El balcón es la fila desde la que vigila al mundo. Ahora con frecuencia está al pendiente de lo que pasa en las calles, y de lo que se de dice en las redes sociales. Contesta correos electrónicos a los dos minutos de que llegan, y atiende el teléfono al primer timbrazo. El hilo de su voz es dulce, casi infantil. La lengua que golpea sus dientes delata su geografía, un acento madrileño, el de la escritora Marta Sanz, que reclama cómo la pandemia la ha obligado a cerrar su balcón, ella que siempre ha escrito con ventanas abiertas.
Pero decidió que la editorial, con quien había pactado el cuento, recibiría otro, y esta Sherezade se la regalaría a Anagrama, que la publica para leerse en este confinamiento, disponible para descargarse aquí. El cuento ahonda en las relaciones de pareja en tiempos de cuarentena, con una Sherezade que le sugiere a su pareja, Federico, que quizá es él quien la controla tratándola como una marioneta.
“Quise poner de manifiesto cómo las mujeres estamos educadas con relatos eminentemente masculinos que nos llevan a desear cosas que nos hacen daño. La gran pregunta que nos tendríamos que hacer es: ¿de dónde proceden nuestros deseos? Hay una necesidad de abrir el campo de visión a otras voces que tienen que ver con una sentimentalidad femenina”, dice.
No quiso sonar apocalíptica porque le parecía contraproducente, entonces recurrió a un tono humorístico para mostrar las tensiones constantes de los personajes de una historia que los sitúa en un búnker en el que aparentemente la pasarían bien por tener la comida suficiente y buenas conexiones a internet.
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Sanz escribía desde que era una cría, una niña chiquita a la que le fascinaba más la vuelta al colegio después de las vacaciones, que las mismas vacaciones, porque la tarea consistía en escribir de lo que había hecho durante esos días de verano.
“Cuando era niña escribía para jugar, cuando era adolescente escribía para curarme de mis desengaños sentimentales con poemas horribles. No quise ser bombera, ni torera, ni ministra, ni economista, ni científica ni farmacéutica, ni policía. Sólo quise ser tres cosas: cajera de supermercado, ladrona (quizá por compensar lo de cajera de supermercado), y hada. Ya después quise escribir”, dice la finalista del Premio Nadal en 2006, ganadora de los Herralde de novela en 2015, Ojo Crítico de Narrativa en 2001, y XI Premio Vargas Llosa de relatos, egresada de la Complutense de Madrid y doctora en Filología.
«Quise poner de manifiesto cómo las mujeres estamos educadas con relatos eminentemente masculinos que nos llevan a desear cosas que nos hacen daño».
Sus abuelos fueron humildes, pero para sus padres los tiempos mejoraron. Hija de una enfermera y fisioterapeuta que se reveló para estudiar a mediados de los cuarenta, que fue una lectora transgresora e iconoclasta; y de un politólogo, que hizo también estudios de sociología, un romántico que escribía poemas en una pequeña libreta Moleskine. Vivían en una casa en Madrid en la que lo que se embalaba con sumo cuidado eran los libros cada que se mudaban.
“No las vajillas, no las alfombras”, dice.
Era una adolescente cuando descubrió la poesía con la Generación del 27; se volvió una pequeña sufriente desde que halló los versos de Alejandra Pizarnik; una rebelde empedernida con Sor Juana Inés de la Cruz; desató su furia adormecida con César Vallejo; halló su canto con Pablo Neruda, se maravilló con Vicente Huidobro y Nicanor Parra. Fue en la Universidad Complutense de Madrid donde el mundo le pareció inagotable, en una atmósfera constante de profesores, escritores y compañeros que le enseñaron a leer críticamente. Ahí conoció a Constantino Bertolo, el profesor que después se convertiría en su primer editor.
“El fue el que confió la primera vez en mí, y me dijo: mira Marta, este texto que tú estás escribiendo yo lo voy a publicar”.
Se trataba de El frío, el primer libro que publicó en 1995 que recuerda que cualquier amor es una locura. Con su editor aprendió sin miedo, comprendió entonces que “para ser una escritora no podía complacer a todo el mundo y que las personas no podemos escribir para que nos den palmaditas en el hombro”.
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Sanz escribe de lo que le duele, de la aparición de dolores en su propio cuerpo. Uno que se coló hace tres años por su clavícula derecha se consumió en Clavícula (2017). Es una escritora adolorida que trata de ordenar el caos que el malestar le provoca. Una escritora adolorida que se propone ser pesimista en el pensamiento, pero positiva en la voluntad. Lleva una vida entregándose a la escritura, pero hallar el tono cuando suelta las palabras en el teclado, como si las dejara andar en el ruedo, para que cada quién las salve a su manera, es todavía un desafío.
“Lo que constituye mi oficio como la escritora que soy es encontrar un tono distinto para hablar de los grandes temas universales, de los temas que constituyen la idiosincrasia de mi país, de los asuntos que me duelen en mi propia biología, yo no puedo desvincular mi literatura del hecho de que soy una mujer, de que soy de clase media pero de extracción proletaria, de que tengo estudios superiores, de que soy heterosexual y de que soy europea”, dice.
Todos sus libros provienen de una voz que años atrás se volvió agridulce, corrosiva, una voz sulfúrica, que en su más reciente novela Pequeñas Mujeres Rojas se proclama como la más indeseada. La escritora de lo desagradable es un ser carismático que carboniza las huellas de un pasado que no ha terminado de suceder.
«No quise ser bombera, ni torera, ni ministra, ni economista, ni científica ni farmacéutica, ni policía. Sólo quise ser tres cosas: cajera de supermercado, ladrona y hada. Ya después quise escribir».
“El pasado se proyecta en el presente y tenemos que saldar esas cuentas desde la conciencia cívica, no nos olvidemos la violencia en el cuerpo de desaparecidos de la guerra civil española, que después de tantísimos años no sabemos donde están enterrados, de la violencia contra el cuerpo de las mujeres”, dice.
Sanz es dueña de una crudeza que saca a relucir su sistema nervioso, poseedora de una mirada femenina que ha estado presente en toda su obra, que concibe el poder implícito en las relaciones sentimentales. Pero la conciencia feminista de reivindicación vendría muchos años después, cuando en retrospectiva comenzó a analizar sus genealogías.
“Mi adolescencia coincidió casi con la adolescencia de mi propio país. Pasamos de la dictadura franquista al momento de la transición y la eclosión democrática que nos hizo pensar que teníamos todas las luchas por la igualdad ganadas. Aquello me hizo ver la botella demasiado llena, cuando he sido mayor me he dado cuenta de que no es así, pero que es necesario a menudo verla medio vacía para tener el impulso de llenarla”, dice.
Evocar el pasado en medio de la pandemia, la pone pensativa. Recuerda que a su primer libro le debe todo; que pocas ocasiones en su vida se comparan al momento en que Jorge Herralde aceptó publicar su novela Black Black Black (2010); y que su visibilidad como escritora no sería la misma de no haber sido por Lorenzo Lucas, el pseudónimo con el que registró su manuscrito Farándula para el Premio Herralde de Litetaratura, con el que obtuvo el galardón en 2015.
Sherezade en el búnker estará disponible sólo en formatos digitales en todo el mundo simultáneamente. “Cuando los lectores son de distintas procedencias, la experiencia es impagable”, dice y después cuelga el teléfono.