¿Cómo narrar a una madre en sus claroscuros?

Mamá

¿Cómo describir a una madre en todos sus claroscuros? En este ensayo observamos la relación de una hija con su lado siniestro, desde el cual ahonda, cuestiona, abraza y transgrede la maternidad. Con el apoyo de Comma Ediciones presentamos un fragmento del libro Sigo aquí.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Hoy me desperté con el deseo de ser madre. Me imagino con una pequeña entre mis brazos. Se llama Sabina, le gustan los gatos y comer Chocokrispis. Escucho el sonido de su llanto mientras sus manitas aprietan mis dedos. Y aunque a veces me embargan momentos así, de pura fantasía, creo que nunca tendré hijos.

Me detengo.

Pienso en mis conceptos acerca de la maternidad. Lo primero que llega a mi mente es el rostro moreno de Hermelinda, su cabello negro y el aroma a cebolla. Veo muy silenciosa a mi mamá en su cama. Últimamente la recuerdo mucho.

Es irónico, porque una de las razones por las cuales abandoné la casa familiar fue para estar lejos de ella. Quería experimentar el mundo, construir mi propia vida. Deseaba descubrir a la mujer que soy lejos de mi madre. A su lado me cuesta ser algo más que una niña. Ya la distancia se interpone entre ambas. Escribo esto en mi espacio, con la certeza de ser una adulta; pero la extraño. Me encantaría abrir la puerta de la habitación y encontrarla viendo CSI o alguna de sus series policiacas. En cambio, me acompaña este desamparo, los ladridos del perro del vecino y el grillo que estridula puntual a las nueve de la noche.

Creo que “madre” es un sinónimo de ambivalencia. Es raro este hueco interior en el que oscilan por igual el odio y el amor. Es confuso el deseo de autonomía y las ganas de correr hacia ella para que me cuide.

Todo se revuelve en mi mente. Sólo sé que la maternidad empieza en el vientre de Hermelinda. Mi mamá siempre soñó con tener una bebé, aunque me angustia saber que no soy lo que esperaba. Pasé mucho tiempo esforzándome por ser la hija ideal. Me detuve porque dolía demasiado.

No quiero un esposo. No seré una enfermera.

No me interesan las figuras de Kitty.

No soy extrovertida y, definitivamente, no me gusta llevar el cabello largo.

No es un reclamo. A estas alturas, las quejas contra Hermelinda quedaron atrás. Lo que ahora me impulsa es el deseo de comprender: quiero mirarla de cerca para así, quizá, develarme en ella.

Para empezar, me cuesta entender si deseo procrear porque ni siquiera sé muy bien qué significa ser mamá. La primera definición sobre el tema me la inventé cuando era niña. Papá, Hermelinda, mi hermano y yo veíamos la televisión. Sobre la mesa de centro estaba una pistola de balines que mi hermano usaba con sus amigos. Yo quería contar alguna anécdota sobre mi día y mi mamá me callaba. Me enfadé tanto que fui por la pistola y le apunté al rostro. Disparé. Le di justo en el lagrimal del ojo izquierdo. Me quedé quieta. Mamá chillaba. Cuando al fin levantó la cara, me observó muy seria. Sentí que deseaba descubrir algo en mí, algo incomprensible. Su mirada, al inicio severa, encontró lo que buscaba y me sonrió. Enseguida solté la pistola, me puse a llorar y la abracé. Ese día supe que mi madre veía cosas ocultas en mí, que podía entender mi maldad. Me aceptaba errónea.

En ese momento, a los seis años, entendí la maternidad como una máquina de rayos X.

En el libro Sigo aquí (Comma Ediciones, 2024), la escritora Anahí Zúñiga explora los cuestionamientos y claroscuros de distintas figuras femeninas.

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Apuntes sobre mi madre:

  1. Es enfermera. La pienso con su uniforme blanco y mi mochila de la escuela al hombro. 
  2. El Día de Reyes nos consentía con un montón de juguetes.
  3. Nos gritaba mucho, a mi hermano lo golpeaba y a mí me jalaba el pelo o me insultaba cuando perdía los estribos.
  4. A veces se burlaba de mi cuerpo, especialmente de mis pechos pequeños y de mi nariz aguileña.
  5. Cocinaba varios guisos al día. Nunca me obligó a comer nada que no me gustara.
  6. Apoya todas mis decisiones, incluso cuando la hieren.
  7. Se muerde muchísimo las uñas, por eso suele traer los dedos envueltos en tela adhesiva blanca. 
  8. Guarda en una cajita las cartas que le dio mi papá cuando eran novios.
  9. Es fanática de Juan Gabriel.
  10. Cada cierto tiempo sueña que se pierde en su casa. Dice que cuando despierta, la sensación de extravío permanece en ella.
  11. Nunca se llevó bien con Rosalio, su papá.
  12. Mi abuela eligió su nombre por la bruja Hermelinda Linda. Mi mamá lo detesta; le dice a todo el mundo que se llama Lina. Me parece un acto de rebeldía absoluta. Cambiar de nombre es cambiar de historia, y mi madre nunca aceptó la que le imponían.
  13. Deseaba ser mamá. La visualizo de joven, con su voluntad encendida para fabricar mis huesos, mis labios. ¿Me habrá imaginado con estos ojos? La veo claramente con su barriga enorme. Su vitalidad en desgaste. Su fuerza en pausa para crearme. Es impresionante pensar en eso, en ella, en nuestros cuerpos juntos.
  14. Una vez, en la tina, me sumergió por accidente. Casi me ahogo. Fui color púrpura hasta que mi padre me auxilió. Ella todavía se siente culpable.
  15. Mi madre es una persona. También le tiene miedo a la oscuridad.

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El abuelo Rosalío la trataba mal por ser morena. Desde entonces cree que su nariz ancha, sus lunares y su piel prieta son signos de fealdad. Así aprendió a ocultarse, se volvió fantasma, una aparición avergonzada. Hermelinda no sabe que es hermosa y sus ojos negros son como un verso de Cristina Peri Rossi.

El maltrato de su padre la volvió una niña rebelde. Le gustaba hacer travesuras, revolcarse en el suelo y azotarse en la pared cuando algo no le gustaba. Nunca fue buena en la escuela. A pesar de ser callada, le encantaba bailar, el peligro de las calles y el aroma del cigarro. Fumó por primera vez cuando iba en sexto de primaria.

Trabajó desde pequeña: hizo el quehacer en casas ajenas, cuidó a los hijos de las vecinas y en varias ocasiones fue una niña albañil. En esas jornadas soñaba con el cielo. Quería ser azafata, viajar por el mundo y conocer a un hombre guapo con quien casarse para tener muchos bebés. Sus ilusiones eran blancas, como destellos de un territorio pulcrísimo.

Mi abuela le pegaba e incluso la amarraba para mantenerla quieta. No entendía que Lina era movimiento, una ola de bravura y deseo. Sus piernas con moretones, los brazos salpicados de costras y el polvo en sus mejillas anunciaban a una niña en busca de su libertad.

En casa no la dejaban hablar demasiado. Las palabras eran para los hombres. Quizá por eso comenzó a tartamudear. Ahora lo veo: mi madre fue una niña. Es una aseveración muy estúpida por su grado de obviedad, pero un acto de valentía en la práctica. Reconocer la humanidad de la madre implica vulnerar las propias llagas.

Me costó mucho comprender que ella también tiene sus dolencias, que transitó por el rechazo de su padre y la hicieron creerse insignificante, idiota, siempre por debajo de cualquiera.

En agosto mi papá escuchó uno de mis poemas. En aquel texto hablo de su ausencia afectiva. Se entristeció al oírlo y nuestra relación se hundió un poquito más. Al día siguiente me encontré con mi madre y charlamos sobre el tema. Me dijo que lloró al escucharme porque pensó en Rosalío. De pronto su mirada cambió, su voz y la forma de su boca se trasformaron mientras las palabras salían. Ya no hablaba con mamá, sino con la hija que se sintió abandonada, sin fuerzas para confiar en un hombre, pero con el deseo furioso de ser amada por uno. Me pregunto en cuántos sujetos buscó la aceptación de su padre.

Aquella pequeña desgarbada, con la nariz repleta de raspones, sigue dentro de mamá. Quise abrazarla, cantarle, decirle que puede ser azafata, que no tiene la culpa de los insultos de su padre. Quise reunirme con ella en ese rincón de la memoria donde se ocultan nuestras cicatrices. Ambas hijas. Ambas entretejiendo nuestras soledades a través de la misma herida.

Ese día olvidé a mi madre. Conocí a Lina.

Anahí Zúñiga es escritora y editora, autora de los libros Dislocaciones y Sigo aquí.

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Le pregunté por las similitudes entre ella y mi abuela. Su respuesta me removió tanto que prefiero compartirla íntegra:

¿Mi mamá y yo? Sí nos parecemos, soy igual de enojona, de gritona. Pasa que una repite los mismos errores. Antes, cuando mi mamá me pegaba y me regañaba, yo decía que nunca sería como ella, que trataría a mis hijos diferente, y al final hice lo mismo. Igual pienso que sí soy una buena mamá, como ella lo fue conmigo. Desde que eran chicos, hasta ahorita, trato de apoyar a mis hijos, de ayudarlos en todo lo que pueda, incluso si me quedo sin dinero y sin cosas. Pienso que eso es ser buena mamá. Aunque no les diga que los quiero, ellos comprenden que sí. De todas formas, sé que necesitan escucharlo porque no los abrazo, no los apapacho; no sé cómo hacerlo, a mí no me enseñaron eso… y no supe aprenderlo sola.

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Lina y yo nos parecemos demasiado. Ambas pasamos gran parte de nuestra vida sintiéndonos feas, indeseables, ocultas bajo capas y capas de ropa. Ambas justificamos a las personas que nos dañan y nos cubrimos el cuerpo, inseguras, profundamente heridas. Ambas preferimos llorar en el baño. Ninguna de las dos sabe maquillarse. Ninguna sabe decir te quiero.

La sombra de la madre es pesada, te jala. Las cosas que más detesto de mamá son las que habitan en mí. Es insoportable mirarme en sus movimientos, escucharme en sus tartamudeos. Mis esfuerzos por distinguirme se hacen añicos. El tiempo pasa y cada vez soy más parecida a ella.

Inadvertidamente suelto una carcajada como la suya. Me asusta mucho esta similitud. Es como si un parásito se adueñara de mi identidad, de los recovecos que alguna vez imaginé propios.

Recuerdo que mi madre solía despertar todas las mañanas sólo para mirarse en el espejo: se ponía de lado, levantaba su blusa y se inspeccionaba la barriga. Estaba obsesionada con su peso y así vigilaba el crecimiento de su panza. De niña no entendía ese acto repetitivo; ahora, cada mañana, con excesivo celo, me pongo de lado, levanto mi blusa e inspecciono mi barriga.

No sirve luchar. El ritual caótico para desprenderme de los juicios de mi madre resulta poco convincente. A veces pienso con su voz, su timbre me acompaña como un canto antiguo imposible de olvidar. Y sé que ella atravesó por el mismo rito, también intentó desprenderse de sus herencias enfermizas.

Cargar con la madre, llevarla dentro, saberla cierta como el nombre mismo. No importa si una elije cambiar de sexo, de rostro, de mundo: a la madre se la lleva en los huesos. Ninguna rebeldía alcanza para borrarla. Aunque una grite y patalee, tarde o temprano una se mira al espejo y sólo se encuentra con el rostro de su madre.

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Mamá es un orbe tenebroso. Se va. Vuelve. A ella la amo más de lo que me amo a mí. A nadie me parezco como a mi madre. Llevo sus gestos conmigo. Mamá en la obsesión por morder mis uñas. Mamá en los dolores de estómago, en el llanto cotidiano, en la sonrisa sencilla, en el corazón de pollo, en la hipocondría. Mamá en los terrores nocturnos, en la forma de contar las monedas de dos en dos, en el enojo profundo. Mi madre es una mujer: se llama Hermelinda y desea y se equivoca y lastima y gime. Hermelinda es mi sombra. Hermelinda es mi centro. Escucho su voz en mis sueños revestida de salvajismo. Mamá porta el nombre de una bruja. A mi madre la quiero casi todo el tiempo. A mi madre la odio a ratos. Ella dice que estoy loca. Piensa que soy rara. Me cuida. Haría cualquier cosa por mí. Mamá y yo somos un invento. Ambas somos ficciones. Nacimos de la misma tierra y no existimos. Habitamos una en la imaginación de la otra. Desde que miro a mi madre como humana, la entiendo. Hermelinda sangra como yo. Deseo que algún día también me entregue el privilegio de ser mujer, no sólo su hija.

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Mi mamá me aseguró que amar es igual a perdonar. No estoy de acuerdo con ella. Quisiera que no nos perdonara todo, que levantara su rostro indignado, que no aguantara mis berrinches, las palabras violentas de mi hermano, los desplantes de mi padre. Quisiera que un día se despertara con deseos de morder, de invocar los espacios más oscuros de su furia. Quisiera que nos amara un poco menos, que soportara casi nada.

En eso nos parecemos muy poquito. No sé mucho sobre el perdón. Ante mis fallas, me ofreció una hilera infinita de oportunidades. Y frente a sus errores, le devolví una bala.

 


ANAHÍ ZÚÑIGA es escritora y editora. Es autora de los libros Dislocaciones y Sigo aquí. Su obra performática y poética ha sido exhibida en el Complejo Cultural Los Pinos, el Centro Cultural de España en México, El Centro Cultural Universitario Tlatelolco y la plataforma internacional PerfoRedMx, entre otros. Es columnista de la sección de cultura en Emma, de Reporte Índigo. Forma parte de las antologías Novísimas: Reunión de poetas mexicanas, vol. II, Discéntricas y El inconveniente de tener cuerpo.


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