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Ilustración de Fernanda Jiménez.
La pornomiseria —en la que siguen cayendo el periodismo, el cine y las novelas— concibe a las personas trans como una lista de agravios: protagonistas sin agencia. Regodearse en el horror que pueden vivir los demás no abona a la comprensión ni despierta la empatía. Inesperadamente, la autora de este ensayo dice que ha encontrado mejores representaciones en los cómics.
“Es así que no existo: los que existen son los miles de espejos que me reflejan”. Encontré esa frase de Vladimir Nabokov como epígrafe del sexto número de The Immortal Hulk. En aquel cómic publicado entre 2018 y 2021, escrito por Al Ewing, Bruce Banner es un fugitivo de sí mismo que no puede tener un empleo ni hogar pues, de forma irremediable, todas las noches se transforma en Hulk, un héroe proscrito, perseguido por los Avengers. Ni siquiera puede huir de la vida, pues cada vez que muere su cadáver es poseído por el monstruo verde. Lo único que está en las manos de Banner es ajustarse a esa parte de sí mismo que por momentos es su condena y por momentos su único refugio. Para no pocos lectores, The Immortal Hulk consiguió que el personaje, reducido por las películas del MCU a una mera botarga hilarante, volviese a sus raíces como una fábula de terror inspirada en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Corría el año 2018 y The Immortal Hulk había sido la lectura más solidaria que había tenido en años. El inicio de mi transición había sido un desastre marcado por la humillación y la burla. También, en algunos casos, el dogma del feminismo transfóbico erosionó amistades que se habían prolongado por lustros. Muy pronto advertí que, de buscar consuelo en obras de ficción, tendría que alejarme precisamente de aquellas que hablaran de gente trans, por absurdas, por simplonas, por cis.
Una de las primeras cosas que aprendí al comenzar mi transición fue que yo era la primera persona trans que la gente a mi alrededor conocía. Casi nadie había conversado o convivido con una persona trans.
¿Qué sabían de ese grupo que representó apenas el 0.9% de la población mexicana en 2021, según el INEGI? Lo que habían visto correr en pantallas a lo largo de los años. Por un lado estaban las representaciones torpes o maniqueas del cine, por el otro estaba el crimen. Éramos un oxímoron tan alegre como vacío, la autenticidad artificial que postula Agrado en Todo sobre mi madre, cuando improvisa un monólogo ante el público de un teatro, enumera sus intervenciones quirúrgicas y concluye que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Éramos también el oprobio y la sangre que escurren las páginas de nota roja.
¿Cómo no esperar que algunos creyeran que padecía esquizofrenia o trastorno de integridad de la identidad corporal? A la fecha no he sabido que sugieran este segundo padecimiento a una sola persona que se haya hecho un bypass gástrico o se haya operado la nariz.
Es curioso que la gente cis identifique tan fuertemente a la gente trans con las operaciones quirúrgicas, al grado de creer que nuestra existencia nació con la invención de las cirugías de reasignación, cuando está lejos de ser una experiencia que englobe a la mayor parte de la comunidad. No solo las personas trans rara vez pueden costear el paso por un quirófano; muchas, simplemente, no lo desean. En cambio, mucho antes de cualquier cambio físico, a todas nos ha definido haber tomado una decisión radical sobre quiénes somos: al principio de toda transición hay alguien que enuncia ser trans, como al principio de todo matrimonio hay dos que dicen “sí, acepto”. Este concepto que cobra existencia en el momento en que se le enuncia es definido por la lingüística como un acto de habla.
No puedo culpar a la gente que no sabía lidiar conmigo al principio de mi transición: yo también fui la primera persona trans con la que conviví AFK (lejos del teclado), como insisten en decir quienes rechazan la etiqueta IRL (en la vida real), pues no perciben distinción alguna entre lo que viven a través de una computadora y en el espacio de carne y hueso. Por supuesto, el problema no es que las personas trans seamos el borde minúsculo de la campana de Gauss; el problema es que otras minorías, como la gente pelirroja, no despiertan debates ni exigen posiciones.
Cuando yo misma busqué representaciones de lo trans me llevé una franca decepción: rara vez encontré un personaje o una historia que no me pareciera un estereotipo manufacturado desde la mirada cis. En ese sentido, los medios están llenos de Agrados que, con tal de retener al público, acuden al morbo de enumerar sus cirugías y que refuerzan así lo que la gente ya opinaba sobre la gente trans: que somos “operadas”, “hechizas”, un engaño que queda al descubierto cuando la gente “se fija en el tamaño de las manos”, como tan sinceramente bromeaban ante mí dos conocidos que iban a la Marcha del Orgullo solo para jugar a “adivinar” quién era trans y quién no.
Donde sí hallé un bálsamo inesperado fue en los cómics. Cuando la gente me pregunta dónde encontrar una representación fiel de lo trans, menciono a Bruce Banner aterrado ante el espejo, porque puede tolerar convertirse en un monstruo, pero no quiere convertirse en su padre. Menciono al Daredevil traicionado en Born Again, donde David Mazzucchelli abre cada número con una toma cenital de Matt Murdock que refleje la degradación que atraviesa: si en el primer número aparecía en su cama, en el penúltimo amanecía durmiendo rodeado de basura en la calle. Menciono a Mister Miracle, el mayor escapista del mundo, quien usa sus habilidades para huir de la vida en la novela gráfica escrita por Tom King e ilustrada por Mitch Gerads. Tras un fallido intento de suicidio, asiste a una lenta reconstrucción de sí mismo en compañía de su esposa, siempre bajo la sombra opresiva de su padre, acaso el peor de la historia: Darkseid. Con estos personajes una persona trans sí que puede identificarse. Más allá de los superpoderes y los disfraces ajustados, sus vicisitudes reflejan metafóricamente el rechazo, la persecución, la angustia que viven tantas personas que emprenden una transición de género.
Contrario a lo que podría pensarse, mi opinión está lejos de ser excepcional entre la comunidad. Ahí están las discusiones y testimonios (incluidas las hermanas Wachowski) sobre Matrix como una metáfora de la identidad trans: Neo vive una vida que juzga irreal y porta un nombre con el que no se identifica, hasta que le dan la oportunidad de abandonar la simulación que habita; incluso corrige a la gente que emplea su necrónimo. Ahí están los cientos de jóvenes que ahora mismo se preguntan si Gwen Stacy en Across the Spider-Verse adrede fue retratada como un personaje trans. Más allá de que en su habitación cuelgue una bandera trans, para muchos fanáticos del personaje, la angustia que le provoca su doble identidad es un eco del conflicto con que muchas personas viven el inicio de su transición.
Es paradójico que donde las personas trans rara vez se sienten representadas o reflejadas sea en la prensa. Los medios de comunicación, incluso aquellos bienintencionados, poseen un tino especial para presentarnos como víctimas sin agencia ni voluntad. No pocos reportajes se limitan a enumerar una cadena de agravios, creyendo que así recibirán el favor del público.
Si estas obras periodísticas no consiguen que las personas trans se sientan fielmente representadas, ¿cómo se espera que abonen en la opinión de una persona que poco o nada sabe de nosotras? Esta fallida estrategia de comunicación fue minuciosamente disectada por Susan Sontag en Ante el dolor de los demás: hacer el horror más vívido no sensibilizó a las personas sobre las atrocidades de la guerra. Por el contrario, la desgracia solamente se redujo al ruido de fondo que emana de las pantallas prendidas. Una operación semejante ocurre cuando se acude a la pornomiseria para presentar las vidas de las minorías sexogenéricas.
Reducir el testimonio de una persona trans a una serie de vejaciones sin contexto, en el mejor de los casos, producirá compasión. Pero esa no es la reacción buscada: a lo que debe aspirar todo reportaje de este tipo es a la empatía. Yo no deseo que un desconocido lamente mis desgracias, quiero que las comprenda y, en la medida de lo posible, que se identifique con ellas. El problema central de la pornomiseria es que el único relato que ofrece a las personas trans es el de la víctima y nadie quiere identificarse con una víctima.
En Gatopardo, Raúl de Armas tuvo el tino de presentar la historia de Danielle, una mujer trans venezolana, con el siguiente título: “Píntame como una persona poderosa”. Esta petición puesta en la cabeza admite que Danielle tiene intenciones y deseos, que no puede reducirse a la suma de los agravios que ha vivido.
Durante los peores momentos de incertidumbre, no encontré un relato a la medida de mis tribulaciones ni en la prensa horrorífica ni en las películas torpes. Me hallé en cambio en el Daredevil escrito por Frank Miller que se recupera de la traición en Born Again; en el Mister Miracle que no puede renunciar ni a su familia ni a la vida, aunque ambas cosas parezcan haber renunciado a él; y en Bruce Banner, el hombre aterrorizado por los espejos que huye de los Avengers y de sí mismo.
Pese a las desgracias que enfrentan, nadie se atrevería a sugerir que estos personajes son víctimas. La exigencia de Danielle, “píntame como una persona poderosa”, podría ser compartida por cualquiera de estos tres protagonistas de cómics, no porque tengan capacidades sobrehumanas, sino porque cumplen con las reglas básicas de la narración: tienen voluntad, pueden actuar y tomar posición frente a las circunstancias, pueden decidir sobre sí mismos.
¿Cómo es posible que estos superhéroes de cómics sean en ocasiones más verosímiles que la gente trans que dibuja un sector del periodismo? ¿Por qué tantas personas trans se sienten fielmente representadas en Gwen Stacy antes que en otras obras que se etiquetan a sí mismas como realistas? El epígrafe de Nabokov que hallé en The Immortal Hulk supone que necesitamos de los otros para reconocernos. ¿Dónde quedan, entonces, los miles de espejos que nos reflejan a las personas trans?
La pornomiseria —en la que siguen cayendo el periodismo, el cine y las novelas— concibe a las personas trans como una lista de agravios: protagonistas sin agencia. Regodearse en el horror que pueden vivir los demás no abona a la comprensión ni despierta la empatía. Inesperadamente, la autora de este ensayo dice que ha encontrado mejores representaciones en los cómics.
“Es así que no existo: los que existen son los miles de espejos que me reflejan”. Encontré esa frase de Vladimir Nabokov como epígrafe del sexto número de The Immortal Hulk. En aquel cómic publicado entre 2018 y 2021, escrito por Al Ewing, Bruce Banner es un fugitivo de sí mismo que no puede tener un empleo ni hogar pues, de forma irremediable, todas las noches se transforma en Hulk, un héroe proscrito, perseguido por los Avengers. Ni siquiera puede huir de la vida, pues cada vez que muere su cadáver es poseído por el monstruo verde. Lo único que está en las manos de Banner es ajustarse a esa parte de sí mismo que por momentos es su condena y por momentos su único refugio. Para no pocos lectores, The Immortal Hulk consiguió que el personaje, reducido por las películas del MCU a una mera botarga hilarante, volviese a sus raíces como una fábula de terror inspirada en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Corría el año 2018 y The Immortal Hulk había sido la lectura más solidaria que había tenido en años. El inicio de mi transición había sido un desastre marcado por la humillación y la burla. También, en algunos casos, el dogma del feminismo transfóbico erosionó amistades que se habían prolongado por lustros. Muy pronto advertí que, de buscar consuelo en obras de ficción, tendría que alejarme precisamente de aquellas que hablaran de gente trans, por absurdas, por simplonas, por cis.
Una de las primeras cosas que aprendí al comenzar mi transición fue que yo era la primera persona trans que la gente a mi alrededor conocía. Casi nadie había conversado o convivido con una persona trans.
¿Qué sabían de ese grupo que representó apenas el 0.9% de la población mexicana en 2021, según el INEGI? Lo que habían visto correr en pantallas a lo largo de los años. Por un lado estaban las representaciones torpes o maniqueas del cine, por el otro estaba el crimen. Éramos un oxímoron tan alegre como vacío, la autenticidad artificial que postula Agrado en Todo sobre mi madre, cuando improvisa un monólogo ante el público de un teatro, enumera sus intervenciones quirúrgicas y concluye que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Éramos también el oprobio y la sangre que escurren las páginas de nota roja.
¿Cómo no esperar que algunos creyeran que padecía esquizofrenia o trastorno de integridad de la identidad corporal? A la fecha no he sabido que sugieran este segundo padecimiento a una sola persona que se haya hecho un bypass gástrico o se haya operado la nariz.
Es curioso que la gente cis identifique tan fuertemente a la gente trans con las operaciones quirúrgicas, al grado de creer que nuestra existencia nació con la invención de las cirugías de reasignación, cuando está lejos de ser una experiencia que englobe a la mayor parte de la comunidad. No solo las personas trans rara vez pueden costear el paso por un quirófano; muchas, simplemente, no lo desean. En cambio, mucho antes de cualquier cambio físico, a todas nos ha definido haber tomado una decisión radical sobre quiénes somos: al principio de toda transición hay alguien que enuncia ser trans, como al principio de todo matrimonio hay dos que dicen “sí, acepto”. Este concepto que cobra existencia en el momento en que se le enuncia es definido por la lingüística como un acto de habla.
No puedo culpar a la gente que no sabía lidiar conmigo al principio de mi transición: yo también fui la primera persona trans con la que conviví AFK (lejos del teclado), como insisten en decir quienes rechazan la etiqueta IRL (en la vida real), pues no perciben distinción alguna entre lo que viven a través de una computadora y en el espacio de carne y hueso. Por supuesto, el problema no es que las personas trans seamos el borde minúsculo de la campana de Gauss; el problema es que otras minorías, como la gente pelirroja, no despiertan debates ni exigen posiciones.
Cuando yo misma busqué representaciones de lo trans me llevé una franca decepción: rara vez encontré un personaje o una historia que no me pareciera un estereotipo manufacturado desde la mirada cis. En ese sentido, los medios están llenos de Agrados que, con tal de retener al público, acuden al morbo de enumerar sus cirugías y que refuerzan así lo que la gente ya opinaba sobre la gente trans: que somos “operadas”, “hechizas”, un engaño que queda al descubierto cuando la gente “se fija en el tamaño de las manos”, como tan sinceramente bromeaban ante mí dos conocidos que iban a la Marcha del Orgullo solo para jugar a “adivinar” quién era trans y quién no.
Donde sí hallé un bálsamo inesperado fue en los cómics. Cuando la gente me pregunta dónde encontrar una representación fiel de lo trans, menciono a Bruce Banner aterrado ante el espejo, porque puede tolerar convertirse en un monstruo, pero no quiere convertirse en su padre. Menciono al Daredevil traicionado en Born Again, donde David Mazzucchelli abre cada número con una toma cenital de Matt Murdock que refleje la degradación que atraviesa: si en el primer número aparecía en su cama, en el penúltimo amanecía durmiendo rodeado de basura en la calle. Menciono a Mister Miracle, el mayor escapista del mundo, quien usa sus habilidades para huir de la vida en la novela gráfica escrita por Tom King e ilustrada por Mitch Gerads. Tras un fallido intento de suicidio, asiste a una lenta reconstrucción de sí mismo en compañía de su esposa, siempre bajo la sombra opresiva de su padre, acaso el peor de la historia: Darkseid. Con estos personajes una persona trans sí que puede identificarse. Más allá de los superpoderes y los disfraces ajustados, sus vicisitudes reflejan metafóricamente el rechazo, la persecución, la angustia que viven tantas personas que emprenden una transición de género.
Contrario a lo que podría pensarse, mi opinión está lejos de ser excepcional entre la comunidad. Ahí están las discusiones y testimonios (incluidas las hermanas Wachowski) sobre Matrix como una metáfora de la identidad trans: Neo vive una vida que juzga irreal y porta un nombre con el que no se identifica, hasta que le dan la oportunidad de abandonar la simulación que habita; incluso corrige a la gente que emplea su necrónimo. Ahí están los cientos de jóvenes que ahora mismo se preguntan si Gwen Stacy en Across the Spider-Verse adrede fue retratada como un personaje trans. Más allá de que en su habitación cuelgue una bandera trans, para muchos fanáticos del personaje, la angustia que le provoca su doble identidad es un eco del conflicto con que muchas personas viven el inicio de su transición.
Es paradójico que donde las personas trans rara vez se sienten representadas o reflejadas sea en la prensa. Los medios de comunicación, incluso aquellos bienintencionados, poseen un tino especial para presentarnos como víctimas sin agencia ni voluntad. No pocos reportajes se limitan a enumerar una cadena de agravios, creyendo que así recibirán el favor del público.
Si estas obras periodísticas no consiguen que las personas trans se sientan fielmente representadas, ¿cómo se espera que abonen en la opinión de una persona que poco o nada sabe de nosotras? Esta fallida estrategia de comunicación fue minuciosamente disectada por Susan Sontag en Ante el dolor de los demás: hacer el horror más vívido no sensibilizó a las personas sobre las atrocidades de la guerra. Por el contrario, la desgracia solamente se redujo al ruido de fondo que emana de las pantallas prendidas. Una operación semejante ocurre cuando se acude a la pornomiseria para presentar las vidas de las minorías sexogenéricas.
Reducir el testimonio de una persona trans a una serie de vejaciones sin contexto, en el mejor de los casos, producirá compasión. Pero esa no es la reacción buscada: a lo que debe aspirar todo reportaje de este tipo es a la empatía. Yo no deseo que un desconocido lamente mis desgracias, quiero que las comprenda y, en la medida de lo posible, que se identifique con ellas. El problema central de la pornomiseria es que el único relato que ofrece a las personas trans es el de la víctima y nadie quiere identificarse con una víctima.
En Gatopardo, Raúl de Armas tuvo el tino de presentar la historia de Danielle, una mujer trans venezolana, con el siguiente título: “Píntame como una persona poderosa”. Esta petición puesta en la cabeza admite que Danielle tiene intenciones y deseos, que no puede reducirse a la suma de los agravios que ha vivido.
Durante los peores momentos de incertidumbre, no encontré un relato a la medida de mis tribulaciones ni en la prensa horrorífica ni en las películas torpes. Me hallé en cambio en el Daredevil escrito por Frank Miller que se recupera de la traición en Born Again; en el Mister Miracle que no puede renunciar ni a su familia ni a la vida, aunque ambas cosas parezcan haber renunciado a él; y en Bruce Banner, el hombre aterrorizado por los espejos que huye de los Avengers y de sí mismo.
Pese a las desgracias que enfrentan, nadie se atrevería a sugerir que estos personajes son víctimas. La exigencia de Danielle, “píntame como una persona poderosa”, podría ser compartida por cualquiera de estos tres protagonistas de cómics, no porque tengan capacidades sobrehumanas, sino porque cumplen con las reglas básicas de la narración: tienen voluntad, pueden actuar y tomar posición frente a las circunstancias, pueden decidir sobre sí mismos.
¿Cómo es posible que estos superhéroes de cómics sean en ocasiones más verosímiles que la gente trans que dibuja un sector del periodismo? ¿Por qué tantas personas trans se sienten fielmente representadas en Gwen Stacy antes que en otras obras que se etiquetan a sí mismas como realistas? El epígrafe de Nabokov que hallé en The Immortal Hulk supone que necesitamos de los otros para reconocernos. ¿Dónde quedan, entonces, los miles de espejos que nos reflejan a las personas trans?
Ilustración de Fernanda Jiménez.
La pornomiseria —en la que siguen cayendo el periodismo, el cine y las novelas— concibe a las personas trans como una lista de agravios: protagonistas sin agencia. Regodearse en el horror que pueden vivir los demás no abona a la comprensión ni despierta la empatía. Inesperadamente, la autora de este ensayo dice que ha encontrado mejores representaciones en los cómics.
“Es así que no existo: los que existen son los miles de espejos que me reflejan”. Encontré esa frase de Vladimir Nabokov como epígrafe del sexto número de The Immortal Hulk. En aquel cómic publicado entre 2018 y 2021, escrito por Al Ewing, Bruce Banner es un fugitivo de sí mismo que no puede tener un empleo ni hogar pues, de forma irremediable, todas las noches se transforma en Hulk, un héroe proscrito, perseguido por los Avengers. Ni siquiera puede huir de la vida, pues cada vez que muere su cadáver es poseído por el monstruo verde. Lo único que está en las manos de Banner es ajustarse a esa parte de sí mismo que por momentos es su condena y por momentos su único refugio. Para no pocos lectores, The Immortal Hulk consiguió que el personaje, reducido por las películas del MCU a una mera botarga hilarante, volviese a sus raíces como una fábula de terror inspirada en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Corría el año 2018 y The Immortal Hulk había sido la lectura más solidaria que había tenido en años. El inicio de mi transición había sido un desastre marcado por la humillación y la burla. También, en algunos casos, el dogma del feminismo transfóbico erosionó amistades que se habían prolongado por lustros. Muy pronto advertí que, de buscar consuelo en obras de ficción, tendría que alejarme precisamente de aquellas que hablaran de gente trans, por absurdas, por simplonas, por cis.
Una de las primeras cosas que aprendí al comenzar mi transición fue que yo era la primera persona trans que la gente a mi alrededor conocía. Casi nadie había conversado o convivido con una persona trans.
¿Qué sabían de ese grupo que representó apenas el 0.9% de la población mexicana en 2021, según el INEGI? Lo que habían visto correr en pantallas a lo largo de los años. Por un lado estaban las representaciones torpes o maniqueas del cine, por el otro estaba el crimen. Éramos un oxímoron tan alegre como vacío, la autenticidad artificial que postula Agrado en Todo sobre mi madre, cuando improvisa un monólogo ante el público de un teatro, enumera sus intervenciones quirúrgicas y concluye que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Éramos también el oprobio y la sangre que escurren las páginas de nota roja.
¿Cómo no esperar que algunos creyeran que padecía esquizofrenia o trastorno de integridad de la identidad corporal? A la fecha no he sabido que sugieran este segundo padecimiento a una sola persona que se haya hecho un bypass gástrico o se haya operado la nariz.
Es curioso que la gente cis identifique tan fuertemente a la gente trans con las operaciones quirúrgicas, al grado de creer que nuestra existencia nació con la invención de las cirugías de reasignación, cuando está lejos de ser una experiencia que englobe a la mayor parte de la comunidad. No solo las personas trans rara vez pueden costear el paso por un quirófano; muchas, simplemente, no lo desean. En cambio, mucho antes de cualquier cambio físico, a todas nos ha definido haber tomado una decisión radical sobre quiénes somos: al principio de toda transición hay alguien que enuncia ser trans, como al principio de todo matrimonio hay dos que dicen “sí, acepto”. Este concepto que cobra existencia en el momento en que se le enuncia es definido por la lingüística como un acto de habla.
No puedo culpar a la gente que no sabía lidiar conmigo al principio de mi transición: yo también fui la primera persona trans con la que conviví AFK (lejos del teclado), como insisten en decir quienes rechazan la etiqueta IRL (en la vida real), pues no perciben distinción alguna entre lo que viven a través de una computadora y en el espacio de carne y hueso. Por supuesto, el problema no es que las personas trans seamos el borde minúsculo de la campana de Gauss; el problema es que otras minorías, como la gente pelirroja, no despiertan debates ni exigen posiciones.
Cuando yo misma busqué representaciones de lo trans me llevé una franca decepción: rara vez encontré un personaje o una historia que no me pareciera un estereotipo manufacturado desde la mirada cis. En ese sentido, los medios están llenos de Agrados que, con tal de retener al público, acuden al morbo de enumerar sus cirugías y que refuerzan así lo que la gente ya opinaba sobre la gente trans: que somos “operadas”, “hechizas”, un engaño que queda al descubierto cuando la gente “se fija en el tamaño de las manos”, como tan sinceramente bromeaban ante mí dos conocidos que iban a la Marcha del Orgullo solo para jugar a “adivinar” quién era trans y quién no.
Donde sí hallé un bálsamo inesperado fue en los cómics. Cuando la gente me pregunta dónde encontrar una representación fiel de lo trans, menciono a Bruce Banner aterrado ante el espejo, porque puede tolerar convertirse en un monstruo, pero no quiere convertirse en su padre. Menciono al Daredevil traicionado en Born Again, donde David Mazzucchelli abre cada número con una toma cenital de Matt Murdock que refleje la degradación que atraviesa: si en el primer número aparecía en su cama, en el penúltimo amanecía durmiendo rodeado de basura en la calle. Menciono a Mister Miracle, el mayor escapista del mundo, quien usa sus habilidades para huir de la vida en la novela gráfica escrita por Tom King e ilustrada por Mitch Gerads. Tras un fallido intento de suicidio, asiste a una lenta reconstrucción de sí mismo en compañía de su esposa, siempre bajo la sombra opresiva de su padre, acaso el peor de la historia: Darkseid. Con estos personajes una persona trans sí que puede identificarse. Más allá de los superpoderes y los disfraces ajustados, sus vicisitudes reflejan metafóricamente el rechazo, la persecución, la angustia que viven tantas personas que emprenden una transición de género.
Contrario a lo que podría pensarse, mi opinión está lejos de ser excepcional entre la comunidad. Ahí están las discusiones y testimonios (incluidas las hermanas Wachowski) sobre Matrix como una metáfora de la identidad trans: Neo vive una vida que juzga irreal y porta un nombre con el que no se identifica, hasta que le dan la oportunidad de abandonar la simulación que habita; incluso corrige a la gente que emplea su necrónimo. Ahí están los cientos de jóvenes que ahora mismo se preguntan si Gwen Stacy en Across the Spider-Verse adrede fue retratada como un personaje trans. Más allá de que en su habitación cuelgue una bandera trans, para muchos fanáticos del personaje, la angustia que le provoca su doble identidad es un eco del conflicto con que muchas personas viven el inicio de su transición.
Es paradójico que donde las personas trans rara vez se sienten representadas o reflejadas sea en la prensa. Los medios de comunicación, incluso aquellos bienintencionados, poseen un tino especial para presentarnos como víctimas sin agencia ni voluntad. No pocos reportajes se limitan a enumerar una cadena de agravios, creyendo que así recibirán el favor del público.
Si estas obras periodísticas no consiguen que las personas trans se sientan fielmente representadas, ¿cómo se espera que abonen en la opinión de una persona que poco o nada sabe de nosotras? Esta fallida estrategia de comunicación fue minuciosamente disectada por Susan Sontag en Ante el dolor de los demás: hacer el horror más vívido no sensibilizó a las personas sobre las atrocidades de la guerra. Por el contrario, la desgracia solamente se redujo al ruido de fondo que emana de las pantallas prendidas. Una operación semejante ocurre cuando se acude a la pornomiseria para presentar las vidas de las minorías sexogenéricas.
Reducir el testimonio de una persona trans a una serie de vejaciones sin contexto, en el mejor de los casos, producirá compasión. Pero esa no es la reacción buscada: a lo que debe aspirar todo reportaje de este tipo es a la empatía. Yo no deseo que un desconocido lamente mis desgracias, quiero que las comprenda y, en la medida de lo posible, que se identifique con ellas. El problema central de la pornomiseria es que el único relato que ofrece a las personas trans es el de la víctima y nadie quiere identificarse con una víctima.
En Gatopardo, Raúl de Armas tuvo el tino de presentar la historia de Danielle, una mujer trans venezolana, con el siguiente título: “Píntame como una persona poderosa”. Esta petición puesta en la cabeza admite que Danielle tiene intenciones y deseos, que no puede reducirse a la suma de los agravios que ha vivido.
Durante los peores momentos de incertidumbre, no encontré un relato a la medida de mis tribulaciones ni en la prensa horrorífica ni en las películas torpes. Me hallé en cambio en el Daredevil escrito por Frank Miller que se recupera de la traición en Born Again; en el Mister Miracle que no puede renunciar ni a su familia ni a la vida, aunque ambas cosas parezcan haber renunciado a él; y en Bruce Banner, el hombre aterrorizado por los espejos que huye de los Avengers y de sí mismo.
Pese a las desgracias que enfrentan, nadie se atrevería a sugerir que estos personajes son víctimas. La exigencia de Danielle, “píntame como una persona poderosa”, podría ser compartida por cualquiera de estos tres protagonistas de cómics, no porque tengan capacidades sobrehumanas, sino porque cumplen con las reglas básicas de la narración: tienen voluntad, pueden actuar y tomar posición frente a las circunstancias, pueden decidir sobre sí mismos.
¿Cómo es posible que estos superhéroes de cómics sean en ocasiones más verosímiles que la gente trans que dibuja un sector del periodismo? ¿Por qué tantas personas trans se sienten fielmente representadas en Gwen Stacy antes que en otras obras que se etiquetan a sí mismas como realistas? El epígrafe de Nabokov que hallé en The Immortal Hulk supone que necesitamos de los otros para reconocernos. ¿Dónde quedan, entonces, los miles de espejos que nos reflejan a las personas trans?
La pornomiseria —en la que siguen cayendo el periodismo, el cine y las novelas— concibe a las personas trans como una lista de agravios: protagonistas sin agencia. Regodearse en el horror que pueden vivir los demás no abona a la comprensión ni despierta la empatía. Inesperadamente, la autora de este ensayo dice que ha encontrado mejores representaciones en los cómics.
“Es así que no existo: los que existen son los miles de espejos que me reflejan”. Encontré esa frase de Vladimir Nabokov como epígrafe del sexto número de The Immortal Hulk. En aquel cómic publicado entre 2018 y 2021, escrito por Al Ewing, Bruce Banner es un fugitivo de sí mismo que no puede tener un empleo ni hogar pues, de forma irremediable, todas las noches se transforma en Hulk, un héroe proscrito, perseguido por los Avengers. Ni siquiera puede huir de la vida, pues cada vez que muere su cadáver es poseído por el monstruo verde. Lo único que está en las manos de Banner es ajustarse a esa parte de sí mismo que por momentos es su condena y por momentos su único refugio. Para no pocos lectores, The Immortal Hulk consiguió que el personaje, reducido por las películas del MCU a una mera botarga hilarante, volviese a sus raíces como una fábula de terror inspirada en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Corría el año 2018 y The Immortal Hulk había sido la lectura más solidaria que había tenido en años. El inicio de mi transición había sido un desastre marcado por la humillación y la burla. También, en algunos casos, el dogma del feminismo transfóbico erosionó amistades que se habían prolongado por lustros. Muy pronto advertí que, de buscar consuelo en obras de ficción, tendría que alejarme precisamente de aquellas que hablaran de gente trans, por absurdas, por simplonas, por cis.
Una de las primeras cosas que aprendí al comenzar mi transición fue que yo era la primera persona trans que la gente a mi alrededor conocía. Casi nadie había conversado o convivido con una persona trans.
¿Qué sabían de ese grupo que representó apenas el 0.9% de la población mexicana en 2021, según el INEGI? Lo que habían visto correr en pantallas a lo largo de los años. Por un lado estaban las representaciones torpes o maniqueas del cine, por el otro estaba el crimen. Éramos un oxímoron tan alegre como vacío, la autenticidad artificial que postula Agrado en Todo sobre mi madre, cuando improvisa un monólogo ante el público de un teatro, enumera sus intervenciones quirúrgicas y concluye que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Éramos también el oprobio y la sangre que escurren las páginas de nota roja.
¿Cómo no esperar que algunos creyeran que padecía esquizofrenia o trastorno de integridad de la identidad corporal? A la fecha no he sabido que sugieran este segundo padecimiento a una sola persona que se haya hecho un bypass gástrico o se haya operado la nariz.
Es curioso que la gente cis identifique tan fuertemente a la gente trans con las operaciones quirúrgicas, al grado de creer que nuestra existencia nació con la invención de las cirugías de reasignación, cuando está lejos de ser una experiencia que englobe a la mayor parte de la comunidad. No solo las personas trans rara vez pueden costear el paso por un quirófano; muchas, simplemente, no lo desean. En cambio, mucho antes de cualquier cambio físico, a todas nos ha definido haber tomado una decisión radical sobre quiénes somos: al principio de toda transición hay alguien que enuncia ser trans, como al principio de todo matrimonio hay dos que dicen “sí, acepto”. Este concepto que cobra existencia en el momento en que se le enuncia es definido por la lingüística como un acto de habla.
No puedo culpar a la gente que no sabía lidiar conmigo al principio de mi transición: yo también fui la primera persona trans con la que conviví AFK (lejos del teclado), como insisten en decir quienes rechazan la etiqueta IRL (en la vida real), pues no perciben distinción alguna entre lo que viven a través de una computadora y en el espacio de carne y hueso. Por supuesto, el problema no es que las personas trans seamos el borde minúsculo de la campana de Gauss; el problema es que otras minorías, como la gente pelirroja, no despiertan debates ni exigen posiciones.
Cuando yo misma busqué representaciones de lo trans me llevé una franca decepción: rara vez encontré un personaje o una historia que no me pareciera un estereotipo manufacturado desde la mirada cis. En ese sentido, los medios están llenos de Agrados que, con tal de retener al público, acuden al morbo de enumerar sus cirugías y que refuerzan así lo que la gente ya opinaba sobre la gente trans: que somos “operadas”, “hechizas”, un engaño que queda al descubierto cuando la gente “se fija en el tamaño de las manos”, como tan sinceramente bromeaban ante mí dos conocidos que iban a la Marcha del Orgullo solo para jugar a “adivinar” quién era trans y quién no.
Donde sí hallé un bálsamo inesperado fue en los cómics. Cuando la gente me pregunta dónde encontrar una representación fiel de lo trans, menciono a Bruce Banner aterrado ante el espejo, porque puede tolerar convertirse en un monstruo, pero no quiere convertirse en su padre. Menciono al Daredevil traicionado en Born Again, donde David Mazzucchelli abre cada número con una toma cenital de Matt Murdock que refleje la degradación que atraviesa: si en el primer número aparecía en su cama, en el penúltimo amanecía durmiendo rodeado de basura en la calle. Menciono a Mister Miracle, el mayor escapista del mundo, quien usa sus habilidades para huir de la vida en la novela gráfica escrita por Tom King e ilustrada por Mitch Gerads. Tras un fallido intento de suicidio, asiste a una lenta reconstrucción de sí mismo en compañía de su esposa, siempre bajo la sombra opresiva de su padre, acaso el peor de la historia: Darkseid. Con estos personajes una persona trans sí que puede identificarse. Más allá de los superpoderes y los disfraces ajustados, sus vicisitudes reflejan metafóricamente el rechazo, la persecución, la angustia que viven tantas personas que emprenden una transición de género.
Contrario a lo que podría pensarse, mi opinión está lejos de ser excepcional entre la comunidad. Ahí están las discusiones y testimonios (incluidas las hermanas Wachowski) sobre Matrix como una metáfora de la identidad trans: Neo vive una vida que juzga irreal y porta un nombre con el que no se identifica, hasta que le dan la oportunidad de abandonar la simulación que habita; incluso corrige a la gente que emplea su necrónimo. Ahí están los cientos de jóvenes que ahora mismo se preguntan si Gwen Stacy en Across the Spider-Verse adrede fue retratada como un personaje trans. Más allá de que en su habitación cuelgue una bandera trans, para muchos fanáticos del personaje, la angustia que le provoca su doble identidad es un eco del conflicto con que muchas personas viven el inicio de su transición.
Es paradójico que donde las personas trans rara vez se sienten representadas o reflejadas sea en la prensa. Los medios de comunicación, incluso aquellos bienintencionados, poseen un tino especial para presentarnos como víctimas sin agencia ni voluntad. No pocos reportajes se limitan a enumerar una cadena de agravios, creyendo que así recibirán el favor del público.
Si estas obras periodísticas no consiguen que las personas trans se sientan fielmente representadas, ¿cómo se espera que abonen en la opinión de una persona que poco o nada sabe de nosotras? Esta fallida estrategia de comunicación fue minuciosamente disectada por Susan Sontag en Ante el dolor de los demás: hacer el horror más vívido no sensibilizó a las personas sobre las atrocidades de la guerra. Por el contrario, la desgracia solamente se redujo al ruido de fondo que emana de las pantallas prendidas. Una operación semejante ocurre cuando se acude a la pornomiseria para presentar las vidas de las minorías sexogenéricas.
Reducir el testimonio de una persona trans a una serie de vejaciones sin contexto, en el mejor de los casos, producirá compasión. Pero esa no es la reacción buscada: a lo que debe aspirar todo reportaje de este tipo es a la empatía. Yo no deseo que un desconocido lamente mis desgracias, quiero que las comprenda y, en la medida de lo posible, que se identifique con ellas. El problema central de la pornomiseria es que el único relato que ofrece a las personas trans es el de la víctima y nadie quiere identificarse con una víctima.
En Gatopardo, Raúl de Armas tuvo el tino de presentar la historia de Danielle, una mujer trans venezolana, con el siguiente título: “Píntame como una persona poderosa”. Esta petición puesta en la cabeza admite que Danielle tiene intenciones y deseos, que no puede reducirse a la suma de los agravios que ha vivido.
Durante los peores momentos de incertidumbre, no encontré un relato a la medida de mis tribulaciones ni en la prensa horrorífica ni en las películas torpes. Me hallé en cambio en el Daredevil escrito por Frank Miller que se recupera de la traición en Born Again; en el Mister Miracle que no puede renunciar ni a su familia ni a la vida, aunque ambas cosas parezcan haber renunciado a él; y en Bruce Banner, el hombre aterrorizado por los espejos que huye de los Avengers y de sí mismo.
Pese a las desgracias que enfrentan, nadie se atrevería a sugerir que estos personajes son víctimas. La exigencia de Danielle, “píntame como una persona poderosa”, podría ser compartida por cualquiera de estos tres protagonistas de cómics, no porque tengan capacidades sobrehumanas, sino porque cumplen con las reglas básicas de la narración: tienen voluntad, pueden actuar y tomar posición frente a las circunstancias, pueden decidir sobre sí mismos.
¿Cómo es posible que estos superhéroes de cómics sean en ocasiones más verosímiles que la gente trans que dibuja un sector del periodismo? ¿Por qué tantas personas trans se sienten fielmente representadas en Gwen Stacy antes que en otras obras que se etiquetan a sí mismas como realistas? El epígrafe de Nabokov que hallé en The Immortal Hulk supone que necesitamos de los otros para reconocernos. ¿Dónde quedan, entonces, los miles de espejos que nos reflejan a las personas trans?
Ilustración de Fernanda Jiménez.
La pornomiseria —en la que siguen cayendo el periodismo, el cine y las novelas— concibe a las personas trans como una lista de agravios: protagonistas sin agencia. Regodearse en el horror que pueden vivir los demás no abona a la comprensión ni despierta la empatía. Inesperadamente, la autora de este ensayo dice que ha encontrado mejores representaciones en los cómics.
“Es así que no existo: los que existen son los miles de espejos que me reflejan”. Encontré esa frase de Vladimir Nabokov como epígrafe del sexto número de The Immortal Hulk. En aquel cómic publicado entre 2018 y 2021, escrito por Al Ewing, Bruce Banner es un fugitivo de sí mismo que no puede tener un empleo ni hogar pues, de forma irremediable, todas las noches se transforma en Hulk, un héroe proscrito, perseguido por los Avengers. Ni siquiera puede huir de la vida, pues cada vez que muere su cadáver es poseído por el monstruo verde. Lo único que está en las manos de Banner es ajustarse a esa parte de sí mismo que por momentos es su condena y por momentos su único refugio. Para no pocos lectores, The Immortal Hulk consiguió que el personaje, reducido por las películas del MCU a una mera botarga hilarante, volviese a sus raíces como una fábula de terror inspirada en la novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Corría el año 2018 y The Immortal Hulk había sido la lectura más solidaria que había tenido en años. El inicio de mi transición había sido un desastre marcado por la humillación y la burla. También, en algunos casos, el dogma del feminismo transfóbico erosionó amistades que se habían prolongado por lustros. Muy pronto advertí que, de buscar consuelo en obras de ficción, tendría que alejarme precisamente de aquellas que hablaran de gente trans, por absurdas, por simplonas, por cis.
Una de las primeras cosas que aprendí al comenzar mi transición fue que yo era la primera persona trans que la gente a mi alrededor conocía. Casi nadie había conversado o convivido con una persona trans.
¿Qué sabían de ese grupo que representó apenas el 0.9% de la población mexicana en 2021, según el INEGI? Lo que habían visto correr en pantallas a lo largo de los años. Por un lado estaban las representaciones torpes o maniqueas del cine, por el otro estaba el crimen. Éramos un oxímoron tan alegre como vacío, la autenticidad artificial que postula Agrado en Todo sobre mi madre, cuando improvisa un monólogo ante el público de un teatro, enumera sus intervenciones quirúrgicas y concluye que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Éramos también el oprobio y la sangre que escurren las páginas de nota roja.
¿Cómo no esperar que algunos creyeran que padecía esquizofrenia o trastorno de integridad de la identidad corporal? A la fecha no he sabido que sugieran este segundo padecimiento a una sola persona que se haya hecho un bypass gástrico o se haya operado la nariz.
Es curioso que la gente cis identifique tan fuertemente a la gente trans con las operaciones quirúrgicas, al grado de creer que nuestra existencia nació con la invención de las cirugías de reasignación, cuando está lejos de ser una experiencia que englobe a la mayor parte de la comunidad. No solo las personas trans rara vez pueden costear el paso por un quirófano; muchas, simplemente, no lo desean. En cambio, mucho antes de cualquier cambio físico, a todas nos ha definido haber tomado una decisión radical sobre quiénes somos: al principio de toda transición hay alguien que enuncia ser trans, como al principio de todo matrimonio hay dos que dicen “sí, acepto”. Este concepto que cobra existencia en el momento en que se le enuncia es definido por la lingüística como un acto de habla.
No puedo culpar a la gente que no sabía lidiar conmigo al principio de mi transición: yo también fui la primera persona trans con la que conviví AFK (lejos del teclado), como insisten en decir quienes rechazan la etiqueta IRL (en la vida real), pues no perciben distinción alguna entre lo que viven a través de una computadora y en el espacio de carne y hueso. Por supuesto, el problema no es que las personas trans seamos el borde minúsculo de la campana de Gauss; el problema es que otras minorías, como la gente pelirroja, no despiertan debates ni exigen posiciones.
Cuando yo misma busqué representaciones de lo trans me llevé una franca decepción: rara vez encontré un personaje o una historia que no me pareciera un estereotipo manufacturado desde la mirada cis. En ese sentido, los medios están llenos de Agrados que, con tal de retener al público, acuden al morbo de enumerar sus cirugías y que refuerzan así lo que la gente ya opinaba sobre la gente trans: que somos “operadas”, “hechizas”, un engaño que queda al descubierto cuando la gente “se fija en el tamaño de las manos”, como tan sinceramente bromeaban ante mí dos conocidos que iban a la Marcha del Orgullo solo para jugar a “adivinar” quién era trans y quién no.
Donde sí hallé un bálsamo inesperado fue en los cómics. Cuando la gente me pregunta dónde encontrar una representación fiel de lo trans, menciono a Bruce Banner aterrado ante el espejo, porque puede tolerar convertirse en un monstruo, pero no quiere convertirse en su padre. Menciono al Daredevil traicionado en Born Again, donde David Mazzucchelli abre cada número con una toma cenital de Matt Murdock que refleje la degradación que atraviesa: si en el primer número aparecía en su cama, en el penúltimo amanecía durmiendo rodeado de basura en la calle. Menciono a Mister Miracle, el mayor escapista del mundo, quien usa sus habilidades para huir de la vida en la novela gráfica escrita por Tom King e ilustrada por Mitch Gerads. Tras un fallido intento de suicidio, asiste a una lenta reconstrucción de sí mismo en compañía de su esposa, siempre bajo la sombra opresiva de su padre, acaso el peor de la historia: Darkseid. Con estos personajes una persona trans sí que puede identificarse. Más allá de los superpoderes y los disfraces ajustados, sus vicisitudes reflejan metafóricamente el rechazo, la persecución, la angustia que viven tantas personas que emprenden una transición de género.
Contrario a lo que podría pensarse, mi opinión está lejos de ser excepcional entre la comunidad. Ahí están las discusiones y testimonios (incluidas las hermanas Wachowski) sobre Matrix como una metáfora de la identidad trans: Neo vive una vida que juzga irreal y porta un nombre con el que no se identifica, hasta que le dan la oportunidad de abandonar la simulación que habita; incluso corrige a la gente que emplea su necrónimo. Ahí están los cientos de jóvenes que ahora mismo se preguntan si Gwen Stacy en Across the Spider-Verse adrede fue retratada como un personaje trans. Más allá de que en su habitación cuelgue una bandera trans, para muchos fanáticos del personaje, la angustia que le provoca su doble identidad es un eco del conflicto con que muchas personas viven el inicio de su transición.
Es paradójico que donde las personas trans rara vez se sienten representadas o reflejadas sea en la prensa. Los medios de comunicación, incluso aquellos bienintencionados, poseen un tino especial para presentarnos como víctimas sin agencia ni voluntad. No pocos reportajes se limitan a enumerar una cadena de agravios, creyendo que así recibirán el favor del público.
Si estas obras periodísticas no consiguen que las personas trans se sientan fielmente representadas, ¿cómo se espera que abonen en la opinión de una persona que poco o nada sabe de nosotras? Esta fallida estrategia de comunicación fue minuciosamente disectada por Susan Sontag en Ante el dolor de los demás: hacer el horror más vívido no sensibilizó a las personas sobre las atrocidades de la guerra. Por el contrario, la desgracia solamente se redujo al ruido de fondo que emana de las pantallas prendidas. Una operación semejante ocurre cuando se acude a la pornomiseria para presentar las vidas de las minorías sexogenéricas.
Reducir el testimonio de una persona trans a una serie de vejaciones sin contexto, en el mejor de los casos, producirá compasión. Pero esa no es la reacción buscada: a lo que debe aspirar todo reportaje de este tipo es a la empatía. Yo no deseo que un desconocido lamente mis desgracias, quiero que las comprenda y, en la medida de lo posible, que se identifique con ellas. El problema central de la pornomiseria es que el único relato que ofrece a las personas trans es el de la víctima y nadie quiere identificarse con una víctima.
En Gatopardo, Raúl de Armas tuvo el tino de presentar la historia de Danielle, una mujer trans venezolana, con el siguiente título: “Píntame como una persona poderosa”. Esta petición puesta en la cabeza admite que Danielle tiene intenciones y deseos, que no puede reducirse a la suma de los agravios que ha vivido.
Durante los peores momentos de incertidumbre, no encontré un relato a la medida de mis tribulaciones ni en la prensa horrorífica ni en las películas torpes. Me hallé en cambio en el Daredevil escrito por Frank Miller que se recupera de la traición en Born Again; en el Mister Miracle que no puede renunciar ni a su familia ni a la vida, aunque ambas cosas parezcan haber renunciado a él; y en Bruce Banner, el hombre aterrorizado por los espejos que huye de los Avengers y de sí mismo.
Pese a las desgracias que enfrentan, nadie se atrevería a sugerir que estos personajes son víctimas. La exigencia de Danielle, “píntame como una persona poderosa”, podría ser compartida por cualquiera de estos tres protagonistas de cómics, no porque tengan capacidades sobrehumanas, sino porque cumplen con las reglas básicas de la narración: tienen voluntad, pueden actuar y tomar posición frente a las circunstancias, pueden decidir sobre sí mismos.
¿Cómo es posible que estos superhéroes de cómics sean en ocasiones más verosímiles que la gente trans que dibuja un sector del periodismo? ¿Por qué tantas personas trans se sienten fielmente representadas en Gwen Stacy antes que en otras obras que se etiquetan a sí mismas como realistas? El epígrafe de Nabokov que hallé en The Immortal Hulk supone que necesitamos de los otros para reconocernos. ¿Dónde quedan, entonces, los miles de espejos que nos reflejan a las personas trans?
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