Mariano Llinás: el poeta que vence las fronteras del cine
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Mariano Llinás: el poeta que vence las fronteras del cine

¿Quién es el hombre detrás de La flor, la película argentina de culto, que tiene 14 horas de duración, y que se pudo ver en internet a partir de la pandemia? ¿Quién es el realizador que parece despertar al cine argentino de una larga temporada de sueño y silencio?

Tiempo de lectura: 18 minutos

En el monitor de la computadora, en primer plano, se ve una taza con la palabra “Rotterdam”. Detrás, la mano que sostiene la taza, el brazo y el cuerpo del director, productor y guionista de cine Mariano Llinás que está sentado en una silla de su departamento, en el día 140 de la cuarentena que rige en la ciudad de Buenos Aires, debido a la pandemia de Covid-19. La videollamada parece interrumpirse por un momento pero luego retoma su fluidez.

—Con esto de la videollamada hay mucho que se pierde.

—Tampoco tanto—dice el cineasta.

—Se elimina la experiencia de la entrevista y se resume todo a preguntas y respuestas.

—Que es lo que uno quiere cuando lee una de estas entrevistas. Si no, se encuentra uno con cosas como: “El gato se acomoda por el sillón”. ¿Y a quién le importa lo que hace el gato? De hecho, en esta habitación hay un gato. Que ahora yo estoy viendo y vos no.

Sobre la pared blanca de la habitación, la escultura de un ángel, tres pequeños cuadros. Hay un mueble y un gato, Lito, que sólo Llinás ve: un gato atigrado y gordo, que siempre fue un animal muy poco cariñoso, pero que en estos últimos años de su vida empezó a ser cariñoso.

Llinás habla del guión como una excusa: de utilizar los argumentos de las películas para llegar a las imágenes. Dice que le sale fácil inventar las tramas, pero que en el fondo le interesan como punto de partida para viajar, para poder filmar determinadas imágenes. Se pregunta: ¿No funciona todo el cine un poco así?  Él imagina cuán interesante sería filmar en tal lugar o con tal persona, y hace un argumento: para tener la justificación que le permita llegar a eso.

Así se permitió, por ejemplo, viajar a Mozambique para hacer sólo tres planos de la película Historias extraordinarias (2008). O filmar otra, La flor (2018), durante diez años y con las mismas cuatro actrices a lo largo de toda esa década: una película de 14 horas de duración, en la que incluyó tomas en Londres, Berlín, París, Budapest, Sofìa, y escenas en distintas ciudades de Colombia, Nicaragua, Chile, Líbano, Rusia y Corea del sur. Lugares a los que tuvo que ir para filmar, claro.

Ésa es un poco la idea, dice. Al revés de cómo se enseña en las clases de guion en las que se asegura que lo primero es tener una historia para contar. ¿Qué quiere decir tener una historia para contar?, se pregunta. Lo primero es tener ganas de filmar algo: un lugar, una determinada persona. Después llega la historia. Porque —aclara— se filman cosas, no historias.

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Llinás habla del guión como una excusa: de utilizar los argumentos de las películas para llegar a las imágenes.

—Leí una nota en la que hablabas de la exigencia de conmover al otro.

—Sí. El trabajo del comediante es muy exigente. Entiendo al cineasta como un comediante en el sentido que usan los franceses, que llaman así al actor. El oficinista no ve el resultado de su trabajo de una manera tan nítida, tan efectiva. Mientras está actuando, el actor de teatro puede oír si la gente no se ríe o se aburre. El director de cine también padece eso: estar ahí sintiendo la emoción del otro, la conmoción del otro… Cuando la gente nos critica por el ego… Un clásico de los críticos es “ahhh, el ego de los grandes directores”. Sin duda, no saben la cantidad de ego que hace falta para tolerar esa inmensa experiencia de sufrimiento… Es algo similar a hacer un chiste y que nadie se ría. Hay pocas cosas que ruboricen tanto, que sean tan humillantes como ésa: imaginate hacer eso delante de un montón de desconocidos, con algo que es la obra de tu vida, y todo el tiempo.

El nivel de sufrimiento que Llinás tenía a los treinta años en el estreno de sus primeras películas era, dice, de una intensidad total. Todavía hoy no puede estar en una sala en la que se proyecte un film suyo ni estar en el mismo cuarto con otras personas viendo sus películas.

—A mí, alguna vez, me gustaría hablar con un equilibrista. ¿Qué será más importante para él: no caerse o que su arte no conmueva? Estar ahí haciendo sus prodigios y que a la gente le dé lo mismo. No sé. Mirá, finalmente apareció el gato. No te lo perdiste.

Y entonces delante de la cámara aparece Lito, sigiloso. Da unos pasos y se queda ahí, quieto. Se lame el cuerpo ajeno al ego, a cualquier juego de ficción.

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Después de vivir en Francia entre 1952 y 1958, donde conoció a André Breton y a Triztan Tzara, el escritor y poeta surrealista argentino Julio Llinás se alejó de la literatura para sumergirse en la publicidad. Fundó una agencia y empezó a trabajar mucho y a cobrar bien. Por eso su hijo, Mariano Llinás, dice ser “el resultado de un hombre que fue fugazmente rico”.

Antes de que él naciera, su padre se compró una elegante casa en Barrio Norte, un campo en la Provincia de Buenos Aires, y disfrutó de esos lujos con su mujer y sus dos primeros hijos: Verónica, hoy una actriz muy reconocida, y Sebastián. Luego, Julio Llinás se separó y conoció a otra mujer, con quien tuvo a Mariano. Pero la bonanza económica no duró, y se sumaron otros problemas. Mariano Llinás lo resume en una frase: “Yo tengo un hermano muerto”. Luego, comenta la adicción a las drogas de su hermano, y las cuestiones de adicción de su hermana, y dice que no tiene mucho sentido profundizar en todas esas cuestiones pero que el panorama de su infancia era como el de una película de John Cassavetes: “Quilombos y quilombos tremendos”. Una familia rica pero a la vez marginal y excéntrica y una infancia que, dice, podría definir como “difícil”. “A los ocho años mi viejo me dijo: “tu hermano es drogadicto”, y para un nene de esa edad eso es un shock”. En 1983, no se sentía un niño sino una persona que debía resolver problemas.

Tres años después, cuando tenía once, su hermano Sebastián, de 23, falleció, y en la familia se produjo un vacío estremecedor. Pero la vida seguía y él alternaba las clases en la Escuela Argentina Modelo, un colegio religioso y elitista ubicado en el centro de Buenos Aires, “de ideología lindante con la ultraderecha”, con las tardes en el Parakultural, un sótano convertido en el paradigma de la cultura underground porteña, y al que iba con su hermana Verónica, que integraba el grupo teatral Gambas al Ajillo. En el Parakultural había diversidad sexual sin inhibiciones, travestis marginales, teatro independiente y discursos políticamente incorrectos, además de recitales de bandas que luego llenarían estadios como Los fabulosos Cadillacs y Los redonditos de Ricota. Había, también, un nene vestido de blazer que miraba curioso y se divertía y se angustiaba con las cosas que lograba entender. Ese nene era Mariano Llinás.

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¿Qué quiere decir tener una historia para contar?, se pregunta. Lo primero es tener ganas de filmar algo: un lugar, una determinada persona. Después llega la historia. Porque —aclara— se filman cosas, no historias.

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“La noche en que sonó el teléfono de mi dormitorio para anunciarme la muerte de Sebastián en El Bolsón, mi pobre hijo drogadicto, tuve un acceso de llanto y un alivio inmediato por su liberación de las miserias de este mundo.

Es curioso: él no quería que yo sufriera y yo no quería que sufriera él, pero ni él ni yo dejamos de sufrir por un instante.

Una década de calvario inenarrable, entre sus trece y sus veinticinco años, marcaron nuestras vidas para siempre. La suya, con una temprana muerte. La mía, con algo acaso más terrible: una larga vida”:

Fragmento de Querida vida, de Julio Llinás, publicado en 2005.

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A los nueve años, Mariano Llinás está delante del televisor junto a su padre y la novia de su padre. Miran Ese oscuro objeto del deseo, la película de Luis Buñuel. En un momento, el personaje encarnado por el actor Fernando Rey empieza a cargar sobre su espalda una misteriosa bolsa negra, totalmente ajena a la trama. Llinás empieza a reírse de esa novedad arbitraria. La novia de su padre, psicóloga, le explica: “Es la bolsa en la que se llevan las frustraciones”. Llinás siente en el cuerpo, dentro del cuerpo, una indignación cercana a la violencia. En un artículo publicado en el blog de Revista de cine escribe: “si ella tenía razón, el film era ‘una inmundicia pedagógica’. ¿Con qué derecho se arrogaba la potestad de empequeñecer lo que para mí era un gozoso misterio?”.

Rechaza cualquier tipo de explicación o búsqueda de sentido oculto detrás de las imágenes, y si algún periodista le pregunta “¿Qué quisiste decir con tal escena?”, él se indigna: “No quise decir: dije”.

—Lo que está es lo que es. Lo que uno genera, la película, es un objeto misterioso. Es un objeto que uno no comprende del todo.

Hoy, se define como surrealista y cree con firmeza en aquella idea del poeta rumano Tristan Tzara de que “el pensamiento se produce en la boca”. De que el cuerpo no sabe qué va a decir hasta decirlo, en contra de lo deliberado, en contra de la idea, pero con rigor: un profundo rigor que no se sabe muy bien de dónde viene. Es como ser comunista, dice. El tipo que nace de un padre comunista es comunista. Tiene una visión del mundo que está relacionada con eso, aunque después se pase del otro lado. Y dice, también, que su padre fue esencialmente un surrealista.

—La cultura surrealista fue aquello que movió cada uno de sus y mis movimientos y de las cosas que hicimos.

El legado surrealista de su padre fueron el humor —una persona sin sentido del humor le resulta aterradora— y la audacia: “Un gusto por lo audaz, por la locura en el buen sentido: el pathos”. Heredó también el desprecio por el dinero, que considera una característica muy compleja de su pesonalidad.

—Yo creo que cuando mi viejo perdió toda la plata que había ganado fue feliz. Le parecía mal tener guita y le parecía bien no tenerla. Esa idea poética de que hay algo profundamente vulgar en la riqueza. No sé si eso es muy bueno, pero estoy seguro de haberlo heredado. Para mí la guita es una cosa importante y trato de ganar toda la guita que puedo, pero mi relación con el dinero es muy problemática. No me gustan los ricos.

Aquello que no está atravesado por el humor le resulta “extraño y aborrecible”. Y quizás por eso cada vez que decide filmar sobre un determinado tema, a pesar de sí mismo, lo hace de manera cómica.

—Es muy raro. Porque me gusta mucho discutir fuerte, con crudeza sobre ciertas cosas: pero no puedo hacer películas que sean así. Pienso en que algún día haré películas combativas, y no me sale. Me salen películas argumentales, con tono medio cómico, no se afirma nada del todo, son más bien superficiales. Me salen películas que trabajan los temas por encima, yendo de un lado al otro. Evidentemente tengo una manera de pensar cinematográfica, una manera de aproximarse a las cosas, que es muy diferente a cuando escribo o cuando hablo: que soy directo, incluso a veces hasta agresivo. Me parece interesante porque habla de ciertas formas que no tienen necesariamente que ver con lo que uno quiere. Como si uno, a fin de cuentas, no decidiera su propio estilo.

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Hoy, se define como surrealista y cree con firmeza en aquella idea del poeta rumano Tristan Tzara de que “el pensamiento se produce en la boca”.

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En la época en la que él terminaba el colegio secundario, su padre empezó a ser reconocido como escritor, su hermana Verónica trabajaba en la televisión y también era reconocida como actriz. Él dijo: “Bueno, algo tendré que hacer”. Y probó tocando el saxo. “No me salió. Y ni en pedo me iba a meter en el terreno de mi viejo, con el carácter egocéntrico e invasivo que tenía. Después de salir del colegio, estudié un año antropología, pero no. Opté entonces por el cine, donde nadie me iba a joder”, dijo Llinás en una entrevista de marzo de 2018 a un periodista chileno al que hoy, en base a la publicación de este tipo de detalles de su historia personal, define como “un poco chismosón”.

Llinás quería ser antropólogo. O creía que quería ser antropólogo. Se imaginaba a Indiana Jones, y pensaba que la antropología iba a ser una sucesión ininterrumpida de aventuras. Empezó la carrera y también empezó a leer la revista de cine El amante, una publicación independiente con un estilo controvertido y polémico que no respetaba los canones de la crítica tradicional. A partir de esa lectura se volvió cada día más cinéfilo. Leía nombres —John Ford, Jean Renoir—, buscaba y veía sus películas. Se convirtió en un asistente asiduo a los ciclos de cine y descubrió que allí, al ir a un sótano a perderse durante horas en una película de Rainer Werner Fassbinder, también había una épica de la aventura. Se dio cuenta, además, de que filmar también le permitiría viajar, hacer cosas diferentes, conocer lugares que lo alejarían de una vida rutinaria y sedentaria que, a los 18 años, lo aterraba.

Así se  anotó en la Universidad del Cine, una universidad privada del barrio de San Telmo, a cargo del director argentino Manuel Antín. Unos años después, cuando terminó la cursada, no sabía qué hacer. La década de los noventa llegaba a su fin, el presidente Fernando De La Rúa asumía el gobierno y la economía argentina continuaba la caída que se profundizaría en los dos años siguientes. No había trabajo ni perspectivas de que en algún momento hubiera. Llinás hizo lo que sabía hacer: escribió algunos guiones. Uno de ellos era el de la película Balnearios. Lo mandó a un concurso de la Fundación Antorchas, una asociación sin fines de lucro que apoyaba proyectos culturales, y ganó. El premio eran 15 mil pesos que en ese momento correspondían a 15 mil dólares. Más plata de la que nunca había imaginado para hacer una película y con libertad absoluta. Lo primero que hizo al saber que había ganado fue pensar: “Me voy a comprar un buen cigarro”, porque le gustan los habanos. Luego, habló con el tutor de producción del premio, que le dijo que esa plata no le alcanzaba para nada. El hombre le sugirió que la invirtiera: podía contratar a alguien que le armara un presupuesto y le organizara los papeles para armar “una carpeta” y con ella conseguir un crédito y más dinero. Podía, por ejemplo, aplicar a un subsidio del Instituto Nacional de Cines y Artes Visuales (INCAA), el modo en el que se hacen las películas en la Argentina.

—Pero gané el premio—le dijo Llinás.

—Sí, pero no te alcanza –le dijo el tutor.

—Si es mucha plata. Yo con eso hago una película.

—Naaaaaaaaaa.

Esa “a” alargada, ese gesto displicente de incredulidad, a Llinás lo llenó de bronca. Por otra parte, le pareció un poco triste ganar un premio para usarlo en concretar un trámite. Muy poco épico. Así que se dijo: voy a hacer la película de todas maneras. Y decidió aplicar los sistemas de producción que había aprendido en los trabajos hechos en la universidad. ¿Por qué el cine profesional y el amateur debían pensarse de un modo distinto? Esa decisión, ese impulso, serían una marca en el cine que haría después.

Balnearios fue un falso documental de cuatro partes. En la segunda, una voz en off analiza los rituales de la gente en la playa como un entomólogo examina las costumbres de los insectos: de manera asombrada, precisa y distante. En ese capítulo, Llinás destiló lo que, durante años, observó durante sus vacaciones en Villa Gesell, en un chalet que sus abuelos habían comprado cuando el lugar no era el destino turístico masivo que es hoy sino un discreto caserío con vista al mar. Llinás odiaba los rituales de la playa. No entendía por qué la gente se prestaba al incómodo juego de la arena sobre el cuerpo, ni por qué disfrutaban las caminatas por la orilla que terminaban de modo arbitrario y volvían a empezar en sentido contrario. Esa parte, la segunda, es muy graciosa y es la que la gente recuerda cada vez que se habla del documental.

La película se estrenó en 2002 en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA): se programó dos días a la semana y en pocos horarios. Pero el boca a boca la transformó en un suceso y se sostuvo varios meses en cartel, con la sala llena.

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Llinás quería ser antropólogo. O creía que quería ser antropólogo. Se imaginaba a Indiana Jones, y pensaba que la antropología iba a ser una sucesión ininterrumpida de aventuras.

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La sala de la Casa Universitaria del Libro de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la que transcurre el festival de cine FICUNAM, está a oscuras. En una pantalla se proyecta el crudo de la filmación de una película. Mariano Llinás les habla a los alumnos de la cátedra Ingmar Bergman y a los asistentes al festival, por sobre el sonido de la proyección. En la pantalla se ve, de lejos, a una mujer en el cruce de caminos de una ruta. En la mano lleva una escopeta. Eso está bien, dice Llinás. Ahí es lindo el momento en el que se mueve el viento. Hay que decidir el momento en el que ella empieza a correr. Yo creo que empieza a correr un poco tarde. Tarda mucho. Está poniendo de verdad el cartucho a la escopeta, lo que es un error porque no se nota. En las sucesivas tomas vamos a hacer que le ponga un cartucho falso que ahí llega a foco bastante bien. Y el viento llega un poco tarde y no actúa del todo bien. Lo que quiero decir es que en una situación así, tan importante como la actuación de la actriz es la actuación del viento. Es decir, el viento forma parte tanto de la situación audiovisual como la cara que puede hacer la actriz. Entonces, el viento también es un actor. Préstenle atención a eso.

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Su siguiente película se llamó Historias extraordinarias y no se podría haber hecho si no la hubiera producido el equipo de su productora El Pampero, fundada en el año 2002. No se podría haber hecho si no la hubiera dirigido él, si la fotografía no la hubiera hecho Agustín Mendilaharzu, si la producción no la hubiera hecho Laura Citarella, si la edición no la hubiera hecho Alejo Moguilansky. Fue una película de 245 minutos, algo más de cuatro horas, rodada en ambientes naturales que, en total, costó unos 35 mil dólares: un presupuesto inconcebible, por escaso.

La idea de El Pampero, y por tanto la de Llinás, es “producir cine sin productores”: sin esa gente que pone plata y tiene potestad de opinar y modificar el rumbo del guión. Es decir que la idea es la de una productora independiente que trabaja por fuera de los modos de la industria. Una productora fundada por directores que deciden filmar las películas como les place. No estrenan en salas comerciales sino en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI) o en salas alternativas. En cada película intercambian los roles de dirección, producción, guión, montaje y, a veces, también actúan. Trabajan en forma de mutual, una cooperativa de cineastas, y, dice Llinás, no ganan plata. Los colaboradores cobran algo, “porque es lo que corresponde”, pero todos viven de otra cosa. Por eso los rodajes duran tanto. Llinás trabaja de guionista para la industria (escribió, por ejemplo, películas como La cordillera, protagonizada por Ricardo Darín y Dolores Fonzi, o Las rojas, con Natalia Oreiro y Mercedes Morán, que iba a estrenarse en 2020 pero se retrasó por la pandemia), da clases en la facultad y, así, puede ser una especie de mecenas de sí mismo.

Historias Extraordinarias se estrenó en 2008 en el BAFICI, en donde ganó el Premio Especial del Jurado y el Premio del Público. La película tiene 18 capítulos en los que se narran tres historias paralelas e independientes, protagonizadas por personajes sin nombre: “X”, “H” y “Z”. El primero ve un asesinato y decide esconderse en un hotel, el segundo queda a cargo de una misión que no comprende, y el tercero investiga de manera obsesiva la vida del muerto al que reemplazó en el trabajo. Las tres historias avanzan a partir de una voz en off que narra exactamente lo que el espectador ve y que, por momentos, se interrumpe para dar paso a los pocos diálogos de los personajes. La idea original de Llinás fue construir una película “que fuese lo más parecida posible a una novela”. Según lo explicó en varias entrevistas, esta voz en off libera a la imagen de su obligación de narrar. “Así, la escena es libre y es pura verdad porque no está sujeta a ese trámite burocrático que es la narración. Los actores, pero también la propia imagen, se convierten en algo real, ajeno a la narración, no son esclavos de la voz en off. Ellos viven y la voz en off narra”.

Las críticas fueron unánimes. “Se trata de una película destinada a hacer historia en el cine argentino y a brindar una verdadera lección de inteligencia, imaginación, valentía y generosidad”, dijo el crítico Gustavo Noriega. Paul Brunick, de The New York Times, la calificó como “un trabajo emocionantemente innovador”, y el escritor argentino Alan Pauls escribió: “Viendo el film de Llinás tenemos una impresión extraña, como si el cine argentino despertara de una larga temporada de sueño y de silencio, y lo escuchásemos hablar, maquinar, contar con palabras, por primera vez” .

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La idea de El Pampero, y por tanto la de Llinás, es “producir cine sin productores”: sin esa gente que pone plata y tiene potestad de opinar y modificar el rumbo del guión.

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En 2006, Mariano Llinás y su amigo, también cineasta, Agustín Mendilaharzu, fueron al teatro a ver Neblina, la obra del grupo teatral “Piel de Lava”, un grupo integrado por Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes, que desde hace 17 años comparten las tareas de dramaturgia, dirección y actuación. La excusa para ir a verla era hacer una versión cinematográfica de la obra. Empezaron a renunirse con las actrices para comer una vez por semana. Se divertían y el proyecto empezó a quedar atrás: ya no les interesaba, ni a ellos ni a ellas. Lo que querían era pasar tiempo juntos. Entonces, Llinás se preguntó cómo podía pasar más tiempo con ellas y decidió hacer un argumento para lograr eso. (¿No funciona todo el cine así?). Les propuso, entonces, filmar La flor.

La flor es una película que dura 840 minutos: la más larga del cine argentino y una de las más largas de la historia del cine en general. Catorce horas que incluyen seis historias que podrían pensarse, a su vez, como pequeñas películas de distintos géneros (terror clase B, musical, melodrama romántico, comedia negra, film noir y western). No tienen más conexión entre sí que las de sus cuatro actrices, que hacen personajes diferentes y protagonizan una escena disruptiva, al comienzo de la tercera parte, que le da a toda la película un sentido de unidad. Catorce horas —de las cuales cuarenta minutos son los títulos finales— filmadas a lo largo de diez años. Una década que incluyó una historia de amor entre el director y una de las actrices, Laura Paredes, el nacimiento de su hijo Pedro Clorindo, que ya tiene cuatro años y al que le dicen “Pepón”.

Paredes, actual pareja del director, dice que el proceso filmación fue tan largo y particular que le cuesta establecer una única dinámica. “Fue un rodaje con varias etapas. Al principio, trabajábamos rigurosamente con el guión: no se cambiaba ni una coma de los diálogos. Luego, hubo una etapa en la que Mariano inventaba las situaciones en el rodaje y la actuación terminaba de encontrarse ahí mismo. Y otra etapa, la última, en la que la hazaña era atravesar caminando un río o subir una montaña. Simplemente hacer eso: dejarse filmar haciendo eso. Pasamos de la actuación más técnica o virtuosa a la entrega de los cuerpos sencillamente lidiando con lo real”.

La primera parte de La flor se estrenó en 2016 en una sala de Trenque Lauquen, una pequeña ciudad a 445 kilómetros de la Capital Federal. Pocas semanas después se presentó en una función especial en el Festival de Mar del Plata y luego, ya completa, se lanzó en el BAFICI, donde ganó el premio mayor —Mejor largometraje de la Competencia Internacional—, y el premio a mejor actriz (Ex Aequo).  En 2017, la primera parte de la película ganó el premio del público en el Festival de Rotterdam y fue elegida como mejor película Latinoamericana de 2019 en los Premios Cinema Tropical, de Nueva York. En marzo de 2020, luego de decretada la cuarentena por el coronavirus en la Argentina, la película se subió a la plataforma gratuita Kabinett, donde se puede ver online. “Decir que en los 840 minutos de La flor hay caprichos y excesos, que Llinás alterna varios momentos brillantes y otros bastante intrascendentes es casi un lugar común”, escribió el crítico argentino Diego Battle: “Nadie es capaz de filmar 14 horas geniales, pero esta película (o películas) sin dudas eleva la vara del cine argentino actual, lo saca de su falsa seguridad, lo incomoda, le mueve las ramas para hacerle caer mucho fruto podrido”.

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Llinás no pasa mucho tiempo sin filmar. Desde que empezó como director hace 20 años, con la excepción de 2019 (cuando viajó varias veces a Estados Unidos y Europa por trabajos de tutoría y giras de publicidad de La flor), no había pasado un mes sin hacerlo. Cuando filma, toda su energía mental, toda su atención, están concentradas en lo que tiene que hacer. Su cabeza está seteada para eso, dice, y lo disfruta. Le gusta el trabajo y le cuesta muchísimo tomar vacaciones. Es muy ansioso y por momentos la ansiedad le juega malas pasadas: toma medicamentos para contenerla y, a veces, tiene algo parecido a un ataque de pánico.

Trabaja mucho y con varias cosas a la vez: dos o tres películas suyas, o de algún amigo, o del grupo El Pampero, escribe artículos sobre cine, hace algunos cortos. Cuando se toma vacaciones, disfruta los primeros días: aprovecha para leer o caminar. Pero en un momento sobreviene lo que llama “una especie de trululú”: problemas en la vista o con la luz, una sensación de adrenalina, muy fea, que se le pasa después de tomar los medicamentos.

Piensa que hay dos tipos de cineastas. Unos que disfrutan de la película cuando ya está hecha, y otros que disfrutan de la película cuando la están haciendo. El que sufre el proceso y disfruta el resultado, y el que sufre el resultado, o está interesado en él, pero disfruta del proceso. No cree que una manera sea mejor que la otra. Se ve, claramente, en el grupo de los disfrutan mientras filman.

***

Julio Llinás decía de sus hijos que “por exceso de ambición” eran indiferentes al éxito. Mariano tiene 45 años y espera vivir muchos más, sin embargo, las expectativas empiezan a importarle. Se pregunta: “¿Cuánto de todo lo que tengo que hacer voy a llegar a hacer?”. Dice que hay una etapa de la vida, una transición, que supone debe durar unos 10 años, que sucede entre que muere el padre y nace un hijo. En su caso, cuenta, se dio de una manera muy ajustada: murió su padre y nació su hijo. Él quedó en el medio.

—Como si fuese uno de esos lugares en donde hay dos ascensores y uno sube y otro baja y uno está mirándolos de afuera, como Bruce Willis en el medio de los dos ascensores.

—Recién te preguntabas: “Cuánto de todo lo que tengo que hacer voy a llegar a hacer”. ¿Qué sería ese todo?

—No. Es mucho… Es mucho. Es mucho. Es mucho. Por ejemplo: cuántas películas más voy a hacer. ¿Serán todas películas? ¿Voy a poder hacer las cosas que me gustan y que son tan diferentes entre sí? ¿Voy a poder hacer algún día las películas gauchescas con las que sueño? ¿Voy a poder  recuperar la experiencia rural que tuve cuando era chico y poder dársela a mi hijo? Y al mismo tiempo, mi vida como trotamundos, ¿terminó? ¿Ya no voy a seguir viajando como viajé todos estos años? ¿Cómo se integran esa vida de campo, de volver a todo eso, y la vida de andariego? ¿Y qué le conviene más a mi hijo?¿Y cómo se relaciona eso con las películas que tengo que hacer?

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Cuando filma, toda su energía mental, toda su atención, están concentradas en lo que tiene que hacer. Su cabeza está seteada para eso, dice, y lo disfruta.

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En el monitor de la computadora, en primer plano, se ve a Llinás. Lleva una camisa blanca de manga corta, chaleco negro y una corbata con rombos, azul, verde y blanca.

—Estás de corbata. Más formal.

—No sé si especialmente formal. Uso corbata a veces. Hoy nadie usa corbata. Yo sí. Sobre todo desde que fui padre. Desde que fui padre me gusta usar.

—¿Cómo se relacionan la paternidad y la corbata?

—No lo sé. Estoy tratando de averiguarlo. Estoy en una fase experimental.

Llinás, como millones de personas en estos tiempos de pandemia, está encerrado en su casa. Así, dice, la organización de su vida es mucho mejor: trabaja más, puede pensar más, le cuesta leer pero escribe bastante y pierde menos el tiempo. Antes, dice, perdía muchísimo el tiempo. Antes comía casi siempre afuera, y no extraña la experiencia. No extraña salir a la noche. Hace ayuno intermitente: de lunes a jueves toma el desayuno y almuerza, y no come nada más desde las tres de la tarde hasta las 9 ó 10 de la mañana del día siguiente. Son entre dieciséis y veinte horas sin probar bocado. Los viernes, sábados y domingos, cena, aunque ayuna a la mañana. Fuera de la regla del horario no hay límites. Puede tomar alcohol y comer lo que quiera. Empezó con el ayuno en enero del año pasado.

—Tengo una panza enorme —dice, mirándose en la imagen de su monitor.

Está mal sentado, los hombros demasiado abajo del respaldo, y lo que se ve en primer plano de la cámara es la abultada camisa blanca

—Estoy viendo que se deriva como en una especie de panza gigantesca…

Escribe a la mañana, hasta las 12, la hora en la que se despierta su hijo. Durante la cuarentena, en el encierro, siguió filmando. Hizo una película breve, llamada Lejano interior, “inspirada vagamente” en los poemas del poeta y pintor belga Henri Michaux, que sucede dentro de su casa. Una especie de crónica íntima en la que muestra espacios y reflexiona sobre esos espacios. En el minuto 28, la cámara fija graba un reproductor de discos. De fondo hay música y unas letras se sobreimprimen en la pantalla: “Desde hace unos días/ sucede algo extraño/ (a ver si alguien puede ayudarme con esto)/ Mi familia/ (mi mujer y mi hijo que comparten el encierro/conmigo)/ han tomado la costumbre/ cada noche/ de bailar”.

El plano se amplía y, por un momento, Pedro Clorindo aparece en escena.

“Yo (que a todas luces no/ he nacido para ello) los ayudo/ poniéndoles discos/ eligiendo/ elaborando la partitura/ sobre la que ellos habrán de  desarrollar/ sus pequeñas fiestas”. El plano cambia, aunque lo filmado sigue siendo lo mismo: el reproductor. “Pongo dos o tres discos/ ellos bailan/ y al cabo de un rato/ todos nos vamos a dormir”.

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