Prioridades: educación versus gasolina

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Para que un país logre reducir su desigualdad, se le recomienda invertir en la infancia temprana de sus habitantes –es entonces cuando surgen las brechas más importantes entre personas–. México claramente no está siguiendo esa recomendación.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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Para que un país logre reducir su desigualdad, se le recomienda invertir en la infancia temprana de sus habitantes –es entonces cuando surgen las brechas más importantes entre personas–. México claramente no está siguiendo esa recomendación.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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Para que un país logre reducir su desigualdad, se le recomienda invertir en la infancia temprana de sus habitantes –es entonces cuando surgen las brechas más importantes entre personas–. México claramente no está siguiendo esa recomendación.

Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

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Para que un país logre reducir su desigualdad, se le recomienda invertir en la infancia temprana de sus habitantes –es entonces cuando surgen las brechas más importantes entre personas–. México claramente no está siguiendo esa recomendación.

Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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Para que un país logre reducir su desigualdad, se le recomienda invertir en la infancia temprana de sus habitantes –es entonces cuando surgen las brechas más importantes entre personas–. México claramente no está siguiendo esa recomendación.

Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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Prioridades: educación versus gasolina

Prioridades: educación versus gasolina

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Para que un país logre reducir su desigualdad, se le recomienda invertir en la infancia temprana de sus habitantes –es entonces cuando surgen las brechas más importantes entre personas–. México claramente no está siguiendo esa recomendación.

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Una vez que empezamos a poner atención en la desigualdad, es difícil pensar en otra cosa que no sea entender por qué se perpetúa y por qué en México no hemos podido reducirla sustancialmente. Las respuestas dan para un libro —que espero compartir pronto con ustedes—, pero puedo ir explicando algunas, por ejemplo: que la inversión en educación —prioritaria para esa meta— ya era baja antes de la pandemia y que ahora lo es todavía más o que el estímulo fiscal para bajar el precio de la gasolina no reducirá la desigualdad en nuestro país.

Entre 119 y 205 mil millones de pesos: ése es el monto de la pérdida que puede ocasionar el estímulo fiscal a la gasolina, según el Instituto Mexicano para la Competitividad. La primera cantidad (el escenario bajo) representa 32% del presupuesto de la Secretaría de Educación Pública para este año, y el segundo (el escenario alto), el 56%. ¿Por qué este estímulo no reducirá la desigualdad en México? Porque sabemos que beneficia más a las familias con mayores recursos económicos: el decil X aporta el 26.9% de los recursos obtenidos por el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios.

En un libro fascinante, titulado Making Social Spending Work [hacer que el gasto social funcione], Peter H. Lindert, profesor de la Universidad de California en Davis, ofrece sus conclusiones tras estudiar el gasto social y la recaudación fiscal de los últimos doscientos años en diversos países. Encontró dos resultados principales: i) una barrera importante del crecimiento económico y la igualdad social es la inhabilidad y la impotencia de los gobiernos para recaudar impuestos y dedicarlos a la educación y ii) invertir en la primera infancia tiene el mayor retorno social, por lo tanto, esa inversión es la que más favorece al crecimiento de la economía y a la igualdad en el país.

Claramente, México no está siguiendo ninguna de esas dos recomendaciones. Además del estímulo a la gasolina, la inversión en educación es insuficiente. De acuerdo con un reporte del Centro de Investigación Económica y Presupuestaria, se invertía casi 4% del PIB antes de 2015 en educación, pero en 2021 cayó a 3.3%. En contraste, el mismo centro reporta que las pensiones contributivas y no contributivas se llevan poco más del 5% del PIB y se proyecta que seguirán creciendo. Finalmente, crear un Sistema Nacional de Cuidados no parece ser una prioridad. Por lo tanto, nuestras prioridades de gasto no propician una menor desigualdad.

Sabemos que el estatus socioeconómico se transmite, en buena medida, de una generación a otra. James Heckman, Premio Nobel de Economía, ha argumentado convincentemente que la etapa más importante para combatir las desigualdades es la más temprana de nuestras vidas, en especial, los primeros mil días, es decir, desde la concepción hasta el final del segundo año de edad. Ésta es la etapa más crítica del desarrollo. Ahora también sabemos que las brechas de habilidades y aprendizajes que se ocasionan en edades tempranas son muy difíciles de eliminar más adelante.

Los científicos sociales tienen diversas maneras de medir esas habilidades, por ejemplo, un grupo de investigadores del Banco Interamericano de Desarrollo realizó ciertas pruebas en niñas y niños de entre tres y cinco años de edad, en países de Centroamérica y América del Sur, para medir cuántas palabras sabían y si conocían la palabra asociada a una imagen, además de medir sus habilidades motrices básicas. Los resultados fueron escalofriantes: ya en ese rango de edad es sustancial la brecha de habilidades entre las y los niños que provienen de familias con mayores y menores recursos. Lo peor es que el sistema público educativo no puede reducir esas brechas.

En el caso de México, en 2015 realicé una encuesta que me permitió medir las habilidades cognitivas de adolescentes de entre doce y dieciocho años, por ejemplo, qué tan buena memoria tienen y qué tan buenos son en razonamiento abstracto. Al analizar los datos, encontré que los jóvenes de las familias más aventajadas socioeconómicamente tienen el doble de probabilidad de sacar calificaciones altas en las habilidades cognitivas, en comparación con los jóvenes de estratos socioeconómicos menos favorecidos. La prueba Planea, que se hacía en México hace unos años, ofrece resultados similares y muy relevantes para comprender la desigualdad. Al combinar las pruebas de matemáticas y español, se observa que 22% de los niños que estudian en escuelas privadas obtienen un nivel avanzado en ellas, mientras que sólo 3% de los niños que estudian en escuelas indígenas y comunitarias logran colocarse en el mismo nivel.

La pandemia definitivamente ha empeorado ese panorama: hasta ahora sabemos que retrasó el aprendizaje hasta en un año, pero en el sur de México —donde las escuelas presentan más problemas de infraestructura incompleta y tienen mayores necesidades en general— puede haber un rezago de hasta tres años, debido principalmente a un menor tiempo invertido en el aprendizaje. Además, 5% de los planteles educativos fueron saqueados o abandonados durante la pandemia. Todas estas afectaciones, por supuesto, son más prevalentes en niñas, niños y jóvenes con menores recursos socioeconómicos. Por lo tanto, lo más probable es que en México la desigualdad aumente en el futuro o, por lo menos, será mucho más difícil reducirla.

Como he discutido anteriormente en esta columna, la sociedad en México sí desea que haya menores niveles de desigualdad pero, al parecer, tiene una confusión sobre cómo lograrlo. Pero sí hay un camino posible: invertir más y mejor en la educación de nuestras niñas, niños y jóvenes. Para ello, no queda más que reorganizar el gasto del gobierno o recaudar más: éste debería ser el debate de todos los días.

Raymundo M. Campos Vázquez es profesor e investigador del Centro de Estudios Económicos en El Colegio de México y doctor en Economía por la Universidad de California en Berkeley. Twitter: @rmcamposvazquez; sitio web: http://cee.colmex.mx/raymundo-campos.

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