Chernobyl, una verdad incompleta
Chernobyl es una extraordinaria serie que, a pesar de sus méritos, no es justa con la realidad.
Chernobyl, la más reciente serie/fenómeno de HBO, abre con una voz que se pregunta “¿Cuál es el costo de las mentiras?”. Este es un tema central —si no el tema central— en la narrativa, donde una serie de falsedades desembocan en desastres y complicaciones letales para la población. Otro punto crítico en este aspecto ocurre cerca del final, con la frase: “Cada mentira que decimos incurre en una deuda a la verdad, tarde o temprano esa deuda se cobra”. Una serie como Chernobyl, cuyo eje gira alrededor de la honestidad a nivel político, está muy enfocada en ser lo más fiel posible a la realidad. A pesar de esto, Chernobyl es una producción evidentemente occidental (con un elenco europeo, en su mayoría inglés), y su justicia con la verdad es una suposición más bien controvertida, donde la forma y el fondo no corresponden del todo.
Primero, Chernobyl es una serie impresionante. Cinematográficamente es una maravilla de la tensión, horror y el thriller político, para culminar en un drama de procedimiento legal de primer orden. Chernobyl está diseñada para la sociedad adicta a Netflix, cuyos pasatiempos preferidos sean ver 6 horas seguidas el televisor. La serie hace de esto una labor más que placentera y lo más llamativo de este producto y su manufactura es su talento para la recreación de una época. Hasta los críticos más ácidos sobre la serie apuntan que su trabajo de ambientación visual es perfecto, desde los edificios y su mobiliario, hasta las prendas, juguetes y demás parafernalia. Las producciones en inglés suelen cometer anacronismos o errores históricos, pero Chernobyl sorprende por su nivel de precisión y cuidado.
Este rigor ambiental vino a costa de una serie de detalles que en realidad no afectan la trama o su cercanía con la realidad, pero repercuten en algo más delicado. La escritora Masha Gessen lo apunta muy bien en su columna del New Yorker: la falta de información, y la represión de ésta, durante la existencia de la Unión Soviética, aún durante el desastre de Chernobyl, creó un vacío, ya no se diga de ficción o narrativas, sino de simple información sobre los hechos que transpiraron durante la explosión del reactor nuclear, así como los años que siguieron al siniestro. El vacío lentamente se ha ido llenando con libros como el de Svetlana Alexievich, con una perspectiva histórica y periodística, o con varios documentales que abordan el tema desde distintas aproximaciones, que van desde el retrato fiel hasta el estilo más experimental. La mayoría de estos productos culturales han visto la luz sin mucho apoyo de fuentes gubernamentales soviéticas o rusas. No obstante, Gessen prevee que este vacío será llenado, principal y desafortunadamente, gracias al poder masivo y ubicuo de la narrativa audiovisual, en este caso la ficción televisiva.
La pérdida aquí es exactamente aquello que la serie pregona como una necesidad primigenia: la verdad. Sería ingenuo asumir la completa objetividad de un producto narrativo y de ficción —sin importar qué tan apegado a la realidad se encuentre—, pero sus roces con la caricatura política, y las profundas consecuencias que esto tiene para establecer un diálogo justo, resultan en una visión plana y despojada de verdad. Esta justicia es tan controvertida que el propio gobierno Ruso publicitó su serie televisiva (que entró a producción al mismo tiempo que la de HBO), donde un agente de la CIA está infiltrado en la planta nuclear y provoca un accidente desestabilizador. Esta teoría existe y perdura a pesar de su clara falta de sustento.
Y aunque es risible pensar que un solo agente de la CIA provocó una de las peores crisis ambientales de los últimos años, Chernobyl de HBO, serie que presume ser una exhaustiva investigación hacia la verdad, tiene también situaciones que se inclinan hacia lo risible y propagandístico. No cabe duda que la URSS era el núcleo de un sistema político represor y autocrático, en el que la transmisión de mensajes jamás tuvo tintes genuinos, pero Chernobyl exagera actitudes de ciudadanos y gobiernos con una superficialidad que excluye complejidad. Desde el primer episodio es evidente, cuando un ciudadano del consejo de Pripyat (ciudad construida junto a la planta nuclear) expresa que ésta debe ser sitiada y nadie debe salir, a pesar de ser un peligro para la población. La escena retrata con exactitud la retórica soviética, donde el Estado es más valioso que la vida de sus habitantes. No obstante, su clara referencia a una figura socialista como Lenin, así como el caricaturesco aplauso que concluye el diálogo, delatan que esta secuencia enfatiza equivocadamente que el problema de Chernobyl fue ideológico, no sistemático.
El problema de una secuencia así es que pinta un matizado problema con una misma brocha gorda, como si el desastre fuese subproducto directo del socialismo (concepto culpado pero apenas explorado en la serie) y no un entramado sistematizado de los agentes ejecutivos de la planta y el modus operandi de la URSS. En lugar de tomar una aproximación sutil a una cuestión compleja, Chernobyl crea un vínculo directo entre una forma conceptual de organización social, politiqueo atroz y desastre nuclear.
Similar al ejemplo anterior hay varios otros, como el miedo y amenaza de fusilamiento (a pesar de que esa práctica sumaria ya no era utilizada desde cinco décadas antes), o los científicos que tratan de explicar conceptos a apparatchiks que sólo velan —con lujo despótico— por evadir humillación pública. Esto es especialmente notable cuando un personaje le trata de hacer ver la crisis a un burócrata que responde con burlas, orgulloso de su falta de preparación e incompetencia, mientras le da un trago a su vodka y brinda por «los trabajadores del mundo”. Chernobyl es una serie donde los villanos y los héroes son caricaturas exageradas, que no le hacen justicia a la compleja realidad y hechos que llevaron a una tragedia. La serie opera bajo la impresión de que los protagonistas son guerreros de la verdad en contra de los tontos burócratas, lo cual hace una emocionante historia que simplemente no es verdad.
Chernobyl no busca que el espectador se cuestione cuál es la relación entre los habitantes, los burócratas y los científicos, ni busca las fallas sistemáticas de esta relación perversa. Más bien su objetivo es culpar al sistema político en sí. La razón es simple: facilidad. Es un recurso retórico mucho más efectivo echar la culpa al villano de siempre (el socialismo), que observar las relaciones de poder entre los individuos.
Pero más que motivar muy poca complejidad política, la falta más incuestionable de Chernobyl a nivel discurso no es su condena injustificada a sistemas políticos opuestos al norteamericano, sino hacer un símil de este sistema a su propio contexto local: Donald Trump. El presidente de los Estados Unidos constantemente escupe mentiras para cumplir sus fines políticos, y Chernobyl no es ciega ante estos hechos, pues ocupa la figura de las falsedades políticas y sus atroces fallas para teorizar cómo afectan a la población. Generar este vínculo a partir de dos figuras radicalmente opuestas (Socialismo Soviético y Donald Trump) es quizá la más impresionante de estas deudas a la realidad. Hoy en día Estados Unidos atraviesa una crisis con la verdad, pues movimientos que no creen en el cambio climático, u otros que aseguran un vínculo entre ciertas vacunas infantiles y el desarrollo de autismo, otorgan una serie de datos falsos para cumplir sus respectivas agendas. Chernobyl también responde a esta narrativa, a la necesidad de oponerse a las mentiras de Estados Unidos con la verdad científica, fácilmente desechada por una población y un Estado indolente. Aún así, para una serie que condena primar las narrativas falsas, Chernobyl es experta en contar una muy superficial verdad, al grado que es una mentira.
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