Revolucionario radical
Alejandra González Romo
Fotografía de Adrián Duchateau
Entrevista con Richard Armstrong, quien ocupa en el Guggenheim uno de los puestos más influyentes del mundo del arte contemporáneo.
En junio de 1943 la artista alemana Hilla von Rebay, primera directora del Museo Solomon R. Guggenheim de Nueva York, le envió una carta al arquitecto Frank Lloyd Wright, comisionado para construir el museo. “Quiero un templo del espíritu, un monumento”, escribió. Desde 1929, la influencia de Rebay fue fundamental para que el coleccionista y filántropo Solomon R. Guggenheim adquiriera arte abstracto. Hoy la fundación Guggenheim es una red global de museos con sedes en Nueva York, Berlín, Bilbao, Venecia, próximamente Abu Dhabi, y quizás, Helsinki. Se trata de una de las instituciones más poderosas dedicadas al arte moderno en el mundo, con una colección sin pretensiones de ser enciclopédica, sino basada en visiones únicas, desde la arquitectura de sus sedes, hasta lo más profundo.
En 2008, Richard Armstrong quedó al frente de este legado al convertirse en el director de la Solomon R. Guggenheim Foundation, tras la renuncia de Thomas Krens, quien pasó veinte años al frente de la institución en medio de amplia controversia, al apoyar proyectos fallidos para sedes en Las Vegas, Brasil y hasta Guadalajara; vender piezas importantes de la colección, e impulsar exhibiciones que muchos críticos tacharon de fuera de lugar, como «The Art of the Motorcycle» y una dedicada al trabajo de Giorgio Armani. Al seleccionar a Armstrong, el consejo del Guggenheim no eligió a un hombre de negocios, ni a un maestro de la recaudación de fondos. Optó, en cambio, por un líder de sólida experiencia curatorial. Armstrong fue curador en el Whitney Museum of American Art durante once años y pasó doce más al frente del Carnegie Museum of Art en Pittsburgh. “El Guggenheim elige a un curador, no a un showman”, decía la cabeza de una nota de The New York Times en septiembre de 2008.
En una de sus primeras entrevistas como director del Guggenheim —uno de los puestos más influyentes en el mundo del arte contemporáneo—, Armstrong declaró que, para llevar un trabajo como ése, era necesario entender las contradicciones que implica. “Los museos, especialmente los estadounidenses, son burocracias gigantescas, e involucran tanta planeación a largo plazo que la experiencia directa con el arte muchas veces es cuestión de suerte o accidente”, afirma. Siete años después de su nombramiento recibió a Gatopardo en las instalaciones del Museo Jumex, que visitó como parte de la Guggenheim UBS Map Global Art Initiative, un programa de intercambio cultural entre artistas, curadores y audiencias del sudeste asiático, América Latina, Medio Oriente y el norte de África.
Para él, un museo es una institución que se mueve y evoluciona demasiado lento, y a pesar de ello debe responder a su responsabilidad de ser revolucionario y radical. “Creo que hemos hecho un buen trabajo al dedicarle una enorme exhibición a Maurizio Cattelan y colgar del techo todo lo que había hecho hasta el momento; al entregarle el museo a Tino Sehgal, y a James Turrell; al hablar del Futurismo en Italia durante las Guerras Mundiales, y de la reacción del grupo Gutai en Japón tras las bombas nucleares”, dice. “Estoy orgulloso de la voluntad del museo de retomar estos momentos históricos, revisarlos y tratar de comprenderlos”.
Para Armstrong, comprender el pasado es fundamental para el progreso. “O malentenderlo correctamente”, dice. “Creo que cada que se da un paso importante en términos de justicia social, los artistas deben saber que contribuyeron a eso”. Desde joven, Armstrong procuraba darles apoyos a los artistas con los que convivía, para que siguieran haciendo su trabajo, porque sabía que ellos tenían la capacidad de decir algo que él no podía. “Los artistas son gente que piensa y hace las cosas de forma distinta, mejor. Las voltean de cabeza o las revierten; y, por si fuera poco, saben que si ellos logran encontrar belleza en el cambio, nosotros la veremos también, eventualmente”, afirma.
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