Mr. MoMA: poder contemporáneo
Alejandra González Romo
Fotografía de Diego Berruecos
El poder que tiene Glenn Lowry es enorme. Las decisiones que toma en el Museo de Arte Moderno de Nueva York marcarán el rumbo del arte
Glenn Lowry ha sido el director del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) por 20 años. Un larguísimo periodo en el que ha visto al museo y al mundo entero transformarse. El poder que tiene es tremendo.
Su candidatura para dirigir el MoMA fue sorpresiva. Se doctoró en la Universidad de Harvard como historiador de arte con especialidad en Arte Islámico, sin tener mucha experiencia en arte moderno o contemporáneo. Antes de establecerse en Nueva York, dirigió durante cinco años la Galería de Arte de Ontario, Canadá, y se enfrentó a la necesidad de despedir a cerca de la mitad del staff por recortes presupuestales. Hoy bajo su dirección, el MoMA casi ha duplicado su tamaño y extendido su espacio de exhibición de 8 mil a 11 mil metros cuadrados. Su presupuesto se ha cuadriplicado —se acerca mil millones de dólares— y está por alcanzar la cifra de tres millones de visitantes al año. Lowry, de 60 años, se ha convertido en uno de los directores de museos mejor pagados a nivel mundial con un salario de 1.8 millones de dólares anuales, según The New York Times.
Pero este crecimiento es, al mismo tiempo, uno de los aspectos más criticados de su carrera, al considerar que en esta expansión, el museo podría estar perdiendo calidad. “En 1995 habría sido imposible anticipar esta explosión por el arte contemporáneo. Entre el 2000 y 2005 estalló un fenómeno que aún no está resuelto del todo”, dice Lowry en entrevista para Gatopardo. “Hay una parte de esa transformación que es positiva; significa que tenemos una audiencia más grande con la cual trabajar, y la posibilidad de hacer proyectos trascendentales. La enorme cantidad de dinero que llegó al mundo del arte, ha afectado la forma en la que el arte se percibe. Los museos, que solían ser silenciosos, se han convertido en lugares activos, ruidosos y permanentemente abarrotados”, dice Lowry.
Aunque la mayoría del consejo del museo lo ha apoyado en esta transformación, algunos han sido duros en su crítica. La filántropa y coleccionista Agnes Gund, declaró en abril de 2014, a The New York Times: “Varios miembros del consejo no queremos que el museo se convierta en un magno centro de entretenimiento”. Por su parte, el crítico de arte de The New York Magazine, Jerry Saltz, escribió que este crecimiento “irremediablemente condena al MoMA a convertirse en un carnaval guiado por un enfoque comercial o de negocios”. Esta percepción es, sin duda, algo que preocupa a Lowry. “Por un lado, no queremos dejar de ser ese lugar contemplativo, donde uno puede vivir una experiencia increíble, frente a una pieza. Pero tampoco queremos dejar ir a esa nueva generación que ya entiende el museo como un laboratorio de ideas y busca interactuar con él de forma activa”.
Lowry ha hecho un notable esfuerzo por exponer arte producido en Latinoamérica, Asia y Medio Oriente. Un ejemplo claro es su reciente exposición Latinoamérica en construcción: Arquitectura de 1955 a 1980. Hoy esta exhibición reconoce la arquitectura latinoamericana como uno de los momentos más brillantes de la disciplina en el mundo. “Lo que sucedió en Latinoamérica en ese periodo era original y emocionante. Era un movimiento auténtico, atrevido e independiente de otras tradiciones arquitectónicas”, explica Lowry. Piezas de arquitectos como Lina Bo Bardi, Lucio Costa y Oscar Niemeyer de Brasil; Juan O’ Gorman, Mario Pani y Teodoro González de Léon de México; Mario Roberto Álvarez y Clorindo Testa de Argentina; Fernando Salinas y Mario Coyula de Cuba; y Emilio Duhart y la escuela de Valparaíso en Chile, entre muchos otros, formarán parte de esta oferta que reúne más de 500 dibujos y materiales originales.
Entre sus múltiples responsabilidades, Glenn Lowry insiste en que lo más importante de su trabajo es estar en contacto con los artistas. Su oficina, al interior del museo, es de los contados espacios donde logra encontrarse a solas con el arte. Ahí hay una pieza que permanece casi desde su nombramiento: una escultura del minimalista Donald Judd. “Es una pieza muy simple, una progresión, pero la sigo encontrando fascinante. Me sigue haciendo preguntas, y tiene el poder de encender mi mente”, dice. Y recuerda otra que tuvo en su oficina, precisamente por su diálogo con esta pieza: una escultura de Eva Hesse. “Eran polos opuestos, la de Hesse es muy sensual, y la de Judd, austera y reductiva, pero el simple hecho de que dos artistas en Nueva York al mismo tiempo hayan podido encontrar formas tan dispares de pensar el arte, es maravilloso”, un comentario que quizá dice mucho más sobre su pasión y su vocación, que de su apretada agenda.
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