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Quienes llegan al recinto se persignan y agachan la cabeza, como si quisieran estar a solas, resguardados en su conciencia. Foto: César Dorado.
Una de las celebraciones religiosas más grandes del mundo ocurre al norte de la Ciudad de México, donde miles de peregrinos acuden a venerar a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre.
Arrodillados andan los peregrinos bajo un sol que los azota desde la espalda hasta los talones cuarteados y ampollados. El camino de algunos empezó meses atrás; el de otros, apenas hace unos días. El cuerpo resiste porque, en su ruta, la fe es la columna vertebral que evita su caída en medio de la explanada donde vienen a agradecer o clamar por un milagro, disculparse por faltar a su palabra o ser bendecidos.
La Basílica de Guadalupe es el ágora donde confluye la angustia, el miedo y la melancolía, al tiempo que se baila con inspiración y se ríe motivado por la fe desbordada en el santuario de la ”Morenita”: una leyenda configurada hace 493 años en el cerro del Tepeyac, y que hoy es inmortalizada en figuras de yeso, cobijas, graffitis y tatuajes.
También es una figura que bajo su manto verde esconde la esencia de Tonantzin, la diosa madre de Quetzalcóatl y la cultura mexica. La misma diosa a la que se desterró de su templo en el cerro del Tepeyac para construir la ermita de la Virgen, estandarte de evangelización de la conquista española.
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Más allá de la festividad mariana, las escenas en el recinto atraviesan cualquier límite de realidad que podamos imaginar. La adoración en el aniversario de la Virgen de Guadalupe rompe con cualquier idea de religiosidad; más allá de las alabanzas, aquí se truenan cohetes, se canta con mariachi, se entonan las mañanitas y se transmite el evento en televisión nacional para que, creyentes o no, vean el espectáculo religioso.
Esto se pinta como una obra de arte en la que se mezclan todos, y la fe se adorna con paliacates, tenis o huaraches, ropa de manta o playeras estampadas: atavíos portados con amor por aquellos albañiles, herreros y comerciantes de la Sierra Norte de Puebla que vienen a agradecer el regalo del trabajo honrado y la abundancia que les otorga “la madre de todos”.
Quienes llegan al recinto se persignan y agachan la cabeza, como si quisieran estar a solas, resguardados en su conciencia, en intimidad con su devoción para solicitar que una deidad resuelva aquello que en el plano terrenal es imposible. Entonces se establece una intimidad más profunda y silenciosa por la que se filtra la conmoción de estar en el momento presente.
Afuera, en el atrio, distintos grupos descansan en medio de un campamento improvisado de casas de campaña y cobijas estampadas, los acompañan en su sueño los pasos de danzantes y los mariachis que van por la cuarta vuelta de mañanitas a la Virgen.
Cuando el sol mengua, la fe guadalupana perdura en las conversaciones , el trabajo, las penas, los hijos, la vida, la muerte…, incluso en los milagros.
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Una de las celebraciones religiosas más grandes del mundo ocurre al norte de la Ciudad de México, donde miles de peregrinos acuden a venerar a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre.
Arrodillados andan los peregrinos bajo un sol que los azota desde la espalda hasta los talones cuarteados y ampollados. El camino de algunos empezó meses atrás; el de otros, apenas hace unos días. El cuerpo resiste porque, en su ruta, la fe es la columna vertebral que evita su caída en medio de la explanada donde vienen a agradecer o clamar por un milagro, disculparse por faltar a su palabra o ser bendecidos.
La Basílica de Guadalupe es el ágora donde confluye la angustia, el miedo y la melancolía, al tiempo que se baila con inspiración y se ríe motivado por la fe desbordada en el santuario de la ”Morenita”: una leyenda configurada hace 493 años en el cerro del Tepeyac, y que hoy es inmortalizada en figuras de yeso, cobijas, graffitis y tatuajes.
También es una figura que bajo su manto verde esconde la esencia de Tonantzin, la diosa madre de Quetzalcóatl y la cultura mexica. La misma diosa a la que se desterró de su templo en el cerro del Tepeyac para construir la ermita de la Virgen, estandarte de evangelización de la conquista española.
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Más allá de la festividad mariana, las escenas en el recinto atraviesan cualquier límite de realidad que podamos imaginar. La adoración en el aniversario de la Virgen de Guadalupe rompe con cualquier idea de religiosidad; más allá de las alabanzas, aquí se truenan cohetes, se canta con mariachi, se entonan las mañanitas y se transmite el evento en televisión nacional para que, creyentes o no, vean el espectáculo religioso.
Esto se pinta como una obra de arte en la que se mezclan todos, y la fe se adorna con paliacates, tenis o huaraches, ropa de manta o playeras estampadas: atavíos portados con amor por aquellos albañiles, herreros y comerciantes de la Sierra Norte de Puebla que vienen a agradecer el regalo del trabajo honrado y la abundancia que les otorga “la madre de todos”.
Quienes llegan al recinto se persignan y agachan la cabeza, como si quisieran estar a solas, resguardados en su conciencia, en intimidad con su devoción para solicitar que una deidad resuelva aquello que en el plano terrenal es imposible. Entonces se establece una intimidad más profunda y silenciosa por la que se filtra la conmoción de estar en el momento presente.
Afuera, en el atrio, distintos grupos descansan en medio de un campamento improvisado de casas de campaña y cobijas estampadas, los acompañan en su sueño los pasos de danzantes y los mariachis que van por la cuarta vuelta de mañanitas a la Virgen.
Cuando el sol mengua, la fe guadalupana perdura en las conversaciones , el trabajo, las penas, los hijos, la vida, la muerte…, incluso en los milagros.
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Quienes llegan al recinto se persignan y agachan la cabeza, como si quisieran estar a solas, resguardados en su conciencia. Foto: César Dorado.
Una de las celebraciones religiosas más grandes del mundo ocurre al norte de la Ciudad de México, donde miles de peregrinos acuden a venerar a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre.
Arrodillados andan los peregrinos bajo un sol que los azota desde la espalda hasta los talones cuarteados y ampollados. El camino de algunos empezó meses atrás; el de otros, apenas hace unos días. El cuerpo resiste porque, en su ruta, la fe es la columna vertebral que evita su caída en medio de la explanada donde vienen a agradecer o clamar por un milagro, disculparse por faltar a su palabra o ser bendecidos.
La Basílica de Guadalupe es el ágora donde confluye la angustia, el miedo y la melancolía, al tiempo que se baila con inspiración y se ríe motivado por la fe desbordada en el santuario de la ”Morenita”: una leyenda configurada hace 493 años en el cerro del Tepeyac, y que hoy es inmortalizada en figuras de yeso, cobijas, graffitis y tatuajes.
También es una figura que bajo su manto verde esconde la esencia de Tonantzin, la diosa madre de Quetzalcóatl y la cultura mexica. La misma diosa a la que se desterró de su templo en el cerro del Tepeyac para construir la ermita de la Virgen, estandarte de evangelización de la conquista española.
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Más allá de la festividad mariana, las escenas en el recinto atraviesan cualquier límite de realidad que podamos imaginar. La adoración en el aniversario de la Virgen de Guadalupe rompe con cualquier idea de religiosidad; más allá de las alabanzas, aquí se truenan cohetes, se canta con mariachi, se entonan las mañanitas y se transmite el evento en televisión nacional para que, creyentes o no, vean el espectáculo religioso.
Esto se pinta como una obra de arte en la que se mezclan todos, y la fe se adorna con paliacates, tenis o huaraches, ropa de manta o playeras estampadas: atavíos portados con amor por aquellos albañiles, herreros y comerciantes de la Sierra Norte de Puebla que vienen a agradecer el regalo del trabajo honrado y la abundancia que les otorga “la madre de todos”.
Quienes llegan al recinto se persignan y agachan la cabeza, como si quisieran estar a solas, resguardados en su conciencia, en intimidad con su devoción para solicitar que una deidad resuelva aquello que en el plano terrenal es imposible. Entonces se establece una intimidad más profunda y silenciosa por la que se filtra la conmoción de estar en el momento presente.
Afuera, en el atrio, distintos grupos descansan en medio de un campamento improvisado de casas de campaña y cobijas estampadas, los acompañan en su sueño los pasos de danzantes y los mariachis que van por la cuarta vuelta de mañanitas a la Virgen.
Cuando el sol mengua, la fe guadalupana perdura en las conversaciones , el trabajo, las penas, los hijos, la vida, la muerte…, incluso en los milagros.
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Arrodillados andan los peregrinos bajo un sol que los azota desde la espalda hasta los talones cuarteados y ampollados. El camino de algunos empezó meses atrás; el de otros, apenas hace unos días. El cuerpo resiste porque, en su ruta, la fe es la columna vertebral que evita su caída en medio de la explanada donde vienen a agradecer o clamar por un milagro, disculparse por faltar a su palabra o ser bendecidos.
La Basílica de Guadalupe es el ágora donde confluye la angustia, el miedo y la melancolía, al tiempo que se baila con inspiración y se ríe motivado por la fe desbordada en el santuario de la ”Morenita”: una leyenda configurada hace 493 años en el cerro del Tepeyac, y que hoy es inmortalizada en figuras de yeso, cobijas, graffitis y tatuajes.
También es una figura que bajo su manto verde esconde la esencia de Tonantzin, la diosa madre de Quetzalcóatl y la cultura mexica. La misma diosa a la que se desterró de su templo en el cerro del Tepeyac para construir la ermita de la Virgen, estandarte de evangelización de la conquista española.
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Más allá de la festividad mariana, las escenas en el recinto atraviesan cualquier límite de realidad que podamos imaginar. La adoración en el aniversario de la Virgen de Guadalupe rompe con cualquier idea de religiosidad; más allá de las alabanzas, aquí se truenan cohetes, se canta con mariachi, se entonan las mañanitas y se transmite el evento en televisión nacional para que, creyentes o no, vean el espectáculo religioso.
Esto se pinta como una obra de arte en la que se mezclan todos, y la fe se adorna con paliacates, tenis o huaraches, ropa de manta o playeras estampadas: atavíos portados con amor por aquellos albañiles, herreros y comerciantes de la Sierra Norte de Puebla que vienen a agradecer el regalo del trabajo honrado y la abundancia que les otorga “la madre de todos”.
Quienes llegan al recinto se persignan y agachan la cabeza, como si quisieran estar a solas, resguardados en su conciencia, en intimidad con su devoción para solicitar que una deidad resuelva aquello que en el plano terrenal es imposible. Entonces se establece una intimidad más profunda y silenciosa por la que se filtra la conmoción de estar en el momento presente.
Afuera, en el atrio, distintos grupos descansan en medio de un campamento improvisado de casas de campaña y cobijas estampadas, los acompañan en su sueño los pasos de danzantes y los mariachis que van por la cuarta vuelta de mañanitas a la Virgen.
Cuando el sol mengua, la fe guadalupana perdura en las conversaciones , el trabajo, las penas, los hijos, la vida, la muerte…, incluso en los milagros.
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Arrodillados andan los peregrinos bajo un sol que los azota desde la espalda hasta los talones cuarteados y ampollados. El camino de algunos empezó meses atrás; el de otros, apenas hace unos días. El cuerpo resiste porque, en su ruta, la fe es la columna vertebral que evita su caída en medio de la explanada donde vienen a agradecer o clamar por un milagro, disculparse por faltar a su palabra o ser bendecidos.
La Basílica de Guadalupe es el ágora donde confluye la angustia, el miedo y la melancolía, al tiempo que se baila con inspiración y se ríe motivado por la fe desbordada en el santuario de la ”Morenita”: una leyenda configurada hace 493 años en el cerro del Tepeyac, y que hoy es inmortalizada en figuras de yeso, cobijas, graffitis y tatuajes.
También es una figura que bajo su manto verde esconde la esencia de Tonantzin, la diosa madre de Quetzalcóatl y la cultura mexica. La misma diosa a la que se desterró de su templo en el cerro del Tepeyac para construir la ermita de la Virgen, estandarte de evangelización de la conquista española.
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Esto se pinta como una obra de arte en la que se mezclan todos, y la fe se adorna con paliacates, tenis o huaraches, ropa de manta o playeras estampadas: atavíos portados con amor por aquellos albañiles, herreros y comerciantes de la Sierra Norte de Puebla que vienen a agradecer el regalo del trabajo honrado y la abundancia que les otorga “la madre de todos”.
Quienes llegan al recinto se persignan y agachan la cabeza, como si quisieran estar a solas, resguardados en su conciencia, en intimidad con su devoción para solicitar que una deidad resuelva aquello que en el plano terrenal es imposible. Entonces se establece una intimidad más profunda y silenciosa por la que se filtra la conmoción de estar en el momento presente.
Afuera, en el atrio, distintos grupos descansan en medio de un campamento improvisado de casas de campaña y cobijas estampadas, los acompañan en su sueño los pasos de danzantes y los mariachis que van por la cuarta vuelta de mañanitas a la Virgen.
Cuando el sol mengua, la fe guadalupana perdura en las conversaciones , el trabajo, las penas, los hijos, la vida, la muerte…, incluso en los milagros.
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