«Andanzas por Alemania e Italia» de Mary W. Shelley
Un diario de viaje por Europa, traducido y editado por Minerva Editorial.
Advertencia de la autora
Cuando viajo me gusta guardar en el coche algunas de las obras de aquellos que han pasado por el mismo país. A veces informan, a veces incitan curiosidad, si se viaja sola sirven de compañía, si una va acompañada sirven como tema de conversación. Es así como se originan estos tomos.
No hay nada nuevo que pueda decir —salvo el grado de novedad que posee cada experiencia individual. Fue mientras transitaba presurosa de ciudad en ciudad, viajando por pasos montañosos o sobre enormes trechos campestres, que anotaba algunos sucesos cotidianos que sirvieran de guía pionera o simplemente como acompañante de viaje para aquellas viajeras que me siguieran.
Mas, cuando crucé a Italia y viajé hacia el sur, descubrí que ya no había mucho más que podía decir sobre Florencia o Roma, en cuanto a las ciudades en sí, que no se hubiera dicho frecuentemente y mejor. Por lo tanto, quedé satisfecha con seleccionar de entre mis cartas solamente las partes que tocaran temas que no hubiera visto en otro lado. Por lo tanto, el enfoque fue sobre las personas y giró particularmente en torno a la perspectiva política, y fue así que mi trato de ellas se volvió más serio.
Sin duda, Italia ha cambiado mucho. El país tiene un porte nuevo; lucha no solo con esas cadenas físicas que tanto le pesan y que carga con tanta pena, sino con aquellas que penetran y coartan su alma —la superstición, la lujuria, el servilismo, la indolencia, la violencia, el vicio.
CONTINUAR LEYENDORecién nos hemos acostumbrado a ver a Italia como una provincia descontenta de Austria, olvidándonos que su dominio data solamente desde la caída de Napoleón. Desde la invasión de Carlos VIII hasta 1815, Italia ha sido un campo de batalla en el que se ha batido por la supremacía el español, el francés y el germano, y ciertamente estaríamos ciegos al pensar que esto no volverá a ocurrir, por lo menos entre estos dos últimos.
La insolencia del alemán [austriaco], la arrogancia de los Papas, el estado degradado de su gente y de las aspiraciones de sus patriotas; cada uno tendrá voz aquí. Es imposible no desear lo mejor para un país cuyos poetas —hombres de reflexión y talento sin excepción— usan sus dones de genio o conocimiento para enseñar las lecciones más nobles de devoción a su país —lecciones que su juventud recibe con el mismo devoto entusiasmo.
Cuando visitamos Italia nos volvemos lo que a los italianos no se les permite ser: gozantes de las bellezas de la naturaleza, de la elegancia del arte, de las delicias del clima, de las memorias del pasado, de los placeres de la sociedad, todo sin mayor preocupación. Así fue durante mi estancia allí y mi libro no pretende ser una historia o disertación política, lo que doy aquí son fragmentos —no un todo— y tal y como están, la labor y la ansiedad de compilarlos me será remunerada si acaso inducen a mis compatriotas a prestarle mayor atención y a simpatizar con la lucha de un pueblo —el más ilustre y el más desafortunado que hay en el mundo.
Andanzas por Alemania e Italia
Carta de Fráncfort
Julio de 1842.
Me he tardado en escribir hasta ahora ya que esta es nuestra primera stazione. No sé de qué están hechos aquellos que escriben a bordo del vapor o antes de dormir al llegar a la posada tras un arduo día de viaje. Yo en lo personal no creo en esas hazañas. Claro, se puede apuntar una fecha o una referencia, pero durante un viaje estoy o demasiado interesada o demasiado cansada. Ya por la noche, al llegar, confieso que hasta la cena y los rituales de la sobremesa antes de retirarse a descansar, ya son demasiado para mí.
Nuestra última semana en Inglaterra la pasamos encantados en la finca de amigo por Southampton, en las faldas de New Forest. Un poco de veleo tranquilo en un yate; paseos por el hermoso vecindario; caminatas por los hermosos terrenos; todos los ritos de esa gran tradición de hospitalidad inglesa. Nuestro anfitrión fue amabilidad pura, cerrando con el broche de oro de estar sinceramente entristecido cuando partimos. Su expresión triste, mientras el tren silbaba y nos arrebataba hacia Londres, nos confirmó el halago de que seríamos extrañados y nosotros sinceramente le devolvimos el cumplido.
Dejamos atrás a algunos viejos amigos después de uno o dos días en Londres y el domingo, 12 de junio, embarcamos en el Wilberforce hacia Amberes. Le tengo un odio y un pavor al mar, habiendo sufrido tanto —¡oh, cómo he sufrido!, ¡un sufrimiento absorbente, denigrante, irremediable! Ansío la tierra firme, aunque tan solo fuera lo suficiente para aterrizar los pies, para así dejar de ser víctima indefensa de ese elemento antipático, tan solo una piedra de la superficie de un pie al cuadrado, ¿tendría con eso lo suficiente para quedarme parada y estar quieta? Hablo acordándome de la última vez que me embarqué sobre la mar; cuando ese elemento poderoso, al encomendarme a su temible mutabilidad, demostró ser tan misericordioso como es monumental conforme crucé y regresé sobre él desde y hacia Dover en 1840. Este, sin embargo, fue un transcurso más largo y mientras avanzamos por el río, sentíamos la fuerza del viento directamente adverso.
Aunque lo repitan mil veces, los ingleses siempre sentirán esa rara sensación al desembarcar en tierras ajenas, al encontrar extrañamente alterado cada objeto conocido, pero, aun siendo inesperado, también es placentero. Yo tengo un amor apasionado por el viaje, el cual es tanto una labor como un pasatiempo y, en lo personal, creo con firmeza en los beneficios a la salud que resultan de un cambio frecuente de lugar.
Además, ¿qué puede ser más deleitante que la novedad perpetua? Leemos para acumular pensamientos y conocimientos; viajar es leer un libro escrito por la mano del Creador, imparte una sabiduría más sublime que las palabras impresas del hombre. Si me exiliaran por la fuerza, podría tal vez extrañar lo que el corazón tiende a añorar: el hogar. Pero adornar ese hogar con recuerdos; volar al extranjero del panal, como una abeja, y volver cargada de los dulces del viaje —paisajes que aun embrujan al ojo, aventuras silvestres que avivan la imaginación y liberan la mente de pesados y sofocantes prejuicios, ampliaciones del círculo que nos hermana con nuestras concriaturas— estos son los usos del viaje por los que yo estoy convencida que todos estaríamos más sanos y contentos.
13 de junio.
Lo que vimos en Amberes fue: la media hora que pasamos en la alta nave y pasillos oscuros de la catedral. ¡No nos odies! Algún día procuro hacer un tour de Bélgica, los Países Bajos y Holanda, pero se nos hizo imposible combinar un paseo justo al comienzo de nuestro transcurso con nuestra intención de llegar hasta Italia. Tú bien sabes lo fácil que es para un turista dilatarse en su camino; bien sabes cuán poco tiempo tenemos para hacerlo. A propósito de esto, leí alguna vez sobre una mujer francesa que expresó su sorpresa ante la obsesión inglesa por viajar. Ella entendía —decía— que los ricos con sus carruajes cómodos podrían entretenerse de esta manera, pero que una mujer inglesa ordinaria, a cargo de las comodidades de una vida doméstica ordinaria, pudiese partir nada más así —por diligence y voiturier, acosada y cansada— y disfrutar exponerse a mil molestias y privaciones, la sorprendía sobremanera. Yo he viajado de ambos modos. Para viajar modestamente se requiere una buena cantidad de energía y un inquebrantable amor por ver más y aún más de la faz de este bello globo; necesita, como con cualquier otra pasión o inclinación, brotar orgánicamente del corazón y no puede entenderse excepto por aquellos que la comparten. Aun así, no niego que sí me apenó bastante y en varias ocasiones que no pudiéramos divagar un poco más a lo largo del camino e inspeccionar los mil lugares que dejamos sin visitar. Todo lo que sí vi fue provechoso y, en realidad, debería alegrarme el espíritu proactivo que me permitió ver tanto, en vez de quejarme ante la escasez de recursos que me obligó a ver tan poco.
El manual de Murray fue nuestra guía —una generalmente admirable. Entre la información a la que puede tener acceso una viajera, no hay otra más útil que saber cuál es el mejor hotel de un pueblo y Murray nos dirigió al Aigle Noire, un alojamiento grande, limpio y agradable.
***
14 de junio.
La mañana nos trajo el descubrimiento de otra pérdida. «Encore un objet perdu!», y este objet resultaba ser uno bastante importante e irreemplazable. Desde Amberes, habíamos cambiado todos los billetes ingleses que teníamos por oro alemán. Mis compañeros revisaron el contenido de sus carteras contando un importe total de ocho libras por persona. Tras contarlo dejaron sus carteras sobre una gran mesa al centro de sus aposentos —no cerraron con llave. Por la mañana, la puerta estaba entreabierta y las carteras habían desaparecido. Tal vez fue el botones del hotel, quien —al entrar a recoger su ropa— se le hizo fácil llevarse las relucientes billeteras. Sea como sea, ya no estaban. El casero del hotel se comportó de la peor manera; amenazó con hablarle directamente a la alcaldía, para constater nuestro extravío, pero él no creía en nuestra versión de los hechos. Los viajeros, declaró, nunca dejan sus carteras sobre una mesa; siempre aseguran bien sus puertas y nosotros no hicimos nada de eso. Nos hubiera gustado hacer más pero acabamos reportando los artículos perdidos y encargando que nos los enviaran tras nuestra partida. A mí además se me había caído el pasaporte. «Mais, Madame, vous êtes vraiment en malheur» [Pero, Señora, ustedes verdaderamente tienen mala suerte] me dijo la hija del hotelero, quien fue tan cordial en la medida en la que su padre fue grosero. Ella tenía razón, por lo que nos vimos limitados a decir —o más bien, yo dije— como dicen los griegos: «¡Bienvenido este mal para que así sea el único!». Lo dije de corazón, ya que —¡ay de mí!— cómo vivo con una sombra oscura encima. Una mujer que vive una vida tan manchada por la tragedia como yo nunca puede recuperar ese tono mental optimista, que, cuando se encuentra en un estado saludable consistente con las leyes de la vida humana, no teme constantemente por aquellos que ama. A mí me aflige el terror, me acecha de día y me susurra por las noches en mis sueños. Pero todo esto ya se está poniendo muy trágico a simple propósito de nuestro dinero perdido.
Alquilamos un carruaje para llevarnos a Aquisgrán. El viaje fue placentero ya que el paisaje se divide en montes y colinas, todas muy bonitas. Como a las cinco de la tarde arribamos a la estación de trenes sin haber entrado a la ciudad, la cual se veía muy agradablemente rodeada de cerros en un valle. Los trabajos ferroviarios van a todo vapor, produciendo vastos montículos de tierra —arruinan un poco la belleza del paisaje. Sin embargo, un ferrocarril le promete tantos cambios y novedades al viajero —transportándonos a su vez desde lo conocido a lo desconocido— que, a pesar de todo lo que se pueda decir en su contra, a mí me encanta ver u oír de ellos. Además, aquí en Prusia, cualquier cosa que tenga que ver con el viaje lo controla el gobierno y se maneja de manera admirable.
16 de junio
Hace dos años reanudé mi relación con el Rin cuando convergí con él desde el Moselle. En ese entonces, digámosle, «la maqueta del paisaje» de riscos coronados de torres y montes vestidos de viñas, de las ruinas de los castillos, una abadía caída y las añejadas almenas, bastaban para amarrar atenciones y satisfacer imaginaciones. Y ahora… ¿será que en realidad sea tan indiferente como para no sentirme cautivada al mirar a mi alrededor? No, pero quiero más. Ya me había hartado de ver al Rin como un dibujo, tal y como lo ve un viajero a vapor, quería penetrar en las cañadas, escalar las alturas, merodear por entre las ruinas, escuchar aún más sobre sus leyendas y visitar hasta el último de sus rincones románticos. Me encantaría, en algún verano futuro, familiarizarme con la cofradía de delicias tan fácilmente recolectadas por quien se pasea por las orillas de este río.
También vi con placer los altos bajos con sus viñedos. Queda claro que los habitantes de esta región veneran al sol; del lado ensombrecido, los frondosos bosques visten las cañadas y las montañas coronan de pinos —un hermoso pero pobre follaje— cuando del otro lado, las desnudas orillas asoleadas, ricas en viñas, poseen vendimias que sin duda son las mejores del mundo. Cuantas alegres horas se amontonan en torno a los racimos aferrados a esas viejas raíces aserpentadas; cuantas monedas relucientes se exprimen de esas frutas agrupadas, escurriéndose hacia los bolsillos de sus dueños. De estos dos fenómenos se nos presentó un ejemplar del primero: unos jóvenes alemanes a bordo se pusieron gloriosamente alegres conforme pedían una y otra botella, poniéndose, con cada nueva copa, aún más contentos y afectuosos.
Buenas noches. Te contaré más mañana sobre nuestros planes y caminos futuros. Por ahora no puedo, ya que no tengo ni la más mínima idea de cuáles serán.
18 de junio.
Madame de Sevigné sabiamente dice que «parecería que nada impide más al ejercicio del libre albedrío que el no contar con un motivo de suma importancia que nos mueva hacia una dirección u otra». Aquí yace, en gran mesura, nuestra dificultad: procuramos pasar este invierno en Florencia, pero no tenemos una idea fija de dónde pasar el verano. Mi preferencia se inclina hacia algunas de las aguas termales alemanas, ya que creo que le servirían a mi salud. Me gustaría ir al Tirol o cualquier parte del mundo en el que el paisaje sea hermoso. Pero, también, me gustarían algunos meses de paz, sin tener cerca algún lago que me mantenga en un estado de pavor perpetuo. La decisión se nos hace difícil así que hemos optado por visitar Kissingen mientras tanto. Me dicen que es un lugar agradable y bien situado. Me he hecho de la idea de que sus aguas me ayudarán y, por lo menos, tendremos la novedad de ingresar a Alemania de una vez por todas. Por supuesto, no entendemos el alemán, pero ¿dónde mejor aprender un lenguaje que en su país natal?
«¿Qué hay en un nombre?», bien conoces la frase —habla de lo conocido, de lo desconocido—; un nombre a menudo lo es todo. A mí me afectan intensamente y he pasado varias horas de enorme placer derivado de la sazón de un buen nombre. Y ahora es un nombre el que me exhorta hacia delante —Alemania— ¡esa enorme y desconocida Alemania!
Hemos contratado a un voiturier que nos llevará en dos días a Kissingen, a unas ochenta millas de Fráncfort. Excitada por la emoción, siento que me dirijo hacia vistas completamente nuevas, aunque presiento que no soy lo suficientemente rica para esta empresa. Sospecho que gran parte de este sentimiento que me mantiene en curso —mitad ilusión, mitad timidez— surge de nuestra relativa pobreza. Todo esto le sería tan fácil e indiferente a cualquier acaudalado, mientras que nosotros, tal y como estamos, avanzamos hacia una peligrosa fruta prohibida conforme continuamos en nuestras andanzas. Adiós.
Ilustraciones de Alberto García Grillasca, Editor de Arte de Minerva Editorial.
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