No items found.
No items found.
No items found.
No items found.

Imaginar una danza

Imaginar una danza

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar.
02
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

A los 19 años, Diego Vega Solorza viajó a Hermosillo, Sonora, a fotografiar a un bailarín. En el lugar al que llegó estaba comenzando la clase de una importante escuela de danza. Algo en él, quizá su postura, su forma de andar o su anatomía, hizo que los profesores pensaran que Diego estaba ahí para tomar la lección como el resto de los alumnos. El único acercamiento que el joven había tenido hasta entonces con la danza había sido en las tablas rítmicas que suelen montar las maestras en las primarias, pero como además de la fotografía también le gustaba bailar, aprovechó la confusión de los profesores, les tomó la palabra y se quedó a tomar el taller. Hacerlo, no hay otra forma de decirlo, cambió el rumbo de su vida.

Diego nació en Los Mochis, Sinaloa, en 1990, y creció entre esa ciudad y Basoteve, una localidad del municipio de El Fuerte que hoy cuenta con 114 habitantes, pero que en los años noventa solo tenía cinco casas, una de ellas la de sus abuelos. Fue en esa casa donde Diego pasó la mayoría de los fines de semana de su infancia.

Si se busca “Basoteve” en Google, la mayoría de las imágenes que arroja la búsqueda es de su más reciente videodanza, a la que ha llamado, precisa pero no casualmente, Basoteve. No hay exageración en afirmar que, gracias a Diego, hoy Basoteve existe en el imaginario y mapa mental y geográfico de una comunidad artística y, más allá, en el universo de lo mediático y de las redes sociales. El nombre de la localidad, por esta vez, no está ligado a un crimen del narcotráfico, sino a un acto que desborda nobleza y nos recuerda que incluso de las tierras más áridas pueden nacer flores.

Te recomendamos leer: Moda sustentable: Yakampot y los antídotos para el fast fashion

Imaginar un nuevo destino

Diego es el único en su familia que se dedica, o se ha dedicado jamás, al arte. Su origen es de clase obrera y su crianza ha sido muy tradicional, con los roles de género muy marcados por un entorno que exige a los hombres una masculinidad ruda y briosa y corpulenta. En ese contexto, Diego sobresalía; en su infancia y adolescencia hubo burlas y acoso. “Era evidente que era el niño homosexual de la escuela”, dice, y aunque incluso hubo agresiones, Diego siempre defendió quien era.

“Intelectualmente no puedo decir que tenía una postura política sobre mi sexualidad; aunque crecí con muchísimo bullying y muchísima agresión en relación a eso, todo el tiempo defendí mi esencia. No entendía por qué estaba mal que me gustara un hombre”, recuerda.

No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar. Diego tenía 15 años cuando huyó de Los Mochis. Era 2006, en el estado comenzaba uno de los episodios más cruentos de su historia. Para entonces, Diego ya llevaba gran parte de su vida consciente de la violencia que le pisaba los talones. Su padre murió por una bala perdida cuando él tenía cinco años; algunos primos y amigos suyos desaparecieron siendo adolescentes; a otros, niños con los que Diego aparece en fotos que aún conserva, con los que creció y a los que les tuvo afecto, los encontraron muertos.

A uno de los mejores amigos de su mamá, homosexual y travesti —y al que Diego, por la cercanía con su mamá, llamaba “tío”—, lo mataron en un tiroteo. Diego relacionó el hecho de ser homosexual con una muerte violenta, y se aterró. Había que salir de ese lugar tan pronto como fuera posible.

Con Los Mochis en toque de queda, y sin decirle a nadie más que a la amiga que le prestó dinero para comprar el boleto del camión que lo sacó de ahí, Diego escapó de la suerte de destino que le imponía el lugar en el que había vivido toda su vida. Aunque suene a lugar común, esa ciudad, a los 15 años, ya le quedaba muy chica. Se asentó en Hermosillo.

Para ganarse la vida mesereaba en cafeterías. En algún momento de sus eternos 15 años se compró una cámara de fotos análoga. La fotografía se convirtió en su “fuga creativa”. Aprendió el manejo y la técnica fotográfica de manera autodidacta; fue su primer contacto con el arte de cualquier tipo. El lenguaje y la composición fotográfica, que aprendió intuitivamente, se pueden ver ahora en sus creaciones dancísticas.

Diego Vega, retratado por Jeoffrey Guillemard.

Diego comenzó a compartir sus fotos en las redes sociales, principalmente en MySpace. Las aprovechó al máximo y por medio de ellas entró en contacto con gente y artistas a los que no habría podido conocer en el mundo offline. Este nuevo medio le dio, sobre todo, la oportunidad de inventarse como artista y de liberarse del estigma social con el que cargaba por su origen. Quizá pueda sonar como una tontería, pero a los 15 años lo que más se desea es pertenecer, y Diego había logrado que lo conocieran y aceptaran como fotógrafo, y no como el chico que había escapado de su casa antes de que la violencia del narco terminara por engullirlo de alguna u otra forma.

Tres años después, se dio la coincidencia definitoria. La escuela que hacía el taller intensivo de selección de alumnas y alumnos con la que Diego coincidió en Hermosillo era nada menos que Núcleo-Antares, escuela de danza contemporánea que fundó y dirige el reconocido bailarín mexicano Miguel Mancillas, y tiene al también bailarín Isaac Chau como director académico. La labor de Mancillas merece mención aparte: su compañía Antares Danza Contemporánea tiene un altísimo y virtuoso nivel coreográfico, reconocido en México y en los festivales más importantes del mundo.

Te podría interesar: La responsabilidad de las marcas de moda de lujo.

A Diego le vieron madera para la danza contemporánea y le ofrecieron quedarse con una beca al 100% durante un año. La beca incluía los gastos de alimentación y vivienda en la casa de los estudiantes, a cambio de que se encargara de algunos quehaceres administrativos; la única condición fue que, a partir del segundo año, tendría que hacerse cargo de sus gastos fuera de la escuela. Era un buen trato. Consiguió trabajo como maestro de danza en un colegio con la ayuda de los profesores y logró terminar su primera formación dancística en Núcleo-Antares.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Imaginar un desafío constante

Con una beca estatal —el único apoyo institucional que ha recibido— viajó a Bruselas para una estancia en Danscentrum Jette. Su estadía en Bélgica le hizo ver que el nivel de las y los bailarines en México no estaba tan alejado del de los europeos, y que en todo caso la diferencia estaba en el nivel de apoyo en producción, promoción y difusión. Diego también reconoce que su estilo evolucionó a partir de la escena artística belga y que esta fusión es perceptible en su práctica dancística y coreográfica actual.

A su regreso a México, comenzó a crear y a dirigir coreografías. Fue un paso que dio de forma natural, pero no sin haberlo pensado también estratégicamente: “Hay una idea equivocada sobre la relación del arte vivo. Como es algo que no te puedes llevar a casa, algo que no puedes poseer, se [piensa] que la experiencia no tiene el costo o el valor apropiado. En ese sentido, lo que [predomina] todo el tiempo en la danza en este país es la precariedad, y es una de las cosas que identifiqué y me dije: ‘¿Cómo voy a hacer esto? Porque yo necesito vivir. No tengo una madre [o] un padre que vaya a financiarme’. Y pensé que, si me postulaba como coreógrafo, iba a generar empleo para otras bailarinas, pero que también iba a poder colocarme en una posición en la que podría tener […] otro tipo de entrada económica”.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Desde entonces, y con referentes del modernismo mexicano de Guillermina Bravo y Amalia Hernández; la danza moderna de Ted Shawn, José Limón y Martha Graham, y el expresionismo alemán (“mucho más primitivo”) de Mary Wigman y Rudolf von Laban, Diego Vega Solorza ha creado y dirigido hasta ahora 39 coreografías de danza contemporánea. Hay una clara congruencia temática que se percibe gracias a los nombres de algunas de sus danzas a lo largo de más de 10 años de trayectoria: Cuida bien de mi cabeza (2015), PEEL (2016), Lesiones (2015), 1Q90 (2017), Salterio (2018), Amnesia atómica (2020), Rastros (2022), hasta llegar a Basoteve (Llano, 2024), una sombría y potente videodanza, estrenada en diciembre en Art Basel Miami Beach 2024, en la que Diego, sin cautela, pero con total conocimiento de causa, desafía e increpa a la masculinidad normativa que le impuso Basoteve durante su infancia y la desangra simbólicamente a través de movimientos homoeróticos e indumentaria BDSM. Es, también, un relato en movimiento de la violencia atroz que se vive en Sinaloa.

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Imaginar una danza

Imaginar una danza

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
02
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

A los 19 años, Diego Vega Solorza viajó a Hermosillo, Sonora, a fotografiar a un bailarín. En el lugar al que llegó estaba comenzando la clase de una importante escuela de danza. Algo en él, quizá su postura, su forma de andar o su anatomía, hizo que los profesores pensaran que Diego estaba ahí para tomar la lección como el resto de los alumnos. El único acercamiento que el joven había tenido hasta entonces con la danza había sido en las tablas rítmicas que suelen montar las maestras en las primarias, pero como además de la fotografía también le gustaba bailar, aprovechó la confusión de los profesores, les tomó la palabra y se quedó a tomar el taller. Hacerlo, no hay otra forma de decirlo, cambió el rumbo de su vida.

Diego nació en Los Mochis, Sinaloa, en 1990, y creció entre esa ciudad y Basoteve, una localidad del municipio de El Fuerte que hoy cuenta con 114 habitantes, pero que en los años noventa solo tenía cinco casas, una de ellas la de sus abuelos. Fue en esa casa donde Diego pasó la mayoría de los fines de semana de su infancia.

Si se busca “Basoteve” en Google, la mayoría de las imágenes que arroja la búsqueda es de su más reciente videodanza, a la que ha llamado, precisa pero no casualmente, Basoteve. No hay exageración en afirmar que, gracias a Diego, hoy Basoteve existe en el imaginario y mapa mental y geográfico de una comunidad artística y, más allá, en el universo de lo mediático y de las redes sociales. El nombre de la localidad, por esta vez, no está ligado a un crimen del narcotráfico, sino a un acto que desborda nobleza y nos recuerda que incluso de las tierras más áridas pueden nacer flores.

Te recomendamos leer: Moda sustentable: Yakampot y los antídotos para el fast fashion

Imaginar un nuevo destino

Diego es el único en su familia que se dedica, o se ha dedicado jamás, al arte. Su origen es de clase obrera y su crianza ha sido muy tradicional, con los roles de género muy marcados por un entorno que exige a los hombres una masculinidad ruda y briosa y corpulenta. En ese contexto, Diego sobresalía; en su infancia y adolescencia hubo burlas y acoso. “Era evidente que era el niño homosexual de la escuela”, dice, y aunque incluso hubo agresiones, Diego siempre defendió quien era.

“Intelectualmente no puedo decir que tenía una postura política sobre mi sexualidad; aunque crecí con muchísimo bullying y muchísima agresión en relación a eso, todo el tiempo defendí mi esencia. No entendía por qué estaba mal que me gustara un hombre”, recuerda.

No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar. Diego tenía 15 años cuando huyó de Los Mochis. Era 2006, en el estado comenzaba uno de los episodios más cruentos de su historia. Para entonces, Diego ya llevaba gran parte de su vida consciente de la violencia que le pisaba los talones. Su padre murió por una bala perdida cuando él tenía cinco años; algunos primos y amigos suyos desaparecieron siendo adolescentes; a otros, niños con los que Diego aparece en fotos que aún conserva, con los que creció y a los que les tuvo afecto, los encontraron muertos.

A uno de los mejores amigos de su mamá, homosexual y travesti —y al que Diego, por la cercanía con su mamá, llamaba “tío”—, lo mataron en un tiroteo. Diego relacionó el hecho de ser homosexual con una muerte violenta, y se aterró. Había que salir de ese lugar tan pronto como fuera posible.

Con Los Mochis en toque de queda, y sin decirle a nadie más que a la amiga que le prestó dinero para comprar el boleto del camión que lo sacó de ahí, Diego escapó de la suerte de destino que le imponía el lugar en el que había vivido toda su vida. Aunque suene a lugar común, esa ciudad, a los 15 años, ya le quedaba muy chica. Se asentó en Hermosillo.

Para ganarse la vida mesereaba en cafeterías. En algún momento de sus eternos 15 años se compró una cámara de fotos análoga. La fotografía se convirtió en su “fuga creativa”. Aprendió el manejo y la técnica fotográfica de manera autodidacta; fue su primer contacto con el arte de cualquier tipo. El lenguaje y la composición fotográfica, que aprendió intuitivamente, se pueden ver ahora en sus creaciones dancísticas.

Diego Vega, retratado por Jeoffrey Guillemard.

Diego comenzó a compartir sus fotos en las redes sociales, principalmente en MySpace. Las aprovechó al máximo y por medio de ellas entró en contacto con gente y artistas a los que no habría podido conocer en el mundo offline. Este nuevo medio le dio, sobre todo, la oportunidad de inventarse como artista y de liberarse del estigma social con el que cargaba por su origen. Quizá pueda sonar como una tontería, pero a los 15 años lo que más se desea es pertenecer, y Diego había logrado que lo conocieran y aceptaran como fotógrafo, y no como el chico que había escapado de su casa antes de que la violencia del narco terminara por engullirlo de alguna u otra forma.

Tres años después, se dio la coincidencia definitoria. La escuela que hacía el taller intensivo de selección de alumnas y alumnos con la que Diego coincidió en Hermosillo era nada menos que Núcleo-Antares, escuela de danza contemporánea que fundó y dirige el reconocido bailarín mexicano Miguel Mancillas, y tiene al también bailarín Isaac Chau como director académico. La labor de Mancillas merece mención aparte: su compañía Antares Danza Contemporánea tiene un altísimo y virtuoso nivel coreográfico, reconocido en México y en los festivales más importantes del mundo.

Te podría interesar: La responsabilidad de las marcas de moda de lujo.

A Diego le vieron madera para la danza contemporánea y le ofrecieron quedarse con una beca al 100% durante un año. La beca incluía los gastos de alimentación y vivienda en la casa de los estudiantes, a cambio de que se encargara de algunos quehaceres administrativos; la única condición fue que, a partir del segundo año, tendría que hacerse cargo de sus gastos fuera de la escuela. Era un buen trato. Consiguió trabajo como maestro de danza en un colegio con la ayuda de los profesores y logró terminar su primera formación dancística en Núcleo-Antares.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Imaginar un desafío constante

Con una beca estatal —el único apoyo institucional que ha recibido— viajó a Bruselas para una estancia en Danscentrum Jette. Su estadía en Bélgica le hizo ver que el nivel de las y los bailarines en México no estaba tan alejado del de los europeos, y que en todo caso la diferencia estaba en el nivel de apoyo en producción, promoción y difusión. Diego también reconoce que su estilo evolucionó a partir de la escena artística belga y que esta fusión es perceptible en su práctica dancística y coreográfica actual.

A su regreso a México, comenzó a crear y a dirigir coreografías. Fue un paso que dio de forma natural, pero no sin haberlo pensado también estratégicamente: “Hay una idea equivocada sobre la relación del arte vivo. Como es algo que no te puedes llevar a casa, algo que no puedes poseer, se [piensa] que la experiencia no tiene el costo o el valor apropiado. En ese sentido, lo que [predomina] todo el tiempo en la danza en este país es la precariedad, y es una de las cosas que identifiqué y me dije: ‘¿Cómo voy a hacer esto? Porque yo necesito vivir. No tengo una madre [o] un padre que vaya a financiarme’. Y pensé que, si me postulaba como coreógrafo, iba a generar empleo para otras bailarinas, pero que también iba a poder colocarme en una posición en la que podría tener […] otro tipo de entrada económica”.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Desde entonces, y con referentes del modernismo mexicano de Guillermina Bravo y Amalia Hernández; la danza moderna de Ted Shawn, José Limón y Martha Graham, y el expresionismo alemán (“mucho más primitivo”) de Mary Wigman y Rudolf von Laban, Diego Vega Solorza ha creado y dirigido hasta ahora 39 coreografías de danza contemporánea. Hay una clara congruencia temática que se percibe gracias a los nombres de algunas de sus danzas a lo largo de más de 10 años de trayectoria: Cuida bien de mi cabeza (2015), PEEL (2016), Lesiones (2015), 1Q90 (2017), Salterio (2018), Amnesia atómica (2020), Rastros (2022), hasta llegar a Basoteve (Llano, 2024), una sombría y potente videodanza, estrenada en diciembre en Art Basel Miami Beach 2024, en la que Diego, sin cautela, pero con total conocimiento de causa, desafía e increpa a la masculinidad normativa que le impuso Basoteve durante su infancia y la desangra simbólicamente a través de movimientos homoeróticos e indumentaria BDSM. Es, también, un relato en movimiento de la violencia atroz que se vive en Sinaloa.

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Imaginar una danza

Imaginar una danza

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar.
02
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

A los 19 años, Diego Vega Solorza viajó a Hermosillo, Sonora, a fotografiar a un bailarín. En el lugar al que llegó estaba comenzando la clase de una importante escuela de danza. Algo en él, quizá su postura, su forma de andar o su anatomía, hizo que los profesores pensaran que Diego estaba ahí para tomar la lección como el resto de los alumnos. El único acercamiento que el joven había tenido hasta entonces con la danza había sido en las tablas rítmicas que suelen montar las maestras en las primarias, pero como además de la fotografía también le gustaba bailar, aprovechó la confusión de los profesores, les tomó la palabra y se quedó a tomar el taller. Hacerlo, no hay otra forma de decirlo, cambió el rumbo de su vida.

Diego nació en Los Mochis, Sinaloa, en 1990, y creció entre esa ciudad y Basoteve, una localidad del municipio de El Fuerte que hoy cuenta con 114 habitantes, pero que en los años noventa solo tenía cinco casas, una de ellas la de sus abuelos. Fue en esa casa donde Diego pasó la mayoría de los fines de semana de su infancia.

Si se busca “Basoteve” en Google, la mayoría de las imágenes que arroja la búsqueda es de su más reciente videodanza, a la que ha llamado, precisa pero no casualmente, Basoteve. No hay exageración en afirmar que, gracias a Diego, hoy Basoteve existe en el imaginario y mapa mental y geográfico de una comunidad artística y, más allá, en el universo de lo mediático y de las redes sociales. El nombre de la localidad, por esta vez, no está ligado a un crimen del narcotráfico, sino a un acto que desborda nobleza y nos recuerda que incluso de las tierras más áridas pueden nacer flores.

Te recomendamos leer: Moda sustentable: Yakampot y los antídotos para el fast fashion

Imaginar un nuevo destino

Diego es el único en su familia que se dedica, o se ha dedicado jamás, al arte. Su origen es de clase obrera y su crianza ha sido muy tradicional, con los roles de género muy marcados por un entorno que exige a los hombres una masculinidad ruda y briosa y corpulenta. En ese contexto, Diego sobresalía; en su infancia y adolescencia hubo burlas y acoso. “Era evidente que era el niño homosexual de la escuela”, dice, y aunque incluso hubo agresiones, Diego siempre defendió quien era.

“Intelectualmente no puedo decir que tenía una postura política sobre mi sexualidad; aunque crecí con muchísimo bullying y muchísima agresión en relación a eso, todo el tiempo defendí mi esencia. No entendía por qué estaba mal que me gustara un hombre”, recuerda.

No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar. Diego tenía 15 años cuando huyó de Los Mochis. Era 2006, en el estado comenzaba uno de los episodios más cruentos de su historia. Para entonces, Diego ya llevaba gran parte de su vida consciente de la violencia que le pisaba los talones. Su padre murió por una bala perdida cuando él tenía cinco años; algunos primos y amigos suyos desaparecieron siendo adolescentes; a otros, niños con los que Diego aparece en fotos que aún conserva, con los que creció y a los que les tuvo afecto, los encontraron muertos.

A uno de los mejores amigos de su mamá, homosexual y travesti —y al que Diego, por la cercanía con su mamá, llamaba “tío”—, lo mataron en un tiroteo. Diego relacionó el hecho de ser homosexual con una muerte violenta, y se aterró. Había que salir de ese lugar tan pronto como fuera posible.

Con Los Mochis en toque de queda, y sin decirle a nadie más que a la amiga que le prestó dinero para comprar el boleto del camión que lo sacó de ahí, Diego escapó de la suerte de destino que le imponía el lugar en el que había vivido toda su vida. Aunque suene a lugar común, esa ciudad, a los 15 años, ya le quedaba muy chica. Se asentó en Hermosillo.

Para ganarse la vida mesereaba en cafeterías. En algún momento de sus eternos 15 años se compró una cámara de fotos análoga. La fotografía se convirtió en su “fuga creativa”. Aprendió el manejo y la técnica fotográfica de manera autodidacta; fue su primer contacto con el arte de cualquier tipo. El lenguaje y la composición fotográfica, que aprendió intuitivamente, se pueden ver ahora en sus creaciones dancísticas.

Diego Vega, retratado por Jeoffrey Guillemard.

Diego comenzó a compartir sus fotos en las redes sociales, principalmente en MySpace. Las aprovechó al máximo y por medio de ellas entró en contacto con gente y artistas a los que no habría podido conocer en el mundo offline. Este nuevo medio le dio, sobre todo, la oportunidad de inventarse como artista y de liberarse del estigma social con el que cargaba por su origen. Quizá pueda sonar como una tontería, pero a los 15 años lo que más se desea es pertenecer, y Diego había logrado que lo conocieran y aceptaran como fotógrafo, y no como el chico que había escapado de su casa antes de que la violencia del narco terminara por engullirlo de alguna u otra forma.

Tres años después, se dio la coincidencia definitoria. La escuela que hacía el taller intensivo de selección de alumnas y alumnos con la que Diego coincidió en Hermosillo era nada menos que Núcleo-Antares, escuela de danza contemporánea que fundó y dirige el reconocido bailarín mexicano Miguel Mancillas, y tiene al también bailarín Isaac Chau como director académico. La labor de Mancillas merece mención aparte: su compañía Antares Danza Contemporánea tiene un altísimo y virtuoso nivel coreográfico, reconocido en México y en los festivales más importantes del mundo.

Te podría interesar: La responsabilidad de las marcas de moda de lujo.

A Diego le vieron madera para la danza contemporánea y le ofrecieron quedarse con una beca al 100% durante un año. La beca incluía los gastos de alimentación y vivienda en la casa de los estudiantes, a cambio de que se encargara de algunos quehaceres administrativos; la única condición fue que, a partir del segundo año, tendría que hacerse cargo de sus gastos fuera de la escuela. Era un buen trato. Consiguió trabajo como maestro de danza en un colegio con la ayuda de los profesores y logró terminar su primera formación dancística en Núcleo-Antares.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Imaginar un desafío constante

Con una beca estatal —el único apoyo institucional que ha recibido— viajó a Bruselas para una estancia en Danscentrum Jette. Su estadía en Bélgica le hizo ver que el nivel de las y los bailarines en México no estaba tan alejado del de los europeos, y que en todo caso la diferencia estaba en el nivel de apoyo en producción, promoción y difusión. Diego también reconoce que su estilo evolucionó a partir de la escena artística belga y que esta fusión es perceptible en su práctica dancística y coreográfica actual.

A su regreso a México, comenzó a crear y a dirigir coreografías. Fue un paso que dio de forma natural, pero no sin haberlo pensado también estratégicamente: “Hay una idea equivocada sobre la relación del arte vivo. Como es algo que no te puedes llevar a casa, algo que no puedes poseer, se [piensa] que la experiencia no tiene el costo o el valor apropiado. En ese sentido, lo que [predomina] todo el tiempo en la danza en este país es la precariedad, y es una de las cosas que identifiqué y me dije: ‘¿Cómo voy a hacer esto? Porque yo necesito vivir. No tengo una madre [o] un padre que vaya a financiarme’. Y pensé que, si me postulaba como coreógrafo, iba a generar empleo para otras bailarinas, pero que también iba a poder colocarme en una posición en la que podría tener […] otro tipo de entrada económica”.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Desde entonces, y con referentes del modernismo mexicano de Guillermina Bravo y Amalia Hernández; la danza moderna de Ted Shawn, José Limón y Martha Graham, y el expresionismo alemán (“mucho más primitivo”) de Mary Wigman y Rudolf von Laban, Diego Vega Solorza ha creado y dirigido hasta ahora 39 coreografías de danza contemporánea. Hay una clara congruencia temática que se percibe gracias a los nombres de algunas de sus danzas a lo largo de más de 10 años de trayectoria: Cuida bien de mi cabeza (2015), PEEL (2016), Lesiones (2015), 1Q90 (2017), Salterio (2018), Amnesia atómica (2020), Rastros (2022), hasta llegar a Basoteve (Llano, 2024), una sombría y potente videodanza, estrenada en diciembre en Art Basel Miami Beach 2024, en la que Diego, sin cautela, pero con total conocimiento de causa, desafía e increpa a la masculinidad normativa que le impuso Basoteve durante su infancia y la desangra simbólicamente a través de movimientos homoeróticos e indumentaria BDSM. Es, también, un relato en movimiento de la violencia atroz que se vive en Sinaloa.

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Imaginar una danza

Imaginar una danza

02
.
06
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ver Videos

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

A los 19 años, Diego Vega Solorza viajó a Hermosillo, Sonora, a fotografiar a un bailarín. En el lugar al que llegó estaba comenzando la clase de una importante escuela de danza. Algo en él, quizá su postura, su forma de andar o su anatomía, hizo que los profesores pensaran que Diego estaba ahí para tomar la lección como el resto de los alumnos. El único acercamiento que el joven había tenido hasta entonces con la danza había sido en las tablas rítmicas que suelen montar las maestras en las primarias, pero como además de la fotografía también le gustaba bailar, aprovechó la confusión de los profesores, les tomó la palabra y se quedó a tomar el taller. Hacerlo, no hay otra forma de decirlo, cambió el rumbo de su vida.

Diego nació en Los Mochis, Sinaloa, en 1990, y creció entre esa ciudad y Basoteve, una localidad del municipio de El Fuerte que hoy cuenta con 114 habitantes, pero que en los años noventa solo tenía cinco casas, una de ellas la de sus abuelos. Fue en esa casa donde Diego pasó la mayoría de los fines de semana de su infancia.

Si se busca “Basoteve” en Google, la mayoría de las imágenes que arroja la búsqueda es de su más reciente videodanza, a la que ha llamado, precisa pero no casualmente, Basoteve. No hay exageración en afirmar que, gracias a Diego, hoy Basoteve existe en el imaginario y mapa mental y geográfico de una comunidad artística y, más allá, en el universo de lo mediático y de las redes sociales. El nombre de la localidad, por esta vez, no está ligado a un crimen del narcotráfico, sino a un acto que desborda nobleza y nos recuerda que incluso de las tierras más áridas pueden nacer flores.

Te recomendamos leer: Moda sustentable: Yakampot y los antídotos para el fast fashion

Imaginar un nuevo destino

Diego es el único en su familia que se dedica, o se ha dedicado jamás, al arte. Su origen es de clase obrera y su crianza ha sido muy tradicional, con los roles de género muy marcados por un entorno que exige a los hombres una masculinidad ruda y briosa y corpulenta. En ese contexto, Diego sobresalía; en su infancia y adolescencia hubo burlas y acoso. “Era evidente que era el niño homosexual de la escuela”, dice, y aunque incluso hubo agresiones, Diego siempre defendió quien era.

“Intelectualmente no puedo decir que tenía una postura política sobre mi sexualidad; aunque crecí con muchísimo bullying y muchísima agresión en relación a eso, todo el tiempo defendí mi esencia. No entendía por qué estaba mal que me gustara un hombre”, recuerda.

No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar. Diego tenía 15 años cuando huyó de Los Mochis. Era 2006, en el estado comenzaba uno de los episodios más cruentos de su historia. Para entonces, Diego ya llevaba gran parte de su vida consciente de la violencia que le pisaba los talones. Su padre murió por una bala perdida cuando él tenía cinco años; algunos primos y amigos suyos desaparecieron siendo adolescentes; a otros, niños con los que Diego aparece en fotos que aún conserva, con los que creció y a los que les tuvo afecto, los encontraron muertos.

A uno de los mejores amigos de su mamá, homosexual y travesti —y al que Diego, por la cercanía con su mamá, llamaba “tío”—, lo mataron en un tiroteo. Diego relacionó el hecho de ser homosexual con una muerte violenta, y se aterró. Había que salir de ese lugar tan pronto como fuera posible.

Con Los Mochis en toque de queda, y sin decirle a nadie más que a la amiga que le prestó dinero para comprar el boleto del camión que lo sacó de ahí, Diego escapó de la suerte de destino que le imponía el lugar en el que había vivido toda su vida. Aunque suene a lugar común, esa ciudad, a los 15 años, ya le quedaba muy chica. Se asentó en Hermosillo.

Para ganarse la vida mesereaba en cafeterías. En algún momento de sus eternos 15 años se compró una cámara de fotos análoga. La fotografía se convirtió en su “fuga creativa”. Aprendió el manejo y la técnica fotográfica de manera autodidacta; fue su primer contacto con el arte de cualquier tipo. El lenguaje y la composición fotográfica, que aprendió intuitivamente, se pueden ver ahora en sus creaciones dancísticas.

Diego Vega, retratado por Jeoffrey Guillemard.

Diego comenzó a compartir sus fotos en las redes sociales, principalmente en MySpace. Las aprovechó al máximo y por medio de ellas entró en contacto con gente y artistas a los que no habría podido conocer en el mundo offline. Este nuevo medio le dio, sobre todo, la oportunidad de inventarse como artista y de liberarse del estigma social con el que cargaba por su origen. Quizá pueda sonar como una tontería, pero a los 15 años lo que más se desea es pertenecer, y Diego había logrado que lo conocieran y aceptaran como fotógrafo, y no como el chico que había escapado de su casa antes de que la violencia del narco terminara por engullirlo de alguna u otra forma.

Tres años después, se dio la coincidencia definitoria. La escuela que hacía el taller intensivo de selección de alumnas y alumnos con la que Diego coincidió en Hermosillo era nada menos que Núcleo-Antares, escuela de danza contemporánea que fundó y dirige el reconocido bailarín mexicano Miguel Mancillas, y tiene al también bailarín Isaac Chau como director académico. La labor de Mancillas merece mención aparte: su compañía Antares Danza Contemporánea tiene un altísimo y virtuoso nivel coreográfico, reconocido en México y en los festivales más importantes del mundo.

Te podría interesar: La responsabilidad de las marcas de moda de lujo.

A Diego le vieron madera para la danza contemporánea y le ofrecieron quedarse con una beca al 100% durante un año. La beca incluía los gastos de alimentación y vivienda en la casa de los estudiantes, a cambio de que se encargara de algunos quehaceres administrativos; la única condición fue que, a partir del segundo año, tendría que hacerse cargo de sus gastos fuera de la escuela. Era un buen trato. Consiguió trabajo como maestro de danza en un colegio con la ayuda de los profesores y logró terminar su primera formación dancística en Núcleo-Antares.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Imaginar un desafío constante

Con una beca estatal —el único apoyo institucional que ha recibido— viajó a Bruselas para una estancia en Danscentrum Jette. Su estadía en Bélgica le hizo ver que el nivel de las y los bailarines en México no estaba tan alejado del de los europeos, y que en todo caso la diferencia estaba en el nivel de apoyo en producción, promoción y difusión. Diego también reconoce que su estilo evolucionó a partir de la escena artística belga y que esta fusión es perceptible en su práctica dancística y coreográfica actual.

A su regreso a México, comenzó a crear y a dirigir coreografías. Fue un paso que dio de forma natural, pero no sin haberlo pensado también estratégicamente: “Hay una idea equivocada sobre la relación del arte vivo. Como es algo que no te puedes llevar a casa, algo que no puedes poseer, se [piensa] que la experiencia no tiene el costo o el valor apropiado. En ese sentido, lo que [predomina] todo el tiempo en la danza en este país es la precariedad, y es una de las cosas que identifiqué y me dije: ‘¿Cómo voy a hacer esto? Porque yo necesito vivir. No tengo una madre [o] un padre que vaya a financiarme’. Y pensé que, si me postulaba como coreógrafo, iba a generar empleo para otras bailarinas, pero que también iba a poder colocarme en una posición en la que podría tener […] otro tipo de entrada económica”.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Desde entonces, y con referentes del modernismo mexicano de Guillermina Bravo y Amalia Hernández; la danza moderna de Ted Shawn, José Limón y Martha Graham, y el expresionismo alemán (“mucho más primitivo”) de Mary Wigman y Rudolf von Laban, Diego Vega Solorza ha creado y dirigido hasta ahora 39 coreografías de danza contemporánea. Hay una clara congruencia temática que se percibe gracias a los nombres de algunas de sus danzas a lo largo de más de 10 años de trayectoria: Cuida bien de mi cabeza (2015), PEEL (2016), Lesiones (2015), 1Q90 (2017), Salterio (2018), Amnesia atómica (2020), Rastros (2022), hasta llegar a Basoteve (Llano, 2024), una sombría y potente videodanza, estrenada en diciembre en Art Basel Miami Beach 2024, en la que Diego, sin cautela, pero con total conocimiento de causa, desafía e increpa a la masculinidad normativa que le impuso Basoteve durante su infancia y la desangra simbólicamente a través de movimientos homoeróticos e indumentaria BDSM. Es, también, un relato en movimiento de la violencia atroz que se vive en Sinaloa.

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar.

Imaginar una danza

Imaginar una danza

02
.
06
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

A los 19 años, Diego Vega Solorza viajó a Hermosillo, Sonora, a fotografiar a un bailarín. En el lugar al que llegó estaba comenzando la clase de una importante escuela de danza. Algo en él, quizá su postura, su forma de andar o su anatomía, hizo que los profesores pensaran que Diego estaba ahí para tomar la lección como el resto de los alumnos. El único acercamiento que el joven había tenido hasta entonces con la danza había sido en las tablas rítmicas que suelen montar las maestras en las primarias, pero como además de la fotografía también le gustaba bailar, aprovechó la confusión de los profesores, les tomó la palabra y se quedó a tomar el taller. Hacerlo, no hay otra forma de decirlo, cambió el rumbo de su vida.

Diego nació en Los Mochis, Sinaloa, en 1990, y creció entre esa ciudad y Basoteve, una localidad del municipio de El Fuerte que hoy cuenta con 114 habitantes, pero que en los años noventa solo tenía cinco casas, una de ellas la de sus abuelos. Fue en esa casa donde Diego pasó la mayoría de los fines de semana de su infancia.

Si se busca “Basoteve” en Google, la mayoría de las imágenes que arroja la búsqueda es de su más reciente videodanza, a la que ha llamado, precisa pero no casualmente, Basoteve. No hay exageración en afirmar que, gracias a Diego, hoy Basoteve existe en el imaginario y mapa mental y geográfico de una comunidad artística y, más allá, en el universo de lo mediático y de las redes sociales. El nombre de la localidad, por esta vez, no está ligado a un crimen del narcotráfico, sino a un acto que desborda nobleza y nos recuerda que incluso de las tierras más áridas pueden nacer flores.

Te recomendamos leer: Moda sustentable: Yakampot y los antídotos para el fast fashion

Imaginar un nuevo destino

Diego es el único en su familia que se dedica, o se ha dedicado jamás, al arte. Su origen es de clase obrera y su crianza ha sido muy tradicional, con los roles de género muy marcados por un entorno que exige a los hombres una masculinidad ruda y briosa y corpulenta. En ese contexto, Diego sobresalía; en su infancia y adolescencia hubo burlas y acoso. “Era evidente que era el niño homosexual de la escuela”, dice, y aunque incluso hubo agresiones, Diego siempre defendió quien era.

“Intelectualmente no puedo decir que tenía una postura política sobre mi sexualidad; aunque crecí con muchísimo bullying y muchísima agresión en relación a eso, todo el tiempo defendí mi esencia. No entendía por qué estaba mal que me gustara un hombre”, recuerda.

No es fácil dedicarse a las artes si no se ha tenido acceso a ellas por razones económicas. El determinismo y la inercia social del lugar de origen son una fuerza de gravedad difícil de esquivar. Diego tenía 15 años cuando huyó de Los Mochis. Era 2006, en el estado comenzaba uno de los episodios más cruentos de su historia. Para entonces, Diego ya llevaba gran parte de su vida consciente de la violencia que le pisaba los talones. Su padre murió por una bala perdida cuando él tenía cinco años; algunos primos y amigos suyos desaparecieron siendo adolescentes; a otros, niños con los que Diego aparece en fotos que aún conserva, con los que creció y a los que les tuvo afecto, los encontraron muertos.

A uno de los mejores amigos de su mamá, homosexual y travesti —y al que Diego, por la cercanía con su mamá, llamaba “tío”—, lo mataron en un tiroteo. Diego relacionó el hecho de ser homosexual con una muerte violenta, y se aterró. Había que salir de ese lugar tan pronto como fuera posible.

Con Los Mochis en toque de queda, y sin decirle a nadie más que a la amiga que le prestó dinero para comprar el boleto del camión que lo sacó de ahí, Diego escapó de la suerte de destino que le imponía el lugar en el que había vivido toda su vida. Aunque suene a lugar común, esa ciudad, a los 15 años, ya le quedaba muy chica. Se asentó en Hermosillo.

Para ganarse la vida mesereaba en cafeterías. En algún momento de sus eternos 15 años se compró una cámara de fotos análoga. La fotografía se convirtió en su “fuga creativa”. Aprendió el manejo y la técnica fotográfica de manera autodidacta; fue su primer contacto con el arte de cualquier tipo. El lenguaje y la composición fotográfica, que aprendió intuitivamente, se pueden ver ahora en sus creaciones dancísticas.

Diego Vega, retratado por Jeoffrey Guillemard.

Diego comenzó a compartir sus fotos en las redes sociales, principalmente en MySpace. Las aprovechó al máximo y por medio de ellas entró en contacto con gente y artistas a los que no habría podido conocer en el mundo offline. Este nuevo medio le dio, sobre todo, la oportunidad de inventarse como artista y de liberarse del estigma social con el que cargaba por su origen. Quizá pueda sonar como una tontería, pero a los 15 años lo que más se desea es pertenecer, y Diego había logrado que lo conocieran y aceptaran como fotógrafo, y no como el chico que había escapado de su casa antes de que la violencia del narco terminara por engullirlo de alguna u otra forma.

Tres años después, se dio la coincidencia definitoria. La escuela que hacía el taller intensivo de selección de alumnas y alumnos con la que Diego coincidió en Hermosillo era nada menos que Núcleo-Antares, escuela de danza contemporánea que fundó y dirige el reconocido bailarín mexicano Miguel Mancillas, y tiene al también bailarín Isaac Chau como director académico. La labor de Mancillas merece mención aparte: su compañía Antares Danza Contemporánea tiene un altísimo y virtuoso nivel coreográfico, reconocido en México y en los festivales más importantes del mundo.

Te podría interesar: La responsabilidad de las marcas de moda de lujo.

A Diego le vieron madera para la danza contemporánea y le ofrecieron quedarse con una beca al 100% durante un año. La beca incluía los gastos de alimentación y vivienda en la casa de los estudiantes, a cambio de que se encargara de algunos quehaceres administrativos; la única condición fue que, a partir del segundo año, tendría que hacerse cargo de sus gastos fuera de la escuela. Era un buen trato. Consiguió trabajo como maestro de danza en un colegio con la ayuda de los profesores y logró terminar su primera formación dancística en Núcleo-Antares.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Imaginar un desafío constante

Con una beca estatal —el único apoyo institucional que ha recibido— viajó a Bruselas para una estancia en Danscentrum Jette. Su estadía en Bélgica le hizo ver que el nivel de las y los bailarines en México no estaba tan alejado del de los europeos, y que en todo caso la diferencia estaba en el nivel de apoyo en producción, promoción y difusión. Diego también reconoce que su estilo evolucionó a partir de la escena artística belga y que esta fusión es perceptible en su práctica dancística y coreográfica actual.

A su regreso a México, comenzó a crear y a dirigir coreografías. Fue un paso que dio de forma natural, pero no sin haberlo pensado también estratégicamente: “Hay una idea equivocada sobre la relación del arte vivo. Como es algo que no te puedes llevar a casa, algo que no puedes poseer, se [piensa] que la experiencia no tiene el costo o el valor apropiado. En ese sentido, lo que [predomina] todo el tiempo en la danza en este país es la precariedad, y es una de las cosas que identifiqué y me dije: ‘¿Cómo voy a hacer esto? Porque yo necesito vivir. No tengo una madre [o] un padre que vaya a financiarme’. Y pensé que, si me postulaba como coreógrafo, iba a generar empleo para otras bailarinas, pero que también iba a poder colocarme en una posición en la que podría tener […] otro tipo de entrada económica”.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

Desde entonces, y con referentes del modernismo mexicano de Guillermina Bravo y Amalia Hernández; la danza moderna de Ted Shawn, José Limón y Martha Graham, y el expresionismo alemán (“mucho más primitivo”) de Mary Wigman y Rudolf von Laban, Diego Vega Solorza ha creado y dirigido hasta ahora 39 coreografías de danza contemporánea. Hay una clara congruencia temática que se percibe gracias a los nombres de algunas de sus danzas a lo largo de más de 10 años de trayectoria: Cuida bien de mi cabeza (2015), PEEL (2016), Lesiones (2015), 1Q90 (2017), Salterio (2018), Amnesia atómica (2020), Rastros (2022), hasta llegar a Basoteve (Llano, 2024), una sombría y potente videodanza, estrenada en diciembre en Art Basel Miami Beach 2024, en la que Diego, sin cautela, pero con total conocimiento de causa, desafía e increpa a la masculinidad normativa que le impuso Basoteve durante su infancia y la desangra simbólicamente a través de movimientos homoeróticos e indumentaria BDSM. Es, también, un relato en movimiento de la violencia atroz que se vive en Sinaloa.

Para Diego Vega Solorza lo personal es político. Sus creaciones son prueba de ello, pero también son una manifestación palpable de que infancia no necesariamente es destino.

Fotografía de Jeoffrey Guillemard.

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No items found.

Suscríbete a nuestro Newsletter

¡Bienvenido! Ya eres parte de nuestra comunidad.
Hay un error, por favor intenta nuevamente.