La escritora estadounidense Sylvia Plath habló de “Johnny Panic and the Bible of Dreams”, inspirada por su experiencia como asistente en un hospital psiquiátrico. En el cuento, la narradora tenía el trabajo de registrar los sueños de los pacientes, sus delirios. Escribió también el poema “Lady Lazarus”, que rescata su renacer de las cenizas luego de intentar apagarse tantas ve-ces durante su vida. Virginia Woolf, por su par-te, oía voces y a los pájaros conversar en griego. Decía también que la enfermedad la obligaba a inventar un lenguaje nuevo, un particular idioma. Woolf, como Plath, sabía de lo que estaba hablando. Su primer intento de suicidio fue a los veintidós años, luego de la muerte de su padre. Se lanzó de una ventana, tal como lo haría Septimus Smith —su personaje que sufre de estrés postraumático en La señora Dalloway— tanto tiempo después. Woolf, a quien le prohibieron acercarse a Londres, la ciudad de sus amores, porque podía desestabilizarla; a quien le extrajeron dientes y obligaron a escribir en tandas breves de quince minutos. Woolf, a quien le prohibieron ser madre.
Pero la representación de la locura, especialmente en personajes femeninos, viene de an-tes y tiene una marca aterradora. Me refiero a la loca del ático, de Charlotte Brontë, en la novela Jane Eyre, que luego Jean Rhys resignifica en su brillante Ancho mar de los Sargazos. Quien, para Brontë, era una mujer desquiciada, traída de las colonias y cercana a la bestialidad (una carga para que Mr. Rochester pudiera concretar su amor con Jane), se convierte, en la imaginación de Rhys, en una mujer vulnerada y vulnerable, a quien llevan a una fría habitación en Inglaterra, dopada y contra su voluntad, desde Dominica (un sitio con una naturaleza en la que siempre encontraba refugio). Una habitación cerrada y vigilada que luego ella prenderá en llamas. Otra mujer triste, como las heroínas que caracterizan la obra de Rhys; mujeres, generalmente extranjeras, que buscan un lugar en el mundo.
El retrato de la hija es curioso y brutal. Abre los ojos bien grandes y lo registra todo. En la cotidianidad y la rutina lee la tristeza de su madre. Así, leemos nosotros también: “Yo almorzaba y ella dormía. Hacía las tareas y ella dormía. A las cuatro encendía el televisor y, mientras yo veía Plaza Sésamo, ella dormía”. Incluso, en un momento, le pregunta si quiere vivir. Porque de-trás de la madre se vislumbra la sombra de un abismo (como los que anuncia el título de la novela) que la niña intuye y teme (“Entonces lo vi en sus ojos. El abismo dentro de ella, igual al de las mujeres muertas, al de Gloria Inés, una grieta sin fondo que nada podía llenar”).
La representación de la salud mental en la literatura no siempre se trata de depresión y tristeza. No es sólo la acechanza del suicidio ni las cercanías de la locura. No sólo son madres colapsadas y colapsando. Es también el hijo de Kurt Vonnegut, Mark, un médico exitoso y sus memorias, en las que habla del diagnóstico de su esquizofrenia, tituladas Just like someone with mental illness only more so. La exploración sobre esta enfermedad se aprecia también brillantemente en un libro de ensayos que aún no se traduce al español, The collected schizophrenias de Esmé Weijun Wang. En él, la autora ha-bla de su diagnóstico y de cómo el sistema de salud complica las cosas y le quita las palabras. La esquizofrenia, de pronto, se presenta como un archivo del que podemos (y debemos, probablemente) aprender tanto.
Sin embargo, uno de los temas que más aparecen en relación con la salud mental en la literatura reciente, especialmente en la literatura escrita por autoras, es la de las expectativas imposibles en cuanto al desempeño personal y la voluntad incontrolable de ponerle pausa a la vida. Como en Buena alumna, de la autora argentina Paula Porroni; Química, de Weike Wang; o en Scratched: a memoir of perfectionism, las memorias brutales de Elizabeth Tallent, una cuentista muy destacada que, luego de años de mucho éxito, fue incapaz de seguir escribiendo debido a su perfeccionismo extremo.
Estas expectativas y su veneno son las que se asoman, con enorme fuerza y tan bien contadas, en Buena alumna, una magnífica novela publicada en España por la Editorial Minúscula. La protagonista y narradora se esfuerza por lograr el éxito académico, sin nunca realmente conseguirlo. Lleva en su cabeza el eco de la voz de su madre que siempre le está sacando en cara lo que no le sale bien (leemos: “Porque mamá siempre está al acecho, esperando el paso en falso. Espera, como toda madre, el tropiezo de su hija. […] Mamá espera el momento ideal para obligarme a volver a su lado, para que nos resequemos juntas, en el interior de su casa perfecta. Inmaculada”). Su ojo es clínico —sobre todo, con ella misma— y su afán de perfeccionarse la lleva a contorsiones masoquistas, a hacerse daño físicamente. Porque una perfeccionista siempre se va a dar cuenta del aplauso falso a una pirueta mal hecha —claro, todas lo están— y ese desencanto sabe amargo, sabe a tierra. Se te queda como pegado en los dientes. Así, comenta a poco de empezar: “Espero algunas semanas antes de iniciar la verdadera búsqueda de empleo. Quiero extirpar de mí todo resto de vacilación. Mientras tanto, corro. Me entreno. Corriendo ejercito este cuerpo que aún no triunfó”.
La protagonista escapa de una Argentina en crisis para continuar con sus estudios en Inglaterra, un país en el que ya estuvo y donde sus sueños estuvieron lejos de volverse realidad. Por eso, su regreso duele. Sus intentos tienen mucho de autosabotaje y parte del proceso se siente como un castigo, que ella ilustra en su cuerpo, administrándose pequeñas —y no tan pequeñas— dosis de dolor: se golpea el dedo del pie con una puerta, pone una hebilla de pelo en un quemador de la cocina encendido para luego presionarlo, ardiente, sobre la piel. Son sus formas de “extirpar” de sí misma “todo resto de vacilación”. Pasa también en las memorias de Elizabeth Tallent, quien, luego de un tiempo de éxitos literarios (se la describió como una cuentista enorme, de la talla de Ann Beattie, dentro de la tradición del cuento corto en Estados Unidos) dejó de publicar durante veintidós años porque no fue capaz de soportar nada de lo que salía de ella. Entonces, se sumergió en ese miedo porque, según dice en su libro, el perfeccionismo es prometerle a alguien (que nun-ca te va a responder, que no está realmente ahí, que no existe) que esta vez sí harás las cosas bien. El libro de Tallent es brutal porque comienza con una herida (de la que ella, además, está lejos de tener la culpa): su madre, luego de dar a luz, rechaza a su hija recién nacida cada vez que las enfermeras se la llevan al cuarto para alimentarla. Ella misma se lo cuenta a su hija cuando ésta tiene diecinueve años: no quería recibirla porque estaba llena de rasguños (de ahí el título del libro: scratched: rasguñada, arañada). Así se va a sentir por muchos años, insuficiente, mal hecha, un monstruo, y llega también —muy importante— la denuncia del perfeccionismo como algo muy peligroso porque suena a elogio y virtud cuando, en realidad, esconde un miedo y un dolor profundos. El perfeccionismo que casi anula a Tallent y que, para ella, equivalía a gritar, con un megáfono, que no era suficiente, que no bastaba.
El perfeccionismo y su carga, nuevamente asociado a la figura de la madre, se ve también en el cuento “El Ojo” de la autora boliviana Liliana Colanzi, en el que leemos: “Quería graduarse con honores para después postular a un doctorado en el extranjero y así alejarse para siempre de la estricta vigilancia de su madre, de suOjo que lo abarcaba todo”. Colanzi, además, habla de la autoexigencia en relación a la academia en otro de sus cuentos, “La ola”, en el que se refiere, entre muchas cosas, a la ola de suicidios de estudiantes en la Universidad de Cornell, en Estados Unidos (leemos: “Pero, ¿cómo contarles a los demás sobre la Ola? En Cornell nadie cree en nada. Se gastan muchas horas discutiendo ideas, teorizando sobre la ética y la estética, caminando deprisa para evitar el flash de las miradas, organizando simposios y coloquios, pero no pueden reconocer a un ángel cuando les sopla en la cara. Así son. Llega la Ola al campus y arrastra de noche, de puntillas, a siete estudiantes y lo único que se les ocurre es llenarte los bolsillos de Trazodone o regalarte una lámpara de luz ultravioleta”).
Del perfeccionismo (especialmente de las mujeres y en relación con un desempeño exigente, ya sea en lo académico, lo familiar o lo artístico), pasamos, en novelas recientes, a la inclinación hacia el extremo opuesto: el dejar de hacer, el ponerse en pausa, el apagarse. Yo siempre me he preguntado si la famosa historia de Herman Melville, Bartleby, el escribiente (con el subtítulo, muy importante, de Una historia de Wall Street) funcionaría con un personaje femenino. Por si no la han leído o no la recuerdan, el narrador (dueño de una firma de abogados en Nueva York) contrata a un hombre callado y taciturno, de nombre Bartleby, quien, luego de algunos días trabajando con la precisión y productividad de una máquina (así se lo describe en el cuento), empieza a contestar a todos los requerimientos de su jefe con un tranquilo “preferiría no hacerlo”. El comentario causa perplejidad en el narrador quien, luego de pasarlo por alto en algunas ocasiones (piensa que su empleado está deprimido, que ya se le va a pasar), empieza a verse seriamente perturbado por esa apatía; llega incluso a vender la oficina, dejando a Bartleby adentro. La historia es desconcertante y, a ratos, absurda, pero le seguimos el hilo sin problema: una pieza de la maquinaria deja de funcionar y todo se derrumba peligrosamente o amenaza con hacerlo.
Hay teóricos que lo interpretan como un gesto de subversión contra el sistema capitalista. Una suerte de resistencia pasiva. Un no hacer que puede ser también una revolución. El tema que a veces me inquieta es pensar si un personaje femenino, una secretaria, digamos, contratada por dicha empresa (digo secretaria no porque una mujer merezca un menor trabajo, sino porque, en la época en que el relato fue escrito, ciertamente habría sido difícil que contrataran a una mujer abogada), se habría salido con la suya. Si no habrían resuelto sacarla del edificio, a la fuerza, de ser necesario. Encerrarla en un ático. Y rápido.
La literatura de los últimos años, en cambio, trae ese derecho femenino de bajarse de las expectativas de rendimiento (de otros o de ellas mismas) para atreverse a apagar el mundo. Un derecho que es también, me parece, un derecho a quebrarse y a mostrar esas grietas, explorando nuevas posibilidades en sus escritos; quebrando a veces incluso el lenguaje. En Mi año de descanso y relajación, por ejemplo, de Ottessa Moshfegh (un libro muy revisitado durante la pandemia, si bien fue publicado con anterioridad), la protagonista, que ha perdido a sus padres, se refugia en el sueño medicado para restarse del mundo (que insiste en seguir funcionando) al menos por un rato. Se trata, insisto, de bajarse de las expectativas impuestas por otros: como en La dependienta, de la escritora japonesa Sayaka Murata, en donde una joven mujer se convierte en la decepción de su familia al no dedicarse a una carrera y preferir trabajar para siempre en un minimarket (del que ella parece haberse enamorado).
Por otra parte, la presencia de los medicamentos en la ficción resuena con particular fuerza (y ya desde el título) en la novela de la española Almudena Sánchez, Fármaco, publicada en 2021, donde leemos: “Estoy en contra de Walt Disney y muy a favor de las farmacias”. El libro de Sánchez cuenta la experiencia de la autora con la depresión. Una realidad que a la vez la sorprende y la inunda (leemos: “La inminencia de una depresión no se presiente. Comienza desde la frente hasta las rodillas. Es la enfermedad más grande, invisible, inesperada, destructiva, egoísta, insana, paranoica, desaliñada, mugrienta y tendenciosa que he tenido”). La narradora va relatando, con paciencia, con humor, con rabia, distintos momentos de su enfermedad: desde el presentimiento hasta el diagnóstico (que a la vez la confirma y la libera, le da palabras para explicar lo que está viviendo), al consumo de medicamentos (y sus muchísimos efectos secundarios), al adecuarse a una rutina y a vivir, como ella dice, “con un muerto a cuestas” (“Vivir con depresión es vivir con un muerto a cuestas. Conversar con él. Ducharte con él”). Su trastorno tiene raíces familiares y allá nos lleva también la narradora, aunque sienta que es a ella a quien la mueven para todas partes (“El depresivo es un monigote; te llevan, te traen, te suben, te bajan, te recetan miligramos y te quedas las veinticuatro horas muda, con una mancha de almizcle pegada a una camiseta de manga corta, aunque sea invierno”). Como lectores nos toca acompañarla: ver cómo le cuesta levantar los brazos para lavarse el pelo, cómo teme llegar a quitarse la vida al acercarse demasiado a la calle y contemplar con ambición sombría los autos. Y sus reflexiones van desde la indagación familiar a una cierta denuncia de una positividad tóxica y que confía en finales azucarados y de color pastel. Así llegamos a la frase (anteriormente citada): “Estoy en contra de Walt Disney y muy a favor de las farmacias”.
Quizás las palabras de Almudena Sánchez resuenan con tanto poder precisamente por-que suelen faltar cuando se trata de hablar de la salud mental. Esa falta de un lenguaje nuevo, como explicara Virginia Woolf en su famoso ensayo. Ese lenguaje nuevo que es también un reclamar el cuerpo. El cuerpo enfermo, el cuerpo que duele. Pienso en los efectos que está teniendo (y tendrá) la pandemia en todos nosotros, pienso en el tabú que es para mucha gente hablar de estos temas. Pienso en esa cautela innecesaria que envuelve a los problemas en un secreto dañino. Ese resquemor o reticencia pa-ra contar, esos secretos a veces familiares (en el caso de Sánchez, una abuela también padeció de esa enfermedad y sólo se entera cuando le toca a ella su turno) que se relatan, también con belleza y algo de humor negro, en la novela Carrusel, de Berta Dávila, en la cual se lee: “En mi familia a ir al psiquiatra le llamamos des- de hace mucho tiempo ir al dermatólogo. Es la manera que ha inventado mi abuela Úrsula para afrontar el estigma en la conversación diaria. Las personas de mi familia tienen casi siempre problemas cutáneos”.
Hablar más de lo que no se habla es también (es sobre todo) encontrar las palabras para representar una realidad con empatía y respeto. Encontrar en el diagnóstico un nuevo lenguaje y un mapa. Una comunidad. Quizás la literatura sea una forma de escribir esa cicatriz invisible. Ésa que demuestra (que grita, dejando de lado los secretos) que hemos pasado algo atroz y que hay un dolor que ha decidido mirarnos a los ojos. Como dice el libro de Sánchez: “Es hora de que la fragilidad salga al escenario. Adiós a los machotes y al sacrificio femenino ilimitado. Que la blandura, el resbalón, el desgarro delicado aparezcan en los libros”.
Este ensayo visual reúne las series “Fragmentos de efímero” (2019) y “Rorschach” (2021), de Zaira González Beas. Su experimentación se construye alrededor de la impermanencia, el rastro y el diálogo entre formas geométricas y orgánicas, como una reflexión de su propia presencia en el mundo.
María José Navia
(Santiago, Chile, 1982). Escritora y crítica literaria, autora de SANT (Incubarte, 2010), Kintsugi (Kindberg, 2018) y Una música futura (Kindberg, 2020) y de las colecciones de cuentos Instrucciones para ser feliz (Sudaquia, 2015) y Lugar (Ediciones de la Lumbre, 2017). Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés y ruso y han formado parte de antologías de relatos en Chile, España, México, Bolivia, Rusia y Estados Unidos. Tiene una maestría en Humanidades y Pensamiento Social por la Universidad de Nueva York y un doctorado en Literatura y Estudios Culturales por la Universidad de Georgetown. En 2017 su cuento “Blanco familiar” resultó finalista del premio Cosecha Eñe y en 2018 su libro Lugar, finalista del Premio Municipal de Literatura. Actualmente se desempeña como profesora en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile y es columnista del diario El Mercurio.
Zaira González Beas
(Guadalajara, México, 1986). Artista jalisciense cuyo trabajo se expande en áreas como la moda, la joyería y el diseño, y en soportes como la pintura, la fotografía y los textiles. Su experimentación visual y material está relacionada con la abstracción, el paso del tiempo, el cuerpo, el paisaje natural y arquitectónico, los procesos fotográficos, el teñido y las fibras naturales. Formada en el ITESO en Guadalajara y en el Instituto Marangoni de Milán, Italia, construye un discurso artístico alrededor de la impermanencia, el rastro y el diálogo entre formas geométricas y orgánicas.