No items found.
No items found.
No items found.
No items found.

No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Desde Guatemala, Nicaragua y El Salvador llegan periodistas, activistas y abogados. Algunos huyen de los abusos de poder, otros de amenazas inminentes. En la Ciudad de México nace un espacio común, una casa para quienes escapan.
Afuera de su casa la vigilancia era constante. Policías apostados las 24 horas. Ella tenía arresto domiciliario desde hacía más de un año. El régimen nicaragüense la tildó de “terrorista”. Por eso en junio de 2021 decidió huir.
Se escondió en la cajuela del carro de un pariente. Mientras él abría las puertas de la cochera, los perros salieron corriendo. Todo era parte del plan. Cuando los policías estaban distraídos ayudando a capturar a los animales, el auto arrancó con las ventanas abiertas, sin levantar sospechas. Unas cuadras adelante ella salió de la cajuela, se puso al volante y pisó el acelerador.
Los policías la siguieron por varias calles hasta que logró perderlos. Se detuvo en una gasolinera, entró al baño, se cambió de ropa. Al salir la esperaba una motocicleta con las llaves puestas, tal como lo había planeado. Siguió manejando rumbo a la frontera con Honduras.
Pasó días escondida en casa de amigos, una madrugada decidió seguir. Caminó cinco horas hasta el río que marca la frontera con Honduras. Cruzó el cauce nadando. Ya estaba del otro lado, casi sentía alivio cuando topó de frente con un oficial de migración nicaragüense: No estaba en Honduras todavía, había fracasado. Se derrumbó al verse cansada y, además, descubierta.
—Todavía estás en Nicaragua. ¡Tenés que seguir caminando, Ivannia! ¡Te falta poquito! —dijo el oficial que la había reconocido.
—Ya no puedo… —Respondió ella, mareada, no entendía.
—Tenés que seguir caminando. Te falta poquito —Insistió él, fingiendo no haberla visto.
Estaba agotada, se dejó caer. Pocos minutos después apareció un bus rojo. Frenó y una mujer se asomó al abrirse la puerta.
–Sube, Ivannia. Me dijo el oficial que te llevara–, fueron las palabras de la conductora.
Y así, con hilos invisibles tejidos por desconocidos, Ivannia Álvarez logró huir de Nicaragua. Un país donde gobernó una revolución que hoy, deteriorada al absurdo, multiplicó presos políticos, despojó de su nacionalidad y expulsó del país a 135 personas, incluidos líderes históricos del mismo movimiento que le dio origen.
Como ella, cientos de personas de Nicaragua y otros países de Centroamérica han llegado a México en los últimos años. Activistas, abogados, periodistas, líderes políticos, agentes del Ministerio Público, fiscales. Huyen de la persecución política, de causas fabricadas en su contra, de procesos judiciales amañados, del rumor insistente de que podrían ser los siguientes en prisión. Se van también porque no soportan realidades políticas que sienten aplastantes.
Te puede interesar leer este perfil del presidente de Guatemala: La “nueva primavera” de Arévalo desafía el “pacto de corruptos”
No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Muchos han permanecido en silencio, hasta ahora ha sido una suerte de migración invisible. Algunos se nombran refugiados, otros diáspora, desterrados o exiliados, pero decenas de ellos están organizándose en un esfuerzo colectivo que llaman Casa Centroamérica.

{{ linea }}
Exilio, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es la separación de la persona de la tierra en donde vive. Sin embargo, la historia le ha dado otra carga: el exilio ha sido la huida de miles de personas por razones políticas desde la Guerra Civil española, las dictaduras de Sudamérica, el Conflicto Armado Interno en los años ochenta en Guatemala. Hay antecedentes hace dos siglos, cuando la Guerra Federal Centroamericana (1826-1929), pero sobre todo el número de personas exiliadas creció exponencialmente durante la segunda mitad del siglo XX. Y México tiene tradición de recibir a poblaciones exiliadas.
“El exilio —dice Gabriel Wer— más que categoría institucional es política”. En su concepción el exiliado tiene calidad de víctima, pero también de agencia. Mezclando conceptos teóricos, leyes, ejemplos, lleva la conversación hacia su idea favorita: diáspora.
Gabriel Wer está en varias pistas a la vez. Responde la entrevista sin dejar de teclear en su computadora y cada tanto contesta algo en su celular. No pierde el hilo de la conversación ni mucho menos la lucidez; cita datos y pausa todo cuando quiere ahondar en algo.
Tiene 42 años. Es licenciado en Administración y maestro en Literatura Hispanoamericana. Nació y creció en Guatemala. En el 2015, cuando su país se sacudía con un vendaval de esperanza justiciera que representaba la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala, la CICIG, comenzó a involucrarse en protestas y se convirtió en activista. Convocó por redes sociales con otras personas a quienes no conocía. Empezó una bola que fue creciendo hasta transformarse en las manifestaciones anticorrupción conocidas como #RenunciaYa. “Eso me metió en un torbellino. Nunca antes me había manifestado ni hecho activismo”, afirma.
Siguió y fundó organizaciones civiles y no gubernamentales como JusticiaYa e Instituto 25A. Fue tejiendo redes entre colectivos, un hacer con el que se sintió pleno. Ya no solo le preocupaba la corrupción sino también la justicia social. Se transformó en figura pública, politizada. Y llegaron las represalias. “Se metieron a mi Facebook, sacaron mis fotos, empezaron a decir que la CICIG pagaba mis vacaciones. Cuando JusticiaYa publicaba cosas, me llegaban coletazos de acoso, amenazas”.
Fueron años convulsos en su país. La presencia de la CICIG y el trabajo de abogados, fiscales y activistas llevaron a la cárcel a personas que hasta entonces se pensaban intocables, como el presidente Otto Pérez Molina, militares, empresarios e integrantes de las élites guatemaltecas.
En venganza, en el 2019 el gobierno expulsó a la CICIG y comenzó la cacería. Los investigadores internacionales abandonaron el país, los locales fueron perseguidos y a los activistas también se les complicó el panorama.

A Gabriel lo acusaron de ser uno de los artífices de una protesta que acabó con las ventanas del Congreso ardiendo en fuego. Algunas compañeras cercanas comenzaron a ser detenidas, a él le llegaron rumores de que iba a ser detenido. Luego hicieron memes con su imagen, difundieron información falsa de su familia y corrió el rumor de dos investigaciones judiciales en su contra.
En enero de 2022 dejó el país. “Ese día fue raro. Yo estaba convencidísimo de que venía por tres meses. Entonces no fue nada triste, sino una necesidad urgente de sentirme tranquilo porque me sentía muy inseguro. Mi papá me dijo: ʻYa no regreses, allá estarás mejorʼ”.
Así llegó a la Ciudad de México un domingo en la noche. Se tomó una cerveza con un amigo sin entender qué estaba ocurriendo. Después durmió mucho y un día, inquieto, tocó la puerta de Creatura, una consultoría donde trabajan personas que han sido solidarias con guatemaltecos. Empezó ahí un camino que lo trae hasta el proyecto que hoy lidera: Casa Centroamérica.
Te recomendamos leer el reportaje: Un hombre contra el sistema: la batalla legal de José Rubén Zamora en Guatemala.
Sintió que el presente de sus paisanos era parecido a la diáspora sudafricana durante el apartheid, cuando millones de personas emigraron a Estados Unidos, Reino Unido y otros países africanos sin poder regresar hasta que Nelson Mandela ganó la presidencia. Tomó una hoja en blanco y trazó el plan: intentar lo mismo que la diáspora sudafricana; no sólo sobrevivir, también convocar al pensamiento y diálogo, apostar a lo comunitario. Levantar desde los cimientos una casa donde quepan muchos exilios centroamericanos.
Hoy Gabriel y decenas de exiliados trabajan en la construcción de ese espacio. Editan un boletín con noticias de sus países. Han conseguido algunos fondos para talleres. Se reúnen para hablar, organizarse, sostenerse en el día a día.
Por ahora ocupan una oficina compartida en Creatura en la Colonia Roma, pero sueñan con tener una casa propia con cafetería y comida de sus países, e incluso habitaciones para recibir de emergencia a quien necesite quedarse. Una casa no como posesión sino como hogar-resguardo. También como mensaje: “Que sepan que existimos”.
Aún sin techo propio, Casa Centroamérica ya definió tres ejes: hacer comunidad y preservar la memoria de sus países; investigar patrones y causas del exilio, y cambiar la narrativa que los rodea. Quieren dejar de ser vistos como posibles pandilleros. “Afuera de la Comar, algunos vecinos pusieron carteles diciendo que no querían migrantes”, cuenta Gabriel.

{{ linea }}
Ivannia, que habla mucho hilando ideas con virajes caribeños, relata su vida desde una cafetería en la Narvarte, colonia que hoy llaman Little Managua porque allí se han ido instalando muchos exiliados nicaragüenses. Es hija de un campesino y una cocinera. Nació en 1982 en plena Revolución Sandinista. Creció en ese tiempo que en el pasado significó mejoras concretas para su familia. No lo duda ni un instante,
Tiene la piel aceitunada y una mirada franca: siempre a los ojos. Es psicóloga formada en una universidad pública. Fue docente universitaria y en Nicaragua participó en política de diversas formas. A partir de 2018, en las protestas contra el régimen de los copresidentes Daniel Ortega y Rosario Murillo, cobró relevancia dentro de movimientos estudiantiles, feministas y populares. Fue una de las líderes de la oposición. El 14 de noviembre de 2019 fue encarcelada. El gobierno había tachado de terroristas a un grupo de 13 personas, entre las que estaba Ivannia. Les sembró armas y los presentó ante las cámaras como “La banda de los aguadores”. Lo que habían hecho: entregar agua a las madres de jóvenes asesinados durante las protestas de 2018. La jugada golpeó de vuelta al gobierno como búmeran: al encarcelar activistas y transformarlos en presos políticos, miles de nicaragüenses respondieron distribuyendo agua. Luis Enrique Mejía Godoy, el trovador de la Revolución, el autor de les compuso una canción. Presos por dar agua a quienes protestan, una postal del régimen vuelto mundo al revés.
En la foto de la detención, Ivannia tiene una gran sonrisa. Entonces no imaginaba que pasaría 47 días presa. Luego vino el arresto domiciliario, le redoblaron la vigilancia, agredieron a su familia y ella prefirió irse.
Aunque lleva tres años exiliada en México, no deja de sentirse en Nicaragua. Solo lee noticias de allá, trabaja en una organización enfocada en vigilar los procesos electorales de su país (Urnas Abiertas) y cocina la comida típica que le enseñó su mamá. “Estoy en una espera constante de regresar. Si hubiese una forma en este momento, yo te dejaría aquí y me iría al aeropuerto a tomar un avión sin pensarlo, sin titubear”, dice Ivannia.
Se asume exiliada y le cuesta arraigarse. Nada la detiene en este país, aunque agradece el buen trato que le ha dado. Lleva tres años en México, pero apenas se compró su primera cama porque no quiere tener objetos que la aten a ningún lugar. Vive dentro de la contradicción: aquí está bien-no quiere estar aquí. Intenta adaptarse, pero no logra hacer planes. “Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver".
El softbol le aterriza en el presente y en esta ciudad. Los fines de semana juega en una liga donde ha hecho sus primeras amigas mexicanas.
Otros exiliados políticos también encuentran refugio en México. Cada uno lo vive de forma distinta. Algunos lo resisten con activismo. Otros, con café caliente y pupusas.

{{ linea }}
El exilio es presente. Huir es un verbo que se conjuga todos los días en Centroamérica y México, el territorio por donde fluye una marea humana. Once millones de personas atraviesan el “corredor migratorio” hacia Estados Unidos, según datos de la ONU. Un número que ha crecido exponencialmente durante los últimos 15 años.
Se van huyendo de muchas cosas. De la pobreza, porque en países como Nicaragua el 60% de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día; y en Guatemala 5 de cada 10 niños padecen desnutrición crónica. También huyen de la violencia, como en Honduras, que en 1990 tenía a 156 000 ciudadanos viviendo fuera y ahora tiene al menos 985 000.
Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver.
Es la migración masiva, a pie y a la intemperie de violencias múltiples. La que a veces miramos en caravanas, pero muchas otras veces sufriendo operativos de la Guardia Nacional y el Instituto Nacional de Migración.
Además de esa marea humana que intenta cruzar México —y muchas veces decide afincarse aquí—, a partir del 2018, aproximadamente, empezó también a llegar migración de éxodos políticos: de Nicaragua para huir del camino represivo que tomó lo que fue una revolución, de Guatemala por la persecución judicial que se desató después del cierre de la CICIG, y de El Salvador salen quienes sufren las consecuencias de opinar en contra del presidente Nayib Bukele y sus aliados.
Las personas consultadas para este reportaje son conscientes de que les tocó llegar de una forma privilegiada. Algunos en avión, otros por tierra, pero siempre con redes de apoyo que marcan una gran diferencia con quienes van a la intemperie.
Coinciden en que los funcionarios mexicanos los han recibido muy bien y que las leyes migratorias son buenas, aun cuando encuentran instituciones saturadas. “Mi solicitud de refugio era la 108 000 ¡en el mes!”, cuenta Ivannia. La burocracia mexicana, en la que las migraciones masivas encuentran pocas respuestas, no es igual con los exiliados: tardan poco en concederles el refugio, les facilitan documentación e incluso los ayudan con múltiples trámites. Algunos exiliados ya están nacionalizándose.
{{ linea }}
Hoy Gabriel Wer se mueve por la capital mexicana con soltura e incluso disfrute. Pero en los últimos años, no todos sus días fueron así: “Mi vida era Guatemala aún en México. Cerrar la compu a las 10 de la noche y solo estar conectado con Guatemala por redes. No tenía arraigo a México, estaba aquí en cuerpo, pero mi corazón y cerebro allá. Comencé a tener terapia y mi terapeuta me dijo que son síntomas. Sentí alivio de lo que estaba nombrando”.
Se asumió como exiliado, aunque le sigue incomodando esa palabra. “Es como nombrarme artista, unos zapatos muy grandes que usar porque para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí, nunca digo: ʻSoy exiliadoʼ”.
Tampoco quiere sentirse en una ruleta rusa esperando el tiro que le pueda tocar. Entonces puso un plazo: se queda aquí hasta 2026, cuando la actual fiscal de su país deja el cargo: Consuelo Porras, a quien describe como “abierta adversaria de toda protesta social”.
Mientras tanto, intentará seguir construyendo la Casa Centroamérica y pedirá que le traigan la biblioteca que dejó en su tierra. Salió al exilio con solo un libro, El papel de la belleza (Ediciones del Pensativo, 2020), del poeta desaparecido Luis de Lión.
Durante este año
a pesar de nuestros escritorios destruidos,
a pesar de que hasta el viento nos espía,
a pesar de nuestra desnutrición y nuestros harapos,
hemos aprendido a soñar,
a soñar como peces en un agua solidaria y descontaminada,
a soñar en uno con oxígeno sin smog y sin tiranos,
a soñar. Y esto es bastante.

{{ linea }}
Amarilis Acevedo es una de las más recientes exiliadas.
Es treintañera, universitaria y militante política. Se fue de Nicaragua hacia Costa Rica, pero cuando quiso regresar a su país le negaron la entrada con argumentos burocráticos. Entendió que exiliarse sería el único camino para no acabar presa. Emprendió el camino a México. “Me costó asumirme como exiliada porque había salido con una beca de estudio, me había sentido privilegiada”.
Vive buscando puertas. Se ha sumado a Casa Centroamérica y desde aquí sigue con el activismo que la sacó de su país. Para ella el exilio es tener una vida un poco más cómoda: aquí puede llevar un seguimiento médico porque los estudios son más accesibles; se siente segura en la calle, sin acoso sexual o político porque aun siendo este un país machista, dice “en cinco meses solo una vez sufrí acoso callejero. Las formas de violencia en Nicaragua son más constantes, más recurrentes, más evidentes”. De México como de Costa Rica destaca una particularidad de su exilio como mujer: ha podido vestirse como quiere. En Nicaragua no ocurría.
Para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí.
Conserva como amuleto una bujiíta que está junto a su cama. Bujía llaman allá a lo que aquí le decimos foco, y en este caso no es un foco cualquiera: era parte de los “chayopalos”, como bautizaron a las esculturas metálicas con forma de árbol que la entonces vicepresidenta, Rosario Murillo, instaló en Managua. En 2018, durante las protestas populares, los manifestantes derribaron 20 chayopalos. De ahí viene la bujiíta: un trofeo de la lucha contra el régimen.
Amarilis también extraña a su familia y sus amigos, pero dice vivir el exilio con menos angustia. Cada uno sobrelleva el destierro como puede. Como Gabriel e Ivannia, A. reflexiona en torno de las categorías, en su caso pasa por un tamiz teórico. “No se puede hablar de exilio sino de exilios”, dice y sonríe.
Son exilios determinados por las condiciones socioeconómicas, de clase, de ideología política que no se quedan en el país, sino que van con ellos y que complejizan la construcción de una comunidad en medio del desarraigo y el estrés postraumático del acoso político-judicial. Explica Gabriel: “El exilio es nivelador, pero no dejan de existir estas diferencias. Y vivirlas se hace complejo cuando quieres hacer comunidad”.
Con Gabriel al mando de Casa Centroamérica, aceptan las diferencias y tratan de no borrarlas sino asumirse diversos, integrar el amplio espectro donde hay personas con ideología de izquierda y conservadora. Se acompañan tanto en la nostalgia como en los trámites burocráticos. Cocinan juntos, debaten en torno de la injusticia que es enemigo común y tienen siempre en medio un café caliente que es infaltable marca centroamericana.
Casi sin buscarlo han encontrado una identidad. Ahora se nombran centroamericanos.
Dice Gabriel: “Se empiezan a borrar las líneas de nuestros países y se empieza a ver lo que tenemos en común: el exilio, la admiración por nuestras culturas, las pupusas, las playas. Nos damos cuenta de que no somos tan diferentes”.
{{ linea }}
Desde Guatemala, Nicaragua y El Salvador llegan periodistas, activistas y abogados. Algunos huyen de los abusos de poder, otros de amenazas inminentes. En la Ciudad de México nace un espacio común, una casa para quienes escapan.
Afuera de su casa la vigilancia era constante. Policías apostados las 24 horas. Ella tenía arresto domiciliario desde hacía más de un año. El régimen nicaragüense la tildó de “terrorista”. Por eso en junio de 2021 decidió huir.
Se escondió en la cajuela del carro de un pariente. Mientras él abría las puertas de la cochera, los perros salieron corriendo. Todo era parte del plan. Cuando los policías estaban distraídos ayudando a capturar a los animales, el auto arrancó con las ventanas abiertas, sin levantar sospechas. Unas cuadras adelante ella salió de la cajuela, se puso al volante y pisó el acelerador.
Los policías la siguieron por varias calles hasta que logró perderlos. Se detuvo en una gasolinera, entró al baño, se cambió de ropa. Al salir la esperaba una motocicleta con las llaves puestas, tal como lo había planeado. Siguió manejando rumbo a la frontera con Honduras.
Pasó días escondida en casa de amigos, una madrugada decidió seguir. Caminó cinco horas hasta el río que marca la frontera con Honduras. Cruzó el cauce nadando. Ya estaba del otro lado, casi sentía alivio cuando topó de frente con un oficial de migración nicaragüense: No estaba en Honduras todavía, había fracasado. Se derrumbó al verse cansada y, además, descubierta.
—Todavía estás en Nicaragua. ¡Tenés que seguir caminando, Ivannia! ¡Te falta poquito! —dijo el oficial que la había reconocido.
—Ya no puedo… —Respondió ella, mareada, no entendía.
—Tenés que seguir caminando. Te falta poquito —Insistió él, fingiendo no haberla visto.
Estaba agotada, se dejó caer. Pocos minutos después apareció un bus rojo. Frenó y una mujer se asomó al abrirse la puerta.
–Sube, Ivannia. Me dijo el oficial que te llevara–, fueron las palabras de la conductora.
Y así, con hilos invisibles tejidos por desconocidos, Ivannia Álvarez logró huir de Nicaragua. Un país donde gobernó una revolución que hoy, deteriorada al absurdo, multiplicó presos políticos, despojó de su nacionalidad y expulsó del país a 135 personas, incluidos líderes históricos del mismo movimiento que le dio origen.
Como ella, cientos de personas de Nicaragua y otros países de Centroamérica han llegado a México en los últimos años. Activistas, abogados, periodistas, líderes políticos, agentes del Ministerio Público, fiscales. Huyen de la persecución política, de causas fabricadas en su contra, de procesos judiciales amañados, del rumor insistente de que podrían ser los siguientes en prisión. Se van también porque no soportan realidades políticas que sienten aplastantes.
Te puede interesar leer este perfil del presidente de Guatemala: La “nueva primavera” de Arévalo desafía el “pacto de corruptos”
No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Muchos han permanecido en silencio, hasta ahora ha sido una suerte de migración invisible. Algunos se nombran refugiados, otros diáspora, desterrados o exiliados, pero decenas de ellos están organizándose en un esfuerzo colectivo que llaman Casa Centroamérica.

{{ linea }}
Exilio, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es la separación de la persona de la tierra en donde vive. Sin embargo, la historia le ha dado otra carga: el exilio ha sido la huida de miles de personas por razones políticas desde la Guerra Civil española, las dictaduras de Sudamérica, el Conflicto Armado Interno en los años ochenta en Guatemala. Hay antecedentes hace dos siglos, cuando la Guerra Federal Centroamericana (1826-1929), pero sobre todo el número de personas exiliadas creció exponencialmente durante la segunda mitad del siglo XX. Y México tiene tradición de recibir a poblaciones exiliadas.
“El exilio —dice Gabriel Wer— más que categoría institucional es política”. En su concepción el exiliado tiene calidad de víctima, pero también de agencia. Mezclando conceptos teóricos, leyes, ejemplos, lleva la conversación hacia su idea favorita: diáspora.
Gabriel Wer está en varias pistas a la vez. Responde la entrevista sin dejar de teclear en su computadora y cada tanto contesta algo en su celular. No pierde el hilo de la conversación ni mucho menos la lucidez; cita datos y pausa todo cuando quiere ahondar en algo.
Tiene 42 años. Es licenciado en Administración y maestro en Literatura Hispanoamericana. Nació y creció en Guatemala. En el 2015, cuando su país se sacudía con un vendaval de esperanza justiciera que representaba la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala, la CICIG, comenzó a involucrarse en protestas y se convirtió en activista. Convocó por redes sociales con otras personas a quienes no conocía. Empezó una bola que fue creciendo hasta transformarse en las manifestaciones anticorrupción conocidas como #RenunciaYa. “Eso me metió en un torbellino. Nunca antes me había manifestado ni hecho activismo”, afirma.
Siguió y fundó organizaciones civiles y no gubernamentales como JusticiaYa e Instituto 25A. Fue tejiendo redes entre colectivos, un hacer con el que se sintió pleno. Ya no solo le preocupaba la corrupción sino también la justicia social. Se transformó en figura pública, politizada. Y llegaron las represalias. “Se metieron a mi Facebook, sacaron mis fotos, empezaron a decir que la CICIG pagaba mis vacaciones. Cuando JusticiaYa publicaba cosas, me llegaban coletazos de acoso, amenazas”.
Fueron años convulsos en su país. La presencia de la CICIG y el trabajo de abogados, fiscales y activistas llevaron a la cárcel a personas que hasta entonces se pensaban intocables, como el presidente Otto Pérez Molina, militares, empresarios e integrantes de las élites guatemaltecas.
En venganza, en el 2019 el gobierno expulsó a la CICIG y comenzó la cacería. Los investigadores internacionales abandonaron el país, los locales fueron perseguidos y a los activistas también se les complicó el panorama.

A Gabriel lo acusaron de ser uno de los artífices de una protesta que acabó con las ventanas del Congreso ardiendo en fuego. Algunas compañeras cercanas comenzaron a ser detenidas, a él le llegaron rumores de que iba a ser detenido. Luego hicieron memes con su imagen, difundieron información falsa de su familia y corrió el rumor de dos investigaciones judiciales en su contra.
En enero de 2022 dejó el país. “Ese día fue raro. Yo estaba convencidísimo de que venía por tres meses. Entonces no fue nada triste, sino una necesidad urgente de sentirme tranquilo porque me sentía muy inseguro. Mi papá me dijo: ʻYa no regreses, allá estarás mejorʼ”.
Así llegó a la Ciudad de México un domingo en la noche. Se tomó una cerveza con un amigo sin entender qué estaba ocurriendo. Después durmió mucho y un día, inquieto, tocó la puerta de Creatura, una consultoría donde trabajan personas que han sido solidarias con guatemaltecos. Empezó ahí un camino que lo trae hasta el proyecto que hoy lidera: Casa Centroamérica.
Te recomendamos leer el reportaje: Un hombre contra el sistema: la batalla legal de José Rubén Zamora en Guatemala.
Sintió que el presente de sus paisanos era parecido a la diáspora sudafricana durante el apartheid, cuando millones de personas emigraron a Estados Unidos, Reino Unido y otros países africanos sin poder regresar hasta que Nelson Mandela ganó la presidencia. Tomó una hoja en blanco y trazó el plan: intentar lo mismo que la diáspora sudafricana; no sólo sobrevivir, también convocar al pensamiento y diálogo, apostar a lo comunitario. Levantar desde los cimientos una casa donde quepan muchos exilios centroamericanos.
Hoy Gabriel y decenas de exiliados trabajan en la construcción de ese espacio. Editan un boletín con noticias de sus países. Han conseguido algunos fondos para talleres. Se reúnen para hablar, organizarse, sostenerse en el día a día.
Por ahora ocupan una oficina compartida en Creatura en la Colonia Roma, pero sueñan con tener una casa propia con cafetería y comida de sus países, e incluso habitaciones para recibir de emergencia a quien necesite quedarse. Una casa no como posesión sino como hogar-resguardo. También como mensaje: “Que sepan que existimos”.
Aún sin techo propio, Casa Centroamérica ya definió tres ejes: hacer comunidad y preservar la memoria de sus países; investigar patrones y causas del exilio, y cambiar la narrativa que los rodea. Quieren dejar de ser vistos como posibles pandilleros. “Afuera de la Comar, algunos vecinos pusieron carteles diciendo que no querían migrantes”, cuenta Gabriel.

{{ linea }}
Ivannia, que habla mucho hilando ideas con virajes caribeños, relata su vida desde una cafetería en la Narvarte, colonia que hoy llaman Little Managua porque allí se han ido instalando muchos exiliados nicaragüenses. Es hija de un campesino y una cocinera. Nació en 1982 en plena Revolución Sandinista. Creció en ese tiempo que en el pasado significó mejoras concretas para su familia. No lo duda ni un instante,
Tiene la piel aceitunada y una mirada franca: siempre a los ojos. Es psicóloga formada en una universidad pública. Fue docente universitaria y en Nicaragua participó en política de diversas formas. A partir de 2018, en las protestas contra el régimen de los copresidentes Daniel Ortega y Rosario Murillo, cobró relevancia dentro de movimientos estudiantiles, feministas y populares. Fue una de las líderes de la oposición. El 14 de noviembre de 2019 fue encarcelada. El gobierno había tachado de terroristas a un grupo de 13 personas, entre las que estaba Ivannia. Les sembró armas y los presentó ante las cámaras como “La banda de los aguadores”. Lo que habían hecho: entregar agua a las madres de jóvenes asesinados durante las protestas de 2018. La jugada golpeó de vuelta al gobierno como búmeran: al encarcelar activistas y transformarlos en presos políticos, miles de nicaragüenses respondieron distribuyendo agua. Luis Enrique Mejía Godoy, el trovador de la Revolución, el autor de les compuso una canción. Presos por dar agua a quienes protestan, una postal del régimen vuelto mundo al revés.
En la foto de la detención, Ivannia tiene una gran sonrisa. Entonces no imaginaba que pasaría 47 días presa. Luego vino el arresto domiciliario, le redoblaron la vigilancia, agredieron a su familia y ella prefirió irse.
Aunque lleva tres años exiliada en México, no deja de sentirse en Nicaragua. Solo lee noticias de allá, trabaja en una organización enfocada en vigilar los procesos electorales de su país (Urnas Abiertas) y cocina la comida típica que le enseñó su mamá. “Estoy en una espera constante de regresar. Si hubiese una forma en este momento, yo te dejaría aquí y me iría al aeropuerto a tomar un avión sin pensarlo, sin titubear”, dice Ivannia.
Se asume exiliada y le cuesta arraigarse. Nada la detiene en este país, aunque agradece el buen trato que le ha dado. Lleva tres años en México, pero apenas se compró su primera cama porque no quiere tener objetos que la aten a ningún lugar. Vive dentro de la contradicción: aquí está bien-no quiere estar aquí. Intenta adaptarse, pero no logra hacer planes. “Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver".
El softbol le aterriza en el presente y en esta ciudad. Los fines de semana juega en una liga donde ha hecho sus primeras amigas mexicanas.
Otros exiliados políticos también encuentran refugio en México. Cada uno lo vive de forma distinta. Algunos lo resisten con activismo. Otros, con café caliente y pupusas.

{{ linea }}
El exilio es presente. Huir es un verbo que se conjuga todos los días en Centroamérica y México, el territorio por donde fluye una marea humana. Once millones de personas atraviesan el “corredor migratorio” hacia Estados Unidos, según datos de la ONU. Un número que ha crecido exponencialmente durante los últimos 15 años.
Se van huyendo de muchas cosas. De la pobreza, porque en países como Nicaragua el 60% de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día; y en Guatemala 5 de cada 10 niños padecen desnutrición crónica. También huyen de la violencia, como en Honduras, que en 1990 tenía a 156 000 ciudadanos viviendo fuera y ahora tiene al menos 985 000.
Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver.
Es la migración masiva, a pie y a la intemperie de violencias múltiples. La que a veces miramos en caravanas, pero muchas otras veces sufriendo operativos de la Guardia Nacional y el Instituto Nacional de Migración.
Además de esa marea humana que intenta cruzar México —y muchas veces decide afincarse aquí—, a partir del 2018, aproximadamente, empezó también a llegar migración de éxodos políticos: de Nicaragua para huir del camino represivo que tomó lo que fue una revolución, de Guatemala por la persecución judicial que se desató después del cierre de la CICIG, y de El Salvador salen quienes sufren las consecuencias de opinar en contra del presidente Nayib Bukele y sus aliados.
Las personas consultadas para este reportaje son conscientes de que les tocó llegar de una forma privilegiada. Algunos en avión, otros por tierra, pero siempre con redes de apoyo que marcan una gran diferencia con quienes van a la intemperie.
Coinciden en que los funcionarios mexicanos los han recibido muy bien y que las leyes migratorias son buenas, aun cuando encuentran instituciones saturadas. “Mi solicitud de refugio era la 108 000 ¡en el mes!”, cuenta Ivannia. La burocracia mexicana, en la que las migraciones masivas encuentran pocas respuestas, no es igual con los exiliados: tardan poco en concederles el refugio, les facilitan documentación e incluso los ayudan con múltiples trámites. Algunos exiliados ya están nacionalizándose.
{{ linea }}
Hoy Gabriel Wer se mueve por la capital mexicana con soltura e incluso disfrute. Pero en los últimos años, no todos sus días fueron así: “Mi vida era Guatemala aún en México. Cerrar la compu a las 10 de la noche y solo estar conectado con Guatemala por redes. No tenía arraigo a México, estaba aquí en cuerpo, pero mi corazón y cerebro allá. Comencé a tener terapia y mi terapeuta me dijo que son síntomas. Sentí alivio de lo que estaba nombrando”.
Se asumió como exiliado, aunque le sigue incomodando esa palabra. “Es como nombrarme artista, unos zapatos muy grandes que usar porque para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí, nunca digo: ʻSoy exiliadoʼ”.
Tampoco quiere sentirse en una ruleta rusa esperando el tiro que le pueda tocar. Entonces puso un plazo: se queda aquí hasta 2026, cuando la actual fiscal de su país deja el cargo: Consuelo Porras, a quien describe como “abierta adversaria de toda protesta social”.
Mientras tanto, intentará seguir construyendo la Casa Centroamérica y pedirá que le traigan la biblioteca que dejó en su tierra. Salió al exilio con solo un libro, El papel de la belleza (Ediciones del Pensativo, 2020), del poeta desaparecido Luis de Lión.
Durante este año
a pesar de nuestros escritorios destruidos,
a pesar de que hasta el viento nos espía,
a pesar de nuestra desnutrición y nuestros harapos,
hemos aprendido a soñar,
a soñar como peces en un agua solidaria y descontaminada,
a soñar en uno con oxígeno sin smog y sin tiranos,
a soñar. Y esto es bastante.

{{ linea }}
Amarilis Acevedo es una de las más recientes exiliadas.
Es treintañera, universitaria y militante política. Se fue de Nicaragua hacia Costa Rica, pero cuando quiso regresar a su país le negaron la entrada con argumentos burocráticos. Entendió que exiliarse sería el único camino para no acabar presa. Emprendió el camino a México. “Me costó asumirme como exiliada porque había salido con una beca de estudio, me había sentido privilegiada”.
Vive buscando puertas. Se ha sumado a Casa Centroamérica y desde aquí sigue con el activismo que la sacó de su país. Para ella el exilio es tener una vida un poco más cómoda: aquí puede llevar un seguimiento médico porque los estudios son más accesibles; se siente segura en la calle, sin acoso sexual o político porque aun siendo este un país machista, dice “en cinco meses solo una vez sufrí acoso callejero. Las formas de violencia en Nicaragua son más constantes, más recurrentes, más evidentes”. De México como de Costa Rica destaca una particularidad de su exilio como mujer: ha podido vestirse como quiere. En Nicaragua no ocurría.
Para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí.
Conserva como amuleto una bujiíta que está junto a su cama. Bujía llaman allá a lo que aquí le decimos foco, y en este caso no es un foco cualquiera: era parte de los “chayopalos”, como bautizaron a las esculturas metálicas con forma de árbol que la entonces vicepresidenta, Rosario Murillo, instaló en Managua. En 2018, durante las protestas populares, los manifestantes derribaron 20 chayopalos. De ahí viene la bujiíta: un trofeo de la lucha contra el régimen.
Amarilis también extraña a su familia y sus amigos, pero dice vivir el exilio con menos angustia. Cada uno sobrelleva el destierro como puede. Como Gabriel e Ivannia, A. reflexiona en torno de las categorías, en su caso pasa por un tamiz teórico. “No se puede hablar de exilio sino de exilios”, dice y sonríe.
Son exilios determinados por las condiciones socioeconómicas, de clase, de ideología política que no se quedan en el país, sino que van con ellos y que complejizan la construcción de una comunidad en medio del desarraigo y el estrés postraumático del acoso político-judicial. Explica Gabriel: “El exilio es nivelador, pero no dejan de existir estas diferencias. Y vivirlas se hace complejo cuando quieres hacer comunidad”.
Con Gabriel al mando de Casa Centroamérica, aceptan las diferencias y tratan de no borrarlas sino asumirse diversos, integrar el amplio espectro donde hay personas con ideología de izquierda y conservadora. Se acompañan tanto en la nostalgia como en los trámites burocráticos. Cocinan juntos, debaten en torno de la injusticia que es enemigo común y tienen siempre en medio un café caliente que es infaltable marca centroamericana.
Casi sin buscarlo han encontrado una identidad. Ahora se nombran centroamericanos.
Dice Gabriel: “Se empiezan a borrar las líneas de nuestros países y se empieza a ver lo que tenemos en común: el exilio, la admiración por nuestras culturas, las pupusas, las playas. Nos damos cuenta de que no somos tan diferentes”.
{{ linea }}

No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Desde Guatemala, Nicaragua y El Salvador llegan periodistas, activistas y abogados. Algunos huyen de los abusos de poder, otros de amenazas inminentes. En la Ciudad de México nace un espacio común, una casa para quienes escapan.
Afuera de su casa la vigilancia era constante. Policías apostados las 24 horas. Ella tenía arresto domiciliario desde hacía más de un año. El régimen nicaragüense la tildó de “terrorista”. Por eso en junio de 2021 decidió huir.
Se escondió en la cajuela del carro de un pariente. Mientras él abría las puertas de la cochera, los perros salieron corriendo. Todo era parte del plan. Cuando los policías estaban distraídos ayudando a capturar a los animales, el auto arrancó con las ventanas abiertas, sin levantar sospechas. Unas cuadras adelante ella salió de la cajuela, se puso al volante y pisó el acelerador.
Los policías la siguieron por varias calles hasta que logró perderlos. Se detuvo en una gasolinera, entró al baño, se cambió de ropa. Al salir la esperaba una motocicleta con las llaves puestas, tal como lo había planeado. Siguió manejando rumbo a la frontera con Honduras.
Pasó días escondida en casa de amigos, una madrugada decidió seguir. Caminó cinco horas hasta el río que marca la frontera con Honduras. Cruzó el cauce nadando. Ya estaba del otro lado, casi sentía alivio cuando topó de frente con un oficial de migración nicaragüense: No estaba en Honduras todavía, había fracasado. Se derrumbó al verse cansada y, además, descubierta.
—Todavía estás en Nicaragua. ¡Tenés que seguir caminando, Ivannia! ¡Te falta poquito! —dijo el oficial que la había reconocido.
—Ya no puedo… —Respondió ella, mareada, no entendía.
—Tenés que seguir caminando. Te falta poquito —Insistió él, fingiendo no haberla visto.
Estaba agotada, se dejó caer. Pocos minutos después apareció un bus rojo. Frenó y una mujer se asomó al abrirse la puerta.
–Sube, Ivannia. Me dijo el oficial que te llevara–, fueron las palabras de la conductora.
Y así, con hilos invisibles tejidos por desconocidos, Ivannia Álvarez logró huir de Nicaragua. Un país donde gobernó una revolución que hoy, deteriorada al absurdo, multiplicó presos políticos, despojó de su nacionalidad y expulsó del país a 135 personas, incluidos líderes históricos del mismo movimiento que le dio origen.
Como ella, cientos de personas de Nicaragua y otros países de Centroamérica han llegado a México en los últimos años. Activistas, abogados, periodistas, líderes políticos, agentes del Ministerio Público, fiscales. Huyen de la persecución política, de causas fabricadas en su contra, de procesos judiciales amañados, del rumor insistente de que podrían ser los siguientes en prisión. Se van también porque no soportan realidades políticas que sienten aplastantes.
Te puede interesar leer este perfil del presidente de Guatemala: La “nueva primavera” de Arévalo desafía el “pacto de corruptos”
No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Muchos han permanecido en silencio, hasta ahora ha sido una suerte de migración invisible. Algunos se nombran refugiados, otros diáspora, desterrados o exiliados, pero decenas de ellos están organizándose en un esfuerzo colectivo que llaman Casa Centroamérica.

{{ linea }}
Exilio, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es la separación de la persona de la tierra en donde vive. Sin embargo, la historia le ha dado otra carga: el exilio ha sido la huida de miles de personas por razones políticas desde la Guerra Civil española, las dictaduras de Sudamérica, el Conflicto Armado Interno en los años ochenta en Guatemala. Hay antecedentes hace dos siglos, cuando la Guerra Federal Centroamericana (1826-1929), pero sobre todo el número de personas exiliadas creció exponencialmente durante la segunda mitad del siglo XX. Y México tiene tradición de recibir a poblaciones exiliadas.
“El exilio —dice Gabriel Wer— más que categoría institucional es política”. En su concepción el exiliado tiene calidad de víctima, pero también de agencia. Mezclando conceptos teóricos, leyes, ejemplos, lleva la conversación hacia su idea favorita: diáspora.
Gabriel Wer está en varias pistas a la vez. Responde la entrevista sin dejar de teclear en su computadora y cada tanto contesta algo en su celular. No pierde el hilo de la conversación ni mucho menos la lucidez; cita datos y pausa todo cuando quiere ahondar en algo.
Tiene 42 años. Es licenciado en Administración y maestro en Literatura Hispanoamericana. Nació y creció en Guatemala. En el 2015, cuando su país se sacudía con un vendaval de esperanza justiciera que representaba la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala, la CICIG, comenzó a involucrarse en protestas y se convirtió en activista. Convocó por redes sociales con otras personas a quienes no conocía. Empezó una bola que fue creciendo hasta transformarse en las manifestaciones anticorrupción conocidas como #RenunciaYa. “Eso me metió en un torbellino. Nunca antes me había manifestado ni hecho activismo”, afirma.
Siguió y fundó organizaciones civiles y no gubernamentales como JusticiaYa e Instituto 25A. Fue tejiendo redes entre colectivos, un hacer con el que se sintió pleno. Ya no solo le preocupaba la corrupción sino también la justicia social. Se transformó en figura pública, politizada. Y llegaron las represalias. “Se metieron a mi Facebook, sacaron mis fotos, empezaron a decir que la CICIG pagaba mis vacaciones. Cuando JusticiaYa publicaba cosas, me llegaban coletazos de acoso, amenazas”.
Fueron años convulsos en su país. La presencia de la CICIG y el trabajo de abogados, fiscales y activistas llevaron a la cárcel a personas que hasta entonces se pensaban intocables, como el presidente Otto Pérez Molina, militares, empresarios e integrantes de las élites guatemaltecas.
En venganza, en el 2019 el gobierno expulsó a la CICIG y comenzó la cacería. Los investigadores internacionales abandonaron el país, los locales fueron perseguidos y a los activistas también se les complicó el panorama.

A Gabriel lo acusaron de ser uno de los artífices de una protesta que acabó con las ventanas del Congreso ardiendo en fuego. Algunas compañeras cercanas comenzaron a ser detenidas, a él le llegaron rumores de que iba a ser detenido. Luego hicieron memes con su imagen, difundieron información falsa de su familia y corrió el rumor de dos investigaciones judiciales en su contra.
En enero de 2022 dejó el país. “Ese día fue raro. Yo estaba convencidísimo de que venía por tres meses. Entonces no fue nada triste, sino una necesidad urgente de sentirme tranquilo porque me sentía muy inseguro. Mi papá me dijo: ʻYa no regreses, allá estarás mejorʼ”.
Así llegó a la Ciudad de México un domingo en la noche. Se tomó una cerveza con un amigo sin entender qué estaba ocurriendo. Después durmió mucho y un día, inquieto, tocó la puerta de Creatura, una consultoría donde trabajan personas que han sido solidarias con guatemaltecos. Empezó ahí un camino que lo trae hasta el proyecto que hoy lidera: Casa Centroamérica.
Te recomendamos leer el reportaje: Un hombre contra el sistema: la batalla legal de José Rubén Zamora en Guatemala.
Sintió que el presente de sus paisanos era parecido a la diáspora sudafricana durante el apartheid, cuando millones de personas emigraron a Estados Unidos, Reino Unido y otros países africanos sin poder regresar hasta que Nelson Mandela ganó la presidencia. Tomó una hoja en blanco y trazó el plan: intentar lo mismo que la diáspora sudafricana; no sólo sobrevivir, también convocar al pensamiento y diálogo, apostar a lo comunitario. Levantar desde los cimientos una casa donde quepan muchos exilios centroamericanos.
Hoy Gabriel y decenas de exiliados trabajan en la construcción de ese espacio. Editan un boletín con noticias de sus países. Han conseguido algunos fondos para talleres. Se reúnen para hablar, organizarse, sostenerse en el día a día.
Por ahora ocupan una oficina compartida en Creatura en la Colonia Roma, pero sueñan con tener una casa propia con cafetería y comida de sus países, e incluso habitaciones para recibir de emergencia a quien necesite quedarse. Una casa no como posesión sino como hogar-resguardo. También como mensaje: “Que sepan que existimos”.
Aún sin techo propio, Casa Centroamérica ya definió tres ejes: hacer comunidad y preservar la memoria de sus países; investigar patrones y causas del exilio, y cambiar la narrativa que los rodea. Quieren dejar de ser vistos como posibles pandilleros. “Afuera de la Comar, algunos vecinos pusieron carteles diciendo que no querían migrantes”, cuenta Gabriel.

{{ linea }}
Ivannia, que habla mucho hilando ideas con virajes caribeños, relata su vida desde una cafetería en la Narvarte, colonia que hoy llaman Little Managua porque allí se han ido instalando muchos exiliados nicaragüenses. Es hija de un campesino y una cocinera. Nació en 1982 en plena Revolución Sandinista. Creció en ese tiempo que en el pasado significó mejoras concretas para su familia. No lo duda ni un instante,
Tiene la piel aceitunada y una mirada franca: siempre a los ojos. Es psicóloga formada en una universidad pública. Fue docente universitaria y en Nicaragua participó en política de diversas formas. A partir de 2018, en las protestas contra el régimen de los copresidentes Daniel Ortega y Rosario Murillo, cobró relevancia dentro de movimientos estudiantiles, feministas y populares. Fue una de las líderes de la oposición. El 14 de noviembre de 2019 fue encarcelada. El gobierno había tachado de terroristas a un grupo de 13 personas, entre las que estaba Ivannia. Les sembró armas y los presentó ante las cámaras como “La banda de los aguadores”. Lo que habían hecho: entregar agua a las madres de jóvenes asesinados durante las protestas de 2018. La jugada golpeó de vuelta al gobierno como búmeran: al encarcelar activistas y transformarlos en presos políticos, miles de nicaragüenses respondieron distribuyendo agua. Luis Enrique Mejía Godoy, el trovador de la Revolución, el autor de les compuso una canción. Presos por dar agua a quienes protestan, una postal del régimen vuelto mundo al revés.
En la foto de la detención, Ivannia tiene una gran sonrisa. Entonces no imaginaba que pasaría 47 días presa. Luego vino el arresto domiciliario, le redoblaron la vigilancia, agredieron a su familia y ella prefirió irse.
Aunque lleva tres años exiliada en México, no deja de sentirse en Nicaragua. Solo lee noticias de allá, trabaja en una organización enfocada en vigilar los procesos electorales de su país (Urnas Abiertas) y cocina la comida típica que le enseñó su mamá. “Estoy en una espera constante de regresar. Si hubiese una forma en este momento, yo te dejaría aquí y me iría al aeropuerto a tomar un avión sin pensarlo, sin titubear”, dice Ivannia.
Se asume exiliada y le cuesta arraigarse. Nada la detiene en este país, aunque agradece el buen trato que le ha dado. Lleva tres años en México, pero apenas se compró su primera cama porque no quiere tener objetos que la aten a ningún lugar. Vive dentro de la contradicción: aquí está bien-no quiere estar aquí. Intenta adaptarse, pero no logra hacer planes. “Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver".
El softbol le aterriza en el presente y en esta ciudad. Los fines de semana juega en una liga donde ha hecho sus primeras amigas mexicanas.
Otros exiliados políticos también encuentran refugio en México. Cada uno lo vive de forma distinta. Algunos lo resisten con activismo. Otros, con café caliente y pupusas.

{{ linea }}
El exilio es presente. Huir es un verbo que se conjuga todos los días en Centroamérica y México, el territorio por donde fluye una marea humana. Once millones de personas atraviesan el “corredor migratorio” hacia Estados Unidos, según datos de la ONU. Un número que ha crecido exponencialmente durante los últimos 15 años.
Se van huyendo de muchas cosas. De la pobreza, porque en países como Nicaragua el 60% de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día; y en Guatemala 5 de cada 10 niños padecen desnutrición crónica. También huyen de la violencia, como en Honduras, que en 1990 tenía a 156 000 ciudadanos viviendo fuera y ahora tiene al menos 985 000.
Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver.
Es la migración masiva, a pie y a la intemperie de violencias múltiples. La que a veces miramos en caravanas, pero muchas otras veces sufriendo operativos de la Guardia Nacional y el Instituto Nacional de Migración.
Además de esa marea humana que intenta cruzar México —y muchas veces decide afincarse aquí—, a partir del 2018, aproximadamente, empezó también a llegar migración de éxodos políticos: de Nicaragua para huir del camino represivo que tomó lo que fue una revolución, de Guatemala por la persecución judicial que se desató después del cierre de la CICIG, y de El Salvador salen quienes sufren las consecuencias de opinar en contra del presidente Nayib Bukele y sus aliados.
Las personas consultadas para este reportaje son conscientes de que les tocó llegar de una forma privilegiada. Algunos en avión, otros por tierra, pero siempre con redes de apoyo que marcan una gran diferencia con quienes van a la intemperie.
Coinciden en que los funcionarios mexicanos los han recibido muy bien y que las leyes migratorias son buenas, aun cuando encuentran instituciones saturadas. “Mi solicitud de refugio era la 108 000 ¡en el mes!”, cuenta Ivannia. La burocracia mexicana, en la que las migraciones masivas encuentran pocas respuestas, no es igual con los exiliados: tardan poco en concederles el refugio, les facilitan documentación e incluso los ayudan con múltiples trámites. Algunos exiliados ya están nacionalizándose.
{{ linea }}
Hoy Gabriel Wer se mueve por la capital mexicana con soltura e incluso disfrute. Pero en los últimos años, no todos sus días fueron así: “Mi vida era Guatemala aún en México. Cerrar la compu a las 10 de la noche y solo estar conectado con Guatemala por redes. No tenía arraigo a México, estaba aquí en cuerpo, pero mi corazón y cerebro allá. Comencé a tener terapia y mi terapeuta me dijo que son síntomas. Sentí alivio de lo que estaba nombrando”.
Se asumió como exiliado, aunque le sigue incomodando esa palabra. “Es como nombrarme artista, unos zapatos muy grandes que usar porque para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí, nunca digo: ʻSoy exiliadoʼ”.
Tampoco quiere sentirse en una ruleta rusa esperando el tiro que le pueda tocar. Entonces puso un plazo: se queda aquí hasta 2026, cuando la actual fiscal de su país deja el cargo: Consuelo Porras, a quien describe como “abierta adversaria de toda protesta social”.
Mientras tanto, intentará seguir construyendo la Casa Centroamérica y pedirá que le traigan la biblioteca que dejó en su tierra. Salió al exilio con solo un libro, El papel de la belleza (Ediciones del Pensativo, 2020), del poeta desaparecido Luis de Lión.
Durante este año
a pesar de nuestros escritorios destruidos,
a pesar de que hasta el viento nos espía,
a pesar de nuestra desnutrición y nuestros harapos,
hemos aprendido a soñar,
a soñar como peces en un agua solidaria y descontaminada,
a soñar en uno con oxígeno sin smog y sin tiranos,
a soñar. Y esto es bastante.

{{ linea }}
Amarilis Acevedo es una de las más recientes exiliadas.
Es treintañera, universitaria y militante política. Se fue de Nicaragua hacia Costa Rica, pero cuando quiso regresar a su país le negaron la entrada con argumentos burocráticos. Entendió que exiliarse sería el único camino para no acabar presa. Emprendió el camino a México. “Me costó asumirme como exiliada porque había salido con una beca de estudio, me había sentido privilegiada”.
Vive buscando puertas. Se ha sumado a Casa Centroamérica y desde aquí sigue con el activismo que la sacó de su país. Para ella el exilio es tener una vida un poco más cómoda: aquí puede llevar un seguimiento médico porque los estudios son más accesibles; se siente segura en la calle, sin acoso sexual o político porque aun siendo este un país machista, dice “en cinco meses solo una vez sufrí acoso callejero. Las formas de violencia en Nicaragua son más constantes, más recurrentes, más evidentes”. De México como de Costa Rica destaca una particularidad de su exilio como mujer: ha podido vestirse como quiere. En Nicaragua no ocurría.
Para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí.
Conserva como amuleto una bujiíta que está junto a su cama. Bujía llaman allá a lo que aquí le decimos foco, y en este caso no es un foco cualquiera: era parte de los “chayopalos”, como bautizaron a las esculturas metálicas con forma de árbol que la entonces vicepresidenta, Rosario Murillo, instaló en Managua. En 2018, durante las protestas populares, los manifestantes derribaron 20 chayopalos. De ahí viene la bujiíta: un trofeo de la lucha contra el régimen.
Amarilis también extraña a su familia y sus amigos, pero dice vivir el exilio con menos angustia. Cada uno sobrelleva el destierro como puede. Como Gabriel e Ivannia, A. reflexiona en torno de las categorías, en su caso pasa por un tamiz teórico. “No se puede hablar de exilio sino de exilios”, dice y sonríe.
Son exilios determinados por las condiciones socioeconómicas, de clase, de ideología política que no se quedan en el país, sino que van con ellos y que complejizan la construcción de una comunidad en medio del desarraigo y el estrés postraumático del acoso político-judicial. Explica Gabriel: “El exilio es nivelador, pero no dejan de existir estas diferencias. Y vivirlas se hace complejo cuando quieres hacer comunidad”.
Con Gabriel al mando de Casa Centroamérica, aceptan las diferencias y tratan de no borrarlas sino asumirse diversos, integrar el amplio espectro donde hay personas con ideología de izquierda y conservadora. Se acompañan tanto en la nostalgia como en los trámites burocráticos. Cocinan juntos, debaten en torno de la injusticia que es enemigo común y tienen siempre en medio un café caliente que es infaltable marca centroamericana.
Casi sin buscarlo han encontrado una identidad. Ahora se nombran centroamericanos.
Dice Gabriel: “Se empiezan a borrar las líneas de nuestros países y se empieza a ver lo que tenemos en común: el exilio, la admiración por nuestras culturas, las pupusas, las playas. Nos damos cuenta de que no somos tan diferentes”.
{{ linea }}

Desde Guatemala, Nicaragua y El Salvador llegan periodistas, activistas y abogados. Algunos huyen de los abusos de poder, otros de amenazas inminentes. En la Ciudad de México nace un espacio común, una casa para quienes escapan.
Afuera de su casa la vigilancia era constante. Policías apostados las 24 horas. Ella tenía arresto domiciliario desde hacía más de un año. El régimen nicaragüense la tildó de “terrorista”. Por eso en junio de 2021 decidió huir.
Se escondió en la cajuela del carro de un pariente. Mientras él abría las puertas de la cochera, los perros salieron corriendo. Todo era parte del plan. Cuando los policías estaban distraídos ayudando a capturar a los animales, el auto arrancó con las ventanas abiertas, sin levantar sospechas. Unas cuadras adelante ella salió de la cajuela, se puso al volante y pisó el acelerador.
Los policías la siguieron por varias calles hasta que logró perderlos. Se detuvo en una gasolinera, entró al baño, se cambió de ropa. Al salir la esperaba una motocicleta con las llaves puestas, tal como lo había planeado. Siguió manejando rumbo a la frontera con Honduras.
Pasó días escondida en casa de amigos, una madrugada decidió seguir. Caminó cinco horas hasta el río que marca la frontera con Honduras. Cruzó el cauce nadando. Ya estaba del otro lado, casi sentía alivio cuando topó de frente con un oficial de migración nicaragüense: No estaba en Honduras todavía, había fracasado. Se derrumbó al verse cansada y, además, descubierta.
—Todavía estás en Nicaragua. ¡Tenés que seguir caminando, Ivannia! ¡Te falta poquito! —dijo el oficial que la había reconocido.
—Ya no puedo… —Respondió ella, mareada, no entendía.
—Tenés que seguir caminando. Te falta poquito —Insistió él, fingiendo no haberla visto.
Estaba agotada, se dejó caer. Pocos minutos después apareció un bus rojo. Frenó y una mujer se asomó al abrirse la puerta.
–Sube, Ivannia. Me dijo el oficial que te llevara–, fueron las palabras de la conductora.
Y así, con hilos invisibles tejidos por desconocidos, Ivannia Álvarez logró huir de Nicaragua. Un país donde gobernó una revolución que hoy, deteriorada al absurdo, multiplicó presos políticos, despojó de su nacionalidad y expulsó del país a 135 personas, incluidos líderes históricos del mismo movimiento que le dio origen.
Como ella, cientos de personas de Nicaragua y otros países de Centroamérica han llegado a México en los últimos años. Activistas, abogados, periodistas, líderes políticos, agentes del Ministerio Público, fiscales. Huyen de la persecución política, de causas fabricadas en su contra, de procesos judiciales amañados, del rumor insistente de que podrían ser los siguientes en prisión. Se van también porque no soportan realidades políticas que sienten aplastantes.
Te puede interesar leer este perfil del presidente de Guatemala: La “nueva primavera” de Arévalo desafía el “pacto de corruptos”
No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Muchos han permanecido en silencio, hasta ahora ha sido una suerte de migración invisible. Algunos se nombran refugiados, otros diáspora, desterrados o exiliados, pero decenas de ellos están organizándose en un esfuerzo colectivo que llaman Casa Centroamérica.

{{ linea }}
Exilio, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es la separación de la persona de la tierra en donde vive. Sin embargo, la historia le ha dado otra carga: el exilio ha sido la huida de miles de personas por razones políticas desde la Guerra Civil española, las dictaduras de Sudamérica, el Conflicto Armado Interno en los años ochenta en Guatemala. Hay antecedentes hace dos siglos, cuando la Guerra Federal Centroamericana (1826-1929), pero sobre todo el número de personas exiliadas creció exponencialmente durante la segunda mitad del siglo XX. Y México tiene tradición de recibir a poblaciones exiliadas.
“El exilio —dice Gabriel Wer— más que categoría institucional es política”. En su concepción el exiliado tiene calidad de víctima, pero también de agencia. Mezclando conceptos teóricos, leyes, ejemplos, lleva la conversación hacia su idea favorita: diáspora.
Gabriel Wer está en varias pistas a la vez. Responde la entrevista sin dejar de teclear en su computadora y cada tanto contesta algo en su celular. No pierde el hilo de la conversación ni mucho menos la lucidez; cita datos y pausa todo cuando quiere ahondar en algo.
Tiene 42 años. Es licenciado en Administración y maestro en Literatura Hispanoamericana. Nació y creció en Guatemala. En el 2015, cuando su país se sacudía con un vendaval de esperanza justiciera que representaba la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala, la CICIG, comenzó a involucrarse en protestas y se convirtió en activista. Convocó por redes sociales con otras personas a quienes no conocía. Empezó una bola que fue creciendo hasta transformarse en las manifestaciones anticorrupción conocidas como #RenunciaYa. “Eso me metió en un torbellino. Nunca antes me había manifestado ni hecho activismo”, afirma.
Siguió y fundó organizaciones civiles y no gubernamentales como JusticiaYa e Instituto 25A. Fue tejiendo redes entre colectivos, un hacer con el que se sintió pleno. Ya no solo le preocupaba la corrupción sino también la justicia social. Se transformó en figura pública, politizada. Y llegaron las represalias. “Se metieron a mi Facebook, sacaron mis fotos, empezaron a decir que la CICIG pagaba mis vacaciones. Cuando JusticiaYa publicaba cosas, me llegaban coletazos de acoso, amenazas”.
Fueron años convulsos en su país. La presencia de la CICIG y el trabajo de abogados, fiscales y activistas llevaron a la cárcel a personas que hasta entonces se pensaban intocables, como el presidente Otto Pérez Molina, militares, empresarios e integrantes de las élites guatemaltecas.
En venganza, en el 2019 el gobierno expulsó a la CICIG y comenzó la cacería. Los investigadores internacionales abandonaron el país, los locales fueron perseguidos y a los activistas también se les complicó el panorama.

A Gabriel lo acusaron de ser uno de los artífices de una protesta que acabó con las ventanas del Congreso ardiendo en fuego. Algunas compañeras cercanas comenzaron a ser detenidas, a él le llegaron rumores de que iba a ser detenido. Luego hicieron memes con su imagen, difundieron información falsa de su familia y corrió el rumor de dos investigaciones judiciales en su contra.
En enero de 2022 dejó el país. “Ese día fue raro. Yo estaba convencidísimo de que venía por tres meses. Entonces no fue nada triste, sino una necesidad urgente de sentirme tranquilo porque me sentía muy inseguro. Mi papá me dijo: ʻYa no regreses, allá estarás mejorʼ”.
Así llegó a la Ciudad de México un domingo en la noche. Se tomó una cerveza con un amigo sin entender qué estaba ocurriendo. Después durmió mucho y un día, inquieto, tocó la puerta de Creatura, una consultoría donde trabajan personas que han sido solidarias con guatemaltecos. Empezó ahí un camino que lo trae hasta el proyecto que hoy lidera: Casa Centroamérica.
Te recomendamos leer el reportaje: Un hombre contra el sistema: la batalla legal de José Rubén Zamora en Guatemala.
Sintió que el presente de sus paisanos era parecido a la diáspora sudafricana durante el apartheid, cuando millones de personas emigraron a Estados Unidos, Reino Unido y otros países africanos sin poder regresar hasta que Nelson Mandela ganó la presidencia. Tomó una hoja en blanco y trazó el plan: intentar lo mismo que la diáspora sudafricana; no sólo sobrevivir, también convocar al pensamiento y diálogo, apostar a lo comunitario. Levantar desde los cimientos una casa donde quepan muchos exilios centroamericanos.
Hoy Gabriel y decenas de exiliados trabajan en la construcción de ese espacio. Editan un boletín con noticias de sus países. Han conseguido algunos fondos para talleres. Se reúnen para hablar, organizarse, sostenerse en el día a día.
Por ahora ocupan una oficina compartida en Creatura en la Colonia Roma, pero sueñan con tener una casa propia con cafetería y comida de sus países, e incluso habitaciones para recibir de emergencia a quien necesite quedarse. Una casa no como posesión sino como hogar-resguardo. También como mensaje: “Que sepan que existimos”.
Aún sin techo propio, Casa Centroamérica ya definió tres ejes: hacer comunidad y preservar la memoria de sus países; investigar patrones y causas del exilio, y cambiar la narrativa que los rodea. Quieren dejar de ser vistos como posibles pandilleros. “Afuera de la Comar, algunos vecinos pusieron carteles diciendo que no querían migrantes”, cuenta Gabriel.

{{ linea }}
Ivannia, que habla mucho hilando ideas con virajes caribeños, relata su vida desde una cafetería en la Narvarte, colonia que hoy llaman Little Managua porque allí se han ido instalando muchos exiliados nicaragüenses. Es hija de un campesino y una cocinera. Nació en 1982 en plena Revolución Sandinista. Creció en ese tiempo que en el pasado significó mejoras concretas para su familia. No lo duda ni un instante,
Tiene la piel aceitunada y una mirada franca: siempre a los ojos. Es psicóloga formada en una universidad pública. Fue docente universitaria y en Nicaragua participó en política de diversas formas. A partir de 2018, en las protestas contra el régimen de los copresidentes Daniel Ortega y Rosario Murillo, cobró relevancia dentro de movimientos estudiantiles, feministas y populares. Fue una de las líderes de la oposición. El 14 de noviembre de 2019 fue encarcelada. El gobierno había tachado de terroristas a un grupo de 13 personas, entre las que estaba Ivannia. Les sembró armas y los presentó ante las cámaras como “La banda de los aguadores”. Lo que habían hecho: entregar agua a las madres de jóvenes asesinados durante las protestas de 2018. La jugada golpeó de vuelta al gobierno como búmeran: al encarcelar activistas y transformarlos en presos políticos, miles de nicaragüenses respondieron distribuyendo agua. Luis Enrique Mejía Godoy, el trovador de la Revolución, el autor de les compuso una canción. Presos por dar agua a quienes protestan, una postal del régimen vuelto mundo al revés.
En la foto de la detención, Ivannia tiene una gran sonrisa. Entonces no imaginaba que pasaría 47 días presa. Luego vino el arresto domiciliario, le redoblaron la vigilancia, agredieron a su familia y ella prefirió irse.
Aunque lleva tres años exiliada en México, no deja de sentirse en Nicaragua. Solo lee noticias de allá, trabaja en una organización enfocada en vigilar los procesos electorales de su país (Urnas Abiertas) y cocina la comida típica que le enseñó su mamá. “Estoy en una espera constante de regresar. Si hubiese una forma en este momento, yo te dejaría aquí y me iría al aeropuerto a tomar un avión sin pensarlo, sin titubear”, dice Ivannia.
Se asume exiliada y le cuesta arraigarse. Nada la detiene en este país, aunque agradece el buen trato que le ha dado. Lleva tres años en México, pero apenas se compró su primera cama porque no quiere tener objetos que la aten a ningún lugar. Vive dentro de la contradicción: aquí está bien-no quiere estar aquí. Intenta adaptarse, pero no logra hacer planes. “Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver".
El softbol le aterriza en el presente y en esta ciudad. Los fines de semana juega en una liga donde ha hecho sus primeras amigas mexicanas.
Otros exiliados políticos también encuentran refugio en México. Cada uno lo vive de forma distinta. Algunos lo resisten con activismo. Otros, con café caliente y pupusas.

{{ linea }}
El exilio es presente. Huir es un verbo que se conjuga todos los días en Centroamérica y México, el territorio por donde fluye una marea humana. Once millones de personas atraviesan el “corredor migratorio” hacia Estados Unidos, según datos de la ONU. Un número que ha crecido exponencialmente durante los últimos 15 años.
Se van huyendo de muchas cosas. De la pobreza, porque en países como Nicaragua el 60% de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día; y en Guatemala 5 de cada 10 niños padecen desnutrición crónica. También huyen de la violencia, como en Honduras, que en 1990 tenía a 156 000 ciudadanos viviendo fuera y ahora tiene al menos 985 000.
Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver.
Es la migración masiva, a pie y a la intemperie de violencias múltiples. La que a veces miramos en caravanas, pero muchas otras veces sufriendo operativos de la Guardia Nacional y el Instituto Nacional de Migración.
Además de esa marea humana que intenta cruzar México —y muchas veces decide afincarse aquí—, a partir del 2018, aproximadamente, empezó también a llegar migración de éxodos políticos: de Nicaragua para huir del camino represivo que tomó lo que fue una revolución, de Guatemala por la persecución judicial que se desató después del cierre de la CICIG, y de El Salvador salen quienes sufren las consecuencias de opinar en contra del presidente Nayib Bukele y sus aliados.
Las personas consultadas para este reportaje son conscientes de que les tocó llegar de una forma privilegiada. Algunos en avión, otros por tierra, pero siempre con redes de apoyo que marcan una gran diferencia con quienes van a la intemperie.
Coinciden en que los funcionarios mexicanos los han recibido muy bien y que las leyes migratorias son buenas, aun cuando encuentran instituciones saturadas. “Mi solicitud de refugio era la 108 000 ¡en el mes!”, cuenta Ivannia. La burocracia mexicana, en la que las migraciones masivas encuentran pocas respuestas, no es igual con los exiliados: tardan poco en concederles el refugio, les facilitan documentación e incluso los ayudan con múltiples trámites. Algunos exiliados ya están nacionalizándose.
{{ linea }}
Hoy Gabriel Wer se mueve por la capital mexicana con soltura e incluso disfrute. Pero en los últimos años, no todos sus días fueron así: “Mi vida era Guatemala aún en México. Cerrar la compu a las 10 de la noche y solo estar conectado con Guatemala por redes. No tenía arraigo a México, estaba aquí en cuerpo, pero mi corazón y cerebro allá. Comencé a tener terapia y mi terapeuta me dijo que son síntomas. Sentí alivio de lo que estaba nombrando”.
Se asumió como exiliado, aunque le sigue incomodando esa palabra. “Es como nombrarme artista, unos zapatos muy grandes que usar porque para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí, nunca digo: ʻSoy exiliadoʼ”.
Tampoco quiere sentirse en una ruleta rusa esperando el tiro que le pueda tocar. Entonces puso un plazo: se queda aquí hasta 2026, cuando la actual fiscal de su país deja el cargo: Consuelo Porras, a quien describe como “abierta adversaria de toda protesta social”.
Mientras tanto, intentará seguir construyendo la Casa Centroamérica y pedirá que le traigan la biblioteca que dejó en su tierra. Salió al exilio con solo un libro, El papel de la belleza (Ediciones del Pensativo, 2020), del poeta desaparecido Luis de Lión.
Durante este año
a pesar de nuestros escritorios destruidos,
a pesar de que hasta el viento nos espía,
a pesar de nuestra desnutrición y nuestros harapos,
hemos aprendido a soñar,
a soñar como peces en un agua solidaria y descontaminada,
a soñar en uno con oxígeno sin smog y sin tiranos,
a soñar. Y esto es bastante.

{{ linea }}
Amarilis Acevedo es una de las más recientes exiliadas.
Es treintañera, universitaria y militante política. Se fue de Nicaragua hacia Costa Rica, pero cuando quiso regresar a su país le negaron la entrada con argumentos burocráticos. Entendió que exiliarse sería el único camino para no acabar presa. Emprendió el camino a México. “Me costó asumirme como exiliada porque había salido con una beca de estudio, me había sentido privilegiada”.
Vive buscando puertas. Se ha sumado a Casa Centroamérica y desde aquí sigue con el activismo que la sacó de su país. Para ella el exilio es tener una vida un poco más cómoda: aquí puede llevar un seguimiento médico porque los estudios son más accesibles; se siente segura en la calle, sin acoso sexual o político porque aun siendo este un país machista, dice “en cinco meses solo una vez sufrí acoso callejero. Las formas de violencia en Nicaragua son más constantes, más recurrentes, más evidentes”. De México como de Costa Rica destaca una particularidad de su exilio como mujer: ha podido vestirse como quiere. En Nicaragua no ocurría.
Para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí.
Conserva como amuleto una bujiíta que está junto a su cama. Bujía llaman allá a lo que aquí le decimos foco, y en este caso no es un foco cualquiera: era parte de los “chayopalos”, como bautizaron a las esculturas metálicas con forma de árbol que la entonces vicepresidenta, Rosario Murillo, instaló en Managua. En 2018, durante las protestas populares, los manifestantes derribaron 20 chayopalos. De ahí viene la bujiíta: un trofeo de la lucha contra el régimen.
Amarilis también extraña a su familia y sus amigos, pero dice vivir el exilio con menos angustia. Cada uno sobrelleva el destierro como puede. Como Gabriel e Ivannia, A. reflexiona en torno de las categorías, en su caso pasa por un tamiz teórico. “No se puede hablar de exilio sino de exilios”, dice y sonríe.
Son exilios determinados por las condiciones socioeconómicas, de clase, de ideología política que no se quedan en el país, sino que van con ellos y que complejizan la construcción de una comunidad en medio del desarraigo y el estrés postraumático del acoso político-judicial. Explica Gabriel: “El exilio es nivelador, pero no dejan de existir estas diferencias. Y vivirlas se hace complejo cuando quieres hacer comunidad”.
Con Gabriel al mando de Casa Centroamérica, aceptan las diferencias y tratan de no borrarlas sino asumirse diversos, integrar el amplio espectro donde hay personas con ideología de izquierda y conservadora. Se acompañan tanto en la nostalgia como en los trámites burocráticos. Cocinan juntos, debaten en torno de la injusticia que es enemigo común y tienen siempre en medio un café caliente que es infaltable marca centroamericana.
Casi sin buscarlo han encontrado una identidad. Ahora se nombran centroamericanos.
Dice Gabriel: “Se empiezan a borrar las líneas de nuestros países y se empieza a ver lo que tenemos en común: el exilio, la admiración por nuestras culturas, las pupusas, las playas. Nos damos cuenta de que no somos tan diferentes”.
{{ linea }}

No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Afuera de su casa la vigilancia era constante. Policías apostados las 24 horas. Ella tenía arresto domiciliario desde hacía más de un año. El régimen nicaragüense la tildó de “terrorista”. Por eso en junio de 2021 decidió huir.
Se escondió en la cajuela del carro de un pariente. Mientras él abría las puertas de la cochera, los perros salieron corriendo. Todo era parte del plan. Cuando los policías estaban distraídos ayudando a capturar a los animales, el auto arrancó con las ventanas abiertas, sin levantar sospechas. Unas cuadras adelante ella salió de la cajuela, se puso al volante y pisó el acelerador.
Los policías la siguieron por varias calles hasta que logró perderlos. Se detuvo en una gasolinera, entró al baño, se cambió de ropa. Al salir la esperaba una motocicleta con las llaves puestas, tal como lo había planeado. Siguió manejando rumbo a la frontera con Honduras.
Pasó días escondida en casa de amigos, una madrugada decidió seguir. Caminó cinco horas hasta el río que marca la frontera con Honduras. Cruzó el cauce nadando. Ya estaba del otro lado, casi sentía alivio cuando topó de frente con un oficial de migración nicaragüense: No estaba en Honduras todavía, había fracasado. Se derrumbó al verse cansada y, además, descubierta.
—Todavía estás en Nicaragua. ¡Tenés que seguir caminando, Ivannia! ¡Te falta poquito! —dijo el oficial que la había reconocido.
—Ya no puedo… —Respondió ella, mareada, no entendía.
—Tenés que seguir caminando. Te falta poquito —Insistió él, fingiendo no haberla visto.
Estaba agotada, se dejó caer. Pocos minutos después apareció un bus rojo. Frenó y una mujer se asomó al abrirse la puerta.
–Sube, Ivannia. Me dijo el oficial que te llevara–, fueron las palabras de la conductora.
Y así, con hilos invisibles tejidos por desconocidos, Ivannia Álvarez logró huir de Nicaragua. Un país donde gobernó una revolución que hoy, deteriorada al absurdo, multiplicó presos políticos, despojó de su nacionalidad y expulsó del país a 135 personas, incluidos líderes históricos del mismo movimiento que le dio origen.
Como ella, cientos de personas de Nicaragua y otros países de Centroamérica han llegado a México en los últimos años. Activistas, abogados, periodistas, líderes políticos, agentes del Ministerio Público, fiscales. Huyen de la persecución política, de causas fabricadas en su contra, de procesos judiciales amañados, del rumor insistente de que podrían ser los siguientes en prisión. Se van también porque no soportan realidades políticas que sienten aplastantes.
Te puede interesar leer este perfil del presidente de Guatemala: La “nueva primavera” de Arévalo desafía el “pacto de corruptos”
No existen cifras oficiales ni recuentos detallados, pero se estima que solo en la Ciudad de México hay entre 150 y 200 nicaragüenses, 40 guatemaltecos y, al menos, 20 salvadoreños en busca de refugio por razones políticas.
Muchos han permanecido en silencio, hasta ahora ha sido una suerte de migración invisible. Algunos se nombran refugiados, otros diáspora, desterrados o exiliados, pero decenas de ellos están organizándose en un esfuerzo colectivo que llaman Casa Centroamérica.

{{ linea }}
Exilio, según la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), es la separación de la persona de la tierra en donde vive. Sin embargo, la historia le ha dado otra carga: el exilio ha sido la huida de miles de personas por razones políticas desde la Guerra Civil española, las dictaduras de Sudamérica, el Conflicto Armado Interno en los años ochenta en Guatemala. Hay antecedentes hace dos siglos, cuando la Guerra Federal Centroamericana (1826-1929), pero sobre todo el número de personas exiliadas creció exponencialmente durante la segunda mitad del siglo XX. Y México tiene tradición de recibir a poblaciones exiliadas.
“El exilio —dice Gabriel Wer— más que categoría institucional es política”. En su concepción el exiliado tiene calidad de víctima, pero también de agencia. Mezclando conceptos teóricos, leyes, ejemplos, lleva la conversación hacia su idea favorita: diáspora.
Gabriel Wer está en varias pistas a la vez. Responde la entrevista sin dejar de teclear en su computadora y cada tanto contesta algo en su celular. No pierde el hilo de la conversación ni mucho menos la lucidez; cita datos y pausa todo cuando quiere ahondar en algo.
Tiene 42 años. Es licenciado en Administración y maestro en Literatura Hispanoamericana. Nació y creció en Guatemala. En el 2015, cuando su país se sacudía con un vendaval de esperanza justiciera que representaba la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala, la CICIG, comenzó a involucrarse en protestas y se convirtió en activista. Convocó por redes sociales con otras personas a quienes no conocía. Empezó una bola que fue creciendo hasta transformarse en las manifestaciones anticorrupción conocidas como #RenunciaYa. “Eso me metió en un torbellino. Nunca antes me había manifestado ni hecho activismo”, afirma.
Siguió y fundó organizaciones civiles y no gubernamentales como JusticiaYa e Instituto 25A. Fue tejiendo redes entre colectivos, un hacer con el que se sintió pleno. Ya no solo le preocupaba la corrupción sino también la justicia social. Se transformó en figura pública, politizada. Y llegaron las represalias. “Se metieron a mi Facebook, sacaron mis fotos, empezaron a decir que la CICIG pagaba mis vacaciones. Cuando JusticiaYa publicaba cosas, me llegaban coletazos de acoso, amenazas”.
Fueron años convulsos en su país. La presencia de la CICIG y el trabajo de abogados, fiscales y activistas llevaron a la cárcel a personas que hasta entonces se pensaban intocables, como el presidente Otto Pérez Molina, militares, empresarios e integrantes de las élites guatemaltecas.
En venganza, en el 2019 el gobierno expulsó a la CICIG y comenzó la cacería. Los investigadores internacionales abandonaron el país, los locales fueron perseguidos y a los activistas también se les complicó el panorama.

A Gabriel lo acusaron de ser uno de los artífices de una protesta que acabó con las ventanas del Congreso ardiendo en fuego. Algunas compañeras cercanas comenzaron a ser detenidas, a él le llegaron rumores de que iba a ser detenido. Luego hicieron memes con su imagen, difundieron información falsa de su familia y corrió el rumor de dos investigaciones judiciales en su contra.
En enero de 2022 dejó el país. “Ese día fue raro. Yo estaba convencidísimo de que venía por tres meses. Entonces no fue nada triste, sino una necesidad urgente de sentirme tranquilo porque me sentía muy inseguro. Mi papá me dijo: ʻYa no regreses, allá estarás mejorʼ”.
Así llegó a la Ciudad de México un domingo en la noche. Se tomó una cerveza con un amigo sin entender qué estaba ocurriendo. Después durmió mucho y un día, inquieto, tocó la puerta de Creatura, una consultoría donde trabajan personas que han sido solidarias con guatemaltecos. Empezó ahí un camino que lo trae hasta el proyecto que hoy lidera: Casa Centroamérica.
Te recomendamos leer el reportaje: Un hombre contra el sistema: la batalla legal de José Rubén Zamora en Guatemala.
Sintió que el presente de sus paisanos era parecido a la diáspora sudafricana durante el apartheid, cuando millones de personas emigraron a Estados Unidos, Reino Unido y otros países africanos sin poder regresar hasta que Nelson Mandela ganó la presidencia. Tomó una hoja en blanco y trazó el plan: intentar lo mismo que la diáspora sudafricana; no sólo sobrevivir, también convocar al pensamiento y diálogo, apostar a lo comunitario. Levantar desde los cimientos una casa donde quepan muchos exilios centroamericanos.
Hoy Gabriel y decenas de exiliados trabajan en la construcción de ese espacio. Editan un boletín con noticias de sus países. Han conseguido algunos fondos para talleres. Se reúnen para hablar, organizarse, sostenerse en el día a día.
Por ahora ocupan una oficina compartida en Creatura en la Colonia Roma, pero sueñan con tener una casa propia con cafetería y comida de sus países, e incluso habitaciones para recibir de emergencia a quien necesite quedarse. Una casa no como posesión sino como hogar-resguardo. También como mensaje: “Que sepan que existimos”.
Aún sin techo propio, Casa Centroamérica ya definió tres ejes: hacer comunidad y preservar la memoria de sus países; investigar patrones y causas del exilio, y cambiar la narrativa que los rodea. Quieren dejar de ser vistos como posibles pandilleros. “Afuera de la Comar, algunos vecinos pusieron carteles diciendo que no querían migrantes”, cuenta Gabriel.

{{ linea }}
Ivannia, que habla mucho hilando ideas con virajes caribeños, relata su vida desde una cafetería en la Narvarte, colonia que hoy llaman Little Managua porque allí se han ido instalando muchos exiliados nicaragüenses. Es hija de un campesino y una cocinera. Nació en 1982 en plena Revolución Sandinista. Creció en ese tiempo que en el pasado significó mejoras concretas para su familia. No lo duda ni un instante,
Tiene la piel aceitunada y una mirada franca: siempre a los ojos. Es psicóloga formada en una universidad pública. Fue docente universitaria y en Nicaragua participó en política de diversas formas. A partir de 2018, en las protestas contra el régimen de los copresidentes Daniel Ortega y Rosario Murillo, cobró relevancia dentro de movimientos estudiantiles, feministas y populares. Fue una de las líderes de la oposición. El 14 de noviembre de 2019 fue encarcelada. El gobierno había tachado de terroristas a un grupo de 13 personas, entre las que estaba Ivannia. Les sembró armas y los presentó ante las cámaras como “La banda de los aguadores”. Lo que habían hecho: entregar agua a las madres de jóvenes asesinados durante las protestas de 2018. La jugada golpeó de vuelta al gobierno como búmeran: al encarcelar activistas y transformarlos en presos políticos, miles de nicaragüenses respondieron distribuyendo agua. Luis Enrique Mejía Godoy, el trovador de la Revolución, el autor de les compuso una canción. Presos por dar agua a quienes protestan, una postal del régimen vuelto mundo al revés.
En la foto de la detención, Ivannia tiene una gran sonrisa. Entonces no imaginaba que pasaría 47 días presa. Luego vino el arresto domiciliario, le redoblaron la vigilancia, agredieron a su familia y ella prefirió irse.
Aunque lleva tres años exiliada en México, no deja de sentirse en Nicaragua. Solo lee noticias de allá, trabaja en una organización enfocada en vigilar los procesos electorales de su país (Urnas Abiertas) y cocina la comida típica que le enseñó su mamá. “Estoy en una espera constante de regresar. Si hubiese una forma en este momento, yo te dejaría aquí y me iría al aeropuerto a tomar un avión sin pensarlo, sin titubear”, dice Ivannia.
Se asume exiliada y le cuesta arraigarse. Nada la detiene en este país, aunque agradece el buen trato que le ha dado. Lleva tres años en México, pero apenas se compró su primera cama porque no quiere tener objetos que la aten a ningún lugar. Vive dentro de la contradicción: aquí está bien-no quiere estar aquí. Intenta adaptarse, pero no logra hacer planes. “Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver".
El softbol le aterriza en el presente y en esta ciudad. Los fines de semana juega en una liga donde ha hecho sus primeras amigas mexicanas.
Otros exiliados políticos también encuentran refugio en México. Cada uno lo vive de forma distinta. Algunos lo resisten con activismo. Otros, con café caliente y pupusas.

{{ linea }}
El exilio es presente. Huir es un verbo que se conjuga todos los días en Centroamérica y México, el territorio por donde fluye una marea humana. Once millones de personas atraviesan el “corredor migratorio” hacia Estados Unidos, según datos de la ONU. Un número que ha crecido exponencialmente durante los últimos 15 años.
Se van huyendo de muchas cosas. De la pobreza, porque en países como Nicaragua el 60% de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día; y en Guatemala 5 de cada 10 niños padecen desnutrición crónica. También huyen de la violencia, como en Honduras, que en 1990 tenía a 156 000 ciudadanos viviendo fuera y ahora tiene al menos 985 000.
Mi único plan, el único plan seguro que tengo es regresar […] estoy en una espera constante de poder volver.
Es la migración masiva, a pie y a la intemperie de violencias múltiples. La que a veces miramos en caravanas, pero muchas otras veces sufriendo operativos de la Guardia Nacional y el Instituto Nacional de Migración.
Además de esa marea humana que intenta cruzar México —y muchas veces decide afincarse aquí—, a partir del 2018, aproximadamente, empezó también a llegar migración de éxodos políticos: de Nicaragua para huir del camino represivo que tomó lo que fue una revolución, de Guatemala por la persecución judicial que se desató después del cierre de la CICIG, y de El Salvador salen quienes sufren las consecuencias de opinar en contra del presidente Nayib Bukele y sus aliados.
Las personas consultadas para este reportaje son conscientes de que les tocó llegar de una forma privilegiada. Algunos en avión, otros por tierra, pero siempre con redes de apoyo que marcan una gran diferencia con quienes van a la intemperie.
Coinciden en que los funcionarios mexicanos los han recibido muy bien y que las leyes migratorias son buenas, aun cuando encuentran instituciones saturadas. “Mi solicitud de refugio era la 108 000 ¡en el mes!”, cuenta Ivannia. La burocracia mexicana, en la que las migraciones masivas encuentran pocas respuestas, no es igual con los exiliados: tardan poco en concederles el refugio, les facilitan documentación e incluso los ayudan con múltiples trámites. Algunos exiliados ya están nacionalizándose.
{{ linea }}
Hoy Gabriel Wer se mueve por la capital mexicana con soltura e incluso disfrute. Pero en los últimos años, no todos sus días fueron así: “Mi vida era Guatemala aún en México. Cerrar la compu a las 10 de la noche y solo estar conectado con Guatemala por redes. No tenía arraigo a México, estaba aquí en cuerpo, pero mi corazón y cerebro allá. Comencé a tener terapia y mi terapeuta me dijo que son síntomas. Sentí alivio de lo que estaba nombrando”.
Se asumió como exiliado, aunque le sigue incomodando esa palabra. “Es como nombrarme artista, unos zapatos muy grandes que usar porque para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí, nunca digo: ʻSoy exiliadoʼ”.
Tampoco quiere sentirse en una ruleta rusa esperando el tiro que le pueda tocar. Entonces puso un plazo: se queda aquí hasta 2026, cuando la actual fiscal de su país deja el cargo: Consuelo Porras, a quien describe como “abierta adversaria de toda protesta social”.
Mientras tanto, intentará seguir construyendo la Casa Centroamérica y pedirá que le traigan la biblioteca que dejó en su tierra. Salió al exilio con solo un libro, El papel de la belleza (Ediciones del Pensativo, 2020), del poeta desaparecido Luis de Lión.
Durante este año
a pesar de nuestros escritorios destruidos,
a pesar de que hasta el viento nos espía,
a pesar de nuestra desnutrición y nuestros harapos,
hemos aprendido a soñar,
a soñar como peces en un agua solidaria y descontaminada,
a soñar en uno con oxígeno sin smog y sin tiranos,
a soñar. Y esto es bastante.

{{ linea }}
Amarilis Acevedo es una de las más recientes exiliadas.
Es treintañera, universitaria y militante política. Se fue de Nicaragua hacia Costa Rica, pero cuando quiso regresar a su país le negaron la entrada con argumentos burocráticos. Entendió que exiliarse sería el único camino para no acabar presa. Emprendió el camino a México. “Me costó asumirme como exiliada porque había salido con una beca de estudio, me había sentido privilegiada”.
Vive buscando puertas. Se ha sumado a Casa Centroamérica y desde aquí sigue con el activismo que la sacó de su país. Para ella el exilio es tener una vida un poco más cómoda: aquí puede llevar un seguimiento médico porque los estudios son más accesibles; se siente segura en la calle, sin acoso sexual o político porque aun siendo este un país machista, dice “en cinco meses solo una vez sufrí acoso callejero. Las formas de violencia en Nicaragua son más constantes, más recurrentes, más evidentes”. De México como de Costa Rica destaca una particularidad de su exilio como mujer: ha podido vestirse como quiere. En Nicaragua no ocurría.
Para mí la figura del exiliado era de la gente que enfrenta grandes luchas […] Me ha costado nombrarme desde ahí.
Conserva como amuleto una bujiíta que está junto a su cama. Bujía llaman allá a lo que aquí le decimos foco, y en este caso no es un foco cualquiera: era parte de los “chayopalos”, como bautizaron a las esculturas metálicas con forma de árbol que la entonces vicepresidenta, Rosario Murillo, instaló en Managua. En 2018, durante las protestas populares, los manifestantes derribaron 20 chayopalos. De ahí viene la bujiíta: un trofeo de la lucha contra el régimen.
Amarilis también extraña a su familia y sus amigos, pero dice vivir el exilio con menos angustia. Cada uno sobrelleva el destierro como puede. Como Gabriel e Ivannia, A. reflexiona en torno de las categorías, en su caso pasa por un tamiz teórico. “No se puede hablar de exilio sino de exilios”, dice y sonríe.
Son exilios determinados por las condiciones socioeconómicas, de clase, de ideología política que no se quedan en el país, sino que van con ellos y que complejizan la construcción de una comunidad en medio del desarraigo y el estrés postraumático del acoso político-judicial. Explica Gabriel: “El exilio es nivelador, pero no dejan de existir estas diferencias. Y vivirlas se hace complejo cuando quieres hacer comunidad”.
Con Gabriel al mando de Casa Centroamérica, aceptan las diferencias y tratan de no borrarlas sino asumirse diversos, integrar el amplio espectro donde hay personas con ideología de izquierda y conservadora. Se acompañan tanto en la nostalgia como en los trámites burocráticos. Cocinan juntos, debaten en torno de la injusticia que es enemigo común y tienen siempre en medio un café caliente que es infaltable marca centroamericana.
Casi sin buscarlo han encontrado una identidad. Ahora se nombran centroamericanos.
Dice Gabriel: “Se empiezan a borrar las líneas de nuestros países y se empieza a ver lo que tenemos en común: el exilio, la admiración por nuestras culturas, las pupusas, las playas. Nos damos cuenta de que no somos tan diferentes”.
{{ linea }}
No items found.