https://youtu.be/n_nAu4DY8Fc
No estaba preparado para mi último arresto domiciliario en Cuba. No lo estaba porque de alguna manera, en mi cabeza, ya yo me había ido de Cuba en el momento en el que varios agentes y policías cercaron mi casa para evitar que saliera a cubrir las protestas del pasado 15 de noviembre.
Ese pasaje me trajo de vuelta a la realidad: seguía en la isla.
Los días siguientes fueron una crisis aguda de angustia y ansiedad, un malestar que nunca antes mi cuerpo había sentido. Mi cabeza dejó de funcionar y mi accionar lo asumió una rabia incontenible. Luego supe por mi terapeuta que la rabia es la otra cara de la tristeza.
Desde junio de 2016 sobre mí pesaba una regulación migratoria del régimen cubano que me impedía viajar al extranjero. “Regulación migratoria” es el término que se inventó el castrismo para castigar por razones políticas a los individuos que le son incómodos y mediante esta disposición impide el mayor anhelo —sin tomar en cuenta el fin de la dictadura— de los cubanos: salir del país. No es que los cubanos sueñen con viajar más que el resto de los habitantes de este planeta, es que es la única forma que tienen de progresar, o de respirar, para luego volver con el tanque cargado a sumergirse en el pozo oscuro del totalitarismo.
Durante más de cinco años esa fue la estrategia del gobierno para empujarme a que dejara de hacer periodismo, o al menos la que más me lastimó. Incluso por encima de los frecuentes arrestos domiciliarios, de los interrogatorios arbitrarios, de los secuestros exprés, del acoso a mi familia y amigos, de las amenazas de cárcel, de los descréditos en los medios oficialistas y de la intervención de mi comunicación privada. Esa especie de prisión política dentro de la isla, donde los periodistas independientes reciben trato de terroristas, la violación al derecho que tenemos todos los ciudadanos a la libre movilidad, hizo que viviera todo este tiempo con la frustración de no conocer otra realidad que no fuese la cubana.
Antes de entrar en 2016 a esa “maldita lista”, que según el Instituto Patmos tiene 247 personas —fue actualizada por útlima vez en marzo de 2020—, no había salido del país porque no fue hasta 2013 que los cubanos pudieron viajar libremente. Antes de eso, para salir de Cuba había que pedir un “permiso” de viaje al gobierno y era este quien decidía quién lo hacía y quién no. Cuando se liberó el derecho a viajar, el pasaporte costaba unos 100 dólares. Una cifra inalcanzable para mí en ese instante, en el cual ganaba en la revista OnCuba, unos tres dólares por nota.
El arma represiva favorita del castrismo contra la sociedad civil durante las dos últimas décadas fue la regulación migratoria. Pero tanto la utilizaron que terminaron boicotéandose al haber enlatado a tanta gente indignada — ya con el arma de internet en sus manos— dentro del país. Un día la olla de presión estalló y de ahí nacieron las mayores protestas populares antigobierno en los 63 años de castrismo. Al ver al país en las calles y no poder maquillar el descontento de toda la nación, al régimen no le quedo de otra que cambiar su estrategia represiva: ahora su libreto es vaciar la isla de inconformidad, en vez de acumularla. Libertad a cambio de exilio. De este modo, casi toda la sociedad civil contestataria que se formó a partir de la llegada de internet en 2015, ha tenido que salir del país de manera forzosa y los que no lo han hecho, se encuentran o en cárceles o maniatados por los tentáculos de gobierno.
Después de presenciar sólo como espectador el desfile de artistas, disidentes, activistas y colegas de profesión, que se largaron en masa en los últimos meses, llegué a pensar que el régimen nunca iba a dar su brazo a torcer para liberarme. No porque algo en particular me lo insinuara, sino porque se suele pensar que las peores desgracias le tocan a uno mismo.
Semanas atrás una llamada sin identificación entró en mi teléfono. Un hombre que ni siquiera se presentó, me gritaba. No entendía nada de lo que decía. Iba a colgar cuando escuché la palabra "pasaporte". En ese instante recordé que las veces que la Seguridad del Estado —órgano represor del castrismo— me ha llamado por teléfono para amenazarme o para citarme a interrogatorio en unidades policiales, las llamadas siempre vienen de números no identificados. Entonces, le pregunté al hombre que quién era. A lo que respondió con más gritos de los que sólo pude descifrar la frase: “¿tú no entiendes?, ¡que ya puedes tener pasaporte, que ya puedes ir a buscarlo!”. Después de escuchar eso no supe qué decir y a mi silencio el hombre respondió con una pregunta: “¿no me vas a dar las gracias?”. No le tengo que dar las gracias a nadie por un derecho que me han robado, dije. Y colgué.
Me senté en la sala de la casa. No estaba ni contento ni sorprendido. Sencillamente estaba procesando aquel pasaje que, aunque había esperado tanto, ahora tocaba digerir. Quizás, si aquel hombre no me hubiera hecho la pregunta, todo hubiera encajado mejor en mí. Pero ese “¿no me vas a dar las gracias?” me hizo sentirme como un miserable, como un esclavo, como una persona aplastada, como, en definitiva, ellos —el régimen— clasifican a los “contrarrevolucionarios”: un gusano.
La vida en Cuba es un absurdo y a uno no le queda más que asumir o adaptarse a esa demencia. Los cubanos tenemos naturalizada la opresión. Para que lo comprueben, vuelvan hasta la primera oración de este texto y léanla de nuevo. Es esta: No estaba preparado para mi último arresto domiciliario en Cuba. Quien escribe algo así ya tiene asumido como normal que cualquier día puedes amanecer en prisión domiciliaria de manera arbitraria. Quien escribe algo así lo hace desde el total desamparo legal. Quien escribe algo así lo hace para desahogarse y denunciar semejante atropello, porque escribir es lo único que le queda para defenderse.
De hecho, la idea de esta columna, que nació en junio de 2018, era precisamente esa: narrar mis vivencias al estar atrapado en la isla. Mi editora, Alejandra González Romo, fue la de la idea y le estaré eternamente agradecido porque escribir sobre mis pesares me dio la posibilidad de vivirlos de otra manera. Cuando me hizo la propuesta, le dije que “Desde el malecón” (en este link pueden leer el primer texto) duraría hasta que saliera por primera vez de Cuba, que una vez pusiera un pie en otro lugar, habría que cerrar este repositorio de mi vida.
Seguiré escribiendo en Gatopardo, pero ya no sobre mi encierro, esa habitación la dejaré clausurada y pasaré a otra.
Días después de la llamada decidí ir a una de las oficinas del Ministerio del Interior donde se tramitan los pasaportes. Quería comprobar si era cierto que ya no estaba “regulado”. En ese momento Cuba tenía aún impuesto un toque de queda por la pandemia que duraba de 9:00 pm a 5:00 am. Salí de casa antes de las 5:00 am con un poco de café en un vaso desechable. A esa hora ya había mucha gente amontonándose afuera de las tiendas y mercados para ser los primeros en comprar lo poco que hay en oferta. Llegué a la oficina a las 5:10 am y fui el sexto en llegar. Poco a poco las inmediaciones del lugar se fueron abarrotando de personas que, como yo, querían sacar su pasaporte o prorrogarlo para escapar del estado —medieval— del país. A las 8:00 am llegó mi turno de pasar. Estaba escéptico cuando una señora soñolienta me pidió mi carnet de identidad e introdujo mis datos en una computadora. Otras veces había pasado por aquí y siempre me habían dicho que estaba “regulado” y que no podía hacerme el pasaporte. Esta vez, después de bostezar, la señora, sin levantar la vista, estiró mi carnet de identidad y me dijo: “pasa a la otra sala para que te tomen las huellas dactilares”. Eso significaba que ya estaba dentro el proceso, que era cierto lo que dijo el hombre de los gritos. Terminé con algo de alegría todos los trámites. Y me dijeron que en quince días regresara a buscar mi pasaporte.
En quince días regresé. Me levanté poco antes de las 5:00 am de nuevo y salí de casa con café. Esta vez empecé más atrás en la fila. Cuando mencionaron mi nombre y me acerqué a la casilla y un hombre me entregó aquel librito azul que dice por fuera República de Cuba, no lo podía creer. Lo increíble era que esas hojas encuadernadas me significaran tanto.
Unos pocos días después recibí una invitación de los Países Bajos para dar una serie de conferencias y talleres en Ámsterdam sobre periodismo y libertad de expresión. Como este, a lo largo de todos los años anteriores había recibido montones de invitaciones a las que nunca pude asistir. En alguna medida, la depresión que padezco empezó por ahí: al ver que no podía acudir a cursos y talleres que podían ayudar a mi desarrollo profesional, al ver a la gente con libertad disfrutando en festivales y foros, al ver a la gente respirar fuera de Cuba.
Llegué a la embajada neerlandesa y me hicieron pasar. Habíamos unos pocos esperando para aplicar al visado. Cuando estaban atendiendo a la mujer que iba delante de mí, un funcionario me dijo que pasara al baño a lavarme las manos antes de ir a la casilla a entregar mis documentos. Era parte del protocolo sanitario que la embajada estaba implementado por la pandemia. Entré al baño y sentí por primera vez que no estaba en Cuba. Nunca antes había estado en un baño tan grande, tan lindo. Era un espacio amplísimo con un inodoro en una esquina y un lavamanos en otra. El piso brillaba al punto que reflejaba de manera nítida mi imagen y no necesitaba mirarme al espejo que estaba colgado en una de las paredes. El lugar olía a cualquier cosa menos a un baño. Me lavé las manos y, para mi sorpresa, no vi con qué secármelas. Descubrí de pronto un artefacto plástico que estaba en uno de los costados del lavamanos e intuí que eso podría ser el objeto que sale en las películas y que echa aire para secar las manos. No supe cómo hacerlo accionar, le di hasta unos golpes por encima, supongo que recordé mi infancia cuando los televisores en blanco y negro perdían la señal y uno se levantaba del asiento a pegarle en la carcasa para que se compusiera la imagen. Estuve tanto rato intentando secarme las manos que el funcionario tocó a la puerta y dijo desde afuera: señor, ya puede pasar. Escuchar esas palabras me pusó nervioso y la solución apresurada que encontré fue tomar el rollo de papel sanitario para secarme las manos. Cada uno de mis dedos quedó entizado de papel, mis manos parecían las de una momia acabada de desenterrar. Salí del baño y me presenté en la casilla de trámites.
Me atendió una muchacha súper amable que debe haber visto mi rostro nervioso porque sus primeras palabras fueron: “¿es tu primera vez?”. Después de responderle algunas preguntas y entregarle los documentos que me requirió, me pidió colocar mis dedos en un scanner de huellas dactilares. Cuando lo hice, el aparato se apagó. Mis dedos estaban húmedos y con pedazos de papel. La muchacha amable no entendía qué pasaba y yo le decía que yo tampoco, escondiendo las manos detrás de mi cuerpo. Aproveché que ella se levantó y comenzó a andar en el aparato para limpiarme en el pantalón las manos. Al rato, el scanner volvió a encender. Por suerte, la segunda vez funcionó.
Salí de la embajada con la extraña sensación de estar viviendo mis últimos días en Cuba. No es una decisión definitiva, pero sí decidí que me voy por un tiempo largo. Necesito, sobre todas las cosas, cuidar mi salud mental ahora y sanar todas las heridas que el castrismo le ha causado a mi cuerpo. El último tiempo que pasé ahí ha sido muy duro. Ni siquiera por la represión del régimen, ya dije que, tristemente, hasta a eso uno se acostumbra. Lo más duro ha sido la soledad: ver marcharse a todos mis amigos, los del barrio, los de la universidad, los colegas y ver alejarse, por no verse implicados en mis represalias, a los pocos que se quedaron.
Durante meses solamente tenía para hablar a mi familia cercana, más nadie, porque no tenía con quién hacerlo. Lo único que hacía además de eso, era salir a correr y a caminar. Andar por las calles de un país de fantasmas.
Cuando más solo me sentí, fue después de las 72 horas que duró el último arresto domiciliario. Los ataques de ansiedad me estaban acorralando y necesitaba tomar aire, conversar con alguien que no fuera mi familia, porque los ataques de ansiedad cuando son graves no sólo te afectan a ti, sino a todos los que te rodean. Salí a caminar sin rumbo y de pronto descubrí que estaba delante del estadio José Martí. Es una instalación deportiva que se encuentra frente al malecón de La Habana y que está en ruinas. Allí era donde cada semana los amigos de la universidad jugábamos fútbol. Le pedí permiso al custodio de turno para pasar, porque está prohibido el acceso por su estado calamitoso. Con cuidado, me subí a las gradas y me senté un rato allí a contemplar el terreno abandonado y el graderío hecho añicos. Hice un par de fotos para el recuerdo y me fui. Saliendo por la puerta, el custodio me dijo: “esto es un cementerio, hermano”.
Unas horas luego, el viaje a Ámsterdam fue pospuesto para febrero por varios contratiempos. Una vez más, el destino me negaba la salida. El golpe fue un mazazo que agudizó mi mal estado mental. Desde semanas atrás, como no tenía de quién despedirme en La Habana, había comenzado a despedirme de la propia ciudad. Salía todas las mañanas y todas las tardes a esos lugares clichés a los que sólo van turistas —aprovechando que ahora no hay por la pandemia— para verlos por última vez y al regreso siempre me sentaba un rato en el malecón, mi lugar preferido de Cuba. Ya estaba en la rampa de salida y ahora me volvían a detener. Sentía como si algo sobrehumano no quisiese que saliera de la isla y que me quedará varado allí para siempre. Por primera vez en mi vida tuve que tomar antidepresivos y ansiolíticos. Estaba destrozado.
Lo peor eran las noches: me las pasaba soñando, imágenes tras imágenes, pasajes tras pasajes, todos aislados y todos relacionados con estar encerrado, con no poder escapar, con mi familia, una locura total. Me levantaba en medio de la madrugada sudando, agitado y ya luego no podía volver a dormir por miedo a volver a soñar esas escenas desagradables.
Con la visa estampada en mi pasaporte y con la amenaza del avance en el mundo de la variante ómicron, decidí entonces irme a España a esperar allí que llegue el evento de febrero en Países Bajos. Tenía miedo de que las fronteras volvieran a cerrarse y quedarme atrapado una vez más. Cada segundo más en la isla era algo contra lo que tenía que luchar con los dientes apretados.
El día que me cambiaría la vida llegué al aeropuerto y en la puerta me topé a varios agentes de la Seguridad del Estado haciéndose pasar por civiles. Los reconocí porque me seguían a pocos metros de distancia desde que me bajé del taxi y porque uno de ellos fue el agente que en noviembre me indicó que estaba en arresto domiciliario. Los tipos además de seguirme no dejaban de hablar por teléfono. Eso me puso nervioso y pensé por un momento que no me dejarían salir. Un valor añadido a mi inexperiencia en aeropuertos.
En la aduana hice que toda la fila se amontonara detrás de mí porque no sabía que tenía que sacarme de encima todos los artefactos tecnológicos y metálicos y coloqué mis cosas en varias cajitas plásticas en vez de en una. Después salí corriendo detrás de ellas porque pensaba que una vez que pasaran el tunelcillo caerían al suelo, lo que hizo que mucha gente se riera de mí. Tampoco sabía que tenía que pasar por el arco de rayos X y al irme por un costado los aduaneros me tomaron de la mano para indicarme por dónde debía cruzar. Por suerte ya en el salón de espera logré relajarme un poco. Cuando llegó la hora de abordar el avión y me asumí dentro, supe que lo había logrado.
No es lo mismo salir de Cuba que salir de cualquier otro país por primera vez. Salir de Cuba es caer en el mundo, comprobar que se vivió una isla secuestrada por un sistema político que ha provocado que el país permanezca en algún punto del siglo XX. Ser cubano es una condición ardua. Eso fue lo primero que sentí nada más puse un pie en el aeropuerto de Madrid: abrir la puerta de otro mundo.
En la capital española hice una escala para viajar a Barcelona, donde estoy ahora. Desde que llegué siento que soy un cuerpo etéreo. Estoy como eclipsado, abrumado por tantas sensaciones extrañas que me están comiendo la cabeza. Tengo nauseas todo el tiempo, la sien me quiere estallar. Hay momentos en los que me siento demasiado volátil, en los que soy un zombi. Todo lo que veo me parece lejano y surreal, como si estuviera dentro de una película.
Después de una semana entendí a qué se debe ese dolor de cabeza: mis ojos no descansan, lo miran todo, cada detalle. Voy por la calle y observo cada bar, cada cafetería, cada restaurante, los letreros enormes y a colores, cada tienda, cada negocio, cada edificio, cada persona, cada persona y su ropa distinta, cada persona y el idioma que habla. Estar tan pendiente de tanta información, me tiene embelesado. Mis ojos, que vienen de una realidad gris y monolítica, una realidad donde no hay variedad, están sobrecargados.
Cuando entré por primera vez a una librería en el barrio El Raval. Los estantes atestados de títulos del piso al techo y los muchos salones repletos de esos estantes, me dieron miedo. Intentaba leer los títulos y no podía. Las letras me brincaban, la vista se me diluía. De pronto, tuve la sensación que uno de esos estantes podría venirse abajo y aplastarme. Salí corriendo. Hui con el corazón sobresaltado. Me senté afuera en un banco y mirando unas palomas, me di cuenta que lo que me había pasado dentro de la librería, ese pasaje puntual, era lo que me estaba pasando con todo este nuevo mundo.
Es la primera vez que soy un extranjero. Y me siento tan extranjero, tan distante de la realidad que estoy pisando, que quizás nunca llegue a formar parte de este mundo.
Me le quedo mirando a la gente en plena calle como si fueran animales exóticos. No sé muy bien qué es lo que me llama la atención, aunque creo que es cómo visten. Porque es muy contrastante a cómo la gente viste en Cuba. Obvio, si la gente no tiene ni para comer, qué va a tener para vestir. También me impresionan muchos los perros. Perros de unas razas que sólo había visto en películas. Le dije esto a un amigo de la universidad que hacía más de siete años que no veía y que está acá en Barcelona y me dijo: “la diferencia no es tanto las razas de los perros, sino que los perros de aquí son nobles y los de Cuba están siempre cargaos —agresivos en jerga de barrio cubano—.
Estoy tan agobiado que he perdido el apetito —y creo que peso también—. No como, no tengo ganas de ingerir alimentos. Siempre pensé que cuando me enfrentara a estos mercados gigantes, a estas tiendas, me lanzaría de clavado en la comida. Porque si algo padecemos los cubanos es la escasez. En Cuba o no se come o se come muy mal. Pero es tan impresionante la variedad y la cantidad de cosas que hay aquí, que mi cuerpo ha optado por lo contrario: por querer nada. Las dos o tres veces que he entrado a un mercado de comida he terminado mirando el piso y apurando el paso para escapar. Me aturde esa cantidad de todo. Vengo de un lugar donde uno come lo que aparece y aún estoy procesando cómo elegir entre tantos yogures, entre tantos jugos, entre tanto todo.
Lo mismo me ha sucedido con las tiendas. Estamos en invierno y yo no tenía ropa para este clima, porque el invierno del caribe es de 25 grados Celsius. La ropa que visto ahora es prestada y seguiré con ella hasta que pueda tomar valor para entrar en una tienda a elegir alguna que otra prenda. Digo valor porque le temo a las tiendas. He pasado por fuera de muchas, caminando, y sólo me atrevo a mirarlas de reojo. Me intimida tanto producto, tanto maniquí.
En una semana casi me han atropellado ya tres veces. Me ha faltado poco para ser víctima de una bicicleta o de un moto patín —en Cuba sería una carriola eléctrica—. No sabía que existía un carril exclusivo para ciclos y he caminado por ellos. En cambio, menos me costó descubrir que en cada calle hay un semáforo peatonal, incluso en las callecitas pequeñas. Aunque cruzar las avenidas grandes aún me cuesta, porque cuando aparece la luz verde y de cada lado de la avenida sale disparada el montón de gente que espera para cruzar, termino chocando con las personas, porque no estoy adaptado a ver venir a alguien de frente y no moverme. Me cuesta mantener mi paso en línea recta si viene alguien hacia mí, entonces, en medio de la avenida comienzo a esquivar personas y me descubro enredado en una marejada de cuerpos que me miran con cara de: “y este hombre qué hace”.
Hace un par de días un amigo me invitó a su casa a tomar unos tragos en la noche. Aproveché la ocasión para atreverme a montar solo en el metro sin que nadie me ayudara: una especie de challenge. Bajé las escaleras, me cercioré hacia dónde iba y me dispuse a entrar. La tarjeta de transporte no me funcionaba. No sabía por qué. La gente pasaba como bólido por mi costado y metía la tarjeta por debajo de la máquina, yo lo estaba haciendo por encima. Cuando logré hacerlo bien, la máquina succionó mi tarjeta a una velocidad que me asustó. Sentí como si un perro me tirara una mordida, brinqué. Luego, me demoré tanto en reaccionar que la puerta se cerró y ya la máquina había cobrado la entrada. Intenté pasar por alguna de las otras entradillas, pero para eso hay que esperar 15 minutos —cosa que supe después—. Fui a la cabina de atención —espero que se llame así— y le expliqué a una señora lo que me había pasado. Ella entendió y con una tarjeta suya me abrió la entrada. Bajé las escaleras y enseguida llegó el metro. Pero me surgió la duda de si era realmente ese el que tenía que coger para ir a casa de mi amigo. Le pregunté a un hombre y me dijo que no era ese. Crucé hacia la dirección contraria de la estación por unas escaleras. Revisé el mapa y no encontré el destino al que iba. Me puse demasiado nervioso ahí, bajo tierra, y decidí salir a tomar un taxi.
En casa de mi amigo tomé varias cervezas y llegó la media noche. No quise que fuera tan tarde para regresar porque quería hacerlo por mis propios pies. Puse el Google Maps y salí. Por alguna razón el muñequito en el mapa se movía en sentido opuesto al que yo creía estar caminando. Recorrí durante quince minutos un mismo tramo: un paso peatonal que cruce de ida y vuelta un montón de veces. Yo caminaba hacia la izquierda y el avatar lo hacía hacia la derecha. Lo hacía a la derecha y el muñeco se movía a la izquierda. No había manera de emparejar el mapa a mi rumbo. Desesperado y molesto, grité al aire una obscenidad muy cubana. Un hombre y una mujer que pasaban por mi lado se detuvieron. “¿Cubano?”, me preguntaron. “Sí, estoy perdido”, les respondí apenado. Tomaron mi teléfono en sus manos y me indicaron cómo corregir el camino.
Me acompañaron unas cuadras en las que me contaron que hacía más de 10 años que no iban a la isla y que estaban pensando ir pronto.
Nos despedimos y sentí frío. Miré el teléfono para buscar la temperatura: 3 grados Celsius. Cuando volví a caminar, las luces de un cartel lumínico me encandilaron la vista. Decía: Vida nova. Era la publicidad de un vino.