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Javier Sicilia y Jacobo Dayán decidieron retomar la guía de Semprún y Wiesel para continuar la reflexión en torno al valor de la memoria y la verdad, a partir de las experiencias que han compartido en favor de las víctimas en México.
Jacobo Dayán: Es irremediable que los temas que hemos tratado nos conduzcan al problema del mal. Muchas interpretaciones se han dado al respecto. Están las mitopoiéticas de las tradiciones religiosas, las teológicas, las filosóficas, las psicológicas, las antropológicas, las sociológicas, pero, como alguna vez dijiste, ninguna de ellas, incluso las más penetrantes y agudas, son concluyentes. Nadie, en el fondo, sabe qué es el mal, pero conocemos sus estragos. Es el tema que ha atravesado de manera subyacente nuestra conversación. Pese a mi agnosticismo, me gustaría remontarme a la Biblia, no sólo porque, como judío, provengo de esa tradición, sino porque la parte de la Biblia a la que voy a referirme expresa, a través del cristianismo, una de las nociones que han marcado a Occidente: la noción de Historia.
Según el Génesis, el primer libro de la Biblia, el mal surgió con la expulsión del paraíso, es decir, con la caída del ser humano de su estado de inocencia. La escena que relataste de 2001: Odisea del espacio constituye una metáfora antropológica de este suceso: el salto de un estado cuasi animal a uno racional a través del descubrimiento de su capacidad para canalizar su violencia, su ira y dominar, lo cual le permitía a esta criatura resignificarlo todo. En el fémur que blande el homínido de Kubrick está todo lo que puede representar la violencia humana, pero, también, todo lo que puede representar su capacidad creadora. Para la tradición bíblica ese momento es la salida del paraíso. No se trata de pecado de origen, como lo piensa el cristianismo, sino de un acontecimiento, algo que sucedió y que produjo el torbellino que ve el Ángel de la Historia de Benjamin, que lo arroja hacia el futuro junto con la humanidad.
Más allá de la interpretación teológica que se le ha dado a ese pasaje bíblico, concuerdo con la importancia que se le otorga a ese momento en la evolución humana: el descubrimiento de la violencia y la capacidad de ejercer miedo en los otros. Con lo que no concuerdo es que sea el producto de un castigo por haber desobedecido a Dios y comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esa visión me parece patética. Un Dios así no se diferenciaría mucho de un dictador o de un domador de circo. ¿Para qué habría querido Dios crear un ser humano que se moviera instintivamente, bajo el peso de su mandato, de manera automática y no mediante la razón y la sofisticación del pensamiento y de la conciencia? Sería una creación sin sentido.
En el caso de que existiera y fuera así, habría que preguntarle a dónde quería ir con eso. Yo creo, por el contrario, que lo que plantea el texto bíblico con la caída es que gracias a la desobediencia el ser humano se volvió realmente libre y, en consecuencia, humano. En esa libertad conquistada el hombre se juega su destino, el sentido o el sinsentido, la humanidad y la inhumanidad. Capaz de las destrucciones más espantosas, que podrían llevarlo hasta el autoaniquilamiento, es también ca-paz de empatía, de generosidad, de acogimiento, de compasión, de amor; capaz también de crear y hacer arte en todas sus manifestaciones. El mal, en este sentido, tanto como el bien, son inherentes al ser humano. Allí, me parece, en ese salto a lo racional, arranca la historia de la humanidad con su proyecto civilizatorio y sus profundas crisis.
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Javier Sicilia: Recuerdo que alguna vez, un poco en broma, un poco en serio, me dijiste que en relación con ese episodio del Génesis tú te declarabas serpentista, es decir que estabas del lado de la serpiente.
Jacobo Dayán: Sí, en el sentido de que sin ella, que incita a comer del fruto de la ciencia del bien y el mal, no seríamos humanos. Recuerda que en muchas tradiciones la serpiente está asociada con la sabiduría. Simboliza, tal y como yo lo veo, la capacidad no sólo de pensar, sino también, y por ello mismo, la capacidad de poder transgredir un ordenamiento divino.
Javier Sicilia: Lanza del Vasto, al que cité cuando hablamos de la proporción y el límite, tiene un libro que dedica a interpretar los primeros capítulos del Génesis, los que se refieren a la Creación y a la Caída. Su título es Ascenso de las almas vivas, que luego continuó en un capítulo del Umbral de la vida interior. Lanza era católico y como tal miraba la Caída como una desobediencia de naturaleza metafísica que trastocó la armonía del mundo, es decir, como un pecado de origen —un tropiezo, una equivocación, es la etimología de pecado—. De hecho, el capítulo del Umbral al que me refiero lleva por título “Del pecado original”. Lanza ve así en el acto de comer del fruto de la ciencia del bien y del mal no una liberación, sino una descomposición del ser que, al dividir el conocimiento —hecho, según él, para la contemplación y el cuidado del mundo que es el mismo paraíso—, lo convirtió en ese ser dual al que te refieres, capaz de las acciones más terribles y las más sublimes. Lanza lo explica desentrañando el sentido que tienen las palabras fruto y comer. Fruto, dice, es gozo y provecho; comer, apropiarse de algo con violencia para reducirlo a uno mismo. El pecado es así el hecho de haber corrompido el conocimiento con el fin de aprovecharlo y utilizarlo para dominar, tal y como lo pensaba Roger Bacon, al que cité cuando expuse el pensamiento de Illich. De alguna forma, Lanza llegó por otros caminos a una crítica de la modernidad semejante a la del propio Illich:
Al arrancar el fruto —escribió—, al morderlo, al comerlo, Adán lo separó del árbol y, poseedor de un conocimiento demasiado grande para él, perdió su equilibrio nativo cayendo en la inquietud y el movimiento. Ambos engendraron la multiplicación de los deseos, de las codicias, de las curiosidades [...]. De allí surgieron las babeles de la civilización, con su cortejo de miseria, servidumbres y rebeliones; y la guerra, salida del orgullo de los ricos, los doctos y los poderosos. No hay más que abandonarse a las pendientes de la historia, seguir las solicitudes del mundo, resignarse a las exigencias de los nuevos tiempos, para desembocar en las catástrofes.
Lanza, sin embargo, no se queda allí. Al mismo tiempo que mira en la Caída el mal, mira en ella sus posibilidades de salida. Las encuentra en el cultivo personal y colectivo de los límites, en el sometimiento libre de nuestras inclinaciones a ser como dioses, en el negarnos a hacer todo lo que podemos hacer y movernos dentro de economías productivas, pobres y equilibradas, donde el amor y el cuidado del mundo y de los otros puedan florecer. En síntesis, Jacobo, crear las condiciones para rehacer, hasta donde sea posible, el estado de armonía que tenían los seres humanos antes de la Caída. Para ello fundó unas comunidades que siguen el patrón de los ashram de Gandhi y de la tradición monástica de los Padres del Desierto. Las llamó Comunidades de El Arca en referencia a Noé. Las fundó en 1948, después de la muerte de Gandhi, de la Segunda Guerra Mundial, de la bomba atómica y en los albores de lo que sería la Guerra Fría. Pensaba, lo que sigue siendo una amenaza real, que vendría un diluvio, esta vez no de agua, como en la época de Noé, sino de fuego y perpetrado por la mano del ser humano.
Esas condiciones para enfrentar el mal y volver de manera libre —subrayo la palabra libre— y disciplinada a ese estado de armonía que amenazan los sueños de la razón y las pretensiones humanas de dominarlo todo, son también, como las herramientas en Hugo de San Víctor, frutos de la Caída. Lo dice en un pasaje del Ascenso de las almas vivas en el que Lanza, retomando el tono de los profetas, escribe: “¡Desdichado aquel que esquiva el combate, que trepa temblando y soporta la obediencia ciegamente!; ¡el que cierra los ojos, levanta las manos, pliega la espalda y se arrodilla en ese momento! Dice el Señor, ¿qué tengo yo que hacer con ese ganado? Yo no quiero ni corderos ni palomas en este momento, dice el Señor. Yo quiero el corazón del hombre, la salvación de la inteligencia en armas”.
Jacobo Dayán: No concuerdo con esta idea del retorno al paraíso, pero esto último que citas de Lanza es lo verdaderamente humano. Me parece que ese salto del ser humano a la conciencia de sí y, en consecuencia, a la autonomía y a la libertad, no es sólo algo que lo humaniza, sino que también lo hace desobedecer a un Dios totalitario, que castiga. Independientemente de las interpretaciones teológicas que se le hayan dado al acto del haber comido del árbol del conocimiento del bien y el mal y a la expulsión del paraíso, esa idea de Dios es espantosamente repugnante. Aparece no sólo en el Génesis, sino en muchos otros momentos de la Biblia. Uno de ellos es el diluvio, otro más el de Sodoma y Gomorra; otro más, que me produce particular repugnancia, es el libro de Job. Para probar su fe, dice el texto, Dios lo somete a las mayores tragedias personales posibles: queda arruinado, muere su familia, enferma, la gente lo mira con desagrado, como un apestado de Dios. Pese a ello, mantiene su fe. Al final se le recompensa con una nueva familia, como si la mujer y los hijos de Job hubiesen sido seres prescindibles, que no valían nada, meros objetos. Para mí, ellos son los grandes personajes de ese libro, las víctimas, los vencidos por un poder arbitrario, por un Dios que, visto desde las víctimas, es abominable, despreciable, lleno de un ego infinito, como el que poseen los grandes dictadores.
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Otra historia, que entrevera lo sublime con lo arbitrario, es la de Jonás. Jonás me gusta por lo que simboliza; es un gran personaje: se niega a obedecer la orden de Dios de ir a predicar a los ninivitas, cuya maldad iba a derivar en su destrucción. Jonás estaba convencido de que, si lo hacía y predicaba el arrepentimiento, los ninivitas alcanzarían la misericordia de Dios, lo que consideraba injusto. Así es que desobedece y huye en una barca. Mientras duerme en un rincón de la embarcación, una gran tormenta se desata y amenaza con destrozar la nave. El capitán despierta a Jonás, quien, después de confesar que la tormenta es un castigo de Dios porque desobedeció su mandato, pide que lo echen al mar para evitar que quienes van en el barco sufran por su causa. Los tripulantes de la embarcación se niegan y después de hacer lo posible por evitar el naufragio terminan lanzando a Jonás al agua donde una ballena se lo traga. Después de tres días la ballena lo arroja a la playa y Jonás no tiene otra alternativa que obedecer. Aun cuando termina sucumbiendo a la presión de Dios, Jonás es superior a Job en su fidelidad de no obedecer, hasta donde pudo, una orden que consideraba injusta o infundada. Jonás es profundamente humano.
Javier Sicilia: Me parece, Jacobo, que esa idea de Dios todopoderoso, omnisciente y arbitrario, que parece expresada de diferentes maneras en todas las culturas, inclusive en el cristianismo —un Dios que envía a su hijo a ser sacrificado de manera brutal para la salvación de nuestros pecados y que después de resucitar y sentarse a la derecha del Padre vendrá con todo su poder y gloria a juzgar a vivos y muertos—, es responsable, más que la idea del demonio, del mal que viene aparejado con la libertad humana. El ser humano quiere imitar el poder de ese Dios para sacarse a sí mismo de su estado de necesidad y al hacerlo somete, destruye, domina. Es, para volver al proyecto civilizatorio, lo que ha producido las grandes crisis, como la que hoy vivimos. Por ello Gandhi, Lanza, Illich y tantos otros hablan de límites y proporción. También la anécdota del monje budista habla de ello. Todo poder, por más pequeño que sea, aspira al dominio y cuanto más grande es, mayores son sus estragos. Lo vimos con los totalitarismos y con lo que hoy, de maneras nuevas y recicladas padece la humanidad. De allí el fracaso de las democracias. Hay un pasaje en La caída de Albert Camus que lo ilustra con penetrante ironía. En algún momento de ese largo monólogo, que en realidad es un diálogo, Jean-Baptiste Clamence, un personaje doble, a la vez juez y penitente, le dice a su interlocutor: “Todo hombre necesita esclavos, como aire puro. Mandar es respirar; ¿no es usted de esa opinión? Incluso los más desheredados llegan a respirar. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si es soltero tiene un perro. Lo esencial es, en definitiva, enfadarse sin que el otro tenga derecho a replicar. ‘No se contesta a su padre’; ¿conoce usted la fórmula?”. A la que habría que agregar: “Lo hago por tu bien” o, en el caso del poder político, “por el bien de los ciudadanos” o “del pueblo” o, en el de los grandes totalitarismos, “de la humanidad”. Me parece que el poder, que imita esa noción totalitaria de Dios es responsable de cosas más terribles que los crímenes pasionales o producidos por la ira. A veces pienso que el mal es el poder, una idea equivocada de Dios.
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Este adelanto del libro Crisis o apocalipsis, de Javier Sicilia y Jacobo Dayán, se publica con autorización de Random House.
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Javier Sicilia y Jacobo Dayán decidieron retomar la guía de Semprún y Wiesel para continuar la reflexión en torno al valor de la memoria y la verdad, a partir de las experiencias que han compartido en favor de las víctimas en México.
Jacobo Dayán: Es irremediable que los temas que hemos tratado nos conduzcan al problema del mal. Muchas interpretaciones se han dado al respecto. Están las mitopoiéticas de las tradiciones religiosas, las teológicas, las filosóficas, las psicológicas, las antropológicas, las sociológicas, pero, como alguna vez dijiste, ninguna de ellas, incluso las más penetrantes y agudas, son concluyentes. Nadie, en el fondo, sabe qué es el mal, pero conocemos sus estragos. Es el tema que ha atravesado de manera subyacente nuestra conversación. Pese a mi agnosticismo, me gustaría remontarme a la Biblia, no sólo porque, como judío, provengo de esa tradición, sino porque la parte de la Biblia a la que voy a referirme expresa, a través del cristianismo, una de las nociones que han marcado a Occidente: la noción de Historia.
Según el Génesis, el primer libro de la Biblia, el mal surgió con la expulsión del paraíso, es decir, con la caída del ser humano de su estado de inocencia. La escena que relataste de 2001: Odisea del espacio constituye una metáfora antropológica de este suceso: el salto de un estado cuasi animal a uno racional a través del descubrimiento de su capacidad para canalizar su violencia, su ira y dominar, lo cual le permitía a esta criatura resignificarlo todo. En el fémur que blande el homínido de Kubrick está todo lo que puede representar la violencia humana, pero, también, todo lo que puede representar su capacidad creadora. Para la tradición bíblica ese momento es la salida del paraíso. No se trata de pecado de origen, como lo piensa el cristianismo, sino de un acontecimiento, algo que sucedió y que produjo el torbellino que ve el Ángel de la Historia de Benjamin, que lo arroja hacia el futuro junto con la humanidad.
Más allá de la interpretación teológica que se le ha dado a ese pasaje bíblico, concuerdo con la importancia que se le otorga a ese momento en la evolución humana: el descubrimiento de la violencia y la capacidad de ejercer miedo en los otros. Con lo que no concuerdo es que sea el producto de un castigo por haber desobedecido a Dios y comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esa visión me parece patética. Un Dios así no se diferenciaría mucho de un dictador o de un domador de circo. ¿Para qué habría querido Dios crear un ser humano que se moviera instintivamente, bajo el peso de su mandato, de manera automática y no mediante la razón y la sofisticación del pensamiento y de la conciencia? Sería una creación sin sentido.
En el caso de que existiera y fuera así, habría que preguntarle a dónde quería ir con eso. Yo creo, por el contrario, que lo que plantea el texto bíblico con la caída es que gracias a la desobediencia el ser humano se volvió realmente libre y, en consecuencia, humano. En esa libertad conquistada el hombre se juega su destino, el sentido o el sinsentido, la humanidad y la inhumanidad. Capaz de las destrucciones más espantosas, que podrían llevarlo hasta el autoaniquilamiento, es también ca-paz de empatía, de generosidad, de acogimiento, de compasión, de amor; capaz también de crear y hacer arte en todas sus manifestaciones. El mal, en este sentido, tanto como el bien, son inherentes al ser humano. Allí, me parece, en ese salto a lo racional, arranca la historia de la humanidad con su proyecto civilizatorio y sus profundas crisis.
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Javier Sicilia: Recuerdo que alguna vez, un poco en broma, un poco en serio, me dijiste que en relación con ese episodio del Génesis tú te declarabas serpentista, es decir que estabas del lado de la serpiente.
Jacobo Dayán: Sí, en el sentido de que sin ella, que incita a comer del fruto de la ciencia del bien y el mal, no seríamos humanos. Recuerda que en muchas tradiciones la serpiente está asociada con la sabiduría. Simboliza, tal y como yo lo veo, la capacidad no sólo de pensar, sino también, y por ello mismo, la capacidad de poder transgredir un ordenamiento divino.
Javier Sicilia: Lanza del Vasto, al que cité cuando hablamos de la proporción y el límite, tiene un libro que dedica a interpretar los primeros capítulos del Génesis, los que se refieren a la Creación y a la Caída. Su título es Ascenso de las almas vivas, que luego continuó en un capítulo del Umbral de la vida interior. Lanza era católico y como tal miraba la Caída como una desobediencia de naturaleza metafísica que trastocó la armonía del mundo, es decir, como un pecado de origen —un tropiezo, una equivocación, es la etimología de pecado—. De hecho, el capítulo del Umbral al que me refiero lleva por título “Del pecado original”. Lanza ve así en el acto de comer del fruto de la ciencia del bien y del mal no una liberación, sino una descomposición del ser que, al dividir el conocimiento —hecho, según él, para la contemplación y el cuidado del mundo que es el mismo paraíso—, lo convirtió en ese ser dual al que te refieres, capaz de las acciones más terribles y las más sublimes. Lanza lo explica desentrañando el sentido que tienen las palabras fruto y comer. Fruto, dice, es gozo y provecho; comer, apropiarse de algo con violencia para reducirlo a uno mismo. El pecado es así el hecho de haber corrompido el conocimiento con el fin de aprovecharlo y utilizarlo para dominar, tal y como lo pensaba Roger Bacon, al que cité cuando expuse el pensamiento de Illich. De alguna forma, Lanza llegó por otros caminos a una crítica de la modernidad semejante a la del propio Illich:
Al arrancar el fruto —escribió—, al morderlo, al comerlo, Adán lo separó del árbol y, poseedor de un conocimiento demasiado grande para él, perdió su equilibrio nativo cayendo en la inquietud y el movimiento. Ambos engendraron la multiplicación de los deseos, de las codicias, de las curiosidades [...]. De allí surgieron las babeles de la civilización, con su cortejo de miseria, servidumbres y rebeliones; y la guerra, salida del orgullo de los ricos, los doctos y los poderosos. No hay más que abandonarse a las pendientes de la historia, seguir las solicitudes del mundo, resignarse a las exigencias de los nuevos tiempos, para desembocar en las catástrofes.
Lanza, sin embargo, no se queda allí. Al mismo tiempo que mira en la Caída el mal, mira en ella sus posibilidades de salida. Las encuentra en el cultivo personal y colectivo de los límites, en el sometimiento libre de nuestras inclinaciones a ser como dioses, en el negarnos a hacer todo lo que podemos hacer y movernos dentro de economías productivas, pobres y equilibradas, donde el amor y el cuidado del mundo y de los otros puedan florecer. En síntesis, Jacobo, crear las condiciones para rehacer, hasta donde sea posible, el estado de armonía que tenían los seres humanos antes de la Caída. Para ello fundó unas comunidades que siguen el patrón de los ashram de Gandhi y de la tradición monástica de los Padres del Desierto. Las llamó Comunidades de El Arca en referencia a Noé. Las fundó en 1948, después de la muerte de Gandhi, de la Segunda Guerra Mundial, de la bomba atómica y en los albores de lo que sería la Guerra Fría. Pensaba, lo que sigue siendo una amenaza real, que vendría un diluvio, esta vez no de agua, como en la época de Noé, sino de fuego y perpetrado por la mano del ser humano.
Esas condiciones para enfrentar el mal y volver de manera libre —subrayo la palabra libre— y disciplinada a ese estado de armonía que amenazan los sueños de la razón y las pretensiones humanas de dominarlo todo, son también, como las herramientas en Hugo de San Víctor, frutos de la Caída. Lo dice en un pasaje del Ascenso de las almas vivas en el que Lanza, retomando el tono de los profetas, escribe: “¡Desdichado aquel que esquiva el combate, que trepa temblando y soporta la obediencia ciegamente!; ¡el que cierra los ojos, levanta las manos, pliega la espalda y se arrodilla en ese momento! Dice el Señor, ¿qué tengo yo que hacer con ese ganado? Yo no quiero ni corderos ni palomas en este momento, dice el Señor. Yo quiero el corazón del hombre, la salvación de la inteligencia en armas”.
Jacobo Dayán: No concuerdo con esta idea del retorno al paraíso, pero esto último que citas de Lanza es lo verdaderamente humano. Me parece que ese salto del ser humano a la conciencia de sí y, en consecuencia, a la autonomía y a la libertad, no es sólo algo que lo humaniza, sino que también lo hace desobedecer a un Dios totalitario, que castiga. Independientemente de las interpretaciones teológicas que se le hayan dado al acto del haber comido del árbol del conocimiento del bien y el mal y a la expulsión del paraíso, esa idea de Dios es espantosamente repugnante. Aparece no sólo en el Génesis, sino en muchos otros momentos de la Biblia. Uno de ellos es el diluvio, otro más el de Sodoma y Gomorra; otro más, que me produce particular repugnancia, es el libro de Job. Para probar su fe, dice el texto, Dios lo somete a las mayores tragedias personales posibles: queda arruinado, muere su familia, enferma, la gente lo mira con desagrado, como un apestado de Dios. Pese a ello, mantiene su fe. Al final se le recompensa con una nueva familia, como si la mujer y los hijos de Job hubiesen sido seres prescindibles, que no valían nada, meros objetos. Para mí, ellos son los grandes personajes de ese libro, las víctimas, los vencidos por un poder arbitrario, por un Dios que, visto desde las víctimas, es abominable, despreciable, lleno de un ego infinito, como el que poseen los grandes dictadores.
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Otra historia, que entrevera lo sublime con lo arbitrario, es la de Jonás. Jonás me gusta por lo que simboliza; es un gran personaje: se niega a obedecer la orden de Dios de ir a predicar a los ninivitas, cuya maldad iba a derivar en su destrucción. Jonás estaba convencido de que, si lo hacía y predicaba el arrepentimiento, los ninivitas alcanzarían la misericordia de Dios, lo que consideraba injusto. Así es que desobedece y huye en una barca. Mientras duerme en un rincón de la embarcación, una gran tormenta se desata y amenaza con destrozar la nave. El capitán despierta a Jonás, quien, después de confesar que la tormenta es un castigo de Dios porque desobedeció su mandato, pide que lo echen al mar para evitar que quienes van en el barco sufran por su causa. Los tripulantes de la embarcación se niegan y después de hacer lo posible por evitar el naufragio terminan lanzando a Jonás al agua donde una ballena se lo traga. Después de tres días la ballena lo arroja a la playa y Jonás no tiene otra alternativa que obedecer. Aun cuando termina sucumbiendo a la presión de Dios, Jonás es superior a Job en su fidelidad de no obedecer, hasta donde pudo, una orden que consideraba injusta o infundada. Jonás es profundamente humano.
Javier Sicilia: Me parece, Jacobo, que esa idea de Dios todopoderoso, omnisciente y arbitrario, que parece expresada de diferentes maneras en todas las culturas, inclusive en el cristianismo —un Dios que envía a su hijo a ser sacrificado de manera brutal para la salvación de nuestros pecados y que después de resucitar y sentarse a la derecha del Padre vendrá con todo su poder y gloria a juzgar a vivos y muertos—, es responsable, más que la idea del demonio, del mal que viene aparejado con la libertad humana. El ser humano quiere imitar el poder de ese Dios para sacarse a sí mismo de su estado de necesidad y al hacerlo somete, destruye, domina. Es, para volver al proyecto civilizatorio, lo que ha producido las grandes crisis, como la que hoy vivimos. Por ello Gandhi, Lanza, Illich y tantos otros hablan de límites y proporción. También la anécdota del monje budista habla de ello. Todo poder, por más pequeño que sea, aspira al dominio y cuanto más grande es, mayores son sus estragos. Lo vimos con los totalitarismos y con lo que hoy, de maneras nuevas y recicladas padece la humanidad. De allí el fracaso de las democracias. Hay un pasaje en La caída de Albert Camus que lo ilustra con penetrante ironía. En algún momento de ese largo monólogo, que en realidad es un diálogo, Jean-Baptiste Clamence, un personaje doble, a la vez juez y penitente, le dice a su interlocutor: “Todo hombre necesita esclavos, como aire puro. Mandar es respirar; ¿no es usted de esa opinión? Incluso los más desheredados llegan a respirar. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si es soltero tiene un perro. Lo esencial es, en definitiva, enfadarse sin que el otro tenga derecho a replicar. ‘No se contesta a su padre’; ¿conoce usted la fórmula?”. A la que habría que agregar: “Lo hago por tu bien” o, en el caso del poder político, “por el bien de los ciudadanos” o “del pueblo” o, en el de los grandes totalitarismos, “de la humanidad”. Me parece que el poder, que imita esa noción totalitaria de Dios es responsable de cosas más terribles que los crímenes pasionales o producidos por la ira. A veces pienso que el mal es el poder, una idea equivocada de Dios.
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Javier Sicilia y Jacobo Dayán decidieron retomar la guía de Semprún y Wiesel para continuar la reflexión en torno al valor de la memoria y la verdad, a partir de las experiencias que han compartido en favor de las víctimas en México.
Jacobo Dayán: Es irremediable que los temas que hemos tratado nos conduzcan al problema del mal. Muchas interpretaciones se han dado al respecto. Están las mitopoiéticas de las tradiciones religiosas, las teológicas, las filosóficas, las psicológicas, las antropológicas, las sociológicas, pero, como alguna vez dijiste, ninguna de ellas, incluso las más penetrantes y agudas, son concluyentes. Nadie, en el fondo, sabe qué es el mal, pero conocemos sus estragos. Es el tema que ha atravesado de manera subyacente nuestra conversación. Pese a mi agnosticismo, me gustaría remontarme a la Biblia, no sólo porque, como judío, provengo de esa tradición, sino porque la parte de la Biblia a la que voy a referirme expresa, a través del cristianismo, una de las nociones que han marcado a Occidente: la noción de Historia.
Según el Génesis, el primer libro de la Biblia, el mal surgió con la expulsión del paraíso, es decir, con la caída del ser humano de su estado de inocencia. La escena que relataste de 2001: Odisea del espacio constituye una metáfora antropológica de este suceso: el salto de un estado cuasi animal a uno racional a través del descubrimiento de su capacidad para canalizar su violencia, su ira y dominar, lo cual le permitía a esta criatura resignificarlo todo. En el fémur que blande el homínido de Kubrick está todo lo que puede representar la violencia humana, pero, también, todo lo que puede representar su capacidad creadora. Para la tradición bíblica ese momento es la salida del paraíso. No se trata de pecado de origen, como lo piensa el cristianismo, sino de un acontecimiento, algo que sucedió y que produjo el torbellino que ve el Ángel de la Historia de Benjamin, que lo arroja hacia el futuro junto con la humanidad.
Más allá de la interpretación teológica que se le ha dado a ese pasaje bíblico, concuerdo con la importancia que se le otorga a ese momento en la evolución humana: el descubrimiento de la violencia y la capacidad de ejercer miedo en los otros. Con lo que no concuerdo es que sea el producto de un castigo por haber desobedecido a Dios y comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esa visión me parece patética. Un Dios así no se diferenciaría mucho de un dictador o de un domador de circo. ¿Para qué habría querido Dios crear un ser humano que se moviera instintivamente, bajo el peso de su mandato, de manera automática y no mediante la razón y la sofisticación del pensamiento y de la conciencia? Sería una creación sin sentido.
En el caso de que existiera y fuera así, habría que preguntarle a dónde quería ir con eso. Yo creo, por el contrario, que lo que plantea el texto bíblico con la caída es que gracias a la desobediencia el ser humano se volvió realmente libre y, en consecuencia, humano. En esa libertad conquistada el hombre se juega su destino, el sentido o el sinsentido, la humanidad y la inhumanidad. Capaz de las destrucciones más espantosas, que podrían llevarlo hasta el autoaniquilamiento, es también ca-paz de empatía, de generosidad, de acogimiento, de compasión, de amor; capaz también de crear y hacer arte en todas sus manifestaciones. El mal, en este sentido, tanto como el bien, son inherentes al ser humano. Allí, me parece, en ese salto a lo racional, arranca la historia de la humanidad con su proyecto civilizatorio y sus profundas crisis.
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Javier Sicilia: Recuerdo que alguna vez, un poco en broma, un poco en serio, me dijiste que en relación con ese episodio del Génesis tú te declarabas serpentista, es decir que estabas del lado de la serpiente.
Jacobo Dayán: Sí, en el sentido de que sin ella, que incita a comer del fruto de la ciencia del bien y el mal, no seríamos humanos. Recuerda que en muchas tradiciones la serpiente está asociada con la sabiduría. Simboliza, tal y como yo lo veo, la capacidad no sólo de pensar, sino también, y por ello mismo, la capacidad de poder transgredir un ordenamiento divino.
Javier Sicilia: Lanza del Vasto, al que cité cuando hablamos de la proporción y el límite, tiene un libro que dedica a interpretar los primeros capítulos del Génesis, los que se refieren a la Creación y a la Caída. Su título es Ascenso de las almas vivas, que luego continuó en un capítulo del Umbral de la vida interior. Lanza era católico y como tal miraba la Caída como una desobediencia de naturaleza metafísica que trastocó la armonía del mundo, es decir, como un pecado de origen —un tropiezo, una equivocación, es la etimología de pecado—. De hecho, el capítulo del Umbral al que me refiero lleva por título “Del pecado original”. Lanza ve así en el acto de comer del fruto de la ciencia del bien y del mal no una liberación, sino una descomposición del ser que, al dividir el conocimiento —hecho, según él, para la contemplación y el cuidado del mundo que es el mismo paraíso—, lo convirtió en ese ser dual al que te refieres, capaz de las acciones más terribles y las más sublimes. Lanza lo explica desentrañando el sentido que tienen las palabras fruto y comer. Fruto, dice, es gozo y provecho; comer, apropiarse de algo con violencia para reducirlo a uno mismo. El pecado es así el hecho de haber corrompido el conocimiento con el fin de aprovecharlo y utilizarlo para dominar, tal y como lo pensaba Roger Bacon, al que cité cuando expuse el pensamiento de Illich. De alguna forma, Lanza llegó por otros caminos a una crítica de la modernidad semejante a la del propio Illich:
Al arrancar el fruto —escribió—, al morderlo, al comerlo, Adán lo separó del árbol y, poseedor de un conocimiento demasiado grande para él, perdió su equilibrio nativo cayendo en la inquietud y el movimiento. Ambos engendraron la multiplicación de los deseos, de las codicias, de las curiosidades [...]. De allí surgieron las babeles de la civilización, con su cortejo de miseria, servidumbres y rebeliones; y la guerra, salida del orgullo de los ricos, los doctos y los poderosos. No hay más que abandonarse a las pendientes de la historia, seguir las solicitudes del mundo, resignarse a las exigencias de los nuevos tiempos, para desembocar en las catástrofes.
Lanza, sin embargo, no se queda allí. Al mismo tiempo que mira en la Caída el mal, mira en ella sus posibilidades de salida. Las encuentra en el cultivo personal y colectivo de los límites, en el sometimiento libre de nuestras inclinaciones a ser como dioses, en el negarnos a hacer todo lo que podemos hacer y movernos dentro de economías productivas, pobres y equilibradas, donde el amor y el cuidado del mundo y de los otros puedan florecer. En síntesis, Jacobo, crear las condiciones para rehacer, hasta donde sea posible, el estado de armonía que tenían los seres humanos antes de la Caída. Para ello fundó unas comunidades que siguen el patrón de los ashram de Gandhi y de la tradición monástica de los Padres del Desierto. Las llamó Comunidades de El Arca en referencia a Noé. Las fundó en 1948, después de la muerte de Gandhi, de la Segunda Guerra Mundial, de la bomba atómica y en los albores de lo que sería la Guerra Fría. Pensaba, lo que sigue siendo una amenaza real, que vendría un diluvio, esta vez no de agua, como en la época de Noé, sino de fuego y perpetrado por la mano del ser humano.
Esas condiciones para enfrentar el mal y volver de manera libre —subrayo la palabra libre— y disciplinada a ese estado de armonía que amenazan los sueños de la razón y las pretensiones humanas de dominarlo todo, son también, como las herramientas en Hugo de San Víctor, frutos de la Caída. Lo dice en un pasaje del Ascenso de las almas vivas en el que Lanza, retomando el tono de los profetas, escribe: “¡Desdichado aquel que esquiva el combate, que trepa temblando y soporta la obediencia ciegamente!; ¡el que cierra los ojos, levanta las manos, pliega la espalda y se arrodilla en ese momento! Dice el Señor, ¿qué tengo yo que hacer con ese ganado? Yo no quiero ni corderos ni palomas en este momento, dice el Señor. Yo quiero el corazón del hombre, la salvación de la inteligencia en armas”.
Jacobo Dayán: No concuerdo con esta idea del retorno al paraíso, pero esto último que citas de Lanza es lo verdaderamente humano. Me parece que ese salto del ser humano a la conciencia de sí y, en consecuencia, a la autonomía y a la libertad, no es sólo algo que lo humaniza, sino que también lo hace desobedecer a un Dios totalitario, que castiga. Independientemente de las interpretaciones teológicas que se le hayan dado al acto del haber comido del árbol del conocimiento del bien y el mal y a la expulsión del paraíso, esa idea de Dios es espantosamente repugnante. Aparece no sólo en el Génesis, sino en muchos otros momentos de la Biblia. Uno de ellos es el diluvio, otro más el de Sodoma y Gomorra; otro más, que me produce particular repugnancia, es el libro de Job. Para probar su fe, dice el texto, Dios lo somete a las mayores tragedias personales posibles: queda arruinado, muere su familia, enferma, la gente lo mira con desagrado, como un apestado de Dios. Pese a ello, mantiene su fe. Al final se le recompensa con una nueva familia, como si la mujer y los hijos de Job hubiesen sido seres prescindibles, que no valían nada, meros objetos. Para mí, ellos son los grandes personajes de ese libro, las víctimas, los vencidos por un poder arbitrario, por un Dios que, visto desde las víctimas, es abominable, despreciable, lleno de un ego infinito, como el que poseen los grandes dictadores.
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Otra historia, que entrevera lo sublime con lo arbitrario, es la de Jonás. Jonás me gusta por lo que simboliza; es un gran personaje: se niega a obedecer la orden de Dios de ir a predicar a los ninivitas, cuya maldad iba a derivar en su destrucción. Jonás estaba convencido de que, si lo hacía y predicaba el arrepentimiento, los ninivitas alcanzarían la misericordia de Dios, lo que consideraba injusto. Así es que desobedece y huye en una barca. Mientras duerme en un rincón de la embarcación, una gran tormenta se desata y amenaza con destrozar la nave. El capitán despierta a Jonás, quien, después de confesar que la tormenta es un castigo de Dios porque desobedeció su mandato, pide que lo echen al mar para evitar que quienes van en el barco sufran por su causa. Los tripulantes de la embarcación se niegan y después de hacer lo posible por evitar el naufragio terminan lanzando a Jonás al agua donde una ballena se lo traga. Después de tres días la ballena lo arroja a la playa y Jonás no tiene otra alternativa que obedecer. Aun cuando termina sucumbiendo a la presión de Dios, Jonás es superior a Job en su fidelidad de no obedecer, hasta donde pudo, una orden que consideraba injusta o infundada. Jonás es profundamente humano.
Javier Sicilia: Me parece, Jacobo, que esa idea de Dios todopoderoso, omnisciente y arbitrario, que parece expresada de diferentes maneras en todas las culturas, inclusive en el cristianismo —un Dios que envía a su hijo a ser sacrificado de manera brutal para la salvación de nuestros pecados y que después de resucitar y sentarse a la derecha del Padre vendrá con todo su poder y gloria a juzgar a vivos y muertos—, es responsable, más que la idea del demonio, del mal que viene aparejado con la libertad humana. El ser humano quiere imitar el poder de ese Dios para sacarse a sí mismo de su estado de necesidad y al hacerlo somete, destruye, domina. Es, para volver al proyecto civilizatorio, lo que ha producido las grandes crisis, como la que hoy vivimos. Por ello Gandhi, Lanza, Illich y tantos otros hablan de límites y proporción. También la anécdota del monje budista habla de ello. Todo poder, por más pequeño que sea, aspira al dominio y cuanto más grande es, mayores son sus estragos. Lo vimos con los totalitarismos y con lo que hoy, de maneras nuevas y recicladas padece la humanidad. De allí el fracaso de las democracias. Hay un pasaje en La caída de Albert Camus que lo ilustra con penetrante ironía. En algún momento de ese largo monólogo, que en realidad es un diálogo, Jean-Baptiste Clamence, un personaje doble, a la vez juez y penitente, le dice a su interlocutor: “Todo hombre necesita esclavos, como aire puro. Mandar es respirar; ¿no es usted de esa opinión? Incluso los más desheredados llegan a respirar. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si es soltero tiene un perro. Lo esencial es, en definitiva, enfadarse sin que el otro tenga derecho a replicar. ‘No se contesta a su padre’; ¿conoce usted la fórmula?”. A la que habría que agregar: “Lo hago por tu bien” o, en el caso del poder político, “por el bien de los ciudadanos” o “del pueblo” o, en el de los grandes totalitarismos, “de la humanidad”. Me parece que el poder, que imita esa noción totalitaria de Dios es responsable de cosas más terribles que los crímenes pasionales o producidos por la ira. A veces pienso que el mal es el poder, una idea equivocada de Dios.
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Este adelanto del libro Crisis o apocalipsis, de Javier Sicilia y Jacobo Dayán, se publica con autorización de Random House.
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Javier Sicilia y Jacobo Dayán decidieron retomar la guía de Semprún y Wiesel para continuar la reflexión en torno al valor de la memoria y la verdad, a partir de las experiencias que han compartido en favor de las víctimas en México.
Jacobo Dayán: Es irremediable que los temas que hemos tratado nos conduzcan al problema del mal. Muchas interpretaciones se han dado al respecto. Están las mitopoiéticas de las tradiciones religiosas, las teológicas, las filosóficas, las psicológicas, las antropológicas, las sociológicas, pero, como alguna vez dijiste, ninguna de ellas, incluso las más penetrantes y agudas, son concluyentes. Nadie, en el fondo, sabe qué es el mal, pero conocemos sus estragos. Es el tema que ha atravesado de manera subyacente nuestra conversación. Pese a mi agnosticismo, me gustaría remontarme a la Biblia, no sólo porque, como judío, provengo de esa tradición, sino porque la parte de la Biblia a la que voy a referirme expresa, a través del cristianismo, una de las nociones que han marcado a Occidente: la noción de Historia.
Según el Génesis, el primer libro de la Biblia, el mal surgió con la expulsión del paraíso, es decir, con la caída del ser humano de su estado de inocencia. La escena que relataste de 2001: Odisea del espacio constituye una metáfora antropológica de este suceso: el salto de un estado cuasi animal a uno racional a través del descubrimiento de su capacidad para canalizar su violencia, su ira y dominar, lo cual le permitía a esta criatura resignificarlo todo. En el fémur que blande el homínido de Kubrick está todo lo que puede representar la violencia humana, pero, también, todo lo que puede representar su capacidad creadora. Para la tradición bíblica ese momento es la salida del paraíso. No se trata de pecado de origen, como lo piensa el cristianismo, sino de un acontecimiento, algo que sucedió y que produjo el torbellino que ve el Ángel de la Historia de Benjamin, que lo arroja hacia el futuro junto con la humanidad.
Más allá de la interpretación teológica que se le ha dado a ese pasaje bíblico, concuerdo con la importancia que se le otorga a ese momento en la evolución humana: el descubrimiento de la violencia y la capacidad de ejercer miedo en los otros. Con lo que no concuerdo es que sea el producto de un castigo por haber desobedecido a Dios y comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esa visión me parece patética. Un Dios así no se diferenciaría mucho de un dictador o de un domador de circo. ¿Para qué habría querido Dios crear un ser humano que se moviera instintivamente, bajo el peso de su mandato, de manera automática y no mediante la razón y la sofisticación del pensamiento y de la conciencia? Sería una creación sin sentido.
En el caso de que existiera y fuera así, habría que preguntarle a dónde quería ir con eso. Yo creo, por el contrario, que lo que plantea el texto bíblico con la caída es que gracias a la desobediencia el ser humano se volvió realmente libre y, en consecuencia, humano. En esa libertad conquistada el hombre se juega su destino, el sentido o el sinsentido, la humanidad y la inhumanidad. Capaz de las destrucciones más espantosas, que podrían llevarlo hasta el autoaniquilamiento, es también ca-paz de empatía, de generosidad, de acogimiento, de compasión, de amor; capaz también de crear y hacer arte en todas sus manifestaciones. El mal, en este sentido, tanto como el bien, son inherentes al ser humano. Allí, me parece, en ese salto a lo racional, arranca la historia de la humanidad con su proyecto civilizatorio y sus profundas crisis.
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Javier Sicilia: Recuerdo que alguna vez, un poco en broma, un poco en serio, me dijiste que en relación con ese episodio del Génesis tú te declarabas serpentista, es decir que estabas del lado de la serpiente.
Jacobo Dayán: Sí, en el sentido de que sin ella, que incita a comer del fruto de la ciencia del bien y el mal, no seríamos humanos. Recuerda que en muchas tradiciones la serpiente está asociada con la sabiduría. Simboliza, tal y como yo lo veo, la capacidad no sólo de pensar, sino también, y por ello mismo, la capacidad de poder transgredir un ordenamiento divino.
Javier Sicilia: Lanza del Vasto, al que cité cuando hablamos de la proporción y el límite, tiene un libro que dedica a interpretar los primeros capítulos del Génesis, los que se refieren a la Creación y a la Caída. Su título es Ascenso de las almas vivas, que luego continuó en un capítulo del Umbral de la vida interior. Lanza era católico y como tal miraba la Caída como una desobediencia de naturaleza metafísica que trastocó la armonía del mundo, es decir, como un pecado de origen —un tropiezo, una equivocación, es la etimología de pecado—. De hecho, el capítulo del Umbral al que me refiero lleva por título “Del pecado original”. Lanza ve así en el acto de comer del fruto de la ciencia del bien y del mal no una liberación, sino una descomposición del ser que, al dividir el conocimiento —hecho, según él, para la contemplación y el cuidado del mundo que es el mismo paraíso—, lo convirtió en ese ser dual al que te refieres, capaz de las acciones más terribles y las más sublimes. Lanza lo explica desentrañando el sentido que tienen las palabras fruto y comer. Fruto, dice, es gozo y provecho; comer, apropiarse de algo con violencia para reducirlo a uno mismo. El pecado es así el hecho de haber corrompido el conocimiento con el fin de aprovecharlo y utilizarlo para dominar, tal y como lo pensaba Roger Bacon, al que cité cuando expuse el pensamiento de Illich. De alguna forma, Lanza llegó por otros caminos a una crítica de la modernidad semejante a la del propio Illich:
Al arrancar el fruto —escribió—, al morderlo, al comerlo, Adán lo separó del árbol y, poseedor de un conocimiento demasiado grande para él, perdió su equilibrio nativo cayendo en la inquietud y el movimiento. Ambos engendraron la multiplicación de los deseos, de las codicias, de las curiosidades [...]. De allí surgieron las babeles de la civilización, con su cortejo de miseria, servidumbres y rebeliones; y la guerra, salida del orgullo de los ricos, los doctos y los poderosos. No hay más que abandonarse a las pendientes de la historia, seguir las solicitudes del mundo, resignarse a las exigencias de los nuevos tiempos, para desembocar en las catástrofes.
Lanza, sin embargo, no se queda allí. Al mismo tiempo que mira en la Caída el mal, mira en ella sus posibilidades de salida. Las encuentra en el cultivo personal y colectivo de los límites, en el sometimiento libre de nuestras inclinaciones a ser como dioses, en el negarnos a hacer todo lo que podemos hacer y movernos dentro de economías productivas, pobres y equilibradas, donde el amor y el cuidado del mundo y de los otros puedan florecer. En síntesis, Jacobo, crear las condiciones para rehacer, hasta donde sea posible, el estado de armonía que tenían los seres humanos antes de la Caída. Para ello fundó unas comunidades que siguen el patrón de los ashram de Gandhi y de la tradición monástica de los Padres del Desierto. Las llamó Comunidades de El Arca en referencia a Noé. Las fundó en 1948, después de la muerte de Gandhi, de la Segunda Guerra Mundial, de la bomba atómica y en los albores de lo que sería la Guerra Fría. Pensaba, lo que sigue siendo una amenaza real, que vendría un diluvio, esta vez no de agua, como en la época de Noé, sino de fuego y perpetrado por la mano del ser humano.
Esas condiciones para enfrentar el mal y volver de manera libre —subrayo la palabra libre— y disciplinada a ese estado de armonía que amenazan los sueños de la razón y las pretensiones humanas de dominarlo todo, son también, como las herramientas en Hugo de San Víctor, frutos de la Caída. Lo dice en un pasaje del Ascenso de las almas vivas en el que Lanza, retomando el tono de los profetas, escribe: “¡Desdichado aquel que esquiva el combate, que trepa temblando y soporta la obediencia ciegamente!; ¡el que cierra los ojos, levanta las manos, pliega la espalda y se arrodilla en ese momento! Dice el Señor, ¿qué tengo yo que hacer con ese ganado? Yo no quiero ni corderos ni palomas en este momento, dice el Señor. Yo quiero el corazón del hombre, la salvación de la inteligencia en armas”.
Jacobo Dayán: No concuerdo con esta idea del retorno al paraíso, pero esto último que citas de Lanza es lo verdaderamente humano. Me parece que ese salto del ser humano a la conciencia de sí y, en consecuencia, a la autonomía y a la libertad, no es sólo algo que lo humaniza, sino que también lo hace desobedecer a un Dios totalitario, que castiga. Independientemente de las interpretaciones teológicas que se le hayan dado al acto del haber comido del árbol del conocimiento del bien y el mal y a la expulsión del paraíso, esa idea de Dios es espantosamente repugnante. Aparece no sólo en el Génesis, sino en muchos otros momentos de la Biblia. Uno de ellos es el diluvio, otro más el de Sodoma y Gomorra; otro más, que me produce particular repugnancia, es el libro de Job. Para probar su fe, dice el texto, Dios lo somete a las mayores tragedias personales posibles: queda arruinado, muere su familia, enferma, la gente lo mira con desagrado, como un apestado de Dios. Pese a ello, mantiene su fe. Al final se le recompensa con una nueva familia, como si la mujer y los hijos de Job hubiesen sido seres prescindibles, que no valían nada, meros objetos. Para mí, ellos son los grandes personajes de ese libro, las víctimas, los vencidos por un poder arbitrario, por un Dios que, visto desde las víctimas, es abominable, despreciable, lleno de un ego infinito, como el que poseen los grandes dictadores.
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Otra historia, que entrevera lo sublime con lo arbitrario, es la de Jonás. Jonás me gusta por lo que simboliza; es un gran personaje: se niega a obedecer la orden de Dios de ir a predicar a los ninivitas, cuya maldad iba a derivar en su destrucción. Jonás estaba convencido de que, si lo hacía y predicaba el arrepentimiento, los ninivitas alcanzarían la misericordia de Dios, lo que consideraba injusto. Así es que desobedece y huye en una barca. Mientras duerme en un rincón de la embarcación, una gran tormenta se desata y amenaza con destrozar la nave. El capitán despierta a Jonás, quien, después de confesar que la tormenta es un castigo de Dios porque desobedeció su mandato, pide que lo echen al mar para evitar que quienes van en el barco sufran por su causa. Los tripulantes de la embarcación se niegan y después de hacer lo posible por evitar el naufragio terminan lanzando a Jonás al agua donde una ballena se lo traga. Después de tres días la ballena lo arroja a la playa y Jonás no tiene otra alternativa que obedecer. Aun cuando termina sucumbiendo a la presión de Dios, Jonás es superior a Job en su fidelidad de no obedecer, hasta donde pudo, una orden que consideraba injusta o infundada. Jonás es profundamente humano.
Javier Sicilia: Me parece, Jacobo, que esa idea de Dios todopoderoso, omnisciente y arbitrario, que parece expresada de diferentes maneras en todas las culturas, inclusive en el cristianismo —un Dios que envía a su hijo a ser sacrificado de manera brutal para la salvación de nuestros pecados y que después de resucitar y sentarse a la derecha del Padre vendrá con todo su poder y gloria a juzgar a vivos y muertos—, es responsable, más que la idea del demonio, del mal que viene aparejado con la libertad humana. El ser humano quiere imitar el poder de ese Dios para sacarse a sí mismo de su estado de necesidad y al hacerlo somete, destruye, domina. Es, para volver al proyecto civilizatorio, lo que ha producido las grandes crisis, como la que hoy vivimos. Por ello Gandhi, Lanza, Illich y tantos otros hablan de límites y proporción. También la anécdota del monje budista habla de ello. Todo poder, por más pequeño que sea, aspira al dominio y cuanto más grande es, mayores son sus estragos. Lo vimos con los totalitarismos y con lo que hoy, de maneras nuevas y recicladas padece la humanidad. De allí el fracaso de las democracias. Hay un pasaje en La caída de Albert Camus que lo ilustra con penetrante ironía. En algún momento de ese largo monólogo, que en realidad es un diálogo, Jean-Baptiste Clamence, un personaje doble, a la vez juez y penitente, le dice a su interlocutor: “Todo hombre necesita esclavos, como aire puro. Mandar es respirar; ¿no es usted de esa opinión? Incluso los más desheredados llegan a respirar. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si es soltero tiene un perro. Lo esencial es, en definitiva, enfadarse sin que el otro tenga derecho a replicar. ‘No se contesta a su padre’; ¿conoce usted la fórmula?”. A la que habría que agregar: “Lo hago por tu bien” o, en el caso del poder político, “por el bien de los ciudadanos” o “del pueblo” o, en el de los grandes totalitarismos, “de la humanidad”. Me parece que el poder, que imita esa noción totalitaria de Dios es responsable de cosas más terribles que los crímenes pasionales o producidos por la ira. A veces pienso que el mal es el poder, una idea equivocada de Dios.
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Este adelanto del libro Crisis o apocalipsis, de Javier Sicilia y Jacobo Dayán, se publica con autorización de Random House.
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Javier Sicilia y Jacobo Dayán decidieron retomar la guía de Semprún y Wiesel para continuar la reflexión en torno al valor de la memoria y la verdad, a partir de las experiencias que han compartido en favor de las víctimas en México.
Jacobo Dayán: Es irremediable que los temas que hemos tratado nos conduzcan al problema del mal. Muchas interpretaciones se han dado al respecto. Están las mitopoiéticas de las tradiciones religiosas, las teológicas, las filosóficas, las psicológicas, las antropológicas, las sociológicas, pero, como alguna vez dijiste, ninguna de ellas, incluso las más penetrantes y agudas, son concluyentes. Nadie, en el fondo, sabe qué es el mal, pero conocemos sus estragos. Es el tema que ha atravesado de manera subyacente nuestra conversación. Pese a mi agnosticismo, me gustaría remontarme a la Biblia, no sólo porque, como judío, provengo de esa tradición, sino porque la parte de la Biblia a la que voy a referirme expresa, a través del cristianismo, una de las nociones que han marcado a Occidente: la noción de Historia.
Según el Génesis, el primer libro de la Biblia, el mal surgió con la expulsión del paraíso, es decir, con la caída del ser humano de su estado de inocencia. La escena que relataste de 2001: Odisea del espacio constituye una metáfora antropológica de este suceso: el salto de un estado cuasi animal a uno racional a través del descubrimiento de su capacidad para canalizar su violencia, su ira y dominar, lo cual le permitía a esta criatura resignificarlo todo. En el fémur que blande el homínido de Kubrick está todo lo que puede representar la violencia humana, pero, también, todo lo que puede representar su capacidad creadora. Para la tradición bíblica ese momento es la salida del paraíso. No se trata de pecado de origen, como lo piensa el cristianismo, sino de un acontecimiento, algo que sucedió y que produjo el torbellino que ve el Ángel de la Historia de Benjamin, que lo arroja hacia el futuro junto con la humanidad.
Más allá de la interpretación teológica que se le ha dado a ese pasaje bíblico, concuerdo con la importancia que se le otorga a ese momento en la evolución humana: el descubrimiento de la violencia y la capacidad de ejercer miedo en los otros. Con lo que no concuerdo es que sea el producto de un castigo por haber desobedecido a Dios y comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esa visión me parece patética. Un Dios así no se diferenciaría mucho de un dictador o de un domador de circo. ¿Para qué habría querido Dios crear un ser humano que se moviera instintivamente, bajo el peso de su mandato, de manera automática y no mediante la razón y la sofisticación del pensamiento y de la conciencia? Sería una creación sin sentido.
En el caso de que existiera y fuera así, habría que preguntarle a dónde quería ir con eso. Yo creo, por el contrario, que lo que plantea el texto bíblico con la caída es que gracias a la desobediencia el ser humano se volvió realmente libre y, en consecuencia, humano. En esa libertad conquistada el hombre se juega su destino, el sentido o el sinsentido, la humanidad y la inhumanidad. Capaz de las destrucciones más espantosas, que podrían llevarlo hasta el autoaniquilamiento, es también ca-paz de empatía, de generosidad, de acogimiento, de compasión, de amor; capaz también de crear y hacer arte en todas sus manifestaciones. El mal, en este sentido, tanto como el bien, son inherentes al ser humano. Allí, me parece, en ese salto a lo racional, arranca la historia de la humanidad con su proyecto civilizatorio y sus profundas crisis.
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Javier Sicilia: Recuerdo que alguna vez, un poco en broma, un poco en serio, me dijiste que en relación con ese episodio del Génesis tú te declarabas serpentista, es decir que estabas del lado de la serpiente.
Jacobo Dayán: Sí, en el sentido de que sin ella, que incita a comer del fruto de la ciencia del bien y el mal, no seríamos humanos. Recuerda que en muchas tradiciones la serpiente está asociada con la sabiduría. Simboliza, tal y como yo lo veo, la capacidad no sólo de pensar, sino también, y por ello mismo, la capacidad de poder transgredir un ordenamiento divino.
Javier Sicilia: Lanza del Vasto, al que cité cuando hablamos de la proporción y el límite, tiene un libro que dedica a interpretar los primeros capítulos del Génesis, los que se refieren a la Creación y a la Caída. Su título es Ascenso de las almas vivas, que luego continuó en un capítulo del Umbral de la vida interior. Lanza era católico y como tal miraba la Caída como una desobediencia de naturaleza metafísica que trastocó la armonía del mundo, es decir, como un pecado de origen —un tropiezo, una equivocación, es la etimología de pecado—. De hecho, el capítulo del Umbral al que me refiero lleva por título “Del pecado original”. Lanza ve así en el acto de comer del fruto de la ciencia del bien y del mal no una liberación, sino una descomposición del ser que, al dividir el conocimiento —hecho, según él, para la contemplación y el cuidado del mundo que es el mismo paraíso—, lo convirtió en ese ser dual al que te refieres, capaz de las acciones más terribles y las más sublimes. Lanza lo explica desentrañando el sentido que tienen las palabras fruto y comer. Fruto, dice, es gozo y provecho; comer, apropiarse de algo con violencia para reducirlo a uno mismo. El pecado es así el hecho de haber corrompido el conocimiento con el fin de aprovecharlo y utilizarlo para dominar, tal y como lo pensaba Roger Bacon, al que cité cuando expuse el pensamiento de Illich. De alguna forma, Lanza llegó por otros caminos a una crítica de la modernidad semejante a la del propio Illich:
Al arrancar el fruto —escribió—, al morderlo, al comerlo, Adán lo separó del árbol y, poseedor de un conocimiento demasiado grande para él, perdió su equilibrio nativo cayendo en la inquietud y el movimiento. Ambos engendraron la multiplicación de los deseos, de las codicias, de las curiosidades [...]. De allí surgieron las babeles de la civilización, con su cortejo de miseria, servidumbres y rebeliones; y la guerra, salida del orgullo de los ricos, los doctos y los poderosos. No hay más que abandonarse a las pendientes de la historia, seguir las solicitudes del mundo, resignarse a las exigencias de los nuevos tiempos, para desembocar en las catástrofes.
Lanza, sin embargo, no se queda allí. Al mismo tiempo que mira en la Caída el mal, mira en ella sus posibilidades de salida. Las encuentra en el cultivo personal y colectivo de los límites, en el sometimiento libre de nuestras inclinaciones a ser como dioses, en el negarnos a hacer todo lo que podemos hacer y movernos dentro de economías productivas, pobres y equilibradas, donde el amor y el cuidado del mundo y de los otros puedan florecer. En síntesis, Jacobo, crear las condiciones para rehacer, hasta donde sea posible, el estado de armonía que tenían los seres humanos antes de la Caída. Para ello fundó unas comunidades que siguen el patrón de los ashram de Gandhi y de la tradición monástica de los Padres del Desierto. Las llamó Comunidades de El Arca en referencia a Noé. Las fundó en 1948, después de la muerte de Gandhi, de la Segunda Guerra Mundial, de la bomba atómica y en los albores de lo que sería la Guerra Fría. Pensaba, lo que sigue siendo una amenaza real, que vendría un diluvio, esta vez no de agua, como en la época de Noé, sino de fuego y perpetrado por la mano del ser humano.
Esas condiciones para enfrentar el mal y volver de manera libre —subrayo la palabra libre— y disciplinada a ese estado de armonía que amenazan los sueños de la razón y las pretensiones humanas de dominarlo todo, son también, como las herramientas en Hugo de San Víctor, frutos de la Caída. Lo dice en un pasaje del Ascenso de las almas vivas en el que Lanza, retomando el tono de los profetas, escribe: “¡Desdichado aquel que esquiva el combate, que trepa temblando y soporta la obediencia ciegamente!; ¡el que cierra los ojos, levanta las manos, pliega la espalda y se arrodilla en ese momento! Dice el Señor, ¿qué tengo yo que hacer con ese ganado? Yo no quiero ni corderos ni palomas en este momento, dice el Señor. Yo quiero el corazón del hombre, la salvación de la inteligencia en armas”.
Jacobo Dayán: No concuerdo con esta idea del retorno al paraíso, pero esto último que citas de Lanza es lo verdaderamente humano. Me parece que ese salto del ser humano a la conciencia de sí y, en consecuencia, a la autonomía y a la libertad, no es sólo algo que lo humaniza, sino que también lo hace desobedecer a un Dios totalitario, que castiga. Independientemente de las interpretaciones teológicas que se le hayan dado al acto del haber comido del árbol del conocimiento del bien y el mal y a la expulsión del paraíso, esa idea de Dios es espantosamente repugnante. Aparece no sólo en el Génesis, sino en muchos otros momentos de la Biblia. Uno de ellos es el diluvio, otro más el de Sodoma y Gomorra; otro más, que me produce particular repugnancia, es el libro de Job. Para probar su fe, dice el texto, Dios lo somete a las mayores tragedias personales posibles: queda arruinado, muere su familia, enferma, la gente lo mira con desagrado, como un apestado de Dios. Pese a ello, mantiene su fe. Al final se le recompensa con una nueva familia, como si la mujer y los hijos de Job hubiesen sido seres prescindibles, que no valían nada, meros objetos. Para mí, ellos son los grandes personajes de ese libro, las víctimas, los vencidos por un poder arbitrario, por un Dios que, visto desde las víctimas, es abominable, despreciable, lleno de un ego infinito, como el que poseen los grandes dictadores.
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Otra historia, que entrevera lo sublime con lo arbitrario, es la de Jonás. Jonás me gusta por lo que simboliza; es un gran personaje: se niega a obedecer la orden de Dios de ir a predicar a los ninivitas, cuya maldad iba a derivar en su destrucción. Jonás estaba convencido de que, si lo hacía y predicaba el arrepentimiento, los ninivitas alcanzarían la misericordia de Dios, lo que consideraba injusto. Así es que desobedece y huye en una barca. Mientras duerme en un rincón de la embarcación, una gran tormenta se desata y amenaza con destrozar la nave. El capitán despierta a Jonás, quien, después de confesar que la tormenta es un castigo de Dios porque desobedeció su mandato, pide que lo echen al mar para evitar que quienes van en el barco sufran por su causa. Los tripulantes de la embarcación se niegan y después de hacer lo posible por evitar el naufragio terminan lanzando a Jonás al agua donde una ballena se lo traga. Después de tres días la ballena lo arroja a la playa y Jonás no tiene otra alternativa que obedecer. Aun cuando termina sucumbiendo a la presión de Dios, Jonás es superior a Job en su fidelidad de no obedecer, hasta donde pudo, una orden que consideraba injusta o infundada. Jonás es profundamente humano.
Javier Sicilia: Me parece, Jacobo, que esa idea de Dios todopoderoso, omnisciente y arbitrario, que parece expresada de diferentes maneras en todas las culturas, inclusive en el cristianismo —un Dios que envía a su hijo a ser sacrificado de manera brutal para la salvación de nuestros pecados y que después de resucitar y sentarse a la derecha del Padre vendrá con todo su poder y gloria a juzgar a vivos y muertos—, es responsable, más que la idea del demonio, del mal que viene aparejado con la libertad humana. El ser humano quiere imitar el poder de ese Dios para sacarse a sí mismo de su estado de necesidad y al hacerlo somete, destruye, domina. Es, para volver al proyecto civilizatorio, lo que ha producido las grandes crisis, como la que hoy vivimos. Por ello Gandhi, Lanza, Illich y tantos otros hablan de límites y proporción. También la anécdota del monje budista habla de ello. Todo poder, por más pequeño que sea, aspira al dominio y cuanto más grande es, mayores son sus estragos. Lo vimos con los totalitarismos y con lo que hoy, de maneras nuevas y recicladas padece la humanidad. De allí el fracaso de las democracias. Hay un pasaje en La caída de Albert Camus que lo ilustra con penetrante ironía. En algún momento de ese largo monólogo, que en realidad es un diálogo, Jean-Baptiste Clamence, un personaje doble, a la vez juez y penitente, le dice a su interlocutor: “Todo hombre necesita esclavos, como aire puro. Mandar es respirar; ¿no es usted de esa opinión? Incluso los más desheredados llegan a respirar. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si es soltero tiene un perro. Lo esencial es, en definitiva, enfadarse sin que el otro tenga derecho a replicar. ‘No se contesta a su padre’; ¿conoce usted la fórmula?”. A la que habría que agregar: “Lo hago por tu bien” o, en el caso del poder político, “por el bien de los ciudadanos” o “del pueblo” o, en el de los grandes totalitarismos, “de la humanidad”. Me parece que el poder, que imita esa noción totalitaria de Dios es responsable de cosas más terribles que los crímenes pasionales o producidos por la ira. A veces pienso que el mal es el poder, una idea equivocada de Dios.
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Este adelanto del libro Crisis o apocalipsis, de Javier Sicilia y Jacobo Dayán, se publica con autorización de Random House.
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