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Ilustración de Fernanda Jiménez.
En los debates electorales no todo son memes y risas. Esta tendencia creciente al ataque y la teatralidad quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. Debatámoslo.
Un meme del primer debate electoral de estas campañas muestra a la periodista Denise Maerker, quien fungió como moderadora, sentada en el despacho presidencial con la banda tricolor sobre el pecho. El texto que acompaña al meme la proclama ganadora de aquella noche, no tanto por su buen desempeño en la moderación, sino más bien por el tino de preguntarle en un momento dado a Xóchitl Gálvez, candidata de la alianza PRI/PAN/PRD a la presidencia de la República: «¿Y la pregunta no desea contestarla?».
Recordemos que la interpelada había usado su tiempo de participación para atacar a su contrincante, Claudia Sheinbaum (Morena), en lugar de responder a la cuestión sobre la mesa. No fue la única, claro; Sheinbaum dedicó también buena parte de su participación a mencionar los escándalos de corrupción inmobiliaria con los que se ha vinculado a Gálvez («Yo vivo en un departamento rentado; ella vive en una casa del cártel inmobiliario», afirmó, por ejemplo). En Twitter, otra iteración de la imagen de la moderadora rezaba: «Denise Maerker somos todos durante el debate presidencial». Me parece que este momento, trasladado al internet, da cuenta no solo de que los debates son una fuente inagotable de tremendos memes, sino también de que el concepto mismo del debate electoral, tal como lo vemos hoy en día en este país, se parece más a lo peor de la cultura del internet que a un ejercicio democrático argumentativo. Todo meme —dice un amigo— antes de ser meme es tragedia.
Mi intención original para este texto era revisar, desde un punto de vista lingüístico, las diversas pifias en las que incurren las personas candidatas durante los debates televisados, pero en el camino me topé con el descubrimiento de un hecho que, creo yo, ya no podemos seguir ocultando: hablar es muy difícil.
Me refiero, claro, al milagroso mecanismo anatómico que activa el sistema de liberación y restricción de la salida del aire, que luego se transfigura, como por arte de magia, en un mensaje aderezado de tonos y colores que el cerebro ajeno desenrolla como un telegrama. Pero también a la ardua tarea de intercambiar ideas con otro ser humano. Hay que buscar las palabras en el catálogo de nuestros cerebros con la esperanza, por lo general ingenua, de que el interlocutor las conoce y comparte sus significados tal como los entendemos nosotros. Hay que inventarse al vuelo un andamiaje gramatical que le dé soporte a esas ideas, un estresante jam de improvisación arquitectónica, y si se carece del talento las ideas terminan viviendo como damnificadas en edificios precarios, como dibujados por un niño. Además de todo, hay que cuidar la dicción, prestar atención al volumen, y monitorear que entre las palabras que elegimos del catálogo no se cuelen expresiones propias de nuestro dialecto particular que puedan confundir a hablantes de otras regiones, todo al mismo tiempo, y, por si no fuera poco, hay que añadir los factores externos, como el canal de comunicación, la paciencia del interlocutor o del público oyente, sus susceptibilidades, los nervios, o esa molesta expectativa que tienen los otros de que uno esté diciendo la verdad. Esta complicada red de factores ha llevado a algunos a afirmar que la comunicación es defectuosa por naturaleza, y que ningún mensaje aterriza tal como pretendemos que lo haga.
También te puede interesar leer: "Cuáles son las encuestas presidenciales confiables (y cómo no leerlas)".
Uno creería que tendríamos bastante, entonces, con el fastidio de expresar las ideas que se forman en nuestros cerebros, pero encima de todo se nos ocurrió la brillante idea de contrastarlas. Debatir es como la versión premium de la comunicación; no es suficiente transmitir esas ideas, sino que deben ser mejores que las ajenas. Por lo tanto, si hablar es muy difícil, debatir es dificilísimo. Sumemos la inmensa presión social y la certeza de que el resto de participantes tienen la mejor intención de mostrar tanta hostilidad como se les permita, y quizá tengamos la explicación de por qué las personas en situación de candidato a un cargo público insisten en evitarse la molestia. Espero no provocar con esto una humanización accidental de la clase política —para ese fin deliberado e infructuoso tienen ya a sus equipos de campaña—, pero imaginemos a una persona cuyas credenciales rondan el campo más bien gris de la administración pública, de pronto enfrentada no solo al plano de la comunicación, en sí mismo intimidante, sino también al de la argumentación, en el que corren un mayor riesgo de parecer incompetentes. No es raro que hagan lo posible por huir. Sin embargo, en su escape suelen dejar un rastro de lapsus nerviosos: cómo olvidar a Josefina Vázquez Mota (PAN), que en 2018 llamó a Gabriel Quadri (Nueva Alianza) «candidato Cuadro», o más recientemente, a Jorge Álvarez Máynez (MC) culpando de las enfermedades de la población no al tabaco, sino al incauto estado de Tabasco, junto con giros sintácticos, concatenaciones léxicas y falacias lógicas de las que contamos con un amplio, doloroso y memeable registro.
En teoría, la dinámica de un debate exige poner un tema sobre la mesa —supongamos, la crisis hídrica, el derecho al aborto, si las quesadillas deben o no llevar queso—, para que cada persona candidata exprese su postura sobre él, teniendo como base la ideología del partido o coalición que representa. También en teoría, el electorado atiende luego a las razones esgrimidas y decide, con base en la evidencia y los razonamientos presentados, quién tiene razón sobre dicho tema, y por lo tanto qué plan de gestión resolvería mejor la controversia. Según mi revisión de algunos de los debates de diversas elecciones presidenciales y a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, son dos las principales estrategias que las y los participantes han perfeccionado para evadir todo ese molesto trámite intelectual: el infomercial y el ataque.
El primer caso es simple: la persona aspirante se salta la parte de la discusión y prefiere usar su tiempo, aprovechando el rating, para hacerle publicidad a su plan de gobierno. Simple pero eficaz: tanto, que entre el electorado hay quien ha interiorizado ya la idea de que ese es el objetivo primario del ejercicio de debate. Lo embarazoso es que, al transformar el tiempo efectivo de debate en infomercial, se desprovee de sentido a otros actos de campaña cuyo propósito es precisamente ese, de forma que los spots para radio, televisión e internet terminan siendo jingles de pretensiones inspiracionales y una cantidad infame de pósters de lona no tienen otro remedio que inundar las calles con nada más que el nombre y la carota de quienes pretenden gobernar.
La segunda estrategia es más artera. Acá la inconveniencia de comprometerse a un proceso argumentativo se esquiva acusando al contrincante de algo que hizo o dejó de hacer en el pasado —como hicieron en estas semanas, con prolija libertad, Xóchitl Gálvez y Claudia Shienbaum durante el primer debate presidencial, y también Santiago Taboada (PAN/PRI/PRD) y Clara Brugada (Morena) en el debate por la jefatura de gobierno de la capital—; o, por qué no, poniéndole un apodo.
En los albores del siglo, el candidato presidencial del PAN, Vicente Fox, le colmó la paciencia al candidato del PRI, Francisco Labastida, que se quejó amargamente: «En las últimas semanas me ha llamado “chaparro”, me ha llamado “mariquita”, me ha dicho “Lavestida”», a lo cual el candidato del PAN respondió: «a mí lo majadero se me quita, pero a ustedes lo corrupto nunca». Seis años después, Roberto Madrazo (PRI) anunció: «Voy a mostrar los logros de Calderón», el candidato del PAN, y procedió a mostrar una hoja en blanco. El año 2018 fue testigo de una cadena de ataques que rivaliza solo con los intercambios musicales entre Jorge Negrete y Pedro Infante, aunque con mucho menos encanto: el ahora presidente Andrés Manuel López Obrador le reclamó a Ricardo Anaya (PAN) el hecho de que viviera en el extranjero; Anaya, le contestó destacando que los hijos de López Obrador estudiaron también en el extranjero; luego de esto, AMLO guardó silencio un momento, y luego sentenció: «Ricky Riquín Canallín». Solo los dioses saben cuál era el tema a discutir, cuáles las posturas a defender, cuál el paradero de la esperanza nacional. Parece que en todos estos casos, los candidatos pusieron en práctica la lista irónica del filósofo Arthur Schopenhauer para ganar una discusión sin necesidad de tener razón, especialmente el estratagema número 8:
Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella no estará en condiciones apropiadas de juzgar correctamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incomodándole y, en general, comportándose con insolencia.
En realidad, todas estas no son sino manifestaciones de la antiquísima y bienamada falacia ad hominem, que sustituye la argumentación por un ataque a la persona, y puede que no sirvan para llegar a conclusiones razonables, que no eleven el nivel del ejercicio democrático, que no justifiquen el gasto de recursos que realiza el Instituto Nacional Electoral en la organización del debate, y que, de hecho, hagan pensar que es un desperdicio de los impuestos de la gente. Puede, en suma, que se trate de una renuncia a la razón y una traición al espíritu de debate, pero también nos han dado grandes momentos de entretenimiento digital, como cuando, apenas hace unas semanas, Santiago Taboada le dijo a Clara Brugada: «Tú no eres Clara; eres Turbia, eres Opaca», o cuando una mujer llamada Purificación Carpinteiro, candidata por Nueva Alianza a la jefatura de gobierno en 2018, y de cuya existencia el país se enteró ese mismo día, se convirtió quizá en la más prolífica productora de memes electorales, cuando haciendo gala de un histrionismo telenovelero acusó a Claudia Sheinbaum de mentirosa, apuntándole con el dedo y preguntándole: «¿Tú hablando de transparencia? ¡Esto sí que es un ridículo, caray! ¿Sabes que es el big data? ¿Sabes qué es el internet de las cosas?».
Pero no todo son memes y risas. Esta tendencia al ataque y la teatralidad, que en mi lectura es creciente, quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. No sólo Schopenhauer en El arte de tener razón hablaba de por qué tenerla puede no ser lo más importante; lo sabían también los sofistas griegos, y lo saben quienes, cuando hago un video de Tiktok respondiendo a otro creador de contenido con el que tengo un desacuerdo, escriben en la sección de comentarios: «¡Dale con la silla!» (una referencia tanto a la lucha libre como a Shrek). El público quiere sangre, y la era digital no parece ser la excepción. De hecho, hoy en día hay personas en redes sociales que construyen su plataforma entera alrededor de debatir con miembros de la audiencia, «humillarlos» y luego ir a postear la goleada intelectual en su perfil, donde quienes piensan parecido los llenan de likes e interacciones; este fenómeno se conoce en Estados Unidos como debate porn, y a algunos de sus exponentes como debate bros, y claro, algunos de ellos son muy inteligentes, pero eso no es lo más importante; lo importante es el espectáculo, el knockout.
Parece como si con los debates electorales estuviera pasando algo similar, solo que sin el elemento intelectual, que se sustituye pobremente con una enclenque presentación de «propuestas». Aunque hay quienes identifican algunas características típicas del lenguaje político, como la tendencia a la ambigüedad o el uso abundante de palabras socialmente cargadas —democracia, igualdad, bienestar, etcétera—, Eugenio Coseriu afirmaba que no hay tanto un lenguaje político como un uso político del lenguaje, y creo encontrar un eco en el lenguaje de los debates mexicanos, porque hablar podrá ser muy difícil, pero hablar sin decir nada puede ser sumamente útil. En ese sentido, la participación en el debate electoral ha ido perdiendo su naturaleza argumentativa para convertirse en una especie de escenario o ring de pelea, donde gana quien golpee más duro, quien tenga los mejores comebacks, quien encuentre la silla bajo el cuadrilátero y dé el mejor show. Esto parece ir en línea con el festival de pena ajena que son los perfiles en redes sociales de las personas candidatas, llenas de bailes mensos, memes y otras formas de tratar de empatizar con el público más joven —todo lo cual no tiene nada de malo en sí mismo, salvo cuando opera en sustitución, y no como complemento, de la argumentación—.
Lo cierto es que los debates electorales, si bien son un ejercicio democrático necesario y perfectible, no suelen determinar los resultados de la elección; aún así, podrían, ya de perdida, hacerle algún honor a su nombre. Tras analizar los debates de la elección presidencial de 2012 con un índice de calidad del discurso, el profesor de la UNAM Iván Islas Flores al menos encontró que el tercero de los debates, uno atípico, organizado a petición del movimiento juvenil #YoSoy132, que incluyó dinámicas como el diálogo directo con personas de la ciudadanía, mostró un incremento en el nivel de justificación, es decir, en la calidad de los razonamientos usados por los candidatos. Quizá, explorando formatos que obliguen a las y los aspirantes a enfrentarse a un cuestionamiento real, perdamos en calidad memística, pero con suerte todas y todos seríamos un poco menos Denise Maerker, preguntándole a la candidata en turno si va a contestar la pregunta o ya mejor nos resignamos. Por lo pronto, mi favorito sigue siendo Ricardo Anaya acercándose a AMLO para pedirle que le conteste la pregunta «sin payasadas» y AMLO escondiendo la cartera para que el candidato del PAN no se la robe.
En los debates electorales no todo son memes y risas. Esta tendencia creciente al ataque y la teatralidad quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. Debatámoslo.
Un meme del primer debate electoral de estas campañas muestra a la periodista Denise Maerker, quien fungió como moderadora, sentada en el despacho presidencial con la banda tricolor sobre el pecho. El texto que acompaña al meme la proclama ganadora de aquella noche, no tanto por su buen desempeño en la moderación, sino más bien por el tino de preguntarle en un momento dado a Xóchitl Gálvez, candidata de la alianza PRI/PAN/PRD a la presidencia de la República: «¿Y la pregunta no desea contestarla?».
Recordemos que la interpelada había usado su tiempo de participación para atacar a su contrincante, Claudia Sheinbaum (Morena), en lugar de responder a la cuestión sobre la mesa. No fue la única, claro; Sheinbaum dedicó también buena parte de su participación a mencionar los escándalos de corrupción inmobiliaria con los que se ha vinculado a Gálvez («Yo vivo en un departamento rentado; ella vive en una casa del cártel inmobiliario», afirmó, por ejemplo). En Twitter, otra iteración de la imagen de la moderadora rezaba: «Denise Maerker somos todos durante el debate presidencial». Me parece que este momento, trasladado al internet, da cuenta no solo de que los debates son una fuente inagotable de tremendos memes, sino también de que el concepto mismo del debate electoral, tal como lo vemos hoy en día en este país, se parece más a lo peor de la cultura del internet que a un ejercicio democrático argumentativo. Todo meme —dice un amigo— antes de ser meme es tragedia.
Mi intención original para este texto era revisar, desde un punto de vista lingüístico, las diversas pifias en las que incurren las personas candidatas durante los debates televisados, pero en el camino me topé con el descubrimiento de un hecho que, creo yo, ya no podemos seguir ocultando: hablar es muy difícil.
Me refiero, claro, al milagroso mecanismo anatómico que activa el sistema de liberación y restricción de la salida del aire, que luego se transfigura, como por arte de magia, en un mensaje aderezado de tonos y colores que el cerebro ajeno desenrolla como un telegrama. Pero también a la ardua tarea de intercambiar ideas con otro ser humano. Hay que buscar las palabras en el catálogo de nuestros cerebros con la esperanza, por lo general ingenua, de que el interlocutor las conoce y comparte sus significados tal como los entendemos nosotros. Hay que inventarse al vuelo un andamiaje gramatical que le dé soporte a esas ideas, un estresante jam de improvisación arquitectónica, y si se carece del talento las ideas terminan viviendo como damnificadas en edificios precarios, como dibujados por un niño. Además de todo, hay que cuidar la dicción, prestar atención al volumen, y monitorear que entre las palabras que elegimos del catálogo no se cuelen expresiones propias de nuestro dialecto particular que puedan confundir a hablantes de otras regiones, todo al mismo tiempo, y, por si no fuera poco, hay que añadir los factores externos, como el canal de comunicación, la paciencia del interlocutor o del público oyente, sus susceptibilidades, los nervios, o esa molesta expectativa que tienen los otros de que uno esté diciendo la verdad. Esta complicada red de factores ha llevado a algunos a afirmar que la comunicación es defectuosa por naturaleza, y que ningún mensaje aterriza tal como pretendemos que lo haga.
También te puede interesar leer: "Cuáles son las encuestas presidenciales confiables (y cómo no leerlas)".
Uno creería que tendríamos bastante, entonces, con el fastidio de expresar las ideas que se forman en nuestros cerebros, pero encima de todo se nos ocurrió la brillante idea de contrastarlas. Debatir es como la versión premium de la comunicación; no es suficiente transmitir esas ideas, sino que deben ser mejores que las ajenas. Por lo tanto, si hablar es muy difícil, debatir es dificilísimo. Sumemos la inmensa presión social y la certeza de que el resto de participantes tienen la mejor intención de mostrar tanta hostilidad como se les permita, y quizá tengamos la explicación de por qué las personas en situación de candidato a un cargo público insisten en evitarse la molestia. Espero no provocar con esto una humanización accidental de la clase política —para ese fin deliberado e infructuoso tienen ya a sus equipos de campaña—, pero imaginemos a una persona cuyas credenciales rondan el campo más bien gris de la administración pública, de pronto enfrentada no solo al plano de la comunicación, en sí mismo intimidante, sino también al de la argumentación, en el que corren un mayor riesgo de parecer incompetentes. No es raro que hagan lo posible por huir. Sin embargo, en su escape suelen dejar un rastro de lapsus nerviosos: cómo olvidar a Josefina Vázquez Mota (PAN), que en 2018 llamó a Gabriel Quadri (Nueva Alianza) «candidato Cuadro», o más recientemente, a Jorge Álvarez Máynez (MC) culpando de las enfermedades de la población no al tabaco, sino al incauto estado de Tabasco, junto con giros sintácticos, concatenaciones léxicas y falacias lógicas de las que contamos con un amplio, doloroso y memeable registro.
En teoría, la dinámica de un debate exige poner un tema sobre la mesa —supongamos, la crisis hídrica, el derecho al aborto, si las quesadillas deben o no llevar queso—, para que cada persona candidata exprese su postura sobre él, teniendo como base la ideología del partido o coalición que representa. También en teoría, el electorado atiende luego a las razones esgrimidas y decide, con base en la evidencia y los razonamientos presentados, quién tiene razón sobre dicho tema, y por lo tanto qué plan de gestión resolvería mejor la controversia. Según mi revisión de algunos de los debates de diversas elecciones presidenciales y a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, son dos las principales estrategias que las y los participantes han perfeccionado para evadir todo ese molesto trámite intelectual: el infomercial y el ataque.
El primer caso es simple: la persona aspirante se salta la parte de la discusión y prefiere usar su tiempo, aprovechando el rating, para hacerle publicidad a su plan de gobierno. Simple pero eficaz: tanto, que entre el electorado hay quien ha interiorizado ya la idea de que ese es el objetivo primario del ejercicio de debate. Lo embarazoso es que, al transformar el tiempo efectivo de debate en infomercial, se desprovee de sentido a otros actos de campaña cuyo propósito es precisamente ese, de forma que los spots para radio, televisión e internet terminan siendo jingles de pretensiones inspiracionales y una cantidad infame de pósters de lona no tienen otro remedio que inundar las calles con nada más que el nombre y la carota de quienes pretenden gobernar.
La segunda estrategia es más artera. Acá la inconveniencia de comprometerse a un proceso argumentativo se esquiva acusando al contrincante de algo que hizo o dejó de hacer en el pasado —como hicieron en estas semanas, con prolija libertad, Xóchitl Gálvez y Claudia Shienbaum durante el primer debate presidencial, y también Santiago Taboada (PAN/PRI/PRD) y Clara Brugada (Morena) en el debate por la jefatura de gobierno de la capital—; o, por qué no, poniéndole un apodo.
En los albores del siglo, el candidato presidencial del PAN, Vicente Fox, le colmó la paciencia al candidato del PRI, Francisco Labastida, que se quejó amargamente: «En las últimas semanas me ha llamado “chaparro”, me ha llamado “mariquita”, me ha dicho “Lavestida”», a lo cual el candidato del PAN respondió: «a mí lo majadero se me quita, pero a ustedes lo corrupto nunca». Seis años después, Roberto Madrazo (PRI) anunció: «Voy a mostrar los logros de Calderón», el candidato del PAN, y procedió a mostrar una hoja en blanco. El año 2018 fue testigo de una cadena de ataques que rivaliza solo con los intercambios musicales entre Jorge Negrete y Pedro Infante, aunque con mucho menos encanto: el ahora presidente Andrés Manuel López Obrador le reclamó a Ricardo Anaya (PAN) el hecho de que viviera en el extranjero; Anaya, le contestó destacando que los hijos de López Obrador estudiaron también en el extranjero; luego de esto, AMLO guardó silencio un momento, y luego sentenció: «Ricky Riquín Canallín». Solo los dioses saben cuál era el tema a discutir, cuáles las posturas a defender, cuál el paradero de la esperanza nacional. Parece que en todos estos casos, los candidatos pusieron en práctica la lista irónica del filósofo Arthur Schopenhauer para ganar una discusión sin necesidad de tener razón, especialmente el estratagema número 8:
Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella no estará en condiciones apropiadas de juzgar correctamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incomodándole y, en general, comportándose con insolencia.
En realidad, todas estas no son sino manifestaciones de la antiquísima y bienamada falacia ad hominem, que sustituye la argumentación por un ataque a la persona, y puede que no sirvan para llegar a conclusiones razonables, que no eleven el nivel del ejercicio democrático, que no justifiquen el gasto de recursos que realiza el Instituto Nacional Electoral en la organización del debate, y que, de hecho, hagan pensar que es un desperdicio de los impuestos de la gente. Puede, en suma, que se trate de una renuncia a la razón y una traición al espíritu de debate, pero también nos han dado grandes momentos de entretenimiento digital, como cuando, apenas hace unas semanas, Santiago Taboada le dijo a Clara Brugada: «Tú no eres Clara; eres Turbia, eres Opaca», o cuando una mujer llamada Purificación Carpinteiro, candidata por Nueva Alianza a la jefatura de gobierno en 2018, y de cuya existencia el país se enteró ese mismo día, se convirtió quizá en la más prolífica productora de memes electorales, cuando haciendo gala de un histrionismo telenovelero acusó a Claudia Sheinbaum de mentirosa, apuntándole con el dedo y preguntándole: «¿Tú hablando de transparencia? ¡Esto sí que es un ridículo, caray! ¿Sabes que es el big data? ¿Sabes qué es el internet de las cosas?».
Pero no todo son memes y risas. Esta tendencia al ataque y la teatralidad, que en mi lectura es creciente, quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. No sólo Schopenhauer en El arte de tener razón hablaba de por qué tenerla puede no ser lo más importante; lo sabían también los sofistas griegos, y lo saben quienes, cuando hago un video de Tiktok respondiendo a otro creador de contenido con el que tengo un desacuerdo, escriben en la sección de comentarios: «¡Dale con la silla!» (una referencia tanto a la lucha libre como a Shrek). El público quiere sangre, y la era digital no parece ser la excepción. De hecho, hoy en día hay personas en redes sociales que construyen su plataforma entera alrededor de debatir con miembros de la audiencia, «humillarlos» y luego ir a postear la goleada intelectual en su perfil, donde quienes piensan parecido los llenan de likes e interacciones; este fenómeno se conoce en Estados Unidos como debate porn, y a algunos de sus exponentes como debate bros, y claro, algunos de ellos son muy inteligentes, pero eso no es lo más importante; lo importante es el espectáculo, el knockout.
Parece como si con los debates electorales estuviera pasando algo similar, solo que sin el elemento intelectual, que se sustituye pobremente con una enclenque presentación de «propuestas». Aunque hay quienes identifican algunas características típicas del lenguaje político, como la tendencia a la ambigüedad o el uso abundante de palabras socialmente cargadas —democracia, igualdad, bienestar, etcétera—, Eugenio Coseriu afirmaba que no hay tanto un lenguaje político como un uso político del lenguaje, y creo encontrar un eco en el lenguaje de los debates mexicanos, porque hablar podrá ser muy difícil, pero hablar sin decir nada puede ser sumamente útil. En ese sentido, la participación en el debate electoral ha ido perdiendo su naturaleza argumentativa para convertirse en una especie de escenario o ring de pelea, donde gana quien golpee más duro, quien tenga los mejores comebacks, quien encuentre la silla bajo el cuadrilátero y dé el mejor show. Esto parece ir en línea con el festival de pena ajena que son los perfiles en redes sociales de las personas candidatas, llenas de bailes mensos, memes y otras formas de tratar de empatizar con el público más joven —todo lo cual no tiene nada de malo en sí mismo, salvo cuando opera en sustitución, y no como complemento, de la argumentación—.
Lo cierto es que los debates electorales, si bien son un ejercicio democrático necesario y perfectible, no suelen determinar los resultados de la elección; aún así, podrían, ya de perdida, hacerle algún honor a su nombre. Tras analizar los debates de la elección presidencial de 2012 con un índice de calidad del discurso, el profesor de la UNAM Iván Islas Flores al menos encontró que el tercero de los debates, uno atípico, organizado a petición del movimiento juvenil #YoSoy132, que incluyó dinámicas como el diálogo directo con personas de la ciudadanía, mostró un incremento en el nivel de justificación, es decir, en la calidad de los razonamientos usados por los candidatos. Quizá, explorando formatos que obliguen a las y los aspirantes a enfrentarse a un cuestionamiento real, perdamos en calidad memística, pero con suerte todas y todos seríamos un poco menos Denise Maerker, preguntándole a la candidata en turno si va a contestar la pregunta o ya mejor nos resignamos. Por lo pronto, mi favorito sigue siendo Ricardo Anaya acercándose a AMLO para pedirle que le conteste la pregunta «sin payasadas» y AMLO escondiendo la cartera para que el candidato del PAN no se la robe.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
En los debates electorales no todo son memes y risas. Esta tendencia creciente al ataque y la teatralidad quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. Debatámoslo.
Un meme del primer debate electoral de estas campañas muestra a la periodista Denise Maerker, quien fungió como moderadora, sentada en el despacho presidencial con la banda tricolor sobre el pecho. El texto que acompaña al meme la proclama ganadora de aquella noche, no tanto por su buen desempeño en la moderación, sino más bien por el tino de preguntarle en un momento dado a Xóchitl Gálvez, candidata de la alianza PRI/PAN/PRD a la presidencia de la República: «¿Y la pregunta no desea contestarla?».
Recordemos que la interpelada había usado su tiempo de participación para atacar a su contrincante, Claudia Sheinbaum (Morena), en lugar de responder a la cuestión sobre la mesa. No fue la única, claro; Sheinbaum dedicó también buena parte de su participación a mencionar los escándalos de corrupción inmobiliaria con los que se ha vinculado a Gálvez («Yo vivo en un departamento rentado; ella vive en una casa del cártel inmobiliario», afirmó, por ejemplo). En Twitter, otra iteración de la imagen de la moderadora rezaba: «Denise Maerker somos todos durante el debate presidencial». Me parece que este momento, trasladado al internet, da cuenta no solo de que los debates son una fuente inagotable de tremendos memes, sino también de que el concepto mismo del debate electoral, tal como lo vemos hoy en día en este país, se parece más a lo peor de la cultura del internet que a un ejercicio democrático argumentativo. Todo meme —dice un amigo— antes de ser meme es tragedia.
Mi intención original para este texto era revisar, desde un punto de vista lingüístico, las diversas pifias en las que incurren las personas candidatas durante los debates televisados, pero en el camino me topé con el descubrimiento de un hecho que, creo yo, ya no podemos seguir ocultando: hablar es muy difícil.
Me refiero, claro, al milagroso mecanismo anatómico que activa el sistema de liberación y restricción de la salida del aire, que luego se transfigura, como por arte de magia, en un mensaje aderezado de tonos y colores que el cerebro ajeno desenrolla como un telegrama. Pero también a la ardua tarea de intercambiar ideas con otro ser humano. Hay que buscar las palabras en el catálogo de nuestros cerebros con la esperanza, por lo general ingenua, de que el interlocutor las conoce y comparte sus significados tal como los entendemos nosotros. Hay que inventarse al vuelo un andamiaje gramatical que le dé soporte a esas ideas, un estresante jam de improvisación arquitectónica, y si se carece del talento las ideas terminan viviendo como damnificadas en edificios precarios, como dibujados por un niño. Además de todo, hay que cuidar la dicción, prestar atención al volumen, y monitorear que entre las palabras que elegimos del catálogo no se cuelen expresiones propias de nuestro dialecto particular que puedan confundir a hablantes de otras regiones, todo al mismo tiempo, y, por si no fuera poco, hay que añadir los factores externos, como el canal de comunicación, la paciencia del interlocutor o del público oyente, sus susceptibilidades, los nervios, o esa molesta expectativa que tienen los otros de que uno esté diciendo la verdad. Esta complicada red de factores ha llevado a algunos a afirmar que la comunicación es defectuosa por naturaleza, y que ningún mensaje aterriza tal como pretendemos que lo haga.
También te puede interesar leer: "Cuáles son las encuestas presidenciales confiables (y cómo no leerlas)".
Uno creería que tendríamos bastante, entonces, con el fastidio de expresar las ideas que se forman en nuestros cerebros, pero encima de todo se nos ocurrió la brillante idea de contrastarlas. Debatir es como la versión premium de la comunicación; no es suficiente transmitir esas ideas, sino que deben ser mejores que las ajenas. Por lo tanto, si hablar es muy difícil, debatir es dificilísimo. Sumemos la inmensa presión social y la certeza de que el resto de participantes tienen la mejor intención de mostrar tanta hostilidad como se les permita, y quizá tengamos la explicación de por qué las personas en situación de candidato a un cargo público insisten en evitarse la molestia. Espero no provocar con esto una humanización accidental de la clase política —para ese fin deliberado e infructuoso tienen ya a sus equipos de campaña—, pero imaginemos a una persona cuyas credenciales rondan el campo más bien gris de la administración pública, de pronto enfrentada no solo al plano de la comunicación, en sí mismo intimidante, sino también al de la argumentación, en el que corren un mayor riesgo de parecer incompetentes. No es raro que hagan lo posible por huir. Sin embargo, en su escape suelen dejar un rastro de lapsus nerviosos: cómo olvidar a Josefina Vázquez Mota (PAN), que en 2018 llamó a Gabriel Quadri (Nueva Alianza) «candidato Cuadro», o más recientemente, a Jorge Álvarez Máynez (MC) culpando de las enfermedades de la población no al tabaco, sino al incauto estado de Tabasco, junto con giros sintácticos, concatenaciones léxicas y falacias lógicas de las que contamos con un amplio, doloroso y memeable registro.
En teoría, la dinámica de un debate exige poner un tema sobre la mesa —supongamos, la crisis hídrica, el derecho al aborto, si las quesadillas deben o no llevar queso—, para que cada persona candidata exprese su postura sobre él, teniendo como base la ideología del partido o coalición que representa. También en teoría, el electorado atiende luego a las razones esgrimidas y decide, con base en la evidencia y los razonamientos presentados, quién tiene razón sobre dicho tema, y por lo tanto qué plan de gestión resolvería mejor la controversia. Según mi revisión de algunos de los debates de diversas elecciones presidenciales y a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, son dos las principales estrategias que las y los participantes han perfeccionado para evadir todo ese molesto trámite intelectual: el infomercial y el ataque.
El primer caso es simple: la persona aspirante se salta la parte de la discusión y prefiere usar su tiempo, aprovechando el rating, para hacerle publicidad a su plan de gobierno. Simple pero eficaz: tanto, que entre el electorado hay quien ha interiorizado ya la idea de que ese es el objetivo primario del ejercicio de debate. Lo embarazoso es que, al transformar el tiempo efectivo de debate en infomercial, se desprovee de sentido a otros actos de campaña cuyo propósito es precisamente ese, de forma que los spots para radio, televisión e internet terminan siendo jingles de pretensiones inspiracionales y una cantidad infame de pósters de lona no tienen otro remedio que inundar las calles con nada más que el nombre y la carota de quienes pretenden gobernar.
La segunda estrategia es más artera. Acá la inconveniencia de comprometerse a un proceso argumentativo se esquiva acusando al contrincante de algo que hizo o dejó de hacer en el pasado —como hicieron en estas semanas, con prolija libertad, Xóchitl Gálvez y Claudia Shienbaum durante el primer debate presidencial, y también Santiago Taboada (PAN/PRI/PRD) y Clara Brugada (Morena) en el debate por la jefatura de gobierno de la capital—; o, por qué no, poniéndole un apodo.
En los albores del siglo, el candidato presidencial del PAN, Vicente Fox, le colmó la paciencia al candidato del PRI, Francisco Labastida, que se quejó amargamente: «En las últimas semanas me ha llamado “chaparro”, me ha llamado “mariquita”, me ha dicho “Lavestida”», a lo cual el candidato del PAN respondió: «a mí lo majadero se me quita, pero a ustedes lo corrupto nunca». Seis años después, Roberto Madrazo (PRI) anunció: «Voy a mostrar los logros de Calderón», el candidato del PAN, y procedió a mostrar una hoja en blanco. El año 2018 fue testigo de una cadena de ataques que rivaliza solo con los intercambios musicales entre Jorge Negrete y Pedro Infante, aunque con mucho menos encanto: el ahora presidente Andrés Manuel López Obrador le reclamó a Ricardo Anaya (PAN) el hecho de que viviera en el extranjero; Anaya, le contestó destacando que los hijos de López Obrador estudiaron también en el extranjero; luego de esto, AMLO guardó silencio un momento, y luego sentenció: «Ricky Riquín Canallín». Solo los dioses saben cuál era el tema a discutir, cuáles las posturas a defender, cuál el paradero de la esperanza nacional. Parece que en todos estos casos, los candidatos pusieron en práctica la lista irónica del filósofo Arthur Schopenhauer para ganar una discusión sin necesidad de tener razón, especialmente el estratagema número 8:
Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella no estará en condiciones apropiadas de juzgar correctamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incomodándole y, en general, comportándose con insolencia.
En realidad, todas estas no son sino manifestaciones de la antiquísima y bienamada falacia ad hominem, que sustituye la argumentación por un ataque a la persona, y puede que no sirvan para llegar a conclusiones razonables, que no eleven el nivel del ejercicio democrático, que no justifiquen el gasto de recursos que realiza el Instituto Nacional Electoral en la organización del debate, y que, de hecho, hagan pensar que es un desperdicio de los impuestos de la gente. Puede, en suma, que se trate de una renuncia a la razón y una traición al espíritu de debate, pero también nos han dado grandes momentos de entretenimiento digital, como cuando, apenas hace unas semanas, Santiago Taboada le dijo a Clara Brugada: «Tú no eres Clara; eres Turbia, eres Opaca», o cuando una mujer llamada Purificación Carpinteiro, candidata por Nueva Alianza a la jefatura de gobierno en 2018, y de cuya existencia el país se enteró ese mismo día, se convirtió quizá en la más prolífica productora de memes electorales, cuando haciendo gala de un histrionismo telenovelero acusó a Claudia Sheinbaum de mentirosa, apuntándole con el dedo y preguntándole: «¿Tú hablando de transparencia? ¡Esto sí que es un ridículo, caray! ¿Sabes que es el big data? ¿Sabes qué es el internet de las cosas?».
Pero no todo son memes y risas. Esta tendencia al ataque y la teatralidad, que en mi lectura es creciente, quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. No sólo Schopenhauer en El arte de tener razón hablaba de por qué tenerla puede no ser lo más importante; lo sabían también los sofistas griegos, y lo saben quienes, cuando hago un video de Tiktok respondiendo a otro creador de contenido con el que tengo un desacuerdo, escriben en la sección de comentarios: «¡Dale con la silla!» (una referencia tanto a la lucha libre como a Shrek). El público quiere sangre, y la era digital no parece ser la excepción. De hecho, hoy en día hay personas en redes sociales que construyen su plataforma entera alrededor de debatir con miembros de la audiencia, «humillarlos» y luego ir a postear la goleada intelectual en su perfil, donde quienes piensan parecido los llenan de likes e interacciones; este fenómeno se conoce en Estados Unidos como debate porn, y a algunos de sus exponentes como debate bros, y claro, algunos de ellos son muy inteligentes, pero eso no es lo más importante; lo importante es el espectáculo, el knockout.
Parece como si con los debates electorales estuviera pasando algo similar, solo que sin el elemento intelectual, que se sustituye pobremente con una enclenque presentación de «propuestas». Aunque hay quienes identifican algunas características típicas del lenguaje político, como la tendencia a la ambigüedad o el uso abundante de palabras socialmente cargadas —democracia, igualdad, bienestar, etcétera—, Eugenio Coseriu afirmaba que no hay tanto un lenguaje político como un uso político del lenguaje, y creo encontrar un eco en el lenguaje de los debates mexicanos, porque hablar podrá ser muy difícil, pero hablar sin decir nada puede ser sumamente útil. En ese sentido, la participación en el debate electoral ha ido perdiendo su naturaleza argumentativa para convertirse en una especie de escenario o ring de pelea, donde gana quien golpee más duro, quien tenga los mejores comebacks, quien encuentre la silla bajo el cuadrilátero y dé el mejor show. Esto parece ir en línea con el festival de pena ajena que son los perfiles en redes sociales de las personas candidatas, llenas de bailes mensos, memes y otras formas de tratar de empatizar con el público más joven —todo lo cual no tiene nada de malo en sí mismo, salvo cuando opera en sustitución, y no como complemento, de la argumentación—.
Lo cierto es que los debates electorales, si bien son un ejercicio democrático necesario y perfectible, no suelen determinar los resultados de la elección; aún así, podrían, ya de perdida, hacerle algún honor a su nombre. Tras analizar los debates de la elección presidencial de 2012 con un índice de calidad del discurso, el profesor de la UNAM Iván Islas Flores al menos encontró que el tercero de los debates, uno atípico, organizado a petición del movimiento juvenil #YoSoy132, que incluyó dinámicas como el diálogo directo con personas de la ciudadanía, mostró un incremento en el nivel de justificación, es decir, en la calidad de los razonamientos usados por los candidatos. Quizá, explorando formatos que obliguen a las y los aspirantes a enfrentarse a un cuestionamiento real, perdamos en calidad memística, pero con suerte todas y todos seríamos un poco menos Denise Maerker, preguntándole a la candidata en turno si va a contestar la pregunta o ya mejor nos resignamos. Por lo pronto, mi favorito sigue siendo Ricardo Anaya acercándose a AMLO para pedirle que le conteste la pregunta «sin payasadas» y AMLO escondiendo la cartera para que el candidato del PAN no se la robe.
En los debates electorales no todo son memes y risas. Esta tendencia creciente al ataque y la teatralidad quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. Debatámoslo.
Un meme del primer debate electoral de estas campañas muestra a la periodista Denise Maerker, quien fungió como moderadora, sentada en el despacho presidencial con la banda tricolor sobre el pecho. El texto que acompaña al meme la proclama ganadora de aquella noche, no tanto por su buen desempeño en la moderación, sino más bien por el tino de preguntarle en un momento dado a Xóchitl Gálvez, candidata de la alianza PRI/PAN/PRD a la presidencia de la República: «¿Y la pregunta no desea contestarla?».
Recordemos que la interpelada había usado su tiempo de participación para atacar a su contrincante, Claudia Sheinbaum (Morena), en lugar de responder a la cuestión sobre la mesa. No fue la única, claro; Sheinbaum dedicó también buena parte de su participación a mencionar los escándalos de corrupción inmobiliaria con los que se ha vinculado a Gálvez («Yo vivo en un departamento rentado; ella vive en una casa del cártel inmobiliario», afirmó, por ejemplo). En Twitter, otra iteración de la imagen de la moderadora rezaba: «Denise Maerker somos todos durante el debate presidencial». Me parece que este momento, trasladado al internet, da cuenta no solo de que los debates son una fuente inagotable de tremendos memes, sino también de que el concepto mismo del debate electoral, tal como lo vemos hoy en día en este país, se parece más a lo peor de la cultura del internet que a un ejercicio democrático argumentativo. Todo meme —dice un amigo— antes de ser meme es tragedia.
Mi intención original para este texto era revisar, desde un punto de vista lingüístico, las diversas pifias en las que incurren las personas candidatas durante los debates televisados, pero en el camino me topé con el descubrimiento de un hecho que, creo yo, ya no podemos seguir ocultando: hablar es muy difícil.
Me refiero, claro, al milagroso mecanismo anatómico que activa el sistema de liberación y restricción de la salida del aire, que luego se transfigura, como por arte de magia, en un mensaje aderezado de tonos y colores que el cerebro ajeno desenrolla como un telegrama. Pero también a la ardua tarea de intercambiar ideas con otro ser humano. Hay que buscar las palabras en el catálogo de nuestros cerebros con la esperanza, por lo general ingenua, de que el interlocutor las conoce y comparte sus significados tal como los entendemos nosotros. Hay que inventarse al vuelo un andamiaje gramatical que le dé soporte a esas ideas, un estresante jam de improvisación arquitectónica, y si se carece del talento las ideas terminan viviendo como damnificadas en edificios precarios, como dibujados por un niño. Además de todo, hay que cuidar la dicción, prestar atención al volumen, y monitorear que entre las palabras que elegimos del catálogo no se cuelen expresiones propias de nuestro dialecto particular que puedan confundir a hablantes de otras regiones, todo al mismo tiempo, y, por si no fuera poco, hay que añadir los factores externos, como el canal de comunicación, la paciencia del interlocutor o del público oyente, sus susceptibilidades, los nervios, o esa molesta expectativa que tienen los otros de que uno esté diciendo la verdad. Esta complicada red de factores ha llevado a algunos a afirmar que la comunicación es defectuosa por naturaleza, y que ningún mensaje aterriza tal como pretendemos que lo haga.
También te puede interesar leer: "Cuáles son las encuestas presidenciales confiables (y cómo no leerlas)".
Uno creería que tendríamos bastante, entonces, con el fastidio de expresar las ideas que se forman en nuestros cerebros, pero encima de todo se nos ocurrió la brillante idea de contrastarlas. Debatir es como la versión premium de la comunicación; no es suficiente transmitir esas ideas, sino que deben ser mejores que las ajenas. Por lo tanto, si hablar es muy difícil, debatir es dificilísimo. Sumemos la inmensa presión social y la certeza de que el resto de participantes tienen la mejor intención de mostrar tanta hostilidad como se les permita, y quizá tengamos la explicación de por qué las personas en situación de candidato a un cargo público insisten en evitarse la molestia. Espero no provocar con esto una humanización accidental de la clase política —para ese fin deliberado e infructuoso tienen ya a sus equipos de campaña—, pero imaginemos a una persona cuyas credenciales rondan el campo más bien gris de la administración pública, de pronto enfrentada no solo al plano de la comunicación, en sí mismo intimidante, sino también al de la argumentación, en el que corren un mayor riesgo de parecer incompetentes. No es raro que hagan lo posible por huir. Sin embargo, en su escape suelen dejar un rastro de lapsus nerviosos: cómo olvidar a Josefina Vázquez Mota (PAN), que en 2018 llamó a Gabriel Quadri (Nueva Alianza) «candidato Cuadro», o más recientemente, a Jorge Álvarez Máynez (MC) culpando de las enfermedades de la población no al tabaco, sino al incauto estado de Tabasco, junto con giros sintácticos, concatenaciones léxicas y falacias lógicas de las que contamos con un amplio, doloroso y memeable registro.
En teoría, la dinámica de un debate exige poner un tema sobre la mesa —supongamos, la crisis hídrica, el derecho al aborto, si las quesadillas deben o no llevar queso—, para que cada persona candidata exprese su postura sobre él, teniendo como base la ideología del partido o coalición que representa. También en teoría, el electorado atiende luego a las razones esgrimidas y decide, con base en la evidencia y los razonamientos presentados, quién tiene razón sobre dicho tema, y por lo tanto qué plan de gestión resolvería mejor la controversia. Según mi revisión de algunos de los debates de diversas elecciones presidenciales y a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, son dos las principales estrategias que las y los participantes han perfeccionado para evadir todo ese molesto trámite intelectual: el infomercial y el ataque.
El primer caso es simple: la persona aspirante se salta la parte de la discusión y prefiere usar su tiempo, aprovechando el rating, para hacerle publicidad a su plan de gobierno. Simple pero eficaz: tanto, que entre el electorado hay quien ha interiorizado ya la idea de que ese es el objetivo primario del ejercicio de debate. Lo embarazoso es que, al transformar el tiempo efectivo de debate en infomercial, se desprovee de sentido a otros actos de campaña cuyo propósito es precisamente ese, de forma que los spots para radio, televisión e internet terminan siendo jingles de pretensiones inspiracionales y una cantidad infame de pósters de lona no tienen otro remedio que inundar las calles con nada más que el nombre y la carota de quienes pretenden gobernar.
La segunda estrategia es más artera. Acá la inconveniencia de comprometerse a un proceso argumentativo se esquiva acusando al contrincante de algo que hizo o dejó de hacer en el pasado —como hicieron en estas semanas, con prolija libertad, Xóchitl Gálvez y Claudia Shienbaum durante el primer debate presidencial, y también Santiago Taboada (PAN/PRI/PRD) y Clara Brugada (Morena) en el debate por la jefatura de gobierno de la capital—; o, por qué no, poniéndole un apodo.
En los albores del siglo, el candidato presidencial del PAN, Vicente Fox, le colmó la paciencia al candidato del PRI, Francisco Labastida, que se quejó amargamente: «En las últimas semanas me ha llamado “chaparro”, me ha llamado “mariquita”, me ha dicho “Lavestida”», a lo cual el candidato del PAN respondió: «a mí lo majadero se me quita, pero a ustedes lo corrupto nunca». Seis años después, Roberto Madrazo (PRI) anunció: «Voy a mostrar los logros de Calderón», el candidato del PAN, y procedió a mostrar una hoja en blanco. El año 2018 fue testigo de una cadena de ataques que rivaliza solo con los intercambios musicales entre Jorge Negrete y Pedro Infante, aunque con mucho menos encanto: el ahora presidente Andrés Manuel López Obrador le reclamó a Ricardo Anaya (PAN) el hecho de que viviera en el extranjero; Anaya, le contestó destacando que los hijos de López Obrador estudiaron también en el extranjero; luego de esto, AMLO guardó silencio un momento, y luego sentenció: «Ricky Riquín Canallín». Solo los dioses saben cuál era el tema a discutir, cuáles las posturas a defender, cuál el paradero de la esperanza nacional. Parece que en todos estos casos, los candidatos pusieron en práctica la lista irónica del filósofo Arthur Schopenhauer para ganar una discusión sin necesidad de tener razón, especialmente el estratagema número 8:
Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella no estará en condiciones apropiadas de juzgar correctamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incomodándole y, en general, comportándose con insolencia.
En realidad, todas estas no son sino manifestaciones de la antiquísima y bienamada falacia ad hominem, que sustituye la argumentación por un ataque a la persona, y puede que no sirvan para llegar a conclusiones razonables, que no eleven el nivel del ejercicio democrático, que no justifiquen el gasto de recursos que realiza el Instituto Nacional Electoral en la organización del debate, y que, de hecho, hagan pensar que es un desperdicio de los impuestos de la gente. Puede, en suma, que se trate de una renuncia a la razón y una traición al espíritu de debate, pero también nos han dado grandes momentos de entretenimiento digital, como cuando, apenas hace unas semanas, Santiago Taboada le dijo a Clara Brugada: «Tú no eres Clara; eres Turbia, eres Opaca», o cuando una mujer llamada Purificación Carpinteiro, candidata por Nueva Alianza a la jefatura de gobierno en 2018, y de cuya existencia el país se enteró ese mismo día, se convirtió quizá en la más prolífica productora de memes electorales, cuando haciendo gala de un histrionismo telenovelero acusó a Claudia Sheinbaum de mentirosa, apuntándole con el dedo y preguntándole: «¿Tú hablando de transparencia? ¡Esto sí que es un ridículo, caray! ¿Sabes que es el big data? ¿Sabes qué es el internet de las cosas?».
Pero no todo son memes y risas. Esta tendencia al ataque y la teatralidad, que en mi lectura es creciente, quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. No sólo Schopenhauer en El arte de tener razón hablaba de por qué tenerla puede no ser lo más importante; lo sabían también los sofistas griegos, y lo saben quienes, cuando hago un video de Tiktok respondiendo a otro creador de contenido con el que tengo un desacuerdo, escriben en la sección de comentarios: «¡Dale con la silla!» (una referencia tanto a la lucha libre como a Shrek). El público quiere sangre, y la era digital no parece ser la excepción. De hecho, hoy en día hay personas en redes sociales que construyen su plataforma entera alrededor de debatir con miembros de la audiencia, «humillarlos» y luego ir a postear la goleada intelectual en su perfil, donde quienes piensan parecido los llenan de likes e interacciones; este fenómeno se conoce en Estados Unidos como debate porn, y a algunos de sus exponentes como debate bros, y claro, algunos de ellos son muy inteligentes, pero eso no es lo más importante; lo importante es el espectáculo, el knockout.
Parece como si con los debates electorales estuviera pasando algo similar, solo que sin el elemento intelectual, que se sustituye pobremente con una enclenque presentación de «propuestas». Aunque hay quienes identifican algunas características típicas del lenguaje político, como la tendencia a la ambigüedad o el uso abundante de palabras socialmente cargadas —democracia, igualdad, bienestar, etcétera—, Eugenio Coseriu afirmaba que no hay tanto un lenguaje político como un uso político del lenguaje, y creo encontrar un eco en el lenguaje de los debates mexicanos, porque hablar podrá ser muy difícil, pero hablar sin decir nada puede ser sumamente útil. En ese sentido, la participación en el debate electoral ha ido perdiendo su naturaleza argumentativa para convertirse en una especie de escenario o ring de pelea, donde gana quien golpee más duro, quien tenga los mejores comebacks, quien encuentre la silla bajo el cuadrilátero y dé el mejor show. Esto parece ir en línea con el festival de pena ajena que son los perfiles en redes sociales de las personas candidatas, llenas de bailes mensos, memes y otras formas de tratar de empatizar con el público más joven —todo lo cual no tiene nada de malo en sí mismo, salvo cuando opera en sustitución, y no como complemento, de la argumentación—.
Lo cierto es que los debates electorales, si bien son un ejercicio democrático necesario y perfectible, no suelen determinar los resultados de la elección; aún así, podrían, ya de perdida, hacerle algún honor a su nombre. Tras analizar los debates de la elección presidencial de 2012 con un índice de calidad del discurso, el profesor de la UNAM Iván Islas Flores al menos encontró que el tercero de los debates, uno atípico, organizado a petición del movimiento juvenil #YoSoy132, que incluyó dinámicas como el diálogo directo con personas de la ciudadanía, mostró un incremento en el nivel de justificación, es decir, en la calidad de los razonamientos usados por los candidatos. Quizá, explorando formatos que obliguen a las y los aspirantes a enfrentarse a un cuestionamiento real, perdamos en calidad memística, pero con suerte todas y todos seríamos un poco menos Denise Maerker, preguntándole a la candidata en turno si va a contestar la pregunta o ya mejor nos resignamos. Por lo pronto, mi favorito sigue siendo Ricardo Anaya acercándose a AMLO para pedirle que le conteste la pregunta «sin payasadas» y AMLO escondiendo la cartera para que el candidato del PAN no se la robe.
Ilustración de Fernanda Jiménez.
En los debates electorales no todo son memes y risas. Esta tendencia creciente al ataque y la teatralidad quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. Debatámoslo.
Un meme del primer debate electoral de estas campañas muestra a la periodista Denise Maerker, quien fungió como moderadora, sentada en el despacho presidencial con la banda tricolor sobre el pecho. El texto que acompaña al meme la proclama ganadora de aquella noche, no tanto por su buen desempeño en la moderación, sino más bien por el tino de preguntarle en un momento dado a Xóchitl Gálvez, candidata de la alianza PRI/PAN/PRD a la presidencia de la República: «¿Y la pregunta no desea contestarla?».
Recordemos que la interpelada había usado su tiempo de participación para atacar a su contrincante, Claudia Sheinbaum (Morena), en lugar de responder a la cuestión sobre la mesa. No fue la única, claro; Sheinbaum dedicó también buena parte de su participación a mencionar los escándalos de corrupción inmobiliaria con los que se ha vinculado a Gálvez («Yo vivo en un departamento rentado; ella vive en una casa del cártel inmobiliario», afirmó, por ejemplo). En Twitter, otra iteración de la imagen de la moderadora rezaba: «Denise Maerker somos todos durante el debate presidencial». Me parece que este momento, trasladado al internet, da cuenta no solo de que los debates son una fuente inagotable de tremendos memes, sino también de que el concepto mismo del debate electoral, tal como lo vemos hoy en día en este país, se parece más a lo peor de la cultura del internet que a un ejercicio democrático argumentativo. Todo meme —dice un amigo— antes de ser meme es tragedia.
Mi intención original para este texto era revisar, desde un punto de vista lingüístico, las diversas pifias en las que incurren las personas candidatas durante los debates televisados, pero en el camino me topé con el descubrimiento de un hecho que, creo yo, ya no podemos seguir ocultando: hablar es muy difícil.
Me refiero, claro, al milagroso mecanismo anatómico que activa el sistema de liberación y restricción de la salida del aire, que luego se transfigura, como por arte de magia, en un mensaje aderezado de tonos y colores que el cerebro ajeno desenrolla como un telegrama. Pero también a la ardua tarea de intercambiar ideas con otro ser humano. Hay que buscar las palabras en el catálogo de nuestros cerebros con la esperanza, por lo general ingenua, de que el interlocutor las conoce y comparte sus significados tal como los entendemos nosotros. Hay que inventarse al vuelo un andamiaje gramatical que le dé soporte a esas ideas, un estresante jam de improvisación arquitectónica, y si se carece del talento las ideas terminan viviendo como damnificadas en edificios precarios, como dibujados por un niño. Además de todo, hay que cuidar la dicción, prestar atención al volumen, y monitorear que entre las palabras que elegimos del catálogo no se cuelen expresiones propias de nuestro dialecto particular que puedan confundir a hablantes de otras regiones, todo al mismo tiempo, y, por si no fuera poco, hay que añadir los factores externos, como el canal de comunicación, la paciencia del interlocutor o del público oyente, sus susceptibilidades, los nervios, o esa molesta expectativa que tienen los otros de que uno esté diciendo la verdad. Esta complicada red de factores ha llevado a algunos a afirmar que la comunicación es defectuosa por naturaleza, y que ningún mensaje aterriza tal como pretendemos que lo haga.
También te puede interesar leer: "Cuáles son las encuestas presidenciales confiables (y cómo no leerlas)".
Uno creería que tendríamos bastante, entonces, con el fastidio de expresar las ideas que se forman en nuestros cerebros, pero encima de todo se nos ocurrió la brillante idea de contrastarlas. Debatir es como la versión premium de la comunicación; no es suficiente transmitir esas ideas, sino que deben ser mejores que las ajenas. Por lo tanto, si hablar es muy difícil, debatir es dificilísimo. Sumemos la inmensa presión social y la certeza de que el resto de participantes tienen la mejor intención de mostrar tanta hostilidad como se les permita, y quizá tengamos la explicación de por qué las personas en situación de candidato a un cargo público insisten en evitarse la molestia. Espero no provocar con esto una humanización accidental de la clase política —para ese fin deliberado e infructuoso tienen ya a sus equipos de campaña—, pero imaginemos a una persona cuyas credenciales rondan el campo más bien gris de la administración pública, de pronto enfrentada no solo al plano de la comunicación, en sí mismo intimidante, sino también al de la argumentación, en el que corren un mayor riesgo de parecer incompetentes. No es raro que hagan lo posible por huir. Sin embargo, en su escape suelen dejar un rastro de lapsus nerviosos: cómo olvidar a Josefina Vázquez Mota (PAN), que en 2018 llamó a Gabriel Quadri (Nueva Alianza) «candidato Cuadro», o más recientemente, a Jorge Álvarez Máynez (MC) culpando de las enfermedades de la población no al tabaco, sino al incauto estado de Tabasco, junto con giros sintácticos, concatenaciones léxicas y falacias lógicas de las que contamos con un amplio, doloroso y memeable registro.
En teoría, la dinámica de un debate exige poner un tema sobre la mesa —supongamos, la crisis hídrica, el derecho al aborto, si las quesadillas deben o no llevar queso—, para que cada persona candidata exprese su postura sobre él, teniendo como base la ideología del partido o coalición que representa. También en teoría, el electorado atiende luego a las razones esgrimidas y decide, con base en la evidencia y los razonamientos presentados, quién tiene razón sobre dicho tema, y por lo tanto qué plan de gestión resolvería mejor la controversia. Según mi revisión de algunos de los debates de diversas elecciones presidenciales y a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, son dos las principales estrategias que las y los participantes han perfeccionado para evadir todo ese molesto trámite intelectual: el infomercial y el ataque.
El primer caso es simple: la persona aspirante se salta la parte de la discusión y prefiere usar su tiempo, aprovechando el rating, para hacerle publicidad a su plan de gobierno. Simple pero eficaz: tanto, que entre el electorado hay quien ha interiorizado ya la idea de que ese es el objetivo primario del ejercicio de debate. Lo embarazoso es que, al transformar el tiempo efectivo de debate en infomercial, se desprovee de sentido a otros actos de campaña cuyo propósito es precisamente ese, de forma que los spots para radio, televisión e internet terminan siendo jingles de pretensiones inspiracionales y una cantidad infame de pósters de lona no tienen otro remedio que inundar las calles con nada más que el nombre y la carota de quienes pretenden gobernar.
La segunda estrategia es más artera. Acá la inconveniencia de comprometerse a un proceso argumentativo se esquiva acusando al contrincante de algo que hizo o dejó de hacer en el pasado —como hicieron en estas semanas, con prolija libertad, Xóchitl Gálvez y Claudia Shienbaum durante el primer debate presidencial, y también Santiago Taboada (PAN/PRI/PRD) y Clara Brugada (Morena) en el debate por la jefatura de gobierno de la capital—; o, por qué no, poniéndole un apodo.
En los albores del siglo, el candidato presidencial del PAN, Vicente Fox, le colmó la paciencia al candidato del PRI, Francisco Labastida, que se quejó amargamente: «En las últimas semanas me ha llamado “chaparro”, me ha llamado “mariquita”, me ha dicho “Lavestida”», a lo cual el candidato del PAN respondió: «a mí lo majadero se me quita, pero a ustedes lo corrupto nunca». Seis años después, Roberto Madrazo (PRI) anunció: «Voy a mostrar los logros de Calderón», el candidato del PAN, y procedió a mostrar una hoja en blanco. El año 2018 fue testigo de una cadena de ataques que rivaliza solo con los intercambios musicales entre Jorge Negrete y Pedro Infante, aunque con mucho menos encanto: el ahora presidente Andrés Manuel López Obrador le reclamó a Ricardo Anaya (PAN) el hecho de que viviera en el extranjero; Anaya, le contestó destacando que los hijos de López Obrador estudiaron también en el extranjero; luego de esto, AMLO guardó silencio un momento, y luego sentenció: «Ricky Riquín Canallín». Solo los dioses saben cuál era el tema a discutir, cuáles las posturas a defender, cuál el paradero de la esperanza nacional. Parece que en todos estos casos, los candidatos pusieron en práctica la lista irónica del filósofo Arthur Schopenhauer para ganar una discusión sin necesidad de tener razón, especialmente el estratagema número 8:
Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella no estará en condiciones apropiadas de juzgar correctamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incomodándole y, en general, comportándose con insolencia.
En realidad, todas estas no son sino manifestaciones de la antiquísima y bienamada falacia ad hominem, que sustituye la argumentación por un ataque a la persona, y puede que no sirvan para llegar a conclusiones razonables, que no eleven el nivel del ejercicio democrático, que no justifiquen el gasto de recursos que realiza el Instituto Nacional Electoral en la organización del debate, y que, de hecho, hagan pensar que es un desperdicio de los impuestos de la gente. Puede, en suma, que se trate de una renuncia a la razón y una traición al espíritu de debate, pero también nos han dado grandes momentos de entretenimiento digital, como cuando, apenas hace unas semanas, Santiago Taboada le dijo a Clara Brugada: «Tú no eres Clara; eres Turbia, eres Opaca», o cuando una mujer llamada Purificación Carpinteiro, candidata por Nueva Alianza a la jefatura de gobierno en 2018, y de cuya existencia el país se enteró ese mismo día, se convirtió quizá en la más prolífica productora de memes electorales, cuando haciendo gala de un histrionismo telenovelero acusó a Claudia Sheinbaum de mentirosa, apuntándole con el dedo y preguntándole: «¿Tú hablando de transparencia? ¡Esto sí que es un ridículo, caray! ¿Sabes que es el big data? ¿Sabes qué es el internet de las cosas?».
Pero no todo son memes y risas. Esta tendencia al ataque y la teatralidad, que en mi lectura es creciente, quizá obedezca a la urgencia de sustituir el talento argumentativo del que se carece, pero puede que también a algo más retorcido. No sólo Schopenhauer en El arte de tener razón hablaba de por qué tenerla puede no ser lo más importante; lo sabían también los sofistas griegos, y lo saben quienes, cuando hago un video de Tiktok respondiendo a otro creador de contenido con el que tengo un desacuerdo, escriben en la sección de comentarios: «¡Dale con la silla!» (una referencia tanto a la lucha libre como a Shrek). El público quiere sangre, y la era digital no parece ser la excepción. De hecho, hoy en día hay personas en redes sociales que construyen su plataforma entera alrededor de debatir con miembros de la audiencia, «humillarlos» y luego ir a postear la goleada intelectual en su perfil, donde quienes piensan parecido los llenan de likes e interacciones; este fenómeno se conoce en Estados Unidos como debate porn, y a algunos de sus exponentes como debate bros, y claro, algunos de ellos son muy inteligentes, pero eso no es lo más importante; lo importante es el espectáculo, el knockout.
Parece como si con los debates electorales estuviera pasando algo similar, solo que sin el elemento intelectual, que se sustituye pobremente con una enclenque presentación de «propuestas». Aunque hay quienes identifican algunas características típicas del lenguaje político, como la tendencia a la ambigüedad o el uso abundante de palabras socialmente cargadas —democracia, igualdad, bienestar, etcétera—, Eugenio Coseriu afirmaba que no hay tanto un lenguaje político como un uso político del lenguaje, y creo encontrar un eco en el lenguaje de los debates mexicanos, porque hablar podrá ser muy difícil, pero hablar sin decir nada puede ser sumamente útil. En ese sentido, la participación en el debate electoral ha ido perdiendo su naturaleza argumentativa para convertirse en una especie de escenario o ring de pelea, donde gana quien golpee más duro, quien tenga los mejores comebacks, quien encuentre la silla bajo el cuadrilátero y dé el mejor show. Esto parece ir en línea con el festival de pena ajena que son los perfiles en redes sociales de las personas candidatas, llenas de bailes mensos, memes y otras formas de tratar de empatizar con el público más joven —todo lo cual no tiene nada de malo en sí mismo, salvo cuando opera en sustitución, y no como complemento, de la argumentación—.
Lo cierto es que los debates electorales, si bien son un ejercicio democrático necesario y perfectible, no suelen determinar los resultados de la elección; aún así, podrían, ya de perdida, hacerle algún honor a su nombre. Tras analizar los debates de la elección presidencial de 2012 con un índice de calidad del discurso, el profesor de la UNAM Iván Islas Flores al menos encontró que el tercero de los debates, uno atípico, organizado a petición del movimiento juvenil #YoSoy132, que incluyó dinámicas como el diálogo directo con personas de la ciudadanía, mostró un incremento en el nivel de justificación, es decir, en la calidad de los razonamientos usados por los candidatos. Quizá, explorando formatos que obliguen a las y los aspirantes a enfrentarse a un cuestionamiento real, perdamos en calidad memística, pero con suerte todas y todos seríamos un poco menos Denise Maerker, preguntándole a la candidata en turno si va a contestar la pregunta o ya mejor nos resignamos. Por lo pronto, mi favorito sigue siendo Ricardo Anaya acercándose a AMLO para pedirle que le conteste la pregunta «sin payasadas» y AMLO escondiendo la cartera para que el candidato del PAN no se la robe.
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