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Al hablar de la ciudad, demasiada atención hemos puesto a plazas y avenidas, ignorando las esquinas. Son el epítome de la urbe; permiten el encuentro con quien viene en rumbo contrario. En la esquina es posible el consenso y el conflicto. La diversidad se mira de frente, se intercala, se cruza y sigue su camino. Este ensayo nos revela la polisemia de las esquinas.
“¡Esto es Esparta!”, me imagino que alguien grita, como en 300, la conocida película de Zack Snyder (2006) basada en el cómic homónimo, cuando el semáforo se pone en verde en el cruce peatonal entre la esquina de Avenida Juárez y el Eje Central Lázaro Cárdenas y la esquina de la Torre Latinoamericana que inaugura la calle de Madero. De hecho, si uno busca este punto específico del centro de la Ciudad de México en Google Maps, podrá ver, haciendo el zoom correspondiente, a los dos ejércitos pequeñitos, hormigosos, esperando la luz del siga para encontrarse contra un enemigo que tampoco está dispuesto a claudicar.
El Eje Central, el río cuyo flujo mantiene a los dos ejércitos separados y ansiosos, es una arteria vital del centro de la ciudad, y los tiempos del semáforo le rinden una pleitesía equivalente, por lo que a cada segundo los batallones de ambos lados suman nuevos reclutas: los vestidos de civil, los que van de traje sastre, los que llevan uniforme escolar, los turistas, las caricaturas japonesas, los comerciantes menudistas, los soldados no metafóricos, los fantasmas. No nos conocemos, pero somos, por obra de la pura posición, compatriotas de esquina, defensores de un bando nacido de la espontaneidad, al punto que los otros, los que nos miran de frente a la sombra de la Torre Latino —ese castillo a conquistar, con un 7-Eleven por toda barbacana—, nos resultan aunque sea un poquito despreciables por haber elegido el camino opuesto. Cuando el flujo de autos se interrumpe y el campo de batalla queda libre, se despiertan los frentes y avanzamos, aunque nadie grita “¡Esto es Esparta!” (o “¡Esto es Avenida Juárez!”, siendo más rigurosos en la tropicalización) porque somos los ejércitos más democráticos del mundo, no solo por nuestra diversidad manifiesta, sino por la ausencia de generales, héroes y demás fauna protagónica. Y, sin embargo, justo a media calle, ocurre el milagro de la paz: como en una coreografía heredada, unos y otros nos intercalamos y pasamos de largo, con saldo blanco salvo por el ocasional choque inofensivo; cada quien conquista su tierra prometida, y los ejércitos se disipan, sin despedirse, para dar paso, apenas se ponga el semáforo en rojo, a otros nuevos, igualmente diversos y pacíficos. Esto no es Esparta. Esto es la ciudad. Una ciudad, como otras, hecha de esquinas.
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Cuando se mira el panorama urbano desde las alturas, desde un avión o helicóptero, o desde uno de esos drones que hoy en día hacen las veces de fotógrafos, las esquinas se disfrazan de accidentes, de ruido blanco, de epidermis arquitectónica. En lugares como La Plata, Argentina, la “Ciudad de las Diagonales”, un cuadrado perfecto atravesado por calles trazadas con precisión obsesiva, son acaso un tanto más notorias, apreciadas como sutilezas de escultor. La esquina urbana, sin embargo, no puede entenderse del todo desde lejos, en su acepción geométrica. Apenas acercamos el zoom, se convierte en la ciudad misma, a escala humana, porque recobra su encanto escondido: el suspenso.
Recuerdo que en otra película bélica, Troya (2004), el Aquiles güero de Brad Pitt le dice a Briseida que los dioses envidian nuestra mortalidad porque la incertidumbre les da sentido a nuestras vidas, y es sabido que una película no necesita ser buena para tener razón. Los dioses saben más de lo que necesitan para ser felices, para ser en general. Las ciudades de los dioses no tienen esquinas. Están incapacitados para ignorar qué hay a la vuelta, y quizá por eso se han exiliado de las urbes humanas. Para nosotros, equipados con el regalo de la ignorancia, cada esquina es un recordatorio de la propia existencia, porque —salvo cuando alguien, jugando a ser dios, cuelga en lo alto de la arista uno de esos espejos convexos— no podemos adivinar lo que hay ni lo que viene hacia nosotros del lado oculto de la calle. Toda esquina es un acto de fe, y la fe es un síntoma de humanidad. La ciudad no se entiende sin sus habitantes, y la esquina es, por lo tanto, la secreta columna vertebral de la ciudad: tal vez no sea casual (y, si lo es, da lo mismo) que su etimología se remonte al germánico skina, “espinazo”, de donde nació el italiano schiena, la espalda que abriga la médula.
Mientras cruzo el Eje Central pienso que la cotidiana guerra inexistente entre las huestes de Avenida Juárez y las de la calle de Madero es lo menos importante. El evento verdadero es anterior, cuando el semáforo sigue en rojo, cuando de las dos rectas que convergen en la esquina llegamos, como llegan a todas las esquinas, especímenes fortuitos de la especie, en desorden, sin que medie criterio ni algoritmo alguno. Decía el arquitecto catalán Manuel de Solà-Morales que “la esquina es una metáfora de la ciudad porque constituye una propuesta a partir de la diversidad”. En ella confluyen irremediablemente al menos dos rumbos y la posibilidad de incontables destinos. Se me ocurre, de hecho, que la esquina tiene una vocación social más grande que la de los propios edificios porque, parafraseando muy de lejos una máxima cristiana, no hay mérito en juntar a los que ya se conocen, sino a los que podrían conocerse, y la sociedad, como la esquina, es la posibilidad equidistante del conflicto y del consenso. Diría tal vez, ya encarrerado, que la esquina es el antónimo del individualismo. Propongo, entonces, tomarnos en serio la idea de hacer una encuesta rigurosa con base en las preferencias políticas de las personas, porque tengo la teoría de que a la gente muy conservadora le gustan un poco menos las esquinas, que representan el riesgo de la diversidad. Es probable que ellos prefieran las calles, la caminata semiautomática de las rectas que se antoja imposible en las intersecciones o, más seguramente, el retraimiento itinerante de sus autos, y con suerte estos datos puedan analizarse, así como existen estudios que han encontrado correlación entre el conservadurismo y la preferencia por los perros sobre los gatos, un animal al parecer demasiado progresista.
Quizá el diseño de las ciudades y de las políticas públicas que las rigen debería empezar por las esquinas, donde cada quien viene de donde viene y cada quien va adonde va, y lo distinto no incomoda porque cruzarse en ese punto, incluso compartir ese espacio por unos momentos, se sabe lo más natural del mundo. Tal vez algo así tenían en mente los españoles que inventaron (o al menos teorizaron por primera vez sobre) el chaflán, esa esquina chata, también llamada coupé por parecer una esquina rebanada de la punta; la esquina que no es esquina. Muchos ejemplos podrían encontrarse en Barcelona, pero ni siquiera necesito ir tan lejos porque mi colonia está llena de ellos. En los albores de la colonia San Rafael, en tiempos de Porfirio Díaz, se diseñaron manzanas de esquinas cercenadas para que los caballos pudieran aparcar en esos espacios; ese hecho tuvo como consecuencia la arquitectura particular de algunas de las casas del barrio, que debieron adaptarse a la falta de esquinas propiamente dichas, pero también un pequeño milagro geométrico: al convertirse cuatro esquinas en cuatro rectas, la anodina confluencia de dos calles se transforma a su vez en un cuadrado, en la reminiscencia de una plaza pública. El chaflán es, por ende, la negación de la esquina y al mismo tiempo su confirmación, su desaparición y al mismo tiempo el epítome de su proclividad a convertirse en punto de encuentro. Habríamos de tomar decisiones como si hiciéramos chaflanes, ampliando el lugar de la convergencia.
Camino por Madero, la misma calle que recorrió Pancho Villa el día que le puso ese nombre y que ahora es un alargado trecho peatonal, una danza monumental de transeúntes que nos escabullimos entre los muchachitos que reparten volantes de servicios de optometría, las botargas de superhéroes y las melodías dentadas de un organillo. En el siguiente cruce, donde una mamá detiene al hijo que no venía poniendo atención al semáforo en rojo, pienso que las esquinas guardan también otros significados. El miedo, por ejemplo; no solo el miedo prejuicioso a la otredad, sino un miedo anterior, animal. La esquina y la noche son un tropo del cine de suspenso, por ejemplo: una sombra que se acerca desde el otro lado, el Más Allá de la esquina, estirándose bajo el ángulo de una farola. O el miedo más pedestre —literalmente, en es-te caso— a encontrarse con un automóvil o una bicicleta a la suficiente velocidad. La cafetería de Noctámbulos, el famoso cuadro de Edward Hopper, a pesar de tener ventanales que permiten la visión del lado perpendicular, posee un aura desconcertante, debida sin duda a la paleta cromática y a las sutilezas de la escena, pero también al hecho de que el lugar está ubicado en una esquina, lo que le da cierta cualidad flotante que abona a la soledad general de la pintura. En México, la esquina ha sido también, desde tiempos nebulosos, el símbolo de la prostitución. Y, sin embargo, la polisemia de la esquina, también cuando está embarrada de los achaques profundos de la sociedad, nos lleva una y otra vez a la posibilidad de los otros.
Me llama la atención, por otra parte, la diferencia sutil pero evidente entre la esquina hispana y su equivalente anglosajón, corner. Compartimos, eso sí, la expresión “around the corner / a la vuelta de la esquina”, pero corner aparece con frecuencia en interiores, mientras que en español es un concepto exterior. Los angloparlantes introvertidos, cuando van a una fiesta —probablemente contra su mejor opinión—, se quedan “in the corner”, pero los que hablamos español nos quedamos, en todo caso, “en el rincón”, porque la esquina es casi siem-pre, más bien, un concepto de cara al mundo, un espacio visible, público, como el Zócalo al que desemboca la calle de Madero, con sus cuatro esquinas sin muros que recuerdan a esa isla prehispánica cuyas esquinas eran asomarse al lago. En nuestra lengua, al menos, la esquina es la semilla de lo colectivo.
Una ciudad es sobre todo sus esquinas, porque una ciudad es sobre todo sus habitantes. Un poco así lo decía Italo Calvino de Las ciudades invisibles: “No te deleitas en una ciudad por sus siete o setenta maravillas, sino por la respuesta que da a una de tus preguntas”.
Este texto fue publicado en Gatopardo 221. La vida en las ciudades.
Escritor, traductor, editor y docente mexicano. Egresado de la licenciatura en Interpretación del Instituto Superior de Intérpretes y Traductores y de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Estudió el diplomado en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. Es autor de dos libros: Señales de vida (Fá, 2016) y Strauss quería pastel (Tierra Adentro, 2018), con el que ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez. Fue editor de la revista digital La Hoja de Arena. Como traductor, ha vertido al español a Roxane Gay. Ha sido becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca.
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Al hablar de la ciudad, demasiada atención hemos puesto a plazas y avenidas, ignorando las esquinas. Son el epítome de la urbe; permiten el encuentro con quien viene en rumbo contrario. En la esquina es posible el consenso y el conflicto. La diversidad se mira de frente, se intercala, se cruza y sigue su camino. Este ensayo nos revela la polisemia de las esquinas.
“¡Esto es Esparta!”, me imagino que alguien grita, como en 300, la conocida película de Zack Snyder (2006) basada en el cómic homónimo, cuando el semáforo se pone en verde en el cruce peatonal entre la esquina de Avenida Juárez y el Eje Central Lázaro Cárdenas y la esquina de la Torre Latinoamericana que inaugura la calle de Madero. De hecho, si uno busca este punto específico del centro de la Ciudad de México en Google Maps, podrá ver, haciendo el zoom correspondiente, a los dos ejércitos pequeñitos, hormigosos, esperando la luz del siga para encontrarse contra un enemigo que tampoco está dispuesto a claudicar.
El Eje Central, el río cuyo flujo mantiene a los dos ejércitos separados y ansiosos, es una arteria vital del centro de la ciudad, y los tiempos del semáforo le rinden una pleitesía equivalente, por lo que a cada segundo los batallones de ambos lados suman nuevos reclutas: los vestidos de civil, los que van de traje sastre, los que llevan uniforme escolar, los turistas, las caricaturas japonesas, los comerciantes menudistas, los soldados no metafóricos, los fantasmas. No nos conocemos, pero somos, por obra de la pura posición, compatriotas de esquina, defensores de un bando nacido de la espontaneidad, al punto que los otros, los que nos miran de frente a la sombra de la Torre Latino —ese castillo a conquistar, con un 7-Eleven por toda barbacana—, nos resultan aunque sea un poquito despreciables por haber elegido el camino opuesto. Cuando el flujo de autos se interrumpe y el campo de batalla queda libre, se despiertan los frentes y avanzamos, aunque nadie grita “¡Esto es Esparta!” (o “¡Esto es Avenida Juárez!”, siendo más rigurosos en la tropicalización) porque somos los ejércitos más democráticos del mundo, no solo por nuestra diversidad manifiesta, sino por la ausencia de generales, héroes y demás fauna protagónica. Y, sin embargo, justo a media calle, ocurre el milagro de la paz: como en una coreografía heredada, unos y otros nos intercalamos y pasamos de largo, con saldo blanco salvo por el ocasional choque inofensivo; cada quien conquista su tierra prometida, y los ejércitos se disipan, sin despedirse, para dar paso, apenas se ponga el semáforo en rojo, a otros nuevos, igualmente diversos y pacíficos. Esto no es Esparta. Esto es la ciudad. Una ciudad, como otras, hecha de esquinas.
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Cuando se mira el panorama urbano desde las alturas, desde un avión o helicóptero, o desde uno de esos drones que hoy en día hacen las veces de fotógrafos, las esquinas se disfrazan de accidentes, de ruido blanco, de epidermis arquitectónica. En lugares como La Plata, Argentina, la “Ciudad de las Diagonales”, un cuadrado perfecto atravesado por calles trazadas con precisión obsesiva, son acaso un tanto más notorias, apreciadas como sutilezas de escultor. La esquina urbana, sin embargo, no puede entenderse del todo desde lejos, en su acepción geométrica. Apenas acercamos el zoom, se convierte en la ciudad misma, a escala humana, porque recobra su encanto escondido: el suspenso.
Recuerdo que en otra película bélica, Troya (2004), el Aquiles güero de Brad Pitt le dice a Briseida que los dioses envidian nuestra mortalidad porque la incertidumbre les da sentido a nuestras vidas, y es sabido que una película no necesita ser buena para tener razón. Los dioses saben más de lo que necesitan para ser felices, para ser en general. Las ciudades de los dioses no tienen esquinas. Están incapacitados para ignorar qué hay a la vuelta, y quizá por eso se han exiliado de las urbes humanas. Para nosotros, equipados con el regalo de la ignorancia, cada esquina es un recordatorio de la propia existencia, porque —salvo cuando alguien, jugando a ser dios, cuelga en lo alto de la arista uno de esos espejos convexos— no podemos adivinar lo que hay ni lo que viene hacia nosotros del lado oculto de la calle. Toda esquina es un acto de fe, y la fe es un síntoma de humanidad. La ciudad no se entiende sin sus habitantes, y la esquina es, por lo tanto, la secreta columna vertebral de la ciudad: tal vez no sea casual (y, si lo es, da lo mismo) que su etimología se remonte al germánico skina, “espinazo”, de donde nació el italiano schiena, la espalda que abriga la médula.
Mientras cruzo el Eje Central pienso que la cotidiana guerra inexistente entre las huestes de Avenida Juárez y las de la calle de Madero es lo menos importante. El evento verdadero es anterior, cuando el semáforo sigue en rojo, cuando de las dos rectas que convergen en la esquina llegamos, como llegan a todas las esquinas, especímenes fortuitos de la especie, en desorden, sin que medie criterio ni algoritmo alguno. Decía el arquitecto catalán Manuel de Solà-Morales que “la esquina es una metáfora de la ciudad porque constituye una propuesta a partir de la diversidad”. En ella confluyen irremediablemente al menos dos rumbos y la posibilidad de incontables destinos. Se me ocurre, de hecho, que la esquina tiene una vocación social más grande que la de los propios edificios porque, parafraseando muy de lejos una máxima cristiana, no hay mérito en juntar a los que ya se conocen, sino a los que podrían conocerse, y la sociedad, como la esquina, es la posibilidad equidistante del conflicto y del consenso. Diría tal vez, ya encarrerado, que la esquina es el antónimo del individualismo. Propongo, entonces, tomarnos en serio la idea de hacer una encuesta rigurosa con base en las preferencias políticas de las personas, porque tengo la teoría de que a la gente muy conservadora le gustan un poco menos las esquinas, que representan el riesgo de la diversidad. Es probable que ellos prefieran las calles, la caminata semiautomática de las rectas que se antoja imposible en las intersecciones o, más seguramente, el retraimiento itinerante de sus autos, y con suerte estos datos puedan analizarse, así como existen estudios que han encontrado correlación entre el conservadurismo y la preferencia por los perros sobre los gatos, un animal al parecer demasiado progresista.
Quizá el diseño de las ciudades y de las políticas públicas que las rigen debería empezar por las esquinas, donde cada quien viene de donde viene y cada quien va adonde va, y lo distinto no incomoda porque cruzarse en ese punto, incluso compartir ese espacio por unos momentos, se sabe lo más natural del mundo. Tal vez algo así tenían en mente los españoles que inventaron (o al menos teorizaron por primera vez sobre) el chaflán, esa esquina chata, también llamada coupé por parecer una esquina rebanada de la punta; la esquina que no es esquina. Muchos ejemplos podrían encontrarse en Barcelona, pero ni siquiera necesito ir tan lejos porque mi colonia está llena de ellos. En los albores de la colonia San Rafael, en tiempos de Porfirio Díaz, se diseñaron manzanas de esquinas cercenadas para que los caballos pudieran aparcar en esos espacios; ese hecho tuvo como consecuencia la arquitectura particular de algunas de las casas del barrio, que debieron adaptarse a la falta de esquinas propiamente dichas, pero también un pequeño milagro geométrico: al convertirse cuatro esquinas en cuatro rectas, la anodina confluencia de dos calles se transforma a su vez en un cuadrado, en la reminiscencia de una plaza pública. El chaflán es, por ende, la negación de la esquina y al mismo tiempo su confirmación, su desaparición y al mismo tiempo el epítome de su proclividad a convertirse en punto de encuentro. Habríamos de tomar decisiones como si hiciéramos chaflanes, ampliando el lugar de la convergencia.
Camino por Madero, la misma calle que recorrió Pancho Villa el día que le puso ese nombre y que ahora es un alargado trecho peatonal, una danza monumental de transeúntes que nos escabullimos entre los muchachitos que reparten volantes de servicios de optometría, las botargas de superhéroes y las melodías dentadas de un organillo. En el siguiente cruce, donde una mamá detiene al hijo que no venía poniendo atención al semáforo en rojo, pienso que las esquinas guardan también otros significados. El miedo, por ejemplo; no solo el miedo prejuicioso a la otredad, sino un miedo anterior, animal. La esquina y la noche son un tropo del cine de suspenso, por ejemplo: una sombra que se acerca desde el otro lado, el Más Allá de la esquina, estirándose bajo el ángulo de una farola. O el miedo más pedestre —literalmente, en es-te caso— a encontrarse con un automóvil o una bicicleta a la suficiente velocidad. La cafetería de Noctámbulos, el famoso cuadro de Edward Hopper, a pesar de tener ventanales que permiten la visión del lado perpendicular, posee un aura desconcertante, debida sin duda a la paleta cromática y a las sutilezas de la escena, pero también al hecho de que el lugar está ubicado en una esquina, lo que le da cierta cualidad flotante que abona a la soledad general de la pintura. En México, la esquina ha sido también, desde tiempos nebulosos, el símbolo de la prostitución. Y, sin embargo, la polisemia de la esquina, también cuando está embarrada de los achaques profundos de la sociedad, nos lleva una y otra vez a la posibilidad de los otros.
Me llama la atención, por otra parte, la diferencia sutil pero evidente entre la esquina hispana y su equivalente anglosajón, corner. Compartimos, eso sí, la expresión “around the corner / a la vuelta de la esquina”, pero corner aparece con frecuencia en interiores, mientras que en español es un concepto exterior. Los angloparlantes introvertidos, cuando van a una fiesta —probablemente contra su mejor opinión—, se quedan “in the corner”, pero los que hablamos español nos quedamos, en todo caso, “en el rincón”, porque la esquina es casi siem-pre, más bien, un concepto de cara al mundo, un espacio visible, público, como el Zócalo al que desemboca la calle de Madero, con sus cuatro esquinas sin muros que recuerdan a esa isla prehispánica cuyas esquinas eran asomarse al lago. En nuestra lengua, al menos, la esquina es la semilla de lo colectivo.
Una ciudad es sobre todo sus esquinas, porque una ciudad es sobre todo sus habitantes. Un poco así lo decía Italo Calvino de Las ciudades invisibles: “No te deleitas en una ciudad por sus siete o setenta maravillas, sino por la respuesta que da a una de tus preguntas”.
Este texto fue publicado en Gatopardo 221. La vida en las ciudades.
Escritor, traductor, editor y docente mexicano. Egresado de la licenciatura en Interpretación del Instituto Superior de Intérpretes y Traductores y de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Estudió el diplomado en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. Es autor de dos libros: Señales de vida (Fá, 2016) y Strauss quería pastel (Tierra Adentro, 2018), con el que ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez. Fue editor de la revista digital La Hoja de Arena. Como traductor, ha vertido al español a Roxane Gay. Ha sido becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca.
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Al hablar de la ciudad, demasiada atención hemos puesto a plazas y avenidas, ignorando las esquinas. Son el epítome de la urbe; permiten el encuentro con quien viene en rumbo contrario. En la esquina es posible el consenso y el conflicto. La diversidad se mira de frente, se intercala, se cruza y sigue su camino. Este ensayo nos revela la polisemia de las esquinas.
“¡Esto es Esparta!”, me imagino que alguien grita, como en 300, la conocida película de Zack Snyder (2006) basada en el cómic homónimo, cuando el semáforo se pone en verde en el cruce peatonal entre la esquina de Avenida Juárez y el Eje Central Lázaro Cárdenas y la esquina de la Torre Latinoamericana que inaugura la calle de Madero. De hecho, si uno busca este punto específico del centro de la Ciudad de México en Google Maps, podrá ver, haciendo el zoom correspondiente, a los dos ejércitos pequeñitos, hormigosos, esperando la luz del siga para encontrarse contra un enemigo que tampoco está dispuesto a claudicar.
El Eje Central, el río cuyo flujo mantiene a los dos ejércitos separados y ansiosos, es una arteria vital del centro de la ciudad, y los tiempos del semáforo le rinden una pleitesía equivalente, por lo que a cada segundo los batallones de ambos lados suman nuevos reclutas: los vestidos de civil, los que van de traje sastre, los que llevan uniforme escolar, los turistas, las caricaturas japonesas, los comerciantes menudistas, los soldados no metafóricos, los fantasmas. No nos conocemos, pero somos, por obra de la pura posición, compatriotas de esquina, defensores de un bando nacido de la espontaneidad, al punto que los otros, los que nos miran de frente a la sombra de la Torre Latino —ese castillo a conquistar, con un 7-Eleven por toda barbacana—, nos resultan aunque sea un poquito despreciables por haber elegido el camino opuesto. Cuando el flujo de autos se interrumpe y el campo de batalla queda libre, se despiertan los frentes y avanzamos, aunque nadie grita “¡Esto es Esparta!” (o “¡Esto es Avenida Juárez!”, siendo más rigurosos en la tropicalización) porque somos los ejércitos más democráticos del mundo, no solo por nuestra diversidad manifiesta, sino por la ausencia de generales, héroes y demás fauna protagónica. Y, sin embargo, justo a media calle, ocurre el milagro de la paz: como en una coreografía heredada, unos y otros nos intercalamos y pasamos de largo, con saldo blanco salvo por el ocasional choque inofensivo; cada quien conquista su tierra prometida, y los ejércitos se disipan, sin despedirse, para dar paso, apenas se ponga el semáforo en rojo, a otros nuevos, igualmente diversos y pacíficos. Esto no es Esparta. Esto es la ciudad. Una ciudad, como otras, hecha de esquinas.
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Cuando se mira el panorama urbano desde las alturas, desde un avión o helicóptero, o desde uno de esos drones que hoy en día hacen las veces de fotógrafos, las esquinas se disfrazan de accidentes, de ruido blanco, de epidermis arquitectónica. En lugares como La Plata, Argentina, la “Ciudad de las Diagonales”, un cuadrado perfecto atravesado por calles trazadas con precisión obsesiva, son acaso un tanto más notorias, apreciadas como sutilezas de escultor. La esquina urbana, sin embargo, no puede entenderse del todo desde lejos, en su acepción geométrica. Apenas acercamos el zoom, se convierte en la ciudad misma, a escala humana, porque recobra su encanto escondido: el suspenso.
Recuerdo que en otra película bélica, Troya (2004), el Aquiles güero de Brad Pitt le dice a Briseida que los dioses envidian nuestra mortalidad porque la incertidumbre les da sentido a nuestras vidas, y es sabido que una película no necesita ser buena para tener razón. Los dioses saben más de lo que necesitan para ser felices, para ser en general. Las ciudades de los dioses no tienen esquinas. Están incapacitados para ignorar qué hay a la vuelta, y quizá por eso se han exiliado de las urbes humanas. Para nosotros, equipados con el regalo de la ignorancia, cada esquina es un recordatorio de la propia existencia, porque —salvo cuando alguien, jugando a ser dios, cuelga en lo alto de la arista uno de esos espejos convexos— no podemos adivinar lo que hay ni lo que viene hacia nosotros del lado oculto de la calle. Toda esquina es un acto de fe, y la fe es un síntoma de humanidad. La ciudad no se entiende sin sus habitantes, y la esquina es, por lo tanto, la secreta columna vertebral de la ciudad: tal vez no sea casual (y, si lo es, da lo mismo) que su etimología se remonte al germánico skina, “espinazo”, de donde nació el italiano schiena, la espalda que abriga la médula.
Mientras cruzo el Eje Central pienso que la cotidiana guerra inexistente entre las huestes de Avenida Juárez y las de la calle de Madero es lo menos importante. El evento verdadero es anterior, cuando el semáforo sigue en rojo, cuando de las dos rectas que convergen en la esquina llegamos, como llegan a todas las esquinas, especímenes fortuitos de la especie, en desorden, sin que medie criterio ni algoritmo alguno. Decía el arquitecto catalán Manuel de Solà-Morales que “la esquina es una metáfora de la ciudad porque constituye una propuesta a partir de la diversidad”. En ella confluyen irremediablemente al menos dos rumbos y la posibilidad de incontables destinos. Se me ocurre, de hecho, que la esquina tiene una vocación social más grande que la de los propios edificios porque, parafraseando muy de lejos una máxima cristiana, no hay mérito en juntar a los que ya se conocen, sino a los que podrían conocerse, y la sociedad, como la esquina, es la posibilidad equidistante del conflicto y del consenso. Diría tal vez, ya encarrerado, que la esquina es el antónimo del individualismo. Propongo, entonces, tomarnos en serio la idea de hacer una encuesta rigurosa con base en las preferencias políticas de las personas, porque tengo la teoría de que a la gente muy conservadora le gustan un poco menos las esquinas, que representan el riesgo de la diversidad. Es probable que ellos prefieran las calles, la caminata semiautomática de las rectas que se antoja imposible en las intersecciones o, más seguramente, el retraimiento itinerante de sus autos, y con suerte estos datos puedan analizarse, así como existen estudios que han encontrado correlación entre el conservadurismo y la preferencia por los perros sobre los gatos, un animal al parecer demasiado progresista.
Quizá el diseño de las ciudades y de las políticas públicas que las rigen debería empezar por las esquinas, donde cada quien viene de donde viene y cada quien va adonde va, y lo distinto no incomoda porque cruzarse en ese punto, incluso compartir ese espacio por unos momentos, se sabe lo más natural del mundo. Tal vez algo así tenían en mente los españoles que inventaron (o al menos teorizaron por primera vez sobre) el chaflán, esa esquina chata, también llamada coupé por parecer una esquina rebanada de la punta; la esquina que no es esquina. Muchos ejemplos podrían encontrarse en Barcelona, pero ni siquiera necesito ir tan lejos porque mi colonia está llena de ellos. En los albores de la colonia San Rafael, en tiempos de Porfirio Díaz, se diseñaron manzanas de esquinas cercenadas para que los caballos pudieran aparcar en esos espacios; ese hecho tuvo como consecuencia la arquitectura particular de algunas de las casas del barrio, que debieron adaptarse a la falta de esquinas propiamente dichas, pero también un pequeño milagro geométrico: al convertirse cuatro esquinas en cuatro rectas, la anodina confluencia de dos calles se transforma a su vez en un cuadrado, en la reminiscencia de una plaza pública. El chaflán es, por ende, la negación de la esquina y al mismo tiempo su confirmación, su desaparición y al mismo tiempo el epítome de su proclividad a convertirse en punto de encuentro. Habríamos de tomar decisiones como si hiciéramos chaflanes, ampliando el lugar de la convergencia.
Camino por Madero, la misma calle que recorrió Pancho Villa el día que le puso ese nombre y que ahora es un alargado trecho peatonal, una danza monumental de transeúntes que nos escabullimos entre los muchachitos que reparten volantes de servicios de optometría, las botargas de superhéroes y las melodías dentadas de un organillo. En el siguiente cruce, donde una mamá detiene al hijo que no venía poniendo atención al semáforo en rojo, pienso que las esquinas guardan también otros significados. El miedo, por ejemplo; no solo el miedo prejuicioso a la otredad, sino un miedo anterior, animal. La esquina y la noche son un tropo del cine de suspenso, por ejemplo: una sombra que se acerca desde el otro lado, el Más Allá de la esquina, estirándose bajo el ángulo de una farola. O el miedo más pedestre —literalmente, en es-te caso— a encontrarse con un automóvil o una bicicleta a la suficiente velocidad. La cafetería de Noctámbulos, el famoso cuadro de Edward Hopper, a pesar de tener ventanales que permiten la visión del lado perpendicular, posee un aura desconcertante, debida sin duda a la paleta cromática y a las sutilezas de la escena, pero también al hecho de que el lugar está ubicado en una esquina, lo que le da cierta cualidad flotante que abona a la soledad general de la pintura. En México, la esquina ha sido también, desde tiempos nebulosos, el símbolo de la prostitución. Y, sin embargo, la polisemia de la esquina, también cuando está embarrada de los achaques profundos de la sociedad, nos lleva una y otra vez a la posibilidad de los otros.
Me llama la atención, por otra parte, la diferencia sutil pero evidente entre la esquina hispana y su equivalente anglosajón, corner. Compartimos, eso sí, la expresión “around the corner / a la vuelta de la esquina”, pero corner aparece con frecuencia en interiores, mientras que en español es un concepto exterior. Los angloparlantes introvertidos, cuando van a una fiesta —probablemente contra su mejor opinión—, se quedan “in the corner”, pero los que hablamos español nos quedamos, en todo caso, “en el rincón”, porque la esquina es casi siem-pre, más bien, un concepto de cara al mundo, un espacio visible, público, como el Zócalo al que desemboca la calle de Madero, con sus cuatro esquinas sin muros que recuerdan a esa isla prehispánica cuyas esquinas eran asomarse al lago. En nuestra lengua, al menos, la esquina es la semilla de lo colectivo.
Una ciudad es sobre todo sus esquinas, porque una ciudad es sobre todo sus habitantes. Un poco así lo decía Italo Calvino de Las ciudades invisibles: “No te deleitas en una ciudad por sus siete o setenta maravillas, sino por la respuesta que da a una de tus preguntas”.
Este texto fue publicado en Gatopardo 221. La vida en las ciudades.
Escritor, traductor, editor y docente mexicano. Egresado de la licenciatura en Interpretación del Instituto Superior de Intérpretes y Traductores y de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Estudió el diplomado en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. Es autor de dos libros: Señales de vida (Fá, 2016) y Strauss quería pastel (Tierra Adentro, 2018), con el que ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez. Fue editor de la revista digital La Hoja de Arena. Como traductor, ha vertido al español a Roxane Gay. Ha sido becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca.
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Al hablar de la ciudad, demasiada atención hemos puesto a plazas y avenidas, ignorando las esquinas. Son el epítome de la urbe; permiten el encuentro con quien viene en rumbo contrario. En la esquina es posible el consenso y el conflicto. La diversidad se mira de frente, se intercala, se cruza y sigue su camino. Este ensayo nos revela la polisemia de las esquinas.
“¡Esto es Esparta!”, me imagino que alguien grita, como en 300, la conocida película de Zack Snyder (2006) basada en el cómic homónimo, cuando el semáforo se pone en verde en el cruce peatonal entre la esquina de Avenida Juárez y el Eje Central Lázaro Cárdenas y la esquina de la Torre Latinoamericana que inaugura la calle de Madero. De hecho, si uno busca este punto específico del centro de la Ciudad de México en Google Maps, podrá ver, haciendo el zoom correspondiente, a los dos ejércitos pequeñitos, hormigosos, esperando la luz del siga para encontrarse contra un enemigo que tampoco está dispuesto a claudicar.
El Eje Central, el río cuyo flujo mantiene a los dos ejércitos separados y ansiosos, es una arteria vital del centro de la ciudad, y los tiempos del semáforo le rinden una pleitesía equivalente, por lo que a cada segundo los batallones de ambos lados suman nuevos reclutas: los vestidos de civil, los que van de traje sastre, los que llevan uniforme escolar, los turistas, las caricaturas japonesas, los comerciantes menudistas, los soldados no metafóricos, los fantasmas. No nos conocemos, pero somos, por obra de la pura posición, compatriotas de esquina, defensores de un bando nacido de la espontaneidad, al punto que los otros, los que nos miran de frente a la sombra de la Torre Latino —ese castillo a conquistar, con un 7-Eleven por toda barbacana—, nos resultan aunque sea un poquito despreciables por haber elegido el camino opuesto. Cuando el flujo de autos se interrumpe y el campo de batalla queda libre, se despiertan los frentes y avanzamos, aunque nadie grita “¡Esto es Esparta!” (o “¡Esto es Avenida Juárez!”, siendo más rigurosos en la tropicalización) porque somos los ejércitos más democráticos del mundo, no solo por nuestra diversidad manifiesta, sino por la ausencia de generales, héroes y demás fauna protagónica. Y, sin embargo, justo a media calle, ocurre el milagro de la paz: como en una coreografía heredada, unos y otros nos intercalamos y pasamos de largo, con saldo blanco salvo por el ocasional choque inofensivo; cada quien conquista su tierra prometida, y los ejércitos se disipan, sin despedirse, para dar paso, apenas se ponga el semáforo en rojo, a otros nuevos, igualmente diversos y pacíficos. Esto no es Esparta. Esto es la ciudad. Una ciudad, como otras, hecha de esquinas.
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Cuando se mira el panorama urbano desde las alturas, desde un avión o helicóptero, o desde uno de esos drones que hoy en día hacen las veces de fotógrafos, las esquinas se disfrazan de accidentes, de ruido blanco, de epidermis arquitectónica. En lugares como La Plata, Argentina, la “Ciudad de las Diagonales”, un cuadrado perfecto atravesado por calles trazadas con precisión obsesiva, son acaso un tanto más notorias, apreciadas como sutilezas de escultor. La esquina urbana, sin embargo, no puede entenderse del todo desde lejos, en su acepción geométrica. Apenas acercamos el zoom, se convierte en la ciudad misma, a escala humana, porque recobra su encanto escondido: el suspenso.
Recuerdo que en otra película bélica, Troya (2004), el Aquiles güero de Brad Pitt le dice a Briseida que los dioses envidian nuestra mortalidad porque la incertidumbre les da sentido a nuestras vidas, y es sabido que una película no necesita ser buena para tener razón. Los dioses saben más de lo que necesitan para ser felices, para ser en general. Las ciudades de los dioses no tienen esquinas. Están incapacitados para ignorar qué hay a la vuelta, y quizá por eso se han exiliado de las urbes humanas. Para nosotros, equipados con el regalo de la ignorancia, cada esquina es un recordatorio de la propia existencia, porque —salvo cuando alguien, jugando a ser dios, cuelga en lo alto de la arista uno de esos espejos convexos— no podemos adivinar lo que hay ni lo que viene hacia nosotros del lado oculto de la calle. Toda esquina es un acto de fe, y la fe es un síntoma de humanidad. La ciudad no se entiende sin sus habitantes, y la esquina es, por lo tanto, la secreta columna vertebral de la ciudad: tal vez no sea casual (y, si lo es, da lo mismo) que su etimología se remonte al germánico skina, “espinazo”, de donde nació el italiano schiena, la espalda que abriga la médula.
Mientras cruzo el Eje Central pienso que la cotidiana guerra inexistente entre las huestes de Avenida Juárez y las de la calle de Madero es lo menos importante. El evento verdadero es anterior, cuando el semáforo sigue en rojo, cuando de las dos rectas que convergen en la esquina llegamos, como llegan a todas las esquinas, especímenes fortuitos de la especie, en desorden, sin que medie criterio ni algoritmo alguno. Decía el arquitecto catalán Manuel de Solà-Morales que “la esquina es una metáfora de la ciudad porque constituye una propuesta a partir de la diversidad”. En ella confluyen irremediablemente al menos dos rumbos y la posibilidad de incontables destinos. Se me ocurre, de hecho, que la esquina tiene una vocación social más grande que la de los propios edificios porque, parafraseando muy de lejos una máxima cristiana, no hay mérito en juntar a los que ya se conocen, sino a los que podrían conocerse, y la sociedad, como la esquina, es la posibilidad equidistante del conflicto y del consenso. Diría tal vez, ya encarrerado, que la esquina es el antónimo del individualismo. Propongo, entonces, tomarnos en serio la idea de hacer una encuesta rigurosa con base en las preferencias políticas de las personas, porque tengo la teoría de que a la gente muy conservadora le gustan un poco menos las esquinas, que representan el riesgo de la diversidad. Es probable que ellos prefieran las calles, la caminata semiautomática de las rectas que se antoja imposible en las intersecciones o, más seguramente, el retraimiento itinerante de sus autos, y con suerte estos datos puedan analizarse, así como existen estudios que han encontrado correlación entre el conservadurismo y la preferencia por los perros sobre los gatos, un animal al parecer demasiado progresista.
Quizá el diseño de las ciudades y de las políticas públicas que las rigen debería empezar por las esquinas, donde cada quien viene de donde viene y cada quien va adonde va, y lo distinto no incomoda porque cruzarse en ese punto, incluso compartir ese espacio por unos momentos, se sabe lo más natural del mundo. Tal vez algo así tenían en mente los españoles que inventaron (o al menos teorizaron por primera vez sobre) el chaflán, esa esquina chata, también llamada coupé por parecer una esquina rebanada de la punta; la esquina que no es esquina. Muchos ejemplos podrían encontrarse en Barcelona, pero ni siquiera necesito ir tan lejos porque mi colonia está llena de ellos. En los albores de la colonia San Rafael, en tiempos de Porfirio Díaz, se diseñaron manzanas de esquinas cercenadas para que los caballos pudieran aparcar en esos espacios; ese hecho tuvo como consecuencia la arquitectura particular de algunas de las casas del barrio, que debieron adaptarse a la falta de esquinas propiamente dichas, pero también un pequeño milagro geométrico: al convertirse cuatro esquinas en cuatro rectas, la anodina confluencia de dos calles se transforma a su vez en un cuadrado, en la reminiscencia de una plaza pública. El chaflán es, por ende, la negación de la esquina y al mismo tiempo su confirmación, su desaparición y al mismo tiempo el epítome de su proclividad a convertirse en punto de encuentro. Habríamos de tomar decisiones como si hiciéramos chaflanes, ampliando el lugar de la convergencia.
Camino por Madero, la misma calle que recorrió Pancho Villa el día que le puso ese nombre y que ahora es un alargado trecho peatonal, una danza monumental de transeúntes que nos escabullimos entre los muchachitos que reparten volantes de servicios de optometría, las botargas de superhéroes y las melodías dentadas de un organillo. En el siguiente cruce, donde una mamá detiene al hijo que no venía poniendo atención al semáforo en rojo, pienso que las esquinas guardan también otros significados. El miedo, por ejemplo; no solo el miedo prejuicioso a la otredad, sino un miedo anterior, animal. La esquina y la noche son un tropo del cine de suspenso, por ejemplo: una sombra que se acerca desde el otro lado, el Más Allá de la esquina, estirándose bajo el ángulo de una farola. O el miedo más pedestre —literalmente, en es-te caso— a encontrarse con un automóvil o una bicicleta a la suficiente velocidad. La cafetería de Noctámbulos, el famoso cuadro de Edward Hopper, a pesar de tener ventanales que permiten la visión del lado perpendicular, posee un aura desconcertante, debida sin duda a la paleta cromática y a las sutilezas de la escena, pero también al hecho de que el lugar está ubicado en una esquina, lo que le da cierta cualidad flotante que abona a la soledad general de la pintura. En México, la esquina ha sido también, desde tiempos nebulosos, el símbolo de la prostitución. Y, sin embargo, la polisemia de la esquina, también cuando está embarrada de los achaques profundos de la sociedad, nos lleva una y otra vez a la posibilidad de los otros.
Me llama la atención, por otra parte, la diferencia sutil pero evidente entre la esquina hispana y su equivalente anglosajón, corner. Compartimos, eso sí, la expresión “around the corner / a la vuelta de la esquina”, pero corner aparece con frecuencia en interiores, mientras que en español es un concepto exterior. Los angloparlantes introvertidos, cuando van a una fiesta —probablemente contra su mejor opinión—, se quedan “in the corner”, pero los que hablamos español nos quedamos, en todo caso, “en el rincón”, porque la esquina es casi siem-pre, más bien, un concepto de cara al mundo, un espacio visible, público, como el Zócalo al que desemboca la calle de Madero, con sus cuatro esquinas sin muros que recuerdan a esa isla prehispánica cuyas esquinas eran asomarse al lago. En nuestra lengua, al menos, la esquina es la semilla de lo colectivo.
Una ciudad es sobre todo sus esquinas, porque una ciudad es sobre todo sus habitantes. Un poco así lo decía Italo Calvino de Las ciudades invisibles: “No te deleitas en una ciudad por sus siete o setenta maravillas, sino por la respuesta que da a una de tus preguntas”.
Este texto fue publicado en Gatopardo 221. La vida en las ciudades.
Escritor, traductor, editor y docente mexicano. Egresado de la licenciatura en Interpretación del Instituto Superior de Intérpretes y Traductores y de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Estudió el diplomado en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. Es autor de dos libros: Señales de vida (Fá, 2016) y Strauss quería pastel (Tierra Adentro, 2018), con el que ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez. Fue editor de la revista digital La Hoja de Arena. Como traductor, ha vertido al español a Roxane Gay. Ha sido becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca.
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Al hablar de la ciudad, demasiada atención hemos puesto a plazas y avenidas, ignorando las esquinas. Son el epítome de la urbe; permiten el encuentro con quien viene en rumbo contrario. En la esquina es posible el consenso y el conflicto. La diversidad se mira de frente, se intercala, se cruza y sigue su camino. Este ensayo nos revela la polisemia de las esquinas.
“¡Esto es Esparta!”, me imagino que alguien grita, como en 300, la conocida película de Zack Snyder (2006) basada en el cómic homónimo, cuando el semáforo se pone en verde en el cruce peatonal entre la esquina de Avenida Juárez y el Eje Central Lázaro Cárdenas y la esquina de la Torre Latinoamericana que inaugura la calle de Madero. De hecho, si uno busca este punto específico del centro de la Ciudad de México en Google Maps, podrá ver, haciendo el zoom correspondiente, a los dos ejércitos pequeñitos, hormigosos, esperando la luz del siga para encontrarse contra un enemigo que tampoco está dispuesto a claudicar.
El Eje Central, el río cuyo flujo mantiene a los dos ejércitos separados y ansiosos, es una arteria vital del centro de la ciudad, y los tiempos del semáforo le rinden una pleitesía equivalente, por lo que a cada segundo los batallones de ambos lados suman nuevos reclutas: los vestidos de civil, los que van de traje sastre, los que llevan uniforme escolar, los turistas, las caricaturas japonesas, los comerciantes menudistas, los soldados no metafóricos, los fantasmas. No nos conocemos, pero somos, por obra de la pura posición, compatriotas de esquina, defensores de un bando nacido de la espontaneidad, al punto que los otros, los que nos miran de frente a la sombra de la Torre Latino —ese castillo a conquistar, con un 7-Eleven por toda barbacana—, nos resultan aunque sea un poquito despreciables por haber elegido el camino opuesto. Cuando el flujo de autos se interrumpe y el campo de batalla queda libre, se despiertan los frentes y avanzamos, aunque nadie grita “¡Esto es Esparta!” (o “¡Esto es Avenida Juárez!”, siendo más rigurosos en la tropicalización) porque somos los ejércitos más democráticos del mundo, no solo por nuestra diversidad manifiesta, sino por la ausencia de generales, héroes y demás fauna protagónica. Y, sin embargo, justo a media calle, ocurre el milagro de la paz: como en una coreografía heredada, unos y otros nos intercalamos y pasamos de largo, con saldo blanco salvo por el ocasional choque inofensivo; cada quien conquista su tierra prometida, y los ejércitos se disipan, sin despedirse, para dar paso, apenas se ponga el semáforo en rojo, a otros nuevos, igualmente diversos y pacíficos. Esto no es Esparta. Esto es la ciudad. Una ciudad, como otras, hecha de esquinas.
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Cuando se mira el panorama urbano desde las alturas, desde un avión o helicóptero, o desde uno de esos drones que hoy en día hacen las veces de fotógrafos, las esquinas se disfrazan de accidentes, de ruido blanco, de epidermis arquitectónica. En lugares como La Plata, Argentina, la “Ciudad de las Diagonales”, un cuadrado perfecto atravesado por calles trazadas con precisión obsesiva, son acaso un tanto más notorias, apreciadas como sutilezas de escultor. La esquina urbana, sin embargo, no puede entenderse del todo desde lejos, en su acepción geométrica. Apenas acercamos el zoom, se convierte en la ciudad misma, a escala humana, porque recobra su encanto escondido: el suspenso.
Recuerdo que en otra película bélica, Troya (2004), el Aquiles güero de Brad Pitt le dice a Briseida que los dioses envidian nuestra mortalidad porque la incertidumbre les da sentido a nuestras vidas, y es sabido que una película no necesita ser buena para tener razón. Los dioses saben más de lo que necesitan para ser felices, para ser en general. Las ciudades de los dioses no tienen esquinas. Están incapacitados para ignorar qué hay a la vuelta, y quizá por eso se han exiliado de las urbes humanas. Para nosotros, equipados con el regalo de la ignorancia, cada esquina es un recordatorio de la propia existencia, porque —salvo cuando alguien, jugando a ser dios, cuelga en lo alto de la arista uno de esos espejos convexos— no podemos adivinar lo que hay ni lo que viene hacia nosotros del lado oculto de la calle. Toda esquina es un acto de fe, y la fe es un síntoma de humanidad. La ciudad no se entiende sin sus habitantes, y la esquina es, por lo tanto, la secreta columna vertebral de la ciudad: tal vez no sea casual (y, si lo es, da lo mismo) que su etimología se remonte al germánico skina, “espinazo”, de donde nació el italiano schiena, la espalda que abriga la médula.
Mientras cruzo el Eje Central pienso que la cotidiana guerra inexistente entre las huestes de Avenida Juárez y las de la calle de Madero es lo menos importante. El evento verdadero es anterior, cuando el semáforo sigue en rojo, cuando de las dos rectas que convergen en la esquina llegamos, como llegan a todas las esquinas, especímenes fortuitos de la especie, en desorden, sin que medie criterio ni algoritmo alguno. Decía el arquitecto catalán Manuel de Solà-Morales que “la esquina es una metáfora de la ciudad porque constituye una propuesta a partir de la diversidad”. En ella confluyen irremediablemente al menos dos rumbos y la posibilidad de incontables destinos. Se me ocurre, de hecho, que la esquina tiene una vocación social más grande que la de los propios edificios porque, parafraseando muy de lejos una máxima cristiana, no hay mérito en juntar a los que ya se conocen, sino a los que podrían conocerse, y la sociedad, como la esquina, es la posibilidad equidistante del conflicto y del consenso. Diría tal vez, ya encarrerado, que la esquina es el antónimo del individualismo. Propongo, entonces, tomarnos en serio la idea de hacer una encuesta rigurosa con base en las preferencias políticas de las personas, porque tengo la teoría de que a la gente muy conservadora le gustan un poco menos las esquinas, que representan el riesgo de la diversidad. Es probable que ellos prefieran las calles, la caminata semiautomática de las rectas que se antoja imposible en las intersecciones o, más seguramente, el retraimiento itinerante de sus autos, y con suerte estos datos puedan analizarse, así como existen estudios que han encontrado correlación entre el conservadurismo y la preferencia por los perros sobre los gatos, un animal al parecer demasiado progresista.
Quizá el diseño de las ciudades y de las políticas públicas que las rigen debería empezar por las esquinas, donde cada quien viene de donde viene y cada quien va adonde va, y lo distinto no incomoda porque cruzarse en ese punto, incluso compartir ese espacio por unos momentos, se sabe lo más natural del mundo. Tal vez algo así tenían en mente los españoles que inventaron (o al menos teorizaron por primera vez sobre) el chaflán, esa esquina chata, también llamada coupé por parecer una esquina rebanada de la punta; la esquina que no es esquina. Muchos ejemplos podrían encontrarse en Barcelona, pero ni siquiera necesito ir tan lejos porque mi colonia está llena de ellos. En los albores de la colonia San Rafael, en tiempos de Porfirio Díaz, se diseñaron manzanas de esquinas cercenadas para que los caballos pudieran aparcar en esos espacios; ese hecho tuvo como consecuencia la arquitectura particular de algunas de las casas del barrio, que debieron adaptarse a la falta de esquinas propiamente dichas, pero también un pequeño milagro geométrico: al convertirse cuatro esquinas en cuatro rectas, la anodina confluencia de dos calles se transforma a su vez en un cuadrado, en la reminiscencia de una plaza pública. El chaflán es, por ende, la negación de la esquina y al mismo tiempo su confirmación, su desaparición y al mismo tiempo el epítome de su proclividad a convertirse en punto de encuentro. Habríamos de tomar decisiones como si hiciéramos chaflanes, ampliando el lugar de la convergencia.
Camino por Madero, la misma calle que recorrió Pancho Villa el día que le puso ese nombre y que ahora es un alargado trecho peatonal, una danza monumental de transeúntes que nos escabullimos entre los muchachitos que reparten volantes de servicios de optometría, las botargas de superhéroes y las melodías dentadas de un organillo. En el siguiente cruce, donde una mamá detiene al hijo que no venía poniendo atención al semáforo en rojo, pienso que las esquinas guardan también otros significados. El miedo, por ejemplo; no solo el miedo prejuicioso a la otredad, sino un miedo anterior, animal. La esquina y la noche son un tropo del cine de suspenso, por ejemplo: una sombra que se acerca desde el otro lado, el Más Allá de la esquina, estirándose bajo el ángulo de una farola. O el miedo más pedestre —literalmente, en es-te caso— a encontrarse con un automóvil o una bicicleta a la suficiente velocidad. La cafetería de Noctámbulos, el famoso cuadro de Edward Hopper, a pesar de tener ventanales que permiten la visión del lado perpendicular, posee un aura desconcertante, debida sin duda a la paleta cromática y a las sutilezas de la escena, pero también al hecho de que el lugar está ubicado en una esquina, lo que le da cierta cualidad flotante que abona a la soledad general de la pintura. En México, la esquina ha sido también, desde tiempos nebulosos, el símbolo de la prostitución. Y, sin embargo, la polisemia de la esquina, también cuando está embarrada de los achaques profundos de la sociedad, nos lleva una y otra vez a la posibilidad de los otros.
Me llama la atención, por otra parte, la diferencia sutil pero evidente entre la esquina hispana y su equivalente anglosajón, corner. Compartimos, eso sí, la expresión “around the corner / a la vuelta de la esquina”, pero corner aparece con frecuencia en interiores, mientras que en español es un concepto exterior. Los angloparlantes introvertidos, cuando van a una fiesta —probablemente contra su mejor opinión—, se quedan “in the corner”, pero los que hablamos español nos quedamos, en todo caso, “en el rincón”, porque la esquina es casi siem-pre, más bien, un concepto de cara al mundo, un espacio visible, público, como el Zócalo al que desemboca la calle de Madero, con sus cuatro esquinas sin muros que recuerdan a esa isla prehispánica cuyas esquinas eran asomarse al lago. En nuestra lengua, al menos, la esquina es la semilla de lo colectivo.
Una ciudad es sobre todo sus esquinas, porque una ciudad es sobre todo sus habitantes. Un poco así lo decía Italo Calvino de Las ciudades invisibles: “No te deleitas en una ciudad por sus siete o setenta maravillas, sino por la respuesta que da a una de tus preguntas”.
Este texto fue publicado en Gatopardo 221. La vida en las ciudades.
Escritor, traductor, editor y docente mexicano. Egresado de la licenciatura en Interpretación del Instituto Superior de Intérpretes y Traductores y de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Estudió el diplomado en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. Es autor de dos libros: Señales de vida (Fá, 2016) y Strauss quería pastel (Tierra Adentro, 2018), con el que ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez. Fue editor de la revista digital La Hoja de Arena. Como traductor, ha vertido al español a Roxane Gay. Ha sido becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca.
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