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El cine mexicano lleva años plagado de masacres, abandonos y clasismo; en ese entorno se agradece la mirada intimista del cineasta Diego Hernández.
Cuando se encontraba en la campaña promocional de Banda aparte (Bande à part, 1964), el cineasta de cineastas, Jean-Luc Godard, explicó que se trataba de su película complaciente, pensada para ser distribuida por Columbia (solemos olvidar que Godard fue un cineasta de industria) y que vendiera incontables boletos. En una entrevista remitió a uno de los pioneros del cine para justificar su ligereza: “‘¿Qué quieren los espectadores?’ se preguntó [D.W.] Griffith. ‘Una muchacha y una pistola’”. Con el tiempo, el aforismo evolucionó y se le atribuyó a Godard. En los sitios de frases célebres uno puede encontrar algo más o menos así:
Lo único que se necesita para hacer una película es una muchacha y una pistola.
El resultado de la mutación que salió de la cita original fue inspirar a los jóvenes a hacer cine, independientemente de escuelas y grandes presupuestos, aunque el contexto de Godard era más a la defensiva. Con los años, el propio director albergaría un sentido más ambiguo en su inabarcable Histoire(s) du cinéma (1988-1999). En el episodio 1(a) aparece la frase, todavía más simplificada: “A FILM IS A GIRL AND A GUN”, o “UNA PELÍCULA ES UNA MUCHACHA Y UNA PISTOLA”. ¿Se trata de la misma intención inspiradora o es un símbolo del voyerismo que motiva a los espectadores, codiciosos de sexo y violencia?
Te podría interesar: Presencia, de Steven Soderbergh, un testigo fantasmal de la familia en descomposición.

Considerando que para Godard el futuro de la imagen partía del cine amateur, más que inspiración deberíamos encontrar en la cita un llamado a las armas que, en el cine mexicano, Diego Hernández ha respondido con éxito desde hace tiempo, pero sobre todo con algo más importante: la franqueza. Viendo películas como Los fundadores (2021), Agua caliente (2022) y El mirador (2023), uno se percata de que no es necesario tanto melodrama como el propuesto por Godard, sino algo más inmediato: una familia, unos amigos, una cámara y tal vez una perrita. Lo que haya en casa es suficiente materia para hacer cine.
Hernández no es el único ni tampoco el primero: ahí están las películas del consumado James Benning o del joven Vadim Kostrov; el cineasta mexicano tiene mucho en común con ellos, especialmente en Agua caliente, apenas estrenada. La película muestra la vida del director durante la pandemia. Usarse a uno mismo como actor es una técnica común en el cine de vanguardia, a veces por inscribirse en la obra y denotar la autoría, como en el caso de Chantal Akerman; en otras, como algunas películas de Valie Export, se usa la propia presencia, el cuerpo de uno, como escenario de un performance, pero en el caso de Hernández tiene que ver con —de nuevo— los recursos a la mano y la intimidad deseada. Cada cineasta hace las películas que ella o él o elle es porque, incluso al mentir, las ficciones dicen algo de quien las fabrica. No parece el caso de Hernández, que capta su convivencia durante la pandemia de covid-19 con su madre, también interpretada por sí misma; ambos son acompañados por Luna, su mascota, y en ocasiones por Melissa (Melissa Castañeda), la novia de Hernández y coproductora de Agua caliente.
El título de la película se refiere al mayor de los problemas cotidianos que enfrentan los protagonistas: un calentador que solo arroja agua hirviendo y que Diego intenta reparar viendo videos de YouTube. Un conflicto dramático de estas dimensiones nos habla sobre los intereses y patrones de las imágenes, que insisten en las presencias que damos por sentadas en la vida ordinaria. A menudo nos dicen que no debemos perder la capacidad de asombro, pero los propios defensores de ese lugar común se incomodan cuando una película parte de ello. Por ejemplo, cuando Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), el ambicioso retrato de una vida de lavar platos, hacer las compras y comer la cena en silencio, ganó el primer puesto en la lista de las mejores 100 películas de la historia, según la revista Sight and Sound, algunos críticos, escritores y otros cinéfilos reaccionarios, que incluyen a votantes y entrometidos, nos aclararon su idea del cine a partir de un berrinche: ¿cómo podía llegar tan lejos una película sin trama? Pero el cine no es el acto de narrar para evitar la fatiga de leer, sino la intrusión de una cámara en todo lo que no solemos observar.
Es tan cine el espectáculo de un helicóptero siendo vencido a pedradas por Rambo como las tareas de una casa y la convivencia de una madre tierna con su hijo cineasta, en Agua caliente. Es ahí donde Hernández se vincula con Benning, creador de películas en las que los objetos y los espacios (las nubes, un eclipse, su departamento) son suficientes para hacer cine. La pregunta de por qué ver una película como 10 Skies (2004), que en su título describe todo su montaje, se responde preguntando: ¿por qué ir al museo a ver unos cielos de Turner o de Velasco, si basta con voltear hacia arriba? Lo que importa en el arte no es el objeto, sino la mirada que lo describe, y es en la ternura de Hernández, en sus juegos con la ilusión de realidad, y en el humor cotidiano, que brota su identidad.
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Agua caliente es más quieta que Los fundadores, aquella sobre una huelga universitaria, la producción de una obra de teatro e imágenes del trabajo que le restan la sensibilidad melodramática, aburguesada al cine mexicano, aferrado a verlo solamente como tortura. En esta otra película, Diego repara unas escaleras porque según Graciela (Graciela Rodríguez), su madre, se han metido ratones por un boquete: la significación de Los fundadores cambia porque no vemos el trabajo como un aspecto sencillamente rutinario, sino como un acto de amor. Diego y su madre son poco expresivos, no de una manera minimalista, sino tímida, pero a lo largo de Agua caliente los vemos darse pequeños obsequios, ya sea la reparación, un agua de pepino recién hecha o unos cubrebocas tejidos con tela de piyama porque de calzón no pueden ser.

Las ocurrencias de doña Graciela son las que en general dotan a Agua caliente de su tono humorístico. Como buena madre mexicana, le prohíbe a Diego reparar el calentador por su cuenta, no lo vaya a descomponer más de lo que ya está. Su añoranza más grande en el encierro, le explica a Diego, es la estética, donde planea ir corriendo cuando acabe la pandemia. Justo antes de una visita de Melissa, Graciela le hace un pastel desastroso que aprovecha su hijo para una broma. Nada de esto parece escrito, sino capturado espontáneamente por Hernández, que aprovecha cada momento frente a la presencia invisible de la cámara para captar sus escenas. Si bien hay instantes de entrevista, podemos confiar en que los diálogos son todos orgánicos, pero hay situaciones claramente falsas y ahí se disuelve la tenue frontera entre la ficción y el documental. Hernández acomoda la cámara en varias ocasiones y deja esos instantes en el metraje para recordarnos que frente a nosotros se dibuja una ilusión, pero es difícil asumir que sea falso el discurso de Graciela cuando discute el hipotético matrimonio de Diego: “Donde quiera que estés, yo te voy a querer mucho”, le dice. Las palabras sin mucha forma poética pero dotadas de la sinceridad que precisan los versos, expresan un amor que se hace trama de película y sostiene, de forma ambivalente, lo real y lo fabricado.
En el panorama actual, el cine de Hernández representa un esfuerzo genuinamente democrático: por un lado nos permite creer en la posibilidad de un cine fuera de la industria, prácticamente sin fondos, y por el otro nos deja ver hacia el exterior de todo eso que ya consideramos el cine mexicano convencional: las masacres, los abandonos, el privilegio. En ese sentido, cada película de Hernández es intensamente política, y aunque Agua caliente no lo parezca, es un manifiesto. Su pronunciamiento es a favor de la ternura, el juego, la convivencia, el cariño: la cotidianidad que el espectáculo nos quita pero que, puesta en una pantalla de cine, se hace arte.
¿En dónde se puede ver Agua caliente en México?
La cinta está exhibida en las salas de la Cineteca Nacional.
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El cine mexicano lleva años plagado de masacres, abandonos y clasismo; en ese entorno se agradece la mirada intimista del cineasta Diego Hernández.
Cuando se encontraba en la campaña promocional de Banda aparte (Bande à part, 1964), el cineasta de cineastas, Jean-Luc Godard, explicó que se trataba de su película complaciente, pensada para ser distribuida por Columbia (solemos olvidar que Godard fue un cineasta de industria) y que vendiera incontables boletos. En una entrevista remitió a uno de los pioneros del cine para justificar su ligereza: “‘¿Qué quieren los espectadores?’ se preguntó [D.W.] Griffith. ‘Una muchacha y una pistola’”. Con el tiempo, el aforismo evolucionó y se le atribuyó a Godard. En los sitios de frases célebres uno puede encontrar algo más o menos así:
Lo único que se necesita para hacer una película es una muchacha y una pistola.
El resultado de la mutación que salió de la cita original fue inspirar a los jóvenes a hacer cine, independientemente de escuelas y grandes presupuestos, aunque el contexto de Godard era más a la defensiva. Con los años, el propio director albergaría un sentido más ambiguo en su inabarcable Histoire(s) du cinéma (1988-1999). En el episodio 1(a) aparece la frase, todavía más simplificada: “A FILM IS A GIRL AND A GUN”, o “UNA PELÍCULA ES UNA MUCHACHA Y UNA PISTOLA”. ¿Se trata de la misma intención inspiradora o es un símbolo del voyerismo que motiva a los espectadores, codiciosos de sexo y violencia?
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Considerando que para Godard el futuro de la imagen partía del cine amateur, más que inspiración deberíamos encontrar en la cita un llamado a las armas que, en el cine mexicano, Diego Hernández ha respondido con éxito desde hace tiempo, pero sobre todo con algo más importante: la franqueza. Viendo películas como Los fundadores (2021), Agua caliente (2022) y El mirador (2023), uno se percata de que no es necesario tanto melodrama como el propuesto por Godard, sino algo más inmediato: una familia, unos amigos, una cámara y tal vez una perrita. Lo que haya en casa es suficiente materia para hacer cine.
Hernández no es el único ni tampoco el primero: ahí están las películas del consumado James Benning o del joven Vadim Kostrov; el cineasta mexicano tiene mucho en común con ellos, especialmente en Agua caliente, apenas estrenada. La película muestra la vida del director durante la pandemia. Usarse a uno mismo como actor es una técnica común en el cine de vanguardia, a veces por inscribirse en la obra y denotar la autoría, como en el caso de Chantal Akerman; en otras, como algunas películas de Valie Export, se usa la propia presencia, el cuerpo de uno, como escenario de un performance, pero en el caso de Hernández tiene que ver con —de nuevo— los recursos a la mano y la intimidad deseada. Cada cineasta hace las películas que ella o él o elle es porque, incluso al mentir, las ficciones dicen algo de quien las fabrica. No parece el caso de Hernández, que capta su convivencia durante la pandemia de covid-19 con su madre, también interpretada por sí misma; ambos son acompañados por Luna, su mascota, y en ocasiones por Melissa (Melissa Castañeda), la novia de Hernández y coproductora de Agua caliente.
El título de la película se refiere al mayor de los problemas cotidianos que enfrentan los protagonistas: un calentador que solo arroja agua hirviendo y que Diego intenta reparar viendo videos de YouTube. Un conflicto dramático de estas dimensiones nos habla sobre los intereses y patrones de las imágenes, que insisten en las presencias que damos por sentadas en la vida ordinaria. A menudo nos dicen que no debemos perder la capacidad de asombro, pero los propios defensores de ese lugar común se incomodan cuando una película parte de ello. Por ejemplo, cuando Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), el ambicioso retrato de una vida de lavar platos, hacer las compras y comer la cena en silencio, ganó el primer puesto en la lista de las mejores 100 películas de la historia, según la revista Sight and Sound, algunos críticos, escritores y otros cinéfilos reaccionarios, que incluyen a votantes y entrometidos, nos aclararon su idea del cine a partir de un berrinche: ¿cómo podía llegar tan lejos una película sin trama? Pero el cine no es el acto de narrar para evitar la fatiga de leer, sino la intrusión de una cámara en todo lo que no solemos observar.
Es tan cine el espectáculo de un helicóptero siendo vencido a pedradas por Rambo como las tareas de una casa y la convivencia de una madre tierna con su hijo cineasta, en Agua caliente. Es ahí donde Hernández se vincula con Benning, creador de películas en las que los objetos y los espacios (las nubes, un eclipse, su departamento) son suficientes para hacer cine. La pregunta de por qué ver una película como 10 Skies (2004), que en su título describe todo su montaje, se responde preguntando: ¿por qué ir al museo a ver unos cielos de Turner o de Velasco, si basta con voltear hacia arriba? Lo que importa en el arte no es el objeto, sino la mirada que lo describe, y es en la ternura de Hernández, en sus juegos con la ilusión de realidad, y en el humor cotidiano, que brota su identidad.
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Agua caliente es más quieta que Los fundadores, aquella sobre una huelga universitaria, la producción de una obra de teatro e imágenes del trabajo que le restan la sensibilidad melodramática, aburguesada al cine mexicano, aferrado a verlo solamente como tortura. En esta otra película, Diego repara unas escaleras porque según Graciela (Graciela Rodríguez), su madre, se han metido ratones por un boquete: la significación de Los fundadores cambia porque no vemos el trabajo como un aspecto sencillamente rutinario, sino como un acto de amor. Diego y su madre son poco expresivos, no de una manera minimalista, sino tímida, pero a lo largo de Agua caliente los vemos darse pequeños obsequios, ya sea la reparación, un agua de pepino recién hecha o unos cubrebocas tejidos con tela de piyama porque de calzón no pueden ser.

Las ocurrencias de doña Graciela son las que en general dotan a Agua caliente de su tono humorístico. Como buena madre mexicana, le prohíbe a Diego reparar el calentador por su cuenta, no lo vaya a descomponer más de lo que ya está. Su añoranza más grande en el encierro, le explica a Diego, es la estética, donde planea ir corriendo cuando acabe la pandemia. Justo antes de una visita de Melissa, Graciela le hace un pastel desastroso que aprovecha su hijo para una broma. Nada de esto parece escrito, sino capturado espontáneamente por Hernández, que aprovecha cada momento frente a la presencia invisible de la cámara para captar sus escenas. Si bien hay instantes de entrevista, podemos confiar en que los diálogos son todos orgánicos, pero hay situaciones claramente falsas y ahí se disuelve la tenue frontera entre la ficción y el documental. Hernández acomoda la cámara en varias ocasiones y deja esos instantes en el metraje para recordarnos que frente a nosotros se dibuja una ilusión, pero es difícil asumir que sea falso el discurso de Graciela cuando discute el hipotético matrimonio de Diego: “Donde quiera que estés, yo te voy a querer mucho”, le dice. Las palabras sin mucha forma poética pero dotadas de la sinceridad que precisan los versos, expresan un amor que se hace trama de película y sostiene, de forma ambivalente, lo real y lo fabricado.
En el panorama actual, el cine de Hernández representa un esfuerzo genuinamente democrático: por un lado nos permite creer en la posibilidad de un cine fuera de la industria, prácticamente sin fondos, y por el otro nos deja ver hacia el exterior de todo eso que ya consideramos el cine mexicano convencional: las masacres, los abandonos, el privilegio. En ese sentido, cada película de Hernández es intensamente política, y aunque Agua caliente no lo parezca, es un manifiesto. Su pronunciamiento es a favor de la ternura, el juego, la convivencia, el cariño: la cotidianidad que el espectáculo nos quita pero que, puesta en una pantalla de cine, se hace arte.
¿En dónde se puede ver Agua caliente en México?
La cinta está exhibida en las salas de la Cineteca Nacional.
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El cine mexicano lleva años plagado de masacres, abandonos y clasismo; en ese entorno se agradece la mirada intimista del cineasta Diego Hernández.
Cuando se encontraba en la campaña promocional de Banda aparte (Bande à part, 1964), el cineasta de cineastas, Jean-Luc Godard, explicó que se trataba de su película complaciente, pensada para ser distribuida por Columbia (solemos olvidar que Godard fue un cineasta de industria) y que vendiera incontables boletos. En una entrevista remitió a uno de los pioneros del cine para justificar su ligereza: “‘¿Qué quieren los espectadores?’ se preguntó [D.W.] Griffith. ‘Una muchacha y una pistola’”. Con el tiempo, el aforismo evolucionó y se le atribuyó a Godard. En los sitios de frases célebres uno puede encontrar algo más o menos así:
Lo único que se necesita para hacer una película es una muchacha y una pistola.
El resultado de la mutación que salió de la cita original fue inspirar a los jóvenes a hacer cine, independientemente de escuelas y grandes presupuestos, aunque el contexto de Godard era más a la defensiva. Con los años, el propio director albergaría un sentido más ambiguo en su inabarcable Histoire(s) du cinéma (1988-1999). En el episodio 1(a) aparece la frase, todavía más simplificada: “A FILM IS A GIRL AND A GUN”, o “UNA PELÍCULA ES UNA MUCHACHA Y UNA PISTOLA”. ¿Se trata de la misma intención inspiradora o es un símbolo del voyerismo que motiva a los espectadores, codiciosos de sexo y violencia?
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Considerando que para Godard el futuro de la imagen partía del cine amateur, más que inspiración deberíamos encontrar en la cita un llamado a las armas que, en el cine mexicano, Diego Hernández ha respondido con éxito desde hace tiempo, pero sobre todo con algo más importante: la franqueza. Viendo películas como Los fundadores (2021), Agua caliente (2022) y El mirador (2023), uno se percata de que no es necesario tanto melodrama como el propuesto por Godard, sino algo más inmediato: una familia, unos amigos, una cámara y tal vez una perrita. Lo que haya en casa es suficiente materia para hacer cine.
Hernández no es el único ni tampoco el primero: ahí están las películas del consumado James Benning o del joven Vadim Kostrov; el cineasta mexicano tiene mucho en común con ellos, especialmente en Agua caliente, apenas estrenada. La película muestra la vida del director durante la pandemia. Usarse a uno mismo como actor es una técnica común en el cine de vanguardia, a veces por inscribirse en la obra y denotar la autoría, como en el caso de Chantal Akerman; en otras, como algunas películas de Valie Export, se usa la propia presencia, el cuerpo de uno, como escenario de un performance, pero en el caso de Hernández tiene que ver con —de nuevo— los recursos a la mano y la intimidad deseada. Cada cineasta hace las películas que ella o él o elle es porque, incluso al mentir, las ficciones dicen algo de quien las fabrica. No parece el caso de Hernández, que capta su convivencia durante la pandemia de covid-19 con su madre, también interpretada por sí misma; ambos son acompañados por Luna, su mascota, y en ocasiones por Melissa (Melissa Castañeda), la novia de Hernández y coproductora de Agua caliente.
El título de la película se refiere al mayor de los problemas cotidianos que enfrentan los protagonistas: un calentador que solo arroja agua hirviendo y que Diego intenta reparar viendo videos de YouTube. Un conflicto dramático de estas dimensiones nos habla sobre los intereses y patrones de las imágenes, que insisten en las presencias que damos por sentadas en la vida ordinaria. A menudo nos dicen que no debemos perder la capacidad de asombro, pero los propios defensores de ese lugar común se incomodan cuando una película parte de ello. Por ejemplo, cuando Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), el ambicioso retrato de una vida de lavar platos, hacer las compras y comer la cena en silencio, ganó el primer puesto en la lista de las mejores 100 películas de la historia, según la revista Sight and Sound, algunos críticos, escritores y otros cinéfilos reaccionarios, que incluyen a votantes y entrometidos, nos aclararon su idea del cine a partir de un berrinche: ¿cómo podía llegar tan lejos una película sin trama? Pero el cine no es el acto de narrar para evitar la fatiga de leer, sino la intrusión de una cámara en todo lo que no solemos observar.
Es tan cine el espectáculo de un helicóptero siendo vencido a pedradas por Rambo como las tareas de una casa y la convivencia de una madre tierna con su hijo cineasta, en Agua caliente. Es ahí donde Hernández se vincula con Benning, creador de películas en las que los objetos y los espacios (las nubes, un eclipse, su departamento) son suficientes para hacer cine. La pregunta de por qué ver una película como 10 Skies (2004), que en su título describe todo su montaje, se responde preguntando: ¿por qué ir al museo a ver unos cielos de Turner o de Velasco, si basta con voltear hacia arriba? Lo que importa en el arte no es el objeto, sino la mirada que lo describe, y es en la ternura de Hernández, en sus juegos con la ilusión de realidad, y en el humor cotidiano, que brota su identidad.
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Agua caliente es más quieta que Los fundadores, aquella sobre una huelga universitaria, la producción de una obra de teatro e imágenes del trabajo que le restan la sensibilidad melodramática, aburguesada al cine mexicano, aferrado a verlo solamente como tortura. En esta otra película, Diego repara unas escaleras porque según Graciela (Graciela Rodríguez), su madre, se han metido ratones por un boquete: la significación de Los fundadores cambia porque no vemos el trabajo como un aspecto sencillamente rutinario, sino como un acto de amor. Diego y su madre son poco expresivos, no de una manera minimalista, sino tímida, pero a lo largo de Agua caliente los vemos darse pequeños obsequios, ya sea la reparación, un agua de pepino recién hecha o unos cubrebocas tejidos con tela de piyama porque de calzón no pueden ser.

Las ocurrencias de doña Graciela son las que en general dotan a Agua caliente de su tono humorístico. Como buena madre mexicana, le prohíbe a Diego reparar el calentador por su cuenta, no lo vaya a descomponer más de lo que ya está. Su añoranza más grande en el encierro, le explica a Diego, es la estética, donde planea ir corriendo cuando acabe la pandemia. Justo antes de una visita de Melissa, Graciela le hace un pastel desastroso que aprovecha su hijo para una broma. Nada de esto parece escrito, sino capturado espontáneamente por Hernández, que aprovecha cada momento frente a la presencia invisible de la cámara para captar sus escenas. Si bien hay instantes de entrevista, podemos confiar en que los diálogos son todos orgánicos, pero hay situaciones claramente falsas y ahí se disuelve la tenue frontera entre la ficción y el documental. Hernández acomoda la cámara en varias ocasiones y deja esos instantes en el metraje para recordarnos que frente a nosotros se dibuja una ilusión, pero es difícil asumir que sea falso el discurso de Graciela cuando discute el hipotético matrimonio de Diego: “Donde quiera que estés, yo te voy a querer mucho”, le dice. Las palabras sin mucha forma poética pero dotadas de la sinceridad que precisan los versos, expresan un amor que se hace trama de película y sostiene, de forma ambivalente, lo real y lo fabricado.
En el panorama actual, el cine de Hernández representa un esfuerzo genuinamente democrático: por un lado nos permite creer en la posibilidad de un cine fuera de la industria, prácticamente sin fondos, y por el otro nos deja ver hacia el exterior de todo eso que ya consideramos el cine mexicano convencional: las masacres, los abandonos, el privilegio. En ese sentido, cada película de Hernández es intensamente política, y aunque Agua caliente no lo parezca, es un manifiesto. Su pronunciamiento es a favor de la ternura, el juego, la convivencia, el cariño: la cotidianidad que el espectáculo nos quita pero que, puesta en una pantalla de cine, se hace arte.
¿En dónde se puede ver Agua caliente en México?
La cinta está exhibida en las salas de la Cineteca Nacional.
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El cine mexicano lleva años plagado de masacres, abandonos y clasismo; en ese entorno se agradece la mirada intimista del cineasta Diego Hernández.
Cuando se encontraba en la campaña promocional de Banda aparte (Bande à part, 1964), el cineasta de cineastas, Jean-Luc Godard, explicó que se trataba de su película complaciente, pensada para ser distribuida por Columbia (solemos olvidar que Godard fue un cineasta de industria) y que vendiera incontables boletos. En una entrevista remitió a uno de los pioneros del cine para justificar su ligereza: “‘¿Qué quieren los espectadores?’ se preguntó [D.W.] Griffith. ‘Una muchacha y una pistola’”. Con el tiempo, el aforismo evolucionó y se le atribuyó a Godard. En los sitios de frases célebres uno puede encontrar algo más o menos así:
Lo único que se necesita para hacer una película es una muchacha y una pistola.
El resultado de la mutación que salió de la cita original fue inspirar a los jóvenes a hacer cine, independientemente de escuelas y grandes presupuestos, aunque el contexto de Godard era más a la defensiva. Con los años, el propio director albergaría un sentido más ambiguo en su inabarcable Histoire(s) du cinéma (1988-1999). En el episodio 1(a) aparece la frase, todavía más simplificada: “A FILM IS A GIRL AND A GUN”, o “UNA PELÍCULA ES UNA MUCHACHA Y UNA PISTOLA”. ¿Se trata de la misma intención inspiradora o es un símbolo del voyerismo que motiva a los espectadores, codiciosos de sexo y violencia?
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Considerando que para Godard el futuro de la imagen partía del cine amateur, más que inspiración deberíamos encontrar en la cita un llamado a las armas que, en el cine mexicano, Diego Hernández ha respondido con éxito desde hace tiempo, pero sobre todo con algo más importante: la franqueza. Viendo películas como Los fundadores (2021), Agua caliente (2022) y El mirador (2023), uno se percata de que no es necesario tanto melodrama como el propuesto por Godard, sino algo más inmediato: una familia, unos amigos, una cámara y tal vez una perrita. Lo que haya en casa es suficiente materia para hacer cine.
Hernández no es el único ni tampoco el primero: ahí están las películas del consumado James Benning o del joven Vadim Kostrov; el cineasta mexicano tiene mucho en común con ellos, especialmente en Agua caliente, apenas estrenada. La película muestra la vida del director durante la pandemia. Usarse a uno mismo como actor es una técnica común en el cine de vanguardia, a veces por inscribirse en la obra y denotar la autoría, como en el caso de Chantal Akerman; en otras, como algunas películas de Valie Export, se usa la propia presencia, el cuerpo de uno, como escenario de un performance, pero en el caso de Hernández tiene que ver con —de nuevo— los recursos a la mano y la intimidad deseada. Cada cineasta hace las películas que ella o él o elle es porque, incluso al mentir, las ficciones dicen algo de quien las fabrica. No parece el caso de Hernández, que capta su convivencia durante la pandemia de covid-19 con su madre, también interpretada por sí misma; ambos son acompañados por Luna, su mascota, y en ocasiones por Melissa (Melissa Castañeda), la novia de Hernández y coproductora de Agua caliente.
El título de la película se refiere al mayor de los problemas cotidianos que enfrentan los protagonistas: un calentador que solo arroja agua hirviendo y que Diego intenta reparar viendo videos de YouTube. Un conflicto dramático de estas dimensiones nos habla sobre los intereses y patrones de las imágenes, que insisten en las presencias que damos por sentadas en la vida ordinaria. A menudo nos dicen que no debemos perder la capacidad de asombro, pero los propios defensores de ese lugar común se incomodan cuando una película parte de ello. Por ejemplo, cuando Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), el ambicioso retrato de una vida de lavar platos, hacer las compras y comer la cena en silencio, ganó el primer puesto en la lista de las mejores 100 películas de la historia, según la revista Sight and Sound, algunos críticos, escritores y otros cinéfilos reaccionarios, que incluyen a votantes y entrometidos, nos aclararon su idea del cine a partir de un berrinche: ¿cómo podía llegar tan lejos una película sin trama? Pero el cine no es el acto de narrar para evitar la fatiga de leer, sino la intrusión de una cámara en todo lo que no solemos observar.
Es tan cine el espectáculo de un helicóptero siendo vencido a pedradas por Rambo como las tareas de una casa y la convivencia de una madre tierna con su hijo cineasta, en Agua caliente. Es ahí donde Hernández se vincula con Benning, creador de películas en las que los objetos y los espacios (las nubes, un eclipse, su departamento) son suficientes para hacer cine. La pregunta de por qué ver una película como 10 Skies (2004), que en su título describe todo su montaje, se responde preguntando: ¿por qué ir al museo a ver unos cielos de Turner o de Velasco, si basta con voltear hacia arriba? Lo que importa en el arte no es el objeto, sino la mirada que lo describe, y es en la ternura de Hernández, en sus juegos con la ilusión de realidad, y en el humor cotidiano, que brota su identidad.
Te recomendamos leer: Mickey 17, de Bong Joon-ho: excéntrica, multipolar y sobrecargada
Agua caliente es más quieta que Los fundadores, aquella sobre una huelga universitaria, la producción de una obra de teatro e imágenes del trabajo que le restan la sensibilidad melodramática, aburguesada al cine mexicano, aferrado a verlo solamente como tortura. En esta otra película, Diego repara unas escaleras porque según Graciela (Graciela Rodríguez), su madre, se han metido ratones por un boquete: la significación de Los fundadores cambia porque no vemos el trabajo como un aspecto sencillamente rutinario, sino como un acto de amor. Diego y su madre son poco expresivos, no de una manera minimalista, sino tímida, pero a lo largo de Agua caliente los vemos darse pequeños obsequios, ya sea la reparación, un agua de pepino recién hecha o unos cubrebocas tejidos con tela de piyama porque de calzón no pueden ser.

Las ocurrencias de doña Graciela son las que en general dotan a Agua caliente de su tono humorístico. Como buena madre mexicana, le prohíbe a Diego reparar el calentador por su cuenta, no lo vaya a descomponer más de lo que ya está. Su añoranza más grande en el encierro, le explica a Diego, es la estética, donde planea ir corriendo cuando acabe la pandemia. Justo antes de una visita de Melissa, Graciela le hace un pastel desastroso que aprovecha su hijo para una broma. Nada de esto parece escrito, sino capturado espontáneamente por Hernández, que aprovecha cada momento frente a la presencia invisible de la cámara para captar sus escenas. Si bien hay instantes de entrevista, podemos confiar en que los diálogos son todos orgánicos, pero hay situaciones claramente falsas y ahí se disuelve la tenue frontera entre la ficción y el documental. Hernández acomoda la cámara en varias ocasiones y deja esos instantes en el metraje para recordarnos que frente a nosotros se dibuja una ilusión, pero es difícil asumir que sea falso el discurso de Graciela cuando discute el hipotético matrimonio de Diego: “Donde quiera que estés, yo te voy a querer mucho”, le dice. Las palabras sin mucha forma poética pero dotadas de la sinceridad que precisan los versos, expresan un amor que se hace trama de película y sostiene, de forma ambivalente, lo real y lo fabricado.
En el panorama actual, el cine de Hernández representa un esfuerzo genuinamente democrático: por un lado nos permite creer en la posibilidad de un cine fuera de la industria, prácticamente sin fondos, y por el otro nos deja ver hacia el exterior de todo eso que ya consideramos el cine mexicano convencional: las masacres, los abandonos, el privilegio. En ese sentido, cada película de Hernández es intensamente política, y aunque Agua caliente no lo parezca, es un manifiesto. Su pronunciamiento es a favor de la ternura, el juego, la convivencia, el cariño: la cotidianidad que el espectáculo nos quita pero que, puesta en una pantalla de cine, se hace arte.
¿En dónde se puede ver Agua caliente en México?
La cinta está exhibida en las salas de la Cineteca Nacional.
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Cuando se encontraba en la campaña promocional de Banda aparte (Bande à part, 1964), el cineasta de cineastas, Jean-Luc Godard, explicó que se trataba de su película complaciente, pensada para ser distribuida por Columbia (solemos olvidar que Godard fue un cineasta de industria) y que vendiera incontables boletos. En una entrevista remitió a uno de los pioneros del cine para justificar su ligereza: “‘¿Qué quieren los espectadores?’ se preguntó [D.W.] Griffith. ‘Una muchacha y una pistola’”. Con el tiempo, el aforismo evolucionó y se le atribuyó a Godard. En los sitios de frases célebres uno puede encontrar algo más o menos así:
Lo único que se necesita para hacer una película es una muchacha y una pistola.
El resultado de la mutación que salió de la cita original fue inspirar a los jóvenes a hacer cine, independientemente de escuelas y grandes presupuestos, aunque el contexto de Godard era más a la defensiva. Con los años, el propio director albergaría un sentido más ambiguo en su inabarcable Histoire(s) du cinéma (1988-1999). En el episodio 1(a) aparece la frase, todavía más simplificada: “A FILM IS A GIRL AND A GUN”, o “UNA PELÍCULA ES UNA MUCHACHA Y UNA PISTOLA”. ¿Se trata de la misma intención inspiradora o es un símbolo del voyerismo que motiva a los espectadores, codiciosos de sexo y violencia?
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Considerando que para Godard el futuro de la imagen partía del cine amateur, más que inspiración deberíamos encontrar en la cita un llamado a las armas que, en el cine mexicano, Diego Hernández ha respondido con éxito desde hace tiempo, pero sobre todo con algo más importante: la franqueza. Viendo películas como Los fundadores (2021), Agua caliente (2022) y El mirador (2023), uno se percata de que no es necesario tanto melodrama como el propuesto por Godard, sino algo más inmediato: una familia, unos amigos, una cámara y tal vez una perrita. Lo que haya en casa es suficiente materia para hacer cine.
Hernández no es el único ni tampoco el primero: ahí están las películas del consumado James Benning o del joven Vadim Kostrov; el cineasta mexicano tiene mucho en común con ellos, especialmente en Agua caliente, apenas estrenada. La película muestra la vida del director durante la pandemia. Usarse a uno mismo como actor es una técnica común en el cine de vanguardia, a veces por inscribirse en la obra y denotar la autoría, como en el caso de Chantal Akerman; en otras, como algunas películas de Valie Export, se usa la propia presencia, el cuerpo de uno, como escenario de un performance, pero en el caso de Hernández tiene que ver con —de nuevo— los recursos a la mano y la intimidad deseada. Cada cineasta hace las películas que ella o él o elle es porque, incluso al mentir, las ficciones dicen algo de quien las fabrica. No parece el caso de Hernández, que capta su convivencia durante la pandemia de covid-19 con su madre, también interpretada por sí misma; ambos son acompañados por Luna, su mascota, y en ocasiones por Melissa (Melissa Castañeda), la novia de Hernández y coproductora de Agua caliente.
El título de la película se refiere al mayor de los problemas cotidianos que enfrentan los protagonistas: un calentador que solo arroja agua hirviendo y que Diego intenta reparar viendo videos de YouTube. Un conflicto dramático de estas dimensiones nos habla sobre los intereses y patrones de las imágenes, que insisten en las presencias que damos por sentadas en la vida ordinaria. A menudo nos dicen que no debemos perder la capacidad de asombro, pero los propios defensores de ese lugar común se incomodan cuando una película parte de ello. Por ejemplo, cuando Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), el ambicioso retrato de una vida de lavar platos, hacer las compras y comer la cena en silencio, ganó el primer puesto en la lista de las mejores 100 películas de la historia, según la revista Sight and Sound, algunos críticos, escritores y otros cinéfilos reaccionarios, que incluyen a votantes y entrometidos, nos aclararon su idea del cine a partir de un berrinche: ¿cómo podía llegar tan lejos una película sin trama? Pero el cine no es el acto de narrar para evitar la fatiga de leer, sino la intrusión de una cámara en todo lo que no solemos observar.
Es tan cine el espectáculo de un helicóptero siendo vencido a pedradas por Rambo como las tareas de una casa y la convivencia de una madre tierna con su hijo cineasta, en Agua caliente. Es ahí donde Hernández se vincula con Benning, creador de películas en las que los objetos y los espacios (las nubes, un eclipse, su departamento) son suficientes para hacer cine. La pregunta de por qué ver una película como 10 Skies (2004), que en su título describe todo su montaje, se responde preguntando: ¿por qué ir al museo a ver unos cielos de Turner o de Velasco, si basta con voltear hacia arriba? Lo que importa en el arte no es el objeto, sino la mirada que lo describe, y es en la ternura de Hernández, en sus juegos con la ilusión de realidad, y en el humor cotidiano, que brota su identidad.
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Agua caliente es más quieta que Los fundadores, aquella sobre una huelga universitaria, la producción de una obra de teatro e imágenes del trabajo que le restan la sensibilidad melodramática, aburguesada al cine mexicano, aferrado a verlo solamente como tortura. En esta otra película, Diego repara unas escaleras porque según Graciela (Graciela Rodríguez), su madre, se han metido ratones por un boquete: la significación de Los fundadores cambia porque no vemos el trabajo como un aspecto sencillamente rutinario, sino como un acto de amor. Diego y su madre son poco expresivos, no de una manera minimalista, sino tímida, pero a lo largo de Agua caliente los vemos darse pequeños obsequios, ya sea la reparación, un agua de pepino recién hecha o unos cubrebocas tejidos con tela de piyama porque de calzón no pueden ser.

Las ocurrencias de doña Graciela son las que en general dotan a Agua caliente de su tono humorístico. Como buena madre mexicana, le prohíbe a Diego reparar el calentador por su cuenta, no lo vaya a descomponer más de lo que ya está. Su añoranza más grande en el encierro, le explica a Diego, es la estética, donde planea ir corriendo cuando acabe la pandemia. Justo antes de una visita de Melissa, Graciela le hace un pastel desastroso que aprovecha su hijo para una broma. Nada de esto parece escrito, sino capturado espontáneamente por Hernández, que aprovecha cada momento frente a la presencia invisible de la cámara para captar sus escenas. Si bien hay instantes de entrevista, podemos confiar en que los diálogos son todos orgánicos, pero hay situaciones claramente falsas y ahí se disuelve la tenue frontera entre la ficción y el documental. Hernández acomoda la cámara en varias ocasiones y deja esos instantes en el metraje para recordarnos que frente a nosotros se dibuja una ilusión, pero es difícil asumir que sea falso el discurso de Graciela cuando discute el hipotético matrimonio de Diego: “Donde quiera que estés, yo te voy a querer mucho”, le dice. Las palabras sin mucha forma poética pero dotadas de la sinceridad que precisan los versos, expresan un amor que se hace trama de película y sostiene, de forma ambivalente, lo real y lo fabricado.
En el panorama actual, el cine de Hernández representa un esfuerzo genuinamente democrático: por un lado nos permite creer en la posibilidad de un cine fuera de la industria, prácticamente sin fondos, y por el otro nos deja ver hacia el exterior de todo eso que ya consideramos el cine mexicano convencional: las masacres, los abandonos, el privilegio. En ese sentido, cada película de Hernández es intensamente política, y aunque Agua caliente no lo parezca, es un manifiesto. Su pronunciamiento es a favor de la ternura, el juego, la convivencia, el cariño: la cotidianidad que el espectáculo nos quita pero que, puesta en una pantalla de cine, se hace arte.
¿En dónde se puede ver Agua caliente en México?
La cinta está exhibida en las salas de la Cineteca Nacional.
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