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Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Foto: César Dorado.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Teuchitlán resume lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

El Estado no busca porque si buscara se encontraría a sí mismo.

Madre buscadora

En 1861, en Inglaterra, un tribunal británico se enfrentó a un caso bastante peculiar. Sobre el acusado, Sleep, pesaba la imputación de apropiarse indebidamente de almacenes navales, lo cual entraba en violación de la Ley de Malversación de Fondos de Almacenes Públicos. Para que el caso procediera, era necesario comprobar que Sleep tenía conocimiento de la proveniencia de los bienes. Por ello, el argumento de la defensa fue el desconocimiento de que los bienes eran robados y, por lo tanto, no debía ser procesado por el crimen. “El jurado no había podido comprobar que el hombre sabía que las tiendas estaban marcadas [como propiedad del gobierno], o que voluntariamente se abstuvo de adquirir ese conocimiento”, determinó el juez Willes. De acuerdo con Ira P. Robbins, autor del artículo “The Ostrich Instruction: Deliberate Ignorance as a Criminal Mens Rea” (1990), el comentario de Willes sugiere que el tribunal habría encontrado pruebas suficientes para confirmar la condena de Sleep, pues el imputado eligió la ignorancia deliberada en lugar del conocimiento real (p. 196).

El concepto “ignorancia deliberada” evolucionó dentro de la jerga legal, y se transformó en otro que resulta más llamativo: willful blindness (ceguera voluntaria). Ha estado presente, desde hace más de un siglo, en los tribunales de Inglaterra y los Estados Unidos, y se usa, principalmente, para responsabilizar a los culpables de fraude, corrupción y lavado de dinero, o en cualquier circunstancia en la cual alguien evita deliberadamente investigar información que debería conocer, o que está a simple vista, esperando ser reconocida. El término es útil pues nos ayuda a entender mejor la naturaleza del dolo; es decir, de la voluntad expresa y fehaciente de causar daño o de cometer un delito. Si una persona sospecha fuertemente que sus actos son ilegales, pero decide no investigar, se habla de ceguera voluntaria. Y la ceguera voluntaria es tan mala como el dolo. 

El miércoles 5 de marzo de 2025, el Colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco ingresó al rancho Izaguirre, ubicado al sureste del municipio de Teuchitlán, muy cerca de la comunidad conocida como La Estanzuela. En ese sitio, los ciudadanos encontraron los restos de un centro de adiestramiento y exterminio del crimen organizado, cuya evidencia quedó asentada en centenares de prendas de ropa, tenis, mochilas, y otras posesiones que por años se mantuvieron amontonadas dentro de los escasos edificios del rancho, o bien, en los agujeros esparcidos por el suelo, los cuales servían como crematorios improvisados para desaparecer los cuerpos de las —incontables— víctimas llevadas al rancho en los últimos años. 

Manifestaciones de madres y padres buscadores frente a Palacio Nacional.

El hallazgo fracturó la endeble —fragilísima— confianza en las autoridades, tanto a nivel local, como estatal y federal. Sobre todo, ha quitado el velo de una realidad llena de corrupción, alianzas y responsabilidades compartidas entre el crimen organizado y diversos sectores de la sociedad mexicana, todos los que confabularon para el crecimiento de lo que —lastimosamente— llamamos narcocultura. Una pregunta flota en el aire desde entonces: se intuye en las declaraciones de los organismos de gobierno, de los familiares de los desaparecidos y de los jóvenes que pudieron escapar del sitio: ¿quién es responsable de esto? ¿Por qué nadie lo vio antes? 

Te recomendamos leer: 10 reportajes para entender el problema del narcotráfico

Escribo ahora sobre Teuchitlán. De entrada, reconozco que este ha sido uno de los temas más demandantes y difíciles al cual he de confrontar. Como muchos mexicanos, la indignación y el hartazgo se volvieron mis dos estados de ánimo más frecuentes desde que vi la noticia. Como muchos jaliscienses con quienes he platicado en días recientes, confieso que me he vuelto más taciturno y reflexivo, que incluso me ha costado más trabajo dormir, como si los murmullos que salen de aquella tierra caníbal me convocaran a mirar, sin perderme un solo instante del espanto. Dicho esto, desde que reflexioné acerca de los eventos que cierran el invierno, la idea de la ceguera voluntaria ha estado revoloteando en mi conciencia. Es curioso que, desde que surgió la noticia, la cobertura en el país y el número de ojos puestos sobre una de las revelaciones criminales más trascendentales de nuestro tiempo no ha hecho sino crecer. Y, sin embargo, cuántas cosas oculta Teuchitlán.

La cobertura nacional e internacional del fenómeno no ofrece ningún tipo de consuelo. Acceder a los medios de comunicación en las últimas semanas solo incrementa la sensación de abandono y terror que ha acompañado a los jaliscienses en las últimas décadas, especialmente en los últimos años. Se puede hablar sobre muchas cosas: sobre el valor de las madres buscadoras, sobre la inacción del Estado, sobre la sospechada —y evidenciada— complicidad de las autoridades locales, estatales y federales, sobre los mecanismos de reclutamiento que el crimen organizado —una de las empresas más lucrativas de nuestro país— adoptó en la era del capitalismo tardío. Sin embargo, esta historia, como la mayoría de las historias que pueblan la realidad mexicana del nuevo siglo, tiene relación con aquello que Peter Handke ha denominado lo que no tiene nombre: “Aquellos segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. Hablar sobre Teuchitlán es eso: tratar de nombrar lo que ni siquiera debería suceder. 

Recopilación de pruebas y prendas en el Rancho Izaguirre por parte de las autoridades locales. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Yuxtaposición de la barbarie

Antes del mes de marzo, Teuchitlán gozaba de cierta popularidad como zona turística en el estado, pues ahí se encuentra una de las zonas arqueológicas más peculiares de México: los Guachimontones, un sitio arraigado a la tradición de Teuchitlán —ubicada entre los años 350 a.C. y 350 d.C.—, y que consiste en una serie de pirámides cónicas, formadas por círculos concéntricos que se denominan “guachimontón”. De acuerdo con la Secretaría de Cultura de Jalisco, el lugar recibía alrededor de 170 000 visitantes cada año. Teuchitlán, por cierto, deriva del vocablo teotzitlan o teutzitlan, que puede interpretarse como “lugar dedicado a la divinidad”. 

Las cosas cambiaron de manera definitiva. A la fascinación que produce la revisión histórica de las raíces prehispánicas, se impuso el lastre de la narcoviolencia, el componente intrínseco a la Historia contemporánea de México. El símbolo de las pirámides concéntricas también fue transferido; a partir de ahora, quien escuche el nombre Teuchitlán solo podrá pensar en un inmenso portón negro, en cuyo centro podemos observar las siniestras cabriolas de dos caballos blancos.

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas, 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

El vaticinio de César Vallejo en su poema “Los heraldos negros” es tristemente adecuado, pues Teuchitlán es uno de esos golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé

El Rancho Izaguirre ha sacudido las narrativas de la violencia en nuestro estado. Para empezar, nos ha dado una idea de su magnitud… O no, quizá lo que debería decir es exactamente lo contrario, que Teuchitlán nos ha mostrado el carácter inconmensurable de la violencia actual. Nos hace conscientes de que, si la imaginación humana tiene límites, la realidad de la narcoviolencia no porque ¿quién podía imaginarse la existencia de un predio semejante, a apenas unos kilómetros de la capital del estado, Guadalajara? ¿Quién de nosotros habría concebido los mecanismos de reclutamiento tan eficaces que el narco ha empleado por años para atraer a las juventudes vulnerables de todo el país? ¿Quién pudo vaticinar que Jalisco —probablemente— inventó la industrialización del exterminio?

Podrías leer: En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos

Un pizarrón detalla el nombre del lugar y los datos del reporte pericial en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Sicarios

El hallazgo también le da una nueva dimensión al concepto del sicario. Desde hace años, y en diversos foros, he defendido que la versión tradicional del sicario —visto como un joven ingenuo que se siente atraído por la vida irresponsable, audaz y llena de lujos prometida por el narco— no es sino un fragmento que simplifica la realidad. Esta simplificación facilita el establecimiento de un discurso oficial del bien contra el mal, la construcción de una figura abyecta —simple, pero muy efectiva— que representa de manera categórica e inequívoca al enemigo del Estado: el monstruo-sicario se transforma en la otredad inmediata, aquello que debe ser erradicado sin importar los medios. 

En su célebre texto, Los anormales (2007), Michel Foucault expresó que el monstruo se encuentra enmarcado en el terreno de lo jurídico biológico, pues simboliza una aberración tanto para la comunidad como dentro de los límites de la naturaleza. Sin embargo, aclara que la existencia del monstruo está ligada con la sociedad a la que pertenece; esta lo crea, lo alimenta y luego lo discrimina:

El monstruo no es más que la monstruosidad del Orden que lo segrega, pero debe ser representado por este como el infractor de la ley, y su exilio vergonzoso como merecido castigo. La íntima y secreta zozobra que corroe el Orden, alarmándole desde dentro por la monstruosidad que consiente y fabrica, se expresa hacia fuera como represión o condena del diferente. (p. 20)

Y crear monstruos es una práctica frecuente en las sociedades contemporáneas. Algo que México ha aprendido demasiado bien de nuestro vecino del norte, de sus películas, series y demás productos culturales en las que el enemigo es simple y muy fácil de identificar: el diferente, el extranjero, el paria. Por desgracia, la situación en México se complica porque el sicario no es un ente ajeno a nuestra sociedad, sino una parte representativa de esta: prácticamente cualquier hombre joven con necesidades económicas es propenso a unirse a las filas del sicariato. 

La simplificación idealizada y caricaturesca del sicario la encontramos también en diversas producciones de música popular, sobre todo en los corridos tumbados: desde Gerardo Ortiz hasta Natanael Cano —actualmente el máximo aplaudidor de “La Maña”— o Peso Pluma; pero estas narrativas han quedado también expuestas por concentrarse en la superficialidad, por mostrar apenas una faceta de la vida criminal que en mucho se parece a un anhelo adolescente, el cual quedó sepultado por los hallazgos de un pueblo —uno solo— de Jalisco. O ¿seguiremos creyendo las historias de lujos y violencia que los corridos tumbados quieren disfrazar de cantares de gesta? 

Familiares colocaron veladoras en los zapatos de las presuntas víctimas, localizados en el rancho Izaguirre en Teuchitlán.

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales. La frase “me llamaron para una entrevista de trabajo”, leída tantas y tantas veces en los descomunales testimonios de las víctimas de Teuchitlán —las encontradas, las que todavía viven un secuestro semejante—, vulneran la narrativa de que el sicario es sicario porque quiere, frase familiar, maliciosa, que se suma a otras expresiones que se refieren a ellos como “jóvenes sin valores”, “malandros”, o, citando al incitador de la infame “Guerra contra el crimen organizado”, Felipe Calderón, como “ninis que no estudian ni trabajan y solo buscan el dinero fácil”. 

Esos tiempos, si es que alguna vez existieron, han quedado atrás: el sicario es sicario porque las condiciones económicas, la “incompetencia” de los poderes judiciales, la narcocultura y la ecuménica complicidad mexicana permiten que miles de jóvenes en nuestro país sean atraídos con engaños y llevados a campos de exterminio donde las únicas dos opciones son tomar un arma o morir por una. Las cifras son avasalladoras: de acuerdo con el estudio Reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes por grupos delictivos en México (2021), de Doria del Mar Vélez Salas et al.: “Se estima que alrededor de 250 000 niñas, niños y adolescentes se encuentran en situación de riesgo de ser reclutados y utilizados por grupos delictivos” (p. 5). Niños que nacieron en las condiciones necesarias para favorecer el reclutamiento: en abandono, en la pobreza, encerrados en aquella maligna línea causal donde el hambre le pide a la necesidad. 

¿De verdad tienen una opción? 

En esta tierra de muertos, el ciego es rey

Mientras tanto, Teuchitlán se alza por encima de las imágenes que observamos en los medios de comunicación, de los desgarradores testimonios de cientos de familias que durante años interpelaron a las autoridades; que acudieron de forma pacífica y desesperada a las instancias de gobierno pidiendo auxilio, asesoramiento, información; que por miles de kilómetros buscaron, aferradas a sus palas y sus picos y su dolor y sus esperanzas, hasta el más mínimo rastro de sus desaparecidos. Teuchitlán resume, de una vez, para siempre, lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

Tuvimos algunos avisos, sin duda. En 2018, un par de tráilers con caja refrigerante deambularon por los municipios de Tlaquepaque, Tlajomulco y Guadalajara, cargando 273 cadáveres no identificados de víctimas de la violencia. El hallazgo de estas inmensas carrozas se debió a la intervención ciudadana —siempre los ciudadanos—, pues los vecinos de las colonias donde el Estado abandonó los camiones se quejaron del mal olor. La noticia alcanzó los diarios de todo el mundo, la indignación recorrió los hogares de todos los mexicanos. Pasó el tiempo y no hubo claros responsables ni consecuencias claras ni —por supuesto— esclarecimiento sobre qué ocurrió con tantos y tantos cuerpos. 

Registro de pruebas en las instalaciones del Rancho Izaguirre en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Poco después, en 2020, el exgobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, fue asesinado en el restaurante-bar Distrito 5, en Puerto Vallarta. De acuerdo con la información recabada en los medios, varias decenas de sicarios del CJNG establecieron un cerco perimetral en las inmediaciones del bar con la encomienda de rematar a Aristóteles, en el lejano caso de que lograra sobrevivir el ataque en los baños del establecimiento. La muerte del exgobernador, como era de esperarse, trajo una serie de cuestionamientos sobre el poder real del crimen organizado, así como su nivel de involucramiento en el manejo político del estado. Pero pasó el tiempo y la gente miró a otro lado y, del caso Aristóteles, no se habla más. Han pasado más de seis años desde entonces, el sexenio de Enrique Alfaro, inaugurado por los “tráilers de la muerte”, cierra con un campo de exterminio. 

No es una coincidencia: en esta tierra de muertos, el ciego es rey. 

Fue ciego voluntario el Gobierno que proveyó las condiciones para que Jalisco ya encabece la lista de desaparecidos a nivel nacional: 15 426 desde 2018 a la fecha, según el Registro estatal de personas desaparecidas, una cifra que es apenas muestra de una realidad asfixiante, pues los números reales son, seguramente, aún peores. La impunidad, el cinismo y una desconexión absoluta con los problemas de seguridad del estado fueron la característica más citada de nuestro anterior gobernador, que en cada ocasión que tuvo minimizó el paso de la violencia por las calles de Jalisco. Mientras el horror gestado en su gobierno sale a la luz, el perfil de su red social lo muestra portando un uniforme, orgulloso de estudiar para ser director técnico en la escuela de futbol del Feyenoord. 

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Fue ciego voluntario el Fiscal estatal, Salvador González de los Santos, quien aseguró que el cateo del pasado 18 de septiembre en el rancho Izaguirre no reportó los hallazgos macabros por una razón comprensible: no se revisó el rancho porque era “bastante grande”. La declaración es abrumadora porque inmediatamente invita a pensar: si la autoridad no tiene las herramientas suficientes para buscar los rastros del crimen en un predio de 9 500 m2, ¿cómo pedirles que sean capaces de revisar los 78 588 km2 que tiene la superficie de Jalisco? 

No quiero concluir este texto sin antes reconocer, ante ustedes y ante mí mismo, la propia ceguera voluntaria porque he visto crecer en todos lados la narcocultura: en las bocinas de los camiones y los coches, en los juegos de los niños, en las conversaciones en el tianguis, en las “tienditas” que surgen aquí y allá porque no hay negocio más lucrativo, en las solitarias paradas de camiones, incluso en la literatura contemporánea la he visto. Y he preferido no ver, he preferido guardar silencio con la esperanza de que las cosas no sean tan malas como parecen o, citando la ahora infame Rayuela publicada recientemente por La Jornada, deseando que “ojalá sea cierto que no hay tal barbaridad”. 

¿Quién es culpable de esto? ¿Quién se hará responsable? 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes.

La breve frontera entre lo delirante y la politiquería

Todos los días, nuevas informaciones de los horrores del rancho Izaguirre salen a la luz, así como nuevas declaraciones que pretenden minimizar, ocultar o distraer de la realidad. Algunos medios de comunicación incluso se han unido a los mecanismos de ultraje contra las víctimas, y han favorecido que los hallazgos del rancho Izaguirre se conviertan en un circo mediático que los pone a ellos como protagonistas y pasa a segundo o tercer plano el rol de las madres buscadoras. Quizá el momento más álgido de esta agresión ocurrió el pasado jueves 20 de marzo, cuando las puertas del rancho se abrieron para permitir el ingreso de medios y familiares, y les permitió observar que la fiscalía había limpiado completamente el lugar, llevándose cualquier indicio que les permitiera dar con sus familiares desaparecidos. Algunas madres han declarado que la visita fue una burla contra ellas: “¿Qué quieren que vea? Si todo está acordonado, está tapado, nos trajeron a turistear y de verdad para nosotros, o al menos para mí, esto es una burla”, declaró María Vázquez. Y el llanto y la frustración de aquellos familiares ha sido el festín perfecto para la prensa, y para un Estado con la desfachatez que solo debe dejar pasar el tiempo para que el cansancio, el hartazgo y los nuevos horrores cotidianos terminen por sepultar el rancho Izaguirre como un episodio más de la tragedia contemporánea de México. 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes: hace unos días negaron la existencia de hornos crematorios, pero, ante la evidencia, tuvieron que aceptar que los cuerpos se cremaban usando una técnica llamada “exposición térmica”. Y todas estas estrategias —como aquellas que califican de “politiquería” el trabajo de las madres buscadoras— forman parte de lo esperado por un país que lleva más de una década trazando una siniestra espiral de Fibonacci, llena de muertos y desaparecidos. No obstante, el evento que las trascendió, lo que a mi juicio convierte a Teuchitlán en un hito de la Historia política de nuestra nación, fue el video que los presuntos miembros del CJNG publicaron hace un par de días, en el que niegan todas las supuestas versiones de lo ocurrido en el rancho.

Es delirante. Un encapuchado que se presenta a sí mismo como un miembro del CJNG asegura que están grabando ese video para “esclarecer los hechos basados en la realidad, en tiempo y forma”. Procede entonces a narrar los eventos del primer cateo del Rancho, ocurrido en septiembre, así como los hallazgos encontrados. Luego, el video toma un giro siniestro, surrealista, que casi resultaría cómico si no fuera insólitamente cínico. El encapuchado habla —con ejemplar dicción— de un grupo de madres buscadores “respaldadas por no sé quién”, quienes penetraron en el rancho para contradecir la versión oficial de seis meses atrás. Lo siguiente es un discurso que, a mi entender, busca justificar la versión oficial del Estado, según la cual no había en el rancho ningún indicio de campos de exterminio. Reproduzco a continuación un fragmento del diálogo:

¿Qué encontraron? ¿Cuánto encontraron? ¡No encontraron nada! […] ¿Con qué autoridad intervinieron? O ¿con qué fundamento ingresaron en un inmueble asegurado el grupo de madres buscadoras? Su deber era comunicar a una autoridad competente, y lo que hicieron fue sembrar e idear una película de terror para causar furor en las redes sociales. ¿Qué están escondiendo? ¿Quién las respalda? ¿Por qué intentan perjudicar al CJNG con mentiras e historias inventadas y sin fundamentos? 

¿Quién de nosotros creyó que vería el día en que un miembro del crimen organizado predicaría sobre la legalidad y los adecuados procedimientos para acceder a una propiedad privada? Si lo anterior no fue suficiente para despertar la alarma en los escuchas, el supuesto sicario remata con lo siguiente: “Jalisco está tranquilo. Vean las estadísticas: no hay secuestros y hay cero homicidios en comunidades rurales, y se puede presumir que el pueblo está en paz y está tranquilo”.

La instrucción es la misma, expresada con total claridad: se debe negar la realidad. Si se encontraron osamentas, cientos de pares de tenis, altares a la Santa Muerte, y testimonios de víctimas, es preciso negarlo con más fuerza. De ser posible, culpemos a las madres buscadoras, quienes continúan su búsqueda imposible a todo lo largo y ancho de este estado que siembra a sus hijos para que cosechen cadáveres, mujeres que violentan la propiedad privada al penetrar sin ninguna autorización en un predio asegurado por el gobierno federal. ¿Y para qué? Para desmentir la versión oficial, la versión que mantiene “tranquilas” las calles de Jalisco: que nuestro pueblo está en paz y tranquilo, y seguirá así siempre y cuando todos mantengamos vivo el compromiso de no ver. 

Cientos de familiares de desaparecidos claman justicia a las autoridades estatales y federales.

Ayer, mientras escribía este artículo, en las redes sociales de Tlayolan trascendió la noticia de un hombre que fue asesinado a hachazos en el interior de una frutería. El homicida, por supuesto, no fue capturado. Hace dos semanas —un día después de que se reportara el hallazgo de Teuchitlán— el Ejército se enfrentó con miembros del crimen organizado en la Hacienda Cofradía, cerca del municipio de Gómez Farías. Horas después, evacuaron a todo el personal y a los estudiantes del Centro Universitario cercano para usar la cancha de futbol como un helipuerto improvisado. Lo anterior es apenas una muestra de lo vivido en mi municipio durante lo que va de marzo, pero es la misma historia —estoy seguro— en cada uno de los 125 municipios de Jalisco, y de cada uno de los 2 478 municipios que tiene la República Mexicana. 

Lo más terrible y lo más desesperanzador es que el terror no acaba con Teuchitlán. Todo lo contrario: Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Se descubrió uno nuevo en Reynosa. Se descubrirán más en nuestro estado. Hace un par de días, el escritor Bladimir Ramírez me hizo esta revelación: el problema con Teuchitlán no es Teuchitlán, el problema es el concepto, la idea de que el crimen organizado ha ideado una forma implacable, pero efectiva, de mantener sus filas con agentes de la muerte de manera constante e inagotable: el reclutamiento forzado, el engaño a millares de mexicanos que, bajo la esperanza de conseguir un mejor futuro, abandonan sus hogares y acuden a las llamadas “entrevistas de trabajo”. La metáfora empresarial nunca ha sido tan cruel, pero me parece efectiva: el narco aprendió de la gran industria la mejor manera de obtener mano de obra barata; solo debe permitir que las condiciones de pobreza y desigualdad sigan operando. Cualquier clase de brutalidad se convierte, con el tiempo, en humana.

Y casi no sé más. He pensado mucho en los últimos días si después de Teuchitlán aún cabe hablar de la esperanza. Lo he pensado mientras imparto lecciones a decenas de estudiantes que, como yo, pertenecen a la clase obrera y, por ende, son vulnerables a la trampa que el narco ha tendido en nuestro estado. Desconozco si llegaré a tener una respuesta, o si existe en absoluto. Pero de una cosa estoy seguro, si aprendemos a nombrar las injusticias, eventualmente aprenderemos también a erradicarlas. Por el contrario, estoy convencido de que mientras haya personas que mantengan el compromiso de “no ver”, nuestra patria seguirá cosechando Teuchitlanes por todo su territorio. 

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales.

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Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

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Teuchitlán resume lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

El Estado no busca porque si buscara se encontraría a sí mismo.

Madre buscadora

En 1861, en Inglaterra, un tribunal británico se enfrentó a un caso bastante peculiar. Sobre el acusado, Sleep, pesaba la imputación de apropiarse indebidamente de almacenes navales, lo cual entraba en violación de la Ley de Malversación de Fondos de Almacenes Públicos. Para que el caso procediera, era necesario comprobar que Sleep tenía conocimiento de la proveniencia de los bienes. Por ello, el argumento de la defensa fue el desconocimiento de que los bienes eran robados y, por lo tanto, no debía ser procesado por el crimen. “El jurado no había podido comprobar que el hombre sabía que las tiendas estaban marcadas [como propiedad del gobierno], o que voluntariamente se abstuvo de adquirir ese conocimiento”, determinó el juez Willes. De acuerdo con Ira P. Robbins, autor del artículo “The Ostrich Instruction: Deliberate Ignorance as a Criminal Mens Rea” (1990), el comentario de Willes sugiere que el tribunal habría encontrado pruebas suficientes para confirmar la condena de Sleep, pues el imputado eligió la ignorancia deliberada en lugar del conocimiento real (p. 196).

El concepto “ignorancia deliberada” evolucionó dentro de la jerga legal, y se transformó en otro que resulta más llamativo: willful blindness (ceguera voluntaria). Ha estado presente, desde hace más de un siglo, en los tribunales de Inglaterra y los Estados Unidos, y se usa, principalmente, para responsabilizar a los culpables de fraude, corrupción y lavado de dinero, o en cualquier circunstancia en la cual alguien evita deliberadamente investigar información que debería conocer, o que está a simple vista, esperando ser reconocida. El término es útil pues nos ayuda a entender mejor la naturaleza del dolo; es decir, de la voluntad expresa y fehaciente de causar daño o de cometer un delito. Si una persona sospecha fuertemente que sus actos son ilegales, pero decide no investigar, se habla de ceguera voluntaria. Y la ceguera voluntaria es tan mala como el dolo. 

El miércoles 5 de marzo de 2025, el Colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco ingresó al rancho Izaguirre, ubicado al sureste del municipio de Teuchitlán, muy cerca de la comunidad conocida como La Estanzuela. En ese sitio, los ciudadanos encontraron los restos de un centro de adiestramiento y exterminio del crimen organizado, cuya evidencia quedó asentada en centenares de prendas de ropa, tenis, mochilas, y otras posesiones que por años se mantuvieron amontonadas dentro de los escasos edificios del rancho, o bien, en los agujeros esparcidos por el suelo, los cuales servían como crematorios improvisados para desaparecer los cuerpos de las —incontables— víctimas llevadas al rancho en los últimos años. 

Manifestaciones de madres y padres buscadores frente a Palacio Nacional.

El hallazgo fracturó la endeble —fragilísima— confianza en las autoridades, tanto a nivel local, como estatal y federal. Sobre todo, ha quitado el velo de una realidad llena de corrupción, alianzas y responsabilidades compartidas entre el crimen organizado y diversos sectores de la sociedad mexicana, todos los que confabularon para el crecimiento de lo que —lastimosamente— llamamos narcocultura. Una pregunta flota en el aire desde entonces: se intuye en las declaraciones de los organismos de gobierno, de los familiares de los desaparecidos y de los jóvenes que pudieron escapar del sitio: ¿quién es responsable de esto? ¿Por qué nadie lo vio antes? 

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La cobertura nacional e internacional del fenómeno no ofrece ningún tipo de consuelo. Acceder a los medios de comunicación en las últimas semanas solo incrementa la sensación de abandono y terror que ha acompañado a los jaliscienses en las últimas décadas, especialmente en los últimos años. Se puede hablar sobre muchas cosas: sobre el valor de las madres buscadoras, sobre la inacción del Estado, sobre la sospechada —y evidenciada— complicidad de las autoridades locales, estatales y federales, sobre los mecanismos de reclutamiento que el crimen organizado —una de las empresas más lucrativas de nuestro país— adoptó en la era del capitalismo tardío. Sin embargo, esta historia, como la mayoría de las historias que pueblan la realidad mexicana del nuevo siglo, tiene relación con aquello que Peter Handke ha denominado lo que no tiene nombre: “Aquellos segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. Hablar sobre Teuchitlán es eso: tratar de nombrar lo que ni siquiera debería suceder. 

Recopilación de pruebas y prendas en el Rancho Izaguirre por parte de las autoridades locales. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Yuxtaposición de la barbarie

Antes del mes de marzo, Teuchitlán gozaba de cierta popularidad como zona turística en el estado, pues ahí se encuentra una de las zonas arqueológicas más peculiares de México: los Guachimontones, un sitio arraigado a la tradición de Teuchitlán —ubicada entre los años 350 a.C. y 350 d.C.—, y que consiste en una serie de pirámides cónicas, formadas por círculos concéntricos que se denominan “guachimontón”. De acuerdo con la Secretaría de Cultura de Jalisco, el lugar recibía alrededor de 170 000 visitantes cada año. Teuchitlán, por cierto, deriva del vocablo teotzitlan o teutzitlan, que puede interpretarse como “lugar dedicado a la divinidad”. 

Las cosas cambiaron de manera definitiva. A la fascinación que produce la revisión histórica de las raíces prehispánicas, se impuso el lastre de la narcoviolencia, el componente intrínseco a la Historia contemporánea de México. El símbolo de las pirámides concéntricas también fue transferido; a partir de ahora, quien escuche el nombre Teuchitlán solo podrá pensar en un inmenso portón negro, en cuyo centro podemos observar las siniestras cabriolas de dos caballos blancos.

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas, 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

El vaticinio de César Vallejo en su poema “Los heraldos negros” es tristemente adecuado, pues Teuchitlán es uno de esos golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé

El Rancho Izaguirre ha sacudido las narrativas de la violencia en nuestro estado. Para empezar, nos ha dado una idea de su magnitud… O no, quizá lo que debería decir es exactamente lo contrario, que Teuchitlán nos ha mostrado el carácter inconmensurable de la violencia actual. Nos hace conscientes de que, si la imaginación humana tiene límites, la realidad de la narcoviolencia no porque ¿quién podía imaginarse la existencia de un predio semejante, a apenas unos kilómetros de la capital del estado, Guadalajara? ¿Quién de nosotros habría concebido los mecanismos de reclutamiento tan eficaces que el narco ha empleado por años para atraer a las juventudes vulnerables de todo el país? ¿Quién pudo vaticinar que Jalisco —probablemente— inventó la industrialización del exterminio?

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Un pizarrón detalla el nombre del lugar y los datos del reporte pericial en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Sicarios

El hallazgo también le da una nueva dimensión al concepto del sicario. Desde hace años, y en diversos foros, he defendido que la versión tradicional del sicario —visto como un joven ingenuo que se siente atraído por la vida irresponsable, audaz y llena de lujos prometida por el narco— no es sino un fragmento que simplifica la realidad. Esta simplificación facilita el establecimiento de un discurso oficial del bien contra el mal, la construcción de una figura abyecta —simple, pero muy efectiva— que representa de manera categórica e inequívoca al enemigo del Estado: el monstruo-sicario se transforma en la otredad inmediata, aquello que debe ser erradicado sin importar los medios. 

En su célebre texto, Los anormales (2007), Michel Foucault expresó que el monstruo se encuentra enmarcado en el terreno de lo jurídico biológico, pues simboliza una aberración tanto para la comunidad como dentro de los límites de la naturaleza. Sin embargo, aclara que la existencia del monstruo está ligada con la sociedad a la que pertenece; esta lo crea, lo alimenta y luego lo discrimina:

El monstruo no es más que la monstruosidad del Orden que lo segrega, pero debe ser representado por este como el infractor de la ley, y su exilio vergonzoso como merecido castigo. La íntima y secreta zozobra que corroe el Orden, alarmándole desde dentro por la monstruosidad que consiente y fabrica, se expresa hacia fuera como represión o condena del diferente. (p. 20)

Y crear monstruos es una práctica frecuente en las sociedades contemporáneas. Algo que México ha aprendido demasiado bien de nuestro vecino del norte, de sus películas, series y demás productos culturales en las que el enemigo es simple y muy fácil de identificar: el diferente, el extranjero, el paria. Por desgracia, la situación en México se complica porque el sicario no es un ente ajeno a nuestra sociedad, sino una parte representativa de esta: prácticamente cualquier hombre joven con necesidades económicas es propenso a unirse a las filas del sicariato. 

La simplificación idealizada y caricaturesca del sicario la encontramos también en diversas producciones de música popular, sobre todo en los corridos tumbados: desde Gerardo Ortiz hasta Natanael Cano —actualmente el máximo aplaudidor de “La Maña”— o Peso Pluma; pero estas narrativas han quedado también expuestas por concentrarse en la superficialidad, por mostrar apenas una faceta de la vida criminal que en mucho se parece a un anhelo adolescente, el cual quedó sepultado por los hallazgos de un pueblo —uno solo— de Jalisco. O ¿seguiremos creyendo las historias de lujos y violencia que los corridos tumbados quieren disfrazar de cantares de gesta? 

Familiares colocaron veladoras en los zapatos de las presuntas víctimas, localizados en el rancho Izaguirre en Teuchitlán.

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales. La frase “me llamaron para una entrevista de trabajo”, leída tantas y tantas veces en los descomunales testimonios de las víctimas de Teuchitlán —las encontradas, las que todavía viven un secuestro semejante—, vulneran la narrativa de que el sicario es sicario porque quiere, frase familiar, maliciosa, que se suma a otras expresiones que se refieren a ellos como “jóvenes sin valores”, “malandros”, o, citando al incitador de la infame “Guerra contra el crimen organizado”, Felipe Calderón, como “ninis que no estudian ni trabajan y solo buscan el dinero fácil”. 

Esos tiempos, si es que alguna vez existieron, han quedado atrás: el sicario es sicario porque las condiciones económicas, la “incompetencia” de los poderes judiciales, la narcocultura y la ecuménica complicidad mexicana permiten que miles de jóvenes en nuestro país sean atraídos con engaños y llevados a campos de exterminio donde las únicas dos opciones son tomar un arma o morir por una. Las cifras son avasalladoras: de acuerdo con el estudio Reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes por grupos delictivos en México (2021), de Doria del Mar Vélez Salas et al.: “Se estima que alrededor de 250 000 niñas, niños y adolescentes se encuentran en situación de riesgo de ser reclutados y utilizados por grupos delictivos” (p. 5). Niños que nacieron en las condiciones necesarias para favorecer el reclutamiento: en abandono, en la pobreza, encerrados en aquella maligna línea causal donde el hambre le pide a la necesidad. 

¿De verdad tienen una opción? 

En esta tierra de muertos, el ciego es rey

Mientras tanto, Teuchitlán se alza por encima de las imágenes que observamos en los medios de comunicación, de los desgarradores testimonios de cientos de familias que durante años interpelaron a las autoridades; que acudieron de forma pacífica y desesperada a las instancias de gobierno pidiendo auxilio, asesoramiento, información; que por miles de kilómetros buscaron, aferradas a sus palas y sus picos y su dolor y sus esperanzas, hasta el más mínimo rastro de sus desaparecidos. Teuchitlán resume, de una vez, para siempre, lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

Tuvimos algunos avisos, sin duda. En 2018, un par de tráilers con caja refrigerante deambularon por los municipios de Tlaquepaque, Tlajomulco y Guadalajara, cargando 273 cadáveres no identificados de víctimas de la violencia. El hallazgo de estas inmensas carrozas se debió a la intervención ciudadana —siempre los ciudadanos—, pues los vecinos de las colonias donde el Estado abandonó los camiones se quejaron del mal olor. La noticia alcanzó los diarios de todo el mundo, la indignación recorrió los hogares de todos los mexicanos. Pasó el tiempo y no hubo claros responsables ni consecuencias claras ni —por supuesto— esclarecimiento sobre qué ocurrió con tantos y tantos cuerpos. 

Registro de pruebas en las instalaciones del Rancho Izaguirre en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Poco después, en 2020, el exgobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, fue asesinado en el restaurante-bar Distrito 5, en Puerto Vallarta. De acuerdo con la información recabada en los medios, varias decenas de sicarios del CJNG establecieron un cerco perimetral en las inmediaciones del bar con la encomienda de rematar a Aristóteles, en el lejano caso de que lograra sobrevivir el ataque en los baños del establecimiento. La muerte del exgobernador, como era de esperarse, trajo una serie de cuestionamientos sobre el poder real del crimen organizado, así como su nivel de involucramiento en el manejo político del estado. Pero pasó el tiempo y la gente miró a otro lado y, del caso Aristóteles, no se habla más. Han pasado más de seis años desde entonces, el sexenio de Enrique Alfaro, inaugurado por los “tráilers de la muerte”, cierra con un campo de exterminio. 

No es una coincidencia: en esta tierra de muertos, el ciego es rey. 

Fue ciego voluntario el Gobierno que proveyó las condiciones para que Jalisco ya encabece la lista de desaparecidos a nivel nacional: 15 426 desde 2018 a la fecha, según el Registro estatal de personas desaparecidas, una cifra que es apenas muestra de una realidad asfixiante, pues los números reales son, seguramente, aún peores. La impunidad, el cinismo y una desconexión absoluta con los problemas de seguridad del estado fueron la característica más citada de nuestro anterior gobernador, que en cada ocasión que tuvo minimizó el paso de la violencia por las calles de Jalisco. Mientras el horror gestado en su gobierno sale a la luz, el perfil de su red social lo muestra portando un uniforme, orgulloso de estudiar para ser director técnico en la escuela de futbol del Feyenoord. 

Te recomendamos: María Elena, la abuela buscadora de niños desaparecidos

Fue ciego voluntario el Fiscal estatal, Salvador González de los Santos, quien aseguró que el cateo del pasado 18 de septiembre en el rancho Izaguirre no reportó los hallazgos macabros por una razón comprensible: no se revisó el rancho porque era “bastante grande”. La declaración es abrumadora porque inmediatamente invita a pensar: si la autoridad no tiene las herramientas suficientes para buscar los rastros del crimen en un predio de 9 500 m2, ¿cómo pedirles que sean capaces de revisar los 78 588 km2 que tiene la superficie de Jalisco? 

No quiero concluir este texto sin antes reconocer, ante ustedes y ante mí mismo, la propia ceguera voluntaria porque he visto crecer en todos lados la narcocultura: en las bocinas de los camiones y los coches, en los juegos de los niños, en las conversaciones en el tianguis, en las “tienditas” que surgen aquí y allá porque no hay negocio más lucrativo, en las solitarias paradas de camiones, incluso en la literatura contemporánea la he visto. Y he preferido no ver, he preferido guardar silencio con la esperanza de que las cosas no sean tan malas como parecen o, citando la ahora infame Rayuela publicada recientemente por La Jornada, deseando que “ojalá sea cierto que no hay tal barbaridad”. 

¿Quién es culpable de esto? ¿Quién se hará responsable? 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes.

La breve frontera entre lo delirante y la politiquería

Todos los días, nuevas informaciones de los horrores del rancho Izaguirre salen a la luz, así como nuevas declaraciones que pretenden minimizar, ocultar o distraer de la realidad. Algunos medios de comunicación incluso se han unido a los mecanismos de ultraje contra las víctimas, y han favorecido que los hallazgos del rancho Izaguirre se conviertan en un circo mediático que los pone a ellos como protagonistas y pasa a segundo o tercer plano el rol de las madres buscadoras. Quizá el momento más álgido de esta agresión ocurrió el pasado jueves 20 de marzo, cuando las puertas del rancho se abrieron para permitir el ingreso de medios y familiares, y les permitió observar que la fiscalía había limpiado completamente el lugar, llevándose cualquier indicio que les permitiera dar con sus familiares desaparecidos. Algunas madres han declarado que la visita fue una burla contra ellas: “¿Qué quieren que vea? Si todo está acordonado, está tapado, nos trajeron a turistear y de verdad para nosotros, o al menos para mí, esto es una burla”, declaró María Vázquez. Y el llanto y la frustración de aquellos familiares ha sido el festín perfecto para la prensa, y para un Estado con la desfachatez que solo debe dejar pasar el tiempo para que el cansancio, el hartazgo y los nuevos horrores cotidianos terminen por sepultar el rancho Izaguirre como un episodio más de la tragedia contemporánea de México. 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes: hace unos días negaron la existencia de hornos crematorios, pero, ante la evidencia, tuvieron que aceptar que los cuerpos se cremaban usando una técnica llamada “exposición térmica”. Y todas estas estrategias —como aquellas que califican de “politiquería” el trabajo de las madres buscadoras— forman parte de lo esperado por un país que lleva más de una década trazando una siniestra espiral de Fibonacci, llena de muertos y desaparecidos. No obstante, el evento que las trascendió, lo que a mi juicio convierte a Teuchitlán en un hito de la Historia política de nuestra nación, fue el video que los presuntos miembros del CJNG publicaron hace un par de días, en el que niegan todas las supuestas versiones de lo ocurrido en el rancho.

Es delirante. Un encapuchado que se presenta a sí mismo como un miembro del CJNG asegura que están grabando ese video para “esclarecer los hechos basados en la realidad, en tiempo y forma”. Procede entonces a narrar los eventos del primer cateo del Rancho, ocurrido en septiembre, así como los hallazgos encontrados. Luego, el video toma un giro siniestro, surrealista, que casi resultaría cómico si no fuera insólitamente cínico. El encapuchado habla —con ejemplar dicción— de un grupo de madres buscadores “respaldadas por no sé quién”, quienes penetraron en el rancho para contradecir la versión oficial de seis meses atrás. Lo siguiente es un discurso que, a mi entender, busca justificar la versión oficial del Estado, según la cual no había en el rancho ningún indicio de campos de exterminio. Reproduzco a continuación un fragmento del diálogo:

¿Qué encontraron? ¿Cuánto encontraron? ¡No encontraron nada! […] ¿Con qué autoridad intervinieron? O ¿con qué fundamento ingresaron en un inmueble asegurado el grupo de madres buscadoras? Su deber era comunicar a una autoridad competente, y lo que hicieron fue sembrar e idear una película de terror para causar furor en las redes sociales. ¿Qué están escondiendo? ¿Quién las respalda? ¿Por qué intentan perjudicar al CJNG con mentiras e historias inventadas y sin fundamentos? 

¿Quién de nosotros creyó que vería el día en que un miembro del crimen organizado predicaría sobre la legalidad y los adecuados procedimientos para acceder a una propiedad privada? Si lo anterior no fue suficiente para despertar la alarma en los escuchas, el supuesto sicario remata con lo siguiente: “Jalisco está tranquilo. Vean las estadísticas: no hay secuestros y hay cero homicidios en comunidades rurales, y se puede presumir que el pueblo está en paz y está tranquilo”.

La instrucción es la misma, expresada con total claridad: se debe negar la realidad. Si se encontraron osamentas, cientos de pares de tenis, altares a la Santa Muerte, y testimonios de víctimas, es preciso negarlo con más fuerza. De ser posible, culpemos a las madres buscadoras, quienes continúan su búsqueda imposible a todo lo largo y ancho de este estado que siembra a sus hijos para que cosechen cadáveres, mujeres que violentan la propiedad privada al penetrar sin ninguna autorización en un predio asegurado por el gobierno federal. ¿Y para qué? Para desmentir la versión oficial, la versión que mantiene “tranquilas” las calles de Jalisco: que nuestro pueblo está en paz y tranquilo, y seguirá así siempre y cuando todos mantengamos vivo el compromiso de no ver. 

Cientos de familiares de desaparecidos claman justicia a las autoridades estatales y federales.

Ayer, mientras escribía este artículo, en las redes sociales de Tlayolan trascendió la noticia de un hombre que fue asesinado a hachazos en el interior de una frutería. El homicida, por supuesto, no fue capturado. Hace dos semanas —un día después de que se reportara el hallazgo de Teuchitlán— el Ejército se enfrentó con miembros del crimen organizado en la Hacienda Cofradía, cerca del municipio de Gómez Farías. Horas después, evacuaron a todo el personal y a los estudiantes del Centro Universitario cercano para usar la cancha de futbol como un helipuerto improvisado. Lo anterior es apenas una muestra de lo vivido en mi municipio durante lo que va de marzo, pero es la misma historia —estoy seguro— en cada uno de los 125 municipios de Jalisco, y de cada uno de los 2 478 municipios que tiene la República Mexicana. 

Lo más terrible y lo más desesperanzador es que el terror no acaba con Teuchitlán. Todo lo contrario: Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Se descubrió uno nuevo en Reynosa. Se descubrirán más en nuestro estado. Hace un par de días, el escritor Bladimir Ramírez me hizo esta revelación: el problema con Teuchitlán no es Teuchitlán, el problema es el concepto, la idea de que el crimen organizado ha ideado una forma implacable, pero efectiva, de mantener sus filas con agentes de la muerte de manera constante e inagotable: el reclutamiento forzado, el engaño a millares de mexicanos que, bajo la esperanza de conseguir un mejor futuro, abandonan sus hogares y acuden a las llamadas “entrevistas de trabajo”. La metáfora empresarial nunca ha sido tan cruel, pero me parece efectiva: el narco aprendió de la gran industria la mejor manera de obtener mano de obra barata; solo debe permitir que las condiciones de pobreza y desigualdad sigan operando. Cualquier clase de brutalidad se convierte, con el tiempo, en humana.

Y casi no sé más. He pensado mucho en los últimos días si después de Teuchitlán aún cabe hablar de la esperanza. Lo he pensado mientras imparto lecciones a decenas de estudiantes que, como yo, pertenecen a la clase obrera y, por ende, son vulnerables a la trampa que el narco ha tendido en nuestro estado. Desconozco si llegaré a tener una respuesta, o si existe en absoluto. Pero de una cosa estoy seguro, si aprendemos a nombrar las injusticias, eventualmente aprenderemos también a erradicarlas. Por el contrario, estoy convencido de que mientras haya personas que mantengan el compromiso de “no ver”, nuestra patria seguirá cosechando Teuchitlanes por todo su territorio. 

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales.

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Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

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Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Foto: César Dorado.
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Teuchitlán resume lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

El Estado no busca porque si buscara se encontraría a sí mismo.

Madre buscadora

En 1861, en Inglaterra, un tribunal británico se enfrentó a un caso bastante peculiar. Sobre el acusado, Sleep, pesaba la imputación de apropiarse indebidamente de almacenes navales, lo cual entraba en violación de la Ley de Malversación de Fondos de Almacenes Públicos. Para que el caso procediera, era necesario comprobar que Sleep tenía conocimiento de la proveniencia de los bienes. Por ello, el argumento de la defensa fue el desconocimiento de que los bienes eran robados y, por lo tanto, no debía ser procesado por el crimen. “El jurado no había podido comprobar que el hombre sabía que las tiendas estaban marcadas [como propiedad del gobierno], o que voluntariamente se abstuvo de adquirir ese conocimiento”, determinó el juez Willes. De acuerdo con Ira P. Robbins, autor del artículo “The Ostrich Instruction: Deliberate Ignorance as a Criminal Mens Rea” (1990), el comentario de Willes sugiere que el tribunal habría encontrado pruebas suficientes para confirmar la condena de Sleep, pues el imputado eligió la ignorancia deliberada en lugar del conocimiento real (p. 196).

El concepto “ignorancia deliberada” evolucionó dentro de la jerga legal, y se transformó en otro que resulta más llamativo: willful blindness (ceguera voluntaria). Ha estado presente, desde hace más de un siglo, en los tribunales de Inglaterra y los Estados Unidos, y se usa, principalmente, para responsabilizar a los culpables de fraude, corrupción y lavado de dinero, o en cualquier circunstancia en la cual alguien evita deliberadamente investigar información que debería conocer, o que está a simple vista, esperando ser reconocida. El término es útil pues nos ayuda a entender mejor la naturaleza del dolo; es decir, de la voluntad expresa y fehaciente de causar daño o de cometer un delito. Si una persona sospecha fuertemente que sus actos son ilegales, pero decide no investigar, se habla de ceguera voluntaria. Y la ceguera voluntaria es tan mala como el dolo. 

El miércoles 5 de marzo de 2025, el Colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco ingresó al rancho Izaguirre, ubicado al sureste del municipio de Teuchitlán, muy cerca de la comunidad conocida como La Estanzuela. En ese sitio, los ciudadanos encontraron los restos de un centro de adiestramiento y exterminio del crimen organizado, cuya evidencia quedó asentada en centenares de prendas de ropa, tenis, mochilas, y otras posesiones que por años se mantuvieron amontonadas dentro de los escasos edificios del rancho, o bien, en los agujeros esparcidos por el suelo, los cuales servían como crematorios improvisados para desaparecer los cuerpos de las —incontables— víctimas llevadas al rancho en los últimos años. 

Manifestaciones de madres y padres buscadores frente a Palacio Nacional.

El hallazgo fracturó la endeble —fragilísima— confianza en las autoridades, tanto a nivel local, como estatal y federal. Sobre todo, ha quitado el velo de una realidad llena de corrupción, alianzas y responsabilidades compartidas entre el crimen organizado y diversos sectores de la sociedad mexicana, todos los que confabularon para el crecimiento de lo que —lastimosamente— llamamos narcocultura. Una pregunta flota en el aire desde entonces: se intuye en las declaraciones de los organismos de gobierno, de los familiares de los desaparecidos y de los jóvenes que pudieron escapar del sitio: ¿quién es responsable de esto? ¿Por qué nadie lo vio antes? 

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Escribo ahora sobre Teuchitlán. De entrada, reconozco que este ha sido uno de los temas más demandantes y difíciles al cual he de confrontar. Como muchos mexicanos, la indignación y el hartazgo se volvieron mis dos estados de ánimo más frecuentes desde que vi la noticia. Como muchos jaliscienses con quienes he platicado en días recientes, confieso que me he vuelto más taciturno y reflexivo, que incluso me ha costado más trabajo dormir, como si los murmullos que salen de aquella tierra caníbal me convocaran a mirar, sin perderme un solo instante del espanto. Dicho esto, desde que reflexioné acerca de los eventos que cierran el invierno, la idea de la ceguera voluntaria ha estado revoloteando en mi conciencia. Es curioso que, desde que surgió la noticia, la cobertura en el país y el número de ojos puestos sobre una de las revelaciones criminales más trascendentales de nuestro tiempo no ha hecho sino crecer. Y, sin embargo, cuántas cosas oculta Teuchitlán.

La cobertura nacional e internacional del fenómeno no ofrece ningún tipo de consuelo. Acceder a los medios de comunicación en las últimas semanas solo incrementa la sensación de abandono y terror que ha acompañado a los jaliscienses en las últimas décadas, especialmente en los últimos años. Se puede hablar sobre muchas cosas: sobre el valor de las madres buscadoras, sobre la inacción del Estado, sobre la sospechada —y evidenciada— complicidad de las autoridades locales, estatales y federales, sobre los mecanismos de reclutamiento que el crimen organizado —una de las empresas más lucrativas de nuestro país— adoptó en la era del capitalismo tardío. Sin embargo, esta historia, como la mayoría de las historias que pueblan la realidad mexicana del nuevo siglo, tiene relación con aquello que Peter Handke ha denominado lo que no tiene nombre: “Aquellos segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. Hablar sobre Teuchitlán es eso: tratar de nombrar lo que ni siquiera debería suceder. 

Recopilación de pruebas y prendas en el Rancho Izaguirre por parte de las autoridades locales. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Yuxtaposición de la barbarie

Antes del mes de marzo, Teuchitlán gozaba de cierta popularidad como zona turística en el estado, pues ahí se encuentra una de las zonas arqueológicas más peculiares de México: los Guachimontones, un sitio arraigado a la tradición de Teuchitlán —ubicada entre los años 350 a.C. y 350 d.C.—, y que consiste en una serie de pirámides cónicas, formadas por círculos concéntricos que se denominan “guachimontón”. De acuerdo con la Secretaría de Cultura de Jalisco, el lugar recibía alrededor de 170 000 visitantes cada año. Teuchitlán, por cierto, deriva del vocablo teotzitlan o teutzitlan, que puede interpretarse como “lugar dedicado a la divinidad”. 

Las cosas cambiaron de manera definitiva. A la fascinación que produce la revisión histórica de las raíces prehispánicas, se impuso el lastre de la narcoviolencia, el componente intrínseco a la Historia contemporánea de México. El símbolo de las pirámides concéntricas también fue transferido; a partir de ahora, quien escuche el nombre Teuchitlán solo podrá pensar en un inmenso portón negro, en cuyo centro podemos observar las siniestras cabriolas de dos caballos blancos.

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas, 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

El vaticinio de César Vallejo en su poema “Los heraldos negros” es tristemente adecuado, pues Teuchitlán es uno de esos golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé

El Rancho Izaguirre ha sacudido las narrativas de la violencia en nuestro estado. Para empezar, nos ha dado una idea de su magnitud… O no, quizá lo que debería decir es exactamente lo contrario, que Teuchitlán nos ha mostrado el carácter inconmensurable de la violencia actual. Nos hace conscientes de que, si la imaginación humana tiene límites, la realidad de la narcoviolencia no porque ¿quién podía imaginarse la existencia de un predio semejante, a apenas unos kilómetros de la capital del estado, Guadalajara? ¿Quién de nosotros habría concebido los mecanismos de reclutamiento tan eficaces que el narco ha empleado por años para atraer a las juventudes vulnerables de todo el país? ¿Quién pudo vaticinar que Jalisco —probablemente— inventó la industrialización del exterminio?

Podrías leer: En pie hasta encontrarte. Las mujeres que buscan a los desaparecidos

Un pizarrón detalla el nombre del lugar y los datos del reporte pericial en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Sicarios

El hallazgo también le da una nueva dimensión al concepto del sicario. Desde hace años, y en diversos foros, he defendido que la versión tradicional del sicario —visto como un joven ingenuo que se siente atraído por la vida irresponsable, audaz y llena de lujos prometida por el narco— no es sino un fragmento que simplifica la realidad. Esta simplificación facilita el establecimiento de un discurso oficial del bien contra el mal, la construcción de una figura abyecta —simple, pero muy efectiva— que representa de manera categórica e inequívoca al enemigo del Estado: el monstruo-sicario se transforma en la otredad inmediata, aquello que debe ser erradicado sin importar los medios. 

En su célebre texto, Los anormales (2007), Michel Foucault expresó que el monstruo se encuentra enmarcado en el terreno de lo jurídico biológico, pues simboliza una aberración tanto para la comunidad como dentro de los límites de la naturaleza. Sin embargo, aclara que la existencia del monstruo está ligada con la sociedad a la que pertenece; esta lo crea, lo alimenta y luego lo discrimina:

El monstruo no es más que la monstruosidad del Orden que lo segrega, pero debe ser representado por este como el infractor de la ley, y su exilio vergonzoso como merecido castigo. La íntima y secreta zozobra que corroe el Orden, alarmándole desde dentro por la monstruosidad que consiente y fabrica, se expresa hacia fuera como represión o condena del diferente. (p. 20)

Y crear monstruos es una práctica frecuente en las sociedades contemporáneas. Algo que México ha aprendido demasiado bien de nuestro vecino del norte, de sus películas, series y demás productos culturales en las que el enemigo es simple y muy fácil de identificar: el diferente, el extranjero, el paria. Por desgracia, la situación en México se complica porque el sicario no es un ente ajeno a nuestra sociedad, sino una parte representativa de esta: prácticamente cualquier hombre joven con necesidades económicas es propenso a unirse a las filas del sicariato. 

La simplificación idealizada y caricaturesca del sicario la encontramos también en diversas producciones de música popular, sobre todo en los corridos tumbados: desde Gerardo Ortiz hasta Natanael Cano —actualmente el máximo aplaudidor de “La Maña”— o Peso Pluma; pero estas narrativas han quedado también expuestas por concentrarse en la superficialidad, por mostrar apenas una faceta de la vida criminal que en mucho se parece a un anhelo adolescente, el cual quedó sepultado por los hallazgos de un pueblo —uno solo— de Jalisco. O ¿seguiremos creyendo las historias de lujos y violencia que los corridos tumbados quieren disfrazar de cantares de gesta? 

Familiares colocaron veladoras en los zapatos de las presuntas víctimas, localizados en el rancho Izaguirre en Teuchitlán.

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales. La frase “me llamaron para una entrevista de trabajo”, leída tantas y tantas veces en los descomunales testimonios de las víctimas de Teuchitlán —las encontradas, las que todavía viven un secuestro semejante—, vulneran la narrativa de que el sicario es sicario porque quiere, frase familiar, maliciosa, que se suma a otras expresiones que se refieren a ellos como “jóvenes sin valores”, “malandros”, o, citando al incitador de la infame “Guerra contra el crimen organizado”, Felipe Calderón, como “ninis que no estudian ni trabajan y solo buscan el dinero fácil”. 

Esos tiempos, si es que alguna vez existieron, han quedado atrás: el sicario es sicario porque las condiciones económicas, la “incompetencia” de los poderes judiciales, la narcocultura y la ecuménica complicidad mexicana permiten que miles de jóvenes en nuestro país sean atraídos con engaños y llevados a campos de exterminio donde las únicas dos opciones son tomar un arma o morir por una. Las cifras son avasalladoras: de acuerdo con el estudio Reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes por grupos delictivos en México (2021), de Doria del Mar Vélez Salas et al.: “Se estima que alrededor de 250 000 niñas, niños y adolescentes se encuentran en situación de riesgo de ser reclutados y utilizados por grupos delictivos” (p. 5). Niños que nacieron en las condiciones necesarias para favorecer el reclutamiento: en abandono, en la pobreza, encerrados en aquella maligna línea causal donde el hambre le pide a la necesidad. 

¿De verdad tienen una opción? 

En esta tierra de muertos, el ciego es rey

Mientras tanto, Teuchitlán se alza por encima de las imágenes que observamos en los medios de comunicación, de los desgarradores testimonios de cientos de familias que durante años interpelaron a las autoridades; que acudieron de forma pacífica y desesperada a las instancias de gobierno pidiendo auxilio, asesoramiento, información; que por miles de kilómetros buscaron, aferradas a sus palas y sus picos y su dolor y sus esperanzas, hasta el más mínimo rastro de sus desaparecidos. Teuchitlán resume, de una vez, para siempre, lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

Tuvimos algunos avisos, sin duda. En 2018, un par de tráilers con caja refrigerante deambularon por los municipios de Tlaquepaque, Tlajomulco y Guadalajara, cargando 273 cadáveres no identificados de víctimas de la violencia. El hallazgo de estas inmensas carrozas se debió a la intervención ciudadana —siempre los ciudadanos—, pues los vecinos de las colonias donde el Estado abandonó los camiones se quejaron del mal olor. La noticia alcanzó los diarios de todo el mundo, la indignación recorrió los hogares de todos los mexicanos. Pasó el tiempo y no hubo claros responsables ni consecuencias claras ni —por supuesto— esclarecimiento sobre qué ocurrió con tantos y tantos cuerpos. 

Registro de pruebas en las instalaciones del Rancho Izaguirre en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Poco después, en 2020, el exgobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, fue asesinado en el restaurante-bar Distrito 5, en Puerto Vallarta. De acuerdo con la información recabada en los medios, varias decenas de sicarios del CJNG establecieron un cerco perimetral en las inmediaciones del bar con la encomienda de rematar a Aristóteles, en el lejano caso de que lograra sobrevivir el ataque en los baños del establecimiento. La muerte del exgobernador, como era de esperarse, trajo una serie de cuestionamientos sobre el poder real del crimen organizado, así como su nivel de involucramiento en el manejo político del estado. Pero pasó el tiempo y la gente miró a otro lado y, del caso Aristóteles, no se habla más. Han pasado más de seis años desde entonces, el sexenio de Enrique Alfaro, inaugurado por los “tráilers de la muerte”, cierra con un campo de exterminio. 

No es una coincidencia: en esta tierra de muertos, el ciego es rey. 

Fue ciego voluntario el Gobierno que proveyó las condiciones para que Jalisco ya encabece la lista de desaparecidos a nivel nacional: 15 426 desde 2018 a la fecha, según el Registro estatal de personas desaparecidas, una cifra que es apenas muestra de una realidad asfixiante, pues los números reales son, seguramente, aún peores. La impunidad, el cinismo y una desconexión absoluta con los problemas de seguridad del estado fueron la característica más citada de nuestro anterior gobernador, que en cada ocasión que tuvo minimizó el paso de la violencia por las calles de Jalisco. Mientras el horror gestado en su gobierno sale a la luz, el perfil de su red social lo muestra portando un uniforme, orgulloso de estudiar para ser director técnico en la escuela de futbol del Feyenoord. 

Te recomendamos: María Elena, la abuela buscadora de niños desaparecidos

Fue ciego voluntario el Fiscal estatal, Salvador González de los Santos, quien aseguró que el cateo del pasado 18 de septiembre en el rancho Izaguirre no reportó los hallazgos macabros por una razón comprensible: no se revisó el rancho porque era “bastante grande”. La declaración es abrumadora porque inmediatamente invita a pensar: si la autoridad no tiene las herramientas suficientes para buscar los rastros del crimen en un predio de 9 500 m2, ¿cómo pedirles que sean capaces de revisar los 78 588 km2 que tiene la superficie de Jalisco? 

No quiero concluir este texto sin antes reconocer, ante ustedes y ante mí mismo, la propia ceguera voluntaria porque he visto crecer en todos lados la narcocultura: en las bocinas de los camiones y los coches, en los juegos de los niños, en las conversaciones en el tianguis, en las “tienditas” que surgen aquí y allá porque no hay negocio más lucrativo, en las solitarias paradas de camiones, incluso en la literatura contemporánea la he visto. Y he preferido no ver, he preferido guardar silencio con la esperanza de que las cosas no sean tan malas como parecen o, citando la ahora infame Rayuela publicada recientemente por La Jornada, deseando que “ojalá sea cierto que no hay tal barbaridad”. 

¿Quién es culpable de esto? ¿Quién se hará responsable? 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes.

La breve frontera entre lo delirante y la politiquería

Todos los días, nuevas informaciones de los horrores del rancho Izaguirre salen a la luz, así como nuevas declaraciones que pretenden minimizar, ocultar o distraer de la realidad. Algunos medios de comunicación incluso se han unido a los mecanismos de ultraje contra las víctimas, y han favorecido que los hallazgos del rancho Izaguirre se conviertan en un circo mediático que los pone a ellos como protagonistas y pasa a segundo o tercer plano el rol de las madres buscadoras. Quizá el momento más álgido de esta agresión ocurrió el pasado jueves 20 de marzo, cuando las puertas del rancho se abrieron para permitir el ingreso de medios y familiares, y les permitió observar que la fiscalía había limpiado completamente el lugar, llevándose cualquier indicio que les permitiera dar con sus familiares desaparecidos. Algunas madres han declarado que la visita fue una burla contra ellas: “¿Qué quieren que vea? Si todo está acordonado, está tapado, nos trajeron a turistear y de verdad para nosotros, o al menos para mí, esto es una burla”, declaró María Vázquez. Y el llanto y la frustración de aquellos familiares ha sido el festín perfecto para la prensa, y para un Estado con la desfachatez que solo debe dejar pasar el tiempo para que el cansancio, el hartazgo y los nuevos horrores cotidianos terminen por sepultar el rancho Izaguirre como un episodio más de la tragedia contemporánea de México. 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes: hace unos días negaron la existencia de hornos crematorios, pero, ante la evidencia, tuvieron que aceptar que los cuerpos se cremaban usando una técnica llamada “exposición térmica”. Y todas estas estrategias —como aquellas que califican de “politiquería” el trabajo de las madres buscadoras— forman parte de lo esperado por un país que lleva más de una década trazando una siniestra espiral de Fibonacci, llena de muertos y desaparecidos. No obstante, el evento que las trascendió, lo que a mi juicio convierte a Teuchitlán en un hito de la Historia política de nuestra nación, fue el video que los presuntos miembros del CJNG publicaron hace un par de días, en el que niegan todas las supuestas versiones de lo ocurrido en el rancho.

Es delirante. Un encapuchado que se presenta a sí mismo como un miembro del CJNG asegura que están grabando ese video para “esclarecer los hechos basados en la realidad, en tiempo y forma”. Procede entonces a narrar los eventos del primer cateo del Rancho, ocurrido en septiembre, así como los hallazgos encontrados. Luego, el video toma un giro siniestro, surrealista, que casi resultaría cómico si no fuera insólitamente cínico. El encapuchado habla —con ejemplar dicción— de un grupo de madres buscadores “respaldadas por no sé quién”, quienes penetraron en el rancho para contradecir la versión oficial de seis meses atrás. Lo siguiente es un discurso que, a mi entender, busca justificar la versión oficial del Estado, según la cual no había en el rancho ningún indicio de campos de exterminio. Reproduzco a continuación un fragmento del diálogo:

¿Qué encontraron? ¿Cuánto encontraron? ¡No encontraron nada! […] ¿Con qué autoridad intervinieron? O ¿con qué fundamento ingresaron en un inmueble asegurado el grupo de madres buscadoras? Su deber era comunicar a una autoridad competente, y lo que hicieron fue sembrar e idear una película de terror para causar furor en las redes sociales. ¿Qué están escondiendo? ¿Quién las respalda? ¿Por qué intentan perjudicar al CJNG con mentiras e historias inventadas y sin fundamentos? 

¿Quién de nosotros creyó que vería el día en que un miembro del crimen organizado predicaría sobre la legalidad y los adecuados procedimientos para acceder a una propiedad privada? Si lo anterior no fue suficiente para despertar la alarma en los escuchas, el supuesto sicario remata con lo siguiente: “Jalisco está tranquilo. Vean las estadísticas: no hay secuestros y hay cero homicidios en comunidades rurales, y se puede presumir que el pueblo está en paz y está tranquilo”.

La instrucción es la misma, expresada con total claridad: se debe negar la realidad. Si se encontraron osamentas, cientos de pares de tenis, altares a la Santa Muerte, y testimonios de víctimas, es preciso negarlo con más fuerza. De ser posible, culpemos a las madres buscadoras, quienes continúan su búsqueda imposible a todo lo largo y ancho de este estado que siembra a sus hijos para que cosechen cadáveres, mujeres que violentan la propiedad privada al penetrar sin ninguna autorización en un predio asegurado por el gobierno federal. ¿Y para qué? Para desmentir la versión oficial, la versión que mantiene “tranquilas” las calles de Jalisco: que nuestro pueblo está en paz y tranquilo, y seguirá así siempre y cuando todos mantengamos vivo el compromiso de no ver. 

Cientos de familiares de desaparecidos claman justicia a las autoridades estatales y federales.

Ayer, mientras escribía este artículo, en las redes sociales de Tlayolan trascendió la noticia de un hombre que fue asesinado a hachazos en el interior de una frutería. El homicida, por supuesto, no fue capturado. Hace dos semanas —un día después de que se reportara el hallazgo de Teuchitlán— el Ejército se enfrentó con miembros del crimen organizado en la Hacienda Cofradía, cerca del municipio de Gómez Farías. Horas después, evacuaron a todo el personal y a los estudiantes del Centro Universitario cercano para usar la cancha de futbol como un helipuerto improvisado. Lo anterior es apenas una muestra de lo vivido en mi municipio durante lo que va de marzo, pero es la misma historia —estoy seguro— en cada uno de los 125 municipios de Jalisco, y de cada uno de los 2 478 municipios que tiene la República Mexicana. 

Lo más terrible y lo más desesperanzador es que el terror no acaba con Teuchitlán. Todo lo contrario: Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Se descubrió uno nuevo en Reynosa. Se descubrirán más en nuestro estado. Hace un par de días, el escritor Bladimir Ramírez me hizo esta revelación: el problema con Teuchitlán no es Teuchitlán, el problema es el concepto, la idea de que el crimen organizado ha ideado una forma implacable, pero efectiva, de mantener sus filas con agentes de la muerte de manera constante e inagotable: el reclutamiento forzado, el engaño a millares de mexicanos que, bajo la esperanza de conseguir un mejor futuro, abandonan sus hogares y acuden a las llamadas “entrevistas de trabajo”. La metáfora empresarial nunca ha sido tan cruel, pero me parece efectiva: el narco aprendió de la gran industria la mejor manera de obtener mano de obra barata; solo debe permitir que las condiciones de pobreza y desigualdad sigan operando. Cualquier clase de brutalidad se convierte, con el tiempo, en humana.

Y casi no sé más. He pensado mucho en los últimos días si después de Teuchitlán aún cabe hablar de la esperanza. Lo he pensado mientras imparto lecciones a decenas de estudiantes que, como yo, pertenecen a la clase obrera y, por ende, son vulnerables a la trampa que el narco ha tendido en nuestro estado. Desconozco si llegaré a tener una respuesta, o si existe en absoluto. Pero de una cosa estoy seguro, si aprendemos a nombrar las injusticias, eventualmente aprenderemos también a erradicarlas. Por el contrario, estoy convencido de que mientras haya personas que mantengan el compromiso de “no ver”, nuestra patria seguirá cosechando Teuchitlanes por todo su territorio. 

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales.

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Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

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2025
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Teuchitlán resume lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

El Estado no busca porque si buscara se encontraría a sí mismo.

Madre buscadora

En 1861, en Inglaterra, un tribunal británico se enfrentó a un caso bastante peculiar. Sobre el acusado, Sleep, pesaba la imputación de apropiarse indebidamente de almacenes navales, lo cual entraba en violación de la Ley de Malversación de Fondos de Almacenes Públicos. Para que el caso procediera, era necesario comprobar que Sleep tenía conocimiento de la proveniencia de los bienes. Por ello, el argumento de la defensa fue el desconocimiento de que los bienes eran robados y, por lo tanto, no debía ser procesado por el crimen. “El jurado no había podido comprobar que el hombre sabía que las tiendas estaban marcadas [como propiedad del gobierno], o que voluntariamente se abstuvo de adquirir ese conocimiento”, determinó el juez Willes. De acuerdo con Ira P. Robbins, autor del artículo “The Ostrich Instruction: Deliberate Ignorance as a Criminal Mens Rea” (1990), el comentario de Willes sugiere que el tribunal habría encontrado pruebas suficientes para confirmar la condena de Sleep, pues el imputado eligió la ignorancia deliberada en lugar del conocimiento real (p. 196).

El concepto “ignorancia deliberada” evolucionó dentro de la jerga legal, y se transformó en otro que resulta más llamativo: willful blindness (ceguera voluntaria). Ha estado presente, desde hace más de un siglo, en los tribunales de Inglaterra y los Estados Unidos, y se usa, principalmente, para responsabilizar a los culpables de fraude, corrupción y lavado de dinero, o en cualquier circunstancia en la cual alguien evita deliberadamente investigar información que debería conocer, o que está a simple vista, esperando ser reconocida. El término es útil pues nos ayuda a entender mejor la naturaleza del dolo; es decir, de la voluntad expresa y fehaciente de causar daño o de cometer un delito. Si una persona sospecha fuertemente que sus actos son ilegales, pero decide no investigar, se habla de ceguera voluntaria. Y la ceguera voluntaria es tan mala como el dolo. 

El miércoles 5 de marzo de 2025, el Colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco ingresó al rancho Izaguirre, ubicado al sureste del municipio de Teuchitlán, muy cerca de la comunidad conocida como La Estanzuela. En ese sitio, los ciudadanos encontraron los restos de un centro de adiestramiento y exterminio del crimen organizado, cuya evidencia quedó asentada en centenares de prendas de ropa, tenis, mochilas, y otras posesiones que por años se mantuvieron amontonadas dentro de los escasos edificios del rancho, o bien, en los agujeros esparcidos por el suelo, los cuales servían como crematorios improvisados para desaparecer los cuerpos de las —incontables— víctimas llevadas al rancho en los últimos años. 

Manifestaciones de madres y padres buscadores frente a Palacio Nacional.

El hallazgo fracturó la endeble —fragilísima— confianza en las autoridades, tanto a nivel local, como estatal y federal. Sobre todo, ha quitado el velo de una realidad llena de corrupción, alianzas y responsabilidades compartidas entre el crimen organizado y diversos sectores de la sociedad mexicana, todos los que confabularon para el crecimiento de lo que —lastimosamente— llamamos narcocultura. Una pregunta flota en el aire desde entonces: se intuye en las declaraciones de los organismos de gobierno, de los familiares de los desaparecidos y de los jóvenes que pudieron escapar del sitio: ¿quién es responsable de esto? ¿Por qué nadie lo vio antes? 

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Escribo ahora sobre Teuchitlán. De entrada, reconozco que este ha sido uno de los temas más demandantes y difíciles al cual he de confrontar. Como muchos mexicanos, la indignación y el hartazgo se volvieron mis dos estados de ánimo más frecuentes desde que vi la noticia. Como muchos jaliscienses con quienes he platicado en días recientes, confieso que me he vuelto más taciturno y reflexivo, que incluso me ha costado más trabajo dormir, como si los murmullos que salen de aquella tierra caníbal me convocaran a mirar, sin perderme un solo instante del espanto. Dicho esto, desde que reflexioné acerca de los eventos que cierran el invierno, la idea de la ceguera voluntaria ha estado revoloteando en mi conciencia. Es curioso que, desde que surgió la noticia, la cobertura en el país y el número de ojos puestos sobre una de las revelaciones criminales más trascendentales de nuestro tiempo no ha hecho sino crecer. Y, sin embargo, cuántas cosas oculta Teuchitlán.

La cobertura nacional e internacional del fenómeno no ofrece ningún tipo de consuelo. Acceder a los medios de comunicación en las últimas semanas solo incrementa la sensación de abandono y terror que ha acompañado a los jaliscienses en las últimas décadas, especialmente en los últimos años. Se puede hablar sobre muchas cosas: sobre el valor de las madres buscadoras, sobre la inacción del Estado, sobre la sospechada —y evidenciada— complicidad de las autoridades locales, estatales y federales, sobre los mecanismos de reclutamiento que el crimen organizado —una de las empresas más lucrativas de nuestro país— adoptó en la era del capitalismo tardío. Sin embargo, esta historia, como la mayoría de las historias que pueblan la realidad mexicana del nuevo siglo, tiene relación con aquello que Peter Handke ha denominado lo que no tiene nombre: “Aquellos segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. Hablar sobre Teuchitlán es eso: tratar de nombrar lo que ni siquiera debería suceder. 

Recopilación de pruebas y prendas en el Rancho Izaguirre por parte de las autoridades locales. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Yuxtaposición de la barbarie

Antes del mes de marzo, Teuchitlán gozaba de cierta popularidad como zona turística en el estado, pues ahí se encuentra una de las zonas arqueológicas más peculiares de México: los Guachimontones, un sitio arraigado a la tradición de Teuchitlán —ubicada entre los años 350 a.C. y 350 d.C.—, y que consiste en una serie de pirámides cónicas, formadas por círculos concéntricos que se denominan “guachimontón”. De acuerdo con la Secretaría de Cultura de Jalisco, el lugar recibía alrededor de 170 000 visitantes cada año. Teuchitlán, por cierto, deriva del vocablo teotzitlan o teutzitlan, que puede interpretarse como “lugar dedicado a la divinidad”. 

Las cosas cambiaron de manera definitiva. A la fascinación que produce la revisión histórica de las raíces prehispánicas, se impuso el lastre de la narcoviolencia, el componente intrínseco a la Historia contemporánea de México. El símbolo de las pirámides concéntricas también fue transferido; a partir de ahora, quien escuche el nombre Teuchitlán solo podrá pensar en un inmenso portón negro, en cuyo centro podemos observar las siniestras cabriolas de dos caballos blancos.

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas, 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

El vaticinio de César Vallejo en su poema “Los heraldos negros” es tristemente adecuado, pues Teuchitlán es uno de esos golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé

El Rancho Izaguirre ha sacudido las narrativas de la violencia en nuestro estado. Para empezar, nos ha dado una idea de su magnitud… O no, quizá lo que debería decir es exactamente lo contrario, que Teuchitlán nos ha mostrado el carácter inconmensurable de la violencia actual. Nos hace conscientes de que, si la imaginación humana tiene límites, la realidad de la narcoviolencia no porque ¿quién podía imaginarse la existencia de un predio semejante, a apenas unos kilómetros de la capital del estado, Guadalajara? ¿Quién de nosotros habría concebido los mecanismos de reclutamiento tan eficaces que el narco ha empleado por años para atraer a las juventudes vulnerables de todo el país? ¿Quién pudo vaticinar que Jalisco —probablemente— inventó la industrialización del exterminio?

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Un pizarrón detalla el nombre del lugar y los datos del reporte pericial en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Sicarios

El hallazgo también le da una nueva dimensión al concepto del sicario. Desde hace años, y en diversos foros, he defendido que la versión tradicional del sicario —visto como un joven ingenuo que se siente atraído por la vida irresponsable, audaz y llena de lujos prometida por el narco— no es sino un fragmento que simplifica la realidad. Esta simplificación facilita el establecimiento de un discurso oficial del bien contra el mal, la construcción de una figura abyecta —simple, pero muy efectiva— que representa de manera categórica e inequívoca al enemigo del Estado: el monstruo-sicario se transforma en la otredad inmediata, aquello que debe ser erradicado sin importar los medios. 

En su célebre texto, Los anormales (2007), Michel Foucault expresó que el monstruo se encuentra enmarcado en el terreno de lo jurídico biológico, pues simboliza una aberración tanto para la comunidad como dentro de los límites de la naturaleza. Sin embargo, aclara que la existencia del monstruo está ligada con la sociedad a la que pertenece; esta lo crea, lo alimenta y luego lo discrimina:

El monstruo no es más que la monstruosidad del Orden que lo segrega, pero debe ser representado por este como el infractor de la ley, y su exilio vergonzoso como merecido castigo. La íntima y secreta zozobra que corroe el Orden, alarmándole desde dentro por la monstruosidad que consiente y fabrica, se expresa hacia fuera como represión o condena del diferente. (p. 20)

Y crear monstruos es una práctica frecuente en las sociedades contemporáneas. Algo que México ha aprendido demasiado bien de nuestro vecino del norte, de sus películas, series y demás productos culturales en las que el enemigo es simple y muy fácil de identificar: el diferente, el extranjero, el paria. Por desgracia, la situación en México se complica porque el sicario no es un ente ajeno a nuestra sociedad, sino una parte representativa de esta: prácticamente cualquier hombre joven con necesidades económicas es propenso a unirse a las filas del sicariato. 

La simplificación idealizada y caricaturesca del sicario la encontramos también en diversas producciones de música popular, sobre todo en los corridos tumbados: desde Gerardo Ortiz hasta Natanael Cano —actualmente el máximo aplaudidor de “La Maña”— o Peso Pluma; pero estas narrativas han quedado también expuestas por concentrarse en la superficialidad, por mostrar apenas una faceta de la vida criminal que en mucho se parece a un anhelo adolescente, el cual quedó sepultado por los hallazgos de un pueblo —uno solo— de Jalisco. O ¿seguiremos creyendo las historias de lujos y violencia que los corridos tumbados quieren disfrazar de cantares de gesta? 

Familiares colocaron veladoras en los zapatos de las presuntas víctimas, localizados en el rancho Izaguirre en Teuchitlán.

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales. La frase “me llamaron para una entrevista de trabajo”, leída tantas y tantas veces en los descomunales testimonios de las víctimas de Teuchitlán —las encontradas, las que todavía viven un secuestro semejante—, vulneran la narrativa de que el sicario es sicario porque quiere, frase familiar, maliciosa, que se suma a otras expresiones que se refieren a ellos como “jóvenes sin valores”, “malandros”, o, citando al incitador de la infame “Guerra contra el crimen organizado”, Felipe Calderón, como “ninis que no estudian ni trabajan y solo buscan el dinero fácil”. 

Esos tiempos, si es que alguna vez existieron, han quedado atrás: el sicario es sicario porque las condiciones económicas, la “incompetencia” de los poderes judiciales, la narcocultura y la ecuménica complicidad mexicana permiten que miles de jóvenes en nuestro país sean atraídos con engaños y llevados a campos de exterminio donde las únicas dos opciones son tomar un arma o morir por una. Las cifras son avasalladoras: de acuerdo con el estudio Reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes por grupos delictivos en México (2021), de Doria del Mar Vélez Salas et al.: “Se estima que alrededor de 250 000 niñas, niños y adolescentes se encuentran en situación de riesgo de ser reclutados y utilizados por grupos delictivos” (p. 5). Niños que nacieron en las condiciones necesarias para favorecer el reclutamiento: en abandono, en la pobreza, encerrados en aquella maligna línea causal donde el hambre le pide a la necesidad. 

¿De verdad tienen una opción? 

En esta tierra de muertos, el ciego es rey

Mientras tanto, Teuchitlán se alza por encima de las imágenes que observamos en los medios de comunicación, de los desgarradores testimonios de cientos de familias que durante años interpelaron a las autoridades; que acudieron de forma pacífica y desesperada a las instancias de gobierno pidiendo auxilio, asesoramiento, información; que por miles de kilómetros buscaron, aferradas a sus palas y sus picos y su dolor y sus esperanzas, hasta el más mínimo rastro de sus desaparecidos. Teuchitlán resume, de una vez, para siempre, lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

Tuvimos algunos avisos, sin duda. En 2018, un par de tráilers con caja refrigerante deambularon por los municipios de Tlaquepaque, Tlajomulco y Guadalajara, cargando 273 cadáveres no identificados de víctimas de la violencia. El hallazgo de estas inmensas carrozas se debió a la intervención ciudadana —siempre los ciudadanos—, pues los vecinos de las colonias donde el Estado abandonó los camiones se quejaron del mal olor. La noticia alcanzó los diarios de todo el mundo, la indignación recorrió los hogares de todos los mexicanos. Pasó el tiempo y no hubo claros responsables ni consecuencias claras ni —por supuesto— esclarecimiento sobre qué ocurrió con tantos y tantos cuerpos. 

Registro de pruebas en las instalaciones del Rancho Izaguirre en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Poco después, en 2020, el exgobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, fue asesinado en el restaurante-bar Distrito 5, en Puerto Vallarta. De acuerdo con la información recabada en los medios, varias decenas de sicarios del CJNG establecieron un cerco perimetral en las inmediaciones del bar con la encomienda de rematar a Aristóteles, en el lejano caso de que lograra sobrevivir el ataque en los baños del establecimiento. La muerte del exgobernador, como era de esperarse, trajo una serie de cuestionamientos sobre el poder real del crimen organizado, así como su nivel de involucramiento en el manejo político del estado. Pero pasó el tiempo y la gente miró a otro lado y, del caso Aristóteles, no se habla más. Han pasado más de seis años desde entonces, el sexenio de Enrique Alfaro, inaugurado por los “tráilers de la muerte”, cierra con un campo de exterminio. 

No es una coincidencia: en esta tierra de muertos, el ciego es rey. 

Fue ciego voluntario el Gobierno que proveyó las condiciones para que Jalisco ya encabece la lista de desaparecidos a nivel nacional: 15 426 desde 2018 a la fecha, según el Registro estatal de personas desaparecidas, una cifra que es apenas muestra de una realidad asfixiante, pues los números reales son, seguramente, aún peores. La impunidad, el cinismo y una desconexión absoluta con los problemas de seguridad del estado fueron la característica más citada de nuestro anterior gobernador, que en cada ocasión que tuvo minimizó el paso de la violencia por las calles de Jalisco. Mientras el horror gestado en su gobierno sale a la luz, el perfil de su red social lo muestra portando un uniforme, orgulloso de estudiar para ser director técnico en la escuela de futbol del Feyenoord. 

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Fue ciego voluntario el Fiscal estatal, Salvador González de los Santos, quien aseguró que el cateo del pasado 18 de septiembre en el rancho Izaguirre no reportó los hallazgos macabros por una razón comprensible: no se revisó el rancho porque era “bastante grande”. La declaración es abrumadora porque inmediatamente invita a pensar: si la autoridad no tiene las herramientas suficientes para buscar los rastros del crimen en un predio de 9 500 m2, ¿cómo pedirles que sean capaces de revisar los 78 588 km2 que tiene la superficie de Jalisco? 

No quiero concluir este texto sin antes reconocer, ante ustedes y ante mí mismo, la propia ceguera voluntaria porque he visto crecer en todos lados la narcocultura: en las bocinas de los camiones y los coches, en los juegos de los niños, en las conversaciones en el tianguis, en las “tienditas” que surgen aquí y allá porque no hay negocio más lucrativo, en las solitarias paradas de camiones, incluso en la literatura contemporánea la he visto. Y he preferido no ver, he preferido guardar silencio con la esperanza de que las cosas no sean tan malas como parecen o, citando la ahora infame Rayuela publicada recientemente por La Jornada, deseando que “ojalá sea cierto que no hay tal barbaridad”. 

¿Quién es culpable de esto? ¿Quién se hará responsable? 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes.

La breve frontera entre lo delirante y la politiquería

Todos los días, nuevas informaciones de los horrores del rancho Izaguirre salen a la luz, así como nuevas declaraciones que pretenden minimizar, ocultar o distraer de la realidad. Algunos medios de comunicación incluso se han unido a los mecanismos de ultraje contra las víctimas, y han favorecido que los hallazgos del rancho Izaguirre se conviertan en un circo mediático que los pone a ellos como protagonistas y pasa a segundo o tercer plano el rol de las madres buscadoras. Quizá el momento más álgido de esta agresión ocurrió el pasado jueves 20 de marzo, cuando las puertas del rancho se abrieron para permitir el ingreso de medios y familiares, y les permitió observar que la fiscalía había limpiado completamente el lugar, llevándose cualquier indicio que les permitiera dar con sus familiares desaparecidos. Algunas madres han declarado que la visita fue una burla contra ellas: “¿Qué quieren que vea? Si todo está acordonado, está tapado, nos trajeron a turistear y de verdad para nosotros, o al menos para mí, esto es una burla”, declaró María Vázquez. Y el llanto y la frustración de aquellos familiares ha sido el festín perfecto para la prensa, y para un Estado con la desfachatez que solo debe dejar pasar el tiempo para que el cansancio, el hartazgo y los nuevos horrores cotidianos terminen por sepultar el rancho Izaguirre como un episodio más de la tragedia contemporánea de México. 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes: hace unos días negaron la existencia de hornos crematorios, pero, ante la evidencia, tuvieron que aceptar que los cuerpos se cremaban usando una técnica llamada “exposición térmica”. Y todas estas estrategias —como aquellas que califican de “politiquería” el trabajo de las madres buscadoras— forman parte de lo esperado por un país que lleva más de una década trazando una siniestra espiral de Fibonacci, llena de muertos y desaparecidos. No obstante, el evento que las trascendió, lo que a mi juicio convierte a Teuchitlán en un hito de la Historia política de nuestra nación, fue el video que los presuntos miembros del CJNG publicaron hace un par de días, en el que niegan todas las supuestas versiones de lo ocurrido en el rancho.

Es delirante. Un encapuchado que se presenta a sí mismo como un miembro del CJNG asegura que están grabando ese video para “esclarecer los hechos basados en la realidad, en tiempo y forma”. Procede entonces a narrar los eventos del primer cateo del Rancho, ocurrido en septiembre, así como los hallazgos encontrados. Luego, el video toma un giro siniestro, surrealista, que casi resultaría cómico si no fuera insólitamente cínico. El encapuchado habla —con ejemplar dicción— de un grupo de madres buscadores “respaldadas por no sé quién”, quienes penetraron en el rancho para contradecir la versión oficial de seis meses atrás. Lo siguiente es un discurso que, a mi entender, busca justificar la versión oficial del Estado, según la cual no había en el rancho ningún indicio de campos de exterminio. Reproduzco a continuación un fragmento del diálogo:

¿Qué encontraron? ¿Cuánto encontraron? ¡No encontraron nada! […] ¿Con qué autoridad intervinieron? O ¿con qué fundamento ingresaron en un inmueble asegurado el grupo de madres buscadoras? Su deber era comunicar a una autoridad competente, y lo que hicieron fue sembrar e idear una película de terror para causar furor en las redes sociales. ¿Qué están escondiendo? ¿Quién las respalda? ¿Por qué intentan perjudicar al CJNG con mentiras e historias inventadas y sin fundamentos? 

¿Quién de nosotros creyó que vería el día en que un miembro del crimen organizado predicaría sobre la legalidad y los adecuados procedimientos para acceder a una propiedad privada? Si lo anterior no fue suficiente para despertar la alarma en los escuchas, el supuesto sicario remata con lo siguiente: “Jalisco está tranquilo. Vean las estadísticas: no hay secuestros y hay cero homicidios en comunidades rurales, y se puede presumir que el pueblo está en paz y está tranquilo”.

La instrucción es la misma, expresada con total claridad: se debe negar la realidad. Si se encontraron osamentas, cientos de pares de tenis, altares a la Santa Muerte, y testimonios de víctimas, es preciso negarlo con más fuerza. De ser posible, culpemos a las madres buscadoras, quienes continúan su búsqueda imposible a todo lo largo y ancho de este estado que siembra a sus hijos para que cosechen cadáveres, mujeres que violentan la propiedad privada al penetrar sin ninguna autorización en un predio asegurado por el gobierno federal. ¿Y para qué? Para desmentir la versión oficial, la versión que mantiene “tranquilas” las calles de Jalisco: que nuestro pueblo está en paz y tranquilo, y seguirá así siempre y cuando todos mantengamos vivo el compromiso de no ver. 

Cientos de familiares de desaparecidos claman justicia a las autoridades estatales y federales.

Ayer, mientras escribía este artículo, en las redes sociales de Tlayolan trascendió la noticia de un hombre que fue asesinado a hachazos en el interior de una frutería. El homicida, por supuesto, no fue capturado. Hace dos semanas —un día después de que se reportara el hallazgo de Teuchitlán— el Ejército se enfrentó con miembros del crimen organizado en la Hacienda Cofradía, cerca del municipio de Gómez Farías. Horas después, evacuaron a todo el personal y a los estudiantes del Centro Universitario cercano para usar la cancha de futbol como un helipuerto improvisado. Lo anterior es apenas una muestra de lo vivido en mi municipio durante lo que va de marzo, pero es la misma historia —estoy seguro— en cada uno de los 125 municipios de Jalisco, y de cada uno de los 2 478 municipios que tiene la República Mexicana. 

Lo más terrible y lo más desesperanzador es que el terror no acaba con Teuchitlán. Todo lo contrario: Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Se descubrió uno nuevo en Reynosa. Se descubrirán más en nuestro estado. Hace un par de días, el escritor Bladimir Ramírez me hizo esta revelación: el problema con Teuchitlán no es Teuchitlán, el problema es el concepto, la idea de que el crimen organizado ha ideado una forma implacable, pero efectiva, de mantener sus filas con agentes de la muerte de manera constante e inagotable: el reclutamiento forzado, el engaño a millares de mexicanos que, bajo la esperanza de conseguir un mejor futuro, abandonan sus hogares y acuden a las llamadas “entrevistas de trabajo”. La metáfora empresarial nunca ha sido tan cruel, pero me parece efectiva: el narco aprendió de la gran industria la mejor manera de obtener mano de obra barata; solo debe permitir que las condiciones de pobreza y desigualdad sigan operando. Cualquier clase de brutalidad se convierte, con el tiempo, en humana.

Y casi no sé más. He pensado mucho en los últimos días si después de Teuchitlán aún cabe hablar de la esperanza. Lo he pensado mientras imparto lecciones a decenas de estudiantes que, como yo, pertenecen a la clase obrera y, por ende, son vulnerables a la trampa que el narco ha tendido en nuestro estado. Desconozco si llegaré a tener una respuesta, o si existe en absoluto. Pero de una cosa estoy seguro, si aprendemos a nombrar las injusticias, eventualmente aprenderemos también a erradicarlas. Por el contrario, estoy convencido de que mientras haya personas que mantengan el compromiso de “no ver”, nuestra patria seguirá cosechando Teuchitlanes por todo su territorio. 

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales.

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Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Foto: César Dorado.

Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

Teuchitlán: El compromiso de “no ver”

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Teuchitlán resume lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

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El Estado no busca porque si buscara se encontraría a sí mismo.

Madre buscadora

En 1861, en Inglaterra, un tribunal británico se enfrentó a un caso bastante peculiar. Sobre el acusado, Sleep, pesaba la imputación de apropiarse indebidamente de almacenes navales, lo cual entraba en violación de la Ley de Malversación de Fondos de Almacenes Públicos. Para que el caso procediera, era necesario comprobar que Sleep tenía conocimiento de la proveniencia de los bienes. Por ello, el argumento de la defensa fue el desconocimiento de que los bienes eran robados y, por lo tanto, no debía ser procesado por el crimen. “El jurado no había podido comprobar que el hombre sabía que las tiendas estaban marcadas [como propiedad del gobierno], o que voluntariamente se abstuvo de adquirir ese conocimiento”, determinó el juez Willes. De acuerdo con Ira P. Robbins, autor del artículo “The Ostrich Instruction: Deliberate Ignorance as a Criminal Mens Rea” (1990), el comentario de Willes sugiere que el tribunal habría encontrado pruebas suficientes para confirmar la condena de Sleep, pues el imputado eligió la ignorancia deliberada en lugar del conocimiento real (p. 196).

El concepto “ignorancia deliberada” evolucionó dentro de la jerga legal, y se transformó en otro que resulta más llamativo: willful blindness (ceguera voluntaria). Ha estado presente, desde hace más de un siglo, en los tribunales de Inglaterra y los Estados Unidos, y se usa, principalmente, para responsabilizar a los culpables de fraude, corrupción y lavado de dinero, o en cualquier circunstancia en la cual alguien evita deliberadamente investigar información que debería conocer, o que está a simple vista, esperando ser reconocida. El término es útil pues nos ayuda a entender mejor la naturaleza del dolo; es decir, de la voluntad expresa y fehaciente de causar daño o de cometer un delito. Si una persona sospecha fuertemente que sus actos son ilegales, pero decide no investigar, se habla de ceguera voluntaria. Y la ceguera voluntaria es tan mala como el dolo. 

El miércoles 5 de marzo de 2025, el Colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco ingresó al rancho Izaguirre, ubicado al sureste del municipio de Teuchitlán, muy cerca de la comunidad conocida como La Estanzuela. En ese sitio, los ciudadanos encontraron los restos de un centro de adiestramiento y exterminio del crimen organizado, cuya evidencia quedó asentada en centenares de prendas de ropa, tenis, mochilas, y otras posesiones que por años se mantuvieron amontonadas dentro de los escasos edificios del rancho, o bien, en los agujeros esparcidos por el suelo, los cuales servían como crematorios improvisados para desaparecer los cuerpos de las —incontables— víctimas llevadas al rancho en los últimos años. 

Manifestaciones de madres y padres buscadores frente a Palacio Nacional.

El hallazgo fracturó la endeble —fragilísima— confianza en las autoridades, tanto a nivel local, como estatal y federal. Sobre todo, ha quitado el velo de una realidad llena de corrupción, alianzas y responsabilidades compartidas entre el crimen organizado y diversos sectores de la sociedad mexicana, todos los que confabularon para el crecimiento de lo que —lastimosamente— llamamos narcocultura. Una pregunta flota en el aire desde entonces: se intuye en las declaraciones de los organismos de gobierno, de los familiares de los desaparecidos y de los jóvenes que pudieron escapar del sitio: ¿quién es responsable de esto? ¿Por qué nadie lo vio antes? 

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Escribo ahora sobre Teuchitlán. De entrada, reconozco que este ha sido uno de los temas más demandantes y difíciles al cual he de confrontar. Como muchos mexicanos, la indignación y el hartazgo se volvieron mis dos estados de ánimo más frecuentes desde que vi la noticia. Como muchos jaliscienses con quienes he platicado en días recientes, confieso que me he vuelto más taciturno y reflexivo, que incluso me ha costado más trabajo dormir, como si los murmullos que salen de aquella tierra caníbal me convocaran a mirar, sin perderme un solo instante del espanto. Dicho esto, desde que reflexioné acerca de los eventos que cierran el invierno, la idea de la ceguera voluntaria ha estado revoloteando en mi conciencia. Es curioso que, desde que surgió la noticia, la cobertura en el país y el número de ojos puestos sobre una de las revelaciones criminales más trascendentales de nuestro tiempo no ha hecho sino crecer. Y, sin embargo, cuántas cosas oculta Teuchitlán.

La cobertura nacional e internacional del fenómeno no ofrece ningún tipo de consuelo. Acceder a los medios de comunicación en las últimas semanas solo incrementa la sensación de abandono y terror que ha acompañado a los jaliscienses en las últimas décadas, especialmente en los últimos años. Se puede hablar sobre muchas cosas: sobre el valor de las madres buscadoras, sobre la inacción del Estado, sobre la sospechada —y evidenciada— complicidad de las autoridades locales, estatales y federales, sobre los mecanismos de reclutamiento que el crimen organizado —una de las empresas más lucrativas de nuestro país— adoptó en la era del capitalismo tardío. Sin embargo, esta historia, como la mayoría de las historias que pueblan la realidad mexicana del nuevo siglo, tiene relación con aquello que Peter Handke ha denominado lo que no tiene nombre: “Aquellos segundos de espanto para los que no hay lenguaje”. Hablar sobre Teuchitlán es eso: tratar de nombrar lo que ni siquiera debería suceder. 

Recopilación de pruebas y prendas en el Rancho Izaguirre por parte de las autoridades locales. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Yuxtaposición de la barbarie

Antes del mes de marzo, Teuchitlán gozaba de cierta popularidad como zona turística en el estado, pues ahí se encuentra una de las zonas arqueológicas más peculiares de México: los Guachimontones, un sitio arraigado a la tradición de Teuchitlán —ubicada entre los años 350 a.C. y 350 d.C.—, y que consiste en una serie de pirámides cónicas, formadas por círculos concéntricos que se denominan “guachimontón”. De acuerdo con la Secretaría de Cultura de Jalisco, el lugar recibía alrededor de 170 000 visitantes cada año. Teuchitlán, por cierto, deriva del vocablo teotzitlan o teutzitlan, que puede interpretarse como “lugar dedicado a la divinidad”. 

Las cosas cambiaron de manera definitiva. A la fascinación que produce la revisión histórica de las raíces prehispánicas, se impuso el lastre de la narcoviolencia, el componente intrínseco a la Historia contemporánea de México. El símbolo de las pirámides concéntricas también fue transferido; a partir de ahora, quien escuche el nombre Teuchitlán solo podrá pensar en un inmenso portón negro, en cuyo centro podemos observar las siniestras cabriolas de dos caballos blancos.

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas, 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

El vaticinio de César Vallejo en su poema “Los heraldos negros” es tristemente adecuado, pues Teuchitlán es uno de esos golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé

El Rancho Izaguirre ha sacudido las narrativas de la violencia en nuestro estado. Para empezar, nos ha dado una idea de su magnitud… O no, quizá lo que debería decir es exactamente lo contrario, que Teuchitlán nos ha mostrado el carácter inconmensurable de la violencia actual. Nos hace conscientes de que, si la imaginación humana tiene límites, la realidad de la narcoviolencia no porque ¿quién podía imaginarse la existencia de un predio semejante, a apenas unos kilómetros de la capital del estado, Guadalajara? ¿Quién de nosotros habría concebido los mecanismos de reclutamiento tan eficaces que el narco ha empleado por años para atraer a las juventudes vulnerables de todo el país? ¿Quién pudo vaticinar que Jalisco —probablemente— inventó la industrialización del exterminio?

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Un pizarrón detalla el nombre del lugar y los datos del reporte pericial en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Sicarios

El hallazgo también le da una nueva dimensión al concepto del sicario. Desde hace años, y en diversos foros, he defendido que la versión tradicional del sicario —visto como un joven ingenuo que se siente atraído por la vida irresponsable, audaz y llena de lujos prometida por el narco— no es sino un fragmento que simplifica la realidad. Esta simplificación facilita el establecimiento de un discurso oficial del bien contra el mal, la construcción de una figura abyecta —simple, pero muy efectiva— que representa de manera categórica e inequívoca al enemigo del Estado: el monstruo-sicario se transforma en la otredad inmediata, aquello que debe ser erradicado sin importar los medios. 

En su célebre texto, Los anormales (2007), Michel Foucault expresó que el monstruo se encuentra enmarcado en el terreno de lo jurídico biológico, pues simboliza una aberración tanto para la comunidad como dentro de los límites de la naturaleza. Sin embargo, aclara que la existencia del monstruo está ligada con la sociedad a la que pertenece; esta lo crea, lo alimenta y luego lo discrimina:

El monstruo no es más que la monstruosidad del Orden que lo segrega, pero debe ser representado por este como el infractor de la ley, y su exilio vergonzoso como merecido castigo. La íntima y secreta zozobra que corroe el Orden, alarmándole desde dentro por la monstruosidad que consiente y fabrica, se expresa hacia fuera como represión o condena del diferente. (p. 20)

Y crear monstruos es una práctica frecuente en las sociedades contemporáneas. Algo que México ha aprendido demasiado bien de nuestro vecino del norte, de sus películas, series y demás productos culturales en las que el enemigo es simple y muy fácil de identificar: el diferente, el extranjero, el paria. Por desgracia, la situación en México se complica porque el sicario no es un ente ajeno a nuestra sociedad, sino una parte representativa de esta: prácticamente cualquier hombre joven con necesidades económicas es propenso a unirse a las filas del sicariato. 

La simplificación idealizada y caricaturesca del sicario la encontramos también en diversas producciones de música popular, sobre todo en los corridos tumbados: desde Gerardo Ortiz hasta Natanael Cano —actualmente el máximo aplaudidor de “La Maña”— o Peso Pluma; pero estas narrativas han quedado también expuestas por concentrarse en la superficialidad, por mostrar apenas una faceta de la vida criminal que en mucho se parece a un anhelo adolescente, el cual quedó sepultado por los hallazgos de un pueblo —uno solo— de Jalisco. O ¿seguiremos creyendo las historias de lujos y violencia que los corridos tumbados quieren disfrazar de cantares de gesta? 

Familiares colocaron veladoras en los zapatos de las presuntas víctimas, localizados en el rancho Izaguirre en Teuchitlán.

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales. La frase “me llamaron para una entrevista de trabajo”, leída tantas y tantas veces en los descomunales testimonios de las víctimas de Teuchitlán —las encontradas, las que todavía viven un secuestro semejante—, vulneran la narrativa de que el sicario es sicario porque quiere, frase familiar, maliciosa, que se suma a otras expresiones que se refieren a ellos como “jóvenes sin valores”, “malandros”, o, citando al incitador de la infame “Guerra contra el crimen organizado”, Felipe Calderón, como “ninis que no estudian ni trabajan y solo buscan el dinero fácil”. 

Esos tiempos, si es que alguna vez existieron, han quedado atrás: el sicario es sicario porque las condiciones económicas, la “incompetencia” de los poderes judiciales, la narcocultura y la ecuménica complicidad mexicana permiten que miles de jóvenes en nuestro país sean atraídos con engaños y llevados a campos de exterminio donde las únicas dos opciones son tomar un arma o morir por una. Las cifras son avasalladoras: de acuerdo con el estudio Reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes por grupos delictivos en México (2021), de Doria del Mar Vélez Salas et al.: “Se estima que alrededor de 250 000 niñas, niños y adolescentes se encuentran en situación de riesgo de ser reclutados y utilizados por grupos delictivos” (p. 5). Niños que nacieron en las condiciones necesarias para favorecer el reclutamiento: en abandono, en la pobreza, encerrados en aquella maligna línea causal donde el hambre le pide a la necesidad. 

¿De verdad tienen una opción? 

En esta tierra de muertos, el ciego es rey

Mientras tanto, Teuchitlán se alza por encima de las imágenes que observamos en los medios de comunicación, de los desgarradores testimonios de cientos de familias que durante años interpelaron a las autoridades; que acudieron de forma pacífica y desesperada a las instancias de gobierno pidiendo auxilio, asesoramiento, información; que por miles de kilómetros buscaron, aferradas a sus palas y sus picos y su dolor y sus esperanzas, hasta el más mínimo rastro de sus desaparecidos. Teuchitlán resume, de una vez, para siempre, lo que ha sido el primer cuarto de siglo para los mexicanos: una búsqueda interminable en la fosa que es Jalisco.

Tuvimos algunos avisos, sin duda. En 2018, un par de tráilers con caja refrigerante deambularon por los municipios de Tlaquepaque, Tlajomulco y Guadalajara, cargando 273 cadáveres no identificados de víctimas de la violencia. El hallazgo de estas inmensas carrozas se debió a la intervención ciudadana —siempre los ciudadanos—, pues los vecinos de las colonias donde el Estado abandonó los camiones se quejaron del mal olor. La noticia alcanzó los diarios de todo el mundo, la indignación recorrió los hogares de todos los mexicanos. Pasó el tiempo y no hubo claros responsables ni consecuencias claras ni —por supuesto— esclarecimiento sobre qué ocurrió con tantos y tantos cuerpos. 

Registro de pruebas en las instalaciones del Rancho Izaguirre en Jalisco. Foto: Fiscalía del Estado de Jalisco.

Poco después, en 2020, el exgobernador de Jalisco, Aristóteles Sandoval, fue asesinado en el restaurante-bar Distrito 5, en Puerto Vallarta. De acuerdo con la información recabada en los medios, varias decenas de sicarios del CJNG establecieron un cerco perimetral en las inmediaciones del bar con la encomienda de rematar a Aristóteles, en el lejano caso de que lograra sobrevivir el ataque en los baños del establecimiento. La muerte del exgobernador, como era de esperarse, trajo una serie de cuestionamientos sobre el poder real del crimen organizado, así como su nivel de involucramiento en el manejo político del estado. Pero pasó el tiempo y la gente miró a otro lado y, del caso Aristóteles, no se habla más. Han pasado más de seis años desde entonces, el sexenio de Enrique Alfaro, inaugurado por los “tráilers de la muerte”, cierra con un campo de exterminio. 

No es una coincidencia: en esta tierra de muertos, el ciego es rey. 

Fue ciego voluntario el Gobierno que proveyó las condiciones para que Jalisco ya encabece la lista de desaparecidos a nivel nacional: 15 426 desde 2018 a la fecha, según el Registro estatal de personas desaparecidas, una cifra que es apenas muestra de una realidad asfixiante, pues los números reales son, seguramente, aún peores. La impunidad, el cinismo y una desconexión absoluta con los problemas de seguridad del estado fueron la característica más citada de nuestro anterior gobernador, que en cada ocasión que tuvo minimizó el paso de la violencia por las calles de Jalisco. Mientras el horror gestado en su gobierno sale a la luz, el perfil de su red social lo muestra portando un uniforme, orgulloso de estudiar para ser director técnico en la escuela de futbol del Feyenoord. 

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Fue ciego voluntario el Fiscal estatal, Salvador González de los Santos, quien aseguró que el cateo del pasado 18 de septiembre en el rancho Izaguirre no reportó los hallazgos macabros por una razón comprensible: no se revisó el rancho porque era “bastante grande”. La declaración es abrumadora porque inmediatamente invita a pensar: si la autoridad no tiene las herramientas suficientes para buscar los rastros del crimen en un predio de 9 500 m2, ¿cómo pedirles que sean capaces de revisar los 78 588 km2 que tiene la superficie de Jalisco? 

No quiero concluir este texto sin antes reconocer, ante ustedes y ante mí mismo, la propia ceguera voluntaria porque he visto crecer en todos lados la narcocultura: en las bocinas de los camiones y los coches, en los juegos de los niños, en las conversaciones en el tianguis, en las “tienditas” que surgen aquí y allá porque no hay negocio más lucrativo, en las solitarias paradas de camiones, incluso en la literatura contemporánea la he visto. Y he preferido no ver, he preferido guardar silencio con la esperanza de que las cosas no sean tan malas como parecen o, citando la ahora infame Rayuela publicada recientemente por La Jornada, deseando que “ojalá sea cierto que no hay tal barbaridad”. 

¿Quién es culpable de esto? ¿Quién se hará responsable? 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes.

La breve frontera entre lo delirante y la politiquería

Todos los días, nuevas informaciones de los horrores del rancho Izaguirre salen a la luz, así como nuevas declaraciones que pretenden minimizar, ocultar o distraer de la realidad. Algunos medios de comunicación incluso se han unido a los mecanismos de ultraje contra las víctimas, y han favorecido que los hallazgos del rancho Izaguirre se conviertan en un circo mediático que los pone a ellos como protagonistas y pasa a segundo o tercer plano el rol de las madres buscadoras. Quizá el momento más álgido de esta agresión ocurrió el pasado jueves 20 de marzo, cuando las puertas del rancho se abrieron para permitir el ingreso de medios y familiares, y les permitió observar que la fiscalía había limpiado completamente el lugar, llevándose cualquier indicio que les permitiera dar con sus familiares desaparecidos. Algunas madres han declarado que la visita fue una burla contra ellas: “¿Qué quieren que vea? Si todo está acordonado, está tapado, nos trajeron a turistear y de verdad para nosotros, o al menos para mí, esto es una burla”, declaró María Vázquez. Y el llanto y la frustración de aquellos familiares ha sido el festín perfecto para la prensa, y para un Estado con la desfachatez que solo debe dejar pasar el tiempo para que el cansancio, el hartazgo y los nuevos horrores cotidianos terminen por sepultar el rancho Izaguirre como un episodio más de la tragedia contemporánea de México. 

Desde Palacio Nacional, el hallazgo se califica como un ataque político contra nuestro ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde Jalisco, la Fiscalía no escatima en esfuerzos para contener los daños por medio de tecnicismos y maquillajes: hace unos días negaron la existencia de hornos crematorios, pero, ante la evidencia, tuvieron que aceptar que los cuerpos se cremaban usando una técnica llamada “exposición térmica”. Y todas estas estrategias —como aquellas que califican de “politiquería” el trabajo de las madres buscadoras— forman parte de lo esperado por un país que lleva más de una década trazando una siniestra espiral de Fibonacci, llena de muertos y desaparecidos. No obstante, el evento que las trascendió, lo que a mi juicio convierte a Teuchitlán en un hito de la Historia política de nuestra nación, fue el video que los presuntos miembros del CJNG publicaron hace un par de días, en el que niegan todas las supuestas versiones de lo ocurrido en el rancho.

Es delirante. Un encapuchado que se presenta a sí mismo como un miembro del CJNG asegura que están grabando ese video para “esclarecer los hechos basados en la realidad, en tiempo y forma”. Procede entonces a narrar los eventos del primer cateo del Rancho, ocurrido en septiembre, así como los hallazgos encontrados. Luego, el video toma un giro siniestro, surrealista, que casi resultaría cómico si no fuera insólitamente cínico. El encapuchado habla —con ejemplar dicción— de un grupo de madres buscadores “respaldadas por no sé quién”, quienes penetraron en el rancho para contradecir la versión oficial de seis meses atrás. Lo siguiente es un discurso que, a mi entender, busca justificar la versión oficial del Estado, según la cual no había en el rancho ningún indicio de campos de exterminio. Reproduzco a continuación un fragmento del diálogo:

¿Qué encontraron? ¿Cuánto encontraron? ¡No encontraron nada! […] ¿Con qué autoridad intervinieron? O ¿con qué fundamento ingresaron en un inmueble asegurado el grupo de madres buscadoras? Su deber era comunicar a una autoridad competente, y lo que hicieron fue sembrar e idear una película de terror para causar furor en las redes sociales. ¿Qué están escondiendo? ¿Quién las respalda? ¿Por qué intentan perjudicar al CJNG con mentiras e historias inventadas y sin fundamentos? 

¿Quién de nosotros creyó que vería el día en que un miembro del crimen organizado predicaría sobre la legalidad y los adecuados procedimientos para acceder a una propiedad privada? Si lo anterior no fue suficiente para despertar la alarma en los escuchas, el supuesto sicario remata con lo siguiente: “Jalisco está tranquilo. Vean las estadísticas: no hay secuestros y hay cero homicidios en comunidades rurales, y se puede presumir que el pueblo está en paz y está tranquilo”.

La instrucción es la misma, expresada con total claridad: se debe negar la realidad. Si se encontraron osamentas, cientos de pares de tenis, altares a la Santa Muerte, y testimonios de víctimas, es preciso negarlo con más fuerza. De ser posible, culpemos a las madres buscadoras, quienes continúan su búsqueda imposible a todo lo largo y ancho de este estado que siembra a sus hijos para que cosechen cadáveres, mujeres que violentan la propiedad privada al penetrar sin ninguna autorización en un predio asegurado por el gobierno federal. ¿Y para qué? Para desmentir la versión oficial, la versión que mantiene “tranquilas” las calles de Jalisco: que nuestro pueblo está en paz y tranquilo, y seguirá así siempre y cuando todos mantengamos vivo el compromiso de no ver. 

Cientos de familiares de desaparecidos claman justicia a las autoridades estatales y federales.

Ayer, mientras escribía este artículo, en las redes sociales de Tlayolan trascendió la noticia de un hombre que fue asesinado a hachazos en el interior de una frutería. El homicida, por supuesto, no fue capturado. Hace dos semanas —un día después de que se reportara el hallazgo de Teuchitlán— el Ejército se enfrentó con miembros del crimen organizado en la Hacienda Cofradía, cerca del municipio de Gómez Farías. Horas después, evacuaron a todo el personal y a los estudiantes del Centro Universitario cercano para usar la cancha de futbol como un helipuerto improvisado. Lo anterior es apenas una muestra de lo vivido en mi municipio durante lo que va de marzo, pero es la misma historia —estoy seguro— en cada uno de los 125 municipios de Jalisco, y de cada uno de los 2 478 municipios que tiene la República Mexicana. 

Lo más terrible y lo más desesperanzador es que el terror no acaba con Teuchitlán. Todo lo contrario: Teuchitlán inaugura una nueva forma de entender el terror del crimen organizado, pues lo que se encontró es apenas uno de varios —¿decenas?, ¿centenas?— campos de exterminio que se encuentran a lo largo de nuestro país. Se descubrió uno nuevo en Reynosa. Se descubrirán más en nuestro estado. Hace un par de días, el escritor Bladimir Ramírez me hizo esta revelación: el problema con Teuchitlán no es Teuchitlán, el problema es el concepto, la idea de que el crimen organizado ha ideado una forma implacable, pero efectiva, de mantener sus filas con agentes de la muerte de manera constante e inagotable: el reclutamiento forzado, el engaño a millares de mexicanos que, bajo la esperanza de conseguir un mejor futuro, abandonan sus hogares y acuden a las llamadas “entrevistas de trabajo”. La metáfora empresarial nunca ha sido tan cruel, pero me parece efectiva: el narco aprendió de la gran industria la mejor manera de obtener mano de obra barata; solo debe permitir que las condiciones de pobreza y desigualdad sigan operando. Cualquier clase de brutalidad se convierte, con el tiempo, en humana.

Y casi no sé más. He pensado mucho en los últimos días si después de Teuchitlán aún cabe hablar de la esperanza. Lo he pensado mientras imparto lecciones a decenas de estudiantes que, como yo, pertenecen a la clase obrera y, por ende, son vulnerables a la trampa que el narco ha tendido en nuestro estado. Desconozco si llegaré a tener una respuesta, o si existe en absoluto. Pero de una cosa estoy seguro, si aprendemos a nombrar las injusticias, eventualmente aprenderemos también a erradicarlas. Por el contrario, estoy convencido de que mientras haya personas que mantengan el compromiso de “no ver”, nuestra patria seguirá cosechando Teuchitlanes por todo su territorio. 

El núcleo de los sicarios —Teuchitlán lo ha comprobado— ya no está compuesto por el joven que anhela ser un “héroe” del crimen: un gran porcentaje de sicarios son personas sumergidas en la pobreza que salen de casa para buscar oportunidades laborales.

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