Como cada año, el Festival Internacional de Cine UNAM proyectará hasta el 11 de junio algunas de las películas más insólitas de la industria cinematográfica. Nos concentraremos en tres de sus retrospectivas, dedicadas a Marguerite Duras, al Colectivo Cine Mujer, formado por cineastas mexicanas entre los años setenta y ochenta, y a la japonesa Kinuyo Tanaka, que exploran lo que significa el cine en femenino.
Una de las discusiones fundamentales en la teoría cinematográfica feminista es el concepto del cine de la mujer. ¿Abarca solo el que trata de su identidad y sus opresiones o importa poco lo que digan las películas, siempre y cuando las dirijan ellas? Para algunas teóricas, sobre todo las inglesas que emergieron en los sesenta y setenta, el cine de la mujer se define al asumir la identidad de género como agencia política, y al cine como arma para destruir al patriarcado. Alison Butler resume esta perspectiva en su libro Women’s cinema: the contested screen, en el que utiliza conceptos de Gilles Deleuze y Félix Guattari, quienes definieron la obra de Franz Kafka como menor —nada que ver con la calidad de su trabajo— porque usaba el lenguaje hegemónico, el alemán, para expresar su perspectiva marginal, es decir, la de un judío checo. Importa añadir que su resistencia no se manifestó solamente en emplear aquel idioma sino en apropiárselo, en reinventarlo; así le dio cuerpo a su originalidad estética y política, inseparables entre sí. Para Butler el cine de la mujer es menor en ese sentido y por ello representa además un contracine: películas que encarnan, mediante su autonomía formal, una insurgencia.
Las retrospectivas en el Festival Internacional de Cine UNAM (FICUNAM) de este año, dedicadas a Marguerite Duras, el Colectivo Cine Mujer y Kinuyo Tanaka, parecen motivadas por esta idea al ofrecer tres alternativas complementarias sobre lo que significa el cine en femenino. Siguiendo la línea del festival, en busca siempre de las imágenes marginales, ninguna de ellas representa la hegemonía en sus temas o formas, ni tampoco en su lugar dentro del canon cinematográfico. La decisión de verlas debe partir, como con todo el arte, del placer, pero también de la curiosidad y de un deseo de hacer memoria. Ser audiencia es un acto político porque inicia con la decisión de qué ver: lo que nos consienta o lo que nos rete; lo que nos ablande la mirada o aquello que la abra y nos permita cuestionar los imaginarios de siempre. Que sean los siguientes párrafos, entonces, una invitación a ser el público rebelde de unas mujeres indiferentes a la norma.
Empecemos con Kinuyo Tanaka, la opción más generosa para el público masivo debido a su afiliación con la industria clásica japonesa. Aunque tiene la distinción de ser la segunda directora de cine en la historia del cine japonés, hasta hace unos años a Tanaka se le recordaba principalmente como actriz de más de un centenar de películas, dirigidas en buena medida por maestros como Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu, Mikio Naruse, Keisuke Kinoshita, Hiroshi Shimizu y Akira Kurosawa. Pero hace un par de años las seis películas que realizó fueron remasterizadas y proyectadas en varios festivales, de Tokio a Cannes, que lograron reubicarla como una de las grandes cineastas de su tiempo. Basta fijarse en una escena de su debut, conocido internacionalmente como Love letter (1953), para percibir la vastedad de su imaginación.
En aquella película, que narra el reencuentro de un hombre con una mujer que amó antes de la Segunda Guerra Mundial, los personajes vuelven a verse en una estación de trenes. Cuando él llama la atención de ella, la imagen corta a otra, filmada desde el interior de un tren, que pareciera incongruente o innecesaria hasta que el carro empieza a moverse y un fundido nos lleva a unos años antes, cuando empezó el romance. Tanaka nos sube, casi literalmente, a un tren del recuerdo. Si bien la película cede un poco —aunque nunca del todo— a la moralidad de su contexto cuando se descubre que la protagonista sobrevivió los últimos años dedicándose al trabajo sexual, basta con la imaginería tan creativa de la directora para percibir su talento y fijarse, mejor, en las provocaciones de sus tramas.
Sus siguientes dos películas, ambas de 1955, lograrían más todavía gracias a su dominio del melodrama. La primera es la encantadora The moon has risen, en la que una muchacha se convierte en el objeto de su treta shakesperiana para unir a dos amantes, y luego viene Forever a woman, que logra no solo las imágenes más elocuentes de Tanaka —las dos perspectivas de un par de amantes acostados, la una encima del otro, o el plano repetido de un camino que lleva a la muerte— sino su mayor expresión de la dignidad femenina. La película trata de una poeta que sufre cáncer de mama y es sometida a una mastectomía doble pero no por ello pierde su feminidad, su talento o su reconocimiento. Al contrario, la protagonista experimenta su pérdida con una actitud desafiante. Para Tanaka una mujer no es su cuerpo y el cine en femenino es, como sucede con la literatura menor de Kafka, un sabotaje que usa el lenguaje de la mayoría, es decir, las convenciones melodramáticas del cine industrial japonés, para expresar lo que se sufre bajo la discriminación patriarcal.
El Colectivo Cine Mujer, de México, partió de algo similar pero ya orientándose más a la idea del contracine. Este grupo apareció a mediados de los años setenta, fundado por la mexicana Rosa Martha Fernández y la brasileña Beatriz Mira. Más adelante se les sumaron María Novaro, María del Carmen de Lara, Sonia Fritz, Guadalupe Sánchez, Ángeles Necoechea, María Eugenia Tamés Mejía, entre otras. La retrospectiva de FICUNAM ofrece películas de seis de ellas pero me gustaría enfocarme en su fundadora, Rosa Martha Fernández, quien me recuerda con sus cortometrajes a la también marxista y feminista Cecilia Mangini, de Italia. Sobre todo, Fernández evoca el formidable balance de las expresiones poética y política en Essere donne (1965), una película sobre los padecimientos de la mujer de clase trabajadora.
En Cosas de mujeres (1978) Fernández trata el aborto y, en Rompiendo el silencio (1979), la violación. Como buenos ejemplos de un contracine feminista, ambas hacen todo lo indebido: si la sociedad es patriarcal y capitalista, ambas cuestionan este poder y denuncian sus efectos, incluso sobre los victimarios; si la norma es el largometraje, las dos son cortometrajes de más de cuarenta minutos; si lo común es la ficción bien definida, Fernández mezcla las historias de una mujer que quiere abortar, y de una mujer que sufrió una violación, con aspectos documentales.
En ambas películas hay secuencias filmadas en claroscuros intensos, casi oníricos, en los que Fernández muestra, primero, un testimonio sobre el dolor emocional y físico de una mujer que abortó en la clandestinidad cuando la interrupción del embarazo estaba prohibida en México; luego, en Rompiendo el silencio, vemos a una mujer denunciando el abuso sexual al que fue sometida, ante un inútil e incrédulo agente del ministerio público. Los personajes rompen la ficción para dirigirse a la cámara e informarnos de las cifras que demuestran su sufrimiento. Pareciera que para Fernández la urgencia de las mujeres por obtener salud y seguridad en México es tal que los dispositivos de la ficción no bastan: hay que hablarle directamente al público.
Finalmente hay que abordar a la más radical y famosa de estas cineastas: la también escritora francesa Marguerite Duras. Ya desde la primera película que dirigió por su cuenta, Détruire dit-elle (1969), podemos ver una continuidad con su obra literaria: para empezar, se trata de una adaptación de su novela del mismo nombre, pero además parece llevar el minimalismo de su escritura a la forma cinematográfica. La filósofa Julia Kristeva pensaba que Duras evitaba la claridad para mostrar los límites del lenguaje al captar la realidad, sobre todo tras las catástrofes de la primera mitad del siglo XX. La versión fílmica de Détruire dit-elle es difícil de comprender, y eso que es quizá su película más accesible. En un hotel se reúnen cuatro personajes, tres de los cuales parecen a veces imaginados por la protagonista. ¿Está en realidad en un hospital psiquiátrico, o es que los otros tres, judíos alemanes, son fantasmas del Holocausto? La incertidumbre define la trama, y la austeridad total, la realización. Hay escenas que se desarrollan en un solo plano que excluye elementos normalmente importantes para el cine convencional porque Duras no pretende ni mostrar ni esclarecer sino representar desde la confusión.
Más adelante, en Nathalie Granger (1972), la trama es todavía más flaca por su representación del tedio en un día de una mujer cuyo encuentro más interesante se da con un vendedor de lavadoras. En la radio se escuchan noticias de un asesino pero su relación con la trama queda suelta. En la filmografía de Duras el horror del mundo se filtra en los diálogos, ya sea con menciones de Hiroshima, del colonialismo —este es el tema deliberadamente discreto de India Song (1975)— o de la revolución socialista, que es mencionada sobre todo en su obra maestra, Le camion (1977). En ella Duras se reúne con Gérard Depardieu para hacer una lectura de su nueva película, sobre una mujer que pide aventón a un camionero. A los temas usuales del trauma y la locura de ser europeo, se suma la idea de no hacer cine como una forma de producirlo. Duras y Depardieu solo discuten lo que sería la película en la que parece ser la casa de ella, y de vez en vez son complementados por imágenes del camión donde viajan los hipotéticos protagonistas, atravesando la Francia rural. La casa de Duras se convierte, en cierto modo, en el interior del vehículo, y ella y Depardieu a veces se confunden con los personajes que interpretan en la lectura. Le camion diluye las fronteras entre lo real y lo imaginario, lo hecho y lo inexistente, para demostrar que el cine es sobre todo la voluntad de hacerlo. Vale la pena cerrar con esta imagen, que resume el arrojo de estas cineastas para hacer de sus ideas un método cinematográfico, y de su revolución una imagen, tan indispensable hoy como cuando estrenaron su obra. No podríamos hacerles un homenaje más grande que verla.