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Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
Testimonios y datos del más profundo desamparo: el que viven las infancias en hogares destrozados por el consumo problemático de sustancias adictivas.
En México, los niñes y adolescentes hijes de toxicómanos son un grupo en alto riesgo y, sin embargo, sus derechos están desdibujados en las políticas públicas concernientes a las drogas. Esto se comprueba especialmente en los contextos de consumo de metanfetamina, los cuales han crecido de forma imparable en todo el país, minando la estabilidad de miles de hogares. Los testimonios y análisis de datos que leerán a continuación pretenden explicar la situación del fenómeno.
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Notas sobre el texto:
i) Se cambió el nombre de todos los niñes y adolescentes que brindaron su testimonio y aparecen en este reportaje para proteger su anonimato; ii) A fin de facilitar la lectura, se añadió un asterisco (*) para indicar cuando se menciona un dato obtenido mediante las más de 300 solicitudes de información solicitadas vía Transparencia durante la elaboración de este trabajo, y iii) A modo de inclusión, se usa “niñe” para referirse a niñas y niños, “hijes” para hijos e hijas, y “parentela” para padre y madre.
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No existe ningún censo oficial en México que muestre la cantidad de niñes y adolescentes hijes de usuarios de drogas ni diagnóstico sobre sus condiciones de vida. No se sabe cuántos son ni dónde ni cómo están o si ya comieron, si faltaron a la escuela, si han desarrollado adicción o si están a merced de su suerte, en orfandad; también se ignora quién los cuida o si alguien los maltrata ni si el Estado está garantizando el derecho superior de la niñez. Además, hay un universo desconocido, con una “zona” particularmente oscura: las familias con un consumo problemático y disfuncional. De ellas nos ocuparemos en este reportaje.
La más reciente Encuesta nacional de consumo de drogas, alcohol y tabaco se publicó en 2017. Da cuenta de 8.5 millones de consumidores de sustancias adictivas en el país; de ellos, medio millón reconocieron ser dependientes. Son datos viejos, de una época en la que la marihuana era la droga ilícita más común, justo cuando otra comenzaba a cobrar protagonismo: la metanfetamina o cristal.
En su último informe, el Sistema de Vigilancia Epidemiológica de las Adicciones (SISVEA) de la Secretaría de Salud[1] alertó que, desde 2017 y hasta el 2023, el cristal se colocó como la segunda droga ilícita con la que se inicia el consumo de sustancias adictivas, por detrás de la marihuana. Esta se ha posicionado en el 90% del territorio nacional como la droga de mayor impacto; es decir, el motivo principal por el que los consumidores pidieron ayuda: seis de cada diez personas que han acudido a centros de rehabilitación no gubernamentales del país tienen problemas con la anfetamina.
Sin embargo, las estadísticas nacionales no incluyen datos sobre si estas personas tienen hijes menores de edad. Los Centros de Integración Juvenil (CIJ), órganos sectorizados de la Secretaría de Salud dedicados al tratamiento de consumo de drogas, son las únicas instancias que tiene información con la cual construir un aproximado. De 2014 a la fecha los centros han tratado a 270 000 personas*. Sin embargo, solo al 16% —los que acuden con regularidad— se les aplicó un cuestionario sobre su situación familiar.
A partir de este panorama calculamos que en 2021 había al menos 12 000 niñes y adolescentes* en México criados en familias con consumo problemático de sustancias adictivas. Cuatro de cada diez de estos niñes creció con la presencia de la metanfetamina en sus hogares.
Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
Los lugares equivocados
No entendía lo que pasaba. Su papá subía y bajaba frenético las escaleras de la casa. “¡Me van a matar!”, gritaba. El diagnóstico era delirio de persecución, pero Olivia era una niña y no sabía de hospitales ni de drogas, a las que era adicto su papá, Ramón, un ingeniero civil, contratista del gobierno de la CDMX. La primera vez que lo vio drogándose más bien lo escuchó: un sniiiifff y la nariz empolvada. Aunque no solo era la coca, sino también el alcohol y otras drogas —sí, metanfetamina—, con las que ella tuvo que convivir hasta que cumplió 21 años, cuando todo acabó con la muerte intempestiva de su padre.
Con los años Olivia aprendió a medir la severidad del problema en el número de muebles: entre menos muebles más deuda y consumo de Ramón. Cuando Olivia tenía 21 años, la casa llegó a estar completamente vacía, con todo empeñado o en las manos de los narcomenudistas que le surtían droga a su papá, y que solían irrumpir para cobrarse por su cuenta. Y ahí es cuando su padre no pudo más y se suicidó. En la casa quedó un bolígrafo, una lata, Olivia, su hermanito y nada ni nadie más porque su mamá, quien también desarrolló una adicción al alcohol, ya los había abandonado.
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Estas son experiencias de vida que realmente no le deseo a nadie. Sin embargo, sé que no soy la única. Hay tantas chicas y mujeres que dicen que un familiar cercano no pudo superar la lucha. Y somos tantas. Y no hablamos de ello. ¿Cuántas veces llegamos a una clínica [de rehabilitación] y solo se enfocan en él? Y no se enfocan en su esposa, en sus hijos. Debería haber una conciencia de que la persona enferma afecta a todos a su alrededor; afecta a toda la familia. Yo consumí cocaína en algún momento. Quería usarla para entender lo que mi papá sentía: ¿qué lo había enganchado?, ¿qué era tan placentero?, ¿qué… si valía tanto la pena? Me refugié en muchas cosas malas, incluido el alcohol, [con el que] me emborrachaba hasta perder el sentido. Estuve con muchas parejas, buscaba afecto y amor en los lugares equivocados porque había ausencia. Buscaba a alguien que tuviera problemas, que fuera alcohólico o drogadicto porque quería salvarlo, quería tener la satisfacción de decir: ʻQuizá no pude salvar a mi papá, pero pude salvarlo a élʼ.
Las líneas anteriores son la experiencia que Olivia compartió recientemente en el marco de un programa especial encabezado por la Unión Europea, incluido en un informe sobre los miles de niñes y adolescentes hijes de usuarios de sustancias ilícitas que han sido ignorados en las políticas de drogas y derechos de las infancias en México —y el mundo—. Y es que la experiencia de esta población, afectada por el consumo problemático de su padre, madre o tutor, no se contempla en la respuesta de los servicios públicos de salud, educación o asesoría victimal, ni en las directrices para la prevención, rehabilitación e intervención en casos de adicción en este país.
La carencia y la ausencia son causa de este tipo de situaciones. A la sala de urgencias llega una recién nacida en pleno síndrome de abstinencia por múltiples drogas. Un bebé muere intoxicado por narcóticos en manos de los doctores. El pequeño Luca y sus cinco hermanitos se crian solos porque su mamá lleva una década presa sin sentencia, por portar una microdosis de metanfetamina. A Sara y sus dos hermanitos la autoridad los rescata de un diminuto cuarto de cartón, entre heces fecales, con desnutrición y temerosos de los arrebatos de sus progenitores, dependientes del cristal. Lola intenta suicidarse al salir de la secundaria porque no sabe cómo lidiar con su papá, un sicario adicto a varias sustancias. A Carlitos lo separan de su madre, con policonsumo, y pasa su adolescencia en un anexo clandestino, en el que estuvo tres meses agonizando por torturas sufridas ahí adentro.
Son casos recientes —de los que supe por entrevistas y documentos oficiales en mi poder— de niñes de distintas latitudes y contextos en México, pero con algo en común: hijes de personas usuarias de drogas, menores de edad en el más profundo desamparo.
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Daño oculto
Corina Giacomello, una de las pocas especialistas sobre el tema a nivel global, dice que a lo que acabo de describir se le llama “daño oculto” porque estos niñes lo viven en silencio y silenciados. En silencio puertas adentro, por la pena, el estigma y la desinformación de la sociedad en general; y silenciados en el ámbito público a causa de la violencia, la criminalización, políticas punitivas y las pocas opciones para recibir ayuda institucional y profesional a las que tienen acceso.
Giacomello es una italiana que trabaja en México desde hace dos décadas como investigadora en la Universidad Autónoma de Chiapas, y colabora con organismos internacionales. En 2020 el Consejo de Europa decidió actualizar su Estrategia para los Derechos del Niño, y relanzarla para el periodo 2022-2027, porque hasta entonces todos los tratados internacionales sobre infancias o drogas dejaban fuera a los hijes de personas con adicción. Desde el Grupo de Cooperación Internacional sobre Drogas y Adicciones del Consejo de Europa (Grupo Pompidou) se propuso elaborar un diagnóstico, involucrar a países interesados y esbozar propuestas encaminadas a un enfoque que contemplara a esta población como un grupo de alto riesgo. Y fue Giacomello a quien se le encomendó la tarea, que fue plasmada en cuatro volúmenes generales y otros tantos documentos sobre tópicos más particulares.
Giacomello empieza la entrevista con un par de comentarios para evitar la estigmatización: la mayoría de las personas en el mundo no usa drogas. Casi todos los que sí las consumimos tenemos una convivencia funcional con ellas. Y luego está la pequeña porción de la población con adicción problemática y que tiene hijes viviendo experiencias sumamente adversas enmarcadas en este contexto. Es a este sector al que hay que poner atención, enfatiza.
Durante la investigación, Giacomello evaluó las políticas públicas en 13 países de Europa occidental, África septentrional y en México, como único representante de América. Así pudo concluir que nuestro país no cuenta con programas o acciones que atiendan este problema.
Lo confirma en entrevista Miriam Carrillo, directora de Prevención de los CIJ, quien reconoce que existe un reto aún más primitivo y urgente por resolver: saber con certeza de qué tamaño es el problema. Como hemos visto, estamos a oscuras, y la consecuencia de ello es asunto de vida o muerte.
Huérfanos de un país narcotizado
Hay un duelo que se ha llorado bajo la mirada de nadie, en un llanto oculto, subrepticio: la orfandad de decenas de niñes cuyos padres y madres murieron por sobredosis.
Desde que se inició la guerra contra el narco en México —en 2006— hasta 2023 se han registrado 47 500 muertes a causa de lo que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) clasifica como envenenamiento accidental por exposición a alguna droga*. De ellas, 2 075 fueron por consumo de fármacos y narcóticos*.
Ya que en las actas de defunciones se omite un dato tan simple como si es padre o madre el fallecido, no sabemos cuántos huérfanos por consumo excesivo de drogas hay en el país. “¿Qué deberíamos hacer con estos niñes en desamparo?”, le pregunto a Corina Giacomello, quien responde:
Francamente, no tengo una respuesta, es decir, no es algo que haya pensado ni estudiado; que tenga una respuesta masticada, informada. Lo único que sí puedo decir es que estoy totalmente de acuerdo en que es un tema que se debe de empezar a visibilizar y atender desde la prevención. Urge una doble perspectiva: por un lado, reconocer que esos huérfanos existen, contabilizarlos, y, por otro, considerarlos como víctimas, víctimas de una falta de atención del Estado a la situación de estos padres y madres con consumo problemático de drogas.
Tenerlos en cuenta es un primer paso para generar, según Giacomello, una atención interinstitucional y garantizar sus derechos, como acceso a una contención emocional, atención psicológica y médica profesional, prevención del embarazo adolescente, programas para evitar deserción escolar, acciones para que no repitan el patrón de consumo, y derecho a la reparación del daño.
En México esta población pasa tan fuera del radar que el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) declara no haber atendido ningún caso así*, y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna) asegura haber recibido a tan solo cuatro niñes huérfanos porque sus parentelas fueron víctimas de homicidio relacionado con el uso de sustancias adictivas*. Son cuatro huérfanos atendidos de un universo posible de miles o, quizá, decenas de miles en orfandad.
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Mal de cuna
Un día de 2023 llegó a la oficina de la Dirección General de Información en Salud un oficio que notificaba el ingreso hospitalario de un recién nacido a la sala de urgencias de un hospital de Quintana Roo, a causa de una intoxicación aguda provocada por psicoactivos. Luego se recibió otro, desde Sonora, con información sobre un bebé con síndrome de dependencia a estimulantes sintéticos, y otro documento similar se envió desde Tabasco para reportar delirios por la abstinencia a múltiples drogas de un bebé de apenas semanas, y después otro venía de Veracruz, y otro de Guanajuato*.
Desde 2007 la Secretaría de Salud tiene registro de 68 casos de menores de un año que han pasado por la sala de urgencias de hospitales del país por diversos trastornos causados por el uso de múltiples drogas por parte de sus madres (antidepresivos, tranquilizantes, psicoestimulantes, LSD, cocaína, heroína, morfina, metanfetamina*), durante el embarazo. A estos se suman otros tres casos —en Guerrero, Durango y Tamaulipas— en los que el recién nacido murió recibiendo atención médica porque su cuerpo no soportó la intoxicación*.
Es una arista más del problema de hijes de personas con drogodependencia que las políticas públicas sobre infancias han desatendido, opina Corina Giacomello.
El tratamiento de adicciones o la reducción de daños para mujeres embarazadas enfrenta un problema. Es común que se rehúsen a pedir ayuda institucional, por el temor a que les arrebaten a sus hijes una vez paridos, prosigue Giacomello. Y es que el procedimiento marca que, ante un caso así, el hospital levanta una notificación e intervienen las Fiscalías de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes y, según se requiera, se puede solicitar como medida cautelar la separación familiar y el resguardo al menor de edad en algún Centro de Atención Social (CAS), que son establecimientos públicos o privados para acoger niñes sin cuidado familiar.
Y el temor es fundado. Desde 2016 a la fecha se han albergado al menos a 2 200 niñes y adolescentes de “madres o padres toxicómanos”, en CAS de 16 estados del país*. De ellos, 550 eran recién nacidos o estaban en su primera infancia al momento del ingreso*.
Luis Alberto Ceceña es director de Casa Cuna, uno de los cinco CAS en Baja California Sur, estado en el que la metanfetamina se ha propagado como pocos en el país. Cada año, según Ceceña, albergan aquí a alrededor de cuatro bebés con síndrome de abstinencia neonatal a causa del consumo durante el embarazo de la madre toxicómana, la mayoría adictas al cristal.
Los efectos físicos del consumo de metanfetamina, cocaína y cannabis en los recién nacidos pueden ir desde temblores leves e irritabilidad hasta fiebre, pérdida excesiva de peso, convulsiones e incluso deformaciones en la circunferencia craneal, de acuerdo con informes de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). “Estos bebés tienen repercusiones profundas por el consumo de la madre, daños a nivel neuronal; llegan con bajo peso y una condición de desnutrición severa, que nos tarda dos años en recomponer esta situación, o con problemas psiquiátricos. También corren el riesgo las madres de aborto espontáneo o parto prematuro”, dice Ceceña.
La separación familiar derivada de esta situación es una posible fuente de trauma tanto para las madres como para los hijes, sin importar la edad, advierte Giacomello:
Para evitar esto, me parece una buena práctica el modelo de acogida temporal de estos bebés que nacen con problemas relativos a la droga o de niños más grandes. Es un buen modelo porque es una medida en la que a los padres biológicos se les sigue reconociendo como padres y los bebés quedan al cuidado temporal de una familia previamente evaluada y elegida. Y si hay un buen trabajo de parte del ministerio público, de los padres, los servicios sociales y de la familia de acogida, los niños pueden estar en un entorno tranquilo, en el que sus padres pasan por su tratamiento contra las drogas y recuperan a sus hijos cuando se rehabilitan.
Existen ejemplos internacionales sobre el tema que México podría seguir. Dinamarca cuenta con un centro ambulatorio especializado en atender mujeres embarazadas con consumo problemático de drogas, a quienes se les da seguimiento después del parto, con atención médica y psicológica integral, hasta que los niñes llegan a la edad escolar. Italia implementó un programa de cuidados intensivos para familias con drogodependencia, en el que se lleva la atención necesaria hasta el hogar para evitar a toda costa la separación del menor. También cuenta con 35 centros especializados para madres con consumo problemático de drogas, que son albergadas junto con sus hijes.
En México esto no existe, reconoce Miriam Carrillo, del CIJ. “Apenas este año se empezó a construir el primer centro residencial que recibirá a mujeres con sus hijos, y estará en Jalisco”.
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Abandono en anexos clandestinos
Las rendijas en el sistema de salud pública y la negligencia por parte de las autoridades provocan otro tipo de separación familiar que linda con lo criminal. Los adolescentes con drogodependencia o hijes de madres toxicómanas son sus principales víctimas.
En México el servicio de atención a las adicciones se empezó a privatizar en el sexenio del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y no ha parado. Hoy el país cuenta con una red formada por 441 centros públicos de tratamiento y prevención, a la que se le suman más de 2 000 centros privados. También existe todo un universo de establecimientos que no han cumplido con los requisitos mínimos que determina la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama) como órgano regulador, pero que han conseguido permisos de funcionamiento por parte de la autoridad municipal o estatal que les permite operar. Y luego están los anexos clandestinos, que operan sin aval de ninguna autoridad y donde se cometen sistemáticamente torturas y demás violaciones a los derechos humanos, como ha documentado ampliamente la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y asociaciones civiles como Documenta. A uno de estos centros llegó Carlitos.
Desde que Carlitos tiene memoria había drogas en su casa, en La Paz, Baja California Sur. Su papá se inyectaba heroína y la mamá usaba de todo, pero más metanfetamina. Él los abandonó demasiado pronto. Y ella años después, cuando Carlitos tenía 10 años. Los dejó solos a él y a sus tres hermanos menores. Carlitos me dice en entrevista que tuvo que salir a la calle a pedir dinero, a vender pescado, a trabajar de mandadero, de lo que fuera, pero en algún momento la casera reportó la situación a las autoridades del Sistema Nacional de Desarrollo Integral de las Familias (DIF).
Primera escala de los hermanos: una casa hogar, de la que Carlitos escapó. Deambulando de nuevo por la calle encontró a su mamá con una nueva pareja, embarazada y con un consumo agravado de cristal. En una de las peleas entre la pareja intervino la policía, que llevó a Carlitos de nuevo al DIF, pero como él ya era un adolescente de 14 años, que consumía marihuana y con antecedentes de haber escapado, decidieron mejor trasladarlo a un centro sin permisos de operación expedidos por las autoridades federales.
“El asunto es que no existe en México ningún centro especializado en atención a adolescentes con consumo problemático de drogas. Ninguno. Y eso es preocupante. Y nosotros evitamos mezclar población infantil con adolescentes que ya presentan problemas con las drogas”, explica Ceceña, quien no se enteró ni manejó el caso de Carlitos, pero que conoce bien el paso de los niñes por las instituciones.
Aunque Ceceña no reconozca este tipo de internaciones, seis estados de la República (Aguascalientes, Coahuila, Jalisco, Querétaro, Quintana Roo y Tamaulipas) reportaron que albergaron a 700 niñes y adolescentes usuarios —la mayoría de alcohol, marihuana y cristal— en casas-hogar del DIF, en las que no existe un programa ni instancia para tratar adicciones, y que estaban ahí en lo que se restituían sus derechos violentados*. Tal es su destino porque no encontraron a ningún familiar que pudiera o quisiera hacerse cargo de ellos, explica Daniel Morales, procurador de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de Baja California Sur.
A Carlitos lo recibieron en aquel anexo clandestino con humillaciones, castigos físicos y maltratos psicológicos, de los que también quiso huir, pero antes de que pudiera saltar la barda los directivos lo molieron a golpes hasta reventarle un pulmón. Así lo tuvieron, agonizando tres meses en una colchoneta, hasta que los encargados no tuvieron otra opción que hablar a una ambulancia que le salvó la vida. Solo así pudo salir del anexo, aunque con las consecuencias de una tuberculosis pleural y severos impactos psicoemocionales.
Historias como esta se repiten en la mayoría de los centros clandestinos del estado, de acuerdo con Pablo Deng Chiw, académico de la Universidad Autónoma de Baja California Sur, quizá el hombre que mejor conoce la situación de dichos establecimientos en este estado del noroeste del país. El año pasado pudo ingresar a uno de ellos para documentar lo que ahí pasaba, como parte de su proyecto de tesis de doctorado.
En ese lugar, del que no revela detalles por su propia seguridad, más parecido a una cárcel que a un centro de ayuda, había más de 100 personas hacinadas en pequeños cuartos, la mayoría ingresados por problemas con la metanfetamina y muchos de ellos jóvenes. Los internos le narraron historias de horror. Uno de ellos le describió escenas de golpizas brutales. Otro le contó cómo se puso un tornillo en la frente y se estrelló con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared, como intento de suicidio, harto del trato. Uno más narró esto:
Éramos 50 cabrones en el baño, desnudos. No había espacio, no te podías caer porque estabas hombro con hombro. Te movías tantito y ya tocaste a tres. Nos pidieron que nos tiráramos al piso donde estaba la ropa regada. Luego pasaba un tipo desnudo aventando el jabón en polvo al aire, como si les aventara comida a las gallinas. Pasaba a toda prisa y nosotros teníamos que tallar. Todo me parecía surreal. Me preguntaba: ʻ¿En dónde estoy? ¿En verdad es real? ¿En verdad existe un lugar en el mundo donde esto sucede?ʼ.
No es de extrañar que el porcentaje de éxito de rehabilitación en estos lugares sea ridículamente bajo. Del 3%, calcula Deng Chiw. “Es una farsa, es un negociazo como en todos los centros de rehabilitación privados y clandestinos. Les cobraban la estancia, cerca de 10 000 pesos al mes, los obligan a vender productos en la calle, los rentan para trabajos forzados en obras de construcción”, enumera el investigador.
Aunque funcionarios de la Sipinna de Baja California Sur negaron en entrevistas que se trasladen a adolescentes a centros clandestinos, tras solicitudes de información reconocieron que, de 2017 a 2021, sí lo hicieron con 27 jóvenes, a quienes transfirieron desde casas hogares a centros de rehabilitación que operan sin aval de la federación, pero con permisos a nivel municipal*.
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Sin justicia, sin reparación
México mantiene una política punitiva de drogas que ha tenido como consecuencia que un montón de niñes y adolescentes se hayan criado sin el cuidado de sus madres porque el Estado se ha encargado de perseguir y encarcelar durante años, y sin sentencia, a miles de mujeres por portación de sustancias adictivas; en muchos casos en dosis mínimas y para autoconsumo.
Desde 2009, cuando el narcomenudeo se tipificó como delito, 16 000 personas están presas por conductas asociadas a la portación simple de droga, la mayoría para autoconsumo, de acuerdo con la Encuesta nacional de población privada de la libertad (Enpol), del Inegi. Esta estadística también indica que, en promedio, cada uno de estos individuos tiene dos hijes, lo que arrojaría una cifra de más de 30 000 niñes con padres y madres encarcelados.
Para Adriana Muro Polo, directora ejecutiva de Elementa, una organización civil dedicada al análisis e incidencia sobre política de drogas y derechos humanos, estos padres y madres han sido encerrados a causa de una política punitiva y prohibicionista fallida que está cercenando proyectos familiares y de vida. “Los privados de la libertad no son los grandes capos de la droga, sino personas en situación de vulnerabilidad”, dice.
Una revisión a todas las sentencias públicas disponibles por delitos contra la salud, en la modalidad de narcomenudeo, que el Poder Judicial ha emitido en Baja California Sur, el estado que nos ha servido para la observación cercana del fenómeno, confirma lo dicho por Muro Polo. Una fue contra un albañil de 48 años que declaró ganar 2 000 pesos semanales, y que portaba lo equivalente a seis cigarros de marihuana*. Otra fue contra un joven desempleado de 23 años, al que la Policía le encontró en su monedero 0.68 gramos de metanfetamina para autoconsumo*.
Hay más de 100 mujeres esperando hasta una década por el término de sus procesos por posesión de microdosis en este estado*. Solo existe un caso con sentencia, de una mujer de 37 años, aprehendida cuando caminaba en las inmediaciones del malecón de La Paz, la noche del 17 de junio de 2022. Ese día, al notar la presencia de una patrulla, la mujer tiró al suelo la mochila que cargaba y se alejó caminando. Las policías la detuvieron, revisaron el bolso y encontraron 8.6 gramos de metanfetamina. La pusieron a disposición y se ordenó prisión preventiva. A finales de 2023 recibió la sentencia condenatoria en la que la juez resolvió que, como la portación no era con fines de comercialización sino para uso propio, el caso no ameritaba más cárcel y pidió sustituir la pena por una simple multa de 1 250 pesos. Eso, después de 14 meses de estar presa, sin ningún servicio de atención a su adicción y separada de los tres hijos que reportó tener*.
Para conocer la situación de otros estados ingresé solicitudes de información a las secretarías de Seguridad de todo el país, y solo la de Aguascalientes contestó con el nivel de detalle requerido. Así sabemos que, desde 2016, hay en este estado 850 mujeres en prisión por delitos contra la salud, de las que 106 son madres. De ellas, 31 estaban ahí por portación simple de metanfetamina y declararon tener 66 hijes menores de edad esperando rejas afuera que las liberaran*.
La hija del sicario
La primera vez que estuvo en una balacera aún crecía en el vientre de su mamá. Fue un atentado fallido contra su padre, un narcomenudista que se convertiría a la postre en el líder de sicarios del cártel más poderoso de Quintana Roo. Después de parirla, su madre huyó y la dejó al cuidado del mafioso —autor material e intelectual de un sinfín de asesinatos en los últimos tiempos en el Caribe mexicano, de acuerdo con informes de la Sedena— y del hermano de este, actualmente preso por narcotráfico, y de la abuela, con ceguera parcial. La chica se llama Lola.
Una exfuncionaria pública que atendió a Lola en la institución donde trabajaba y que pidió el anonimato por motivos de seguridad contó lo siguiente:
Ella creció en un hogar con violencia [en Cancún] porque su padre golpeaba a la abuela y a ella. La figura de su padre era de amor y miedo: sí la llevaba a la escuela y le daba de comer, pero también la golpeaba y la amarraba cuando decía que se portaba mal. Creció en el ambiente de un grupo delictivo. Dice que había una bodega llena de todo tipo de droga y armas. Cuando la autoridad los cateaba dice que nunca pasaba nada, siempre se arreglaban para que no les pasara nada.
También la exfuncionaria describió la experiencia que vivió Lola:
Nunca durmió bien porque todo el tiempo estaba vigilante. El cortisol lo tenía a tope, el estrés, y eso afecta, cuando se trata de niños o niñas, al desarrollo neuronal. Me acuerdo de que ella decía que no le gustaba la escuela porque nunca se pudo concentrar por no dormir, por lo que vivía; decía que solo veía que los maestros movían la boca, pero no les entendía nada. Reprobaba y eso la llevaba a que se burlaran de ella […] Todo eso se le juntó con que ejecutaron a su papá […] A su hermano lo metieron a la cárcel. Un mes y medio después de eso ella intenta quitarse la vida porque piensa que no tiene sentido su vida, que ya nadie la va a cuidar y, encima, se iba a quedar al cuidado de su abuela. Estamos hablando de una niña de 16 años que tuvo que pasar por todo eso. Fue hace dos años lo de su papá, y a los seis meses llegó conmigo a que la atendiera. Solo vino cuatro veces y no volvió. No sé nada de ella.
Niñes con ansiedad, depresión, miedo y rencor; huérfanos y torturados; con desnutrición severa y salud quebrantada; algunos ya perdidos en la metanfetamina: todos en el más profundo desamparo. Están siendo cuidados por las abuelas, por las tías, por las vecinas o por quien sea, menos por el Estado.
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Este producto periodístico es parte de Cambia La Historia, un proyecto de Alharaca y la Deutsche Welle Akademie.
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[1] El objetivo del SISVEA es construir un panorama sobre el uso y abuso de drogas lícitas e ilícitas en México, así como vigilar las tendencias de su consumo para contribuir al diseño de políticas públicas. Se nutre de cuatro fuentes: centros de tratamiento y rehabilitación no gubernamentales, centros de tratamiento para adolescentes, servicios médicos forenses y servicios médicos de urgencias. Con todo, no incluye información actualizada sobre el número de consumidores.
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Testimonios y datos del más profundo desamparo: el que viven las infancias en hogares destrozados por el consumo problemático de sustancias adictivas.
En México, los niñes y adolescentes hijes de toxicómanos son un grupo en alto riesgo y, sin embargo, sus derechos están desdibujados en las políticas públicas concernientes a las drogas. Esto se comprueba especialmente en los contextos de consumo de metanfetamina, los cuales han crecido de forma imparable en todo el país, minando la estabilidad de miles de hogares. Los testimonios y análisis de datos que leerán a continuación pretenden explicar la situación del fenómeno.
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Notas sobre el texto:
i) Se cambió el nombre de todos los niñes y adolescentes que brindaron su testimonio y aparecen en este reportaje para proteger su anonimato; ii) A fin de facilitar la lectura, se añadió un asterisco (*) para indicar cuando se menciona un dato obtenido mediante las más de 300 solicitudes de información solicitadas vía Transparencia durante la elaboración de este trabajo, y iii) A modo de inclusión, se usa “niñe” para referirse a niñas y niños, “hijes” para hijos e hijas, y “parentela” para padre y madre.
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No existe ningún censo oficial en México que muestre la cantidad de niñes y adolescentes hijes de usuarios de drogas ni diagnóstico sobre sus condiciones de vida. No se sabe cuántos son ni dónde ni cómo están o si ya comieron, si faltaron a la escuela, si han desarrollado adicción o si están a merced de su suerte, en orfandad; también se ignora quién los cuida o si alguien los maltrata ni si el Estado está garantizando el derecho superior de la niñez. Además, hay un universo desconocido, con una “zona” particularmente oscura: las familias con un consumo problemático y disfuncional. De ellas nos ocuparemos en este reportaje.
La más reciente Encuesta nacional de consumo de drogas, alcohol y tabaco se publicó en 2017. Da cuenta de 8.5 millones de consumidores de sustancias adictivas en el país; de ellos, medio millón reconocieron ser dependientes. Son datos viejos, de una época en la que la marihuana era la droga ilícita más común, justo cuando otra comenzaba a cobrar protagonismo: la metanfetamina o cristal.
En su último informe, el Sistema de Vigilancia Epidemiológica de las Adicciones (SISVEA) de la Secretaría de Salud[1] alertó que, desde 2017 y hasta el 2023, el cristal se colocó como la segunda droga ilícita con la que se inicia el consumo de sustancias adictivas, por detrás de la marihuana. Esta se ha posicionado en el 90% del territorio nacional como la droga de mayor impacto; es decir, el motivo principal por el que los consumidores pidieron ayuda: seis de cada diez personas que han acudido a centros de rehabilitación no gubernamentales del país tienen problemas con la anfetamina.
Sin embargo, las estadísticas nacionales no incluyen datos sobre si estas personas tienen hijes menores de edad. Los Centros de Integración Juvenil (CIJ), órganos sectorizados de la Secretaría de Salud dedicados al tratamiento de consumo de drogas, son las únicas instancias que tiene información con la cual construir un aproximado. De 2014 a la fecha los centros han tratado a 270 000 personas*. Sin embargo, solo al 16% —los que acuden con regularidad— se les aplicó un cuestionario sobre su situación familiar.
A partir de este panorama calculamos que en 2021 había al menos 12 000 niñes y adolescentes* en México criados en familias con consumo problemático de sustancias adictivas. Cuatro de cada diez de estos niñes creció con la presencia de la metanfetamina en sus hogares.
Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
Los lugares equivocados
No entendía lo que pasaba. Su papá subía y bajaba frenético las escaleras de la casa. “¡Me van a matar!”, gritaba. El diagnóstico era delirio de persecución, pero Olivia era una niña y no sabía de hospitales ni de drogas, a las que era adicto su papá, Ramón, un ingeniero civil, contratista del gobierno de la CDMX. La primera vez que lo vio drogándose más bien lo escuchó: un sniiiifff y la nariz empolvada. Aunque no solo era la coca, sino también el alcohol y otras drogas —sí, metanfetamina—, con las que ella tuvo que convivir hasta que cumplió 21 años, cuando todo acabó con la muerte intempestiva de su padre.
Con los años Olivia aprendió a medir la severidad del problema en el número de muebles: entre menos muebles más deuda y consumo de Ramón. Cuando Olivia tenía 21 años, la casa llegó a estar completamente vacía, con todo empeñado o en las manos de los narcomenudistas que le surtían droga a su papá, y que solían irrumpir para cobrarse por su cuenta. Y ahí es cuando su padre no pudo más y se suicidó. En la casa quedó un bolígrafo, una lata, Olivia, su hermanito y nada ni nadie más porque su mamá, quien también desarrolló una adicción al alcohol, ya los había abandonado.
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Estas son experiencias de vida que realmente no le deseo a nadie. Sin embargo, sé que no soy la única. Hay tantas chicas y mujeres que dicen que un familiar cercano no pudo superar la lucha. Y somos tantas. Y no hablamos de ello. ¿Cuántas veces llegamos a una clínica [de rehabilitación] y solo se enfocan en él? Y no se enfocan en su esposa, en sus hijos. Debería haber una conciencia de que la persona enferma afecta a todos a su alrededor; afecta a toda la familia. Yo consumí cocaína en algún momento. Quería usarla para entender lo que mi papá sentía: ¿qué lo había enganchado?, ¿qué era tan placentero?, ¿qué… si valía tanto la pena? Me refugié en muchas cosas malas, incluido el alcohol, [con el que] me emborrachaba hasta perder el sentido. Estuve con muchas parejas, buscaba afecto y amor en los lugares equivocados porque había ausencia. Buscaba a alguien que tuviera problemas, que fuera alcohólico o drogadicto porque quería salvarlo, quería tener la satisfacción de decir: ʻQuizá no pude salvar a mi papá, pero pude salvarlo a élʼ.
Las líneas anteriores son la experiencia que Olivia compartió recientemente en el marco de un programa especial encabezado por la Unión Europea, incluido en un informe sobre los miles de niñes y adolescentes hijes de usuarios de sustancias ilícitas que han sido ignorados en las políticas de drogas y derechos de las infancias en México —y el mundo—. Y es que la experiencia de esta población, afectada por el consumo problemático de su padre, madre o tutor, no se contempla en la respuesta de los servicios públicos de salud, educación o asesoría victimal, ni en las directrices para la prevención, rehabilitación e intervención en casos de adicción en este país.
La carencia y la ausencia son causa de este tipo de situaciones. A la sala de urgencias llega una recién nacida en pleno síndrome de abstinencia por múltiples drogas. Un bebé muere intoxicado por narcóticos en manos de los doctores. El pequeño Luca y sus cinco hermanitos se crian solos porque su mamá lleva una década presa sin sentencia, por portar una microdosis de metanfetamina. A Sara y sus dos hermanitos la autoridad los rescata de un diminuto cuarto de cartón, entre heces fecales, con desnutrición y temerosos de los arrebatos de sus progenitores, dependientes del cristal. Lola intenta suicidarse al salir de la secundaria porque no sabe cómo lidiar con su papá, un sicario adicto a varias sustancias. A Carlitos lo separan de su madre, con policonsumo, y pasa su adolescencia en un anexo clandestino, en el que estuvo tres meses agonizando por torturas sufridas ahí adentro.
Son casos recientes —de los que supe por entrevistas y documentos oficiales en mi poder— de niñes de distintas latitudes y contextos en México, pero con algo en común: hijes de personas usuarias de drogas, menores de edad en el más profundo desamparo.
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Daño oculto
Corina Giacomello, una de las pocas especialistas sobre el tema a nivel global, dice que a lo que acabo de describir se le llama “daño oculto” porque estos niñes lo viven en silencio y silenciados. En silencio puertas adentro, por la pena, el estigma y la desinformación de la sociedad en general; y silenciados en el ámbito público a causa de la violencia, la criminalización, políticas punitivas y las pocas opciones para recibir ayuda institucional y profesional a las que tienen acceso.
Giacomello es una italiana que trabaja en México desde hace dos décadas como investigadora en la Universidad Autónoma de Chiapas, y colabora con organismos internacionales. En 2020 el Consejo de Europa decidió actualizar su Estrategia para los Derechos del Niño, y relanzarla para el periodo 2022-2027, porque hasta entonces todos los tratados internacionales sobre infancias o drogas dejaban fuera a los hijes de personas con adicción. Desde el Grupo de Cooperación Internacional sobre Drogas y Adicciones del Consejo de Europa (Grupo Pompidou) se propuso elaborar un diagnóstico, involucrar a países interesados y esbozar propuestas encaminadas a un enfoque que contemplara a esta población como un grupo de alto riesgo. Y fue Giacomello a quien se le encomendó la tarea, que fue plasmada en cuatro volúmenes generales y otros tantos documentos sobre tópicos más particulares.
Giacomello empieza la entrevista con un par de comentarios para evitar la estigmatización: la mayoría de las personas en el mundo no usa drogas. Casi todos los que sí las consumimos tenemos una convivencia funcional con ellas. Y luego está la pequeña porción de la población con adicción problemática y que tiene hijes viviendo experiencias sumamente adversas enmarcadas en este contexto. Es a este sector al que hay que poner atención, enfatiza.
Durante la investigación, Giacomello evaluó las políticas públicas en 13 países de Europa occidental, África septentrional y en México, como único representante de América. Así pudo concluir que nuestro país no cuenta con programas o acciones que atiendan este problema.
Lo confirma en entrevista Miriam Carrillo, directora de Prevención de los CIJ, quien reconoce que existe un reto aún más primitivo y urgente por resolver: saber con certeza de qué tamaño es el problema. Como hemos visto, estamos a oscuras, y la consecuencia de ello es asunto de vida o muerte.
Huérfanos de un país narcotizado
Hay un duelo que se ha llorado bajo la mirada de nadie, en un llanto oculto, subrepticio: la orfandad de decenas de niñes cuyos padres y madres murieron por sobredosis.
Desde que se inició la guerra contra el narco en México —en 2006— hasta 2023 se han registrado 47 500 muertes a causa de lo que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) clasifica como envenenamiento accidental por exposición a alguna droga*. De ellas, 2 075 fueron por consumo de fármacos y narcóticos*.
Ya que en las actas de defunciones se omite un dato tan simple como si es padre o madre el fallecido, no sabemos cuántos huérfanos por consumo excesivo de drogas hay en el país. “¿Qué deberíamos hacer con estos niñes en desamparo?”, le pregunto a Corina Giacomello, quien responde:
Francamente, no tengo una respuesta, es decir, no es algo que haya pensado ni estudiado; que tenga una respuesta masticada, informada. Lo único que sí puedo decir es que estoy totalmente de acuerdo en que es un tema que se debe de empezar a visibilizar y atender desde la prevención. Urge una doble perspectiva: por un lado, reconocer que esos huérfanos existen, contabilizarlos, y, por otro, considerarlos como víctimas, víctimas de una falta de atención del Estado a la situación de estos padres y madres con consumo problemático de drogas.
Tenerlos en cuenta es un primer paso para generar, según Giacomello, una atención interinstitucional y garantizar sus derechos, como acceso a una contención emocional, atención psicológica y médica profesional, prevención del embarazo adolescente, programas para evitar deserción escolar, acciones para que no repitan el patrón de consumo, y derecho a la reparación del daño.
En México esta población pasa tan fuera del radar que el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) declara no haber atendido ningún caso así*, y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna) asegura haber recibido a tan solo cuatro niñes huérfanos porque sus parentelas fueron víctimas de homicidio relacionado con el uso de sustancias adictivas*. Son cuatro huérfanos atendidos de un universo posible de miles o, quizá, decenas de miles en orfandad.
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Mal de cuna
Un día de 2023 llegó a la oficina de la Dirección General de Información en Salud un oficio que notificaba el ingreso hospitalario de un recién nacido a la sala de urgencias de un hospital de Quintana Roo, a causa de una intoxicación aguda provocada por psicoactivos. Luego se recibió otro, desde Sonora, con información sobre un bebé con síndrome de dependencia a estimulantes sintéticos, y otro documento similar se envió desde Tabasco para reportar delirios por la abstinencia a múltiples drogas de un bebé de apenas semanas, y después otro venía de Veracruz, y otro de Guanajuato*.
Desde 2007 la Secretaría de Salud tiene registro de 68 casos de menores de un año que han pasado por la sala de urgencias de hospitales del país por diversos trastornos causados por el uso de múltiples drogas por parte de sus madres (antidepresivos, tranquilizantes, psicoestimulantes, LSD, cocaína, heroína, morfina, metanfetamina*), durante el embarazo. A estos se suman otros tres casos —en Guerrero, Durango y Tamaulipas— en los que el recién nacido murió recibiendo atención médica porque su cuerpo no soportó la intoxicación*.
Es una arista más del problema de hijes de personas con drogodependencia que las políticas públicas sobre infancias han desatendido, opina Corina Giacomello.
El tratamiento de adicciones o la reducción de daños para mujeres embarazadas enfrenta un problema. Es común que se rehúsen a pedir ayuda institucional, por el temor a que les arrebaten a sus hijes una vez paridos, prosigue Giacomello. Y es que el procedimiento marca que, ante un caso así, el hospital levanta una notificación e intervienen las Fiscalías de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes y, según se requiera, se puede solicitar como medida cautelar la separación familiar y el resguardo al menor de edad en algún Centro de Atención Social (CAS), que son establecimientos públicos o privados para acoger niñes sin cuidado familiar.
Y el temor es fundado. Desde 2016 a la fecha se han albergado al menos a 2 200 niñes y adolescentes de “madres o padres toxicómanos”, en CAS de 16 estados del país*. De ellos, 550 eran recién nacidos o estaban en su primera infancia al momento del ingreso*.
Luis Alberto Ceceña es director de Casa Cuna, uno de los cinco CAS en Baja California Sur, estado en el que la metanfetamina se ha propagado como pocos en el país. Cada año, según Ceceña, albergan aquí a alrededor de cuatro bebés con síndrome de abstinencia neonatal a causa del consumo durante el embarazo de la madre toxicómana, la mayoría adictas al cristal.
Los efectos físicos del consumo de metanfetamina, cocaína y cannabis en los recién nacidos pueden ir desde temblores leves e irritabilidad hasta fiebre, pérdida excesiva de peso, convulsiones e incluso deformaciones en la circunferencia craneal, de acuerdo con informes de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). “Estos bebés tienen repercusiones profundas por el consumo de la madre, daños a nivel neuronal; llegan con bajo peso y una condición de desnutrición severa, que nos tarda dos años en recomponer esta situación, o con problemas psiquiátricos. También corren el riesgo las madres de aborto espontáneo o parto prematuro”, dice Ceceña.
La separación familiar derivada de esta situación es una posible fuente de trauma tanto para las madres como para los hijes, sin importar la edad, advierte Giacomello:
Para evitar esto, me parece una buena práctica el modelo de acogida temporal de estos bebés que nacen con problemas relativos a la droga o de niños más grandes. Es un buen modelo porque es una medida en la que a los padres biológicos se les sigue reconociendo como padres y los bebés quedan al cuidado temporal de una familia previamente evaluada y elegida. Y si hay un buen trabajo de parte del ministerio público, de los padres, los servicios sociales y de la familia de acogida, los niños pueden estar en un entorno tranquilo, en el que sus padres pasan por su tratamiento contra las drogas y recuperan a sus hijos cuando se rehabilitan.
Existen ejemplos internacionales sobre el tema que México podría seguir. Dinamarca cuenta con un centro ambulatorio especializado en atender mujeres embarazadas con consumo problemático de drogas, a quienes se les da seguimiento después del parto, con atención médica y psicológica integral, hasta que los niñes llegan a la edad escolar. Italia implementó un programa de cuidados intensivos para familias con drogodependencia, en el que se lleva la atención necesaria hasta el hogar para evitar a toda costa la separación del menor. También cuenta con 35 centros especializados para madres con consumo problemático de drogas, que son albergadas junto con sus hijes.
En México esto no existe, reconoce Miriam Carrillo, del CIJ. “Apenas este año se empezó a construir el primer centro residencial que recibirá a mujeres con sus hijos, y estará en Jalisco”.
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Abandono en anexos clandestinos
Las rendijas en el sistema de salud pública y la negligencia por parte de las autoridades provocan otro tipo de separación familiar que linda con lo criminal. Los adolescentes con drogodependencia o hijes de madres toxicómanas son sus principales víctimas.
En México el servicio de atención a las adicciones se empezó a privatizar en el sexenio del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y no ha parado. Hoy el país cuenta con una red formada por 441 centros públicos de tratamiento y prevención, a la que se le suman más de 2 000 centros privados. También existe todo un universo de establecimientos que no han cumplido con los requisitos mínimos que determina la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama) como órgano regulador, pero que han conseguido permisos de funcionamiento por parte de la autoridad municipal o estatal que les permite operar. Y luego están los anexos clandestinos, que operan sin aval de ninguna autoridad y donde se cometen sistemáticamente torturas y demás violaciones a los derechos humanos, como ha documentado ampliamente la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y asociaciones civiles como Documenta. A uno de estos centros llegó Carlitos.
Desde que Carlitos tiene memoria había drogas en su casa, en La Paz, Baja California Sur. Su papá se inyectaba heroína y la mamá usaba de todo, pero más metanfetamina. Él los abandonó demasiado pronto. Y ella años después, cuando Carlitos tenía 10 años. Los dejó solos a él y a sus tres hermanos menores. Carlitos me dice en entrevista que tuvo que salir a la calle a pedir dinero, a vender pescado, a trabajar de mandadero, de lo que fuera, pero en algún momento la casera reportó la situación a las autoridades del Sistema Nacional de Desarrollo Integral de las Familias (DIF).
Primera escala de los hermanos: una casa hogar, de la que Carlitos escapó. Deambulando de nuevo por la calle encontró a su mamá con una nueva pareja, embarazada y con un consumo agravado de cristal. En una de las peleas entre la pareja intervino la policía, que llevó a Carlitos de nuevo al DIF, pero como él ya era un adolescente de 14 años, que consumía marihuana y con antecedentes de haber escapado, decidieron mejor trasladarlo a un centro sin permisos de operación expedidos por las autoridades federales.
“El asunto es que no existe en México ningún centro especializado en atención a adolescentes con consumo problemático de drogas. Ninguno. Y eso es preocupante. Y nosotros evitamos mezclar población infantil con adolescentes que ya presentan problemas con las drogas”, explica Ceceña, quien no se enteró ni manejó el caso de Carlitos, pero que conoce bien el paso de los niñes por las instituciones.
Aunque Ceceña no reconozca este tipo de internaciones, seis estados de la República (Aguascalientes, Coahuila, Jalisco, Querétaro, Quintana Roo y Tamaulipas) reportaron que albergaron a 700 niñes y adolescentes usuarios —la mayoría de alcohol, marihuana y cristal— en casas-hogar del DIF, en las que no existe un programa ni instancia para tratar adicciones, y que estaban ahí en lo que se restituían sus derechos violentados*. Tal es su destino porque no encontraron a ningún familiar que pudiera o quisiera hacerse cargo de ellos, explica Daniel Morales, procurador de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de Baja California Sur.
A Carlitos lo recibieron en aquel anexo clandestino con humillaciones, castigos físicos y maltratos psicológicos, de los que también quiso huir, pero antes de que pudiera saltar la barda los directivos lo molieron a golpes hasta reventarle un pulmón. Así lo tuvieron, agonizando tres meses en una colchoneta, hasta que los encargados no tuvieron otra opción que hablar a una ambulancia que le salvó la vida. Solo así pudo salir del anexo, aunque con las consecuencias de una tuberculosis pleural y severos impactos psicoemocionales.
Historias como esta se repiten en la mayoría de los centros clandestinos del estado, de acuerdo con Pablo Deng Chiw, académico de la Universidad Autónoma de Baja California Sur, quizá el hombre que mejor conoce la situación de dichos establecimientos en este estado del noroeste del país. El año pasado pudo ingresar a uno de ellos para documentar lo que ahí pasaba, como parte de su proyecto de tesis de doctorado.
En ese lugar, del que no revela detalles por su propia seguridad, más parecido a una cárcel que a un centro de ayuda, había más de 100 personas hacinadas en pequeños cuartos, la mayoría ingresados por problemas con la metanfetamina y muchos de ellos jóvenes. Los internos le narraron historias de horror. Uno de ellos le describió escenas de golpizas brutales. Otro le contó cómo se puso un tornillo en la frente y se estrelló con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared, como intento de suicidio, harto del trato. Uno más narró esto:
Éramos 50 cabrones en el baño, desnudos. No había espacio, no te podías caer porque estabas hombro con hombro. Te movías tantito y ya tocaste a tres. Nos pidieron que nos tiráramos al piso donde estaba la ropa regada. Luego pasaba un tipo desnudo aventando el jabón en polvo al aire, como si les aventara comida a las gallinas. Pasaba a toda prisa y nosotros teníamos que tallar. Todo me parecía surreal. Me preguntaba: ʻ¿En dónde estoy? ¿En verdad es real? ¿En verdad existe un lugar en el mundo donde esto sucede?ʼ.
No es de extrañar que el porcentaje de éxito de rehabilitación en estos lugares sea ridículamente bajo. Del 3%, calcula Deng Chiw. “Es una farsa, es un negociazo como en todos los centros de rehabilitación privados y clandestinos. Les cobraban la estancia, cerca de 10 000 pesos al mes, los obligan a vender productos en la calle, los rentan para trabajos forzados en obras de construcción”, enumera el investigador.
Aunque funcionarios de la Sipinna de Baja California Sur negaron en entrevistas que se trasladen a adolescentes a centros clandestinos, tras solicitudes de información reconocieron que, de 2017 a 2021, sí lo hicieron con 27 jóvenes, a quienes transfirieron desde casas hogares a centros de rehabilitación que operan sin aval de la federación, pero con permisos a nivel municipal*.
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Sin justicia, sin reparación
México mantiene una política punitiva de drogas que ha tenido como consecuencia que un montón de niñes y adolescentes se hayan criado sin el cuidado de sus madres porque el Estado se ha encargado de perseguir y encarcelar durante años, y sin sentencia, a miles de mujeres por portación de sustancias adictivas; en muchos casos en dosis mínimas y para autoconsumo.
Desde 2009, cuando el narcomenudeo se tipificó como delito, 16 000 personas están presas por conductas asociadas a la portación simple de droga, la mayoría para autoconsumo, de acuerdo con la Encuesta nacional de población privada de la libertad (Enpol), del Inegi. Esta estadística también indica que, en promedio, cada uno de estos individuos tiene dos hijes, lo que arrojaría una cifra de más de 30 000 niñes con padres y madres encarcelados.
Para Adriana Muro Polo, directora ejecutiva de Elementa, una organización civil dedicada al análisis e incidencia sobre política de drogas y derechos humanos, estos padres y madres han sido encerrados a causa de una política punitiva y prohibicionista fallida que está cercenando proyectos familiares y de vida. “Los privados de la libertad no son los grandes capos de la droga, sino personas en situación de vulnerabilidad”, dice.
Una revisión a todas las sentencias públicas disponibles por delitos contra la salud, en la modalidad de narcomenudeo, que el Poder Judicial ha emitido en Baja California Sur, el estado que nos ha servido para la observación cercana del fenómeno, confirma lo dicho por Muro Polo. Una fue contra un albañil de 48 años que declaró ganar 2 000 pesos semanales, y que portaba lo equivalente a seis cigarros de marihuana*. Otra fue contra un joven desempleado de 23 años, al que la Policía le encontró en su monedero 0.68 gramos de metanfetamina para autoconsumo*.
Hay más de 100 mujeres esperando hasta una década por el término de sus procesos por posesión de microdosis en este estado*. Solo existe un caso con sentencia, de una mujer de 37 años, aprehendida cuando caminaba en las inmediaciones del malecón de La Paz, la noche del 17 de junio de 2022. Ese día, al notar la presencia de una patrulla, la mujer tiró al suelo la mochila que cargaba y se alejó caminando. Las policías la detuvieron, revisaron el bolso y encontraron 8.6 gramos de metanfetamina. La pusieron a disposición y se ordenó prisión preventiva. A finales de 2023 recibió la sentencia condenatoria en la que la juez resolvió que, como la portación no era con fines de comercialización sino para uso propio, el caso no ameritaba más cárcel y pidió sustituir la pena por una simple multa de 1 250 pesos. Eso, después de 14 meses de estar presa, sin ningún servicio de atención a su adicción y separada de los tres hijos que reportó tener*.
Para conocer la situación de otros estados ingresé solicitudes de información a las secretarías de Seguridad de todo el país, y solo la de Aguascalientes contestó con el nivel de detalle requerido. Así sabemos que, desde 2016, hay en este estado 850 mujeres en prisión por delitos contra la salud, de las que 106 son madres. De ellas, 31 estaban ahí por portación simple de metanfetamina y declararon tener 66 hijes menores de edad esperando rejas afuera que las liberaran*.
La hija del sicario
La primera vez que estuvo en una balacera aún crecía en el vientre de su mamá. Fue un atentado fallido contra su padre, un narcomenudista que se convertiría a la postre en el líder de sicarios del cártel más poderoso de Quintana Roo. Después de parirla, su madre huyó y la dejó al cuidado del mafioso —autor material e intelectual de un sinfín de asesinatos en los últimos tiempos en el Caribe mexicano, de acuerdo con informes de la Sedena— y del hermano de este, actualmente preso por narcotráfico, y de la abuela, con ceguera parcial. La chica se llama Lola.
Una exfuncionaria pública que atendió a Lola en la institución donde trabajaba y que pidió el anonimato por motivos de seguridad contó lo siguiente:
Ella creció en un hogar con violencia [en Cancún] porque su padre golpeaba a la abuela y a ella. La figura de su padre era de amor y miedo: sí la llevaba a la escuela y le daba de comer, pero también la golpeaba y la amarraba cuando decía que se portaba mal. Creció en el ambiente de un grupo delictivo. Dice que había una bodega llena de todo tipo de droga y armas. Cuando la autoridad los cateaba dice que nunca pasaba nada, siempre se arreglaban para que no les pasara nada.
También la exfuncionaria describió la experiencia que vivió Lola:
Nunca durmió bien porque todo el tiempo estaba vigilante. El cortisol lo tenía a tope, el estrés, y eso afecta, cuando se trata de niños o niñas, al desarrollo neuronal. Me acuerdo de que ella decía que no le gustaba la escuela porque nunca se pudo concentrar por no dormir, por lo que vivía; decía que solo veía que los maestros movían la boca, pero no les entendía nada. Reprobaba y eso la llevaba a que se burlaran de ella […] Todo eso se le juntó con que ejecutaron a su papá […] A su hermano lo metieron a la cárcel. Un mes y medio después de eso ella intenta quitarse la vida porque piensa que no tiene sentido su vida, que ya nadie la va a cuidar y, encima, se iba a quedar al cuidado de su abuela. Estamos hablando de una niña de 16 años que tuvo que pasar por todo eso. Fue hace dos años lo de su papá, y a los seis meses llegó conmigo a que la atendiera. Solo vino cuatro veces y no volvió. No sé nada de ella.
Niñes con ansiedad, depresión, miedo y rencor; huérfanos y torturados; con desnutrición severa y salud quebrantada; algunos ya perdidos en la metanfetamina: todos en el más profundo desamparo. Están siendo cuidados por las abuelas, por las tías, por las vecinas o por quien sea, menos por el Estado.
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Este producto periodístico es parte de Cambia La Historia, un proyecto de Alharaca y la Deutsche Welle Akademie.
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[1] El objetivo del SISVEA es construir un panorama sobre el uso y abuso de drogas lícitas e ilícitas en México, así como vigilar las tendencias de su consumo para contribuir al diseño de políticas públicas. Se nutre de cuatro fuentes: centros de tratamiento y rehabilitación no gubernamentales, centros de tratamiento para adolescentes, servicios médicos forenses y servicios médicos de urgencias. Con todo, no incluye información actualizada sobre el número de consumidores.
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Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
Testimonios y datos del más profundo desamparo: el que viven las infancias en hogares destrozados por el consumo problemático de sustancias adictivas.
En México, los niñes y adolescentes hijes de toxicómanos son un grupo en alto riesgo y, sin embargo, sus derechos están desdibujados en las políticas públicas concernientes a las drogas. Esto se comprueba especialmente en los contextos de consumo de metanfetamina, los cuales han crecido de forma imparable en todo el país, minando la estabilidad de miles de hogares. Los testimonios y análisis de datos que leerán a continuación pretenden explicar la situación del fenómeno.
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Notas sobre el texto:
i) Se cambió el nombre de todos los niñes y adolescentes que brindaron su testimonio y aparecen en este reportaje para proteger su anonimato; ii) A fin de facilitar la lectura, se añadió un asterisco (*) para indicar cuando se menciona un dato obtenido mediante las más de 300 solicitudes de información solicitadas vía Transparencia durante la elaboración de este trabajo, y iii) A modo de inclusión, se usa “niñe” para referirse a niñas y niños, “hijes” para hijos e hijas, y “parentela” para padre y madre.
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No existe ningún censo oficial en México que muestre la cantidad de niñes y adolescentes hijes de usuarios de drogas ni diagnóstico sobre sus condiciones de vida. No se sabe cuántos son ni dónde ni cómo están o si ya comieron, si faltaron a la escuela, si han desarrollado adicción o si están a merced de su suerte, en orfandad; también se ignora quién los cuida o si alguien los maltrata ni si el Estado está garantizando el derecho superior de la niñez. Además, hay un universo desconocido, con una “zona” particularmente oscura: las familias con un consumo problemático y disfuncional. De ellas nos ocuparemos en este reportaje.
La más reciente Encuesta nacional de consumo de drogas, alcohol y tabaco se publicó en 2017. Da cuenta de 8.5 millones de consumidores de sustancias adictivas en el país; de ellos, medio millón reconocieron ser dependientes. Son datos viejos, de una época en la que la marihuana era la droga ilícita más común, justo cuando otra comenzaba a cobrar protagonismo: la metanfetamina o cristal.
En su último informe, el Sistema de Vigilancia Epidemiológica de las Adicciones (SISVEA) de la Secretaría de Salud[1] alertó que, desde 2017 y hasta el 2023, el cristal se colocó como la segunda droga ilícita con la que se inicia el consumo de sustancias adictivas, por detrás de la marihuana. Esta se ha posicionado en el 90% del territorio nacional como la droga de mayor impacto; es decir, el motivo principal por el que los consumidores pidieron ayuda: seis de cada diez personas que han acudido a centros de rehabilitación no gubernamentales del país tienen problemas con la anfetamina.
Sin embargo, las estadísticas nacionales no incluyen datos sobre si estas personas tienen hijes menores de edad. Los Centros de Integración Juvenil (CIJ), órganos sectorizados de la Secretaría de Salud dedicados al tratamiento de consumo de drogas, son las únicas instancias que tiene información con la cual construir un aproximado. De 2014 a la fecha los centros han tratado a 270 000 personas*. Sin embargo, solo al 16% —los que acuden con regularidad— se les aplicó un cuestionario sobre su situación familiar.
A partir de este panorama calculamos que en 2021 había al menos 12 000 niñes y adolescentes* en México criados en familias con consumo problemático de sustancias adictivas. Cuatro de cada diez de estos niñes creció con la presencia de la metanfetamina en sus hogares.
Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
Los lugares equivocados
No entendía lo que pasaba. Su papá subía y bajaba frenético las escaleras de la casa. “¡Me van a matar!”, gritaba. El diagnóstico era delirio de persecución, pero Olivia era una niña y no sabía de hospitales ni de drogas, a las que era adicto su papá, Ramón, un ingeniero civil, contratista del gobierno de la CDMX. La primera vez que lo vio drogándose más bien lo escuchó: un sniiiifff y la nariz empolvada. Aunque no solo era la coca, sino también el alcohol y otras drogas —sí, metanfetamina—, con las que ella tuvo que convivir hasta que cumplió 21 años, cuando todo acabó con la muerte intempestiva de su padre.
Con los años Olivia aprendió a medir la severidad del problema en el número de muebles: entre menos muebles más deuda y consumo de Ramón. Cuando Olivia tenía 21 años, la casa llegó a estar completamente vacía, con todo empeñado o en las manos de los narcomenudistas que le surtían droga a su papá, y que solían irrumpir para cobrarse por su cuenta. Y ahí es cuando su padre no pudo más y se suicidó. En la casa quedó un bolígrafo, una lata, Olivia, su hermanito y nada ni nadie más porque su mamá, quien también desarrolló una adicción al alcohol, ya los había abandonado.
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Estas son experiencias de vida que realmente no le deseo a nadie. Sin embargo, sé que no soy la única. Hay tantas chicas y mujeres que dicen que un familiar cercano no pudo superar la lucha. Y somos tantas. Y no hablamos de ello. ¿Cuántas veces llegamos a una clínica [de rehabilitación] y solo se enfocan en él? Y no se enfocan en su esposa, en sus hijos. Debería haber una conciencia de que la persona enferma afecta a todos a su alrededor; afecta a toda la familia. Yo consumí cocaína en algún momento. Quería usarla para entender lo que mi papá sentía: ¿qué lo había enganchado?, ¿qué era tan placentero?, ¿qué… si valía tanto la pena? Me refugié en muchas cosas malas, incluido el alcohol, [con el que] me emborrachaba hasta perder el sentido. Estuve con muchas parejas, buscaba afecto y amor en los lugares equivocados porque había ausencia. Buscaba a alguien que tuviera problemas, que fuera alcohólico o drogadicto porque quería salvarlo, quería tener la satisfacción de decir: ʻQuizá no pude salvar a mi papá, pero pude salvarlo a élʼ.
Las líneas anteriores son la experiencia que Olivia compartió recientemente en el marco de un programa especial encabezado por la Unión Europea, incluido en un informe sobre los miles de niñes y adolescentes hijes de usuarios de sustancias ilícitas que han sido ignorados en las políticas de drogas y derechos de las infancias en México —y el mundo—. Y es que la experiencia de esta población, afectada por el consumo problemático de su padre, madre o tutor, no se contempla en la respuesta de los servicios públicos de salud, educación o asesoría victimal, ni en las directrices para la prevención, rehabilitación e intervención en casos de adicción en este país.
La carencia y la ausencia son causa de este tipo de situaciones. A la sala de urgencias llega una recién nacida en pleno síndrome de abstinencia por múltiples drogas. Un bebé muere intoxicado por narcóticos en manos de los doctores. El pequeño Luca y sus cinco hermanitos se crian solos porque su mamá lleva una década presa sin sentencia, por portar una microdosis de metanfetamina. A Sara y sus dos hermanitos la autoridad los rescata de un diminuto cuarto de cartón, entre heces fecales, con desnutrición y temerosos de los arrebatos de sus progenitores, dependientes del cristal. Lola intenta suicidarse al salir de la secundaria porque no sabe cómo lidiar con su papá, un sicario adicto a varias sustancias. A Carlitos lo separan de su madre, con policonsumo, y pasa su adolescencia en un anexo clandestino, en el que estuvo tres meses agonizando por torturas sufridas ahí adentro.
Son casos recientes —de los que supe por entrevistas y documentos oficiales en mi poder— de niñes de distintas latitudes y contextos en México, pero con algo en común: hijes de personas usuarias de drogas, menores de edad en el más profundo desamparo.
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Daño oculto
Corina Giacomello, una de las pocas especialistas sobre el tema a nivel global, dice que a lo que acabo de describir se le llama “daño oculto” porque estos niñes lo viven en silencio y silenciados. En silencio puertas adentro, por la pena, el estigma y la desinformación de la sociedad en general; y silenciados en el ámbito público a causa de la violencia, la criminalización, políticas punitivas y las pocas opciones para recibir ayuda institucional y profesional a las que tienen acceso.
Giacomello es una italiana que trabaja en México desde hace dos décadas como investigadora en la Universidad Autónoma de Chiapas, y colabora con organismos internacionales. En 2020 el Consejo de Europa decidió actualizar su Estrategia para los Derechos del Niño, y relanzarla para el periodo 2022-2027, porque hasta entonces todos los tratados internacionales sobre infancias o drogas dejaban fuera a los hijes de personas con adicción. Desde el Grupo de Cooperación Internacional sobre Drogas y Adicciones del Consejo de Europa (Grupo Pompidou) se propuso elaborar un diagnóstico, involucrar a países interesados y esbozar propuestas encaminadas a un enfoque que contemplara a esta población como un grupo de alto riesgo. Y fue Giacomello a quien se le encomendó la tarea, que fue plasmada en cuatro volúmenes generales y otros tantos documentos sobre tópicos más particulares.
Giacomello empieza la entrevista con un par de comentarios para evitar la estigmatización: la mayoría de las personas en el mundo no usa drogas. Casi todos los que sí las consumimos tenemos una convivencia funcional con ellas. Y luego está la pequeña porción de la población con adicción problemática y que tiene hijes viviendo experiencias sumamente adversas enmarcadas en este contexto. Es a este sector al que hay que poner atención, enfatiza.
Durante la investigación, Giacomello evaluó las políticas públicas en 13 países de Europa occidental, África septentrional y en México, como único representante de América. Así pudo concluir que nuestro país no cuenta con programas o acciones que atiendan este problema.
Lo confirma en entrevista Miriam Carrillo, directora de Prevención de los CIJ, quien reconoce que existe un reto aún más primitivo y urgente por resolver: saber con certeza de qué tamaño es el problema. Como hemos visto, estamos a oscuras, y la consecuencia de ello es asunto de vida o muerte.
Huérfanos de un país narcotizado
Hay un duelo que se ha llorado bajo la mirada de nadie, en un llanto oculto, subrepticio: la orfandad de decenas de niñes cuyos padres y madres murieron por sobredosis.
Desde que se inició la guerra contra el narco en México —en 2006— hasta 2023 se han registrado 47 500 muertes a causa de lo que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) clasifica como envenenamiento accidental por exposición a alguna droga*. De ellas, 2 075 fueron por consumo de fármacos y narcóticos*.
Ya que en las actas de defunciones se omite un dato tan simple como si es padre o madre el fallecido, no sabemos cuántos huérfanos por consumo excesivo de drogas hay en el país. “¿Qué deberíamos hacer con estos niñes en desamparo?”, le pregunto a Corina Giacomello, quien responde:
Francamente, no tengo una respuesta, es decir, no es algo que haya pensado ni estudiado; que tenga una respuesta masticada, informada. Lo único que sí puedo decir es que estoy totalmente de acuerdo en que es un tema que se debe de empezar a visibilizar y atender desde la prevención. Urge una doble perspectiva: por un lado, reconocer que esos huérfanos existen, contabilizarlos, y, por otro, considerarlos como víctimas, víctimas de una falta de atención del Estado a la situación de estos padres y madres con consumo problemático de drogas.
Tenerlos en cuenta es un primer paso para generar, según Giacomello, una atención interinstitucional y garantizar sus derechos, como acceso a una contención emocional, atención psicológica y médica profesional, prevención del embarazo adolescente, programas para evitar deserción escolar, acciones para que no repitan el patrón de consumo, y derecho a la reparación del daño.
En México esta población pasa tan fuera del radar que el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) declara no haber atendido ningún caso así*, y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna) asegura haber recibido a tan solo cuatro niñes huérfanos porque sus parentelas fueron víctimas de homicidio relacionado con el uso de sustancias adictivas*. Son cuatro huérfanos atendidos de un universo posible de miles o, quizá, decenas de miles en orfandad.
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Mal de cuna
Un día de 2023 llegó a la oficina de la Dirección General de Información en Salud un oficio que notificaba el ingreso hospitalario de un recién nacido a la sala de urgencias de un hospital de Quintana Roo, a causa de una intoxicación aguda provocada por psicoactivos. Luego se recibió otro, desde Sonora, con información sobre un bebé con síndrome de dependencia a estimulantes sintéticos, y otro documento similar se envió desde Tabasco para reportar delirios por la abstinencia a múltiples drogas de un bebé de apenas semanas, y después otro venía de Veracruz, y otro de Guanajuato*.
Desde 2007 la Secretaría de Salud tiene registro de 68 casos de menores de un año que han pasado por la sala de urgencias de hospitales del país por diversos trastornos causados por el uso de múltiples drogas por parte de sus madres (antidepresivos, tranquilizantes, psicoestimulantes, LSD, cocaína, heroína, morfina, metanfetamina*), durante el embarazo. A estos se suman otros tres casos —en Guerrero, Durango y Tamaulipas— en los que el recién nacido murió recibiendo atención médica porque su cuerpo no soportó la intoxicación*.
Es una arista más del problema de hijes de personas con drogodependencia que las políticas públicas sobre infancias han desatendido, opina Corina Giacomello.
El tratamiento de adicciones o la reducción de daños para mujeres embarazadas enfrenta un problema. Es común que se rehúsen a pedir ayuda institucional, por el temor a que les arrebaten a sus hijes una vez paridos, prosigue Giacomello. Y es que el procedimiento marca que, ante un caso así, el hospital levanta una notificación e intervienen las Fiscalías de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes y, según se requiera, se puede solicitar como medida cautelar la separación familiar y el resguardo al menor de edad en algún Centro de Atención Social (CAS), que son establecimientos públicos o privados para acoger niñes sin cuidado familiar.
Y el temor es fundado. Desde 2016 a la fecha se han albergado al menos a 2 200 niñes y adolescentes de “madres o padres toxicómanos”, en CAS de 16 estados del país*. De ellos, 550 eran recién nacidos o estaban en su primera infancia al momento del ingreso*.
Luis Alberto Ceceña es director de Casa Cuna, uno de los cinco CAS en Baja California Sur, estado en el que la metanfetamina se ha propagado como pocos en el país. Cada año, según Ceceña, albergan aquí a alrededor de cuatro bebés con síndrome de abstinencia neonatal a causa del consumo durante el embarazo de la madre toxicómana, la mayoría adictas al cristal.
Los efectos físicos del consumo de metanfetamina, cocaína y cannabis en los recién nacidos pueden ir desde temblores leves e irritabilidad hasta fiebre, pérdida excesiva de peso, convulsiones e incluso deformaciones en la circunferencia craneal, de acuerdo con informes de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). “Estos bebés tienen repercusiones profundas por el consumo de la madre, daños a nivel neuronal; llegan con bajo peso y una condición de desnutrición severa, que nos tarda dos años en recomponer esta situación, o con problemas psiquiátricos. También corren el riesgo las madres de aborto espontáneo o parto prematuro”, dice Ceceña.
La separación familiar derivada de esta situación es una posible fuente de trauma tanto para las madres como para los hijes, sin importar la edad, advierte Giacomello:
Para evitar esto, me parece una buena práctica el modelo de acogida temporal de estos bebés que nacen con problemas relativos a la droga o de niños más grandes. Es un buen modelo porque es una medida en la que a los padres biológicos se les sigue reconociendo como padres y los bebés quedan al cuidado temporal de una familia previamente evaluada y elegida. Y si hay un buen trabajo de parte del ministerio público, de los padres, los servicios sociales y de la familia de acogida, los niños pueden estar en un entorno tranquilo, en el que sus padres pasan por su tratamiento contra las drogas y recuperan a sus hijos cuando se rehabilitan.
Existen ejemplos internacionales sobre el tema que México podría seguir. Dinamarca cuenta con un centro ambulatorio especializado en atender mujeres embarazadas con consumo problemático de drogas, a quienes se les da seguimiento después del parto, con atención médica y psicológica integral, hasta que los niñes llegan a la edad escolar. Italia implementó un programa de cuidados intensivos para familias con drogodependencia, en el que se lleva la atención necesaria hasta el hogar para evitar a toda costa la separación del menor. También cuenta con 35 centros especializados para madres con consumo problemático de drogas, que son albergadas junto con sus hijes.
En México esto no existe, reconoce Miriam Carrillo, del CIJ. “Apenas este año se empezó a construir el primer centro residencial que recibirá a mujeres con sus hijos, y estará en Jalisco”.
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Abandono en anexos clandestinos
Las rendijas en el sistema de salud pública y la negligencia por parte de las autoridades provocan otro tipo de separación familiar que linda con lo criminal. Los adolescentes con drogodependencia o hijes de madres toxicómanas son sus principales víctimas.
En México el servicio de atención a las adicciones se empezó a privatizar en el sexenio del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y no ha parado. Hoy el país cuenta con una red formada por 441 centros públicos de tratamiento y prevención, a la que se le suman más de 2 000 centros privados. También existe todo un universo de establecimientos que no han cumplido con los requisitos mínimos que determina la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama) como órgano regulador, pero que han conseguido permisos de funcionamiento por parte de la autoridad municipal o estatal que les permite operar. Y luego están los anexos clandestinos, que operan sin aval de ninguna autoridad y donde se cometen sistemáticamente torturas y demás violaciones a los derechos humanos, como ha documentado ampliamente la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y asociaciones civiles como Documenta. A uno de estos centros llegó Carlitos.
Desde que Carlitos tiene memoria había drogas en su casa, en La Paz, Baja California Sur. Su papá se inyectaba heroína y la mamá usaba de todo, pero más metanfetamina. Él los abandonó demasiado pronto. Y ella años después, cuando Carlitos tenía 10 años. Los dejó solos a él y a sus tres hermanos menores. Carlitos me dice en entrevista que tuvo que salir a la calle a pedir dinero, a vender pescado, a trabajar de mandadero, de lo que fuera, pero en algún momento la casera reportó la situación a las autoridades del Sistema Nacional de Desarrollo Integral de las Familias (DIF).
Primera escala de los hermanos: una casa hogar, de la que Carlitos escapó. Deambulando de nuevo por la calle encontró a su mamá con una nueva pareja, embarazada y con un consumo agravado de cristal. En una de las peleas entre la pareja intervino la policía, que llevó a Carlitos de nuevo al DIF, pero como él ya era un adolescente de 14 años, que consumía marihuana y con antecedentes de haber escapado, decidieron mejor trasladarlo a un centro sin permisos de operación expedidos por las autoridades federales.
“El asunto es que no existe en México ningún centro especializado en atención a adolescentes con consumo problemático de drogas. Ninguno. Y eso es preocupante. Y nosotros evitamos mezclar población infantil con adolescentes que ya presentan problemas con las drogas”, explica Ceceña, quien no se enteró ni manejó el caso de Carlitos, pero que conoce bien el paso de los niñes por las instituciones.
Aunque Ceceña no reconozca este tipo de internaciones, seis estados de la República (Aguascalientes, Coahuila, Jalisco, Querétaro, Quintana Roo y Tamaulipas) reportaron que albergaron a 700 niñes y adolescentes usuarios —la mayoría de alcohol, marihuana y cristal— en casas-hogar del DIF, en las que no existe un programa ni instancia para tratar adicciones, y que estaban ahí en lo que se restituían sus derechos violentados*. Tal es su destino porque no encontraron a ningún familiar que pudiera o quisiera hacerse cargo de ellos, explica Daniel Morales, procurador de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de Baja California Sur.
A Carlitos lo recibieron en aquel anexo clandestino con humillaciones, castigos físicos y maltratos psicológicos, de los que también quiso huir, pero antes de que pudiera saltar la barda los directivos lo molieron a golpes hasta reventarle un pulmón. Así lo tuvieron, agonizando tres meses en una colchoneta, hasta que los encargados no tuvieron otra opción que hablar a una ambulancia que le salvó la vida. Solo así pudo salir del anexo, aunque con las consecuencias de una tuberculosis pleural y severos impactos psicoemocionales.
Historias como esta se repiten en la mayoría de los centros clandestinos del estado, de acuerdo con Pablo Deng Chiw, académico de la Universidad Autónoma de Baja California Sur, quizá el hombre que mejor conoce la situación de dichos establecimientos en este estado del noroeste del país. El año pasado pudo ingresar a uno de ellos para documentar lo que ahí pasaba, como parte de su proyecto de tesis de doctorado.
En ese lugar, del que no revela detalles por su propia seguridad, más parecido a una cárcel que a un centro de ayuda, había más de 100 personas hacinadas en pequeños cuartos, la mayoría ingresados por problemas con la metanfetamina y muchos de ellos jóvenes. Los internos le narraron historias de horror. Uno de ellos le describió escenas de golpizas brutales. Otro le contó cómo se puso un tornillo en la frente y se estrelló con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared, como intento de suicidio, harto del trato. Uno más narró esto:
Éramos 50 cabrones en el baño, desnudos. No había espacio, no te podías caer porque estabas hombro con hombro. Te movías tantito y ya tocaste a tres. Nos pidieron que nos tiráramos al piso donde estaba la ropa regada. Luego pasaba un tipo desnudo aventando el jabón en polvo al aire, como si les aventara comida a las gallinas. Pasaba a toda prisa y nosotros teníamos que tallar. Todo me parecía surreal. Me preguntaba: ʻ¿En dónde estoy? ¿En verdad es real? ¿En verdad existe un lugar en el mundo donde esto sucede?ʼ.
No es de extrañar que el porcentaje de éxito de rehabilitación en estos lugares sea ridículamente bajo. Del 3%, calcula Deng Chiw. “Es una farsa, es un negociazo como en todos los centros de rehabilitación privados y clandestinos. Les cobraban la estancia, cerca de 10 000 pesos al mes, los obligan a vender productos en la calle, los rentan para trabajos forzados en obras de construcción”, enumera el investigador.
Aunque funcionarios de la Sipinna de Baja California Sur negaron en entrevistas que se trasladen a adolescentes a centros clandestinos, tras solicitudes de información reconocieron que, de 2017 a 2021, sí lo hicieron con 27 jóvenes, a quienes transfirieron desde casas hogares a centros de rehabilitación que operan sin aval de la federación, pero con permisos a nivel municipal*.
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Sin justicia, sin reparación
México mantiene una política punitiva de drogas que ha tenido como consecuencia que un montón de niñes y adolescentes se hayan criado sin el cuidado de sus madres porque el Estado se ha encargado de perseguir y encarcelar durante años, y sin sentencia, a miles de mujeres por portación de sustancias adictivas; en muchos casos en dosis mínimas y para autoconsumo.
Desde 2009, cuando el narcomenudeo se tipificó como delito, 16 000 personas están presas por conductas asociadas a la portación simple de droga, la mayoría para autoconsumo, de acuerdo con la Encuesta nacional de población privada de la libertad (Enpol), del Inegi. Esta estadística también indica que, en promedio, cada uno de estos individuos tiene dos hijes, lo que arrojaría una cifra de más de 30 000 niñes con padres y madres encarcelados.
Para Adriana Muro Polo, directora ejecutiva de Elementa, una organización civil dedicada al análisis e incidencia sobre política de drogas y derechos humanos, estos padres y madres han sido encerrados a causa de una política punitiva y prohibicionista fallida que está cercenando proyectos familiares y de vida. “Los privados de la libertad no son los grandes capos de la droga, sino personas en situación de vulnerabilidad”, dice.
Una revisión a todas las sentencias públicas disponibles por delitos contra la salud, en la modalidad de narcomenudeo, que el Poder Judicial ha emitido en Baja California Sur, el estado que nos ha servido para la observación cercana del fenómeno, confirma lo dicho por Muro Polo. Una fue contra un albañil de 48 años que declaró ganar 2 000 pesos semanales, y que portaba lo equivalente a seis cigarros de marihuana*. Otra fue contra un joven desempleado de 23 años, al que la Policía le encontró en su monedero 0.68 gramos de metanfetamina para autoconsumo*.
Hay más de 100 mujeres esperando hasta una década por el término de sus procesos por posesión de microdosis en este estado*. Solo existe un caso con sentencia, de una mujer de 37 años, aprehendida cuando caminaba en las inmediaciones del malecón de La Paz, la noche del 17 de junio de 2022. Ese día, al notar la presencia de una patrulla, la mujer tiró al suelo la mochila que cargaba y se alejó caminando. Las policías la detuvieron, revisaron el bolso y encontraron 8.6 gramos de metanfetamina. La pusieron a disposición y se ordenó prisión preventiva. A finales de 2023 recibió la sentencia condenatoria en la que la juez resolvió que, como la portación no era con fines de comercialización sino para uso propio, el caso no ameritaba más cárcel y pidió sustituir la pena por una simple multa de 1 250 pesos. Eso, después de 14 meses de estar presa, sin ningún servicio de atención a su adicción y separada de los tres hijos que reportó tener*.
Para conocer la situación de otros estados ingresé solicitudes de información a las secretarías de Seguridad de todo el país, y solo la de Aguascalientes contestó con el nivel de detalle requerido. Así sabemos que, desde 2016, hay en este estado 850 mujeres en prisión por delitos contra la salud, de las que 106 son madres. De ellas, 31 estaban ahí por portación simple de metanfetamina y declararon tener 66 hijes menores de edad esperando rejas afuera que las liberaran*.
La hija del sicario
La primera vez que estuvo en una balacera aún crecía en el vientre de su mamá. Fue un atentado fallido contra su padre, un narcomenudista que se convertiría a la postre en el líder de sicarios del cártel más poderoso de Quintana Roo. Después de parirla, su madre huyó y la dejó al cuidado del mafioso —autor material e intelectual de un sinfín de asesinatos en los últimos tiempos en el Caribe mexicano, de acuerdo con informes de la Sedena— y del hermano de este, actualmente preso por narcotráfico, y de la abuela, con ceguera parcial. La chica se llama Lola.
Una exfuncionaria pública que atendió a Lola en la institución donde trabajaba y que pidió el anonimato por motivos de seguridad contó lo siguiente:
Ella creció en un hogar con violencia [en Cancún] porque su padre golpeaba a la abuela y a ella. La figura de su padre era de amor y miedo: sí la llevaba a la escuela y le daba de comer, pero también la golpeaba y la amarraba cuando decía que se portaba mal. Creció en el ambiente de un grupo delictivo. Dice que había una bodega llena de todo tipo de droga y armas. Cuando la autoridad los cateaba dice que nunca pasaba nada, siempre se arreglaban para que no les pasara nada.
También la exfuncionaria describió la experiencia que vivió Lola:
Nunca durmió bien porque todo el tiempo estaba vigilante. El cortisol lo tenía a tope, el estrés, y eso afecta, cuando se trata de niños o niñas, al desarrollo neuronal. Me acuerdo de que ella decía que no le gustaba la escuela porque nunca se pudo concentrar por no dormir, por lo que vivía; decía que solo veía que los maestros movían la boca, pero no les entendía nada. Reprobaba y eso la llevaba a que se burlaran de ella […] Todo eso se le juntó con que ejecutaron a su papá […] A su hermano lo metieron a la cárcel. Un mes y medio después de eso ella intenta quitarse la vida porque piensa que no tiene sentido su vida, que ya nadie la va a cuidar y, encima, se iba a quedar al cuidado de su abuela. Estamos hablando de una niña de 16 años que tuvo que pasar por todo eso. Fue hace dos años lo de su papá, y a los seis meses llegó conmigo a que la atendiera. Solo vino cuatro veces y no volvió. No sé nada de ella.
Niñes con ansiedad, depresión, miedo y rencor; huérfanos y torturados; con desnutrición severa y salud quebrantada; algunos ya perdidos en la metanfetamina: todos en el más profundo desamparo. Están siendo cuidados por las abuelas, por las tías, por las vecinas o por quien sea, menos por el Estado.
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Este producto periodístico es parte de Cambia La Historia, un proyecto de Alharaca y la Deutsche Welle Akademie.
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[1] El objetivo del SISVEA es construir un panorama sobre el uso y abuso de drogas lícitas e ilícitas en México, así como vigilar las tendencias de su consumo para contribuir al diseño de políticas públicas. Se nutre de cuatro fuentes: centros de tratamiento y rehabilitación no gubernamentales, centros de tratamiento para adolescentes, servicios médicos forenses y servicios médicos de urgencias. Con todo, no incluye información actualizada sobre el número de consumidores.
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Testimonios y datos del más profundo desamparo: el que viven las infancias en hogares destrozados por el consumo problemático de sustancias adictivas.
En México, los niñes y adolescentes hijes de toxicómanos son un grupo en alto riesgo y, sin embargo, sus derechos están desdibujados en las políticas públicas concernientes a las drogas. Esto se comprueba especialmente en los contextos de consumo de metanfetamina, los cuales han crecido de forma imparable en todo el país, minando la estabilidad de miles de hogares. Los testimonios y análisis de datos que leerán a continuación pretenden explicar la situación del fenómeno.
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Notas sobre el texto:
i) Se cambió el nombre de todos los niñes y adolescentes que brindaron su testimonio y aparecen en este reportaje para proteger su anonimato; ii) A fin de facilitar la lectura, se añadió un asterisco (*) para indicar cuando se menciona un dato obtenido mediante las más de 300 solicitudes de información solicitadas vía Transparencia durante la elaboración de este trabajo, y iii) A modo de inclusión, se usa “niñe” para referirse a niñas y niños, “hijes” para hijos e hijas, y “parentela” para padre y madre.
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No existe ningún censo oficial en México que muestre la cantidad de niñes y adolescentes hijes de usuarios de drogas ni diagnóstico sobre sus condiciones de vida. No se sabe cuántos son ni dónde ni cómo están o si ya comieron, si faltaron a la escuela, si han desarrollado adicción o si están a merced de su suerte, en orfandad; también se ignora quién los cuida o si alguien los maltrata ni si el Estado está garantizando el derecho superior de la niñez. Además, hay un universo desconocido, con una “zona” particularmente oscura: las familias con un consumo problemático y disfuncional. De ellas nos ocuparemos en este reportaje.
La más reciente Encuesta nacional de consumo de drogas, alcohol y tabaco se publicó en 2017. Da cuenta de 8.5 millones de consumidores de sustancias adictivas en el país; de ellos, medio millón reconocieron ser dependientes. Son datos viejos, de una época en la que la marihuana era la droga ilícita más común, justo cuando otra comenzaba a cobrar protagonismo: la metanfetamina o cristal.
En su último informe, el Sistema de Vigilancia Epidemiológica de las Adicciones (SISVEA) de la Secretaría de Salud[1] alertó que, desde 2017 y hasta el 2023, el cristal se colocó como la segunda droga ilícita con la que se inicia el consumo de sustancias adictivas, por detrás de la marihuana. Esta se ha posicionado en el 90% del territorio nacional como la droga de mayor impacto; es decir, el motivo principal por el que los consumidores pidieron ayuda: seis de cada diez personas que han acudido a centros de rehabilitación no gubernamentales del país tienen problemas con la anfetamina.
Sin embargo, las estadísticas nacionales no incluyen datos sobre si estas personas tienen hijes menores de edad. Los Centros de Integración Juvenil (CIJ), órganos sectorizados de la Secretaría de Salud dedicados al tratamiento de consumo de drogas, son las únicas instancias que tiene información con la cual construir un aproximado. De 2014 a la fecha los centros han tratado a 270 000 personas*. Sin embargo, solo al 16% —los que acuden con regularidad— se les aplicó un cuestionario sobre su situación familiar.
A partir de este panorama calculamos que en 2021 había al menos 12 000 niñes y adolescentes* en México criados en familias con consumo problemático de sustancias adictivas. Cuatro de cada diez de estos niñes creció con la presencia de la metanfetamina en sus hogares.
Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
Los lugares equivocados
No entendía lo que pasaba. Su papá subía y bajaba frenético las escaleras de la casa. “¡Me van a matar!”, gritaba. El diagnóstico era delirio de persecución, pero Olivia era una niña y no sabía de hospitales ni de drogas, a las que era adicto su papá, Ramón, un ingeniero civil, contratista del gobierno de la CDMX. La primera vez que lo vio drogándose más bien lo escuchó: un sniiiifff y la nariz empolvada. Aunque no solo era la coca, sino también el alcohol y otras drogas —sí, metanfetamina—, con las que ella tuvo que convivir hasta que cumplió 21 años, cuando todo acabó con la muerte intempestiva de su padre.
Con los años Olivia aprendió a medir la severidad del problema en el número de muebles: entre menos muebles más deuda y consumo de Ramón. Cuando Olivia tenía 21 años, la casa llegó a estar completamente vacía, con todo empeñado o en las manos de los narcomenudistas que le surtían droga a su papá, y que solían irrumpir para cobrarse por su cuenta. Y ahí es cuando su padre no pudo más y se suicidó. En la casa quedó un bolígrafo, una lata, Olivia, su hermanito y nada ni nadie más porque su mamá, quien también desarrolló una adicción al alcohol, ya los había abandonado.
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Estas son experiencias de vida que realmente no le deseo a nadie. Sin embargo, sé que no soy la única. Hay tantas chicas y mujeres que dicen que un familiar cercano no pudo superar la lucha. Y somos tantas. Y no hablamos de ello. ¿Cuántas veces llegamos a una clínica [de rehabilitación] y solo se enfocan en él? Y no se enfocan en su esposa, en sus hijos. Debería haber una conciencia de que la persona enferma afecta a todos a su alrededor; afecta a toda la familia. Yo consumí cocaína en algún momento. Quería usarla para entender lo que mi papá sentía: ¿qué lo había enganchado?, ¿qué era tan placentero?, ¿qué… si valía tanto la pena? Me refugié en muchas cosas malas, incluido el alcohol, [con el que] me emborrachaba hasta perder el sentido. Estuve con muchas parejas, buscaba afecto y amor en los lugares equivocados porque había ausencia. Buscaba a alguien que tuviera problemas, que fuera alcohólico o drogadicto porque quería salvarlo, quería tener la satisfacción de decir: ʻQuizá no pude salvar a mi papá, pero pude salvarlo a élʼ.
Las líneas anteriores son la experiencia que Olivia compartió recientemente en el marco de un programa especial encabezado por la Unión Europea, incluido en un informe sobre los miles de niñes y adolescentes hijes de usuarios de sustancias ilícitas que han sido ignorados en las políticas de drogas y derechos de las infancias en México —y el mundo—. Y es que la experiencia de esta población, afectada por el consumo problemático de su padre, madre o tutor, no se contempla en la respuesta de los servicios públicos de salud, educación o asesoría victimal, ni en las directrices para la prevención, rehabilitación e intervención en casos de adicción en este país.
La carencia y la ausencia son causa de este tipo de situaciones. A la sala de urgencias llega una recién nacida en pleno síndrome de abstinencia por múltiples drogas. Un bebé muere intoxicado por narcóticos en manos de los doctores. El pequeño Luca y sus cinco hermanitos se crian solos porque su mamá lleva una década presa sin sentencia, por portar una microdosis de metanfetamina. A Sara y sus dos hermanitos la autoridad los rescata de un diminuto cuarto de cartón, entre heces fecales, con desnutrición y temerosos de los arrebatos de sus progenitores, dependientes del cristal. Lola intenta suicidarse al salir de la secundaria porque no sabe cómo lidiar con su papá, un sicario adicto a varias sustancias. A Carlitos lo separan de su madre, con policonsumo, y pasa su adolescencia en un anexo clandestino, en el que estuvo tres meses agonizando por torturas sufridas ahí adentro.
Son casos recientes —de los que supe por entrevistas y documentos oficiales en mi poder— de niñes de distintas latitudes y contextos en México, pero con algo en común: hijes de personas usuarias de drogas, menores de edad en el más profundo desamparo.
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Daño oculto
Corina Giacomello, una de las pocas especialistas sobre el tema a nivel global, dice que a lo que acabo de describir se le llama “daño oculto” porque estos niñes lo viven en silencio y silenciados. En silencio puertas adentro, por la pena, el estigma y la desinformación de la sociedad en general; y silenciados en el ámbito público a causa de la violencia, la criminalización, políticas punitivas y las pocas opciones para recibir ayuda institucional y profesional a las que tienen acceso.
Giacomello es una italiana que trabaja en México desde hace dos décadas como investigadora en la Universidad Autónoma de Chiapas, y colabora con organismos internacionales. En 2020 el Consejo de Europa decidió actualizar su Estrategia para los Derechos del Niño, y relanzarla para el periodo 2022-2027, porque hasta entonces todos los tratados internacionales sobre infancias o drogas dejaban fuera a los hijes de personas con adicción. Desde el Grupo de Cooperación Internacional sobre Drogas y Adicciones del Consejo de Europa (Grupo Pompidou) se propuso elaborar un diagnóstico, involucrar a países interesados y esbozar propuestas encaminadas a un enfoque que contemplara a esta población como un grupo de alto riesgo. Y fue Giacomello a quien se le encomendó la tarea, que fue plasmada en cuatro volúmenes generales y otros tantos documentos sobre tópicos más particulares.
Giacomello empieza la entrevista con un par de comentarios para evitar la estigmatización: la mayoría de las personas en el mundo no usa drogas. Casi todos los que sí las consumimos tenemos una convivencia funcional con ellas. Y luego está la pequeña porción de la población con adicción problemática y que tiene hijes viviendo experiencias sumamente adversas enmarcadas en este contexto. Es a este sector al que hay que poner atención, enfatiza.
Durante la investigación, Giacomello evaluó las políticas públicas en 13 países de Europa occidental, África septentrional y en México, como único representante de América. Así pudo concluir que nuestro país no cuenta con programas o acciones que atiendan este problema.
Lo confirma en entrevista Miriam Carrillo, directora de Prevención de los CIJ, quien reconoce que existe un reto aún más primitivo y urgente por resolver: saber con certeza de qué tamaño es el problema. Como hemos visto, estamos a oscuras, y la consecuencia de ello es asunto de vida o muerte.
Huérfanos de un país narcotizado
Hay un duelo que se ha llorado bajo la mirada de nadie, en un llanto oculto, subrepticio: la orfandad de decenas de niñes cuyos padres y madres murieron por sobredosis.
Desde que se inició la guerra contra el narco en México —en 2006— hasta 2023 se han registrado 47 500 muertes a causa de lo que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) clasifica como envenenamiento accidental por exposición a alguna droga*. De ellas, 2 075 fueron por consumo de fármacos y narcóticos*.
Ya que en las actas de defunciones se omite un dato tan simple como si es padre o madre el fallecido, no sabemos cuántos huérfanos por consumo excesivo de drogas hay en el país. “¿Qué deberíamos hacer con estos niñes en desamparo?”, le pregunto a Corina Giacomello, quien responde:
Francamente, no tengo una respuesta, es decir, no es algo que haya pensado ni estudiado; que tenga una respuesta masticada, informada. Lo único que sí puedo decir es que estoy totalmente de acuerdo en que es un tema que se debe de empezar a visibilizar y atender desde la prevención. Urge una doble perspectiva: por un lado, reconocer que esos huérfanos existen, contabilizarlos, y, por otro, considerarlos como víctimas, víctimas de una falta de atención del Estado a la situación de estos padres y madres con consumo problemático de drogas.
Tenerlos en cuenta es un primer paso para generar, según Giacomello, una atención interinstitucional y garantizar sus derechos, como acceso a una contención emocional, atención psicológica y médica profesional, prevención del embarazo adolescente, programas para evitar deserción escolar, acciones para que no repitan el patrón de consumo, y derecho a la reparación del daño.
En México esta población pasa tan fuera del radar que el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) declara no haber atendido ningún caso así*, y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna) asegura haber recibido a tan solo cuatro niñes huérfanos porque sus parentelas fueron víctimas de homicidio relacionado con el uso de sustancias adictivas*. Son cuatro huérfanos atendidos de un universo posible de miles o, quizá, decenas de miles en orfandad.
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Mal de cuna
Un día de 2023 llegó a la oficina de la Dirección General de Información en Salud un oficio que notificaba el ingreso hospitalario de un recién nacido a la sala de urgencias de un hospital de Quintana Roo, a causa de una intoxicación aguda provocada por psicoactivos. Luego se recibió otro, desde Sonora, con información sobre un bebé con síndrome de dependencia a estimulantes sintéticos, y otro documento similar se envió desde Tabasco para reportar delirios por la abstinencia a múltiples drogas de un bebé de apenas semanas, y después otro venía de Veracruz, y otro de Guanajuato*.
Desde 2007 la Secretaría de Salud tiene registro de 68 casos de menores de un año que han pasado por la sala de urgencias de hospitales del país por diversos trastornos causados por el uso de múltiples drogas por parte de sus madres (antidepresivos, tranquilizantes, psicoestimulantes, LSD, cocaína, heroína, morfina, metanfetamina*), durante el embarazo. A estos se suman otros tres casos —en Guerrero, Durango y Tamaulipas— en los que el recién nacido murió recibiendo atención médica porque su cuerpo no soportó la intoxicación*.
Es una arista más del problema de hijes de personas con drogodependencia que las políticas públicas sobre infancias han desatendido, opina Corina Giacomello.
El tratamiento de adicciones o la reducción de daños para mujeres embarazadas enfrenta un problema. Es común que se rehúsen a pedir ayuda institucional, por el temor a que les arrebaten a sus hijes una vez paridos, prosigue Giacomello. Y es que el procedimiento marca que, ante un caso así, el hospital levanta una notificación e intervienen las Fiscalías de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes y, según se requiera, se puede solicitar como medida cautelar la separación familiar y el resguardo al menor de edad en algún Centro de Atención Social (CAS), que son establecimientos públicos o privados para acoger niñes sin cuidado familiar.
Y el temor es fundado. Desde 2016 a la fecha se han albergado al menos a 2 200 niñes y adolescentes de “madres o padres toxicómanos”, en CAS de 16 estados del país*. De ellos, 550 eran recién nacidos o estaban en su primera infancia al momento del ingreso*.
Luis Alberto Ceceña es director de Casa Cuna, uno de los cinco CAS en Baja California Sur, estado en el que la metanfetamina se ha propagado como pocos en el país. Cada año, según Ceceña, albergan aquí a alrededor de cuatro bebés con síndrome de abstinencia neonatal a causa del consumo durante el embarazo de la madre toxicómana, la mayoría adictas al cristal.
Los efectos físicos del consumo de metanfetamina, cocaína y cannabis en los recién nacidos pueden ir desde temblores leves e irritabilidad hasta fiebre, pérdida excesiva de peso, convulsiones e incluso deformaciones en la circunferencia craneal, de acuerdo con informes de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). “Estos bebés tienen repercusiones profundas por el consumo de la madre, daños a nivel neuronal; llegan con bajo peso y una condición de desnutrición severa, que nos tarda dos años en recomponer esta situación, o con problemas psiquiátricos. También corren el riesgo las madres de aborto espontáneo o parto prematuro”, dice Ceceña.
La separación familiar derivada de esta situación es una posible fuente de trauma tanto para las madres como para los hijes, sin importar la edad, advierte Giacomello:
Para evitar esto, me parece una buena práctica el modelo de acogida temporal de estos bebés que nacen con problemas relativos a la droga o de niños más grandes. Es un buen modelo porque es una medida en la que a los padres biológicos se les sigue reconociendo como padres y los bebés quedan al cuidado temporal de una familia previamente evaluada y elegida. Y si hay un buen trabajo de parte del ministerio público, de los padres, los servicios sociales y de la familia de acogida, los niños pueden estar en un entorno tranquilo, en el que sus padres pasan por su tratamiento contra las drogas y recuperan a sus hijos cuando se rehabilitan.
Existen ejemplos internacionales sobre el tema que México podría seguir. Dinamarca cuenta con un centro ambulatorio especializado en atender mujeres embarazadas con consumo problemático de drogas, a quienes se les da seguimiento después del parto, con atención médica y psicológica integral, hasta que los niñes llegan a la edad escolar. Italia implementó un programa de cuidados intensivos para familias con drogodependencia, en el que se lleva la atención necesaria hasta el hogar para evitar a toda costa la separación del menor. También cuenta con 35 centros especializados para madres con consumo problemático de drogas, que son albergadas junto con sus hijes.
En México esto no existe, reconoce Miriam Carrillo, del CIJ. “Apenas este año se empezó a construir el primer centro residencial que recibirá a mujeres con sus hijos, y estará en Jalisco”.
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Abandono en anexos clandestinos
Las rendijas en el sistema de salud pública y la negligencia por parte de las autoridades provocan otro tipo de separación familiar que linda con lo criminal. Los adolescentes con drogodependencia o hijes de madres toxicómanas son sus principales víctimas.
En México el servicio de atención a las adicciones se empezó a privatizar en el sexenio del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y no ha parado. Hoy el país cuenta con una red formada por 441 centros públicos de tratamiento y prevención, a la que se le suman más de 2 000 centros privados. También existe todo un universo de establecimientos que no han cumplido con los requisitos mínimos que determina la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama) como órgano regulador, pero que han conseguido permisos de funcionamiento por parte de la autoridad municipal o estatal que les permite operar. Y luego están los anexos clandestinos, que operan sin aval de ninguna autoridad y donde se cometen sistemáticamente torturas y demás violaciones a los derechos humanos, como ha documentado ampliamente la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y asociaciones civiles como Documenta. A uno de estos centros llegó Carlitos.
Desde que Carlitos tiene memoria había drogas en su casa, en La Paz, Baja California Sur. Su papá se inyectaba heroína y la mamá usaba de todo, pero más metanfetamina. Él los abandonó demasiado pronto. Y ella años después, cuando Carlitos tenía 10 años. Los dejó solos a él y a sus tres hermanos menores. Carlitos me dice en entrevista que tuvo que salir a la calle a pedir dinero, a vender pescado, a trabajar de mandadero, de lo que fuera, pero en algún momento la casera reportó la situación a las autoridades del Sistema Nacional de Desarrollo Integral de las Familias (DIF).
Primera escala de los hermanos: una casa hogar, de la que Carlitos escapó. Deambulando de nuevo por la calle encontró a su mamá con una nueva pareja, embarazada y con un consumo agravado de cristal. En una de las peleas entre la pareja intervino la policía, que llevó a Carlitos de nuevo al DIF, pero como él ya era un adolescente de 14 años, que consumía marihuana y con antecedentes de haber escapado, decidieron mejor trasladarlo a un centro sin permisos de operación expedidos por las autoridades federales.
“El asunto es que no existe en México ningún centro especializado en atención a adolescentes con consumo problemático de drogas. Ninguno. Y eso es preocupante. Y nosotros evitamos mezclar población infantil con adolescentes que ya presentan problemas con las drogas”, explica Ceceña, quien no se enteró ni manejó el caso de Carlitos, pero que conoce bien el paso de los niñes por las instituciones.
Aunque Ceceña no reconozca este tipo de internaciones, seis estados de la República (Aguascalientes, Coahuila, Jalisco, Querétaro, Quintana Roo y Tamaulipas) reportaron que albergaron a 700 niñes y adolescentes usuarios —la mayoría de alcohol, marihuana y cristal— en casas-hogar del DIF, en las que no existe un programa ni instancia para tratar adicciones, y que estaban ahí en lo que se restituían sus derechos violentados*. Tal es su destino porque no encontraron a ningún familiar que pudiera o quisiera hacerse cargo de ellos, explica Daniel Morales, procurador de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de Baja California Sur.
A Carlitos lo recibieron en aquel anexo clandestino con humillaciones, castigos físicos y maltratos psicológicos, de los que también quiso huir, pero antes de que pudiera saltar la barda los directivos lo molieron a golpes hasta reventarle un pulmón. Así lo tuvieron, agonizando tres meses en una colchoneta, hasta que los encargados no tuvieron otra opción que hablar a una ambulancia que le salvó la vida. Solo así pudo salir del anexo, aunque con las consecuencias de una tuberculosis pleural y severos impactos psicoemocionales.
Historias como esta se repiten en la mayoría de los centros clandestinos del estado, de acuerdo con Pablo Deng Chiw, académico de la Universidad Autónoma de Baja California Sur, quizá el hombre que mejor conoce la situación de dichos establecimientos en este estado del noroeste del país. El año pasado pudo ingresar a uno de ellos para documentar lo que ahí pasaba, como parte de su proyecto de tesis de doctorado.
En ese lugar, del que no revela detalles por su propia seguridad, más parecido a una cárcel que a un centro de ayuda, había más de 100 personas hacinadas en pequeños cuartos, la mayoría ingresados por problemas con la metanfetamina y muchos de ellos jóvenes. Los internos le narraron historias de horror. Uno de ellos le describió escenas de golpizas brutales. Otro le contó cómo se puso un tornillo en la frente y se estrelló con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared, como intento de suicidio, harto del trato. Uno más narró esto:
Éramos 50 cabrones en el baño, desnudos. No había espacio, no te podías caer porque estabas hombro con hombro. Te movías tantito y ya tocaste a tres. Nos pidieron que nos tiráramos al piso donde estaba la ropa regada. Luego pasaba un tipo desnudo aventando el jabón en polvo al aire, como si les aventara comida a las gallinas. Pasaba a toda prisa y nosotros teníamos que tallar. Todo me parecía surreal. Me preguntaba: ʻ¿En dónde estoy? ¿En verdad es real? ¿En verdad existe un lugar en el mundo donde esto sucede?ʼ.
No es de extrañar que el porcentaje de éxito de rehabilitación en estos lugares sea ridículamente bajo. Del 3%, calcula Deng Chiw. “Es una farsa, es un negociazo como en todos los centros de rehabilitación privados y clandestinos. Les cobraban la estancia, cerca de 10 000 pesos al mes, los obligan a vender productos en la calle, los rentan para trabajos forzados en obras de construcción”, enumera el investigador.
Aunque funcionarios de la Sipinna de Baja California Sur negaron en entrevistas que se trasladen a adolescentes a centros clandestinos, tras solicitudes de información reconocieron que, de 2017 a 2021, sí lo hicieron con 27 jóvenes, a quienes transfirieron desde casas hogares a centros de rehabilitación que operan sin aval de la federación, pero con permisos a nivel municipal*.
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Sin justicia, sin reparación
México mantiene una política punitiva de drogas que ha tenido como consecuencia que un montón de niñes y adolescentes se hayan criado sin el cuidado de sus madres porque el Estado se ha encargado de perseguir y encarcelar durante años, y sin sentencia, a miles de mujeres por portación de sustancias adictivas; en muchos casos en dosis mínimas y para autoconsumo.
Desde 2009, cuando el narcomenudeo se tipificó como delito, 16 000 personas están presas por conductas asociadas a la portación simple de droga, la mayoría para autoconsumo, de acuerdo con la Encuesta nacional de población privada de la libertad (Enpol), del Inegi. Esta estadística también indica que, en promedio, cada uno de estos individuos tiene dos hijes, lo que arrojaría una cifra de más de 30 000 niñes con padres y madres encarcelados.
Para Adriana Muro Polo, directora ejecutiva de Elementa, una organización civil dedicada al análisis e incidencia sobre política de drogas y derechos humanos, estos padres y madres han sido encerrados a causa de una política punitiva y prohibicionista fallida que está cercenando proyectos familiares y de vida. “Los privados de la libertad no son los grandes capos de la droga, sino personas en situación de vulnerabilidad”, dice.
Una revisión a todas las sentencias públicas disponibles por delitos contra la salud, en la modalidad de narcomenudeo, que el Poder Judicial ha emitido en Baja California Sur, el estado que nos ha servido para la observación cercana del fenómeno, confirma lo dicho por Muro Polo. Una fue contra un albañil de 48 años que declaró ganar 2 000 pesos semanales, y que portaba lo equivalente a seis cigarros de marihuana*. Otra fue contra un joven desempleado de 23 años, al que la Policía le encontró en su monedero 0.68 gramos de metanfetamina para autoconsumo*.
Hay más de 100 mujeres esperando hasta una década por el término de sus procesos por posesión de microdosis en este estado*. Solo existe un caso con sentencia, de una mujer de 37 años, aprehendida cuando caminaba en las inmediaciones del malecón de La Paz, la noche del 17 de junio de 2022. Ese día, al notar la presencia de una patrulla, la mujer tiró al suelo la mochila que cargaba y se alejó caminando. Las policías la detuvieron, revisaron el bolso y encontraron 8.6 gramos de metanfetamina. La pusieron a disposición y se ordenó prisión preventiva. A finales de 2023 recibió la sentencia condenatoria en la que la juez resolvió que, como la portación no era con fines de comercialización sino para uso propio, el caso no ameritaba más cárcel y pidió sustituir la pena por una simple multa de 1 250 pesos. Eso, después de 14 meses de estar presa, sin ningún servicio de atención a su adicción y separada de los tres hijos que reportó tener*.
Para conocer la situación de otros estados ingresé solicitudes de información a las secretarías de Seguridad de todo el país, y solo la de Aguascalientes contestó con el nivel de detalle requerido. Así sabemos que, desde 2016, hay en este estado 850 mujeres en prisión por delitos contra la salud, de las que 106 son madres. De ellas, 31 estaban ahí por portación simple de metanfetamina y declararon tener 66 hijes menores de edad esperando rejas afuera que las liberaran*.
La hija del sicario
La primera vez que estuvo en una balacera aún crecía en el vientre de su mamá. Fue un atentado fallido contra su padre, un narcomenudista que se convertiría a la postre en el líder de sicarios del cártel más poderoso de Quintana Roo. Después de parirla, su madre huyó y la dejó al cuidado del mafioso —autor material e intelectual de un sinfín de asesinatos en los últimos tiempos en el Caribe mexicano, de acuerdo con informes de la Sedena— y del hermano de este, actualmente preso por narcotráfico, y de la abuela, con ceguera parcial. La chica se llama Lola.
Una exfuncionaria pública que atendió a Lola en la institución donde trabajaba y que pidió el anonimato por motivos de seguridad contó lo siguiente:
Ella creció en un hogar con violencia [en Cancún] porque su padre golpeaba a la abuela y a ella. La figura de su padre era de amor y miedo: sí la llevaba a la escuela y le daba de comer, pero también la golpeaba y la amarraba cuando decía que se portaba mal. Creció en el ambiente de un grupo delictivo. Dice que había una bodega llena de todo tipo de droga y armas. Cuando la autoridad los cateaba dice que nunca pasaba nada, siempre se arreglaban para que no les pasara nada.
También la exfuncionaria describió la experiencia que vivió Lola:
Nunca durmió bien porque todo el tiempo estaba vigilante. El cortisol lo tenía a tope, el estrés, y eso afecta, cuando se trata de niños o niñas, al desarrollo neuronal. Me acuerdo de que ella decía que no le gustaba la escuela porque nunca se pudo concentrar por no dormir, por lo que vivía; decía que solo veía que los maestros movían la boca, pero no les entendía nada. Reprobaba y eso la llevaba a que se burlaran de ella […] Todo eso se le juntó con que ejecutaron a su papá […] A su hermano lo metieron a la cárcel. Un mes y medio después de eso ella intenta quitarse la vida porque piensa que no tiene sentido su vida, que ya nadie la va a cuidar y, encima, se iba a quedar al cuidado de su abuela. Estamos hablando de una niña de 16 años que tuvo que pasar por todo eso. Fue hace dos años lo de su papá, y a los seis meses llegó conmigo a que la atendiera. Solo vino cuatro veces y no volvió. No sé nada de ella.
Niñes con ansiedad, depresión, miedo y rencor; huérfanos y torturados; con desnutrición severa y salud quebrantada; algunos ya perdidos en la metanfetamina: todos en el más profundo desamparo. Están siendo cuidados por las abuelas, por las tías, por las vecinas o por quien sea, menos por el Estado.
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Este producto periodístico es parte de Cambia La Historia, un proyecto de Alharaca y la Deutsche Welle Akademie.
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[1] El objetivo del SISVEA es construir un panorama sobre el uso y abuso de drogas lícitas e ilícitas en México, así como vigilar las tendencias de su consumo para contribuir al diseño de políticas públicas. Se nutre de cuatro fuentes: centros de tratamiento y rehabilitación no gubernamentales, centros de tratamiento para adolescentes, servicios médicos forenses y servicios médicos de urgencias. Con todo, no incluye información actualizada sobre el número de consumidores.
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Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
En México, los niñes y adolescentes hijes de toxicómanos son un grupo en alto riesgo y, sin embargo, sus derechos están desdibujados en las políticas públicas concernientes a las drogas. Esto se comprueba especialmente en los contextos de consumo de metanfetamina, los cuales han crecido de forma imparable en todo el país, minando la estabilidad de miles de hogares. Los testimonios y análisis de datos que leerán a continuación pretenden explicar la situación del fenómeno.
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Notas sobre el texto:
i) Se cambió el nombre de todos los niñes y adolescentes que brindaron su testimonio y aparecen en este reportaje para proteger su anonimato; ii) A fin de facilitar la lectura, se añadió un asterisco (*) para indicar cuando se menciona un dato obtenido mediante las más de 300 solicitudes de información solicitadas vía Transparencia durante la elaboración de este trabajo, y iii) A modo de inclusión, se usa “niñe” para referirse a niñas y niños, “hijes” para hijos e hijas, y “parentela” para padre y madre.
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No existe ningún censo oficial en México que muestre la cantidad de niñes y adolescentes hijes de usuarios de drogas ni diagnóstico sobre sus condiciones de vida. No se sabe cuántos son ni dónde ni cómo están o si ya comieron, si faltaron a la escuela, si han desarrollado adicción o si están a merced de su suerte, en orfandad; también se ignora quién los cuida o si alguien los maltrata ni si el Estado está garantizando el derecho superior de la niñez. Además, hay un universo desconocido, con una “zona” particularmente oscura: las familias con un consumo problemático y disfuncional. De ellas nos ocuparemos en este reportaje.
La más reciente Encuesta nacional de consumo de drogas, alcohol y tabaco se publicó en 2017. Da cuenta de 8.5 millones de consumidores de sustancias adictivas en el país; de ellos, medio millón reconocieron ser dependientes. Son datos viejos, de una época en la que la marihuana era la droga ilícita más común, justo cuando otra comenzaba a cobrar protagonismo: la metanfetamina o cristal.
En su último informe, el Sistema de Vigilancia Epidemiológica de las Adicciones (SISVEA) de la Secretaría de Salud[1] alertó que, desde 2017 y hasta el 2023, el cristal se colocó como la segunda droga ilícita con la que se inicia el consumo de sustancias adictivas, por detrás de la marihuana. Esta se ha posicionado en el 90% del territorio nacional como la droga de mayor impacto; es decir, el motivo principal por el que los consumidores pidieron ayuda: seis de cada diez personas que han acudido a centros de rehabilitación no gubernamentales del país tienen problemas con la anfetamina.
Sin embargo, las estadísticas nacionales no incluyen datos sobre si estas personas tienen hijes menores de edad. Los Centros de Integración Juvenil (CIJ), órganos sectorizados de la Secretaría de Salud dedicados al tratamiento de consumo de drogas, son las únicas instancias que tiene información con la cual construir un aproximado. De 2014 a la fecha los centros han tratado a 270 000 personas*. Sin embargo, solo al 16% —los que acuden con regularidad— se les aplicó un cuestionario sobre su situación familiar.
A partir de este panorama calculamos que en 2021 había al menos 12 000 niñes y adolescentes* en México criados en familias con consumo problemático de sustancias adictivas. Cuatro de cada diez de estos niñes creció con la presencia de la metanfetamina en sus hogares.
Consumo problemático, disfuncionalidad y orfandad: es preciso recorrer esta espiral sin fondo para conocer el abandono en el que están los hijes de las drogas.
Los lugares equivocados
No entendía lo que pasaba. Su papá subía y bajaba frenético las escaleras de la casa. “¡Me van a matar!”, gritaba. El diagnóstico era delirio de persecución, pero Olivia era una niña y no sabía de hospitales ni de drogas, a las que era adicto su papá, Ramón, un ingeniero civil, contratista del gobierno de la CDMX. La primera vez que lo vio drogándose más bien lo escuchó: un sniiiifff y la nariz empolvada. Aunque no solo era la coca, sino también el alcohol y otras drogas —sí, metanfetamina—, con las que ella tuvo que convivir hasta que cumplió 21 años, cuando todo acabó con la muerte intempestiva de su padre.
Con los años Olivia aprendió a medir la severidad del problema en el número de muebles: entre menos muebles más deuda y consumo de Ramón. Cuando Olivia tenía 21 años, la casa llegó a estar completamente vacía, con todo empeñado o en las manos de los narcomenudistas que le surtían droga a su papá, y que solían irrumpir para cobrarse por su cuenta. Y ahí es cuando su padre no pudo más y se suicidó. En la casa quedó un bolígrafo, una lata, Olivia, su hermanito y nada ni nadie más porque su mamá, quien también desarrolló una adicción al alcohol, ya los había abandonado.
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Estas son experiencias de vida que realmente no le deseo a nadie. Sin embargo, sé que no soy la única. Hay tantas chicas y mujeres que dicen que un familiar cercano no pudo superar la lucha. Y somos tantas. Y no hablamos de ello. ¿Cuántas veces llegamos a una clínica [de rehabilitación] y solo se enfocan en él? Y no se enfocan en su esposa, en sus hijos. Debería haber una conciencia de que la persona enferma afecta a todos a su alrededor; afecta a toda la familia. Yo consumí cocaína en algún momento. Quería usarla para entender lo que mi papá sentía: ¿qué lo había enganchado?, ¿qué era tan placentero?, ¿qué… si valía tanto la pena? Me refugié en muchas cosas malas, incluido el alcohol, [con el que] me emborrachaba hasta perder el sentido. Estuve con muchas parejas, buscaba afecto y amor en los lugares equivocados porque había ausencia. Buscaba a alguien que tuviera problemas, que fuera alcohólico o drogadicto porque quería salvarlo, quería tener la satisfacción de decir: ʻQuizá no pude salvar a mi papá, pero pude salvarlo a élʼ.
Las líneas anteriores son la experiencia que Olivia compartió recientemente en el marco de un programa especial encabezado por la Unión Europea, incluido en un informe sobre los miles de niñes y adolescentes hijes de usuarios de sustancias ilícitas que han sido ignorados en las políticas de drogas y derechos de las infancias en México —y el mundo—. Y es que la experiencia de esta población, afectada por el consumo problemático de su padre, madre o tutor, no se contempla en la respuesta de los servicios públicos de salud, educación o asesoría victimal, ni en las directrices para la prevención, rehabilitación e intervención en casos de adicción en este país.
La carencia y la ausencia son causa de este tipo de situaciones. A la sala de urgencias llega una recién nacida en pleno síndrome de abstinencia por múltiples drogas. Un bebé muere intoxicado por narcóticos en manos de los doctores. El pequeño Luca y sus cinco hermanitos se crian solos porque su mamá lleva una década presa sin sentencia, por portar una microdosis de metanfetamina. A Sara y sus dos hermanitos la autoridad los rescata de un diminuto cuarto de cartón, entre heces fecales, con desnutrición y temerosos de los arrebatos de sus progenitores, dependientes del cristal. Lola intenta suicidarse al salir de la secundaria porque no sabe cómo lidiar con su papá, un sicario adicto a varias sustancias. A Carlitos lo separan de su madre, con policonsumo, y pasa su adolescencia en un anexo clandestino, en el que estuvo tres meses agonizando por torturas sufridas ahí adentro.
Son casos recientes —de los que supe por entrevistas y documentos oficiales en mi poder— de niñes de distintas latitudes y contextos en México, pero con algo en común: hijes de personas usuarias de drogas, menores de edad en el más profundo desamparo.
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Daño oculto
Corina Giacomello, una de las pocas especialistas sobre el tema a nivel global, dice que a lo que acabo de describir se le llama “daño oculto” porque estos niñes lo viven en silencio y silenciados. En silencio puertas adentro, por la pena, el estigma y la desinformación de la sociedad en general; y silenciados en el ámbito público a causa de la violencia, la criminalización, políticas punitivas y las pocas opciones para recibir ayuda institucional y profesional a las que tienen acceso.
Giacomello es una italiana que trabaja en México desde hace dos décadas como investigadora en la Universidad Autónoma de Chiapas, y colabora con organismos internacionales. En 2020 el Consejo de Europa decidió actualizar su Estrategia para los Derechos del Niño, y relanzarla para el periodo 2022-2027, porque hasta entonces todos los tratados internacionales sobre infancias o drogas dejaban fuera a los hijes de personas con adicción. Desde el Grupo de Cooperación Internacional sobre Drogas y Adicciones del Consejo de Europa (Grupo Pompidou) se propuso elaborar un diagnóstico, involucrar a países interesados y esbozar propuestas encaminadas a un enfoque que contemplara a esta población como un grupo de alto riesgo. Y fue Giacomello a quien se le encomendó la tarea, que fue plasmada en cuatro volúmenes generales y otros tantos documentos sobre tópicos más particulares.
Giacomello empieza la entrevista con un par de comentarios para evitar la estigmatización: la mayoría de las personas en el mundo no usa drogas. Casi todos los que sí las consumimos tenemos una convivencia funcional con ellas. Y luego está la pequeña porción de la población con adicción problemática y que tiene hijes viviendo experiencias sumamente adversas enmarcadas en este contexto. Es a este sector al que hay que poner atención, enfatiza.
Durante la investigación, Giacomello evaluó las políticas públicas en 13 países de Europa occidental, África septentrional y en México, como único representante de América. Así pudo concluir que nuestro país no cuenta con programas o acciones que atiendan este problema.
Lo confirma en entrevista Miriam Carrillo, directora de Prevención de los CIJ, quien reconoce que existe un reto aún más primitivo y urgente por resolver: saber con certeza de qué tamaño es el problema. Como hemos visto, estamos a oscuras, y la consecuencia de ello es asunto de vida o muerte.
Huérfanos de un país narcotizado
Hay un duelo que se ha llorado bajo la mirada de nadie, en un llanto oculto, subrepticio: la orfandad de decenas de niñes cuyos padres y madres murieron por sobredosis.
Desde que se inició la guerra contra el narco en México —en 2006— hasta 2023 se han registrado 47 500 muertes a causa de lo que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) clasifica como envenenamiento accidental por exposición a alguna droga*. De ellas, 2 075 fueron por consumo de fármacos y narcóticos*.
Ya que en las actas de defunciones se omite un dato tan simple como si es padre o madre el fallecido, no sabemos cuántos huérfanos por consumo excesivo de drogas hay en el país. “¿Qué deberíamos hacer con estos niñes en desamparo?”, le pregunto a Corina Giacomello, quien responde:
Francamente, no tengo una respuesta, es decir, no es algo que haya pensado ni estudiado; que tenga una respuesta masticada, informada. Lo único que sí puedo decir es que estoy totalmente de acuerdo en que es un tema que se debe de empezar a visibilizar y atender desde la prevención. Urge una doble perspectiva: por un lado, reconocer que esos huérfanos existen, contabilizarlos, y, por otro, considerarlos como víctimas, víctimas de una falta de atención del Estado a la situación de estos padres y madres con consumo problemático de drogas.
Tenerlos en cuenta es un primer paso para generar, según Giacomello, una atención interinstitucional y garantizar sus derechos, como acceso a una contención emocional, atención psicológica y médica profesional, prevención del embarazo adolescente, programas para evitar deserción escolar, acciones para que no repitan el patrón de consumo, y derecho a la reparación del daño.
En México esta población pasa tan fuera del radar que el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) declara no haber atendido ningún caso así*, y la Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna) asegura haber recibido a tan solo cuatro niñes huérfanos porque sus parentelas fueron víctimas de homicidio relacionado con el uso de sustancias adictivas*. Son cuatro huérfanos atendidos de un universo posible de miles o, quizá, decenas de miles en orfandad.
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Mal de cuna
Un día de 2023 llegó a la oficina de la Dirección General de Información en Salud un oficio que notificaba el ingreso hospitalario de un recién nacido a la sala de urgencias de un hospital de Quintana Roo, a causa de una intoxicación aguda provocada por psicoactivos. Luego se recibió otro, desde Sonora, con información sobre un bebé con síndrome de dependencia a estimulantes sintéticos, y otro documento similar se envió desde Tabasco para reportar delirios por la abstinencia a múltiples drogas de un bebé de apenas semanas, y después otro venía de Veracruz, y otro de Guanajuato*.
Desde 2007 la Secretaría de Salud tiene registro de 68 casos de menores de un año que han pasado por la sala de urgencias de hospitales del país por diversos trastornos causados por el uso de múltiples drogas por parte de sus madres (antidepresivos, tranquilizantes, psicoestimulantes, LSD, cocaína, heroína, morfina, metanfetamina*), durante el embarazo. A estos se suman otros tres casos —en Guerrero, Durango y Tamaulipas— en los que el recién nacido murió recibiendo atención médica porque su cuerpo no soportó la intoxicación*.
Es una arista más del problema de hijes de personas con drogodependencia que las políticas públicas sobre infancias han desatendido, opina Corina Giacomello.
El tratamiento de adicciones o la reducción de daños para mujeres embarazadas enfrenta un problema. Es común que se rehúsen a pedir ayuda institucional, por el temor a que les arrebaten a sus hijes una vez paridos, prosigue Giacomello. Y es que el procedimiento marca que, ante un caso así, el hospital levanta una notificación e intervienen las Fiscalías de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes y, según se requiera, se puede solicitar como medida cautelar la separación familiar y el resguardo al menor de edad en algún Centro de Atención Social (CAS), que son establecimientos públicos o privados para acoger niñes sin cuidado familiar.
Y el temor es fundado. Desde 2016 a la fecha se han albergado al menos a 2 200 niñes y adolescentes de “madres o padres toxicómanos”, en CAS de 16 estados del país*. De ellos, 550 eran recién nacidos o estaban en su primera infancia al momento del ingreso*.
Luis Alberto Ceceña es director de Casa Cuna, uno de los cinco CAS en Baja California Sur, estado en el que la metanfetamina se ha propagado como pocos en el país. Cada año, según Ceceña, albergan aquí a alrededor de cuatro bebés con síndrome de abstinencia neonatal a causa del consumo durante el embarazo de la madre toxicómana, la mayoría adictas al cristal.
Los efectos físicos del consumo de metanfetamina, cocaína y cannabis en los recién nacidos pueden ir desde temblores leves e irritabilidad hasta fiebre, pérdida excesiva de peso, convulsiones e incluso deformaciones en la circunferencia craneal, de acuerdo con informes de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). “Estos bebés tienen repercusiones profundas por el consumo de la madre, daños a nivel neuronal; llegan con bajo peso y una condición de desnutrición severa, que nos tarda dos años en recomponer esta situación, o con problemas psiquiátricos. También corren el riesgo las madres de aborto espontáneo o parto prematuro”, dice Ceceña.
La separación familiar derivada de esta situación es una posible fuente de trauma tanto para las madres como para los hijes, sin importar la edad, advierte Giacomello:
Para evitar esto, me parece una buena práctica el modelo de acogida temporal de estos bebés que nacen con problemas relativos a la droga o de niños más grandes. Es un buen modelo porque es una medida en la que a los padres biológicos se les sigue reconociendo como padres y los bebés quedan al cuidado temporal de una familia previamente evaluada y elegida. Y si hay un buen trabajo de parte del ministerio público, de los padres, los servicios sociales y de la familia de acogida, los niños pueden estar en un entorno tranquilo, en el que sus padres pasan por su tratamiento contra las drogas y recuperan a sus hijos cuando se rehabilitan.
Existen ejemplos internacionales sobre el tema que México podría seguir. Dinamarca cuenta con un centro ambulatorio especializado en atender mujeres embarazadas con consumo problemático de drogas, a quienes se les da seguimiento después del parto, con atención médica y psicológica integral, hasta que los niñes llegan a la edad escolar. Italia implementó un programa de cuidados intensivos para familias con drogodependencia, en el que se lleva la atención necesaria hasta el hogar para evitar a toda costa la separación del menor. También cuenta con 35 centros especializados para madres con consumo problemático de drogas, que son albergadas junto con sus hijes.
En México esto no existe, reconoce Miriam Carrillo, del CIJ. “Apenas este año se empezó a construir el primer centro residencial que recibirá a mujeres con sus hijos, y estará en Jalisco”.
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Abandono en anexos clandestinos
Las rendijas en el sistema de salud pública y la negligencia por parte de las autoridades provocan otro tipo de separación familiar que linda con lo criminal. Los adolescentes con drogodependencia o hijes de madres toxicómanas son sus principales víctimas.
En México el servicio de atención a las adicciones se empezó a privatizar en el sexenio del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y no ha parado. Hoy el país cuenta con una red formada por 441 centros públicos de tratamiento y prevención, a la que se le suman más de 2 000 centros privados. También existe todo un universo de establecimientos que no han cumplido con los requisitos mínimos que determina la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama) como órgano regulador, pero que han conseguido permisos de funcionamiento por parte de la autoridad municipal o estatal que les permite operar. Y luego están los anexos clandestinos, que operan sin aval de ninguna autoridad y donde se cometen sistemáticamente torturas y demás violaciones a los derechos humanos, como ha documentado ampliamente la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y asociaciones civiles como Documenta. A uno de estos centros llegó Carlitos.
Desde que Carlitos tiene memoria había drogas en su casa, en La Paz, Baja California Sur. Su papá se inyectaba heroína y la mamá usaba de todo, pero más metanfetamina. Él los abandonó demasiado pronto. Y ella años después, cuando Carlitos tenía 10 años. Los dejó solos a él y a sus tres hermanos menores. Carlitos me dice en entrevista que tuvo que salir a la calle a pedir dinero, a vender pescado, a trabajar de mandadero, de lo que fuera, pero en algún momento la casera reportó la situación a las autoridades del Sistema Nacional de Desarrollo Integral de las Familias (DIF).
Primera escala de los hermanos: una casa hogar, de la que Carlitos escapó. Deambulando de nuevo por la calle encontró a su mamá con una nueva pareja, embarazada y con un consumo agravado de cristal. En una de las peleas entre la pareja intervino la policía, que llevó a Carlitos de nuevo al DIF, pero como él ya era un adolescente de 14 años, que consumía marihuana y con antecedentes de haber escapado, decidieron mejor trasladarlo a un centro sin permisos de operación expedidos por las autoridades federales.
“El asunto es que no existe en México ningún centro especializado en atención a adolescentes con consumo problemático de drogas. Ninguno. Y eso es preocupante. Y nosotros evitamos mezclar población infantil con adolescentes que ya presentan problemas con las drogas”, explica Ceceña, quien no se enteró ni manejó el caso de Carlitos, pero que conoce bien el paso de los niñes por las instituciones.
Aunque Ceceña no reconozca este tipo de internaciones, seis estados de la República (Aguascalientes, Coahuila, Jalisco, Querétaro, Quintana Roo y Tamaulipas) reportaron que albergaron a 700 niñes y adolescentes usuarios —la mayoría de alcohol, marihuana y cristal— en casas-hogar del DIF, en las que no existe un programa ni instancia para tratar adicciones, y que estaban ahí en lo que se restituían sus derechos violentados*. Tal es su destino porque no encontraron a ningún familiar que pudiera o quisiera hacerse cargo de ellos, explica Daniel Morales, procurador de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes de Baja California Sur.
A Carlitos lo recibieron en aquel anexo clandestino con humillaciones, castigos físicos y maltratos psicológicos, de los que también quiso huir, pero antes de que pudiera saltar la barda los directivos lo molieron a golpes hasta reventarle un pulmón. Así lo tuvieron, agonizando tres meses en una colchoneta, hasta que los encargados no tuvieron otra opción que hablar a una ambulancia que le salvó la vida. Solo así pudo salir del anexo, aunque con las consecuencias de una tuberculosis pleural y severos impactos psicoemocionales.
Historias como esta se repiten en la mayoría de los centros clandestinos del estado, de acuerdo con Pablo Deng Chiw, académico de la Universidad Autónoma de Baja California Sur, quizá el hombre que mejor conoce la situación de dichos establecimientos en este estado del noroeste del país. El año pasado pudo ingresar a uno de ellos para documentar lo que ahí pasaba, como parte de su proyecto de tesis de doctorado.
En ese lugar, del que no revela detalles por su propia seguridad, más parecido a una cárcel que a un centro de ayuda, había más de 100 personas hacinadas en pequeños cuartos, la mayoría ingresados por problemas con la metanfetamina y muchos de ellos jóvenes. Los internos le narraron historias de horror. Uno de ellos le describió escenas de golpizas brutales. Otro le contó cómo se puso un tornillo en la frente y se estrelló con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared, como intento de suicidio, harto del trato. Uno más narró esto:
Éramos 50 cabrones en el baño, desnudos. No había espacio, no te podías caer porque estabas hombro con hombro. Te movías tantito y ya tocaste a tres. Nos pidieron que nos tiráramos al piso donde estaba la ropa regada. Luego pasaba un tipo desnudo aventando el jabón en polvo al aire, como si les aventara comida a las gallinas. Pasaba a toda prisa y nosotros teníamos que tallar. Todo me parecía surreal. Me preguntaba: ʻ¿En dónde estoy? ¿En verdad es real? ¿En verdad existe un lugar en el mundo donde esto sucede?ʼ.
No es de extrañar que el porcentaje de éxito de rehabilitación en estos lugares sea ridículamente bajo. Del 3%, calcula Deng Chiw. “Es una farsa, es un negociazo como en todos los centros de rehabilitación privados y clandestinos. Les cobraban la estancia, cerca de 10 000 pesos al mes, los obligan a vender productos en la calle, los rentan para trabajos forzados en obras de construcción”, enumera el investigador.
Aunque funcionarios de la Sipinna de Baja California Sur negaron en entrevistas que se trasladen a adolescentes a centros clandestinos, tras solicitudes de información reconocieron que, de 2017 a 2021, sí lo hicieron con 27 jóvenes, a quienes transfirieron desde casas hogares a centros de rehabilitación que operan sin aval de la federación, pero con permisos a nivel municipal*.
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Sin justicia, sin reparación
México mantiene una política punitiva de drogas que ha tenido como consecuencia que un montón de niñes y adolescentes se hayan criado sin el cuidado de sus madres porque el Estado se ha encargado de perseguir y encarcelar durante años, y sin sentencia, a miles de mujeres por portación de sustancias adictivas; en muchos casos en dosis mínimas y para autoconsumo.
Desde 2009, cuando el narcomenudeo se tipificó como delito, 16 000 personas están presas por conductas asociadas a la portación simple de droga, la mayoría para autoconsumo, de acuerdo con la Encuesta nacional de población privada de la libertad (Enpol), del Inegi. Esta estadística también indica que, en promedio, cada uno de estos individuos tiene dos hijes, lo que arrojaría una cifra de más de 30 000 niñes con padres y madres encarcelados.
Para Adriana Muro Polo, directora ejecutiva de Elementa, una organización civil dedicada al análisis e incidencia sobre política de drogas y derechos humanos, estos padres y madres han sido encerrados a causa de una política punitiva y prohibicionista fallida que está cercenando proyectos familiares y de vida. “Los privados de la libertad no son los grandes capos de la droga, sino personas en situación de vulnerabilidad”, dice.
Una revisión a todas las sentencias públicas disponibles por delitos contra la salud, en la modalidad de narcomenudeo, que el Poder Judicial ha emitido en Baja California Sur, el estado que nos ha servido para la observación cercana del fenómeno, confirma lo dicho por Muro Polo. Una fue contra un albañil de 48 años que declaró ganar 2 000 pesos semanales, y que portaba lo equivalente a seis cigarros de marihuana*. Otra fue contra un joven desempleado de 23 años, al que la Policía le encontró en su monedero 0.68 gramos de metanfetamina para autoconsumo*.
Hay más de 100 mujeres esperando hasta una década por el término de sus procesos por posesión de microdosis en este estado*. Solo existe un caso con sentencia, de una mujer de 37 años, aprehendida cuando caminaba en las inmediaciones del malecón de La Paz, la noche del 17 de junio de 2022. Ese día, al notar la presencia de una patrulla, la mujer tiró al suelo la mochila que cargaba y se alejó caminando. Las policías la detuvieron, revisaron el bolso y encontraron 8.6 gramos de metanfetamina. La pusieron a disposición y se ordenó prisión preventiva. A finales de 2023 recibió la sentencia condenatoria en la que la juez resolvió que, como la portación no era con fines de comercialización sino para uso propio, el caso no ameritaba más cárcel y pidió sustituir la pena por una simple multa de 1 250 pesos. Eso, después de 14 meses de estar presa, sin ningún servicio de atención a su adicción y separada de los tres hijos que reportó tener*.
Para conocer la situación de otros estados ingresé solicitudes de información a las secretarías de Seguridad de todo el país, y solo la de Aguascalientes contestó con el nivel de detalle requerido. Así sabemos que, desde 2016, hay en este estado 850 mujeres en prisión por delitos contra la salud, de las que 106 son madres. De ellas, 31 estaban ahí por portación simple de metanfetamina y declararon tener 66 hijes menores de edad esperando rejas afuera que las liberaran*.
La hija del sicario
La primera vez que estuvo en una balacera aún crecía en el vientre de su mamá. Fue un atentado fallido contra su padre, un narcomenudista que se convertiría a la postre en el líder de sicarios del cártel más poderoso de Quintana Roo. Después de parirla, su madre huyó y la dejó al cuidado del mafioso —autor material e intelectual de un sinfín de asesinatos en los últimos tiempos en el Caribe mexicano, de acuerdo con informes de la Sedena— y del hermano de este, actualmente preso por narcotráfico, y de la abuela, con ceguera parcial. La chica se llama Lola.
Una exfuncionaria pública que atendió a Lola en la institución donde trabajaba y que pidió el anonimato por motivos de seguridad contó lo siguiente:
Ella creció en un hogar con violencia [en Cancún] porque su padre golpeaba a la abuela y a ella. La figura de su padre era de amor y miedo: sí la llevaba a la escuela y le daba de comer, pero también la golpeaba y la amarraba cuando decía que se portaba mal. Creció en el ambiente de un grupo delictivo. Dice que había una bodega llena de todo tipo de droga y armas. Cuando la autoridad los cateaba dice que nunca pasaba nada, siempre se arreglaban para que no les pasara nada.
También la exfuncionaria describió la experiencia que vivió Lola:
Nunca durmió bien porque todo el tiempo estaba vigilante. El cortisol lo tenía a tope, el estrés, y eso afecta, cuando se trata de niños o niñas, al desarrollo neuronal. Me acuerdo de que ella decía que no le gustaba la escuela porque nunca se pudo concentrar por no dormir, por lo que vivía; decía que solo veía que los maestros movían la boca, pero no les entendía nada. Reprobaba y eso la llevaba a que se burlaran de ella […] Todo eso se le juntó con que ejecutaron a su papá […] A su hermano lo metieron a la cárcel. Un mes y medio después de eso ella intenta quitarse la vida porque piensa que no tiene sentido su vida, que ya nadie la va a cuidar y, encima, se iba a quedar al cuidado de su abuela. Estamos hablando de una niña de 16 años que tuvo que pasar por todo eso. Fue hace dos años lo de su papá, y a los seis meses llegó conmigo a que la atendiera. Solo vino cuatro veces y no volvió. No sé nada de ella.
Niñes con ansiedad, depresión, miedo y rencor; huérfanos y torturados; con desnutrición severa y salud quebrantada; algunos ya perdidos en la metanfetamina: todos en el más profundo desamparo. Están siendo cuidados por las abuelas, por las tías, por las vecinas o por quien sea, menos por el Estado.
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Este producto periodístico es parte de Cambia La Historia, un proyecto de Alharaca y la Deutsche Welle Akademie.
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[1] El objetivo del SISVEA es construir un panorama sobre el uso y abuso de drogas lícitas e ilícitas en México, así como vigilar las tendencias de su consumo para contribuir al diseño de políticas públicas. Se nutre de cuatro fuentes: centros de tratamiento y rehabilitación no gubernamentales, centros de tratamiento para adolescentes, servicios médicos forenses y servicios médicos de urgencias. Con todo, no incluye información actualizada sobre el número de consumidores.
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