante una colaboración con mafias israelíes. Sutchi, para variar, fue relacionado con negocios con los Beltrán Leyva. Aunque también existe la hipótesis de que el cártel de El Mencho fue subcontratado por el hampa israelíe. A un día del crimen, el restaurante que presenció en su interior el asesinato está vacío y a oscuras. Solo una banda roja que dice ‘Protección Civil de la Ciudad de México’ protege a cualquier persona de echar un vistazo’. Algo me pedía que me fuera del lugar, y así lo hice”.

Hay que moverse a otra escena del crimen, como los reporteros lo han hecho siempre con el pasar de los años. 

Nadie es intocable

Se pueden rebobinar estas escenas de caos y dolor e ir hasta el 25 de enero de 2010. Un antro de moda de ese tiempo: el Bar Bar, ubicado sobre Insurgentes. En el escenario de la tragedia participó el entonces jugador del América, Salvador Cabañas, quien pasaba una noche de tragos con su esposa. Todo era calma y brillo en la vida del delantero. Había participado en 44 partidos internacionales, era el tirador estrella de su equipo con un sueldo de 2.5 millones de pesos al año. Pero esa noche algo ocurrió cuando llegó al baño del establecimiento. Se topó con José Jorge Balderas Garza, alias “El JJ”, uno de los subordinados del Cártel de los Beltrán Leyva. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando el narcotraficante le reclamó al futbolista por no haber metido un gol en su último partido.

Entonces se hicieron de palabras. El JJ sacó una pistola y apuntó a la cabeza del futbolista. “¡Jálale, a ver si es cierto!”, retó Cabañas. Y el JJ disparó, dejando un daño permanente en la masa encefálica del futbolista paraguayo y acabando en el acto con su carrera, que iba encaminada para llegar al balompié europeo con el Manchester United de Javier "El Chicharito" Hernández (que debutó pocos meses después) y el mítico Wayne Rooney. 

El lugar está cerca de Miguel Ángel de Quevedo al sur de la capital, en Insurgentes Sur 1854, cerca de un local gigantesco de maquinitas. Estas ruinas son otro punto del tour de force de lo macabro. Lo que queda del Bar Bar es una fachada pequeña con un grafiti: 7KHI. Lo que pasó ya es indiferente a la vida nocturna de los alrededores. Es viernes en la colonia Florida y hay más de cinco bares a la redonda que están a tope. 

Los narcos siempre estuvieron ahí. El JJ era colaborador cercano de Édgar Valdez Villarreal, "La Barbie". Balderas Garza, que antes quería ser sacerdote, también era un distribuidor importante de droga en la Ciudad de México. Vivió el ascenso de grupos antagónicos que pelearían la ciudad y acabó en la cárcel por varios crímenes, incluyendo el de Cabañas. 

Pese a la felicidad de su vida nocturna, la colonia también ha sido marcada por la violencia: cinco homicidios en seis años. Las colonias más peligrosas de Álvaro Obregón son Barrio Norte con 25 homicidios; Jardines del Pedregal (barrio que abrazó al Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez) con 22; Olivar del Conde Primera Sección, con 21; Zedec Santa Fe, con 18, y San Bartolo Ameyalco, con 17. 

En Álvaro Obregón también han aumentado los homicidios en los últimos 18 años: hubo 304 de 2006 a 2011; 432 de 2012 a 2017 y 755 de 2018 a 2024. 

Lo que poca gente recuerda es que cerca del Bar Bar ocurrió otro hecho violento, más reciente, y que cimbró al gremio periodístico: el intento de asesinato de Ciro Gómez Leyva. Apenas hay que caminar un cuarto de kilómetro sobre avenida Insurgentes, y entrar por la calle Juventino Rosas; se debe avanzar un poco más hasta llegar a Tecoyotitla, una zona residencial con cámaras de seguridad por todos lados. Ahí intentaron matar a uno de los periodistas más famosos de la radio mexicana un 15 de diciembre de 2022. 

El motivo aún es ambiguo, pero según declaraciones de los detenidos, algunos pertenecen al CJNG, incluyendo el presunto autor intelectual, Armando Escárcega, alias “El Patrón”. Otro involucrado en el hecho, Héctor Martínez Jiménez, alias “El Bart”, está ligado directamente a la organización. 

El intento de homicidio ocurrió cerca de un estacionamiento techado y a pocos metros de un restaurante. Ya casi cae la noche y los trabajadores de ese lugar, cercano a Insurgentes, están tirando la basura en contenedores rectangulares, como neoyorquinos. P., un trabajador del establecimiento que decidió no decir su nombre por una posible amenaza, me ve desesperado y por fin suelta la sopa: él fue el testigo directo del ataque contra Gómez Leyva.

“Fue en la noche”, narra a pocos metros del lugar donde casi corre la sangre. “Iban pasando por aquí, lo interceptaron [...] hubo disparos, como seis”.

Fue a la altura de la camioneta amarillo con blanco, que está más adelante de nosotros: “Se le emparejaron, era una moto, llevaban casco, yo solo alcancé a ver los destellos de los balazos”. No vio sus rostros y tampoco logró ver por los vidrios el cuerpo de Gómez Leyva que se recuperaba del shock, del miedo a perder la vida. En esos momentos, la gente del restaurante se paró y se metió al fondo del lugar: “Yo no sabía quién era en ese momento, hasta después, que era un periodista [...] pensé que era un asalto”. 

Le pregunto si volvió a ver a Ciro y si lo conocía. Me dijo que por su programa, pero no supo decirme cuál: “El de canal 3”. A veces vuelve a verlo por la calle: “Lo llego a ver, caminando los martes, pero ahora va con cuatro escoltas”. 

Cuenta que probablemente lo alcanzaron a esa altura de la calle porque había un árbol y faltaba iluminación. Solo así el gobierno actuó: “Ya vinieron a poner el alumbrado, podaron; ese tramo estaba muy oscuro”. 

P. escuchó seis disparos, igual que los seis del atentado de Plaza Miyana. Como una reiteración estandarizada de la violencia: un paquete de seis proyectiles de muerte. Es un país donde la ejecución es un producto que está a la venta. Se pacta y se aplica. Y las plazas tienen costos. 

Cae la noche definitiva en medio del metrobús que corta por Insurgentes. Burbujea el sonido de la música nocturna. Acostado en un pórtico, reflexiono lo que me enseñó este tour del horror que se vive cada vez más seguido en la capital. Sea cual fuese la lección, la solución está fuera de mi control. Y que el horror y la sangre seguirán corriendo por muchos años más. Es la ciudad fundada en esta laguna al servicio del violento sacrificio, de la sangre. 

¿Qué sigue?

Poco después de terminar esta crónica, ocurrió una nueva ejecución que conmocionó al país: el asesinato de dos colaboradores cercanos a Clara Brugada, la jefa de Gobierno capitalina. Las víctimas fueron Ximena Guzmán, su secretaria particular, y José Muñoz, uno de sus asesores. Durante la conferencia mañanera del 20 de mayo de 2025, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch (quien sobrevivió a un atentado en 2020), recibió un mensaje en su celular que robó su atención. Pocos segundos después, se dirigió hacia Claudia Sheinbaum para susurrarle lo que había pasado. 

Minutos más tarde, la presidenta leyó el comunicado emitido por el gobierno capitalino, en cuyo discurso destacó la confirmación de un “ataque directo” contra los funcionarios mientras circulaban por la Calzada de Tlalpan, a la altura de la alcaldía Benito Juárez. Las investigaciones siguen en curso en una nueva tragedia que se suma a las heridas de la vida en una capital, las cuales parecen nunca sanar.

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