El director japonés Ryūsuke Hamaguchi es uno de los favoritos para llevarse el Oscar, luego de la hazaña que logró la coreana Parasite en 2019. Drive My Car es una cinta sobre personas heridas, que se encuentran en Hiroshima mientras preparan una obra de teatro de Antón Chéjov.
Hay terremotos y hombres duplicados en el cine del director japonés Ryūsuke Hamaguchi; también reencuentros de personas que nunca se han visto y coincidencias que cimbran amistades, amores. El suyo es el reino del melodrama, de lo excepcional y, sin embargo, todo pasa de forma tan sutil que cada historia en Happy Hour (2015) o Wheel of Fortune and Fantasy (2021) parece un sueño queriendo enmascararse de realidad. Aunque la verosimilitud nunca deja de ser cuestionable, la presencia abundante de lo cotidiano sostiene la ilusión de algo posible.
Una escena de su película más reciente, Drive My Car (2021), ya en salas de cine, describe el corazón de su estilo cuando Misaki (Tôko Miura), la chofer del protagonista, Kafuku (Hidetoshi Nishijima), lo lleva por primera vez del trabajo a su hotel. El trayecto de una hora se condensa en unos cuatro minutos —Hamaguchi no es un minimalista tan radical como para mostrar todo el viaje— pero se percibe un acuerdo terso entre el deseo de narrar incidentes cautivadores y el de contemplar los espacios, el tiempo. Ningún plano es particularmente largo pero todos están montados con calma para expresar el cuidado con que conduce Misaki. El sonido se limita al ronroneo del motor y a un casete que proyecta una voz fantasmal en el Saab rojo; a veces se suma el mar. La escena es un bálsamo —como lo pretende ser la película entera— que además empieza a explorar un tema esencial: los idiomas extraños con los que vertimos nuestro interior al mundo. Ya volveremos a ello.
Basada en un cuento homónimo de Haruki Murakami, Drive My Car cuenta la historia de Kafuku, un actor y director de teatro viudo que recibe una invitación a Hiroshima para dirigir una adaptación de Tío Vania, de Antón Chéjov. Una vez ahí la compañía lo obliga a entregarle las llaves de su coche a Misaki para evitar accidentes. En los trayectos el director escucha un casete de su esposa leyendo la obra, pero pronto irá conociendo a su chofer, intimando con ella hasta encontrar juntos, como actores en el teatro, una familia en la cual refugiarse de sus traumas. Lo interesante en relación con el texto original es lo distinta que llega a ser la trama: si Murakami le dio a Hamaguchi una semilla, el director hace de ella un árbol lleno de ramas donde se mecen también otros personajes, como Oto (Reika Kirishima), la esposa infiel pero amorosa de Kafuku —que muere al terminar un preludio de cuarenta minutos—; Kôshi (Masaki Okada), un actor problemático que además fue el último amante de Oto, y una pareja coreana que participa significativamente en la obra y la estancia del protagonista.
El melodrama de Hamaguchi busca el interés del público, que se irá preguntando por qué Kafuku le permite a Kôshi participar en su obra y además protagonizarla, o qué significa una historia que Oto, una guionista de televisión, imaginó en sus últimas semanas de vida. La técnica es levemente similar a la del gran cineasta taiwanés Edward Yang, cuyas películas contenían balaceras, muertes, traiciones, pero eran filmadas desde una pasividad que las enfriaba. Más que la melancolía, Hamaguchi busca la ternura en el perdón y el alivio, pero sobre todo en largos planos de rostros que recitan monólogos. El escenario más importante en Drive My Car no es el lugar donde se paran los actores: es la colección movediza de ojos, boca, mejillas, donde se manifiestan las emociones. Es en el rostro donde hierve la nostalgia de Kôshi cuando le habla a Kafuku de Oto y donde las penas del protagonista abandonan su cuerpo en forma de lágrimas. Aunque esta es una herramienta típica de Hamaguchi, en Drive My Car el monólogo encuentra una pertinencia absoluta debido a los temas, que abarcan la actuación y la experiencia teatral como la construcción de un idioma íntimo.
Kafuku es reconocido por sus adaptaciones políglotas de Chéjov y Samuel Beckett donde un actor habla japonés, mientras que otro dice sus diálogos en mandarín y alguno más en coreano. Al evitar que los actores comprendan lo que dicen sus colegas, Kafuku los fuerza a entenderse con el cuerpo, con la sola presencia, tejiendo la idea del arte como un lenguaje que no necesita palabras. La habilidad al volante de Misaki representa lo mismo y compensa su personalidad silenciosa, quizá porque no sólo el arte sino toda acción que emprendemos habla por nuestro ser: manejar es para ella una forma de comunicarse, de proteger a otros. Hamaguchi persigue la idea de intimidad en la destitución del lenguaje y por eso Kafuku acepta en su elenco a Yoon-A (Park Yu-rim), una actriz coreana que habla con lenguaje de señas y logra, debido a ello, una interpretación arrebatadora en Tío Vania.
Hamaguchi ya parece lo suficientemente ambicioso al tratar la intimidad que alcanza el lenguaje no verbal, pero así como en la película hay actores que actúan a actuar, las capas de significado empiezan a sumarse cuando notamos que la relación de Misaki y Kafuku replica la del tío protagónico en el texto de Chéjov y su sobrina, Sonia. En la primera hora de Drive My Car vemos a Kafuku desgastado por interpretar a Vania en escenas donde intenta descifrar a Yelena, la mujer que ama, porque le evocan sus dolorosas preguntas sobre la infidelidad de Oto. El casete también parece describir al protagonista en varios momentos y el monólogo final donde Sonia intenta esperanzar a su tío Vania parece inspirar la última escena entre Kafuku y Misaki, que es seguida por la imagen de Yoon-A interpretando ese soliloquio.
A pesar de lo enmarañadas que puedan parecer estas nociones del lenguaje, la representación y la intertextualidad, Drive My Car no es una película complicada. Es muy claro que Hamaguchi entiende el arte y la imaginación como un vínculo desde que vemos en la primera escena a Kafuku y Oto imaginando historias juntos después del orgasmo. La conclusión está dicha desde el principio y a partir de ahí Hamaguchi le da vueltas, como enrollando una bola de estambre hasta tener una sustancia distinta pero esencialmente igual a la que empezó siendo sólo un hilo. En su centro hay una preocupación sincera por el destino de estos personajes heridos que se encuentran de muchas maneras, hechas creíbles por el sosiego y la calidez de un artista que cree, como Sonia, que, a pesar de toda la desilusión, un día descansaremos; que “nuestra vida será quieta, tierna, dulce como una caricia”.