Una serie de encuentros fortuitos atrajeron a Manuel Álvarez Bravo a la fotografía. Aunque en su familia había artistas y aficionados, la inquietud de capturar imágenes le llegó por sorpresa. Sin embargo, hoy no podríamos imaginarnos a la fotografía mexicana moderna sin él.
Álvarez Bravo, nacido el 4 de febrero de 1902, tuvo la fortuna de crecer en un entorno apegado al arte. Su abuelo fue un conocido retratista profesional y su padre era un académico con un profundo interés por la pintura, la escritura, el teatro y la fotografía. El inicio de la Revolución Mexicana lo llevó a encontrarse con escenarios que pocas veces había visto en su entorno familiar: muertos, heridos, disparos, etc. El clamor de la guerra había llegado hasta su casa en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
A los doce años, mientras el joven Álvarez Bravo estudiaba en el internado Patricio Saénz de Tlalpan, murió su padre, obligándolo a dejar la escuela y dedicarse a múltiples oficios para apoyar en la economía familiar. Fue empleado en una fábrica textil, burócrata en la Secretaría de Hacienda, e incluso estudió contabilidad para poder conseguir un empleo. Sin embargo, el arte lo llamó y decidió que lo mejor era estudiar en la Academia de San Carlos.
En 1923, Álvarez Bravo conoció al fotógrafo alemán Hugo Brehme, quien había llegado al país en 1905 y se especializó en fotografiar las distintas facciones que participaron en la Revolución. De su encuentro surgió un interés por capturar a los escenarios de nuestro país, su gente y sus situaciones. Un año después compró su primera cámara y empezó a experimentar con ella, valiéndose de sus conocimientos adquiridos en San Carlos, los consejos de Brehme y todo lo que había aprendido en suscripciones a revistas especializadas.
Como un pulido autodidacta, el joven fotógrafo involucró el pictorialismo, las estéticas modernas y el cubismo en su estilo, dotándolo de una mirada única. En 1925, Álvarez Bravo se casó con Lola Álvarez Bravo, también fotógrafa, e inició una carrera como fotógrafo independiente. Dos años después, conoció a una de las mujeres que lo habían cautivado e influido en su amor por la cámara, la fotógrafa italiana Tina Modotti, quién además de servir como una especie de mentora, lo introdujo en la escena fotográfica mexicana.
Tras ser deportada del país en 1930, Modotti le cedió su trabajo en la revista Mexican Folkways, permitiéndole acercarse al México ordinario, con sus increíbles texturas, colores y personajes. La publicación también le permitió acercarse a diversas figuras importantes del ámbito artístico mexicano, como Edward Weston, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera.
A lo largo de su vida, Álvarez Bravo capturó con su lente el crecimiento de un país violento y visualmente poético. “Manuel Álvarez Bravo es un hipersensible, de mentalidad incisiva y profunda, abierta a toda experiencia y propicia a toda inquietud” señaló Diego Rivera, quien también pasó por su cámara. “Por eso, la poesía discreta y profunda, la ironía desesperada y fina emanan de las fotos de Manuel Álvarez Bravo a modo de las partículas suspendidas en el aire, que hacen visibles un rayo de luz penetrando en un cuarto oscuro”.
El trabajo de Álvarez Bravo fue reconocido por el Premio Élias Sourasky en Artes, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Bellas Artes, la Condecoración oficial de la Orden de las Artes y Letras Francesas, el Premio Internacional de la Fundación Hasselblad y el Master en Fotografía del Centro Internacional de Fotografía. Además, presentó más de 150 exposiciones individuales, participó en 200 muestras colectivas y sirvió como mentor para figuras como la fotógrafa Graciela Iturbide.
Álvarez Bravo, reconocido por los críticos especializados por lograr expresar la esencia de México con una mirada humanista, falleció el 19 de octubre de 2002, a los cien años, dejando en su legado el testimonio de toda una nación.
*Fotografía de portada: El soñador, 1931, fotografía del maestro Manuel Alvarez Bravo (1902-2002) / vía Getty Images.
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