Un absurdo viaje hacia la nada
El Misterio de Silver Lake, tercer película de David R. Mitchell, es surreal, absurda y divertida
En los años 90, la serie Seinfeld fascinó a los televidentes con un simple gancho: es una comedia que no trata sobre nada. Se discute la vida cotidiana, sí, pero en realidad Seinfeld es una serie sin historia ni trama. Lo importante de Seinfeld estaba en señalar que el día a día —aparte de ser terriblemente monótono— está lleno de situaciones absurdas. Bajo ese mismo camino parece operar El Misterio de Silver Lake, un largometraje donde el sinsentido es la lengua común, usada para resolver una intriga que tal vez ni existe.
Talada del mismo árbol que la fascinante novela corta de Thomas Pynchon, The Crying of Lot 49, películas clásicas de Hollywood y una clara influencia de cómics (particularmente Like a Velvet Glove Cast in Iron de Daniel Clowes), este largometraje de casi dos horas y media es un ejercicio inclasificable. Se puede considerar un thriller, una ácida comedia negra o un melodrama, ninguna es tan acertada, pero tampoco se alejan de lo que es.
El Misterio de Silver Lake (Under the Silver Lake) es el tercer trabajo de David Robert Mitchell realizador norteamericano que parece no estar atado a ninguna convención. Sus tres largometrajes son experimentos únicos a su manera: un sensible coming-of-age norteamericano (The Myth of the American Sleepover), una película de horror/sexo adolescente (It Follows) y su más reciente esfuerzo, una película de misterio.
A pesar de toda su ambigüedad, algo sí está muy claro en El Misterio de Silver Lake: su estilo le debe todo al film noir de las décadas de los cuarenta y cincuenta. Desde los juegos de iluminación y sombra, hasta la prominencia de femme-fatales (con todo y la tensión sexual que esto conlleva), esta película es un homenaje a una época y género. También expone la duradera influencia que el film noir tiene en el cine contemporáneo. Así, El Misterio de Silver Lake es una película sobre películas: llena de admiración, guiños y alusiones a trabajos anteriores.
En esa reverencia se esconde una trampa: en todas las películas de Hollywood antaño el misterio tiene una resolución. Usualmente la femme fatale sale castigada porque es mala, mientras que el macho detective en turno es victorioso de una forma agridulce y —a veces— a un terrible precio. Por su parte, en estas películas las pequeñas pistas adquieren importancia más tarde en el largometraje, y siempre hay un ingenioso juego entre los personajes para ser más astuto que los demás. Al final, todo es claro y se define. El Misterio de Silver Lake es un trabajo cuya intriga, a pesar de ser el motor de la película, pasa a segundo plano, lo que favorece la experiencia y las sensaciones escena por escena.
Si el cine negro (otro término para el film noir) es un círculo perfecto de resolución, El Misterio de Silver Lake es una vertiginosa espiral infinita de duda. La película es de largo aliento, y conforme pasa el tiempo la trama se vuelve una densa maraña de situaciones que van de lo irrelevante al delirio puro, mientras el espectador constantemente se cuestiona cuál es la relevancia de lo visto en pantalla. Lo cierto es que es imposible determinarlo, El Misterio de Silver Lake se regodea en confundir y aturdir a la audiencia, sin darle una respuesta clara a la inmensa cantidad de situaciones tan desconectadas.
La trama es en realidad muy simple. Sam (un desfachatado y apestoso Andrew Garfield) es un joven inútil, flojo e indiferente que busca a Sarah (Riley Keough), chica que desapareció del condominio donde vive. Sam debe recorrer Los Ángeles y tener una serie de encuentros e interacciones que derivan hacia lo surreal. Hay una banda de punk llamada Jesus and the Brides of Dracula (cuyas letras tal vez tienen mensajes ocultos), un loco obsesionado con los cómics y las teorías de conspiración, el rey de los vagabundos de Los Ángeles, una mística asesina vestida de búho, la hija de un magnate poderoso y un asesino serial de mascotas. Todo esto puede o puede no ser importante para la trama.
Por lo confusa que es El Misterio de Silver Lake, el largometraje es sorprendentemente fácil de digerir y disfrutar. A pesar de ser extremadamente indulgente consigo misma, esta película llega a ser fascinante por su imaginación en bruto y notable ambición.
En primer lugar, la película es visualmente espectacular. De la mano del cinefotógrafo Mike Gioulakis, David Robert Mitchell no sólo revive con astucia el film noir clásico, sino que también complica la cronología de su película con efectos desconcertantes. A pesar de que todos usan celulares, los coches son contemporáneos y la ciudad está claramente ambientada en el siglo XXI, este trabajo está inmerso en una vibra atemporal.
Las referencias constantes a publicaciones y videojuegos ochenteros, un diseño de producción que combina tecnología de otras épocas (televisores viejos de los 70, por ejemplo), así como la presencia constante de música noventera (grupos como R.E.M son notables en la pieza) hacen de El Misterio de Silver Lake un complicado ejercicio de anclamiento, donde nada está dado por sentado ni asegurado, ni siquiera la época en la que uno se encuentra.
Por su parte, la banda sonora original compuesta por Richard Vreer, mejor conocido como Disasterpeace, le añade ánimas que no ayudan a definir este largometraje. La perturbadora música se ajusta a una película de horror o a un ejercicio kitsch sin norte, y aún sin mucho arraigo específico, la música sí le añade algo clave: ambiente. El Misterio de Silver Lake está conducida principalmente por sensaciones, por emociones sutiles que otorgan los inquietantes eventos de la película.
El Misterio de Silver Lake es un desastre de primer orden. Todos los eventos parecen estar conectados por hilos muy delgados y frágiles, los personajes vienen y van sin mucha importancia o repercusión, y la duración hace que la película se torne confusa e irrelevante en ciertos instantes. Y aún así, la película es probablemente uno de los ejercicios más envolventes de los últimos años. A pesar de tener conexiones ligeramente atadas, este trabajo es sorprendentemente cohesivo, y en sus niveles profundamente absurdos todo encuentra un terreno en común.
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