Viñeta publicada en Lumen Gráfica.
Nació en la ciudad argentina de Mendoza el 17 de julio de 1932, hijo de unos padres andaluces que partieron de su tierra y emigraron a la Argentina; nunca olvidaron el acento de su lengua y sus hijos nacidos en el Cono Sur -sobre todo al más pequeño de ellos, Joaquín- les costaban las burlas en el colegio por referirse a los chicos como “tíos”. Su familia lo renombró en casa bajo el alias de Quino, para diferenciarlo de su tío Joaquín Tejón, ese sí consanguíneo, y también dibujante, al que a pesar de los esfuerzos en la distinción de los nombres terminaría pareciéndose con el tiempo a él.
Cuando los padres Antonia Tejón y Cesáreo Lavado pasaban las tardes en el cine, el tío Joaquín, entonces publicista entregado, ponía a los niños a dibujar historietas con monigotes hasta que de tantas ocasiones el más pequeño de ellos, Quino, se percató de la magia que los lápices podían arrebatarle a los cuadernillos. “Yo dibujaba con un lápiz azul y quedé maravillado con mi tío, fue descubrir un mundo que jamás se me había ocurrido aunque todos los niños tienden a dibujar… pero eso yo no lo sabía”, contó Quino en aquella entrevista.
“Yo me siento más cómodo haciendo humor libre, alguna historia con un buzo, con un explorador, con un científico”.
Así fue cómo se tornó en el más creativo de los tres hermanos. Aunque el mayor, contador de tiempo completo, y el de en medio, abogado dedicado, desconocieran del goce que trae consigo la espontaneidad, aquello no les impidió la cercanía en las dificultades. A los 13 años, Quino perdió a su madre, y con tan solo dos años de diferencia, el vuelco emocional tras la muerte de su padre lo situó como un huérfano de 15 años. Sus hermanos no lo soltaron incluso después de saber que elegiría al dibujo como profesión, no a la pintura de alta alcurnia, sino a la crítica amarga atada a unos buenos trazos.
“Mis hermanos me tuvieron siempre mucha paciencia cuando dije que quería dibujar historietas, me aguantaron que yo no estudiara otra cosa más que eso, porque hay mucha gente que dice: ‘bueno y a demás de ese hobby que tiene, ¿en qué trabaja?’”, dijo Quino a Soler.
Unos años más adelante comprendió que su pasión se volvía tedio entre los salones de la Escuela de Bellas Artes de Mendoza, de donde salió huyendo en 1949 tras dos años en un intento por protegerse de la hegemonía que los ejercicios de jarrones con trapos o guitarras aburridas imponían, así que se marchó a los 18 años a probar suerte en Buenos Aires. “Lógicamente mi experiencia fue desalentadora porque yo dibujaba muy mal e iba con unos dibujos horrorosos que hoy a nadie se los aceptarían tampoco. Me entrevisté con los dibujantes a los que yo más admiraba y me dijeron que bueno, las ideas estaban bastante bien pero que me faltaba muchísimo, que tuviera paciencia… y seguí”, relató.
Viñeta publicada en Lumen Gráfica.
Casi derrotado volvió a su tierra natal, y durante ese regreso a Mendoza se formó en las filas del servicio militar aún cuando eso significara ir contra su conciencia; aquel tiempo en que no tomó ni un solo lápiz fue también algo parecido a un reposo que sirvió para que, una vez terminada su faceta de cabo raso, su ingenio contenido fluyera en el papel. “Para sorpresa mía estaba dibujando de una manera que no tenía nada que ver con cómo lo hacía antes”, dijo en aquella entrevista.
Así que fue solo cuestión de meses para que enviara por correo un dibujo a Buenos Aires, dedicado a un amigo suyo que le aseguró la gloria. Luego vinieron los primeros seis meses en pensiones durmiendo en la misma habitación junto a cuatro personas, pero descansando con la certeza de que en algún momento algún semanario, revista o periódico confiaría en él, y por supuesto, sabiendo que incluso en la distancia unos hermanos fieles seguían creyendo en sus talentos.
Hace 58 años que de entre sus manos escapó la niñita que con su irreverencia continuará pareciendo insolente ante los ojos adecuados.
En unos cuantos días empezó a colaborar en la revista Esto es, era 1954 y se trataba de una publicación de actualidad que pagaba 30 pesos argentinos por cada dibujo que publicó por primera vez. Luego fue conquistando espacios en otras publicaciones. Conforme él avanzaba, lo seguía el rumor de la repetitividad casi tanto como el temor a la ausencia de ingenio.
“Incluso ahora tengo miedo de que después de muchos años de haber hecho dibujos, un día no se me ocurra más nada. Se me ocurren cosas, pero que no son graciosas, o que son graciosas pero no me gustan a mí, y me pongo muy mal porque pienso que ya estoy acabado, la sensación de que me empiezo a repetir me parece deshonesta”, dijo en aquella entrevista a Joaquín Soler. Y enseguida reveló una frase poderosa: “A mí no me gusta cómo yo dibujo, pero no dibujo como quiero sino como puedo, sé que tengo buenas ideas pero tampoco las considero mías, me salen cuando quieren”.
Unos años más adelante en 1963, el hombre que descartó la posibilidad de tener hijos porque habría sido como “traer más locos al manicomio”, era el mismo que educaba a lápiz a una niña eterna. La había concebido para una agencia de publicidad que le pidió la historia animada de una típica familia en la que un matrimonio y los hijos usaran los electrodomésticos de la marca Mansfield.
Viñeta publicada en Lumen Gráfica.
“No me arrepiento de no haber tenido hijos, cada que leo los diarios me alegro… Los padres son un poco inconscientes, lo traen a uno al mundo para luego largarlos solos sin prever cómo sigue uno. A mí me pareció una mala jugada, me enojé bastante con el asunto de los Reyes Magos, cuando me enteré de la verdad me sentí engañado durante años de una manera muy jodida además, qué necesidad”, comentó a Soler.
La historieta fracasó ya que para su publicación tenía que ser pagada como publicidad y se fue al cajón de los detalles aparentemente olvidados, hasta que meses después un amigo periodista de Quino la rescatara al preguntarle si tenía algún material.
Así que Quino presentó a su amigo la historia de una pequeña temeraria que vive con sus padres en un departamento ni rico ni pobre, de un barrio ni rico ni pobre de Buenos Aires, a la que le fascinan los libros de cuentos, tiene una radio para escuchar a The Beatles y los noticiarios, posee entre sus tesoros un globo terráqueo, pasea a una tortuga a la que le ata una cuerda, y, en palabras de su creador odia la sopa más por la imposición que por el sabor en sí, y reniega de lo impuesto como lo hace de las injusticias. Misma que llegó a las páginas del semanario Primera Plana el 29 de septiembre de 1964. Era una niña disruptiva en sus cuestionamientos constantes a la sociedad latinoamericana.
“A mí no me gusta cómo yo dibujo, pero no dibujo como quiero sino como puedo, sé que tengo buenas ideas pero tampoco las considero mías, me salen cuando quieren”.
“Me parece que Mafalda no es el mejor personaje de la historieta, caí en una cosa de que Mafalda predica, da justicia […] Tuve que ponerle un papá porque al mes estaba harto, después le inventé un amiguito, Felipe, luego vino Manuelito, que era el único personaje con el que yo me reía, porque yo nunca me rio de mis cosas salvo con él, cuando se me ocurrían sus ideas me reía muchísimo”, recordó Quino a Soler.
Su primer libro Mundo Quino llegó el mismo año en que la pequeña Mafalda debutó, y bastaría tan solo uno más para que en 1965 esta niña intrépida hiciera que su creador llegara corriendo con la lengua de fuera a las 10 de la noche al diario El Mundo a fin de que estuviera lista al día siguiente. La historieta estaba convirtiéndose ya en una especie de manifiesto de la injusticia permanente.
“Creo que es una crítica del hombre, a mí el hombre me parece un ser mal terminado, ya que Dios nos hizo inteligentes, ¿por qué no nos hizo más inteligentes? Me da un poco de rabia cómo está contaminando el mundo y terminando con la naturaleza, me hace sufrir mucho. […] Pienso que toda crítica lleva implícita una fe, porque sino uno no se tomaría el trabajo de criticar ni siquiera”, dijo.
Viñeta publicada en Lumen Gráfica.
En cada entrevista que daba, aunque era reacio a ellas e incluso había puesto un cartel fuera de su casa invitando amablemente a no tocar si se era reportero, Quino cada que podía recordaba su filosofía hallada en las relaciones entre los poderosos y débiles. “Yo veo a los humildes, a los frágiles, pero yo también soy débil, y frágil, y temeroso de la vida. Yo no soy como estos viejecitos llenos de vida que uno dice ¡ay, qué alegría de vivir!”, dijo.
Tuvo que llegar 1973 y haber dibujado 1,928 tiras para que Quino dejara que la pequeña Mafalda se calentara entre las páginas de periódicos sola y no volver a jugar con ella más. Agotado, el esclavo se liberó de su amo y se cambió a dibujos minuciosos, brillantes que le dejaron de publicar incluso en El País por considerarlos demasiado amargos. A Quino la realidad le corroía la tranquilidad, y encontró en el humor una manera de sobrellevar la vida, aunque él mismo percibiera como absurdos algunos de sus temores, como el de ir al dentista “por sentirse tan solito”.
Hace 43 años en el estudio televisivo, tras celebrar públicamente su amor por Alicia Colombo, su eterna compañera que era también una física empedernida que cuando quería tejer un suéter lo hacía con la regla de cálculo en mano, le pidieron a aquel hombre semicalvo contar algunas de sus frustraciones, y susurró:
“Esto es de un egoísmo espantoso… pero además de hombre, me hubiera gustado ser mi yo mujer para quererme yo mismo, porque así mucho no me quiero como soy… no me gusto, pero claro, es un imposible”.